Primeras páginas de «Subir al origen», de José María Castrillón

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Subir al origen



José María Castrillón

Subir al origen Antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941)

TREA 2018


Primera edición: junio de 2018 © José María Castrillón, 2018 Motivo de cubierta: © Melquiades Álvarez: Transparencia (2012). Madera trabajada y pintada. 80 x 66 x 26 cm. © de esta edición: Ediciones Trea, S. L. María González la Pondala, 98, nave D 33393 Somonte-Cenero. Gijón (Asturias) Tel.: 985 303 801. Fax: 985 303 712 trea@trea.es www.trea.es Dirección editorial: Álvaro Díaz Huici Producción: José Antonio Martín Maquetación: Alberto R. Torices Dibujo de colofón: Javier del Río Impresión: Gráficas Ápel Encuadernación: Encuastur Depósito Legal: AS 00065-2018 ISBN: 978-84-17140-54-0 Impreso en España – Printed in Spain Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo por escrito de Ediciones Trea, S. L. La Editorial, a los efectos previstos en el artículo 32.1 párrafo segundo del vigente TRLPI, se opone expresamente a que cualquiera de las páginas de esta obra o partes de ella sean utilizadas para la realización de resúmenes de prensa. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


A mis hijos Sara, David y Nina



Prólogo

Los poetas

E

l estallido revolucionario en el París de 1789 elevó a los súbditos a la categoría de ciudadanos. Aquella conquista de derechos individuales y la nueva organización política de la sociedad constituyen todavía uno de los referentes fundamentales de los estados modernos y democráticos. Sin embargo, las luchas fraticidas de los revolucionarios regaron de sangre las plazas de París y terminaron por abrir las puertas del poder a las ambiciones del general Bonaparte. Napoleón no encontró una forma mejor de expandir las nuevas ideas que la dominación militar, de modo que sus afanes imperialistas provocaron rechazo y un sentimiento más acendrado de los nacionalismos. Una década después de los desgraciados acontecimientos de París y mientras los campos europeos se van sembrando de cadáveres, el sueño de la razón parece haber fracasado. Dos poetas defraudados por las ideas revolucionarias, William Wordsworth y su amigo Samuel T. Coleridge, se instalaron en las tierras del noroeste inglés, a la orilla de sus lagos. Ambos imaginaban nuevas formas poéticas y conocían anteriores visiones filosóficas que concedían al individuo y a sus | 9


sentidos la única capacidad de aprehender el mundo. Recelosos de las utopías racionalistas de la Ilustración, concedían a la intuición y a los sentidos la posibilidad de entender el orden de lo que les rodeaba. En el verano de 1798, William volvió a visitar las tierras cercanas a las riberas del río Wye. Planea entonces la escritura de una composición que celebre la armonía del paisaje. Pero el poema resultante, titulado «Versos compuestos a unas millas de Tintern Abbey», propone uno de los cambios más significativos para el discurrir de la poesía occidental. En efecto, el poema canta las bellezas naturales que el poeta capta a través de sus sentidos (las aldeas, el rumor del agua, incluso el mar imaginado donde desembocará la corriente); pero lo relevante es la jerarquía que confiere a los aspectos de aquella experiencia, porque el poeta subraya sobre todo el gozo de volver a estar allí tras cinco años, con sus veranos y sus cinco largos inviernos. El rumor del agua fluye pero es él quien de nuevo lo oye; los riscos escarpados se alzan ante su presencia pero —el poeta insiste— «vuelvo a ver»; una vez más los huertos y parcelas, pero la maravilla está en contemplar. El acto de ver genera una energía espiritual que poblará nuevamente de imágenes su memoria y su imaginación para regalarle en el futuro un «bendito estado de sosiego» que le llevará a ver «dentro la vida de las cosas». Estos versos de Wordsworth contribuyen decisivamente a cambiar la marcha de la poesía ya que celebran la potencia de la visión y de la imaginación humanas tanto como cantan a la naturaleza. En aquella circunstancia, aquel día de verano junto al Wye, los poetas se vieron a sí mismos como a seres capaces de entrever el sentido del mundo y levantan su yo como

