Política y religión

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POLÍTICA Y RELIGIÓN LIC. ERNESTO ARRACHE HERNÁNDEZ



LIC. ERNESTO ARRACHE HERNÁNDEZ

PRESENTACIÓN PRÓLOGO

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ocos países tienen una historia con las características de un pasado sincrético como el de México, lugar donde el gran laboratorio de la historia escenifica experimentos reproducibles en otro lugar. Una sociedad eminentemente religiosa y fanática de sus creencias a través de más de tres mil años y que apenas intenta tener una experiencia política de escasos doscientos años. Ante este reto, Ernesto Arrache se sumerge en ese laberinto enfatizando con su cabal pluma en “Política y Religión” las consideraciones sociales que representa el enorme compromiso de planear, elaborar y exponer al público tan importante tema.

Para el lector, el presente trabajo es una invaluable oportunidad de conocer a México bajo la lente intelectual y directa de un escritor experimentado en el ensayo y texto histórico, que le demuestra a su patria, con amoroso rigor y respetuosa franqueza, una temática que tradicionalmente ha causado escozor en los espíritus frágiles, una temática que es uno de los paradigmas a los cuales todavía se enfrenta el espíritu de México. De una soberbia y exhaustiva búsqueda de fuentes verosímiles, de un recorrido lógico a través de sucesos, ideas, personajes y conflictos apegados todos a una estricta y disciplinada cronología, sin soslayar ningún elemento histórico necesario, son las garantías para el lector que es llevado sobre una temática que con el mismo cuidado evita el culto a ideas, momentos y personalidades. “Política y Religión” nos llevan a imaginarnos un libro conflictivo: nada más alejado de esa realidad. La cultura mesoamericana se formó y civilizó

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con poderes eminentemente teocráticos; después ocurrió una conquista militar con tintes del mismo modo teocráticos. Así, en ese caldo de cultivo social comienza a desarrollarse lentamente el quehacer de la política, con influencias extranjeras monárquicas, imperiales y liberales, situación que ha llevado a México a una lógica y eventual resultante de confrontaciones, que no son otra cosa que la búsqueda de la madurez para poder acceder a niveles sociales más evolucionados, incluyentes y respetuosos de las ideas, como el autor aclara, “Crecer duele”. Inmerecidamente tengo la oportunidad de escribir el prólogo a una obra de una guanajuatense ilustre, que vio la primera luz en el altiplano y desarrolla toda su vida en el bajío y que por propio esfuerzos y permanente agradecimiento a sus maestros y a su alma mater logra el reconocimiento público de ciudadano ejemplar. Así mismo, las instituciones que auspician la obra se benefician del intangible honor de la misma. Hipócrates nos hereda cinco máximas. “La vida es corta”, el inquieto espíritu de Ernesto Arrache nos demuestra que en esa minúscula estribación del ser, llamada vida, se es capaz de sustituir la inmanencia por la transcendencia, por la obra heredada al hombre. “El arte es largo”, aquí el autor demuestra con sencillez su permanente dedicación al tema de su pasión, con relevante reconocimiento y respeto a la dimensión de la cultura universal. “La oportunidad fugaz”, el deseo perenne de comunicar las ideas y no quedarse sentado a descansar en la atmosfera e invernadero del ocio que sólo paraliza y cultiva la ignorancia y el retroceso. “La experiencia falaz”, la honestidad para reconocer las limitaciones propias y el hecho de que siempre podremos mejorar lo realizado en el pasado, esto por sí mismo es una visión del futuro. Por último, “El juicio crítico”, aprovechar la madurez para mantenerse incólume entre los acontecimientos que dan temperamento a la historia y poder narrarla con las pulsaciones precisas para evitar el desbordamiento de la pasión. Aprovechamos la oportunidad de sumergirnos en la letras, renglones y párrafos que, uno a uno, nos permitirán construir, si no definitivamente nuestro criterio en política y religión, si añadir sin duda un tabique más a la construcción del ser del que somos responsables. Pedro Ardines Limonchi

