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BIBlIografía

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HOMBREs Y MÁQUINAs

Muchas veces y en todas las épocas los seres han sido comparados con las máquinas.Pero solamente en nuestros días se ha podido comprender lo justo de esta comparación.

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etienne JuLes MaRey Quiero ser una máquina.

andy WaRhoL Soñará un mundo sin la máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo.

JoRge Luis BoRges

El tiempo de la máquina

En Hombres y engranajes, Ernesto Sábato define al hombre del Renacimiento como el gestor de su propio mundo, de su espacio y de su tiempo: “Su lema es: todo puede hacerse. Sus armas son el oro y la inteligencia. Su procedimiento es el cálculo”.1 Luego, al examinar el desarrollo actual de esa modernidad impuesta por las ideas renacentistas, Sábato agrega: “la ciencia y la máquina se convirtieron en sus dioses tutelares”. Este es el mismo hombre que en los últimos siglos de la Edad Media inventaba y perfeccionaba el reloj mecánico, que en los primeros de la época moderna lo dio a conocer y lo comercializó en todo Occidente y que desde el siglo XX está condenado a rendirle cuentas al reloj, tanto en su tiempo laboral como en el de su ocio. Tal vez no exista otra máquina que ilustre mejor la paradójica relación que existe entre el hombre moderno y sus inventos, de la que el ser humano dependa tanto, como ésta que se lleva atada al pulso, quizás porque ella misma resume el mundo moderno en su mecanización del tiempo, en el ordenamiento de la vida en función de la producción, es decir: del “tiempo

1. Sábato, Ernesto. Hombres y engranajes, Alianza Editorial, Madrid, 1973, p. 26.

moderno”. No existe ninguna máquina a la que pertenezcamos tanto: “no te regalan un reloj –nos recuerda Julio Cortázar–, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. Esta máquina omnipresente y casi omnividente, compañera de todas nuestras acciones y perezas, ha sido retratada en su gran poder central por Charles Chaplin en Tiempos Modernos (“Modern Times”, 1936). En esta película ella se camufla en el ritmo vertiginoso de la producción en cadena, en el circuito de televisión con que el jefe controla a sus empleados y en la cruel máquina ideada para alimentar obreros, de tal manera que Chaplin sólo puede huir de su implacable régimen y de sus feroces entrañas cuando al final tome el camino que lo aleja de nuestro mundo. Otra película que, como Tiempos Modernos, disecciona el cuerpo del mundo moderno hasta encontrar su propio corazón es Metrópolis (“Metropolis”, 1927) de Fritz Lang. En ella el protagonista desciende al epicentro de la gran ciudad y descubre la máquina, que en forma de reloj, roba el tiempo del obrero para convertirlo en el ritmo mecánico que da vida a la ciudad-máquina. El protagonista alucina y vé la gran máquina convertida en Moloch que devora a las criaturas ofrecidas en sacrificio, una terrorífica imagen de la máquina alimentándose de sus operarios, así como también la de Tiempos Modernos. Esta imagen del hombre en las entrañas de la máquina o del hombre como una pieza más del engranaje mecánico, es una metáfora visual bastante común en los carteles y fotomontajes de la Bauhaus, de los constructivistas rusos y de revistas como AIZ. Lang expresa esta situación del hombre de su tiempo a través de la gran potencia del lenguaje cinematográfico, el dinamismo de su escenografía y el montaje de su película. Estas dos películas visionarias adivinan también el uso de una futura máquina de televisión al servicio de la gran máquina total y controladora del hombre, imponeniéndole su ritmo y vigilándolo, como la figura de un moderno pantocrátor ahora con la sagrada ley de la productividad y con la promesa de un mundo futuro siempre mejor. Pero al lado de estas visiones del hombre devorado por su propio invento, está el libertario himno de René Clair A nosotros la libertad (“A nous la liberté”, 1932). Los dos personajes de esta película, el dueño y el empleado de la fábrica, optan finalmente por la vida del vagabundo, liberándose del tiempo moderno de la producción. Las tres películas dan testimonio de un imaginario propio de estos años (1927-36) preocupado por encontrar la esencia de su mundo e intentando definirlo a través de la omnipotencia de las máquinas de producción y del control del tiempo. No hemos alcanzado a viajar aún en la futurista “máquina