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altar en el que el universo entero podrá ser mostrado a través del amor y de la intuición creadora. Por los mismos años, un joven ingeniero alemán, Novalis, elevaba su visión poética hasta desvelarnos la inmensidad de la noche estrellada, en una escena cósmica similar a la que un ya enfermo Leopardi tendrá acceso desde las laderas del Vesubio. En el Romanticismo, y más allá de la expresión sentimental y de los esbozos fantásticos, el poeta cobra un aura de chamán, capaz de entrar en contacto con todas las potencias del universo: el mar, los cielos…, y se siente capaz de ver lo uno en lo otro, incluso de percibir lo enorme en lo menudo, «el mundo en un grano de arena» o «la eternidad en una hora», como escribió William Blake. Esta consagración de lo subjetivo atravesará todo el siglo XIX. Baudelaire entenderá el mundo como un «bosque de símbolos», aunque sea el poeta, y solo él, quien lo haya entrevisto y pueda descifrarlo a través de su intuición. Whitman percibe el universo entero en una fina hoja de hierba. Emily Dickinson se encierra en su habitación y su yo imaginativo le basta para concebir un mundo completo. Rilke se siente incluso capaz de entrever la naturaleza de los ángeles. Hay un pequeño paso de ahí a comparar la figura del poeta, como hizo Baudelaire, con la de un albatros excelso e imbatible en las alturas pero torpe y desgarbado en tierra junto al resto de los hombres. Ya avanzada la segunda mitad del siglo XIX, el poeta francés Verlaine teatralizará con la etiqueta de maldito este retrato del poeta como ser diferente. En los albores del siglo XX se irán aplacando el ímpetu y las mistificaciones de origen romántico. Mallarmé trata de apartar sus circunstancias

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personales, de vaciarse de anécdota, con la finalidad de no mediatizar la fuerza y la lógica de su discurso. Algunos vanguardistas prolongarán el perfil provocador y maldito del poeta, pero Eliot o Stevens recelan del carácter chamánico y deslindan ya con claridad el lenguaje del poeta de su vida civil, común a la de tantos seres humanos. Y así, durante años, nadie vio en el médico que atendía enfermedades venéreas o de la piel al poeta Gottfried Benn, ni al vanguardista Stevens en el ejecutivo de una compañía de seguros y mucho menos tras el funcionario gris de obras civiles al imprescindible Constantinos Cavafis. Si el yo poético desciende unos cuantos escalones en la escalera hacia lo sagrado, ello se debe asimismo a que se ha resquebrajado la idea ingenua de un yo compacto, coherente. ¿Quién es yo? Keats, Nerval y Rimbaud adelantan que el yo se transforma en un otro a través de sus versos. No pocos poetas se dirigirán incluso a un tú que no es sino un alter ego, una conciencia de sí mismos y que, por tanto, presupone la multiplicidad a través del desdoblamiento del yo que escribe1. Más radical, el portugués Pessoa crea, al modo de un dramaturgo, distintos poetas a los que dota de nombre, biografía y estilo propios, aunque todos sean extensiones de su personalidad2. 1  Incluso un poeta como J. R. Jiménez con un yo poético poderoso («Yo todo: poniente y aurora; / amor, amistad, vida y sueño. / Yo solo / universo», de «El ser uno» en La estación total) se plantea su propio desdoblamiento en el poema «Yo y yo» de Piedra y Cielo. 2  Antonio Machado ensayó una aventura similar, aunque mucho más modesta, con los poetas de su Cancionero apócrifo (1928) y las prosas de Abel Martín y Juan de Mairena.

