Antologia cuentos

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El Desayuno Por Steven Villegas Ilustraci贸n: Alietta Carbajal



Acabo de descubrir que el pan ha sido invadido por el moho. Una insoportable mancha que respira sobre el trigo agrio. Recuerdo que ya se ha acabado también la comida enlatada. ¿Qué otra cosa nos queda? Ni pensar en alguna fruta o verdura, esas fueron las primeras en caer, entre mis manos, o deshechas por un minúscula muerte que las pulverizó hasta dejar un hediondo rimero de color negro. Mucho menos vas a encontrar alguna galleta dura, tasajo o tal vez unas cuantas tortillas secas. Había un poco de mantequilla rancia, pero la iba a utilizar para dorar el pan. A hora que lo pienso es posible que me la coma a cucharadas, como hice con la mostaza. Creo que ya no nos queda nada más. Es una desgracia que no hubiera comprado víveres antes, que no hubiera previsto todo esto antes. El pan estaba escondido al fondo de la alacena vacía, ni siquiera conozco el tiempo que llevaba ahí abandonado. Nosotros llevamos casi un mes aquí, casi un mes, y jamás me había percatado de él mucho menos de la mancha de moho que pululaba entre sus tripas. Poco a poco te voy cediendo todo. El hambre tiene la terrible costumbre de magnificar el juego del tiempo, y el mito que persevera hasta pudrirse, creando con ello una insoportable mancha que termina hinchando tu vientre. Me demoro afuera de nuestra recamara. Sería exagerado, casi vanidoso, afirmar que cualquier solución ahora sería válida. No estoy tan desesperado. Echo un diminuto vistazo a tu cara. Respiro el aroma de aire encerrado y por un momento un asquerosa nausea me estrangula las entrañas, se deleita que ya no me quede nada que vomitar.


Sólo atino a observar de improviso la secreta seducción que ejercen tus labios esta mañana. Una claridad enceguecedora que se jacta de poseer una ley tácita de que todas las cosas deben permanecer completamente estáticas, insobornables. ¿Qué otra cosa nos queda Isabel? Te moriste y ya, con una simpleza absurda. Realmente no guardo esperanzas de una vida sobrenatural, no hay un misterio que podamos advertir o un arcano, que oculto, se deslice entre las arrugas de la sabana. Sólo importa algo: Tienes hambre y no nos queda nada en la alacena, ni siquiera pan. Acabo de descubrir que había sido invadido por el moho desde hace mucho tiempo. Me siento en la cama y empiezo a desvestirme. Todavía es muy temprano para preparar el desayuno.




El Tren Por Luhana Ahu谩ctzin. Ilustraci贸n: Alietta Carbajal



Esa mañana, un calor diferente y liberador se extendía por todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Me sentí como no lo había logrado en mucho tiempo: ligero. No hubo gritos ni reclamos por parte de nadie. Mis hijos no me vinieron con problemas de mis nietos. El perro no ladró, molestamente y sin razón, como todas las mañanas. Y tampoco escuché el irritante chirrido del camión de la basura. Me levanté y quise hacer las paces con mi mujer. Una noche antes habíamos discutido a causa de mi constante mal humor; por supuesto, ella me ignoró durante todo mi discurso. Salí de la casa. Mientras caminaba por la angosta calle, reparé en que llevaba más de cincuenta años haciendo el mismo recorrido. Primero, para ir rumbo al trabajo y desde hacía veinte años, tiempo que llevaba jubilado, para huir del ocio de mi hogar. Tomé el camión que por suerte iba medio vacío y decidí ir a Buenavista. De mi padre aprendí el oficio de plomero, y apenas cumplí diecisiete años, éste me incorporó al equipo de cobreros de Ferrocarriles Nacionales de México. Fue así que me dediqué al mantenimiento, instalación y fabricación de las tuberías sanitarias e hidráulicas de los trenes. En mi trabajo también aprendí a tener más de dos novias, a beber y aguantar varias noches seguidas de borrachera, a cantar acompañado de mi inseparable guitarra y la pasión por el sueño de convertirme en torero. Fantaseaba que cuando este último anhelo se hiciera realidad, sacaría a mi madre de trabajar y le daría una vida llena de abundancia, pues con un marido como lo fue mi padre para ella, siempre tuvo carencias. Las cantinas eran el lugar favorito de


