47 minute read

RELATOS Y PROSA NARRATIVA BREVE

LA MODA DE LA ROPA ACUCHILLADA

José Ángel Cilleruelo

Advertisement

Georg Pencz. Retrato de muchacho sentado 1544

7 de noviembre, jueves 2019

En clase surge una pequeña controversia. Uno de los alumnos, quizá el que cuida con mayor esmero su indumentaria, es devoto de los pantalones caídos. Una moda que ocasiona algunos rechazos, pero que posee una innegable virtud: comprobar que

cada día se ha cambiado el calzoncillo, pieza que queda no solo entrevista, sino claramente visible. Les pregunto de dónde nacería esta moda y al unísono me responden que en las prisiones americanas. Me parece que no fue así, les digo. Mire Internet, me responden. Enciendo el ordenador y la pantalla, y emprendemos una pequeña búsqueda. En efecto, en un primer vistazo aparece esta explicación en una treintena de sitios web de treinta resultados posibles: «los reclusos de las cárceles de EEUU empezaron a llevar los pantalones caídos por la prohibición de utilizar cinturones, un arma potencial contra otros reclusos o para autolesionarse». Con un poco de paciencia abrimos las treinta páginas, en cada una de ellas copio y pego en un documento la frase donde afirma esta teoría del origen, y el resultado es sorprendente: treinta frases idénticas. Revistas de moda, sitios de divulgación —incluso histórica—, de curiosidades, de noticias, blogs personales… no solo repiten un mismo texto, sino que incluso lo ilustran todos con las mismas fotos y dibujos como hemos comprobado. Eso es Internet. Las certezas por repetición. O mejor, por clonación. A mí me gusta más, les digo, mi teoría. La leí hace años en la página de un periódico del que, a diferencia de la teoría expuesta en Internet, ignoro qué camino se puede seguir para recuperarla ahora. Tampoco me acuerdo de los detalles, aunque me pareció bien documentada. Más o menos la historia era así. En cierta época —he olvidado también la década del siglo XX— el ejército americano se deshacía de excedentes del vestuario de trabajo que en sus almacenes carecían de salida. Se trataba, en general, de ropas de tallas muy grandes que tenían un uso escaso, pero que quizá por las inercias burocráticas se fabricaban en igual número que las tallas corrientes. El caso es que de vez en cuando, en los mercadillos de Brooklyn y de otros barrios periféricos, aparecían a la venta unos tejanos de extraordinaria calidad a un precio ínfimo, que las madres de los suburbios obreros compraban para sus hijos, aunque estos usaran diez

números de talla menos. Al cabo de poco tiempo, centenares de jóvenes esbeltos y musculosos lucían por las calles unos fantásticos pantalones de la talla 45 que les resbalaban por la cintura y les sobraban por todas partes. Y esa excentricidad al poco tiempo dejó de serlo y se convirtió una década más tarde en una moda. De hecho, continúo la explicación, no es la primera vez que ocurre. Mi única obsesión en las clases es esta, entrelazar el presente con el pasado, aunque normalmente lo hago al revés, conecto formas y contenidos de la historia de la literatura con hechos del presente que el alumnado pueda reconocer enseguida, como Enkidu y Tarzán. El inicio del fenómeno de la moda en nuestra era, tal como hoy la comprendemos, se puede situar en el Renacimiento. Tras mil años de vestuario heredado y gremial, pues los medievales se vestían con el uniforme de su estamento o de su gremio, el siglo XVI revolucionó ideas y costumbres. De repente, cada cual quería vestir conforme a su propio criterio. No existen transformaciones ideológicas que no hayan prendido antes en los hábitos cotidianos. Se puede documentar esta manía obsesiva por el vestuario singular en algunos relatos de la época. Por ejemplo, el diplomático centroeuropeo Siegmund von Herberstein (1486-1566), que desempeñó 69 misiones fuera de su país y fue además autor de una obra notable sobre la vida en Rusia, escribió al final de sus días unas memorias en la que se ocupó casi al completo por describir con todo detalle cada uno de los trajes que se había mandado confeccionar. O el prodigioso caso de Matthäus Schwarz (1497-1560), contable de la familia de banqueros más importante de Alemania, quien a los veintitrés años encargó un retrato con sus mejores ropas y continuó haciéndolo durante los cuarenta años siguientes, hasta reunir una colección de 140 acuarelas con todo su vestuario al completo. Un conjunto que encuadernó en piel y denominó Libro de los Trajes. Título que a partir de entonces tendrían muchos libros de éxito.

Estos desafueros —que sin embargo no nos resultan tan extraños— documentan la ofuscación de las clases altas por su vestuario, pero el origen de los pantalones caídos no está relacionado con el gusto por la moda de las clases altas, claro, sino con un fenómeno paralelo entre las clases populares. Que también se produjo en el Renacimiento, quizá por vez primera. A lo largo del siglo XV paulatinamente el vestuario masculino se había ido ajustando más al cuerpo, de modo que a principios del siglo XVI se daba la circunstancia entre los soldados que el vestuario que obtenían como botín de las batallas que vencían, quitándoselo a los adversarios caídos o apresados, les resultaba inútil o incómodo si no coincidían las corpulencias de vencido y vencedor. Antes de renunciar a las ropas requisadas, de un gran valor en la época, a algunos soldados se les ocurrió acuchillarlas, para hacerlas más holgadas, aunque por la parte rajada aflorara el recubrimiento interior de la prenda —plumas, algodón u otros tejidos—; un color diferente que asomaba desde dentro de la rasgadura. Esta nueva costumbre causó sensación en la época y así otros soldados que no lo necesitaban acuchillaban igualmente las suyas como gesto de identidad. Calzas y jubones acuchilladas se extendieron como modelo que rompía lo monótono del vestuario común y pronto aparecieron en el mercado telas previamente acuchilladas. Y el paso siguiente tampoco se demoró. La ropa de lujo absorbió la innovación y los más altos dignatarios aparecen retratados en la época con vestuario en el que múltiples aberturas lineales dejan ver el tejido interior de las prendas. Para comprobarlo les muestro un par de imágenes. La primera, el retrato de Ottavio Grimani, Procurador de San Marcos, obra notable realizada en 1541 por el pintor veneciano Bernardino Licinio (1489-1549). Tanto el jubón como las calzas de su elegantísimo traje aparecen decorativamente acuchilladas. La segunda, el «Retrato de muchacho sentado» del pintor bávaro Georg Pencz (1500-1550), con dos motivos de moda, la casaca cubierta de pequeños rasguños que traslucen en

interior y el borde de la camisa blanca asomando por el cuello. La camisa era una prenda interior, como lo son nuestros actuales calzoncillos, invisibles por regla general en el vestuario externo. Pero en esta época empezó también la moda de estirar el cuello para que apareciera visible su borde ribeteado sobre el jubón o la casaca. Pero profe, me dice una alumna avispada, lo que nos ha contado parece que se relacione más con la moda de los pantalones rotos que con la de los pantalones caídos. Bueno, le digo, en eso tienes toda la razón. En la docencia es necesario errar en algo para que el alumnado descubra por sí mismo que ha aprendido.

