Nuestros Autores para sala de lectura

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Nuestros Autores para Salas de Lectura



Nuestros Autores para Salas de Lectura



Chetumal en tus ojos Elvira Aguilar

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ntiguamente se embarcaban en Trípoli rumbo a Marsella, de allá tomaban un vapor a La Habana, y luego otro hacia Progreso, Yucatán. Algunos se iban quedando en el camino otros, se reencontraban con su familia en Mérida, y no sé si los más pobres, o los más osados, llegaban hasta Payo Obispo a pelearle a la selva un pedazo de tierra donde fincar sus negocios y sus vidas. “Siempre han sido muy trabajadores estos turcos”, contaba mi abuela mientras me paseaba de su mano sobre la avenida de los Héroes. Un día le dije que si eran libaneses no podían ser turcos, pero ella de inmediato contestó: “Todos son lo mismo, menos los chinos, que esos son coreanos o japoneses”. La abuela era madre de mi papá. Vivía en Mérida, mas pasaba con nosotros los veranos porque el calor emeritense le secaba la vida y las ideas. Un verano no llegó, escuché que con los ahorros de varios lustros se había pagado un viaje a París con idea de tomar un curso de diseño de modas. Por años fue ayudante de costura. Siempre comentaba, orgullosa, que el producto de su esfuerzo se había materializado en las carreras de sus dos hijos: mi tío y mi padre, ya que el difunto de su marido la

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había dejado sin nada. Cualquiera habría pensado que era viuda. “Si te vas con esa damisela para mí estarás muerto”, le dijo a mi abuelo el día que se separaron, y cumplió tan bien que cada año, en noviembre, le dedicaba un altar muy vistoso. Después de pisar París se volvió modista y diseñadora de alta costura: haute couture, pronunciaba apretando su pequeña boca. Entonces comenzó a llegar a Chetumal con unos atuendos extravagantes: vestidos de cola pintados a mano que combinaba con un par de guantes de algodón, a los que bordaba alguna discreta pedrería, y sombreritos que no se sabía si eran floreros coloridos o nidos de tucanes. Cuando caminábamos por el centro en busca de telas importadas para sus clientas de Mérida, su vestimenta causaba admiración y risa. Ella, tan segura, se movía con más coqueteo y taconeaba con fuerza sus zapatos forrados de la misma tela del vestido. Pronto consiguió clientas

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entre las distinguidas damas de la ciudad. Por las tardes las visitábamos para que, después de una entrevista sobre sus gustos, deseos, sueños y pecadillos, les diseñara el modelo exacto para resaltar su personalidad. Mientras las señoras miraban diseños y bocetos, a mí me dejaban merendando un pedazo de pan bon untado con mantequilla azul, y un vaso de cocoa con hielo picado en pedazos muy finos, lo que casi siempre saboreaba meciéndome en el columpio de algún corredor de madera. Por aquella época tenía tanto trabajo en Chetumal la abuela, que pasaba con nosotros medio año en lugar del verano. Su fama se multiplicaba y los encargos que recibía eran de lo más variado: disfraces de carnaval, ajuares de novia, ropones de bautizo, vestidos de noche, y hasta mortajas, que confeccionaba según el modo de vida que hubiera llevado la difunta: con flores y angelitos si había sido una ama de casa entregada; con arlequines y plumas si le había gustado la fiesta; con motivos arqueológicos si era aficionada a la historia; y con queques y jamones ahumados si la mujer había sido amante de la comida. Fue así como conoció al turco José, un comerciante libanés que le pidió una mortaja para su esposa, dama que había visto pasar

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Los domingos íbamos a misa en la iglesia del Sagrado Corazón

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la vida detrás de un mostrador; para ella pintó el parisino puente Alexander III sobre una seda beige, y sobre el puente, la difunta a sus veinte años con el cabello suelto y la sonrisa amplia, mientras el Sena corría apacible debajo de sus pies. Tan contento quedó el turco con el trabajo, que le pidió decorar su casa y su tienda, y de ahí surgió una amistad que pronto derivó en noviazgo, del cual me tocó ser chaperona. Los domingos íbamos a misa en la iglesia del Sagrado Corazón, después cruzábamos al parque Los Caimanes y me dejaban esconderme detrás de la estatua de doña Josefa Ortiz de Domínguez, para fingir que era ella, y anunciar a gritos que los realistas habían descubierto el lugar donde guardaba las


armas destinadas a la sublevación de octubre, por lo que urgía adelantar la proclama de independencia, acto que los hacía reír. Un día les escuché que la primera fuente del parque había sido obra del escultor Rómulo Rozo, y que tenía cuatro caimanes de Sudamérica con ojos de vidrio que descansaban sus fauces sobre unos sapos. Años después, en la casa de Cuernavaca de Rómulo Rozo Greenberg, hijo del escultor, encontré un recorte del periódico El Nacional de 1937; daba cuenta de la inauguración de la obra que se mencionaba de arquitectura rústica. Entonces corroboré su existencia: los saurios inofensivos habían llenado de pavor a más de un niño colegial. El noviazgo y el trabajo de mi abuela iban tan bien, que decidió mudar su taller de alta costura de Mérida a Chetumal; lo instaló en un local céntrico, propiedad del turco José. A los pocos meses se casaron. A su marido le hacía ilusión ir con ella a Líbano de luna de miel para presentarla con su familia: pescadores de esponjas y agricultores dedicados a cultivar tabaco. La abuela estaba entusiasmada y comenzó a confeccionar su ajuar de viaje con sedas y algodón peinado de colores claros, pero éste no llegó a realizarse porque una mañana el turco desapareció. Después de algunas horas de ausencia recorrimos la ciudad en su busca:

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prodigarle a su marido las atenciones que requería. Para apoyarla me fui a vivir a su casa. Un día la descubrí pintando una mortaja de lino: Un enorme muelle repleto de luces blancas y embarcaciones que llenaban de vida el mar Mediterráneo:”Es el puerto de Trípoli, de mi turco. Son las luces que miró la noche que salió a buscarse la vida lejos de esas aguas”, dijo triste. El turco volvió en él sólo para decir me voy, y murió. Ayudé a la abuela a amortajarlo, pero antes quise cerrarle los ojos, mas ella me lo impidió diciendo que lo dejara, porque a él le estaba pasando su vida

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Los médicos que lo atendieron dijeron que un día volvería en él, y así sucedió tres años después.

preguntamos a vecinos y amigos, sin suerte. Nos metimos a las cantinas y a las casas de mujeres de laxa moral, como decía ella; fuimos a la terminal de autobuses por si el hombre había realizado algún viaje cercano; incluso nos paramos en la punta del muelle por si acaso se había ahogado; teníamos la esperanza de mirar su cuerpo flotando. Aquella noche no dormimos en espera de verlo llegar. Por la mañana se nos ocurrió asomarnos al aljibe seco; allá lo encontramos inconsciente y con algunos huesos rotos. Los médicos que lo atendieron dijeron que un día volvería en él, y así sucedió tres años después. Mientras tanto, la abuela, además de su trabajo, se hizo cargo de la tienda y de


como una película rápida. Cuando calculé que en su pantalla había salido la palabra fin, le cerré los ojos con dos monedas de cobre de cincuenta centavos: el par de tostones que la abuela me daba de gastada todos los días. Ahora que ella en verdad era viuda, le había dado por creer que el turco seguía vivo. Durante las comidas le ponía su servicio en la mesa y me pedía que lo saludara y le platicara cómo me había ido en la escuela. Por las tardes no me dejaba hacer ruido: “El abuelito está durmiendo”, susurraba. Un día anunció que se iría a vivir con el turco a Líbano. Para entonces ya había entregado todos sus pendientes de costura, vendido la tienda, y terminado de confeccionar su trousseau, como le llamaba a su ropa de viaje. Se vistió con un conjunto color mamey acompañado por un sombrero, que por único adorno llevaba algunas flores de ciricote. En el aeropuerto me abrazó muy fuerte después de hacerme besar a su marido. Miré en sus ojos alguna nostalgia, pero en el fondo, como estrellitas, brillaban las luces de la avenida de los Héroes con sus telas, sus laterías, su porcelana y sus turcos trabajadores que le imprimieron vitalidad por tantas décadas, a pesar de los ciclones con sus ojos y sus vientos huracanados. La abuela jamás volvió. Abrió un taller en Trípoli, al que llamó: Luces de Chetumal. Le perdimos la pista en 1974. En su última carta me decía: “No sabes, hija, acá el único turco es tu abuelo; a los demás no les gusta que les digan así”.

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Ever Canul Góngora

Fustes silenciosos

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qui ha pasado el tiempo líquido ha pasado el rumor en las veredas que llevan el nombre del alma de aquellos fustes silenciosos que obraron de buena fe y criaron como gigantes mudos en la ternura verde al faisán y al jaguar Obra el milagro del sueño y que Nueva Orleans e Inglaterra huelan a caoba y cedro y nombren en su timidez fingida el sexo originario de aquellos árboles

Petrificar el olvido 10

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n esa silla que hace gigantes se ha trepado aquel niño y somete a su voluntad toda sonrisa para mostrar que la inocencia recorre el olvido Aquí la prisa se pretifica y se nombra con la cotidiana miseria que dura y endurece la mirada como si todo tuviera un nombre impronunciable


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e has nombrado desde tu cercanía desde el azulado rumor que me frecuenta como una hembra ciega y se repite en mi cuerpo hasta reconocerme que soy tan torpe como el parpadeo del faro

El faro

Ese que siempre ha estado ahí silencioso acurrucado mirando la bahía y el resplandor de la chihua mirando una ciudad desconocida que también es mía acércate a mí y deja que el destino deletree mi nombre para que todos sepan que siempre he estado ahí entregado a ti como un esclavo blanco que te mira que te huele en la irremediable soledad de este olvido

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Parque de los Caimanes Javier España

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acia dónde el instante irrepetible, que parecía un siempre prologándose en piedra de rocalla a la intemperie, borró sus trazos cardinales, solos, erguidos de caimán y eternidad? ¿No pudo contener a la ignominia el amago feroz de los reptiles que sabe repudiar al tiempo insano con su hocico de roca milenaria? ¿Fue más silencio, acaso, de sí mismo? Sólo memoria es el cincel exánime que pretendió grabar la infinitud en el sueño de una ciudad temprana. ¿Despertar al trasluz de su horizonte es la sed de la piedra dadivosa?