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Tras esta desmitificación del sujeto romántico late la angustia de una mentalidad moderna que descree ya de la sacralización del yo poético y confía más en las capacidades de la palabra. Sería en el lenguaje, y no en la superioridad espiritual, donde residiría toda posibilidad de transformación y magnetismo (Mallarmé). Igualmente, el poeta termina por comprender su carácter socialmente efímero y su debilidad ante las superestructuras totalitarias (Montale, bajo el fascismo italiano; Ajmátova, bajo el comunismo estalinista). Únicamente se produce la revitalización del yo romántico a comienzos de los años 20, gracias a una de las corrientes de las llamadas vanguardias: el Surrealismo. Ahora bien, se trata de un yo no solo revisitado sino igualmente revisado, pues la identidad del poeta no sería otra cosa que el cúmulo de deseos, de impulsos y repulsiones que el poeta ha de liberar a través de una poesía libertaria e irracional. En cualquier caso, se ha ido trazando en estas líneas un perfil común a la imagen de los poetas: el perfil de un sujeto consciente de todos los términos, límites y procedimientos de su actividad. El poeta moderno, en efecto, es un poeta vigilante de sí mismo y un explorador teórico de la naturaleza del discurso poético. Nunca antes los poetas habían reflexionado tanto públicamente, hasta el punto de que los comentarios de Poe, Coleridge, Baudelaire, Eliot o Valéry, entre otros, resultan insoslayables para la teoría literaria. […]

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Poetas Lo que permanece sin embargo lo fundan los poetas Hölderlin

[Complementariamente a este volumen, el lector encontrará en la web subiralorigen.es imágenes, textos originales y otros comentarios relativos a los poetas aquí tratados.]



WILLIAM WORDSWORTH (Cockermouth-Cumberland, Inglaterra, 1770 – Rydal Mount, 1850)


El joven viajero se ha bajado de la diligencia mientras esta asciende penosamente uno de los empinados tramos característicos de Cumberland, la región de los lagos, al noroeste de Inglaterra. Llega antes al final de la cuesta y ve, mientras desciende la nueva ladera, una pequeña casa de paredes blancas y «solemne» tejado oscuro a dos aguas. El viajero reconoce el lugar, Grasmere: lo ha visto a lo lejos en dos ocasiones, años atrás. Pero, entonces, no había podido ni acercarse al valle. Se lo había impedido una suerte de pudor reverencial hacia el dueño de aquella casa. Y, sin embargo, William Wordsworth, el admirado habitante de Dove Cottage, no era en aquel año de 1807 un poeta ensalzado, ni siquiera bien considerado. El viajero se siente tan exaltado que no espera a la llegada de la diligencia. Quien sale a saludarlo es un hombre alto, de rostro «romano» y de maneras cordiales. Se presentan: –William Wordsworth. –Thomas De Quincey. Es el anfitrión quien se da cuenta de que la diligencia ha llegado y de que debe ayudar a los viajeros que completan el pasaje. Se trata de la esposa y los hijos de su mejor amigo, Samuel T. Coleridge, otro poeta ignorado, cuando no ridiculizado, por la crítica oficial. En 1799, Wordsworth y Coleridge habían publicado sus Baladas líricas. Con ellas, pretendían cambiar el rumbo de la poesía inglesa. Coleridge, con algunas baladas de argumento legendario y de hondo sabor

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rural y marinero («La balada del viejo marino»); Wordsworth, contribuyendo con la mayoría de los poemas y exigiendo, en el prólogo a una edición posterior, una nueva dicción para la poesía: un verso más natural, una lengua cercana en la que cualquier lector medianamente culto pudiera reconocerse. Escaso reconocimiento habían obtenido aquellos propósitos renovadores. Aún tardarían los críticos y sus lectores coetáneos en comprender. Thomas de Quincey, el aún joven escritor, era una excepción: había leído las Baladas y se había sentido fascinado. Había podido conocer meses antes a Coleridge y disfrutar de su conversación brillante e incansable, como correspondía a su inteligencia sobresaliente. Lo que encontró en Wordsworth fue al hombre de conversación sosegada, al extraordinario andarín de figura desgarbada, al hombre de memoria asombrosa capaz de recordar decenas de versos que componía durante sus largas caminatas por los bosques, cerros y orillas de la región de los lagos. En aquellas tierras vivieron Wordsworth, Coleridge y Southey, y a los tres se les conoció como los poetas lakistas. Pero era especialmente el primero de ellos quien había embelesado a nuestro visitante. Por supuesto, antes de Wordsworth la naturaleza había sido objeto de la poesía, pero el autor de obras esenciales como El preludio ofrecía un sereno entrañamiento con todo lo que percibía en ella. No solo eran bosques o flores o aves o cielos: era la excelsitud de sentirse en comunión con ellos, de elevar al ser humano a la categoría de un ser bendecido por un don. «Mas no eres para mí / un pájaro; algo invisible eres, / un misterio, una voz» (Del poema «Al cuco»). Pocas veces lo exterior y lo íntimo han vibrado con tanta