José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) es escritor, traductor y crítico literario. Ha publicado obras en diversos géneros: poesía, relato, novela y ensayo. Entre sus últimos títulos se encuentran: en poesía: Tapia con mirlo (2014, Prensas de la Universidad de Zaragoza), Becqueriana (2015, La Isla de Siltolá), Cruzar la puerta que quedó entornada (2017, Polibea); en prosa, los diarios El pabellón dorado. Dietario de lugares, 2. (2018, Polibea), Almacén. Dietario de lugares, 1 (2014, Polibea) y la prosa aforística Lunáticos (2017, La isla de Siltolá). Incluido en antologías como La mirada (Antología esencial), Edición de V. L. Mora (2017, Fondo de Cultura económica), y La escritura plural (Ars poetica, Oviedo, 2019). Ha colaborado habitualmente con la revista Ágora.

EL ARREGLO PUEDE ESPERAR

Jesús Cánovas Martínez

LLevamos tres meses de confinamiento y nos estamos asilvestrando, esa impresión me da. Mi mujer Maru y yo, junto con nuestros dos hijos, Juanico, el niño, de cinco años, y, la niña, Virtudicas, de dos, constituimos una familia tipo. Eso dicen los hombres que saben. Maru y yo frisamos la cuarentena (Maru es año y medio menor que yo). Nos enamoramos cuando el arroz se nos había pasado un poco y, mayorcitos, nuestro noviazgo cursó de forma meteórica y enseguida nos vimos en el altar realizando los votos. Nuestro amor era sincero y sabíamos lo que queríamos. Trabajo en la construcción y, cuando pongo ladrillo sobre ladrillo y veo cómo gracias a mi destreza y esfuerzo se levanta una pared, soy feliz. Aplicado a la tarea silbo y canto, y es fácil que me arranque por soleares o entone Soy gitano de Camarón; entonces se arrancan también mis compañeros y me jalean con palmas, olés o ayes, según sea el caso. Lo paso bien en la obra, y si por casualidad en esos momentos de alegría canturreante se deja caer por ahí alguna chorba, le suelto un piropo de los galantes y le dedico unos requiebros flamencos, el duende que me acompaña y se expresa por mi voz rajada. He nacido para eso. La inactividad me está matando. Me largaron el primer día de la declaración de estado de alarma por la movida esa del coronavirus. Me dijeron que me fuera, adiós y que luego ya verían. De repente estaba en el paro, sin comerlo ni beberlo;

después me dijeron aquello de los ERTEs y que cuando pasara la movida seguiríamos. Cuando levantaba muros y me sentía algo cansado, soñaba con días de asueto en los que me dedicaría a no hacer absolutamente nada, tirado en el sofá viendo cualquier porquería que pusieran en la tele y bebiendo cerveza. Pensaba que la felicidad consistía en eso justamente: en no hacer nada. En no hacer nada hasta que me hartara de no hacer nada. Ahora que puedo decir que de alguna manera he realizado ese sueño, al cabo de estos tres meses, me he dado cuenta de que aquella ilusión felicitaria era una mera quimera. La felicidad no consistía en eso. Es otra cosa, algo indefinible que no puedo expresar o no sé expresar y que, conforme pasa el tiempo, se vuelve más inasible. A Maru le ha dado por recriminarme cualquier cosa a poco que se lo facilita la ocasión: Si hubieras sido... Si hubieras hecho… Si no fueras tan cabezón… Si hubieras estudiado… Si te hubieras preocupado más por tu familia… Si el copón… Si mi padre… Si mi madre… Todas las recriminaciones comienzan por el condicional antes de que se desencadene la matraca. Al principio ni les hacía caso, me divertían incluso; me entraban por un oído y salían por otro. Ahora me levantan dolor de cabeza, y antes de que Maru venga con sus retahílas me empieza a doler. Es cuando voy al dormitorio y me echo en la cama panza arriba; enciendo un cigarrillo, aspiro fuerte e intento calmarme. Pero enseguida entra Maru y comienza de nuevo. Me dice, al paso, que soy un irresponsable por fumar en el dormitorio, con dos niños pequeños en la casa, tus hijos, que si el cáncer por un lado y, por otro, que puedo prender fuego a las mantas, a las cortinas o a qué se yo. En lo que se refiere a la relación con Maru, mi vida se ha convertido en un infierno. Después de los disgustos que me da, me quedo frío y con mucho desasosiego. Ya no me apetecen siquiera los goces íntimos que suministra el amor. Cuando comenzó el confinamiento, nuestra sexualidad fue muy

estimulante. Hacíamos el amor a lo moro. Maru me resultaba altamente atractiva porque antes yo nunca la había conocido así; sus ojazos negros, resaltados por la mascarilla, llegaban a provocarme hasta cotas rayanas en el morbo. Imaginé que yo era el amo del serrallo y convertí a Maru en mi mora preferida. —¡Ponte la mascarilla Maru que vamos a jugar al serrallo! —¿Ahora? —Sí, ahora. —Si acabamos de jugar hace un rato… —¡No importa! ¡Tú ponte la mascarilla! —Bueno… Espera a que termine de acostar a Virtuditas y

salgo.

—¡Vale! Pero no tardes porque si tardas el moro te fustigará las nalgas. —¡Qué cruz, madre mía! ¡Y qué vicio! Pero de tanto hacer el amor con loco frenesí, día tras día, hora tras hora, caímos en la rutina; a esto se le añadieron los disgustos. Ya no me apetece hacer el amor. Prefiero pelármela solo.

La vida familiar no solo se ha deteriorado en la relación de matrimonio. Nuestros hijos se están volviendo respondones y eso agrava el clima de desolación en que vivimos, especialmente en mi caso. Juanico ha entrado en una etapa de negatividad que resulta alarmante. No, no y no, y mueve la cabeza de un lado hacia otro. Se enfurruña por cualquier cosa y me dice que soy un papá basuras. Juanico, qué dices. Lo que dice la mamá de ti, que eres un papá basuras y no ingresas dinero en casa. Eres un papá basuras, un fracasado, un inútil. Y si Juanico expresa una rebeldía absurda azuzado por su madre, no digamos la niña, Virtudicas, mi ojico derecho, la nena. Virtudicas no me llama basuras, me llama toto. ¡Toto, papá! Papá definitivamente toto. Toto, toto del pijo, eso es lo que soy. Este giro al insulto de mi Virtudicas, cuando antes me decía ¡Apo, papá!, definitivamente se debe al influjo de su madre. Maru pone

a mis hijos, a nuestros hijos, contra mí. Todo porque no entro dinero en casa. No es para tanto. Maru tampoco ingresa dinero. Ella es limpiadora de hogar y también le dieron pasaporte al comenzar la movida. Los dos nos hemos quedado sin trabajo. Gracias a que hemos sido gente ahorrativa, de aquí a unos meses no nos va a faltar, pero después qué. Esta pregunta me la hago con frecuencia. Quizá también se la haga Maru. Como tan solo me grita, no sé lo que piensa, aunque supongo que ella tampoco sabe lo que pienso yo. Sin embargo, el tema está ahí. Qué vamos a hacer, qué perspectivas de futuro tenemos. Y, la verdad, es que pensar en estas cosas me angustia. Prefiero no pensar. Ayer comíamos en un silencio sepulcral y de pronto me sentí triste. Juanico protegía su plato de sopa con el antebrazo, igual que si fuera un carcelario; Virtudicas, inocente, babeaba, y Maru contenía un gesto imperceptible de desilusión y desprecio; en sus ojos, aquellos ojos, negros e iluminados, que antaño tanta pasión me habían despertado, ardía un fuego sombrío. La sentí envejecida. Miré al techo. Una pequeña grieta lo cruzaba en zigzag. Pensé que con dos paletadas de yeso podía cubrirla. Sin embargo, me dije que no merecía la pena. El arreglo puede esperar.