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El parque

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ónde los pasos ancestrales se fugaron? ¿Quién urdió esta bruma en el olvido sin el rubor geométrico del alba? La evocación se cumple en sola imagen, se teje en blanco y negro el recomienzo de un tiempo que no agota su vagar, atrapado por triángulos ansiosos que convergen en los sueños del ahora. ¿Qué sombra cobija un diálogo infinito? ¿Acaso sus palabras son las nuestras, ecos en el bostezo del instante? La nostalgia es un muelle sin partidas.

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El Caracol

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ue alguien sople en tu cuerpo laberinto todas las vidas y todas las muertes.

¿En qué giro de azar te convertiste al fundir en la arcilla nuestros nombres? El viento de las tardes no te encuentra para dictar la fe de las mareas. La hacinación de cantos y lamentos persiste en ser tu casa sin estancia. Qué de vacíos es tu arena lúdica. ¿El olvido también es laberinto?

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¿Q

uiénes somos, eterno carnaval? ¿Alguno de los rostros tiene nombre? ¿El sombrero de copa es acertijo? ¿Dónde es el baile, piloto danzarín, que aún no agitas las inglesas rayas de tu febril fervor pantalonudo? ¿Y la monja madura y con bigote dispondrá del pecado de la risa aunque sea en la foto de mañana?

¿Quiénes somos, eterno carnaval?

El Carnaval

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Ah, la máquina, furia adormilada, anhela su más ardua travesía que la encienda en color de lo imborrable.

¿Quiénes somos, eterno carnaval? ¿Cuándo es el fin de un martes aguerrido que se viste de ayer en el futuro?

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Javier Gómez Navarrete

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zibanche’ “Madero escrito” En su perfil el basamento apura la claridad que al liquen interroga un graznido de augurio reverbera sobre el recio jabín de tus dinteles Con miel silvestre y agua serenada la corteza fermenta en el apaste alza el Alux su jícara de ofrenda la milpa roza en el collado jilotea Entre vaho de estuco se delinea la tenue insinuación de tu boceto cavando soledad en los umbrales a contraluz mi duda se desdice.

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Detrás de su espejismo la acuarela trastoca la oscurana en la cornisa si un cormorán en vilo me arrebata en hilillo de viento me sostengo Confinado el instante en la moldura el sol canicular agrieta la cantera al mirarse en el azogue de tu espejo el Tiempo se reencuentra envejecido Tunk’ul de bruñido ciricote es mi ataúd espejo de obsidiana

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Al mirarse en el azogue de tu espejo el Tiempo se reencuentra envejecido

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uda de piel la luna en cabañuelas siete sonajas sólo un contraritmo el afónico trueno tras la estela llora en la lluvia mi árido lenguaje


Las gemelas

Mario Pérez Aguilar

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acía varios años que Jeramina había cambiado el oficio de prostituta por el de echar las cartas a quien quisiera oírla. Sobre ese camino acudieron un día a ella las gemelas Victoria y Andrea, hermanas de Néstor Ojeda, a quien Jeramina conoció desde niño pues el joven practicó por mucho tiempo el espectáculo guiñol con Jerónimo y Arnulfo, los hijos de don Eugenio García. En efecto, durante los largos días de espectáculo de títeres, mientras la lluvia caía mansa y con mucha musicalización sobre los techos de lámina de zinc de las casas de Chetumal, Néstor Ojeda participaba elocuente con los hermanos García porque aprendía rápido y su entusiasmo desbordaba cualquier regla o tecnicismo acerca de cómo poner la sábana, cómo establecer los sitios en la sala para que todos los asistentes pudieran observar el espectáculo, cómo dibujar y pintar la cara de los personajes, cuál debía ser la modulación de las voces, cómo contar las historias, etc., etc. Iba de un lado a otro dando instrucciones, habilitando espacios,

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Para ello no escatimaba en energías ni ocurrencias

