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ANTOLOGÍA DE GRANDES CUENTOS

Inauguramos esta sección con un cuento (o “cuéntico”) del escritor leonés Venancio Iglesias Martín. Cuando un escritor alcanza, en el uso de su idioma, a confundirse en el río de la lengua, entonces ocurre que ese escritor está justificado y que los lectores sentimos que la literatura es una lengua viva, tan viva como la lengua hablada y que crece con las aportaciones de sus grandes cultivadores.

Venancio Iglesias Martín nació en Olleros de Sabero, León. Estudió Filología Española en la Universidad Complutense. Fue discípulo de Dámaso Alonso y de Rafael Lapesa. Catedrático de Literatura española. Fue asesor técnico en la Embajada de España en Marruecos. Profesor en la Universidad de Rabat. Ha publicado los libros de relatos: Esperando a Susana (2010, Editorial Akron, Astorga, León), al cual pertenece el cuento, del mismo título, que publica Ágora; Sombras en el camino, Moquito, El león del Atlas y otros relatos; además de las novelas La ciudad de los mil ojos, La carcoma y La soledad de Alvarito Somoza (las tres publicadas por Lobo Sapiens, Ediciones El Forastero, León, en 2018, 2016 y 2014). De su magisterio como profesor de Literatura y de su estímulo humano podríamos hablar largo...

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ESPERANDO A SUSANA CUÉNTICO ESPIRITUAL

VENANCIO IGLESIAS

Demasiado amor aquél. Poco para llenar toda una vida, suficiente cuando pensamos que este momento es un silencio, un abismo entre dos orillas

lleno aún del aroma del amor

de su recuerdo vivo, de la seguridad —a qué vivir, si no— de que un día la vida desplegará otra vez —no sé si fugazmente, pero basta— ante nosotros sus mágicos colores.

JOSÉ HIERRO

En la media ladera de la Cerra, pasada la ruina del viejo calero, hay un hayedo umbrío de amorosos aires y silencios húmedos y dilatados. A veces, un tordo se vuela asustado entre la maleza del camino, que discurre junto al agua de una canal fría y transparente. Guijas amarillas, guijas negras, pizarrosas, arrugan el agua, que hace, de vez en cuando, un gliruliru en la salida de los ramales, que riegan los dulces prados del Coto. Rojos

majuelos del verano, cerezos silvestres de pequeños frutos rojos, zarzales y endrinos bordean la sendita umbrosa que se hunde como el ala de un cuchillo de plata en el corazón del bosque. Allá abajo, el trenecito minero se afana sin descanso. Hulla para el coque de las Vascongadas. ¡El bosque de hayas! En el cerrado abrazo de sus peludos zurrones granan geométricos los hayucos. Asados, en las tardes húmedas de otoño, no hay manjar que se le iguale. Posidonio, el de la Marcela, dice que si el Corpus viene derecho, la bendición de la custodia estimula mucho el fruto del haya. Posidonio cree que la pluma del búho real, que anida en algunos agujeros de los troncos de haya, tiene poderes mágicos y poniéndola bajo la almohada alivia del dolor de cabeza y del dolor del pensamiento. Dice también que las alas de setenta y nueve libélulas, maceradas en agua de la Fuentina, durante un menguante y su luna nueva, alivian del dolor de madre (dícese también dismenorrea). Esto último no está probado, aunque ese saber procede de la sabiduría tradicional de la maestra Celestina, la de don Fernando, pero Posidonio lo asegura con mucha convicción y un poquito de prosopopeya. La prosopopeya atenúa la certidumbre. Si alguien ahueca mucho la voz lo miramos con desconfianza. En el caso de Posidonio, dudaríamos menos si Marcela, su joven esposa, no contradijera, con energía, los singulares saberes de su marido embutidos en una voz engolada: —¡Cállate, cállate, bobo, borrego! ¿Tú qué sabes? —Verdad de Dios. Como te lo estoy diciendo.

Posidonio, además de esos saberes, tiene otros que diz que aprendió de su abuela de origen gitano. Sabe recolocar huesos que se dislocan, conoce secretos de algunas hierbas contra la riuma, la brucelosis y los dolores que dejan los amores viejos y la patada de la mula. Algunos dicen que Posidonio aparenta mucho porque, él mismo es parapoco. Anduvo un tiempo algo tísico, y se curó a base de infusiones de cerigüeña, pero, de aquella, le

quedó, como tendencia, una cierta melancolía y desgana a la hora de hacer cualquier cosa. Mismo, cuando arregla un hueso, da vueltas en torno al desgraciado durante media hora, moviendo los labios como si rezara y, luego, lo agarra bruscamente y tira con violencia del miembro lastimado, colocándolo en su sitio antes de que el enfermo pueda soltar un “m’ cago’n mi madre” que entre los mineros asturianos es muy usual. A Posidonio le llaman Lotengo. Como es experto en quínolas, cuando tiene las cinco cartas del mismo palo grita con alborozo:

—Lo tengo. Lo tengo. Lo tengo. Toma del frasco.