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Para empezar

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os clásicos ubican el origen de la política en el periodo neolítico, en las primeras organizaciones tribales para la defensa común y la sobrevivencia de la especie. El poder lo ejercía el más sabio o el más fuerte de manera absoluta; la consulta sobre las prioridades del grupo sería el inicio de la democracia, pero es claro que para empezar el mando lo ejercía, en una jerarquía simple, una sola persona. Este modelo, con sus variantes y avances, perduraría desde el origen de las civilizaciones hasta la revolución francesa, con la declaración de los derechos del hombre y la duda de si los monarcas eran los mejores, por superior conocimiento o por fuerza, para gobernar. El concepto de la religión, la necesidad de relación con la divinidad, nace muy poco después, si no es que antes, que el principio del poder. Es un conjunto de creencias mágicas, prácticas y temores existenciales frente a lo sobrenatural y lo desconocido, lo mismo en la intimidad de las personas que en la colectividad. Se trata de un proceso en el que la liturgia y los ritos involucran al grupo en una esperanza común, que ordena la realidad en categorías y prioridades para la supervivencia en éste y otros mundos. En algún momento temprano de las primeras civilizaciones se mezclan ambos conceptos, la religión y la política, la necesidad del regreso al creador o a los fenómenos de la naturaleza con la otra urgencia de la convivencia social y su añadido, el liderazgo. Desde las primeras formas de organización colectiva hasta la fundación de los imperios y el desarrollo de la cultura, entendida como todo aquello que el hombre

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añade a la naturaleza, la religión y la política moldean la historia de la humanidad. Lo mismo en la idea primitiva de que Dios delega la autoridad en un clan o en una persona para convertirlo en dueño absoluto de vidas y haciendas, que en la modernidad de las democracias, donde se trata de separar el ámbito de lo terrenal y material de lo divino y lo espiritual. La palabra política tiene su origen en el griego. La etimología sintetiza lo relativo al ordenamiento de la ciudad, la comarca o la nación; es la actividad, el proceso de dirigir las funciones del gobierno para beneficio de la colectividad; el trámite para la toma de decisiones tendientes a la consecución del objetivo del grupo, sea el primario y fundamental de la supervivencia que otros más prácticos como la dotación de servicios y recursos indispensables. La política parte de la comuna, de la primera organización tribal, pero se desdobla y se perfecciona en el sueño del gobierno mundial, todavía vigente en los terrenos religiosos, lo mismo en el caso de la iglesia católica que en otros credos como el de los musulmanes, para quienes desde una teocracia que funde lo religioso y lo político en un determinismo en el que todos los que no profesan la fe en Mahoma son infieles. La religión como un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas, tendría una etimología latina, el re ligare, que engloba a todo un complejo sistema de símbolos vigorosos, penetrantes y duraderos que ordenan, motivan y dirigen la conducta humana con códigos de ética y de convivencia a partir de una gran variedad de herramientas y recursos: las tradiciones, escrituras, mitologías, fe, credos, experiencias místicas y un enorme caudal de conocimientos esotéricos, siempre con la misma necesidad de darle sentido a la existencia, una explicación del mundo material, de su origen y su destino. Alrededor de las definiciones de lo político y lo religioso, la primera es un proceso para el ejercicio del poder en relación con un conflicto de intereses que tendría en la guerra su máxima expresión o su negación; enfrente, la política es el arte de lo posible, la voluntad de obrar en sociedad a partir del poder como herramienta para el beneficio colectivo. En su natural evolución, el poder como el principio y el objetivo fundamental de la política, toma la forma del acuerdo como decisión

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colectiva, de fuerza en el uso de medidas coercitivas o la amenaza de su utilización para imponer las decisiones. En el mismo esquema, el conjunto de creencias religiosas con rango de cultura y presentes en los instrumentos de la organización social en principios constitucionales, convierten la norma en dogma, principio inmutable ajeno a la voluntad y capacidad de entendimiento humano para la construcción de un poder alterno, no siempre de beneficio colectivo sino de redención, con recursos que moldean a la sociedad en el acatamiento de la autoridad desde una perspectiva moral y un conjunto de valores casi siempre coincidentes con la organización social. El arranque