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tendiendo la cuerda para tirar encima la sábana, revisando textos, retocando los rostros de los muñecos, sugiriendo nombres de los personajes. De hecho, el de La Llorona lo cambió por el de La Chechona, argumentando que era más apropiado a las expresiones comunes de la gente de Chetumal. En los libretos hacía tachones y a un lado ponía el nuevo texto. Así, en lugar de que el personaje dijera que iba a ser pipi, decía que iba a wiixar. En lugar de que le apestara la Axila o el sobaco, le apestaba el xiik’. O en lugar de tomarse los residuos de leche, se tomaba el xiix de la leche. Para ello no escatimaba en energías ni ocurrencias. Prácticamente arrastraba a todos con su ímpetu, y hasta la propia doña Marina, madre de Jerónimo y Arnulfo, se sorprendía de que aquel muchachito de lentes de fondo de botella, cara de caballo y dientes de burro, pudiera tener tanta energía e imaginación para crear todo aquello. Cuando llegaba el día de exhibir el espectáculo era el primero que estaba ahí, en la sala de don Eugenio, y aun cuando Arnulfo y Jerónimo no se encontraran, Néstor tomaba las cosas por su cuenta y empezaba a preparar todo para el espectáculo. Era entonces cuando revisaba hasta los mínimos detalles de los muñecos, que mientras tanto permanecían colgados en una de las paredes del cuarto de don Eugenio y de sus hijos, corroboraba los textos y las historias, se cercioraba de que la sábana estuviera bien puesta, y él personalmente atendía a los niños y adultos que iban llegando como espectadores.


Así creció, terminó la secundaria y luego tuvo que viajar a Mérida para hacer la preparatoria y una carrera profesional. Chetumal le quedó chico para sus ambiciones y se vio en la necesidad de salir para habilitar su inteligencia. Por eso todo mundo se sorprendió cuando, a la vuelta de cuatro años, llegó la noticia de que se había vuelto loco mientras hacía la carrera de medicina en la Universidad de Yucatán. Nadie nunca pudo explicar cómo se dieron las cosas. Los que sabían algo dijeron que empezó por no reconocer a la gente. Después se le olvidaban sus obligaciones y dejaba los exámenes sin presentar. Luego se perdía en la ciudad y no podía volver a casa. Era imposible que en esas condiciones pudiera continuar con ninguna carrera profesional y entonces lo llevaron de vuelta a Chetumal. Vivía en la Othón P. Blanco, cerca de Barrio Bravo. Ahí lo sentaron en el corredor de la casa para que se entretuviera viendo las estrellas y a los que pasaban por la calle. Para refrescarle la memoria, las gemelas recorrieron algunos sitios que el hermano había conocido desde niño. Así, lo llevaron al balneario de Punta Estrella, al cine Manuel Ávila Camacho, al teatro al aire libre del Seguro Social, a la escuela Álvaro Obregón, al kiosco de la Explanada de la Bandera, al palacio de gobierno, pero sobre todo, a dónde él más

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quiso ir, fue a la casa de don Eugenio, pues eso le traía recuerdos felices. Cuando llegaba en compañía de sus hermanitas a veces reconocía a Jerónimo; o a veces lo confundía con Arnulfo y empezaba a balbucear cosas ininteligibles. Los hermanos ya tenían preparados algunos títeres que habían vuelto a hacer para satisfacer a Néstor y los sacaban para que los viera. El joven sonreía a mares, los abrazaba, se los ponía en las manos para que los muñecos hablaran y decía una y otra vez las mismas frases que nadie entendía. Brincaba, alzaba el brazo sosteniendo el títere, y entonces los hermanos García, entendiendo lo que el amigo quería, iban por la cuerda y la sábana, colocaban todo en la sala de siempre, y hacían la representación nada más para tres espectadores: las hermanitas gemelas y él. Entonces se le salían las lágrimas. Recordaba algo que le había traído una inmensa felicidad en su niñez; un recuerdo que lo hacía perder el control y lo ahogaba en un llanto incontrolable. Se cubría el rostro con las manos y lloraba amargamente. Ponía la cabeza sobre el hombro de alguna de sus hermanitas y lloraba. No podía controlarse mientras veía a la Chechona que se lamentaba por sus hijos perdidos, o cuando Paquita iba a wiixar en el baño del fondo del patio. Lloraba sin consuelo y al final se ponía de pie, estiraba el brazo por encima de la

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sábana y cogía el títere. Lo abrazaba, se lo llevaba a la boca y lo besaba con ternura. Ése muñeco iba con él a casa y a la semana siguiente regresaba por otro. Lamentablemente aquello duró sólo unos cuantos meses. Su cabeza le respondía cada vez menos y fue cuando las gemelas visitaron a Jeramina para que les leyera las cartas y les dijera qué era lo que estaba pasando con su hermano. Se preguntaban cómo era posible que siendo un ser tan inteligente, ocurriera aquello. Desde el principio Jeramina las previno: -Hay personas cuya esquizofrenia no encuentra salida y sus cerebros elevados explotan en pedazos regándose por donde caminen. Tal vez sea el caso de su hermano. -Pero no tiene visiones -dijo una de ellas. -Con una voz interior que le llame es suficiente para que haga locuras. Jeramina les aclaró también que ella era una adivinadora y no una doctora ni psiquiatra. Sin embargo, las gemelas le insistieron porque querían saber qué pasaría con su hermano. Entonces, en la mesa de la cocina, Jeramina echó las cartas y se asustó de lo que vio en ellas. Mientras más avanzaba su padecimiento, Nestor hacía más tonterías. Con todo, recibió los cuidados

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Lloraba sin consuelo y al final se ponía de pie, estiraba el brazo por encima de la sábana...