éste, y las “ficheras”, su mayor afición. Tuve que trabajar al lado de mi madre desde muy temprana edad en la venta de muñecas de trapo, a las faldas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Fui su apoyo, pues siendo su hijo mayor, tenía esa pesada responsabilidad sobre mis hombros. En nuestras vueltas a casa; luego de las largas y cansadas jornadas de trabajo bajo el sol, me contaba del puerto de Veracruz, de su brisa y sus palmeras. Yo nací en ese lugar, pero al poco tiempo de mi nacimiento, trasladaron a mi padre a la ciudad de México, lo que me impidió crecer y reconocer mi lugar natal. Cuando cumplí veintitrés años; con mi pasión por los toros más ávida que en cualquier otro momento de mi vida, conocí a Paz Guerra, mi mujer, mi esposa y la eterna paradoja de mi vida. Desde el momento en que la vi salir de misa con su vestido azul de holanes, con lunares blancos, y hecha una furia, quedé prendido de ella. Cuatro años posteriores a esto; luego de una relación tormentosa e inestable, que siempre pareció estar entre el amor y el odio, y de abandonar mi sueño de ser un afamado torero, contrajimos matrimonio y poco después, vino nuestro primer hijo, quien fue seguido de seis niños más. Para ese entonces la pesadez, la amargura y un continuo ruido en mis oídos, comenzó a apoderarse de mí. Una señorita que no me pidió permiso para pasar y sentarse en el asiento vacío de mi lado, me hizo darme cuenta que ya me encontraba en la esquina de eje uno e insurgentes. Me levanté de un saltó y bajé por la puerta trasera. Crucé la avenida y esquivé con una agilidad sorprendente para mis casi ochenta años, el metrubús.


El nuevo centro comercial Furum Buenavista me dio la bienvenida. Me invadió una inmensa nostalgia. No quedaba nada de mi estación y de mis trenes. Ahora un restaurante de bisquetes, una sucursal bancaria y un espectacular de un cine, me saludaban. Caminé sobre la acera de la plaza y me dirigí a su costado derecho. Era ahí donde tantas veces, llegamos corriendo mi esposa, mis siete hijos y yo para alcanzar el tren. Me detuve frente a la locomotora 501 que fue lo único que quedó como eslabón entre el pasado y el presente del lugar. Cerré los ojos con fuerza, aferrándome a ésta. Deseé haberme quitado tantos pesos de encima antes. Comprendí que al fin estaba listo para emprender el viaje que desde hace mucho, estaba retrasando. Liberé el yugo de mis parpados. Abrí los ojos. El monumental edificio de piedra gris con sus enormes ventanales de piso a techo, me dio la bienvenida, anunciándome en lo alto, que estaba en la ESTACIÓN BUENAVISTA. Volví la cabeza en dirección al eje Guerrero y comprobé que el Vips y Wal-Mart había desaparecido. Me dirigí a una de las dos entradas y vi abrirse ante mí, el enorme hold con su piso de mármol gris. Un mar de personas se adentraba a la sala de espera de segunda clase que se encontraba justo al fondo. A mis espaldas, varios pasajeros confirmaban en la caseta, sus boletos. Y frente a mí, se hallaban las escaleras monumentales que llevaban a los andenes. Las subí y éstos se dejaron ver majestuosamente detrás del pulcro cristal. Detrás, una pareja de jóvenes subía al segundo piso, donde se encontraba restaurante y la preciosa y cómoda sala de espera de primera clase. Caminé varios pasos adelanté y pegué mis manos y mi cara al vidrio que me separaba del exterior. Una voz femenina, dulce y con cierta melodía que no tardé