La política y la religión, como dos caras de la misma moneda, están presentes a lo largo de la historia de México y en el centro del debate de la agenda contemporánea. En la ley se establece y se enfatiza la separación de la Iglesia y el Estado, pero las reglas no alcanzan a dilucidar la estrecha relación entre la religión y la política en el curso de los asuntos cotidianos. Mientras que el funcionario se rige por la norma y el clérigo por el dogma, en esferas de competencia que no deberían mezclarse, se entendería que ni la religión debe politizarse ni religionarse la política y sin embargo, ocurre cotidianamente. La necesidad de la religión se entiende desde distintas disciplinas porque muellea la conducta, le da cohesión al edificio social, es el cemento que une los ladrillos de cualquier edificio, mientras que la política conduce, facilita y aceita los acuerdos en beneficio de la colectividad; una es la íntima convicción de lo bueno y lo malo, la esfera de lo privado y otra la de lo social, donde el derecho de uno termina donde empieza el del otro; en los fundamentos, la política es diálogo mientras que la religión es obediencia y la diferencia más contudente es que la política es útil para esta vida, mientras que la religión es indispensable para la otra. La confusión de los términos, la percepción más general es que tanto la religión como la política son formas de control, al punto de que es difícil concebir a la una sin la otra por su permanente relación y actuación en la sociedad con diferencias apenas de matices;

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coinciden en el tiempo, pero sus objetivos son distintos: una persigue el bien común, la solución en el aquí y el ahora, mientras que el fin último de la otra es re ligar, volver al creador sin condiciones de temporalidad, sin tiempo y sin espacio, como lo entiende el concepto de la reencarnación. Las funciones de los politicos y los religiosos son distintas en su relación con los ciudadanos y fieles; el funcionario trata de persuadir, de convencer y atraer a una idea o proyecto; el empresario que toma partes de lo religioso y lo político, administra, organiza, promueve; el militar, como figura en la que se funden necesidades de toda organización social, castiga, sanciona, ordena; el sacerdote perdona y absuelve, suaviza y endulza. Las cuatro tipologías de la autoridad tendrían bien definido y reglamentado su ámbito de competencia, en el Estado de Derecho, con principios fundamentales de rango constitucional como el de la libertad de conciencia y en las reglamentaciones respectivas. Es de la religiosidad de donde parten principios y tradiciones de la práctica común con la política. Antes que en las campañas electorales, donde se acuña el concepto de la propaganda, el gran tercer apartado de las ciencias de la comunicación, donde la publicidad tiene su retroalimentación en la venta y el periodismo en la información y la inducción a corrientes de opinión, queda el propagare de los latinos para persuadir y convencer de una idea política o religiosa. Antes de que en la antigua Roma surgieran las pancartas, los carteles pidiendo pan, el culto a las divinidades ya se daba en formas mucho más elaboradas en la liturgia de los templos, sus rituales se reproducian en el despoblado antes de cada batalla, siempre en busca de los buenos augurios de los dioses. Muchos serían los ejemplos de la bondadosa y productiva asociación de la religión con la política, empezando por Constantino en el año 313, que resuelve en sociedad con el cristianismo un conflicto que amenazaba desde adentro al imperio romano. Al contrario de sus predecesores, que los combatieron, reconoció de facto que éstos habían asimilado la cultura romana, utilizaban la infraestructura del Estado para sumar fieles aun en las legiones y en la burocracia, actuaban clandestinamente y bien organizados -lo que agregaba mayor interés a la