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amorosos de sus hermanitas. Lo llevaban al cine, le daban las palomitas en la boca y no dejaban que se alejara de ellas. Se aporreaba la cabeza en las paredes, se paraba frente a los coches, se aventaba de segundos pisos, siempre con los ojos como en otro mundo. A penas pudieron controlarlo el día en que llovía a cántaros y las amenazó con aventarse al pozo del patio de la casa con el argumento de que era para refrescarse del calor. No lo llevaron al manicomio de Mérida porque les dio mucha pena y aguantaron sus locuras hasta que, aprovechando los días de diluvio de septiembre, salió al patio por la noche, perdió el rumbo en medio de la oscuridad y amaneció enterrado en el lodo. Al menos la locura ya se le había quitado. Ahora era un cadáver insepulto y rígido, listo para ser velado y llorado por toda la ciudad.

y cogía el títere. Lo abrazaba, se lo llevaba a la boca y lo besaba con ternura


El murmullo de la espera Primitivo Alonso Alcocer

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l murmullo fue creciendo incontenible; se filtrada desde las rendijas de las puertas y ventanas cerradas en la noche que antecedía al 15 de diciembre de 1934. El susurro de voces agolpadas parecía desprenderse como un eco indescifrable que traspasaba cada una de las casas de madera, filtrándose hacia el exterior con un diapasón que crecía o disminuía, como si respondiera a una batuta invisible que marcara sus acordes: silencio por un momento, y otra vez esa lluvia de voces con sordina. La atmósfera era transparente y luminosa, cuajada de centellantes estrellas, y una luna esplendente atravesaba las sombras del pequeño poblado de Payo Obispo, vistiendo el maderamen colectivo con un ropaje plateado y fugacidades amarillas. El murmullo se fue extendiendo hasta convertirse en una sola voz que repercutió en la casa de madera de regio estilo victoriano, hogar del doctor Enrique Barocio Barrios, quien en ese momento compartía una cena frugal en la terraza que miraba a la avenida 22 de Enero, lugar donde se suscitaran las grandes discusiones entre los miembros del Comité Pro Territorio, organización surgida para defender la integridad del joven Territorio de Quintana Roo al dividirse su geografía entre los estados de Yucatán y Campeche. Esta arbitraria decisión, combatida con

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inteligencia y un alto sentido de organización, había encontrado receptivo eco en el joven aspirante a la presidencia de México, general Lázaro Cárdenas del Río, quien ahora fungía como Primer Magistrado de la Nación. Barocio, quien presidiera el Comité en una etapa crucial, abandonó la mesilla, que emitió un leve crujido al resbalar las patas sobre el piso de madera barnizada. Se acercó con paso comedido al barandal color marrón y posó sus manos sobre la recia tabla. Sus ojos oblicuos se prendieron sobre un horizonte parpadeante por los indecisos fulgores de la luna. Su voz se escuchó con matices suaves: --Parece como si Payo Obispo hablara. ¿No escuchan ese cuchicheo que parece brotar de todas partes?—dijo dirigiendose a los comensales Los tres amigos asintieron en silencio. Juan Villanueva expresó convencido—Es el murmullo de la espera. Los pensamientos de Barocio flotaron con entera libertad. Recordó los tres años que había durado el movimiento y la fiera resistencia de las autoridades centrales a devolver al territorio el status jurídico arrebatado; el asesinato del doctor Vela y el hostigamiento constante a los directivos del Comité. Recordó la enhiesta posición del pueblo quintanarroense en la defensa de su integridad ultrajada y la apoteósica recepción al candidato de la esperanza en el campo de aterrizaje Morelos, a pesar de los múltiples escollos

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interpuestos por las autoridades campechanas para sabotear la participación popular. --Ya nunca más. Ya nunca más—repitió convencido el galeno, escuchando que el extraño rumor se agigantaba por momentos ---Esta noche será la mas larga de nuestras vidas—asentó José Marrrufo Hernández, quien junto a Belisario Pérez Falcón—presente también en la tertulia--habían presidido el Comité con atingencia y valor civil La noche colgaba su manto de tul y las estrellas se apagaban lentamente mientras el círculo plateado de la luna se fue ocultando en el horizonte; luego se encendieron las primicias de una luz sonrosada que antecedió a un amanecer pleno de esperanza. La luz iluminó por completo el cielo y los bisbiseos se fueron acercando hacia el hogar del doctor Barocio, quien permanecía impasible. ¿Estaría toda la gente de Payo Obispo frente a la casa del médico militar? El tiempo se aceleraba y la zozobra

crecía. Pasado el mediodía, la delgada figura de Aurelio Aranda Trigueros se abrió paso entre la atiborrada multitud de rostros demacrados por la vigilia, y con paso veloz se encaminó a la serpenteante escalera, que subió en un santiamén. Llegó hasta el galeno y puso en sus manos un sobre blanco que Barocio, a su vez, entregó al presidente en funciones, Belisario Pérez Falcón. El murmullo se hizo incontenible mientras Pérez desgarraba por un costado el papel oficial para sacar un telegrama que leyó en voz alta a la población aglomerada:

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La noche colgaba su manto de tul y las estrellas se apagaban lentamente mientras el círculo plateado de la luna se fue ocultando en el horizonte

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Ciudadano presidente de Comité Pro Territorio: Por instrucciones formularon habitantes, secretaria a mi cargo acaba enviar a Cámara de Diputados iniciativa de ley creando nuevamente el territorio de Quintana Roo. Al escuchar lo anterior, no obstante que Pérez Falcón proseguía con la lectura del documento signado por el secretario de gobernación del presidente Cárdenas, el murmullo creció hasta trasformarse en un alarido colectivo Barocio sonrió complacido mientras miraba a la multitud que se desbarataba de alegría. Su voz se escuchó serena: ---Tenías razón, Juan. ¡Era el murmullo de la espera!


Ramón Iván Suárez Caamal

Fuerte de San Felipe, Bacalar

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l día que entre pájaros empieza le pone un medallón a los espejos de esta laguna y bañan sus reflejos los muros de una antigua fortaleza. Estilizada flor de la firmeza, hueles aún a pólvora en tus viejos baluartes; los cañones, a lo lejos, apuntan a un pasado de grandeza. Aquí plantó, frente a los siete jades del agua que bordean los carrizos, Castilla, el corazón de sus murallas. Y aquí, donde el espejo las edades lava, aún queda en pie, recio y castizo, quien venció a los piratas, no a los mayas.

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omo un sólido puño de la roca emerge señorial de las colinas el Fuerte Colonial que el cielo toca muy cerca de las ondas cristalinas que en siete azules abren sus espejos. La historia habita esta cerrada mano o el tiempo que se pierde en el lejano rumor del agua en los relatos viejos. Cañones y machetes, claroscuros de una lucha por la supervivencia. Se escuchan en los ecos de sus muros voces de ingleses, españoles, mayas. Las altas torres vencen la inclemencia de siglos. No caerán estas murallas.

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No caerán estas murallas

Los muros, los baluartes siempre


El Curbato

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través de los ojos de mi esposa yo bebí -de las aguas del curbatolos dones de la lluvia y el relato de un tiempo que se fue. Visión dichosa del Chetumal antiguo que reposa en la madera de sus patios. Grato sabor del agua fresca este retrato que fluye de una fuente memoriosa. Agua del huracán y el aguacero en la bahía que Janet aterra. Agua cautiva cautivó al viajero cuando eligió vivir en esta tierra; agua fresca del cielo que se encierra en el curvado vientre del madero.

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L

as casas de madera, los colores vívidos del Caribe en sus ventanas, los pisos de linóleo, los primores de barandales con sus filigranas, mecerse en sus columpios, las terrazas… Con los años se pierde en la memoria una vida que amamos transitoria y que frágil se astilla en estas casas.

No las dejes perder. Su paraíso el ruido de la lluvia nos regresa amable en las dos aguas de sus techos. Sella en tu corazón el compromiso -aun sea en la nostalgia- que estos hechos vivan y no se olvide su belleza.

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Con los años se pierde en la memoria una vida que amamos transitoria

Las casas de madera


¿Aquí es Payo Obispo? Raúl Arístides

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l pueblo al que llegó mi padre esa media mañana buscando ávidamente unos ojos conocidos era el mismo al que arribó el suyo décadas antes solicitando un permiso de explotación de la selva mexicana. Por vez primera tuvo la certeza de hallarse en el extranjero al que se entraba sobre una panga arrastrada por dos cables de acero ensartados en zunchos sembrados sobre las orillas desgastadas del angosto río fronterizo y acoñacado. Era otro país –así lo decía el letrero junto al pequeño edificio de madera de la aduana- con el mismo clima que el

suyo y las mismas ondas mujeriles que le resbalaban en los rabillos de los ojos pues en la pupilas y centrada en ellas señoreaba la imagen de Mel; era otra aldea enclavada en la selva baja como Xaibé y Corozal, era el lugar –lo sabía bien por su madrede donde habían partido sus abuelos Fernanda y Tránsito cincuenta años atrás para encaramar su amor en ramas y almohadas y engendrar a su único hijo en el aroma flácido de la ensenada sur de Consejo entre la humedad del monte y la sal del mar convertidos desde ese instante en los límites del mundo.