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del tiempo” de H. G. Wells para liberarnos de nuestras condiciones espaciotemporales, tampoco hemos alcanzado la promesa de una máquina que permita mayor tiempo de ocio para realizarnos en lo esencialmente humano, pero en cambio la máquina en su forma de reloj ha terminado por regular nuestro horario y someter a una norma nuestras costumbres modernas a través de otras máquinas de producción, de traslación, de consumo o de diversión. Vivimos en el tiempo de la máquina, subordinados a su ritmo, como si ésta fuera la esencia de los tiempos modernos. La modernidad puso la fe en las nociones de desarrollo, evolución, progreso e historia, imponiéndonos a su vez una vertiginosa aceleración del ritmo de la vida, haciéndonos esclavos del tiempo mecánico con la promesa de alcanzar prontamente un futuro ideal y perfecto. El “aquí” y “ahora” fueron comprendidos como un estadio más a superar dentro de la moderna noción de progreso, ésta ha permitido imaginarnos inscritos en una gran secuencia lineal de etapas que se superan continuamente y se aceptan como Historia, justificando cualquier miseria del presente con la promesa de un futuro próximo que la aliviaría. El pasado es visto como la evidencia de tal evolución, tanto así que justifica su superación y ruptura con él. Según Octavio Paz, sería esta “tradición de la ruptura”,2 la única tradición de la modernidad. Tradición que desencadena la velocidad y aceleración contemporáneas, la rápida obsolescencia y desaparición de todo lo presente, la avasalladora producción de bienes de consumo, el afán de consumirlos antes de que pasen de moda, y los grandes cementerios de desechos y basuras aún sin degradarse. Es la ley del ritmo mecánico impuesto por el dinero en sus ambiciosas facetas de la producción, el mercado y el consumo. Reflejo de esta condición fue la escalada de las vanguardias artísticas modernas –verdadera “tradición de la ruptura”–, que entre 1905 y 1930 se sucedieron afanosamente queriendo exhumar el cadáver de su antecesora. Deseando escapar a la ley de un padre demasiado joven, Apollinaire invitaba a sus amigos cubistas: “No se puede llevar consigo y a todas partes el cadáver de nuestro propio padre”.3 Cadáveres, basura y cenizas de donde nace siempre el ave Fénix de este ritual que instaura el arte moderno, cíclicos parricidios que invitan a una novedad siempre por llegar. El arte ha podido escapar a las leyes del tiempo y de los dioses de la modernidad.

2. Concepto utilizado por Octavio Paz en su ensayo sobre sobre la poesía moderna: Los hijos del limo, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1987. 3. Apollinaire, Guillaume, en La pintura cubista, citado en M. De Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Alianza Editorial, Madrid, 1979, p. 356.

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Al examinar este dinámico período de la historia del arte, Mario De Micheli encuentra su motor: “Lo que caracteriza a la vida moderna es la máquina y las relaciones del hombre con ella”.4 Relaciones laborales, económicas, cotidianas, afectuosas, delirantes o neuróticas que trascienden todos los quehaceres del hombre. La pregunta, después de doscientos años, sigue siendo la misma: ¿el hombre ha alcanzado a controlar la naturaleza por medio de la tecnología o es el hombre esclavo de sus inventos, de sus instrumentos, de sus maquinarias? Las respuestas pueden ser diversas y habrá matices en sus argumentaciones para demostrar las tesis contrarias, pero la pregunta –por infantil que parezca– es la cuestión de y sobre la modernidad. Son los temores acerca de la transformación del mundo que inspira obras como Fausto de Goethe, el Frankenstein de Marie Shelley y los monstruos de William Blake o Goya, en el primer desencantamiento de la modernidad. Es la pregunta sobre la fotografía hecha por Baudelaire hace siglo y medio, la que es actualizada en el contexto de los nuevos medios de reproducción de imágenes y las industrias culturales por Walter Benjamin, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Ernesto Sábato, Michael Foucault o Paul Virilio. La misma inquietud sobre el futuro de la humanidad de la que parten las anticipadas imágenes de Giovanni Battista Piranessi, Julio Verne, Aldous Huxley, Ray Bradbury, Jacques Tati, Jean Luc Godard y Stanley Kubrick. El mismo mundo moderno, más o menos desarrollado, en donde desde hace más de dos siglos la máquina adquiere su doble faz de aliada o enemiga, y en el que el hombre no ha alcanzado a discernir si ha alcanzado un mayor grado de libertad o si depende cada vez más de ella. Convivimos de tal manera con las máquinas que en la cibernética se han confundido los límites entre ella y nosotros. Hoy cuesta distinguir entre cuerpo y máquina, entre extremidad y prótesis, entre “ordenador” y cerebro, entre libertad y alienación. En esta enrarecida relación se encuentra gran parte de la esencia del drama del hombre moderno, el origen de sus dichas, deseos, dolores, angustias, elegías, celos y gritos de horror. Filippo Tomaso Marinetti, Dziga Vertov y Andy Warhol desearon ser como ella, Walter Benjamin, Charles Chaplin y Jorge Luis Borges liberarse de ella, otros como Marcel Duchamp, Stanley Kubrick, Nam June Paik han vivido protagonizando esta enfermiza historia de amor y odio con la máquina.