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secta-, se habían convertido, en defensa a la salvaje persecución, en un Estado dentro del Estado. Por la vía de un edicto se concedió a todo el imperio libertad de culto y más tarde el emperador reclutó a los obispos cristianos, hombres probos y respetados en sus comunidades, para la recaudación de impuestos que menguaba por la corrupción, además de otras delicadas funciones en el gobierno, lo que se traduciría con el tiempo y el añadido de la poderosa convocatoria al amor, en una fusión donde la cristiandad hizo suyo el proyecto del gobierno mundial que se alejaba para el imperio en decadencia. Pero también la historia ha demostrado hasta la saciedad que la administración o el gobierno con criterios dogmáticos, característicos de toda religión, no son exitosos porque en el implícito concepto de conservar, de negar lo que pueda existir en el futuro o más allá del territorio, atrasa y retrasa. Otro concepto similar sería el de las teocracias vigentes todavía como en el caso del Islam, donde la autoridad del sacerdote reemplaza a la de los políticos y aún a la de los militares, sin importar que las naciones no puedan resolver sus problemas fundamentales porque se supeditan al culto o las guerras santas, tan sencillo como que a mayor sufrimiento en esta tierra, mayor gloria en el más allá; o el concepto que cada religión acuña del vahala, el paraíso, el otro reino, el de los cielos, porque con distintos matices, para todos el infierno es el inframundo, la oscuridad en las profundidades de la tierra, la tumba como maldición colectiva. El uno de diciembre del año dos mil, en sesión solemne del Congreso de la Unión, Vicente Fox Quesada asumió formalmente el cargo de presidente de la república; sus hijos llevaron como ofrendas un crucifijo y un estandarte de la Virgen de Guadalupe para añadir un componente religioso al ritual republicano que simboliza el cambio del poder en el traspaso de una banda tricolor con el escudo nacional. Fue un desplante simbólico que irritó a jacobinos y esperanzó a la derecha sobre un posible regreso de la política a los viejos cauces de la eterna disputa entre liberales y conservadores. Lo que sucedió en el sexenio de la decepción es conocido. En el plazo de un año se agotaba en la frivolidad, la confusión y la impotencia la expectativa del cambio prometido. Vicente Fox no fue el caudillo de

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las nostalgias cristeras ni el redentor de las causas sociales que detonara don Miguel Hidalgo y Costilla. La manipulación de los simbólos históricos en la ceremonia republicana del año dos mil sólo fue escenografía, propaganda de ocasión. Peor todavía, las demás insinuaciones del regreso histórico de la conserva, con el águila mocha como escudo nacional en todos los documentos oficiales; el reemplazo de la epístola de Melchor Ocampo en el ritual religioso por un poema infantil de amor conyugal intrascendente, y muchas otras señales que redujeron la parafernalia liberal de la politica, finalmente dieron paso a una nueva figura de complicidad en el poder: “la pareja presidencial”, el matrimonio con el que se conmemoró el primer año de la histórica gesta democrática que por la vía del sufragio terminó con los 70 años de gobiernos priístas; pese a todo el poder metaconstitucional acumulado en la figura presidencial, “la pareja” toparía con el clero para montar una boda principesca, calculada para disparar los índices de popularidad que tan penosamente construyen los presidentes mexicanos. El papa Juan Pablo II, tan cercano y conocedor de la historia mexicana, al que en el primero de sus cinco viajes, al mencionarle la numerosa grey de Los Angeles California, comentó: “Ah si, ese territorio que fue de México”, no dijo que no pero le dio largas a la petición que se le planteó como un problema de Estado, la anulación matrimonial de las anteriores bodas de la “pareja presidencial”. El papa, heredero de todo el bagage político y diplomático acumulado en dos mil años de historia de la institución religiosa, se tardaría todo el sexenio mexicano y lo que quedaba a su pontificado para obsequiar las anulaciones matrimoniales a Vicente Fox y Martha Sahagún, la única opción eclesiástica para volverlos a casar en el seno de la santa madre iglesia, con lo que se frustró el gran espectáculo. Al final el costo fue muy alto; el Tribunal de La Rota concedería la anulación al ya ex presidente por motivos de salud, tres peritos sicólogos y siquiatras no lo consideraban apto para la vida en pareja y se entiende que, por la gravedad de su enfermedad, mucho menos para gobernar. Francisco Martín Moreno, en el último de sus textos de reflexión histórica “México ante Dios”, relata un pasaje poco conocido de la abjuración de Porfirio Díaz a sus juramentos constitucionales. En el mismo predicamento amoroso de Vicente Fox y en plenitud de su poder, por