Jesús Cánovas Martínez (Hellín, 1956). Catedrático de Filosofía. Poeta y narrador. En poesía ha publicado, entre otros libros, A la desnuda vida creciente de la nada, Kyrie Eleison, Transluminaciones y presencias, Estridularia, y los más recientes Otra vez la luz, palomas (2015, Col. Acanto, La sierpe y el laúd) y Convocada soledad (2018, Tres fronteras). En prosa, destacan la novela El quinto camino (2016, Ediciones Tres fronteras) y sus “tandas” de la serie narrativa Aires del sur (Diego Marín ed.)

EL SALUDO

José Belmonte Serrano

Se celebraba el acto de graduación de los alumnos de segundo de bachillerato que ya abandonaban el instituto después de seis intensos años. El director se dirigía a todos los muchachos, acompañados por sus padres y otros familiares. Era una celebración entrañable, a finales de mayo, mientras atardecía y los mirlos cantaban en los árboles de los jardines vecinos. Más de mil personas, vestidas para la ocasión, seguían atentamente las palabras del máximo representante del centro sin perder de vista a sus vástagos, que lucían corbatas, trajes y vestidos de una inusual elegancia. Cuando fue mi turno, como presidente de la Asociación de Madres y de Padres dirigí a todos unas palabras tratando de no ser en exceso solemne. Di las gracias a los allí reunidos por su asistencia y animé mucho, extrayendo citas de aquí y de allá –de Cicerón, de Gil de Biedma y de algún otro autor–, a estos jóvenes situados a un solo paso de la universidad o de otros estudios con los que conseguir un puesto de trabajo el día de mañana. Hablaba tratando de levantar la vista de vez en cuando hacia el público, que guardaba absoluto silencio, como si le estuvieran dictando un examen en el que les fuera la vida. Entonces lo vi. Desde el patio donde estábamos situados, observé que me saludaba desde lo alto de una de las ventanas del edificio. Al menos movía una de sus manos con una lentitud parecida a esas imágenes antiguas en blanco y negro que sacan de vez en cuando en la televisión, como esos judíos de los campos de

concentración que miran con ojos tristísimos, aunque resignados, al objetivo de la cámara, intuyendo el destino que les espera. Movía su mano derecha y parecía sonreír, aunque de eso no estoy seguro. Nos separaba una cierta distancia y me había quitado las gafas de miope para poder leer el par de folios que tenía sobre la mesa que habían instalado junto a una de las porterías del campo de fútbol. Tardé tres o cuatro minutos en concluir mi texto. La gente aplaudió y el director me propinó un par de golpes cariñosos en el hombro, agradeciéndome así que reconociera su labor ahora que estaba al borde de la jubilación. No esperé ni un segundo. Mientras aún resonaban las palmas, salí a toda velocidad como si me hubiera surgido una urgencia inaplazable. La gente se quedó mirando un tanto sorprendida, pero nadie dijo nada. Entré al edificio y subí las escaleras. Sabía que el aula en donde lo había visto estaba en el segundo piso e imaginaba cuál podría ser su ubicación porque yo ya había estado en ese mismo lugar hacía más de cuarenta años, cuando se inauguró el instituto. Más que correr, volaba sobre los escalones. Irrumpí en aquella vastedad solitaria sin ruido ni voces de niños. Las sillas estaban colocadas sobre las mesas, alineadas como soldados que van a pasar revista, para facilitar así la limpieza. No había nadie. Pasaron unos segundos sin saber cuál sería el siguiente paso. Me acerqué hasta la ventana y miré desde lo alto a esos cientos de personas que aún seguían en el patio, ahora algo más inquietas, deseosas de abrazar y besar, por fin, a sus retoños. El director, acodado sobre la mesa, encaramado sobre el micrófono, pedía calma y anunciaba, seguramente, qué actos vendrían a continuación. Y junto a él estaba yo, que miraba de reojo, con disimulo, hacia lo alto de la ventana en donde me encontraba. Me dio la impresión de que me dedicaba una fugaz sonrisa, pero no sabría asegurarlo. Repetí su mismo gesto y me di la vuelta. En la pizarra, en el mismo encerado de mis años mozos en aquel instituto, había un

mensaje escrito con tiza y con mi letra de entonces: “No me busques, me he marchado para siempre”.

José Belmonte Serrano es profesor de Didáctica de la lengua y la literatura española en la Universidad de Murcia. Director de la Revista Hécula, dedicada a la narrativa española e hispanoamericana contemporánea. Ha publicado un centenar de trabajos científicos en revistas nacionales e internacionales sobre autores españoles e hispanoamericanos, en especial sobre Arturo Pérez-Reverte, Andrés Trapiello y José Luis Castillo-Puche. En poesía ha publicado cuatro libros: Tan acostumbrados a morir (Madrid, 1983), Secretos de la Memoria (Madrid, 1989), El espejo de Larra (Murcia, 2003) y Se está haciendo de noche (Madrid, 2014). Es miembro de la Sociedad Española e Internacional de Críticos Literarios, vicepresidente de la Asociación Murciana de Críticos de Arte. En la actualidad es también crítico literario del diario La Verdad (Murcia).

ELLE

Antonio de Hoyos Ortiz

Intimissimi I

Tengo en la sala de estar de mi vivienda un rincón que me permite escribir en el ordenador sin apenas reflejos. La distribución del resto de los muebles está supeditada a esta cómoda situación. Por encima de la pantalla se ve la puerta de la habitación de invitados, que se ocupa de tarde en tarde.

Y aquella tarde escribía: “Los grandes progresos de la cirugía actual se deben, principalmente, al avance espectacular de la farmacología aplicada en la anestesia. Permitiendo al cirujano aplicar técnicas complejas, impensables hace muy pocos años…

Intimissimi II

…Leonor (Elle para los amigos) me interrumpió abriendo la puerta de su recién conquistada habitación, con una mínima y costumizada lencería, corriendo hacia” su” cuarto de baño. Hace años le dejé un juego de llaves y lo usa a su libre albedrío.