4. De Micheli, M. Op. cit., p. 218.

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Nuevos pies y nuevos ojos

Dos inventos del siglo XIX, la locomotora y la fotografía, contribuyeron a familiarizar al público con las modernas experiencias de la aceleración y la multiplicidad, preparándolo para su encuentro con el cinematógrafo unos setenta años después. Estas dos máquinas, perfeccionadas y presentadas públicamente en la primera mitad de ese siglo, son los más claros resultados de las ideas que forjaron la revolución industrial y la revolución francesa, la toma del poder por la burguesía. La locomotora y la fotografía no son menos burguesas, ni modernizantes que las revoluciones que las hicieron posibles: la revolución tecnológica e industrial jalonada por la ambición colonialista del imperio Británico; y la revolución social que aprovecha la burguesía francesa para alcanzar el poder político con un discurso democratizante. A principios del siglo XIX, la locomotora y la fotografía contribuyeron eficazmente a definir el mundo burgués: el ensanche de su poderío económico y la divulgación de su razón pragmática. Con el ferrocarril el mundo se acortó en sus dimensiones para poder explotar mejor sus recursos, y con la fotografía se multiplicó en imágenes accesibles a la gran población de sus ciudades, el naciente público moderno. Estos inventos surgen en momentos de un perfeccionamiento tecnológico que sólo puede darse en las desarrolladas ciudades de la revolución urbana promovida por la revolución industrial. La necesaria acumulación de población, capital, tecnología, mano de obra y conocimientos, que posibilitaba la fabricación y demanda de máquinas como locomotoras y cámaras de fotografía, hizo que ciudades como Londres y París ya no pudiesen contenerse dentro de sus viejos límites. Pero gracias a la capacidad y potencia de estas dos máquinas y las que las sucedieron –los modernos medios de traslación y de comunicación–, las ciudades empezaron a extenderse por fuera de sus murallas medievales, haciendo que al sobrepoblamiento urbano siguiese la modernización de las metrópolis. La locomotora conectaba sus largas distancias y la fotografía registraba su transformación. Londres exhibe el ferrocarril en 1818, lo explota comercialmente desde 1825 gracias a George Stephenson, y a final del siglo se transforma para dar paso al ferrocarril subterráneo que reducirá su distancia en tiempo de recorrido y hará que se extienda por fuera de sus límites. París es durante el siglo XIX la ciudad de la fotografía, de ella queda su historia en daguerrotipos de antes de las grandes transformaciones urbanas de Haussmann, la construcción de los modernos bulevares hacia 1865 en las fotografías de Charles Marville y la ciudad moderna vista desde el globo del fotógrafo Nadar.