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elegante sencillez y poder evocador: «pueden nuestras almas vislumbrar el mar inmortal que nos trajo aquí, / y en un instante viajar hacia allí, / y ver a los niños que juegan en la playa, / y oír las grandes olas rodando eternamente» («Oda: intuiciones de la inmortalidad»). El encanto de la poesía de Wordsworth se fortalece por su capacidad para relacionarse con las cosas, especialmente los elementos de la naturaleza, en la medida en que aquellas lo señalan. Así, sus mejores poemas nos hacen partícipes de un presente intenso, aunque insista a lo largo de sus escritos en que el poeta se vuelve más eficaz si deja templar su entusiasmo en el recuerdo de manera que la fascinación del momento pueda ser armonizada con la habilidad técnica del poeta. El escritor que De Quincey se encontró era un hombre maduro, que había dejado atrás sus experiencias revolucionarias en París y su discreta relación con una joven francesa, con la que había tenido un hijo. Horrorizado por la deriva sangrienta de los acontecimientos revolucionarios, se había retirado a una vida entregada a la naturaleza y a la placidez familiar del matrimonio y de la compañía incesante de su hermana Dorothy. Fue un ciudadano extremadamente consecuente y orgullosamente apacible y conservador. Esta actitud sería objeto de la burla de poetas románticos de una segunda generación (Lord Byron y P. B. Shelley), más atrevidos y polémicos en sus actitudes, aunque no tan valorados actualmente. De manera un tanto semejante, la figura de Wordsworth pasó desapercibida entre los románticos españoles, más atraídos por las figuras estelares de Walter Scott o Lord Byron, así como por el romanticismo francés. Al igual que en otros casos que se verán

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páginas adelante, fueron Unamuno y años más tarde Cernuda quienes apreciaron en la poesía de los lakistas los versos más innovadores del romanticismo inglés. De Quincey convivió con los Wordsworth durante unos días de aquel incipiente invierno de 1807. Su fascinación por la tierra de los lagos y por sus poetas le llevó a habitar Dove Cottage cuando los Wordsworth se mudaron a una casa cercana y más amplia. Lo que no imaginaba tal vez De Quincey era que viviría veintitrés años en aquel lugar, ni que acabaría por romper su amistad con Wordsworth por entenderlo decididamente soberbio y poco dado a la amistad a pesar de su carácter apacible. Por su parte, Wordsworth nunca aceptó las memorias publicadas desde 1834 por el autor de Confesiones de un comedor de opio: «Un hombre —refiriéndose a De Quincey— que da semejante ejemplo es a mis ojos una plaga para la sociedad».

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Versos compuestos a unas millas de Tintern Abbey [Lines composed a few miles above Tintern Abbey] Este poema cerraba la primera edición de Baladas líricas (1799). Escrito en verso blanco (sin rima), su composición es armoniosa: un paisaje de nuevo visitado, la evocación de su reconfortante recuerdo durante los años pasados en la ciudad, el efecto inspirador que el entorno propicia en el poeta hasta hacerle conocer «la vida de las cosas», la previsión de que el lugar seguirá alimentando la memoria, la confianza en una nueva forma de contemplar, «la intuición / sublime de algo profundo y difuso» en la naturaleza (el atardecer y el mar y el cielo y la mente en perfecta relación), de nuevo el marco presente de las riberas del Wye, la compañía de su hermana durante la excursión y, en fin, la convicción de que aquellos momentos tendrán continuidad en Dorothy. Delicado balanceo entre el presente y el pasado, y de ahí a la fe en el futuro.