Cuando Elle viene a la ciudad por cuestión de trabajo, o huyendo de alguna quema, se instala en la que yo sinceramente le ofrecí como “su casa”. Interrumpido por el paseo de Elle, sabía que disfrutaría de “su salida del baño''. Lo hizo pausadamente con su magnífica lencería, ahora sí, plena de detalles…

Intimissimi III

…Moviéndose lentamente, me permitió disfrutar de la sensual forma de vestirse en “su” habitación de invitados. Cuando observó que la estaba mirando, dijo: “eres un voyeur y un lascivo”. —Por favor Leonor, ¿puedes cerrar “tu” puerta? — .

Desaparecido tras mi pantalla del ordenador intenté seguir con mi relato:

“…Permitiendo al cirujano aplicar técnicas complejas, impensables hace muy pocos años, como ocurre con la tecnología textil, al igual que la farmacológica, ha conseguido nuevos tejidos que han hecho posible texturas y diseños que hace muy poco parecerían imposibles”.

Antonio de Hoyos Ortiz es oftalmólogo, miembro de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia. Ha publicado relatos breves en diversas revistas literarias, entre ellas, Ágora, y realizado varios cortos cinematográficos.

UN CÍNICO EN SU CONFINAMIENTO

ANTONIO RUBIO LÓPEZ

Vigilia

Por fin explotó la bomba, se nota por el silencio glaciar que ha dejado a su paso, un silencio mortal, cristalino que se extiende por las calles de las ciudades, de las metrópolis, de los polígonos industriales, de los centros comerciales. Una bomba inodora e insípida que ha expandido un ejército de ciegos y estúpidos bichitos sin más misión que ocupar y pudrir toda carne que les dé cobijo. Ese es el enemigo, está en el aire, en el metacrilato de los paneles, en los rabos de escoba, en el pomo de las puertas, pulula por ahí esperando que una leve brisa le lance contra cualquier incauto que pase cerca. Hoy empieza el gran confinamiento, todo el mundo anda excitado, como en el juego del pilla-pilla, a ver quién puede escapar del virus, todo el mundo anda preocupado por lo suyo, y naturalmente la cuestión económica preocupa mucho, especialmente a los que viven de la actividad ajena, es decir, a los brokers de bolsa, especuladores, etc. Resulta patética esta especie sapiens sapiens que había creído encontrar la panacea en el paracetamol, puesta a prueba por un bichito que hasta un simple murciélago tolera. Y en el enorme trance aún anda más preocupada por la bolsa que por la vida. Los presidentes, monarcas, primeros ministros entienden que es la hora de ponerse solemne, nada sobrecoge más a la plebe

que la solemnidad. “Vamos a ganar esta batalla al coronavirus”… “that’s our goal , to fight the enemy” .. “c’est notre ennemi et on doit gagner cette guerre”. El caso es no perder el espíritu competitivo, valor crucial de este tiempo. Desde Corea hasta Estados Unidos impera el lenguaje marcial de siempre, como si se pudiera ganar la batalla a la muerte. Pero hay que fortalecer la moral de la tribu para evitar la desbandada y el caos. El mensaje es inmediato y los resultados inmejorables cuando se dispone de los mass media y la tecnología actual. El rebaño obediente se queda en casa.

Lectio

Esto ya ha sucedido antes y volverá a suceder— ... “Abril es el mes más cruel...” de la misma forma que llega la primavera y la despiadada lucha de las flores y las hierbas por abrirse paso a costa de otras. ¿Qué nos escandaliza entonces de la epidemia?, la humillación de conocer el enemigo y no poder hacer nada. El sometimiento a un orden natural y a su ciclo inexorable de vida y muerte. El hombre tecnológico del s. XXI lleva mal que una simple molécula de ARN desafíe el poder de su ciencia. El monje sabio en su celda sonríe cínico y murmura... “estos crédulos laicos no entienden ni aceptan que con el demonio hay que compartir mesa pero tener una cuchara con el rabo largo”.

Laudes

Cazatalentos de la empresa editorial auguran que esta pandemia como en las pestes medievales puede alumbrar una explosión de grandes talentos literarios. Así que todos estamos a la espera de un Bocaccio, un Dante o un Chaucer del s. XXI. De momento, por lo que a mí me llega a través de los nuevos canales mediáticos lo que si tenemos es una avalancha de producto en “tono cínico” donde chistes, visuales, ocurrencias, viñetas y comics de formato breve inundan las redes sociales a la velocidad

que permita el wifi. Mensajes de usar y tirar, de carcajada rápida y olvido fácil que nos hacen esta clausura más llevadera. Los episodios van de lo tierno a lo grotesco, y algunos tienen un aspecto conmovedor.

Tercia

La policía declara haber detenido un coche a las 3 de la madrugada por saltarse el confinamiento. El conductor alega que había salido a comprar butano, los agentes comprueban que efectivamente llevaba una botella en el maletero. Lo incomprensible de la historia es que el pobre hombre se derrumbara ante los agentes y aceptara pagar la multa. Una botella de butano es lo más respetable que un padre de familia puede salir a buscar a cualquier hora del día o de la noche.

Sexta

A una pareja la sorprende un guardia de seguridad copulando en un fotomatón de una estación del metro. Es probable que alguien encuentre morbo en el asunto, pero para este piadoso cartujo es mucho más dramático. Se trata de dos enamorados que al no poder tener un encuentro íntimo en ninguno de sus respectivos domicilios por la presencia de sus familias, y la imposibilidad de acceder a un hotel por estar clausurados, no tienen más remedio que buscar un escondrijo donde consumar la urgencia de su amor.

Nona

A la hora de la siesta el tiempo se detiene pero si no ha faltado un vaso de vino en la comida, a este triste y grotesco homínido le acuden deseos de folgar. Por causa de la pandemia, se desaconseja la distancia corporal. Los puritanos calvinistas estarán encantados de impedir una vez más que el pueblo llano se abandone a sus instintos básicos y se arroje en los brazos de Pan y olvide los peligros de la carne.

Vísperas

Sociólogos y tertulianos, es decir los notarios del porvenir afirman que cuando todo esto de la epidemia acabe nada volverá a ser como antes, que cambiaremos, que seremos más solidarios, que valoraremos más las pequeñas cosas, etc etc. ¿Se dan ustedes cuenta? No tenemos arreglo, siempre pensando que el universo gira en torno a nosotros, cuando en realidad para quien las cosas han cambiado es para las otras especies animales. Los perros se ven obligados a pasear ininterrumpidamente de la mañana a la noche acompañando a todos los miembros de la familia, las aves están desconcertadas por la ausencia del bípedo terrestre tan familiar, especialmente las palomas de las plazas que añoran el alpiste que les regalaban los niños y los turistas.