Fredi se marchó a la Argentina con diez y siete años y lo puesto. Allí estuvo treinta años y, cuando volvió, volvió con cuarenta y siete años y lo puesto, porque los hijos de las famosas madres de la plaza de Mayo le quemaron tes veces el restaurante. Dos veces lo rehizo y a la tercera —¡A la mierda! Este país es como la madre patria: no tiene arreglo— agarró un barco y se presentó en Santurce con la única fortuna de cuarenta y siete años y el dulce hablar arrastrado porteño: —No me negarás, Amador, que el mundo es una burla. Las madres de la plaza de masho me jodieron las cacerolas y ahora van a pasarse la vida dándoles asote n’ el cuuulo. La primera vez que Fredi oyó hablar a Posidonio, sólo se fijó en la desgana y me preguntó quaaasi cantaaando: —¿De dónde salió este huevón? Dos veces lo escuché y dice boludeces no más.

—Es el marido de Marcela.

—¿La del culo respingón y tetas como casuelas? —rimó

Fredi.

—¡La misma!

—Demasiado puchero para tan poco chorizo. Te lo juro, Amador.

Fredi usaba mucho el vocabulario de la cocina y se diría que, su forma de cantar todo lo que decía, tenía una cierta vaporosidad como la de las viejas cocinas, aquellas que tenían una chimenea donde se colocaba una trébede, y un pucherete gorgoreaba toda la mañana, al acre humo de la paja y un puñado de astillas.

A la hora de la siesta, gústame venir aquí, sentarme bajo un haya gruesa y maternal y pensar en Susana. Susana vino en el cincuenta y dos, con un grupo de quinquilleros. Tenía por pechos, dos piescos verdes, pero puestos a madurar en Quitapenas, capaces de trastornar a un trapense, y unos ojos almendrados, penetrantes y de dulce mirar apesarado. Los labios, grosezuelos y de suave silabear, tenían el decir cadencioso del sosiego. Su cintura era de quince años, cimbreante como un chopo, y los tobillos finos y graciosos como nunca más los vi. Su piel morena parecía retener los tramos más tiernos de la noche. Los quinquilleros, una tribu que trataba en burros y arrasaba gallineros, pasaron por el valle como un vendaval, llevándose, con ellos, la chatarra que encontraron, el burro de Celedonio, la potra de Germán, las gallinas que pillaron desprevenidas y el virgo de Cecilia, la hija de Asunción la Patarreta de Campomanes, que, según está registrado en la imaginación concesiva de la gente, era hija secreta del cura, don Deogracias. Pero dejaron aquella perla del Indo, que alquiló la casa del caminero a la salida de Aulularios, cercano a Santa Felicidad y a San Piro. ¿La dejaron? Nadie la vio con ellos, desde luego, pero apareció cuando se fueron, y bien podía ser un ángel encarnado en la rosa de un manzano. Últimamente pienso mucho en Susana. Fue en su alto cuello donde, por primera vez, en el valle, brilló un precioso collar de cuentas de plástico de colores, envidia de todas las mozas.

—¿Dónde lo compraste? —Comprómelu mi papá, n’El Omañés de León. —¡Qué guapín! —¿Por qué no te fuiste con ellos? —Mi papá me dijo siempre que no era vida, la vida nómada.

Fue ella, además, la que lució las primeras botas catiuscas rojas a tono con una rebeca roja y unos pendientes de oro de orfebrería cordobesa. Por eso, algunas mujeres, versadas en el arte del filandón y el chismorreo, dieron en llamarla Cenicienta. —¿Por qué le llamáis Cenicienta? —Porque se parece muchísimo a Caperucita Roja. ¿No crees?

Cuando Susana apareció en el pueblo, después de la marcha de la tribu, hubo muchas especulaciones, pero la más literaria y la que a mí más me gustaba era la de que, Susana había sido robada de niña a una familia de la nobleza de Villanueva de los Infantes. Ella no quiso desmentir nada sino que, arqueando una ceja, suave y melodiosamente, aseguraba que cada cual es hijo de sus obras y de la madre que lo parió. Las caderas de Susana, llenas de secretos armónicos, delicadas como la madera antigua de un cello y concitadoras de la mirada, discurrían hacia el hermoso mástil de la pierna como un largho de clave bien temperatto. Durante dos años, Susana atrajo las miradas de todos los mineros del pueblo. Durante dos años, según cuenta Ursi, el poeta de Aulularios, aumentó el onanismo en los guajes de la escuela en proporciones nunca vistas, y, hasta los más viejos del pueblo suspiraban al verla pasar; los silicosos dejaban escapar la tos más seca del día y los vencejos del verano volaban alborotados sobre su casa hasta el atardecer. Dicen incluso, que a su alrededor había siempre un alteo de mariposas que la