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Samuel Smiles, biógrafo de Stephenson el inventor de la máquina de vapor, resalta la importancia de este invento: “La locomotora ha dado al tiempo una nueva velocidad. Ha reducido prácticamente a Inglaterra al sexto de sus dimensiones. Ha acercado el campo a la ciudad. Ha dado impulso a la puntualidad, a la disciplina y a la atención; se ha revelado una maestra moral por la influencia del ejemplo”.5 Con ella se facilita también la explotación de minerales y se impulsa la industria del acero, se ensanchan las relaciones comerciales, se organiza la industria del turismo moderno y se controlan los horarios de viaje. Con la fotografía, inventada por Nicéphore Niepce en 1816, comercializada por Louis Daguerre en 1836 e industrializada gracias al proceso de negativo y copias positivas de Henry Fox Talbot en 1845, el hombre accede visualmente al mundo entero, el retrato se democratiza, las ciencias encuentran una de sus herramientas más objetivas, la policía una máquina de control y las artes plásticas enfrentan una de sus más refrescantes crisis. Con la máquina de vapor de Stephenson y la máquina de visión de Niepce, Inglaterra y Francia aportan los nuevos pies y ojos del hombre burgués, totalmente consecuentes con un discurso basado en la fuerza del capital y en la razón pragmática. Para la burguesía capitalista estos dos inventos, su industria y su comercio, significan poderío económico, acumulación de conocimientos y control social. Para las grandes multitudes son maravillas modernas, magníficos frutos del progreso tecnológico y de las nuevas ideas democratizantes, pero para poder acceder a ellos se necesitarán años de industria y comercialización que abaraten sus precios. Mientras tanto crece el deseo de viajes turísticos y de imágenes, modelando así el inconsciente del público moderno y actual, sus hábitos, sus rituales y sus mitos. Se puede adivinar cómo desde la locomotora y la fotografía se prepara el espectáculo moderno del siglo XX: el cine. En la mecánica del tren –que, a la inversa del cinematógrafo, transforma un movimiento de explosiones e impulsos incesantes en un movimiento continuo y circular–, en la técnica e industria fotográficas, en la formación del comercio y el público creado por estos dos inventos, se apoyan la industria y el espectáculo cinematográficos. Las analogías entre los espectáculos ópticos del siglo XIX y las experiencias de viajes del turismo moderno organizado por los nuevos medios, son numerosas. Los monstruos que se animaban en la pared y se agrandaban amenazando a su público en las fantasmagorías de Robertson a final del siglo XVIII, ya introducían esta ilusión de acercamiento entre la

5. Ramírez, J. A. Medios de masa e historia del arte. Ediciones Cátedra, Madrid, 1976, p. 52.

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imagen y el sujeto. Las imágenes de sofisticadas linternas mágicas y dioramas que transformaban el día en noche y el invierno en verano, se anunciaban con el lema “viaje a donde quiera” y ofrecían paisajes del antiguo Egipto, del extremo Oriente o de los nuevos palacios de cristal en Londres y París. Las cajas de los “peep shows” guardaban en su interior la ilusión de profundidad de monumentales arquitecturas o la ilusión de intimidad de la alcoba donde una dama se desnuda. Todas estas imágenes, al igual que el tren, viajaban como espectáculos ambulantes por toda Europa llevando el mundo a cada pueblo. Según los testimonios de la época, las dos experiencias del espectáculo o el viaje eran equiparables:

En el rápido movimiento de estas máquinas existe una ilusión óptica digna de notarse. De hecho, un espectador que las vea acercarse cuando van a la máxima velocidad, no puede liberarse de la idea de que, más que moverse, aumentan de tamaño. No sé encontrar una mejor explicación sino refiriéndome al agrandamiento de los objetos en una fantasmagoría. Primero la imagen apenas es perceptible, pero cuando más se aleja del punto focal, más y más se agranda, sin aparentes limitaciones. Así una locomotora mientras se acerca parece aumentar rápidamente de tamaño, como si tuviese que llenar todo el espacio entre los andenes y absorber todo en su turbina. [...] Las largas filas continuas de espectadores parecían resbalar como imágenes pintadas hechas pasar por el tubo de una linterna mágica.6