Completas

Ahora la de la guadaña no se enfrenta como en la Edad Media a un ejército de curas y devotos armados con cruces y jaculatorias. Ahora la batalla se libra en las UCIS de los hospitales donde se intenta mantener al enfermo ligado a la vida con un laberinto de cables, tubos y pociones más químicas que mágicas. Ahora nuestros héroes son los médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, y a ellos aplaudimos todos los días desde los balcones, y a ellos encomienda su fe el laico. Pero todavía hay algunos espíritus privilegiados que levitan un palmo por encima del suelo, que encienden velas y dicen oraciones a dioses más lejanos y cuyo poder solo ellos son capaces de atisbar. Este cínico monje en su confinamiento llegadas las ocho de la tarde solo se admira de que la primavera haya vuelto, que el sol aún no se ponga y que toda la naturaleza incluido él se sienta excitado “…de memoria y deseo” como en el poema de T. S. Eliot.

(Primavera de 2020)

LA TESIS DE JOTA

José Antonio Montesinos

LLegó un momento en que si no lo decía, reventaba. Jota odiaba a los perros y, por ende, a las perras. El suyo no era un odio irracional ni arbitrario, algo atávico de origen remoto. No. Jota explicaba a quien quisiera escucharle que había un sólido fundamento en esa aversión hacia los perros, un rechazo basado más en la observación atenta de la conducta humana que en la de los propios animales. Esta observación no fue, al principio, muy consciente por su parte. Veía detalles, apreciaba situaciones, colegía paralelismos, deducía coincidencias, demasiadas coincidencias… No se trataba, pues, de un estudio sistemático ni de un análisis metódico. Para Jota, eran simples constataciones que al principio le produjeron perplejidad, más tarde indignación y después cristalizaron en un auténtico odio africano, como el que se tenían entre sí las tribus de nativos de las películas de su ya lejana infancia.

Viniera o no a cuento, Jota sacaba el asunto en cualquier conversación, y desarrollaba su tesis con una pasión desmedida, como no entendiendo que ningún conocido suyo pudiera compartir, o al menos comprender, esa repulsión hacia los cánidos de todos los tamaños y razas. Son sucios, decía, transmiten enfermedades, provocan alergias, algunas razas de pedigrí tienen nombre nazi y su aparente obediencia y fidelidad

responde únicamente al instinto de supervivencia y al interés por mantener el bienestar de que gozan. Siempre, añadía Jota, actúan con una sabiduría aprendida durante siglos de sumisión y maltrato, de tal modo que lo que parece lealtad y cariño hacia sus dueños no es más que un método subrepticio para garantizarse el condumio, un techo donde retozar a sus anchas y un ser humano que los saque a la calle con regularidad a satisfacer sus necesidades fisiológicas más rutinarias. Jota también era consciente de que su tesis sobre el avance imparable de la hegemonía canina sobre la humanidad principalmente urbana no era muy popular entre las personas que frecuentaba. Muchos de sus amigos tenían un chucho en casa, y antaño él mismo había llegado a sentir cierta ternura hacia los cachorros más dóciles. Pero no soportaba las confianzas de esas mascotas que igual le olfateaban la bragueta que le intentaban follar una pierna en períodos de celo. Así que poco a poco empezó a concluir que se trataba, ante todo, de un mamífero aprovechado que había ido evolucionando desde un carácter utilitario y respetuoso hacia una conducta sibilina y despótica. Poco a poco también, dejó de frecuentar a los amigos que tenían perro, alguno incluso poseía varios perros confortablemente alojados en su domicilio. No es que le echaran mucho de menos, porque últimamente la suya era una charla paranoica y monotemática acerca de una presunta conspiración del canis lupus familiaris contra sus benefactores humanos. Claro que era consciente de que existen también perros que prestan grandes servicios a los hombres, pero Jota hacía hincapié en que esas cualidades solo las adquieren mediante entrenamientos exhaustivos, en los que se incluyen algunas violencias enérgicas necesarias para inculcar en esos cerebros de animales primitivos el comportamiento apropiado en situaciones concretas.

Jota vio corroborada su tesis durante la peligrosa pandemia que se extendió por el mundo como un reguero de pólvora. Un virus de procedencia incierta, aunque probablemente de origen animal –lo cual reforzó algunas sospechas de Jota–, indujo a los gobiernos de medio planeta a confinar a la población en sus casas. Ahí fue cuando Jota acabó de convencerse de la conjura en marcha: el confinamiento excluía durante períodos indeterminados a las personas poseedoras de perros con el peregrino argumento de que debían seguir haciendo sus necesidades fisiológicas (perros y perras) en la calle o en los pestilentes recintos habilitados por el municipio para semejante función. Esa excepción al confinamiento desató la consecuente picaresca de los dueños de los animales y los miembros adultos de las familias propietarias, que se turnaron durante horas para saltarse el confinamiento con la excusa de que el animal se meaba o se cagaba encima prácticamente en cualquier momento del día. Esa circunstancia, que Jota pudo observar en primera persona porque durante esa época tenía licencia para callejear al menos dos horas diarias por prescripción facultativa tras un percance cardiaco, le persuadió de que su tesis era irrebatible, y concluyó para sí mismo que los seres humanos estaban acapullándose a marchas forzadas en beneficio de sus mascotas caninas. Esa rebaja de la condición humana, esa pérdida de dignidad, concluía Jota, no puede acarrear ningún futuro halagüeño. Fue durante ese forzoso deambular por las calles semidesiertas de la ciudad de provincias donde residía cuando Jota cayó en la cuenta de que, al menos, algo habían cambiado las cosas desde cuando contaba quince o veinte años menos. Si entonces había que esquivar las deposiciones caninas en las aceras so pena de incorporarlas con su hedor inherente y duradero a las suelas de los zapatos, al menos ahora muchas personas, habiendo asimilado innumerables campañas oficiales sobre este asqueroso asunto, recogían el producto intestinal de sus canes, aún tibio y

tierno, en bolsas de plástico para depositarlo después en papeleras municipales. No todos los acompañantes de perros habían incorporado ese hábito de recoger las heces, pero al menos ahora las aceras no estaban pobladas de una mierda tras otra, lo cual no suponía que no hubiera mierdas de perro en las aceras, sino que eran más escasas porque cierta concienciación había ido calando en la gente. Jota también dedujo entonces la imposibilidad de mantener mínimamente limpia una ciudad de provincias como la suya, cuyas ínfulas de gran capital se desmoronaban con la simple contemplación de las calles y aceras de sus barrios periféricos, carentes de cuidados municipales, mientras el número de mascotas caninas continuaba creciendo incesante, como si quien careciera de perro estuviera peor considerado en la escala social. Existe detrás, cavilaba Jota, toda una influyente industria para alimentación y cuidado de las mascotas, las clínicas veterinarias se han multiplicado, y hasta hay peluquerías especializadas para el corte y limpieza del pelo de estos descendientes del lobo, una noble especie que, de ser posible, se sentiría avergonzada por la deriva acomodaticia y fofa de su ya lejanísima parentela. A Jota le reventaba todo aquello que observaba cada día, y hasta llegó a pensar que la gente había perdido la cabeza y que solamente él era consciente de aquella paulatina y permanente conspiración en marcha. Los perros y sus razas no habían tomado el poder por pura conveniencia y por mantener su calidad de vida, puesto que tenían a su disposición a quienes se creían sus dueños para satisfacer sus necesidades y caprichos. Que si el animal se apropia del sofá, que si acapara la manta eléctrica, que si ahora tira del cordón para husmear y depositar sus fluidos en aquel árbol mil veces meado por sus congéneres para marcar territorio, que si ahora le da por ladrar toda la noche… Ante estas situaciones, Jota a veces reaccionaba, cuando se le acercaba a husmearle los pies un perrillo sin dueño a la vista, con una patadita al animal, una coz enérgica pero sin fuerza, que