acompañaban mientras bordaba y, en el verano, no estaba lejos el zumbido laborioso de las abejas. Con el sonido de las campanas del rosario, la chiquilla recogía la silla de enea y el bastidor en el que bordaba, a la puerta de la casa, pañuelos con pájaros azules y flores doradas, para venderlos en el mercado de los miércoles. Su vida se hizo de costumbres sencillas. Se levantaba temprano. Apenas el rubicundo Apolo... ¡perdón, esto es de otra historia! Un poco antes que el sol asomara por Pico Moro, Susana saltaba del lecho, se arrodillaba ante la cama y rezaba una oración de memoria. El poeta de Aulularios, que hizo una pequeña crónica de la muerte y asunción de Susana a los cielos, tardó, por lo visto, un tiempo en comprender que era el Padre Nuestro en griego: Πάτερ ἡμῶν ὁ ἐν τοῖς οὐρανοῖς. Aγιασθήτω τὸ ὄνομά σου. Luego, se aseaba rápidamente y hacía una trenza de su oscuro cabello mirando la hermosa figura del espejo; después encendía el fuego y se tomaba un tazón de leche hervida de cabra. A continuación, aderezaba la casa con presteza. Atravesaba luego la carretera, abría una portillera y entraba en el prado de abajo para coger un ramito de caléndulas silvestres y blancas margaritas de entre la hierba húmeda de rocío, llenaba un vaso de agua y, haciéndolo florero, lo colocaba sobre su mesa, junto a la ventana de la cocina. Sólo entonces, de encima de un armario, escondido como un tesoro, tomaba un grueso libro encuadernado en piel y envuelto en una limpia bayeta, y se sentaba a leer, con absoluto olvido de todo, un tomo de las obras completas de Dostoievsky. Acaso sus ojos se fueron impregnando poco a poco de la belleza de aquellas novelas, y con la belleza, fue creciendo la inteligencia aguda de la gitana. Acaso su inocencia y su santidad se acrecentaran en el devocionario lleno de oraciones ingenuamente retóricas de esas que empiezan con un “oh”: oh, Virgen santa; oh, madre del Señor; oh, Señor, tú que... La tarde, como hemos dicho, se la pasaba bordando, sentada en una silla de enea a la entrada de la casa, para ganarse el sustento. Su cena invariable era un plato de

fariñas endulzadas con miel. A la noche, antes de cenar, calentaba agua y llenaba un gran balde de chapa galvanizada, se desvestía demoradamente, doblaba su ropita y se bañaba lentamente como acariciando la belleza de su piel agarena. Una noche, descubrió que su belleza no pasaba desapercibida. En la ventana, mientras se bañaba encontró los rostros de tres enamorados, ciegos de lujuria, que la contemplaban. Los vio con la mirada refleja e hizo como que no los viera. Eran tres viejos silicosos, decrépitos, de andar fatigoso y escupir oscuro. Susana no se inmutó. Se irguió, se secó tranquilamente, se vistió, apagó la luz, cogió la badila, salió sigilosamente y, en la noche, corrió a los tres viejos por la carretera arriba. Uno dijo: —Cagüen mi madre, esta tía nos mata. Otro dijo: —Sin esto bien pasábamos. Y el tercero, con un yerrazo en las costillas: —Mi cagüen mi madre. ¡Socorro, que me mata esta salvaje! Cuando los dejó, tosiendo y riendo, los viejos se fueron hacia la taberna de Gelasio y ella se retiró llena de santa indignación. Arrimados a la columna, uno dijo: —Bueno, pues mira, Hortensio, pa mí que ha merecido la pena. El otro aseveró: —La madre que la parió, qué buena está pero qué burra. Por poco, nos abre la cabeza. Y el otro riéndose, pero con la mano sujetándose el costado.

—Cagüen mi madre. Me dio en las costillas, pero si me engancha en la ceja, allí me deja. Fredi que escuchaba al último de los viejos, con los ojos brillantes de mosto, dijo riendo también: —¡Andá lávate el ojete, pelotudo!

Yo fue un niño privilegiado. Susana me aceptaba por las tardes a su lado y yo leía sentado en el escalón de su puerta mi Enciclopedia de Bruño —ji, ji, que a la mano cerrada la llama puño—, reía mi buen maestro republicano. Muchos, muchos ratos me los pasaba contemplando el precioso perfil de Susana, que sin mirarme, a veces, me decía: —¡No te detengas, Amador! Cuando abrimos un libro, abrimos un escondite del mundo.