Transformación y modernización, tanto del paisaje del hombre como de su forma de verlo. Gracias a esas posibilidades generadas por la velocidad y reproducción mecánicas, los medios modernos de transporte y de comunicaciones desestabilizan el régimen visual clásico e intentan recomponer un mundo nuevo, que parece más una ilusión óptica que un edificio. La invención del motor y las posibilidades mecánicas de transformar los movimientos de impulsos incesantes en un solo movimiento continuo y circular, o viceversa, transforman el paisaje del mundo y la percepción del hombre. Para Paul Virilio, el doble motor, de traslación y de visión modernas, contribuye finalmente a una nueva estética que la llama “de la desaparición”: “Con la aparición del motor nace un nuevo sol, que modifica de raíz la visión. Su iluminación no tardará en cambiar la vida gracias al doble proyector, que es tanto productor de velocidad como propagador de imágenes”.7 De nuevo nos encontramos con los mismos conceptos de velocidad y multiplicidad, impulsados por un

6. Ramírez, Op. cit., pp. 53-54. 7. Virilio, Paul. Estética de la desaparición. Editorial Anagrama, Barcelona, 1988, p. 54.

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mismo motor: tanto el del tren como el del cinematógrafo. Otros inventos de finales del siglo XIX desarrollan estas mismas potencias: el perfeccionamiento del revólver en la ametralladora y el de la imprenta en la prensa rotativa, multiplicando velozmente la muerte y la información. Velocidad de apariciones y desapariciones que constituyen nuestra experiencia visual del mundo moderno, y nuestra experiencia existencial, ya que creemos ciegamente en la verdad y poderes de la visión. ¿Podríamos creer en lo que no vemos? Creemos en lo que vemos aunque sea por una fracción de segundo y es ahí donde la velocidad contribuye a la ilusión de realidad. Desde los dioramas, fantasmagorías y linternas mágicas del siglo XVIII se empiezan a construir las imágenes veloces, dinámicas y vertiginosas que constituyen hoy nuestro mundo: luces de neón, montañas rusas, pantallas de televisión y computadores, simuladores espacio-temporales, etc. Sus trucos son los mismos: ilusiones ópticas, velocidad de movimientos y vibración de ondas, que hicieron posible esa gran familia de máquinas productoras de fantasmas que incluyen a la fotografía y la locomotora: fotografía, estereofotografía y cronofotografía; tren, vapor, globo aerostático y tranvía; fotograbado, periódico ilustrado y publicidad; telégrafos, teléfonos y radio; rotativas y foto impresión; bicicletas, automóviles y avión; ametralladoras, cinematógrafo, magnetófono y televisión; video, informática, multimedia y realidad virtual. ¿Mundo real o mundo ficticio? ¿Experiencia o ilusión de la experiencia? ¿Imagen o realidad? John M. W. Turner percibió los fantasmas de la velocidad cuando en 1844, súbitas apariciones amenazaban tragarlo y luego se desvanecían como sombras. Trató de fijarlos en su pintura del Great Western Railway, donde la imagen desintegrada del tren y sus vapores anunciaban su rapidez transformadora y pronta desaparición. Este cuadro del pintor inglés se anticipó a varias escuelas de la pintura moderna, presagiando la emoción del primer público cinematográfico, cuando la legendaria imagen de los hermanos Lumiere –un tren en movimiento se lanzaba hacia la cámara, es decir a los ojos del público–, aterrorizaba a sus espectadores.

viajes y fantasmas

Fellini recuerda de su primer viaje de Rimini a Roma, cómo le gustaba “mirar por la ventanilla y contemplar cómo se movía el cuadro real, del mismo modo que las escenas cambiaban en la pantalla en el Fulgor”, el teatro de su ciudad natal. El viaje en tren como espectáculo visual y el cine como viaje. La