le salía casi espontánea, como un desahogo mínimo ante lo que él consideraba una gran injusticia sociobiológica que solo él era capaz de ver. Aunque lo tenía ya todo muy claro, Jota se vio compelido a acallar definitivamente su tesis y renunciar a divulgarla públicamente tras un incidente que acaeció durante el confinamiento aquel que duró casi cinco años, con algunas leves intermitencias, y del que nadie salió con la psique indemne. Como siempre con su salvoconducto médico, salió a la calle al atardecer, en la hora que mayor tránsito de perros y supuestos dueños había. A pesar de que procuraba evitarlos (a ambos), durante su caminata vespertina llegó a las inmediaciones de un parque y de pronto se vio rodeado de canes en actitud atolondrada y dudosa que le miraban con una atención sospechosa y la lengua fuera. Ninguno de ellos llevaba bozal ni tampoco había nadie al otro lado del collar sin cordel, mientras sus propietarios charlaban animadamente sobre la salud de sus mascotas y la conveniencia del corte de pelo de las mismas en primavera. En mala hora se le ocurrió a Jota tratar de alejar de su persona a aquellos animales sueltos haciendo ademán de agacharse a coger una piedra del suelo, como hacía a menudo de niño, cuando vivía en el pueblo, en los lindes de la huerta, y los perros corrían aullando antes incluso de arrojarles ningún proyectil. No terminó de acabar el gesto cuando uno de estos perros urbanos agrupados a su alrededor, el más pequeño y agresivo, ignorante por generaciones del significado de aquel movimiento antaño disuasorio, le propinó un mordisco en el calcañar que fue la señal para que toda aquella improvisada partida de descendientes domésticos del noble lobo recobraran como por ensalmo ciertos instintos ocultos que dejaron a Jota hecho un cristo justo antes de que los dueños abandonaran por un momento la tertulia y consiguieran sujetar a aquellos animales que por momentos

habían ignorado su condición de domésticos y la habían emprendido a dentelladas con aquel desgraciado. Y aunque mantuvo su odio oculto y sus convicciones intactas, fue a partir de entonces cuando Jota dejó de sacar a colación su tesis. Ni volvió a mencionarla.

José Antonio Montesinos nace cerca de Murcia hace varias décadas, que empiezan a ser muchas, dice; alterna estudios y trabajo de edición y periodismo, incluida alguna jefatura de redacción, con el desempleo. Dice también que escribe a veces cosas sueltas, como esta, que tampoco van a ningún lado. Lee, ve películas y camina todos los días por prescripción facultativa. Dejó de fumar hace poco, así que no le aprieten.

AMOR

PAZ HINOJOSA

Qué indefensión la de un niño dormido, qué expresión angelical tienen los dos. Los estoy mirando ahora, mientras duermen uniendo sus caritas porque las dos camas están contiguas, es tan pequeña la habitación, pero además a ellos les gusta así, juntos durante el sueño, igual que por el día, cuando juegan. Mientras los contemplo no puedo reprimir un beso en los mofletes del pequeño, tan mullidito todavía, con esas redondeces propias de un bebé, aunque haya cumplido ya cuatro años. También necesito darle otro al mayor, qué boquita más preciosa, qué pestañas tan largas. Cuando tenía solo meses y le sacaba a pasear me preguntaban los desconocidos por la calle si era nene o nena, le veían tan guapo y tan dulce que no sabían qué pensar. Qué más da el sexo del bebé, lo importante es la alegría de traer hijos al mundo y saber que son míos, míos los dos, qué orgullo, qué felicidad, es imposible explicárselo al que no haya tenido descendencia. Qué ternura me invade cuando los veo así, con los ojos cerrados. ¿Quién sería capaz de hacer daño a un niño? ¿Qué llevan en el corazón los que cometen esa atrocidad? Cuánto se han divertido esta tarde. Hemos probado la receta de la tarta que les dieron en el colegio, los he llevado un rato al jardín, cuando ha pasado el calor, y luego, tras la cena y el

baño, hemos leído juntos los tres, refugiados en el tipi del pequeño. Apenas cabíamos, pero nosotros disfrutamos así y es nuestro ritual antes de dormir. Sé que va a llegar el día en que ya no jugaremos juntos, ni compartiremos libros, ni nos contaremos historias. Voy a sufrir esa carencia, pero seré feliz cuando recuerde estos instantes de plenitud. Se han reído mucho cuando he empezado la guerra de cosquillas, y eso que no he querido prolongarla mucho, porque luego se alborotan y no pueden dormir. Pero me gusta verlos felices; no están sufriendo por nuestro divorcio, me parece. Tal vez el mayor se entere un poco más; es un niño muy sensible, pero no deja traslucir con facilidad lo que alberga en su interior. Eso sí, su mirada se ha iluminado esta tarde cuando le he besado en las mejillas muchas, muchas veces; luego le he repetido que es mi bizcocho querido y que me lo voy a tomar con mi café con leche a la hora de la merienda. El pequeño se ha acercado entonces a recibir su ración de mimos y me ha preguntado: - ¿Y yo qué, mamá? ¿Yo que soy? Tú-le he contestado-eres mi croissant calentito, recién salido del horno y te voy a untar mantequilla y mermelada. Los quiero, los adoro y podría pasarme así la noche en vela, contemplando cómo duermen y acariciando su cabello con mucho cuidado para que no se despierten. Sería un crimen interrumpir su descanso. ¿Con qué soñaran sus cabecitas? Por suerte para ellos no se despiertan con pesadillas como yo, cuando consigo que el sueño me venza. Y eso que me tomo todas las pastillas que me ha recetado la doctora y sigo los consejos del psicólogo para relajarme. Solo en algunos momentos, como esta tarde, cuando estoy con los niños, como ahora, consigo disfrutar de unos breves momentos de alegría. Pero nada consigue que me libere del odio que me ha invadido y que repta por mis venas hasta instalarse en