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Pero no, no era el mismo pueblo. No era la misma aldea. Su madre –quien lo visitó varias veces por cuestiones de negocios- le dijo una vez que había una vía angosta con dos rieles desde el muelle mayor hasta el pie de lo que un día fue un depósito de combustible y bodega de chicle, que la madera estaba por todas partes: en ventanas, puertas, sombrillas públicas, tumbas, campanas y que hasta los sueños ahí tenidos estaban inundados por árboles añejos y curvatos atravesados por gruesos cedros, que la sangre de los zapotes centenarios se podía medir en las múltiples marquetas de chicle puestas a secar junto a los patios de los aserraderos en donde las caobas, en gruesos tablones, disparaban hacia el cielo sus flechas rojizas por las tardes, que los manatíes iban a parir sus crías cerca de las sartenejas beliceñas violando las leyes migratorias, que las mujeres eran indias feas y los hombres guapos y fornidos. Entonces no era el mismo pueblo. De la vía no quedaba ni el humo de las cenizas, la madera ahí seguía pero sobrepuesta al cemento en fachadas y terrazas solamente, las marquetas de chicle arrastraban su eco en las calles polvosas y en las letrinas

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fermentadas. Sin embargo, los manatíes continuaban transgrediendo las leyes, las mujeres no eran feas ni los hombres apuestos. “¿Aquí es Payo Obispo?” “Así es muchacho.” Extrañado, se alejó del mar por una calle –la única pavimentada- que salía del tronco del muelle y se prolongaba hacia el norte llena de árboles y ruidos de ollas y pájaros. Más adelante preguntó por el único roble y un hombre le señaló con la mano. Continuó por la misma vía hasta que halló el árbol, dobló a la derecha y buscó la segunda señal. Se detuvo debajo de la sombra de un almendro y llamó. Su corazón era un macho ladrador: “Buenas. Soy Polo el esposo de Mel.” Una mujer de pelo entrecano y sobrada en carnes lo condujo hasta una habitación espaciosa con muebles de madera y cortinas ligeras. “Nos queremos venir a vivir aquí.” Mel decidió abandonarlo a su suerte después de la golpiza que puso a los niños aquel domingo y de comprobar la más reciente infidelidad. Esperó que empezara a roncar la borrachera, hizo un lío de ropa y salió con los retoños de lo que había sido su hogar desde su noche de bodas. Tomó la vereda que iba al camino grande hasta alcanzar la casa de Mr. Ramírez a quien por unos cuantos dólares le vendió un hermoso cochino. Con el dinero fue

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“Ese pinche viejo es un chismoso. Él te dijo dónde estaba Mel, ¿verdá? Orita sale pa que hablen.” Se fue la tía. Mel salió con un vientre de ocho meses y la cara recién lavada. Lo miró desde atrás de los ojos del pasado: “A mi no da yu, buay”, y le sostuvo la mirada. Detrás de ella nacían los ruidos infantiles. “¿Cómo están los niños?” “¿Cómo quieres que estén sin ti?” Hablaron en diversos tonos y por distintos rumbos hasta sobarse las sombras. Al final, Mel sentenció: “Si quieres que regrese contigo nos quedamos a vivir aquí. Yo no voy a seguir siendo burla de nadien en Corozal; ¿qué dices?”

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Hablaron en diversos tonos y por distintos rumbos hasta sobarse las sombras

a pedirle a Mr. Gentle que la llevara a la frontera en su truck. El anciano, ya sobre la vía de sascab le preguntó con la mirada la causa del viaje y ella le respondió también con una mirada. “Haces bien en irte Mely.” Las palabras la obligaron a hablar: “Vaya con mi papá a San Pablo y dígale que voy a estar con mi tía Romana en Payo Obispo.”


Rodolfo Novelo Ovando

Transeúnte L a orilla de la calle da a mi paso, confunde la impostura de mi sombra y envuelve travesía rutinaria.

¿Qué piensa el otro de sí mismo si sé que no estoy y estoy? Avanzo tras respuestas, por el sitio de todos y a la vez de nadie, las personas caminan con rumbo comprado por la pestilente costumbre en brama. Exhiben el origen, se aglutinan adentro de peseras (mientras escribo este poema algunos tratan de espiar mi verbo) acariciando cuerpos nadie, rostros que son nombres sin preguntar, y no queremos ser los mismos que transitan por las aceras no saciadas. Desciendo, y recorro unas cuadras sin ver nada,

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solamente edificios desolados que tienden su boca a mi paso, paso, paso tras paso y traspaso miradas inmensas; cruzo a la calle que me guía al parque del preludio veo a alguien con sosiego, veo a otros, les pregunto la dirección del ser y nadie sabe nada. Sólo deambulan, muerden su avaricia por conquistar la carne sin flagelos. Hay grito, hedor y ruina en el saludo por vencer cuando la gente añora sus creencias, el sin hastío que guardan en su mano acariciando la boca de los hijos que dictan otra luz, volviendo sin el asco, con voz que nombre su sonrisa sobre la mesa, sin papeles. Cada cuerpo trasluce el sudor y acuña su moneda para darse, agonizando su silueta que carga el inventario en su derrota para ser número o nada o máquina; misiones insurrectas en la víspera del alguien que no existe.