en reconocer, retumbó por toda la estación: “Pasajeros con destino a Veracruz, favor de abordar el andén número siete. Gracias” Me dirigí al andén que fue anunciado. Pasé por primera y segunda clase, donde las personas ya empezaban a juntarse en torno el filo de las vías y a darse ligeros empujones, marcando su espacio. Llegué hasta la sección del pulman. Ahí en cambio, las personas estaban pendiente del arribo del tren, pero en fila y en total orden, sin la preocupación y premura reflejadas en el rostro. El sonido melódico del metal contra metal, me hizo volver la cabeza hacia las vías. La máquina venía en reversa al ritmo de un “chac, chac, chac”. Adelante, casi escapándose de mi vista, la locomotora roja con negro y con las enormes iniciales blancas “N de M”, pintadas a su costado, dirigía hasta nosotros el regio carro verde militar con sus portentosas ventanas de doble vidrio. Mientras que en segunda y primera clase comenzaban los gritos, empujones y pequeñas riñas por subir a su respectivo vagón, la gente que se encontraba delante de mí, empezaba a entrar por la preciosa puerta angosta del carro pulman de uno en uno; no sin antes entregar su boleto al checador, quien llevaba puesto el típico uniforme que consistía en pantalón y solapa con cuello “mao” en color gris con rayas blancas a los costados del y en los bordes, y una gorra tipo kepy con visera. Éste, con una sonrisa y amplia amabilidad, daba la bienvenida a los pasajeros que arribaban el tren finalizando su oración con un “mi señor” o “mi señora”.


Situándome casi al final de la fila, me introduje al vagón sin que el checador me exigiera mi boleto. El olor a alfombra con una mezcla de café, recordándome al olor de hotel, se apoderó de mí. Esperé a que todos estuvieran dentro de sus respectivos camarotes, para buscar uno vacío. Por suerte, el B7 lo estaba. Después de unos segundos, el tren se puso en marcha. Mientras pasaba y veía la estación quedarse atrás, caí en cuenta que en esta ocasión, no hubo nadie despidiéndose con la mano, de sus familiares que se pegaban como moscas a las ventanas. Abrí la puerta del baño y era justo como la recordaba: tanto el lavamanos como el WC eran de acero inoxidable. Arriba del primero se alzaba un coqueto espejo que no me devolvió el reflejo. Cerré la puerta metálica y me acomodé en el sillón negro de vinipiel para observar el maravilloso paisaje que se mostraba desde mi ventana. El cielo comenzó a oscurecerse. Para cuando paramos en la estación Fortin de las Flores, la noche ya estaba bien plantada y el frío era insoportable.




Mientras que los pasajeros de los vagones de adelante, descendían y otros subían, fue enganchada; como era costumbre para la zona de Cumbres de Maltrata, una segunda locomotora. Aproveché para levantarme y jalar el sillón para que el mecanismo, lo convirtiera en una cómoda cama. No tardó en pasar el camarero para dejar dos frazadas suaves y gruesas color café. Sin pensarlo ni tardarme mucho, me las eche encima. Diez o quizá quince minutos después, el tren emprendió su camino, subiendo con renovada fuerza las montañas. En mi ventana, se dejaba ver la abundante y espesa niebla gris que apenas advertía el paisaje boscoso, verde y los fastuosos pinos. Más tarde, los rayos del sol de alba, comenzaron a aniquilar el frío y a evaporar la neblina. Aproximadamente luego de dos horas, nos anunciaron que estábamos llegando a la estación del puerto de Veracruz. Una antiquísima y rustica estación nos saludó. Al descender del tren, sentí inmediatamente una oleada de brisa bochornosa proveniente de la playa. Podía sentir el aire caliente y salado adentrarse en mis pulmones. Nunca antes; luego de haber nacido, volví a Veracruz. Ni siquiera para complacer o premiar a mi madre. Salí de la estación. El tranvía sin laterales estaba pasando frente a mí, atiborrado de personas. A los lados de la avenida, las palmeras se movían al ritmo de la brisa. Anduve despacio por la calzada que nunca caminé, pero conocía. Llegué hasta el puerto. Recorrí la playa dispuesto a lograr alcanzar la orilla del mar. Ahí, a lo lejos, distaba una silueta familiar que no lograba distinguir. Llegué a unos pasos de ella. Era mi madre que estaba extendiéndome los brazos. Corrí a unirme con ella en un abrazo. Lloré, me derrumbé y lloré. Le pedí perdón por nunca haberla traído de vuelta y por no haber cumplido mi sueño de


ser un gran torero. Mi madre me acarició mi escaso y plateado cabello y me miró a los ojos, sonriendo y sin pronunciar una palabra. Me tomó de la mano y la seguí en su camino al sol, justo cuando mi esposa, mis siete hijos y algunos de mis nietos, arrojaban al borde de un velero, mis cenizas al mar. •


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