Versos compuestos a unas millas de Tintern Abbey, al volver a visitar la ribera del Wye durante una excursión. 13 de julio de 1798.

¡Cinco años hace ya; cinco veranos largos como inviernos! y oigo de nuevo estas aguas que fluyen desde el monte y el rumor, tierra adentro, de sus fuentes. Miro otra vez estos altivos riscos, que en un lugar salvaje y solitario me sumen en más honda soledad;

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y reúnen la tierra con el cielo. Llega otra vez el día en que descanso aquí, bajo este oscuro sicomoro, y contemplo estos campos, estos huertos que, aún privados de frutos en sazón, se visten de verdor y se confunden con sotos y arboledas; vuelvo a ver estos setos apenas, tenues lindes de bosque desbordado: exuberantes y bucólicas granjas; y calladas espirales de humo entre los árboles. Con la cautela incierta del mendigo, errante sin cobijo por los bosques, o la del ermitaño que en su cueva se sienta frente al fuego. Bellas formas, no han sido para mí, tras larga ausencia, lo mismo que un paisaje para un ciego: pues en habitaciones solitarias de ruidosas ciudades, he sentido a menudo, en horas de cansancio, su dulzura en la sangre y el pecho, y la presencia de su suave aliento en mi mente más pura; sentimientos también de olvidada alegría, acaso como esos que no dejan huella estéril en lo mejor de la vida de un hombre, sus actos olvidados y sin nombre de ternura y de amor. También les debo, eso creo, otro regalo más sublime: ese estado bendito en que se alivia el peso del misterio, la onerosa

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carga de este mundo incomprensible: ese bendito estado de sosiego con que nos guían, suaves, los afectos hasta que, casi suspenso el aliento de este velo mortal y el movimiento de la sangre, yacemos con el cuerpo dormido, mudados en alma viva: con el poder profundo de la dicha y el ojo sosegado de armonía, vemos dentro la vida de las cosas. Mas si esto es solo una creencia vana, entre las muchas tristezas del día, y en la noche; cuando la agitación que nada vale y la fiebre del mundo lastran el pulso de mi corazón— ¡cuán a menudo he vuelto a ti en espíritu, oh, nemoroso, errante río Wye!, ¡cuán a menudo volvió a ti mi espíritu! Mermado el brillo de mi pensamiento, con los recuerdos vagos y borrosos y un no sé qué de extrañada tristeza, revive en mí la imagen de la mente: y estoy de nuevo aquí, no solo cierto del placer presente, mas complacido de que pueda nutrir este momento los años por venir. Y aún espero, aunque he cambiado desde que llegué a estas lomas por vez primera; cuando, como un gamo, saltaba por montañas, a orillas de los ríos y apartados arroyos, donde la naturaleza

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me llevara: más como fugitivo que como hombre que busca lo que ama. Todo para mí era naturaleza (pasaron ya los gustos de la infancia y su goce animal). —Pintar no puedo lo que entonces yo era. Me hechizaban la sonora cascada, la alta roca, la montaña, y el bosque hondo y sombrío, sus formas y colores despertaban mis ansias; un amor y un sentimiento que, sin que el pensamiento los nutriera, no precisaban gracia más remota ni nada que los ojos no ofrecieran. Pasó ese tiempo de gozo y dolor con sus raptos y vértigos. Ni lloro, ni me quejo ni me duelo; llegaron otros dones; pues creo que a la pérdida siguió la recompensa: ya no miro la naturaleza con el descuido de la juventud; sino que, a menudo, oigo la música serena y triste de la humanidad, que sin estridencias subyuga y apacigua. Y he sentido, con el gozo de nobles pensamientos, una presencia extraña, la intuición sublime de algo profundo y difuso, cuyo hogar es la luz del sol poniente, y la esfera del mar y el aire vivo, y el cielo azul, y en la mente del hombre: un impulso y espíritu que incita a todo lo que piensa y es pensado, y todo lo traspasa. Todavía soy amante de prados y de bosques