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los días en que el dictador podía telegrafiar al gobernador de Veracruz (Germán Dehesa) “mátalos en caliente” cuando éste pedía instrucciones acerca de lo que debería hacer con unos dirigentes obreros que organizaban huelgas, se tuvo que rendir ante la jerarquía eclesiástica. Técnicamente vivía en pecado mortal por haber jurado la Constitución de 1857 y no podía contraer matrimonio con su sobrina que agonizaba y que como última voluntad le pidió matrimonio para no morir en pecado. La ceremonia discreta, en artículo mortis, igual que sucedería a la pareja presidencial del dos mil, tuvo que recurrir a la más alta jerarquía católica para aplacar conciencias y en razón de dos conceptos que están siempre presentes en la historia de México, en los grandes hechos históricos de las revoluciones, las angustias de los gobernantes y en los repliegues de la vida cotidiana: la religión y la política. Religión y política

En un texto anterior, la reflexión a lo largo de la historia de México fue la confrontación de poder entre el clero y el gobierno, las relaciones no entre la Iglesia y el Estado, sino las disputas sonoras y violentas de los hombres que dirigieron esas instituciones que tienen en común sus componentes esenciales de población, territorio, estructura jurídica, cultura común y gobierno. La confusión de los términos para el consumo popular y la disputa del poder en las cúpulas, unas veces económico, social y político, no se explicaría sin la profunda raigambre de lo religioso atrás del orden social y cultural que atiende la política. Para don Lucas Alamán, la historia de México inicia no con la independencia, sino con la conquista, la fusión de dos pueblos y dos culturas; para los clásicos, el concepto de nación parte de la ruptura con la metrópoli. Sólo en este concepto las interpretaciones del inicio conducen al rescate y a la valoración de una formidable acumulación de valores que abarcan todo el conocimiento de lo filosófico a lo estético analizado y explorado desde muy distintas disciplinas. Menos pretencioso, este ensayo busca en el trayecto el componente religioso y el político que explica de manera más sencilla hechos y pasajes de la historia, decisiones controvertidas o inexplicables de los caudillos y argumentos que no se consignan en los textos, pero que subyacen entendibles para el lego ajeno a los rigores del historiador, del antropólogo, los sociólogos y los políticos.

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Sin observar el espacio ambiente de la profunda religiosidad de los pueblos mesoamericanos, no se entendería la facilidad con la que unos cuantos españoles consumaron en pocos meses la conquista. El asalto a la gran Tenochtitlan, el Corazón del único Mundo prehispánico, fue la última de otras grandes batallas previas que se libraron en el terreno fatal de la cosmovisión tenochca que tenía anunciado su fin con el regreso de Quetzalcóatl, la divinidad derrotada que había prometido regresar; en la intriga y la promesa, la política como la mejor herramienta de que se valió Hernan Cortés para aprovechar la división entre la hegemonía de la Triple Alianza con los pueblos sojuzgados del altiplano y los que amenazaba en el resto del continente. Don Samuel Ramos, en su “Perfil de la Cultura en México”, rescata en la misma retrospección histórica elementos y rasgos de la idiosincracia para explicar las raíces del mimetismo y las realizaciones propias, argumenta con claridad la forma de ser del mexicano frente a lo bello con lo que es original, resultado de su propia evolución y creencias distintas de lo externo, una visión de antes de la era global, del nuevo mundo de las computadoras que obligaría a realizar el mismo ejercicio, otro juicio a partir de nuevos argumentos y probanza, entre los que otra vez habría que considerar componentes omnipresentes de religiosidad en momentos clave de la evolución política. Este texto es menos pretencioso, parte de la figura de don Miguel Hidalgo y Costilla, el iniciador de la insurgencia, para voltear hacia atrás y adelante de los jalones históricos, para valorar el sustento del tramado religioso atrás de cada episodio, la presencia de sacerdotes y políticos en la evolución del país como caudillos, pensadores y constructores de instituciones. A cada paso, en cada circunstancia que hace a los hombres, como dijera don José Ortega y Gasset, está presente la necesidad de la relación con la divinidad y todo el entorno cultural y social de la creencia religiosa, a veces imperativo como motivo y otras como factor ineludible en las partes o el todo de los conflictos. Los 300 años de la colonia son un periodo bien definido para la investigación científica de las humanidades que interesa a muchos, a los que hoy buscan explicaciones en toda clase de materias como la del postergado desarrollo económico, cultural y social. La naturaleza del

