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Gregorio B. Palacín Iglesias

La realidad prueba que millares de jóvenes siguen una enseñanza que no responde ni a sus “capacidades” ni a sus vocaciones. Se dice con frecuenta que a estos o aquellos estudios solo deben llegar los jóvenes que tengan “capacidades”, como queriendo justificar los fracasos, con errores o deficiencias imputables al muchacho. Razonablemente esto es admisible solo en principio. Todo niño tiene posibilidades que el sistema de enseñanza debe aprovechar y orientar. Si no se hace así, esas posibilidades no se transformarán en realidades útiles al individuo y al grupo social. El problema cobra trascendental importancia durante la adolescencia. Pero ocurre que es muy difícil conocer las “capacidades” de quien acaba de cruzar el umbral de la etapa vital más compleja, en la que, precisamente, se le obliga a orientarse hacia unos u otros estudios. Es verdad que diversas pruebas o test: de inteligencia conceptual (comprensión, invención), de juicio crítico, de comprensión moral, de inteligencia abstracta, de inteligencia mecánica espacial, etc., permiten conocer con aproximación las aptitudes de un individuo en un momento dado. Pero esas aptitudes o “capacidades” están sujetas a una evolución cuyo proceso no se puede prever. En la mayoría de los casos el niño pasa de la escuela primaria a la media: secundaria, secundaria especial, cursos complementarios, etc., de una manera automática, sin una previa exploración de sus “capacidades”. Cuando el interesado ha hecho varios años de estudios comprende que su vocación o sus aptitudes no corresponden a la clase de enseñanza que recibe. Es necesario orientarse de nuevo, con lamentable pérdida de energías y de tiempo. ¿Tiene la culpa el joven? ¿La tienen los padres? ¿o es más bien atribuible a la organización de la enseñanza? Es obvio que orientar la formación cultural y profesional del adolescente tomando como definitivas y permanentes las “capacidades” y vocaciones que manifiesta al hincar esa etapa


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