el corazón. Y en parte agradezco este sentimiento, porque es la fuerza que ha alzado mi vida y la ha puesto en pie. Hasta hace poco, pasaba las horas tumbada en la cama, como quien yace en un ataúd, intentando llorar sin conseguirlo, rumiando la pena, sin energía ni para lamentarme. Solo permanecía allí, inmóvil, rígida. Mi mente sí, mi mente entretejía lamentos y quejas contra mi destino funesto. El escaso aliento que me quedaba lo dedicaba a desear que volviera a mí, porque aún le amaba. No sucedió, claro, siguió con ella, con la mujer por la que me había abandonado. Tonta de mí, no sospeché de tantos mensajes de wasap, ni del trabajo por las tardes; se acumulaba la tarea, decía él, cómo no imaginé nada, si en tantos años con su cómodo horario de ocho a tres no había tenido que regresar nunca a su oficina después de comer. Algunas amigas mías me intentaron avisar: me lanzaban indirectas, desconfiaban, pero yo para mis adentros me reía: no le conocían bien, él era diferente, mil veces mejor que los demás. Sin embargo, me traicionó, a mí que lo dejé todo por él, a mí, que hasta me peleé con mi familia por su causa. Mi padre se oponía a la boda ¡Qué razón tenía! No le hice caso, sin embargo, y dejé atrás mi familia y mi hogar. A mi hermano…a él le he perdido para siempre. Tantas renuncias, tantos sacrificios, ¿para qué? Una parte de él no se ha ido, sin embargo. Sigue aquí, en los ojos del mayor y en la nariz del pequeño, o en la forma en la que los dos extienden el brazo cuando duermen. También cuando mueven las manos al hablar o cuando remueven el azúcar en el vaso de leche me parece ver de nuevo a su padre. Los genes no pueden negarse, asoman siempre. Me confieso a mí misma que me desagrada comprobarlo. Preferiría que no se trasluciera en mis hijos nada de él, del odiado. Ojalá solo mis rasgos se reflejaran en sus rostros. Eso sería más justo, puesto que yo los he traído al mundo, me he puesto de parto y los he amamantado.

Me pregunto cómo ha podido renunciar él a esto, a darles un beso cada noche antes de dormir, a velar su sueño y dejar pasar las horas así, mirando cómo de pronto se esboza una sonrisa en el rostro de alguno de ellos. ¿Qué sueño feliz le habrá alegrado esta noche? No creo que él los trate con el mismo cariño cuando duermen en su casa. Tendrá prisa por ir a compartir la cama con la otra. Aunque no sé, tal vez el rencor me esté llevando a ser injusta. Todo el mundo dice que es un buen padre. Los quiere, sí, a su manera pobre y escasa, pero no lo suficiente como para seguir con nosotros, no lo bastante como para no devastar con su marcha a nuestra familia.

Al muy egoísta eso no le importó, pero protestó mucho cuando le pareció que le dejaba pocos días para ver a los niños. Hasta mi abogada, en un aparte, me recomendó que no utilizara a los niños, que permitiera que se reunieran con su padre. Sí, tengo que admitir que él los quiere y que sufriría si no pudiera verlos. Pero deseo causarle mucho daño, herirle con un dolor inmenso y devolverle así algo de la desgracia que él ha traído a mi vida. Mentiroso, mentiroso. Cómo juraba que había caído presa de mi embrujo, cómo sonreía al llamarme hechicera y preguntarme por mis pócimas para conquistarle. En cuanto a ella…es fría y despegada. No quiere a mis hijos. Por eso no me quedo tranquila cuando pasan el día en su casa. A pesar de todo, intento fingir y comportarme como una mujer civilizada. Hasta un regalo de cumpleaños le he enviado, por medio de los niños. Eso me aconsejan mis amigas, me repiten a coro que muestre indiferencia y me resigne a la situación. Que no haga una tragedia, dicen. Lo que me sucede a mí también les ha ocurrido a otras mujeres y se lo han tomado con serenidad. No lo entiendo. No es posible que no las acometan oleadas de rabia como a mí, que no sientan en su interior los ríos de rencor a punto de desbordarse, que no experimenten una sed de

venganza imposible de saciar. No es justo que yo sea la única que sufre, mientras que él me ha olvidado y es feliz. Maldito dinero. Conozco su egoísmo y ambición; sé que parte de la seducción de ella, de la otra, consiste en la herencia de su padre y en la posición social que puede proporcionarles. Su vanidad y su avaricia le han llevado a abandonarnos sin que un solo remordimiento le torture.

Qué desfachatez, qué vulgaridad la suya cuando me ofrece una buena relación y me invita a que nos comportemos como amigos bien avenidos. Qué humillación me causan sus veladas sugerencias de que me busque otro amor, como si eso fuera posible, como si me quedara una brizna siquiera para entregarle a otro hombre, como si no me hubiera despojado de todo lo que fui y lo que soy para entregarme a él. Me asaltan nuevas oleadas de odio, desde las venas a las sienes a punto de estallar cuando lo pienso. Llevo en mi interior un pozo de resentimiento que no cesará nunca y un anhelo inmenso de herirle. Aun así, he conseguido adoptar un aire indiferente y le he ofrecido, glacial, mi mejilla para que la besara cuando esta mañana ha venido a casa a devolverme a los niños.

—Adiós, Medea, cuídate— me ha dicho cuando se ha despedido.

Paz Hinojosa Mellado es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia y trabaja como profesora de Lengua en el IES Miguel de Cervantes. Es autora del libro de relatos Poetas como dioses, publicado por La Fea Burguesía. Con anterioridad, algunos de sus cuentos y microrrelatos han aparecido en antologías colectivas. Ha obtenido distintos galardones en concursos literarios, entre los que destaca el III Premio Hucha de Oro en el año 2008.

TRES CUENTOS INFANTILES PARA ADULTOS, POR JUAN ZAPATO (desde Israel)

JULES

Hoy no te contaré un cuento, sino una historia que mi abuela Ángela me contó una vez sobre el autor del libro que estás leyendo, ¿te parece bien? —pregunto el papá a Amiel, que asintió con la cabeza y se acomodó en la cama dispuesto a escuchar el relato.

«Cuando la oscuridad de la noche es intensa, el azul azabache del firmamento parece total.

Jules camina llevado de la mano por Pierre hacia un campo abierto y allí se recuestan sobre el césped.

Ahora Jules, poné tu mirada fija al cielo y descubrirás luces infinitas.

Jules que no comprende totalmente las palabras de su padre, apoya su cabeza en el cuenco que forman sus manos tras el cuello y mira sin mayores expectativas. Al poco tiempo transcurrido, distingue las primeras estrellas sueltas a considerable distancia entre sí. Al rato se van sumando nuevos astros y el fondo azulado comienza a poblarse de figuras que parecían ocultas a primera vista y sus ojos se iluminan. Distingue colores más allá del blanco inicial. En cierta medida abandona el espacio terrestre y se encuentra como flotando en ese mapa celeste.

Pierre recostado al lado de Jules, permanece callado contemplando la fascinación de su hijo.

Esa noche Jules sueña con un viaje…, el viaje primero de la tierra a la luna».

*

«Al albor de un nuevo día Jules, Paul y sus hermanas junto a sus padres desayunan y sin acabar de beber la taza de leche, toma del brazo a su hermano y salen corriendo rumbo al colegio. Jules no quiere llegar tarde, ese día tiene clases de geografía y de canto.

De regreso a casa su caminar se hace más despacioso ante unas notas de piano, gotas de música. Sin ver al anónimo pianista, puede sentir sus dedos como presionan las teclas, exprimen el aire y lo transforman en melodía.

