Los animales del mal (2013) de Aleqs Garrigóz

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Aleqs

Garrigóz

LOS ANIMALES DEL MAL

© TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS: ALEJANDRO GARRIGÓS ROJAS, MÉXICO, 2012

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ÍNDICE Araña, La / 3 Búho, El / 4 Buitre, El / 5 Cerdo, El / 6 Chacal, El / 7 Cocodrilo, El / 8 Cucaracha, La / 9 Cuervo, El / 10 Escorpión, El / 11 Gato negro, El / 12 Hiena, La / 13 Lobo, El / 14 Mosca, La / 15 Murciélago, El / 16 Ostra, La / 17 Pantera, La / 18 Rata, La / 19 Sanguijuela, La / 20 Sapo, El / 21 Serpiente, La / 22 Tenia, La / 23 Tiburón, El / 24 Zancudo, El / 25 Hombre, El / 26

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ARAÑA, LA

Tenebrosa y marginal, habita en cementerios polvorientos, espesores de lo umbrío y en todo recinto donde la ruina establezca su imperio. Como una Penélope amarga y hostil, gasta sus días tejiendo red para el asesinato. Viuda tramposa, en medio de sus hilos fatídicos –donde atrapa luciérnagas, coloridas mariposas, catarinas– devora a su consorte sin pizca de piedad: su juguete fatídico, su esclavo sexual. Y su tamaño puede ser el de la mano de un hombre que asfixia la ternura del pájaro cantor. No se responde la inquietud del curioso cómo un ser tan pequeño puede albergar tanto veneno.

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BÚHO, EL

Bajo muchas circunstancias el búho sirve a Satán. No se fíe el humano de su paciencia, de su aspecto dócil y domesticable: viven por y para la muerte. Es alimaña gris, parda, con alas de ángel. Ese porte de ciudadano taciturno y mediocre es sólo una máscara bajo la que se agazapa la rapiña. Tiene el pico propicio para el desgarramiento de la carne rosada que anda en aparente libertad paseándose en forma de conejo. Centinela de pupilas de vidrio, su inmovilidad es cifra de señorío. Su reposo es amenaza. Son servidumbre funeraria. Y los ojos del Mal vigilando los bosques.

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BUITRE, EL

Alevoso, desde las alturas se apresura hacia el punto exacto del asesinato animal, para arrancar, del cadáver abandonado, de su carroña infame, los despojos nauseabundos que harán su delicia. Y no concede indulto al criminal ahorcado en la llanura de la justicia pueblerina: baja gustoso a él, celebrando una danza aérea de círculos hipnóticos, donde esos miembros aciagos despliegan de su fealdad el espectáculo macabro. Vileza de las aves, arpía, carnicero cobarde que no se atreve a matar, bruja emplumada, tan familiarizado está con el hombre que, si uno quisiera ahuyentarlo haciéndole muecas, abre el ancho abanico de sus alas, como ofreciendo un abrazo a quien es su semejante.

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CERDO, EL

En su hocico henchido de infección encontramos residuos de toda clase de bazofias. Las heces son su más caro manjar. Por ello, es del pecado capital de la gula la más obvia representación. Fornicador extremoso, sus larguísimos orgasmos, chillantes y convulsos, no lo llegarán a saciar. Sus pezuñas se aferran al lodo y a la mugre que le hacen tanta compañía en el mundo rancio, lleno de basura, pestilencia y desechos, de la vida del hombre. Allí siempre le sobra molicie; allí se entrega a la gordura, esa deformación. Su corazón es de las mismas dimensiones que el del hombre; ambos albergan la misma forma de amor. El hombre que ufano lo ofrece en banquete puede pensar que tal vez ha inmolado a un prójimo.