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comparación entre las dos máquinas y la analogía entre los dos espectáculos es más profunda de lo que supone su inmediata evidencia. Dos largos carriles de acero se extienden por el mundo y sobre ellos transita un tren, desde este tren se ordena la mirada sobre el mundo así como los bulevares de Haussmann ordenaron la mirada sobre París; el mundo y París se presentan desde entonces como una narración, como un guión cinematográfico. Una larga cinta de celuloide es desenrollada y pasa a través de un haz de luz, para volverse a enrollar en otro carrete; el aparato de los Lumiere proyecta y anima las imágenes fijadas en la cinta sobre una pantalla, las imágenes que los camarógrafos tomaron en sus viajes por el mundo al mismo tiempo que daban a conocer el invento. A lo largo de las paralelas de acero desfila una máquina, mientras la cinta de celuloide desfila a través de otra máquina: el tren y el cinematógrafo como dos movimientos invertidos pero de experiencias y sensaciones semejantes. El tren invita a sus pasajeros a un viaje sedentario en donde, en una habitación con sillas fijadas al piso, se observa un continuo y largo travelling del paisaje exterior. El cristal de la ventana aísla del sonido y clima exterior, y su marco termina siendo como una pantalla donde se suceden acciones en un cercano “allá”. Este viaje sedentario, al igual que los espectáculos de peep-shows y linternas mágicas, instauran un gusto y un habito de voyeur que hereda el público del cine en busca de la ilusión del viaje. Viaje sedentario e ilusión de viaje que surgen del mismo placer: poder mirar protegidos por una “pared de cristal”. Turistas ferroviarios, mirones de peep-shows y espectadores de cine, que como el hombre invisible, pierden la visibilidad de su cuerpo para poder ver sin ser vistos. Inmensos ojos abiertos, “familias de ojos” como diría Baudelaire, que son protegidos del mundo que ven, en la impermeabilidad de los vagones, en el ojo de la chapa o en la oscuridad de los teatros. Ojos y consciencias solitarias en medio de la gran multitud. Para la Exposición de St. Louis en 1904 se ofreció al público el hiperrealista espectáculo de los Hales Tours como una asombrosa “realidad virtual”. El público podía entrar a un estático vagón de tren y experimentar las sensaciones de un viaje: a través de la pared delantera abierta se veía una película filmada desde el rastrillo de una locomotora en movimiento, el vagón se balanceaba al mismo ritmo y vaivén del verdadero viaje en tren, el característico sonido de la máquina también era reproducido en el simulacro y hasta se programaban corrientes de aire que hicieran total la ilusión. Su empresario George C. Hale, un jefe de bomberos jubilado, recorrió Norteamérica con su invento y dio una concesión en Inglaterra para explotarlo en la tierra del mismo Stephenson. La

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corta y asombrosa vida de este espectáculo se continuó en otros a lo largo de la historia del cine: el 3D, el cinerama, el sonido sourround, el cinemax, la inmersión, la “realidad virtual”, etcétera. Las relaciones entre el tren y el cine se fueron dando como la de ciertos amantes precoces, como la de hermanos incestuosos, ya que parecen pertenecer a la misma familia. Su primer encuentro se dio en 1895 en una de las primeras películas filmadas por los hermanos Lumiere: La llegada del tren a la estación de Vincennes. De ahí en adelante una larga lista de cinematografistas se inscriben como preservadores de este idilio mecánico en el transcurso de un siglo de cine: Georges Melies, Edwin S. Porter, David Wark Griffith, Abel Gance, Buster Keaton, John Ford, Alexandre Medvedkine, Harry Watt y Basil Wright, Jean Renoir, Alfred Hitchcock, Jiri Menzel, Shohei Imamura, André Delvaux, Bernardo Bertolucci, Bo Widerberg, Sidney Lumet, Wim Wenders, Andrei Konchalovsky, Danny De Vito y Jim Jarmush. Hacia 1932 el soviético Alexandre Medvedkine organiza el “cine tren” con el fin de educar y llevar el cinematógrafo a lo largo de la Unión Soviética. En un vagón viajaba el equipo de producción, en otro se revelaban las películas filmadas a lo largo del viaje, en otro se hacía el montaje y en el último se proyectaban al público. Al completar su ciclo, esta unidad de producción volvía a pasar por los mismos lugares mostrando las películas filmadas allí, tiempo atrás. Este maravilloso tren productivo y educativo, espejo que devolvía de manera retardada la imagen del pueblo soviético, reaparece en Cuba durante los primeros años de la revolución socialista con los “cine-móviles”. No solamente el viaje en tren, cualquier viaje en los modernos medios de traslación es equiparable al “viaje inmóvil” que experimentamos en el cine. En esta conjunción de desplazamientos reales y simulados se encuentra el alma del cine. Para Arnold Hauser el tema cinematográfico por excelencia es: “correr en vehículo y a pie, viajar y volar, escapar y perseguir, superar obstáculos espaciales”.8 Mientras los medios de traslación permiten el desplazamiento de nuestro cuerpo, los medios de comunicación permiten desplazar nuestros fantasmas en el espacio y en el tiempo, fantasmas que asombran en la primera experiencia de oír una voz familiar por el teléfono o de ver una fotografía de un pariente muerto. Wim Wenders realiza una poética imagen visual de este encuentro en su película El transcurso del tiempo (“Im Lauf der Zeit”, 1975),