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Ahora la bahía me pertenece, como a todos

Llego a una fuente que reconoce en la añoranza mi niñez, el agua me distingue, mojo mi sombra, mi zapato, observo árboles que rugen con sus hojas cada beso de enamorados sin dinero, solo ofrendas. Ya en la plaza, dispuesto a ver el tiempo altivo, cuestionamientos roen mi lugar, ¿dónde el asombro calla vendavales?, ¿dónde la angustia se detiene en otra sed? Solamente los viejos comprenden cada hora de madera y de polvo desangrando. Otra gente conjura su estigma del domingo, se pierde, corre, para sentir que vuela y que huye. Ahora la bahía me pertenece, como a todos, su faz toca mis adentros, la imagen es salitre que perdura entre mi signo y la promesa del viandante.

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Cada cuerpo trasluce el sudor

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Cuando descubro la memoria de la brisa, la sal murmura que una vez y otra vez llegó a la selva, para decirse en remolino y horizonte y castigar la herida que profesa su espiral de conducta sin saberse. Una ciudad azul es permanencia atestiguada, que espera el sacrificio del vigía donde la furia impide los rituales para estar. El artificio sangra en cada lluvia que humecta mi santuario mientras navego sobre una ola, y así concluye la palabra de un transeúnte que precisa de calles y de sombras, aunque a su ser tan sólo el mar puede salvarlo.


Debo decirte, ciudad No importa que te ocultes, ciudad, ni que los niegues. Vicente Quirarte

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ebo decirte: todo yace en el espejo, en ese mar que abraza tu destino, entre la tierra y sus entrañas, en la sencilla placidez de cada noche. Tal vez el hombre no ha cedido al tiempo, pero tú sabes que existe no lo niegues, ni te escondas, aún queda luz en el reflejo. Cuando las olas se levantan arropan tu selvático perfume; bifurcado el nosotros te envuelven de osadía.

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Es tu sino albergar las sensaciones y perenne te complaces. Desde Gonzalo Guerrero nuestra estirpe se transforma, evolución o retroceso es la pregunta. Si acoges siempre al que te encuentra y aguardas el regreso de emigrantes; todos beben del curvato por si acaso.

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Cuando las olas se levantan arropan tu selvático perfume

En la tarde aparece la silueta de algún pontón que funda golondrinas entre la selva amurallada por jaguares en esta historia que se inicia en lo iniciado, pues ya la sangre de una raza te vestía de plumajes, turquesas, caracoles.


Wildernain Villegas Carrillo

S

ólo necesito la barca pequeña que sabe invocar al viento, lo de más lo otorga la pulsación generosa del agua.

Para atraer a los peces arrojo el gancho de la luna y silbo una canción de cuna. Sólo necesito mi barca pequeña como las manos unidas de la virgen.

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A ramo luminoso de peces que maduran

ÂżA

quĂŠ sabe el mar? A mirada que vigila una senda del instante. A ramo luminoso de peces que maduran en la inocencia de los dedos. A sal y a polvo mezclados con la sombra de una falda, donde el dĂ­a tiende sus lunares y eclipses para que el rojo madero de la villa pincele los jirones de la tarde.

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El sol, ese raspón de Dios sobre las aguas, nos inunda

E

l palacio contempla la bahía igual que yo. El sol, ese raspón de Dios sobre las aguas, nos inunda.

¿Qué otra cosa pide el paisaje? La artesana cartera que envejece en el muro de su voluntad, mas puedo negárselo, sí, acaudalo potestad en la voz, el palacio lo sabe y sacia su heroica belleza de oleaje veraniego.

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Nuestros Autores para Salas de Lectura

Nuestros autores para salas de lectura plasman en este libro la visión de un entorno social, cultural, rico en imágenes e historia. Poesía y narrativa conjugan voz, música y palabra, reflejándose entre sí con los recuerdos de un pasado conciso y una identidad en formación del Chetumal del siglo pasado. Las diversas fotografías que componen este ejemplar traen consigo la nostalgia y la belleza de otra época, cercana pero diluida en la memoria colectiva; por ello, la intención de esta edición es darlas a conocer acompañadas de nuestra literatura actual, fundiendo un emblema de identidad, para que los mediadores de lectura tengan a bien acercarle nuestra ciudad a los lectores.

Destacamos la fotografía de la fuente de los Caimanes de Romulo Rozo, ubicada en 1937 en el parque Pedro C. Colorado; el parque Hidalgo hoy desaparecido al igual que la escultura del Caracol, las calles del centro con sus casas y edificios de madera, el antiguo reloj de la explanada, el obelisco, la Bahía y su faro entre muchas gráficas más. De la misma manera encontramos la gran riqueza histórica y cultural que se representa con relatos y tropos que desbordan la imaginación de cada uno de los escritores que conforman esta publicación, para brindar una representatividad de lo que es hoy Quintana Roo, a través del tiempo, de sus huellas y sus letras.

Rodolfo Novelo Ovando Enlace Estatal de Salas de Lectura de Quintana Roo


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