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CHACAL, EL

Asecha desde el crepúsculo hasta la madrugada; entonces vuelve a la lobreguez de las cavernas. Los cementerios –ciudadelas de muertos– son su lugar privilegiado en el mundo: allí orina y defeca para sentirse dueño siquiera de un mísero terruño. Saturnino y solitario, el chacal se parece a Caín errante. Su aullido tiene el dolor de quien, habiendo vivido en gracia, mora desposeído en el éxodo y sus desiertos. No importa su color: siempre es negro por necrófilo. Pertenece a ese clan de perros salvajes signados por el furor siniestro de la saña y la destrucción, siempre rabioso contra el mundo. Es el peor enemigo del hombre. Porque, temprano, el chacal habrá de ser padre terrenal del Anticristo.

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COCODRILO, EL

Monstruo, dragón sin alas, el cocodrilo une la rudeza de la tierra y del agua en los relieves amargos de su cuerpo, áspero como la piedra, tan hundido en su maldición, en su pereza grotesca. Inerte, usurpando la forma de un tronco, espera milenios al pobre ciervo; lo asalta luego en una emboscada letal en que su largo aburrimiento se vuelve una súbita, colérica, retorcida, demostración de brutalidad a sangre fría. Comehombres, deglute hasta los zapatos. Leviatán de los pantanos, su hocico es un terror agudo; de él sale un insoportable aliento a podredumbre. Si tuviese lengua, de ella sólo saldrían blasfemias antiquísimas. Tan hipócrita es que, después de haber devorado hasta a sus hijos, se echa a llorar ridículamente.

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CUCARACHA, LA

La cucaracha es el ruin habitante incógnito a quien en verdad pertenece este planeta, más allá de la glaciación y el desastre nuclear. Más populosa que el hombre, impía y rastrera, preside cada rincón sin iluminar desde donde produce el espanto del ama de casa, el escalofrío de las literaturas góticas cuando sale a la vista. El verano le brota alas para que haga la fornicación. Se enreda entonces en el cabello de las sirvientas, atacadas de histeria; y hace el vómito de los recién nacidos. Pegada a la pared como un ornamento abyecto o andándose por los suelos, opaca, luce siempre indigna de toda consideración. Las suelas la buscan para exprimirles de un golpe el pus que rellena su cuerpo quebradizo. Porque no merece siquiera lástima.

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CUERVO, EL

Un trozo de noche es el cuervo, diablo alado por el tornasol embellecido. Su aleteo en la ventana horroriza a la madre inquietada por su pequeño hijo enfermo en la penumbra. Y es que sólo sabe anunciar desgracias y daños. Un trozo de noche, de tan negro y funesto. Cuando come, desgrana el maíz sobre la roca estéril; así no podrá fructificar. No podremos esperar ningún beneficio del día si su vuelo ensombrece nuestro paso en el camino. No teme al espantapájaros que es el hombre. Porque el cuervo no es pájaro: es la inteligencia animal del hurto y la merma de los plantíos. Más el pico hiriente, la mirada huraña y el odioso graznido que reprocha y aturde. Cría cuervos y sacarán tus ojos.

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ESCORPIÓN, EL

Rufián armado hasta la cola, el escorpión aguijonea como la mala suerte a quien no lo espera. Se esconde entre las sabanas, dentro de los zapatos, tras la cortina, para desmayarnos con su figura cruel, con su ponzoña que paraliza el cuerpo. Nos atenaza de temores. En las laderas de los cerros, dentro de las pobres casas de cartón, bajo la cama donde vive el miedo natural de los niños, doquier que se aparezca, es inequívoca señal de contingencia. ¿Y cómo no temer a aquellos que bajo su signo zodiacal han nacido, si, receloso por naturaleza, espera en calma usar su lanza envenenada, siempre preparado para matar?

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GATO NEGRO, EL

Nocturno, el gato negro pasea por las calles llevando el presagio adverso, enemigo de la fortuna, cómplice de brujerías. Es igualmente la cauda de la tragedia: consumado el incendio, el accidente aparatoso, es visto en los alrededores lamiéndose de gusto, depravadamente saboreando el olor a estrago, como si la muerte fuera el reino al que en verdad pertenecen. Puede salir vivo del ahogamiento tan fácilmente como cae de pie desde las alturas, donde vigila que la noche se desarrolle en calma luctuosa o espera a que el horror termine de instalarse. Esbirro de la perdición, se desconoce la cantidad de muertes de la que sus vidas son capaces. Pero es mentira que tenga siete: tiene seis, el número del Diablo.

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HIENA, LA

Perra atigrada, felona de las praderas, la hiena tiene el cuerpo manchado por el delito. Comensal nefando e impúdico, deshonrosa aficionada a los cadáveres, gusta de abordar a sus víctimas en ventajosa manada. Estridente en su chocante delirio sanguinario, al que se entrega en desenfreno, babeante e histérica, se diría que es de la idiocia una encarnación: ríe tan cínicamente de sus ultrajes cotidianos que su visión nos inspira repugnancia. Sus trucos favoritos: enseñar las garras, robar carne a punto de la putrefacción, molestar al que sólo quiere beber agua. Ningún camino es lo suficiente corrupto para albergar su paso renqueante, la lubricidad de sus instintos tan bajos, su hediondez a orgía, el asedio centelleando en el pequeño infierno de sus ojos.

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LOBO, EL

Su hermosura glacial y trashumante, su simpatía vestida de un pelaje que invita a posarle largamente las manos ateridas de frío, su caminar acariciado con reverencia por la mirada obediente, los ojos como dos brasas que encienden la negrura, las piernas ágiles en correr los bosques de un cuento donde ha de devorar a un niño, su huella graciosa en la nieve, el hocico que lame la sangre en mansedumbre: todo él, gallardo y sobrio, es la imagen animal del más oscuro sueño romántico. Nuestro espíritu se alarga por perseguirlo y visitar en sueños su morada. Cuánto duele su apostura a los poetas, la conciencia de su perversidad instalada rígidamente en su sino. Arrebata los rebaños, dejándonos como recuerdo de su paso un jirón desparramado. Desea a nuestros hijos. Padre adoptivo de pueblos que devastan, su ferocidad es inclemente. Su mirada es intimidación. Por eso lo anatematizan los libros; el campesino le dispara sin miramientos. Y el hechicero lo quiere para usar en sus planes malévolos su alma convertida en esclava, o, ya en un rapto lunático, se convierte en él.

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MOSCA, LA

Sus ojos son poliédricos. En ellos –cristales geométricamente quebrados– se multiplica la inmundicia. Sus ojos son poliédricos para reconocernos mejor. Su trompa se prolonga para succionar la pureza de la pudrición. Sus extremidades son llanamente responsables del exterminio histórico y sostenido de los hombres: cangrenas, diarreas y cóleras sin curación. Sus alas se abren para volar a un lugar cada vez más asqueroso. Serafín del mal, lleva la muerte a donde va: la misma que la nutre y mantiene. Y, ay, el que la observa siente una fascinación por esos ojos enormes que lo miran a uno desde una conciencia de clase inabordable.

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MURCIÉLAGO, EL

El murciélago es vehículo de los espíritus malignos de los muertos. Esas peludas alas nacidas de un pecho impuro baten con energía las tinieblas donde encuentra seguridad. Sólo allí, en la temida oscuridad de terciopelo, instaura su morada. Duerme durante el día, en forma cruz invertida, en lóbregos racimos anónimos. Mide la extensión de la noche con sus alas abiertas, escapando de la santidad de la luz y del fuego purificador. Un par de colmillos afilados le sirve para podar la bondad del árbol frutal. Siembra pavor cuando, impulsado por un poder sobrenatural, entra a las habitaciones abalanzándose sobre las vírgenes. Chupa la sangre del ganado, del niño neonato. Y escupe los patios de las casas cristianas.

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OSTRA, LA

Egoísta superlativa, la ostra no deja pasar a sí el mundo ni la luz, y toda se envuelve en tétrica sombra. No comparte nada. En su empecinada cerrazón, se abre apenas para tragar pasiva, prefiriendo ser malsanamente una roca y viviendo solo por obligación en la dureza. Incluso un grano de arena es su adversario, y lo embalsama con sus segregaciones. Así forma una perla cuya beldad envidia y enclaustra. La perla que resulta fea por culpa de la carcelera da mote a un arte deforme, evocador del vacío y la muerte. Casi podríamos afirmar que la ostra disfruta su tortura con filos y ácidos en un comedor. Ese retorcerse podría ser una celebración masoquista de la asfixia que el mar no le da. Se dice que el poeta oscuro es una ostra ensimismada en los fondos de lo perverso: su autoexilio de la alegría, su ceguera a la belleza y la atención a las mareas de su espíritu enfermizo.

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PANTERA, LA

Sigilosa, desalmada, la pantera se pasea por la espesura de la selva con su pelaje más oscuro que la oscuridad, serena expresión de poder y un hocico soberbio. Habrá que refugiar a la selva entera en un arca, donde pueda estar a salvo de su influjo. Porque, infernal máquina de matar, con su olor atrae a otras bestias que no pueden escapar de su atracción; sutilmente las va deleitando con su belleza, con la sensualidad de su contoneo maléfico, meretriz indolente, para luego de un zarpazo hacerles brotar la sangre y devorarlas obscenamente. Su pecho sólo ronronea si ha devorado carne palpitante. No nos extrañe que, furiosa, pueda atacar su reflejo, rasgar hasta deshilachar su propia sombra.

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RATA, LA

Anida en recovecos y grietas del hogar mal cimentado por el desorden, poblando la tranquilidad de enloquecedores chillidos y deyecciones. Insomne, su roer nervioso estropea nuestras provisiones. Deglute el desperdicio hasta que su gordura le hace torpe el andar: no más que una bola de grasa y pelos erizados de contaminación que deberá morir para la salud y el progreso. Rabiosa, muerde al hombre poniéndole espumas infaustas en la boca, locura en el actuar, invalidando sus movimientos. Fiera de casa, destructora de botines, su castigo protocolar es el linchamiento.

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SANGUIJUELA, LA

Gusano repulsivo, piltrafa, la sanguijuela es un despojo de coagulaciones, parásito que sólo se hincha de saciedad con sangre. Vampiro anélido, flota en la desgracia de las aguas estancadas, ciega, sin advertir la bondad de la palabra en el mundo. Los médicos la usaron para drenar el rojo vital de quienes morirían a causa de presiones internas. Pero no se piense que ya por eso es útil a la salvación. Porque la ciencia fue uno de los arcangélicos regalos de Lucifer al hombre.

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SAPO, EL

El sapo es el corazón de la noche húmeda, el palpitar del peligro en el pantano, oscuro reloj que cuenta ávidamente los segundos que faltan para que no amanezca. Especie maldita, su carne está envenenada; su piel supura una leche que nos causa verrugas. Sus ojos están hinchados de una tétrica inocencia que parece mirar con necesidad y engaña: lanzan sangre urticante. Hosquedad, mide el espacio a saltos escapando de la boca desesperada que lo quiere besar, criatura resbaladiza, serpiente a su modo. Para desaparecer, su color cambia según el fango que lo contiene. Las hechiceras lo aman por sus propiedades malignas, ingrediente infalible de bebedizos que atraen la ruina, de ungüentos de falso amor. Piedra viva, Dios lo hizo con el barro sucio que sobró después de amasar al hombre.

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SERPIENTE, LA

Insignia del engaño y la lujuria, como cizaña se erigió para retar el orden. Con la punta de su lengua hendida tentó a Eva, y la piel le erizó de sexo. Su regalo al hombre fue el ojo abierto a la vergüenza, la ciudad de muros alzados, las matemáticas del Diablo. A la mujer inocente la hará menstruar o le robará la leche del seno. Y la que ama al Diablo deberá introducirla en su vagina, para que se retuerza allí, como en la sombría cueva de su predilección. Quien sea mordido por ella no encontrará la senda de regreso a casa. Como en el caso del hombre, una nunca encuentra verdaderamente a otra. Su maldad se prueba en que son exclusivamente carnívoras y sordas; en la mudanza de su piel. Repta como la envidia que hiere con sus colmillos; como el deseo que envenena al corazón. Abraza como la muerte. La serpiente cerrada es el hombre: círculo vicioso capaz únicamente de encontrarse a sí mismo en el desierto del mundo.

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TENIA, LA

Hurtando –qué alevosamente– el escaso nutriente del niño famélico, la tenia es la cuerda, el látigo interior para ahorcar y castigar pobrezas: cinta de un regalo que es la consunción. Propagada por la mierda, es del hombre secreta compañera. Invasora campeando en sus tripas, en el sigilo de una miserable labor y el asco de sus maneras, en su tenaz soledad es completa: sin necesitar amor o sexo, se replica a sí misma para infestar mezquinamente al mundo. Los cerdos son sus aliados en ello: darán su carne para cerrar, en otro infeliz, el ominoso círculo. Y sus larvas carcomerán sus ojos, el cerebro. Forzarán convulsiones sin mística. Ingenuo, el albergador no sospechará que su oscuro huésped mide ya cuatro veces lo que él.

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TIBURÓN, EL

Experto naval en descuartizamientos por el mero goce de saberse respetado, las mandíbulas del tiburón, dignas de museos, tragan orgullosamente a los náufragos. Su aleta espaldar es la señal más temida del nadador. Sus fauces se abren, más escandalosamente que el hombre a la bestialidad, para engullir a quien no hace sino retozar en la playa. Sicario plomizo, es una apología de la violencia de este mundo quimérico. El abismo del océano le pertenece: allí se atraganta de miembros y entrañas, para después nadar plácidamente. Se le encuentra muy bien en las profundidades del miedo colectivo y en los pasajes sangrientos de las novelas marítimas.

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ZANCUDO, EL

Demonio minúsculo, casa alada de virus, en calidad de nube produce el delirio masivo, la convulsión que arrasa la vida de los hermanos. Extendido por casi cada rincón de la geografía, sus patas son estandarte del dolor de huesos que dura hasta la muerte. Hace patíbulo del verano. Zumbador incansable, cuando viene de su mundo de pesadilla directo a nuestro sueño, aniquila la dicha, perturba la paz, hostiga la salud, instala un pequeño averno en nuestro hogar. Hace de nuestra casa ya morada de la enfermedad, ya hospital terminal.

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HOMBRE, EL

Así como de un huevo cerrado y podrido se ignora su fetidez, así se ignora la corrupción del corazón del hombre: sólo sabe hacer la guerra, el exterminio. Sólo sabe pasar por florestas si es arrasándolas. Su corazón: continente del pecado, de un espíritu equívoco que se arroja, sin miramiento, a la ambición más ignominiosa. Oh, materia de extravíos que lo separan cada vez más del mundo. Un nefasto plomo erige su arquitectura. Un cuchillo se extiende, tan naturalmente, de su brazo hacia su proximidad. Aborto de la divinidad– espejo que Dios maldijo y letrina de Satán–, cada acto suyo lo inclina hacia el suelo. Duerme con fantasmas. En el templo del odio sacrifica la vida por quimeras, algo menor aún que la ceniza. Se vende sin regatear al homicida: carne y tuétanos tienen un valor igual a nada. Y lame el fusil que lo aniquilará. Ah, y si canta, canta sólo una fantasía hueca. Su miseria y desesperación son dos abismos que no conocerán algún día fondo.

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