2012 - Verdades y mentiras sobre la escuela

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de lo que no era capaz. De esta forma si carece de razón y de moral, se sustenta la necesidad de cultivar en él la esperanza de ser más, de ser un adulto cristalizado, dócil, silencioso y obediente. Lo que hace que se persista en un constante aplazamiento, en prórroga con la vida y con las experiencias que son las que nos posibilitan ser y devenir de otras formas: Nace últimamente el Hombre como si fuera vil desecho de una producción de la naturaleza violentada; y el nacer, es dejarse ver lloroso, delicado y menesteroso de todo. Un infante recién nacido nos ofrece el espectáculo más miserable y digno de compasión. El presenta a nuestra vista un objeto tal de humillación, que bastaría para confundir y desterrar del mundo el orgullo de toda la soberbia humana…Si no supiéramos que nosotros mismos hemos pasado por tanta miseria e infelicidad, nos avergonzaríamos de reconocer al recién nacido por miembro de nuestra sociedad, y de admitirle en nuestra amigable compañía (Hervás y Panduro, 1798: 111). Esta visión miserable y menesterosa del hombre recién nacido, su “extrema desnudez y necesidad”, su incapacidad de “defenderse del mal corporal que le atormenta”, sin otra forma de “implorar socorro” que con “quejidos y llantos lastimeros” (Hervás y Panduro, 1798: 113), lo convertían en un objeto de lástima y compasión. Algunos piensan que la infancia es un estado de la vida en que el espíritu se halla en “blanco” y “sólo reina la torpeza y la ignorancia” (Loke, 1767, t2: 23), es decir que al no tener “la menor idea de la mayor parte de las cosas”, se figura a los niños como seres incompletos, “criaturas totalmente estúpidas e inútiles” (Loke, 1767, t2: 3) que sin la correcta orientación e instrucción difícilmente saldrían de las tinieblas de la ignorancia. Por ello, en virtud de aquella espantosa condición queda justificada la obligación de “dar una educación a los niños, para ayudarlos a salir del estado de incapacidad y torpeza en que la debilidad de la infancia los tiene largo tiempo sumergidos”. El niño era percibido además como un ser dúctil y maleable. Varios tratadistas coinciden en afirmar que aquella condición, bien conducida, podría ser una cantera inagotable de hombres virtuosos y útiles a la sociedad. Empero, admitían también lo contrario, si la educación que se les impartía no se ajustaba a la civilidad y a la religión, aquella “feliz circunstancia”, ductibilidad y maleabilidad, servía igualmente para producir hombres con todo linaje de vicios. Los primeros años, “el septenio de la tierna infancia”, era el momento propicio para empezar a moldear su cuerpo y su conciencia, y para preservarlo de las perversiones. El niño, como “el barro en las manos del alfarero”, estaba a “disposición” de sus padres, ayos y maestros. “La sanidad y robustez de su

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