¡Era tan hermosa! Yo le hubiera dado mil besos: —En cada libro, en cada coma, en cada admiración e interrogación, en cada verbo estás tú, Susana. Y cuando escribo, me tiembla el pulso y la ortografía porque tus ojos me miran desde el cuaderno de caligrafía. Y si hago números, el uno me dice que eres única. El dos me trae a la memoria tus ojos, tus manos, tus piernas, tus oídos y esos bultos seguros, redondos y sagrados de tu pecho. Y si hay un ocho tumbado me habla del infinito de tu pelo y del fondo sin fondo de tus ojos. Pero en lugar de eso, le decía: —Susana. Cuando sea mayor gustaríame me casar contigo. —Cuando seas mayor ya veremos, porque yo no tengo pensado casarme. —Pero si un día piensas en casarte, ¿te casarías conmigo? —Anda, déjate de matrimonios. Ahora hay que leer. —¿Sabes que Gencio no hace más que mirarte? —Claro que lo sé. Pero si yo hubiera de querer, lo que se dice querer a alguien, como para casarse, ese serías tú.

Por entonces, Gencio, se volvió loco de amor. Un poquito más arriba de la casa de Susana y en la otra orilla de la carretera, Gencio desayunaba una cazuela de sopas de ajo, en la galería de

su casa. Desde allí, contemplaba todos los días a la niña concentrada en sus labores. Al principio, no reparó en la figura de la muchacha, pero, pasadas unas semanas, Gencio subía su cuchara hasta la boca sin dejar de mirar a la chiquilla y sin reparar en que, algunas veces, la cuchara subía vacía hasta sus labios y bajaba directamente a la mesa, al lado de la cazuela. Pronto su madre tuvo que atarle al cuello una gran servilleta, porque se ponía perdida la pechera. Finalmente, olvidó su interés por el trabajo y se quedaba mañana y tarde mirando a la muchacha sin articular palabra. Gencio tenía un gran mastín canela llamado Navarro y una hermosa yunta de bueyes zainos. Los dos eran mansos como novicios benedictinos y lentos como las campanadas del toque de difuntos. Gencio se había quedado soltero casi sin darse cuenta. Se conoce que no había sentido en su corazón sentimental, sin embargo, la aguijada de la pasión. Los dos bueyes llenaban su vida, que discurría trabajando las fincas de los pocos campesinos del pueblo, que resistieron la tentación del trabajo mejor pagado de la mina. De Gencio se decía que tenía buen capital y bien guardado, porque nunca se le vio comprar nada fuera de lo indispensable para comer. Ya frisaba los cincuenta y es tradición que no hablaba ni con Dios, cuando el amor encendió el deseo y el deseo no le dejaba sosegar. Nunca cruzó una palabra con Susana, pero se pasó cuarenta días mirándola desde la galería de su casa, cuando la niña estaba fuera, y cuarenta noches de sueños afiebrados, cuando la niña se retiraba a su casa. Cuarenta días in deserto, clavado a la columna del desasosiego como san Simón Estilita a la suya, y cuarenta noches contándole su pena de amor a los claros cielos de Aulularios; cuarenta días de ejercicios espirituales, sin comer, ni beber, ni hacer del vientre:

—Gencio, hijo, ¿no vas a comer un bocado siquiera? Hay quien dice que, algunas noches de luna, cantaba el prefacio de la misa de la Santísima Trinidad según el rito mozárabe y no falta quien asegura que se desnudaba, daba tres

zapatetas en el aire rancio de su habitación y, finalmente, se sacudía con el sobeo de los bueyes una tunda de mírame y no te menees, como debe hacer todo hombre para purificar sus deseos y demostrar un poco de locura quijotesca, que tan bien caracteriza la señal del amor.

—Gencio, hijo, esa mujer te va a sacar de seso. —Me deje, madre. Me deje. Que ningún loco sale de seso. Y entonaba una cantilena llena de melismas con un pareado facilón:

El seso ya lo perdí ende el día que la vi.

Un día, Erundina, su madre, de edad muy avanzada, tomó un bastón y salió renqueando hasta la casa de Susana, dispuesta a pedirle la mano para su hijo. —...Yo comprendo que es un poco mayor... —...Le agradezco mucho, señora... —...Piense que es un hombre de posibles... —...El dinero, como usted puede comprender... —...Además, aunque es muy tímido, es de bueno... Conversaron toda la tarde pero el resultado fue negativo. Susana sintió tan hondo el calambre del miedo que, durante unos días, dejó de salir a la pueta y bordaba dentro de la casa. Gencio desesperó más y subió a un prado que tenía en el Coto, se sentó bajo un cerezo silvestre y estuvo sentado dos semanas, inmóvil, con la vista perdida en el puñado de casas del pueblo, agrupadas como un corro de palomas en torno a un bebedero. A los pocos días, los pájaros se posaban en sus hombros y su cabeza de modo que, cuando se levantó para volver a casa, tenía los

