3 minute read

Espiritualidad Litúrgica: c) Epíclesis

c) Epíclesis

P. Roberto Núñez, msc roberton14@hotmail.com

Advertisement

La Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados…” (OGMR 79).

En este mes de la Biblia continuamos con nuestro recorrido por la Plegaria eucarística, así llegamos al tercer elemento de su estructura, que es la Epíclesis o invocación al Padre para que envíe el Espíritu Santo.

El Misal dice de ella: “La Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada, que se va a recibir en la Comunión sea para salvación de quienes la reciban”.

“Epíclesis” viene del griego “epi-kaleo”, traducido al latín como “in-vocare”, “llamar sobre”, signifi ca invocación. Es una herencia de las oraciones bendicionales judías, las cuales concluían con una súplica. Por eso en la Plegaria eucarística pedimos a Dios que venga su fuerza salvadora sobre lo que celebramos y sobre nosotros mismos. El sentido de la Epíclesis es invocar la fuerza salvadora de Dios sobre los dones eucarísticos, para que, también para nosotros, las palabras de Cristo tengan su efi cacia por el Espíritu dador de vida. El mismo Espíritu que obró la Encarnación del Hijo de Dios, el que dio sentido a su muerte (cf. Hb 9,14), el que le resucitó de entre los muertos (cf. Rm 8,11), es el que realiza ahora el misterio eucarístico. El sacerdote, en nombre de toda la comunidad, invoca al Espíritu imponiendo sus manos sobre el pan y el vino.

Profundizando en el sentido de la Epíclesis, el P. Aldazábal afi rma: «Esta invocación es un recordatorio continuo, dentro de la Plegaria eucarística, de que la fuerza salvadora de Dios es la que actúa en nuestra celebración, al igual que en toda la historia de la salvación. No es la comunidad la que “dispone” de Dios, por muy sagradas que sean sus palabras y acciones; sino que “se pone a disposición” de Dios y de su iniciativa. A él, que es Santo, le pedimos que “santifi que” estos dones y a la comunidad. Ya que los cielos y la tierra están “llenos” de su gloria, le pedimos que “llene” de su Espíritu nuestra eucaristía.

La Epíclesis nos hace confesar que es el Espíritu el que santifi ca, el que transforma, el que da vida. El Espíritu que en el inicio del cosmos, aleteando sobre las aguas primordiales, las llenó de vida, según el Génesis. El Espíritu que actuó en el seno de la Virgen María de Nazaret, y así su hijo, que podía haber sido sencillamente “el hijo de María y de José”, fue “el Hijo de Dios”, por obra del Espíritu. El mismo Espíritu que en Pentecostés llenó de vida a la primera comunidad eclesial: es el que actúa ahora sobre los dones eucarísticos y la comunidad.

Ahora se trata de la “resurrección del pan y del vino y de la comunidad: o sea, la incorporación a la esfera de Cristo Resucitado de los dones sobre el altar y, sobre todo, de la comunidad que participa de ellos. En prolongación del sacramento del bautismo, que también es incorporación -por el agua y el Espíritu- a Cristo Resucitado, y de la confi rmación, que es la donación del mejor regalo del Resucitado: su Espíritu».1

Se ha resaltado muy poco que la invocación que hacemos del Espíritu, además de sobre los dones, es también sobre los fi eles, para que éstos, recibiendo el don eucarístico de Cristo, y llenos del amor, la vida, la unidad, la santidad y la verdad del Espíritu, se conviertan también en lo que deberían ser: el Cuerpo vivo de Cristo.

1.

Aldazábal, José. La Eucaristía. CPL Barcelona 1999. p. 259.

This article is from: