Concierto barroco

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Alejo Carpentier

Concierto Barroco

solicitadas muestras de mármoles, el bastón de ámbar polonés, el raro infolio del estacionario caldeo, ni quería lastrar su equipaje con barrilillos de marrasquino ni monedas romanas. En cuanto a la mandolina incrustada de nácar... ¡que la tocara la hija del inspector de pesas y medidas en su propia carne, que bien templada y afinada para eso la tenía! Pero ahí, en aquella tienda de música, debían hallarse las sonatas, los conciertos, los oratorios, que bien modestamente le pidiera el maestro de cantar y tañer del pobre Francisquillo. Entraron. El vendedor les trajo, para empezar, unas sonatas de Doménico Scarlatti: — “Rico tipo” —dijo Filomeno, recordando la noche aquella.—“Dicen que está en España el muy cabrón, donde ha conseguido que la Infanta María Bárbara, generosa y querendona, corra con sus deudas de juego, que le seguirán creciendo mientras quede una baraja en mesa de coime.”—“Cada cual tiene sus debilidades. Porque, a éste, le ha dado siempre por las mujeres” —dijo Filomeno, señalando unos conciertos del Preste Antonio, titulados “Primavera”, “Estío”, “Otoño”, “Invierno”, cada uno encabezado —explicado— por un lindo soneto.—“Ése vivirá siempre en primavera, aunque lo agarre el invierno” —dijo el indiano. Pero, ahora, pregonaba el hortera los méritos de un muy notable oratorio: “El Mesías.”—“¡Nada menos! —exclamó Filomeno—: El sajón ese no trabaja en talla inferior.” Abrió la partitura: — “¡Carajo! ¡Esto se llama escribir para la trompeta! De aquí a que yo pueda tocar esto.” Y leía y releía, con admiración, el aria de bajo, escrita por Jorge Federico sobre dos versículos de la Epístola a los Corintios.—“Y, sobre notas que sólo un ejecutante de primera fuerza podría sacar de su instrumento, estas palabras que parecen cosa de “spiritual”: “The trumpet shall sound and the dead shall be raised incorruptible, incorruptible, and we shall be changed, and we shall be changed! The trumpet shall sound, the trumpet shall sound!” Recogido el equipaje, guardadas las músicas en una petaca de sólido cuero que ostentaba el adorno de un calendario azteca, se encaminaron, el indiano y el negro, a la estación del ferrocarril. Faltando minutos para la salida del expreso, se asomó el viajero a la ventanilla de su compartimiento de los “Wagons-Lits-Cook”: “Siento que te quedes” — dijo a Filomeno que, algo escalofriado por la humedad, esperaba en el andén.—“Me quedo un día más. Para mí, lo de esta noche, es oportunidad única.”—“Me lo imagino... ¿Cuándo volverás a tu país?”—“No lo sé. Por lo pronto, iré a París.”—“¿Las hembras? ¿La Torre Eiffel?” — “No. Hembras hay en todas partes. Y la Torre Eiffel ha dejado, desde hace tiempo, de ser un portento. Asunto para pisapapel, si acaso.”—“¿Entonces?”—“En París me llamarán “Monsieur Philomène”, así, con P. H. y un hermoso acento grave en la “e”. En La Habana, sólo sería “el negrito Filomeno”.—“Eso cambiará algún día.”—“Se necesitaría una revolución.”—“Yo desconfío de las revoluciones.”—“Porque tiene mucha plata, allá en Coyoacán. Y los que tienen plata no aman las revoluciones... Mientras que los “yos”, que somos muchos y seremos “mases” cada día”... Martillaron una vez más —¿y cuántas veces, en siglos y siglos? —los “mori” del Orologio.—“Acaso los oigo por última vez —dijo el indiano—: Mucho aprendí con ellos en este viaje.”—“Es que mucho se aprende viajando.”—“Basilio, el gran capadocio, santo y doctor de la Iglesia, afirmó, en un raro tratado, que Moisés había sacado mucha ciencia de su vida en Egipto y que Daniel resultó tan buen intérprete de sueños —¡y con lo que gusta eso ahora! — fue porque mucho le enseñaron los magos de la Caldea.” — “Saque usted provecho de lo suyo —dijo

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