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mexicano frente a la política, la imagen del indio recargado en el cacto, hambriento y ajeno a los fabulosos recursos naturales de su entorno que la avaricia occidental codicia, no se explicaría sin el sufrimiento y la sumisión de la colonia. El niño Dios te escrituró un establo y los veneros de petróleo el diablo, decía el poeta zacatecano Ramón López Velarde, antes de que menguara el oro y la plata de las minas y México apareciera como una de las grandes reservas de uranio, la piedra filosofal de la era nuclear. Sin embargo, para el estudioso de la ciencia política todavía sería un acertijo el ritmo del gobierno que se acuña en ese periodo. Si se divide el número de virreyes, aún los que gobernaron por dos o tres periodos, con los provisionales e interinos entre los 300 años que corrren desde la caída de Tenochtitlan y la consumación de la independencia, el periodo mágico, el promedio es de seis años. Y en sexenios se mide el tiempo de la clase política desde el siglo pasado, una vez establecida la separación de la Iglesia y el Estado. Sin las tradiciones eclesiásticas que sólo tienen tope de 75 años de edad para sus pastores, los gobernantes tuvieron que adoptar su propio modelo, el sexenio es el periodo más conveniente para el ejercicio de un proyecto político en el supuesto de la democracia y que además conjuró los reclamos de los gobernantes desde el triunfo de la república hasta los primeros gobiernos de la revolución, que conforme al modelo norteamericano duraban cuatro años en el poder, siempre con la tentación de la reelección que fue estigmatizada como demanda popular en la documentación oficial. Hoy, con la reforma del Estado en puerta, lo que se revisa es la duración de los periodos en las administraciones municipales. Los tres años no les bastan a los alcaldes para llegar a conocer, entender y tratar de hacer; dicen que necesitan cuatro o la reelección, lo mismo que los legisladores en aras de una supuesta profesionalización. Permanece, empero, el tabú de la reelección presidencial que tantos conflictos provoca al sur del continente, una ruta distinta a la del clero que igual revisa sus tradiciones, como la vigencia del pontificado que concluye sólo con la muerte del Papa, aún en condiciones extremas y lastimosas como la carga de prolongadas enfermedades degenerativas que agobiaron a Juan Pablo II. En el moderno ejercicio de la política en los gobiernos, en los partidos y hasta entre los militares, habría aportaciones evidentes del go-