cabellos y la barba llenos de excrementos de tordo. Un caracol estaba adherido a la gran hebilla dorada del cinturón, que tenía como recuerdo de la mili, y la mirada, la tenía completamente extraviada. Se fue a la cuadra a tirar el pantalón y dicen que echó unos coprolitos grandes y brillantes como pelotas de billar. Cuando entró en la cocina, su madre que lo vio, sorda y medio ciega, dio un grito: —¡Ay, Dios! ¿Eres tú, Gencín, hijo mío? Pareces un escapado de la Santa Compaña. Desde aquel día, Gencio se olvidó de hablar español y sólo decía frases incoherentes en el latín de la Vulgata: — Gaudens gaudebo in domina semper… 27 —Eructavit cor meum verbum bonum: dico ego opera mea reginae...28 Lo recluyeron en Santa Isabel, una tarde muy triste de invierno. Sobre las cinco, comenzaba a caer una helada de las que los mineros llaman “negras”. En el último frío de luz del cielo, el milano blanquiazul abrazaba anchurosos círculos de aire junto a los riscos de la Cerra, cuyo lomo parecía el de un gran serrucho oxidado y mellado. Más abajo, a media ladera, brillaban algunas cruces de mármol gris en el cementeriuco y el último resol de la tarde doraba un poco sus blancas tapias. La luz era solemne como una misa abacial. Llegaron dos hombres en una ambulancia silenciosa, y entraron en casa de Gencio. Fulgencio Parrondo, que estaba sentado en el escaño de la cocina, con la cabeza entre las manos, cuando los vio entrar, cruzó sus manos sobre la mesa y exclamó con tono recio: —Procedamus in absentiam. 29 E inclinó su cabeza sobre el pecho y no volvió a hablar, ni en castellano, ni en latín.

27 Siempre contento me alegraré en la señora. 28 De mi corazón surgió una palabra amable. Mis obras se las digo a la reina... 29 Marchemos hacia la ausencia.

Luego, salió de la casa con una maletuca de cartón, flanqueado por los dos hombres de chaquetilla blanca. Llevaba la cabeza gacha, pero la fiebre ardía en su pobre mirada vagarosa. Cuando la ambulancia se perdía en la primera curva de la carretera, tras los fresnos desnudos del invierno, Gencio aplastó su nariz contra el cristal de la ventanilla trasera, para mirar por última vez la casa de Susana, y levantó su mano y puso el dedo índice sobre el cristal, en un impreciso adiós a su amor tardío. Durante cinco noches, el Navarro estuvo ululando y a la mañana de la sexta, apareció muerto en el umbral del portón. Se ve que algunos perros no soportan la soledad y el abandono.

Desde chiquillo, Ursicinio Taboada tuvo dos pasiones: la poesía y las ciencias ocultas. En su biblioteca se encontraba sin embargo un único libro de poesía, si bien es verdad que los reunía a todos, según me dijo, un ejemplar de las Mil Mejores Poesías. De su pasión por las ciencias ocultas, en cambio, había cincuenta o sesenta libros con un santoral y un tomo de la Enciclopedia Británica, así como el Diccionario Spes de lengua latina y una magnífica edición del gran diccionario de la lengua griega de Albin Lesky, con otro de griego moderno de Tegópulos y Fitrakis. Como cada cual está contento con la dosis de sentido común e inteligencia que la madre naturaleza y la madre que lo parió le dieron, Ursi, que así lo llamaban en el pueblo, vivía feliz, componiendo poemas con los que machacar la paciencia de sus vecinos, que llegaron a considerarlo un gran poeta un tantico pesado. Ursi pesaba ciento veinte quilos cuando lo conocí. Ursi, el poeta de Aulularios, era un artista que, con la mejor buena voluntad, atizaba con un poema al más pintado dejándole inútil para toda poesía hablada u oída. Muchos años después, Ursi contaba que, aquella noche, cuando se llevaron a Gencio, Susana se la pasó hablando sola y aún confirman algunas vecinas, palabras que le escucharon decir en serena incoherencia y en idiomas extraños:

—¿Acaso puede hacerme alguien responsable? ¿Acaso no tenía yo derecho a la soledad y, por tanto, al ancho mundo de la libertad? Adulescens sum ego atque ad sacrum locum solitudinis introibo. Pulcra solitude mea!30 Δúο χελιδóνια εíναι τα δικá μου τα μáτια. Γλυκή μοναξιά μου. 31 Pero esto creo que son fabulaciones de poeta; lo que pasa es que a los poetas les gusta inventar toda clase de chismes llenos de adornos. No conozco ninguno que no sea un mentiroso. Pero sus mentiras son tan bonitas que uno prefiere la mentira a la fea verdad. En este caso la verdad es mucho más hermosa que las mentiras de Ursicinio Taboada. Él mismo se desprestigió cuando intentó dar a conocer sus invenciones, porque Ursi hablaba un hermoso sermo vulgaris y aun, poseía el don de la glosolalia, como los apóstoles después de Pentecostés. Aseguraba que él estaba destinado a transmitir a la posteridad la historia de Susana, pero era demasiado imaginativo para trasladar ninguna historia y lo que hacía era un trabajo de dorador de madera con pan de oro. El camino del hayedo que me trae hasta esta espesura umbría, prosigue luego entre aulagas, piornos y escaramujos perfumados, abriéndose a un vallecito místico con cuatro chopos espirituales, flautinos del viento primaveral y querenciosos de los cielos más altos. A la izquierda se levanta un serrucho de caliza, agreste y silencioso, y una nube se enreda en sus dientes de piedra. A la derecha, la Cerra va declinando su altivez, redondeándose y rindiéndose al perfume montesino de la hiniestra, el tomillo y el cantueso. Aquí, tan ricamente sentado, escucho el rumor de un grupito adolescente de blancos abedules, de esos que mueven sus hojitas como campánulas frescas de un alba de abril. Y desde aquí, veo el blanco penacho del trenecito carbonero, que sube fatigoso pero baja alegre con una risa de quince vagones metálicos cargados de mineral. Repentinamente la imagen de