8. Hauser, Arnold, Historia social de la literatura y el arte. Editorial Labor, Barcelona, 1979. vol. 3, p. 301.

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cuando encadena la imagen de los carretes de cine enrollándose con la imagen de las llantas del camión en movimiento, donde viajan sus protagonistas; uno de ellos repara proyectores de cine a domicilio. En esta y otras películas de Wenders, la reflexión sobre esta filiación de los medios de traslación con los medios de comunicación que componen el mundo moderno, se convierte en el tema que revierte sobre la misma soledad e incomunicación del hombre contemporáneo. El filósofo Gilles Deleuze busca la genealogía de esta unión:

Kafka distinguía dos estirpes tecnológicas igualmente modernas: por una parte los medios de comunicación-traslación, que garantizan nuestra inserción y nuestras conquistas en el espacio y el tiempo (barco, automóvil, tren, avión...); por otra los medios de comunicación-expresión, que suscitan fantasmas en nuestro camino y nos desvían hacia afectos incoordinados, fuera de coordenadas (las cartas, teléfonos, radio, “parlófonos” y cinematógrafos imaginables…). No era esta una teoría sino una experiencia cotidiana de Kafka: cada vez que escribe una carta, un fantasma bebe sus besos antes de que llegue, acaso antes de que salga, tanto que ya es preciso escribir otra. (…) Kafka quería hacer mezcolanzas, poner las máquinas de hacer fantasmas sobre los aparatos de traslación, esto era muy nuevo para la época, el teléfono en un tren, los correos sobre un barco, el cine en avión. ¿No es esta también la historia del cine, la cámara sobre vías, en bicicleta, aérea, etc.? Y esto es lo que quiere Wenders cuando instaura la penetración de las dos series en sus primeros filmes.9

La experiencia del cine como viaje en el espacio y en el tiempo es algo tan común que inclusive no la hacemos consciente. No obstante el espectáculo cinematográfico funciona comercialmente cuando da esta respuesta a su público: el viaje, la evasión, la fantasía; cuando lo hace olvidar de su presente transportándolo a otro lugar y otra época. Los viajes en el tiempo y en el espacio son hasta hoy tema de la literatura de “ciencia ficción”, pero sus primeros cultores como Julio Verne o H. G. Wells ya se habían encargado de acercarlos a la vida cotidianidad. Extrañas experiencias de percepción logradas mediante viajes a alta velocidad o relaciones entre movimientos. Como la de Phileas Fogg, cuando cae en cuenta de que al dar la vuelta al mundo en el mismo sentido del movimiento de rotación de éste se ha ganado un día. Todo viaje en el espacio es viaje en el tiempo: como en una sala de montaje, Verne logra cortar un día a sus ochenta días de viaje.

9. Deleuze, Gilles, La imagen-movimiento. Ediciones Paidós, Barcelona, 1984, pp. 148-149.

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Pero también se anticipa al cine la sensación que relata el viajero de La Máquina del Tiempo de Wells:

Se experimenta un sentimiento exactamente igual al de la montaña rusa (algo así como precipitarse uno de cabeza). Sentí la horrible anticipación, también, de un aplastamiento inminente. Cuando emprendí la marcha, la noche seguía al día como el aleteo de un ala negra. La sombría sugestión del laboratorio pareció alejarse de mí, y vi al sol saltar rápidamente por el cielo, brincando cada minuto, y cada minuto señalando un día.10

Como si se tratara de una película proyectada a gran velocidad, Wells intenta explicar su Máquina del Tiempo. El novelista se basa en una geometría de cuatro dimensiones que integra el tiempo y el espacio en un solo concepto, su protagonista lo explica:

¿Puede un cubo, que no lo es ni un instante, tener una existencia real? Filby se quedó pensativo. Evidentemente -continuo el Viajero del Tiempo- cualquier cuerpo real debe extenderse en cuatro direcciones: debe tener longitud, amplitud, espesor y... duración.11

