Pero no, no era el mismo pueblo. No era la misma aldea. Su madre –quien lo visitó varias veces por cuestiones de negocios- le dijo una vez que había una vía angosta con dos rieles desde el muelle mayor hasta el pie de lo que un día fue un depósito de combustible y bodega de chicle, que la madera estaba por todas partes: en ventanas, puertas, sombrillas públicas, tumbas, campanas y que hasta los sueños ahí tenidos estaban inundados por árboles añejos y curvatos atravesados por gruesos cedros, que la sangre de los zapotes centenarios se podía medir en las múltiples marquetas de chicle puestas a secar junto a los patios de los aserraderos en donde las caobas, en gruesos tablones, disparaban hacia el cielo sus flechas rojizas por las tardes, que los manatíes iban a parir sus crías cerca de las sartenejas beliceñas violando las leyes migratorias, que las mujeres eran indias feas y los hombres guapos y fornidos. Entonces no era el mismo pueblo. De la vía no quedaba ni el humo de las cenizas, la madera ahí seguía pero sobrepuesta al cemento en fachadas y terrazas solamente, las marquetas de chicle arrastraban su eco en las calles polvosas y en las letrinas
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