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y montañas; de todo cuanto vemos desde esta tierra verde; y del mundo del ojo y del oído —que perciben y crean por igual; y reconozco en la naturaleza y los sentidos el ancla de mis pensamientos puros, la guía y guarda de mi ser moral, del corazón y el alma. Mas si acaso mi escuela fuera otra, no por ello decaería el poder con que imagino: pues estás tú conmigo aquí a la orilla de este bonito río, amiga mía, mi más querida amiga; en tu voz oigo la lengua de mi antiguo corazón, leo en el brillo de tus ojos fieros mis antiguos placeres. ¡Si pudiera aún contemplar en ti, querida hermana, un instante lo que fui! y este ruego te hago, pues nunca la naturaleza traicionó al corazón que supo amarla; solo ella ha de llevarnos por la vida de gozo en gozo; pues de tal manera da forma a la mente que nos habita, imprime en ella belleza y quietud, y nutre de elevados pensamientos, que ni las malas lenguas, ni los juicios a destiempo o los saludos fingidos, ni las burlas de hombres egoístas, ni el tedioso comercio de la vida, han de prevalecer contra nosotros o estorbar nuestra fe en que lo que vemos


son todo bendiciones. Deja, pues, que la luna ilumine tu camino solitario, y que te azoten los vientos en el brumoso monte: con los años, cuando estos fieros éxtasis se templen en más sobrio placer; cuando tu mente sea una mansión para las formas bellas, y en tu memoria vivan los sonidos y armonías más dulces; oh, si entonces te tocaran en suerte la tristeza, la soledad o el miedo, ¡con qué alivio, y tierna alegría te acordarás de mí y de mis consejos! Mas si acaso me encontrara yo allí donde tu voz no llega, ni el reflejo del pasado se adivina en tus ojos, nunca olvides que juntos estuvimos a la orilla de este apacible arroyo; ni que yo, amante fiel de la Naturaleza, no me he cansado nunca de servirte: antes bien, lo deseé con el celo sagrado del amor; tampoco olvides que tras años de andanzas y de ausencia, estos bosques abruptos y altos riscos, y este bucólico y verde paisaje, los quise por sí mismos y por ti.

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Índice

Prólogo �������������������������������������������������������������������������� Esta edición ������������������������������������������������������������������ Agradecimientos ���������������������������������������������������������� Poetas ���������������������������������������������������������������������������

9 27 29 31

William Wordsworth ����������������������������������� 33 FRIEDRICH VON HARDENBERG «NOVALIS» 49 GIACOMO LEOPARDI �������������������������������������������� 59 JOHN KEATS ������������������������������������������������������������� 71 CHARLES BAUDELAIRE �������������������������������������� 89 PAUL VERLAINE ������������������������������������������������������ 101 ARTHUR RIMBAUD �������������������������������������������������113 WALT WHITMAN ������������������������������������������������������133 EMILY DICKINSON �������������������������������������������������149 STÉPHANE MALLARMÉ �����������������������������������������161 RAINER MARIA RILKE �������������������������������������������169 W. B. YEATS ��������������������������������������������������������������� 183 CONSTANTINOS CAVAFIS ����������������������������������� 193 GUILLAUME APOLLINAIRE ���������������������������������205 | 369


FERNANDO PESSOA ������������������������������������������������ 221 T. S. ELIOT ������������������������������������������������������������������ 237 SAINT-JOHN PERSE ������������������������������������������������ 261 WALLACE STEVENS ������������������������������������������������277 PAUL ÉLUARD ���������������������������������������������������������� 291 EUGENIO MONTALE ���������������������������������������������305 GOTTFRIED BENN ���������������������������������������������������315 ANNA AJMÁTOVA ��������������������������������������������������� 327 Epílogo. Otra antología ������������������������������������������������339 Bibliografía básica ������������������������������������������������������� 357

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