La anticipada Máquina del Tiempo fue publicada por Wells el mismo año en que los Lumiere presentaron en sociedad su asombroso invento. Pero además también en 1895, el escritor inglés Wells y el pionero del cine británico Robert Paul solicitaron la patente para una atracción cinematográfica que simulaba un viaje en una nave espacial. Diez años después de hacer públicos el invento del cinematógrafo y el libro de La Máquina del tiempo, Einstein da a conocer La Teoría de la Relatividad en 1905 y el matemático Minkowski proclama la abolición del espacio euclidiano en que se vivía hasta entonces, en 1908. Sigfried Gideón proclama que: “desde ahora en adelante el espacio solo o el tiempo solo están condenados a desaparecer como sombras; solamente una especie de unión entre ellos salvará su existencia”.12 Desde entonces los habitantes del mundo moderno no han cesado de constatar esta experiencia de manera cada vez más cotidiana, aunque algunos habitantes del mundo antiguo, como Heráclito, ya lo intuían. Era necesaria

10. Wells, H. G., La máquina del tiempo, Editorial Norma, Bogotá, 1991, p. 30. 11. Ibídem, p 10. 12. Gideion, Sigfried. Espacio, tiempo y arquitectura, Hoepli, Barcelona, 1958, p 461.

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esta avalancha de transformaciones materiales –de modernización– para lograr comprender la esencia de nuestro mundo: un fluido “espacio-temporal” que cambia de apariencia tanto o más, como de dimensiones y relaciones entre éstas, y en el que nosotros que compartimos esta esencia al percibirlo dependiendo del cruce de las cuatro coordenadas desde donde lo miramos. ¿Relatividad, velocidad, fenómenos de percepción, ilusiones ópticas, puntos de vista o reales dimensiones de nuestro mundo? Pero no sólo de nuestro mundo sino también de nosotros mismos. Recordemos las metáforas de Heráclito y de Borges:

Es inútil que duerma. Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano. El río me arrebata y soy ese río.13

Somos el río, somos fluido, movimiento, dinamismo, cambio, transformación, desintegración, desaparición. Este es el descubrimiento que el hombre contemporáneo hace del mundo: la estabilidad ha pasado a ser una ilusión. Relatividad einsteniana, desintegración del espacio euclidiano, liberación del tiempo solar y otros conceptos modernos, que parecen haber sido revelados a los cineastas y teóricos Sergei Eisenstein y Jean Epstein, por la misma máquina que operaban. Este último escribió estas palabras:

El tiempo, comprendido como una escala de variables, como la cuarta coordenada en que se inscribe nuestra representación del universo, no habría sido por mucho tiempo más que una visión del espíritu, complaciendo solamente a un grupo restringido de sabios, si el cinematógrafo no hubiese visualizado esta concepción... Si en la actualidad todo hombre medianamente culto llega a representarse el universo como un continuo de cuatro dimensiones, cuyos accidentes materiales se sitúan en el juego de cuatro variantes espaciotemporales; si esta figura más rica, más móvil, más verídica quizás, suplanta poco a poco la imagen tridimensional del mundo, como ésta a su vez ha sustituido a las primitivas esquematizaciones planas de la tierra y del cielo; si la unidad indivisible de los cuatro factores de espacio-tiempo está en vías de adquirir la evidencia que califica la inseparabilidad de las tres dimensiones del espacio puro, es al cinematógrafo al que le debemos este gran hallazgo, esta penetrante divulgación que beneficia las teorías de Einstein y Minkowski.14

13. Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, vol. II, p. 357. 14. Epstein, Jean. La inteligencia de una máquina. Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1960, pp. 37-38.

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Las posibilidades de la velocidad de la cámara y del montaje cinematográfico son las que, tras el asombro inicial del público, se convirtieron en el reflejo de la vida misma. Pero la industria cinematográfica traería consigo una normatización del cine, instaurando en él códigos para la representación del espacio-tiempo que no dificultaran la comprensión de su público. La identificación del cine con una vida representada y narrada, el naturalismo que adoptó el cine cumpliendo con el deseo de su público, la codificación realista para representar el mundo en la pantalla, se convirtió forzosamente en lo que tantos han llamado el “lenguaje cinematógrafo”.

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