30 Soy adolescente y entraré en el lugar sagrado llamado soledad. Hermosa soledad mía. 31 Dos golondrinas son mis ojos. Dulce soledad mía.

Susana me invade los pensares. ¿Dónde está tu dulce aliento, bordadora de cielos, pajarillo de los aires más limpios? Y me vuelvo poeta yo también. Y disparato. Susana desapareció dos meses después de que internaran a Gencio. Ay, se canta todo lo que está lejos y se canta lo que se pierde, que es lo más lejano. La puerta de la pobre casita estrecha y mal abastada, permaneció abierta dos días. Al tercer día, Feli, la vecina más cercana a la casa —¡Osús qué coño!— decidió llamar. Como nadie respondía buscó a Domiciana y Domiciana a Petri, la su vecina, y juntas, decidieron entrar. Todo estaba en orden, pero Susana había desaparecido. Yo entonces, tenía cara de ángel. Tenía el pelo del color del tomillo y los ojos averdados. Tenía la piel muy blanca y algunas pecas en la nariz y las mejillas. Salí de detrás de la puerta y, tambaleándome, me senté en la piedra que, al lado de la puerta, hacía servicio de banco. —Susana se ha volado —dije escuetamente. —Hace dos días que subió a los cielos. —Niño, ¿qué dices? —Me quedé con ella, porque estuvo leyéndome una novela que se titula El idiota y repentinamente la cocina se puso a reventar de luz y aparecieron dos muchachos y le dijeron: —Susana, es la hora. Entonces, ella se quitó su ropa y salió al aire de la noche. Los tres levantaron los brazos. Susana se volvió a mí y me besó y sus dos pechos menudos temblaron como dos pájaros asustados y me dijo bajito: —No olvides que querías casarte conmigo y no olvides que te quiero mucho. Después, sonrió y se volvió hacia la noche, cruzó sus manos sobre el pecho, y los tres comenzaron a levantarse al aire frío y se perdieron en las estrellas. Susana está en el cielo. Ella me dijo siempre que, donde quería vivir, era en el cielo. —Pero en el cielo, dónde. ¿Más allá de las nubes?

—¡Más allá! —¿Más allá de las estrellas? —Quiero vivir más allá de las lindes de este mundo. Las tres mujeres, se persignaron y la más bajita, que era portuguesa, dijo: —¡Osús que caray! O meninho é cativo do demo. —¡Jesús, Jesús! ¡Vaya con Amador! ¡Remaldito! ¡Y qué disparates inventa el chiquillo! Montesori, la de Marcelo, la más pensativa, me preguntó: —¿Y tú cómo sabes tanto? Yo cerré la conversación: —El amor me enseña más que la escuela. ¿Y qué es una escuela sin amor? Ella me lo enseñó. Si me hubiera esperado, cuando fuera mayor, seguro que me hubiera casado con ella. Pero ella quería estar fuera de las lindes del mundo. Y las asunciones a los cielos son mucho más frecuentes de lo que parece. Y me dijo otra cosa que no puedo contar.

Las mujeres se fueron riendo. —¡Vaya con el niño este, zangolotino! Anda que no tiene imaginación. Deberíamos avisar a su madre, que lo lleve al platicante. ¿Habéis visto que resabido es el carajillo? Lo que no les quise decir a las comadres fue que Susana me prometió volver si de verdad la quería y la esperaba unos años. Pero debía esperarla bajo el haya más fornida del hayedo.

Durante diez días se la buscó sin éxito. Se la llamó por los adiles, se la llamó por el hayedo, se revisaron todos los rebollares del monte. Entonces, el viejo que había recibido el golpe de badila, de la blanca mano de Susana y que era el más enamorado, dijo una frase de incertidumbre: —El otro día la vi paseando por la zona del chamizo. A ver si ha tenido un mal paso y ha caído a algún pozo de ventilación de la mina...