Jules no recuerda de ese día en que momento traspasó el umbral de su casa transportado por aquellos acordes.

Aquella noche soñó que era el aeronauta de un redondel y surcaba los cielos de París».

«Finalizado el año escolar, Pierre regala a sus hijos varones una balandra con vela. Entre Jules y Paul planifican una travesía por el río que intentará alcanzar la costa del faro del fin del mundo.

Pero no satisfecho con la idea, Jules propone a su hermano modificar aquel balandro para que no se limite a surcar las aguas sino a explorarlas en sus profundidades y recorrer veinte mil leguas.

Paul se deja absorber por la imaginación de Jules, pero a diferencia de este es más un espectador, será su primer lector al

transcurso de los años y sin saberlo ambos, protagonistas anticipados al París del siglo XX».

—Papá me gustó la historia de Jules, aunque no comprendí todas las palabras, otro día me las explicas, ya tengo sueño.

TERRÓN DE AZÚCAR

Estábamos todos formados y esperando, y Mariano empujándonos hasta que la seño Emma le llamó la atención. Mariano es el más divertido de todos y aunque la seño siempre lo reprenda, me parece que lo quiere y creo que todos lo queremos porque es Mariano, él es así, Má.

Y me tocó el turno a mí de entrar en la enfermería, estaba Shosh la enferma con su sonrisa habitual y le dijo mi nombre a una señora que anotaba en la Libreta Sanitaria y la sellaba.

Un muchacho que también tenía delantal me llamó: —¿Así que vos sos Amiel? —Y le respondí con la cabeza, si ya sé Má que hay que contestar con palabras, pero te cuento que estaba un poquito nervioso y vi que puso unas gotas sobre un terrón de azúcar y me dijo: ―No te asustes, no hay pinchazos, solamente abrí la boca y dejá que se te disuelva con la saliva como un caramelo y listo, ya te podés ir.

Cuando salí le tocaba entrar a Mariano y me preguntó: —¿Y duele? —Yo todavía tenía parte del terrón en la boca y no pude responderle.

BOLA DE NIEVE

Las primeras lluvias, la luz tenue de la tarde, las notas sentidas del piano y la pronunciación de los versos, acompañan los giros del disco de una melodía que se resquebraja de tantas veces escuchada y él sentado en el sillón dando composición al otoño que ha llegado.

Despacito y sin notarlo, Amiel se aproxima y por detrás abraza a su padre y le da un beso y le dice: —Papá esta es la canción que solías cantarme cuando era pequeño y no me podía dormir. El padre gira y toma a Amiel por su grácil cuerpo y lo apoya sobre su regazo.

—Sí, era esta canción.

—No sabía que tenías un disco y ¿cómo se llama? y ¿quién la canta?

—Se llama «Arroyito de mi casa» y la canta su autor «Bola de Nieve».

—¿Bola de Nieve? –Amiel sonríe y mueve la cabeza como para reafirmar su duda.

—Su nombre verdadero era Ignacio Jacinto Villa Fernández, era cubano y cuentan que fue bautizado así por una famosa cantante que al escucharlo interpretar el piano una vez, lo invitó a que la acompañase en sus giras. También dicen algunos que de pequeño como vos, los chicos solían llamarlo «Bola de fango» o «Bola de trapo», quizá porque era un negrito gordo. ―Amiel

sigue con sus ojos bien abiertos el relato de su padre y pregunta: —Pero no canta, habla Pá.

—No canta ni habla, interpreta. Así se llama cuando alguien se expresa con sentimiento. Te lo pondré nuevamente para que puedas apreciarlo, es como si nos contara la historia, ¿comprendes?

El padre se incorpora y levanta el brazo del tocadiscos y apoya la púa sobre el sendero del tema elegido y los acordes comienzan a inundar nuevamente la sala. Vuelve junto a su hijo y lo toma por detrás del hombro y lo arrebuja con su brazo. Sí el otoño ha llegado.

Tres relatos de una serie de cuentos infantiles para adultos.

Juan Zapato. Es el último habitante de la Torre de Babel. Escritor y editor de origen argentino. Vive en Nahariya, Israel. Como poeta ha publicado Juglarias... Un poeta en Israel. Impulsor de la editorial La Torre de Babel, cuyos libros comienzan a distribuirse y conocerse en España. “La Torre de Babel Ediciones es un proyecto editorial independiente, que propone la divulgación de autores israelíes contemporáneos, que escriben en español. Somos una editorial israelí, que encaramos nuestro trabajo, rescatando la filosofía original...” Mantiene una web, donde se puede seguir la información: Juan Zapato el último habitante de La Torre de Babel: https://latorredebabel.wordpress.com/

CINCO MICRORRELATOS DE ANNA ROSSELL

(FALSA) PARADOJA

Sonrió con ironía al percatarse: en la manifestación había perdido un ojo, pero ahora lo veía todo con mayor claridad.

LA NOTICIA

El infarto lo fulminó cuando en la edición de la mañana leyó su esquela en la sección de necrológicas. Él siempre había sostenido que aquel diario tenía buen olfato para las noticias.

AMINA

Un golpe brutal en la frente fue la primera sensación que supo distinguir del pánico que se había apoderado de ella hacía meses desde la sentencia. La pedrada le recorrió el cuerpo, aprisionado en la tierra, como una descarga eléctrica. Se le nubló la vista y el corro de hombres airados a su alrededor empezaba a desvanecerse cuando una lluvia interminable le acribilló la cabeza y la dejó sin rostro. Apenas oía los insultos. «La niña, la niña», pensaba. Deseó no haber nacido, no haber traído a la niña al mundo. El gentío se había marchado y los primeros buitres planeaban.

VOLVER A EMPEZAR

Todo quedó arrasado. El huracán había barrido extensiones inmensas y el desplazamiento del eje había hecho el resto. Nadie se había tomado en serio el más que anunciado calentamiento de la tierra. No era posible que fuera él el único superviviente. Entre las ruinas, una hoja impresa de papel fino había quedado milagrosamente intacta, y se acojonó cuando creyó captar por primera vez el verdadero sentido de aquellas palabras: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza.

WHATSAPP

María estaba harta de los bromistas que no paraban de incordiarla enviándole chorradas al móvil. Desde luego había gente para todo, pero el último mensaje ya era el colmo: tía, te digo q stás preñá. A. G. ¿Quién había de saber mejor que ella si estaba embarazada o no? ¡Nunca se había comido un rosco! ¿Y quién sería el imbécil que firmaba con aquellas iniciales y se permitía meter las narices en su intimidad? Sin embargo, ya no volvió a acordarse de aquello hasta que, tres meses más tarde, la ginecóloga sentenció que la ecografía no dejaba lugar a dudas: lo que se veía en la pantalla era un feto.

Al oír el diagnóstico se quedó muda. La noticia la turbó profundamente. No recuperó el sentido de la realidad hasta pasadas unas horas: ¿Cómo se lo iba a explicar a Pepe?

Anna Rossell