El cura bajó a las oficinas de la empresa minera y el ingeniero mandó a tres entibadores que revisaron todos los pozos. Pero las pesquisas no dieron ningún resultado. El Río Grande, que pasa cerca de Aulularios, tiene por mejor nombre Esla. El río baja en pequeños rápidos y se remansa y espeja los cielos recogiendo toda su luz y llevándosela, peinada de espesas choperas, hacia los llanos, por los que busca codiciosamente al padre Duero. Fredi había faroleado muchas veces; El Rsío Grande es un arsoyso no más, che. En Argentina, el Paraná. Eso es un rsío. Yso lo he crusado muchas veces ashá, en Rosario. Cuando el más viejo de los viejos que espiaban a Susana dijo: —Pa’ mí que la Susana se ha caído al Río Grande, todos miraron a Fredi, que decidió demostrar sus habilidades natatorias. Se zambulló en calzoncillos en todos los remansos cercanos a la carretera y los caminos por los que una muchacha de buena cintura pudiera caminar. Las inmersiones de buzo de Fredi no dieron resultado ese día, pero lavó la palomina de los calzoncillos y agarró una pulmonía que por poco pina los zapatos y entrega la cucha al Redentor. El tercer minero, viejo y desdentado, el más libidinoso de los tres espías, dijo: —La otra noche, paseaba yo por el camino que va por debajo de la carretera, junto al reguero, y me pareció ver un coche oscuro, un Once Ligero delante de su casa. Todos se quedaron perplejos y la perplejidad se transformó en certidumbre de que la gitana se había marchado por propia voluntad con algún ricacho que la había deslumbrado con cincuenta moneas de oro, como a otra Lirio. Finalmente abandonaron la búsqueda y se fueron mustios y fracasados cada cual a su casa. Sólo el poeta de Aulularios, mantuvo tres posibilidades: Susana estaba muerta en algún lugar ignorado, o bien sus padres verdaderos vinieron a buscarla y se la llevaron sin más, o bien, un poco bravía, que seguía siendo la moza, se había incorporado

a la tribu de quinquilleros entre los que se había criado. Pero nadie podría afirmar a ciencia cierta el camino que llevaran sus pasos alegres de correcaminos. La otra posibilidad, la verdadera, la que solamente yo conocía, nadie quiso considerarla, hasta el punto que yo mismo llegué a dudar de ella. La Asunción de Susana me había hecho un incansable observador de los cielos nocturnos. Pero hoy, la santidad de Susana y su Asunción a los cielos es una certidumbre más y más firme. De la noche de su desaparición recuerdo el fuerte olor a heliotropo, flor y perfume desconocidos en Aulularios, y su ropita interior: una combinación azul y una braguita rota por la cintura, que quedaron en el suelo de la cocina, junto con sus zapatillas azules. Y recuerdo que ella alzó su vuelo en la noche como una mariposa que abandonara la crisálida. Y cuando pasó junto a una nube, la nube se llenó de luz.

Poco después de la desaparición de Susana, comenzaron a sucederse extraños acontecimientos, en los que yo sólo reparé. En el altar de los santos Justo y Pastor, dos niños con coraza de romanos, que había en una capilla de la iglesia, el tejido de raso rojo que había detrás de los santos niños, se rasgó. El estaribel de madera que sostenía la campana de la iglesia, se vino abajo y el sonido de la campana, que se partió en dos, quedó adherido al ronco viento del invierno. Marcela la de Posidonio aseguró haber visto almas en pena, con sus blancos sudarios, aparecerse en la cancela del cementerio. Los bueyes de Gencio enfermaron y murieron de brucelosis. El caballo manso y apacible de Cholo le arrancó la mano de un bocado y los tres viejos enamorados de la niña, fueron sintiendo que sus pulmones se endurecían, su respiración se hacía más fatigosa y su corazón se llenaba de musgo. Todavía tuvieron tiempo de propalar la idea de que la gitana, una lumia, había cedido a sus pretensiones amorosas. Pero nadie los creyó:

—Menos lobos, abuelo. La gitana era más virgen que santa Margarita María Alacoque. ¿Quién recuerda agora andanzas juveniles? Cuanto si más que, por menos, antiguamente se corría a los viejos libidinosos a pedradas hasta los adiles. —Ande abuelo, deje de farolear. A sus años, los fallos de la memoria son más que los del falo. —¡Vaya, con el abuelo! Deje las mentiras para los guajes de la escuela. Tiene la boca saqueada de los años y todavía gusta de las uvas en agraz... Ande, que es tiempo de prepararse un sudario confortable. En aquellos días, también, el reloj centenario del Ayuntamiento se descompuso y daba las campanadas de forma aleatoria, de modo que hubo que llamar a un relojero de León, porque el relevo no acertaba con la hora entrar en la mina; las mujeres perdían la cuenta de la hora de dar de mamar a los niños y los guajes iban a la escuela en las más variadas horas. Don Gonzalo, el de la relojería Bayón, un joven prematuramente calvo y de mirar sereno y compasado, se presentó en Aulularios con un maletín, una tarde tórrida de verano, limpiándose la frente con un pañuelo. Aseguró que había recibido aviso de un hombre misterioso, quizá un ángel. Subió hasta la caja del reloj y, nada más mirarlo, dio un duro diagnóstico: —No hay nada que hacer; es un claro caso de locura senil. Hubo epidemia de piojos entre los chicos que no cedía ni siquiera con el tratamiento más enérgico a base de friegas de zotal y rociadas de dedeté. Sólo afectó a los niños, que se rascaban furiosamente la cabeza, los sobacos y el culo, en la escuela, el rosario y mientras jugaban al marro. Algunos lograron la rara habilidad de rascarse mientras saltaban sobre sus compañeros, con riesgo de romperse los morros contra el santo suelo. Ítem más: una noche, hubo diluvio de estrellas procedente de la zona profunda de las Perseidas y el río retuvo en su espejo durante días el crepúsculo de su brillo fugaz que pudo contemplarse todas las noches desde el punto de

San Piro, donde algunas ancianas colocaron sillas para ver el fenómeno, en diferido. Nadie, excepto Ursi, el poeta de Aulularios, pudo interpretar aquellos acontecimientos, pero lo hizo en el bable leonés del siglo once y en la cuaderna vía del siglo catorce, lo cual dificultó mucho su lectura y, cuando el poeta reunió a los parroquianos en el salón principal, para una solemne velada literaria, al tercer tetrástrofo monorrimo, todos empezaron a bostezar; hubo gente que se durmió inmediatamente y algunos se fueron farfullando no sé qué cosas y sí sé qué cosas, sobre la madre que le parió al poeta. Pasó el tiempo. Posidonio, el de Marcela, tenía algunas condiciones de zahorí y también sabía echar las cartas para adivinar el pasado, sobre todo con la buena intención de aliviar la conciencia de los que a él recurrían. Un año después de la desaparición de Susana, Posidonio comenzó a salir al campo con una varita. Tras él, el grupo de campesinos deseosos de saber dónde podrían hacer pozos abisinios para regar los prados, porque la mina se había llevado el agua. Recorrió el monte entero con ella, señalando con una banderita los lugares en que la vara se movía con nerviosismo. Se metió en zarzales, se metió en tierras pantanosas (¡ahí no es necesario buscar agua, Posidonio, no fastidies!) y, finalmente, se paró aquí cerca de donde estoy sentado bajo el haya, colocó la varita y dijo con total convicción: —Está aquí. —Mira, Posidonio, que lo difícil sería que en el hayedo no hubiera agua. ¿No ves que hay manantiales por todas partes? Pero, Posidonio negó con la cabeza: —Estáis tontos, coño. No busco agua. —Entonces, ¿qué estás buscando? —Hay que llamar al juez para exhumar el cadáver. Aquí está enterrada Susana. Vino el juez de Riaño acompañado de la guardia civil, el forense, un funcionario del Ayuntamiento y Enrique el enterrador del pueblo, apodado Chicharra.

El juez mandó al enterrador que cavara y el enterrador sudando y contradiciendo su oficio, cavó hasta que apareció un esqueleto en buen estado de conservación. Restos de ropa hicieron pensar que el zahorí tenía razón. Sin duda, alguien había enterrado a Susana en aquel lugar. Pero el forense dictaminó: —Se trata de un cadáver de mujer, desde luego, pero serán los análisis los que decidan la causa de la muerte, aunque a simple vista, la mujer parece haber muerto de manera violenta pues se aprecia en el cráneo una fractura que puede proceder de un golpe contundente con un objeto plano, una pala o una plancha. Pero eso habrá que verlo despacio. Otra cosa será la identificación del cadáver. Los presentes, estupefactos, miraban a Posidonio, que estaba radiante. El enterrador metió los huesos en un saco y la comitiva cogió el senderito del viejo calero, que pasa ante el cementerio y baja entre olmos y espino blanco hasta el pueblo. Como el tiempo es el río del olvido, la memoria de Susana se ha ido perdiendo. Pero yo espero. Han pasado veinte años y sólo yo vuelvo una y otra vez al hayedo donde tantas veces me invade su recuerdo como un aire primaveral cargado de perfumes de miel. Seguramente volverá cualquier día y desde lo alto de ese rebollo, resplandeciente, me dirá: —Aquí me tienes. Bienaventurado eres por haber creído. Bendito seas por haberme esperado. Así que, aquí, apoyado en el regazo maternal del haya más corpulenta, espero su retorno. A veces canto, a veces fumo y Susana vuelve a mí en las volutas de mi pensamiento. A veces rezo o me quedo mirando el vuelo mínimo de una mariposa o el canto escuchando de un jilguero en la enramada. A veces hablo solo, mirando a los cielos, con peligro de que me descubran y...

...me devuelvan al manicomio.