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bierno de la iglesia que vienen de una antigua sabiduría religiosa. En los partidos, los delegados de los dirigentes nacionales que van a las entidades a supervisar el trabajo de los comités estatales y municipales, jamás son originarios de esas regiones, precisamente para evitar conflictos de interés o cacicazgos; lo mismo ocurre con los obispos y los generales a cargo de las zonas militares; la excepción se está dando en los últimos gobiernos federales, donde los delegados de las dependencias federales son originarios de los estados, con la correspondiente carga de denuncias de nepotismo, corrupción y tráfico de influencias. En la alternancia de los gobiernos del PRI y el PAN, éstos últimos rechazan por ignorancia fórmulas simples de la cosa pública, como ésta de la oriundez, en el equívoco supuesto de que son parte de la herencia que es necesario cambiar, cuando que el origen de éste y otros recursos de la gobernabilidad vienen de la antigua sociedad del clero y el gobierno, de los tiempos en que se mezclaban para la mejor marcha de los asuntos públicos, la religión y la política. Ni los mejores historiadores del clero rescatan al gobierno de la iglesia de sus errores. Uno poco explorado es la rebelión de los curas que conjuró, inició, mantuvo y consumó la independencia. Atrás de las reivindicaciones populares, de la necesidad política de cortar el cordón umbilical con la metrópoli, de un genuino anhelo de libertad y de la urgente recomposición social de la colonia, está la rigidez del clero de su tiempo, que administró con temor la incorporación de mestizos a las funciones sacerdotales, el manejo de las economías regionales a cargo de los párrocos y la disciplina intelectual que imponía la Inquisición para prevenir y acotar desviaciones heréticas. Es una constante que de entre los más de 200 párrocos que tomaron las armas contra la Corona, casi todos fueron indiciados por los tribunales, investigados y amonestados por los más diversos motivos. Hasta el final la Santa Inquisición enjuiciaría por traidores al rey a los más notables, dejando para la polémica el proceso contra don Miguel Hidalgo y Costilla, que habría sido degradado de su condición sacerdotal, pero se explica ahora que sin valor jurídico por defectos procesales y por la incongruencia política de denigrar como traidor al primero de los insurgentes. La feliz y armoniosa sociedad de los asuntos del clero con los del gobierno concluye con la independencia; el divorcio es traumático y

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violento no por la tutela de las masas ignorantes y empobrecidas, sino por los privilegios y la riqueza que debería haber concluido con las Leyes de Reforma y el cerrojazo de la Constitución de 1917. Ya no está a debate, aunque si inconcluso, el ámbito de la separación de poderes, el patrimonio y las concesiones permitidas a la iglesia. Lo que se discute permanentemente, con o sin el reconocimiento jurídico a las iglesias, es el principio de gobernabilidad, que se reedita una y otra vez en el terreno de la religión y la política, con gobiernos civiles que dictan disposiciones para el bien común de los ciudadanos, como el uso de la píldora y el condón, frente a las directrices religiosas en contrario que ordenan desde el púlpito los sacerdotes. Lo que no

Los datos históricos, en la generalidad de la historia de México que se estudia en el aula, sin la pretensión de competir o discutir con el historiador que se sujeta a rigores académicos, deliberadamente eluden abordar los temas de conciencia, las convicciones íntimas de la religiosidad de los distintos cultos. Pero mientras que el debate teológico corresponde a los expertos, las combinaciones, confusiones, conveniencias y manipulaciones de lo religioso con lo político son tema común, aún en la conversación cotidiana, por todo lo que tienen que ver con el comportamiento social y entelequias como la democracia y los procesos electorales, jalonados no por lo divino sino por los intereses materiales de los hombres. Este texto se abstiene de entrar y menos profundizar en el fabuloso legado cultural y artístico asociado a la evangelización, al esplendor artístico del culto religioso. Para una aproximación ligeramente culterana, medianamente informada de los temas de la estética asociados a posturas ideológicas y motivo de conflictos sociales, haría falta un arsenal de argumentos, todos ellos discutibles, que escapan a la modestia de esta reflexión alrededor de meros componentes, lo religioso y lo político, en esta otra historia del arte, sin soslayar desde luego el valor del sincretismo, la fusión de dos culturas sin las que no se entendería el quehacer cultural del pasado y el contemporáneo a partir de la religiosidad de los artistas y sus propuestas.

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“Perded toda esperanza”, decía el letrero a las puertas del infierno de Dante Alighieri; es la amenaza final y eterna para los condenados. Para los políticos, en espacios de actuación más breves, su oficio es el arte de lo posible; ya juzgará el lector dónde se ha perdido toda esperanza.

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HERNÁN CORTÉS ALTAMIRANO

Hernán Cortés Altamirano

Antes de librar el asalto final a la gran Tenochtitlan por mar y tierra, el conquistador libró otras dos batallas fundamentales: una en el terreno de la política, al capitalizar como aliados a todos los pueblos que resistían a la Triple Alianza; fue una operación netamente política de la que resultaron alianzas decisivas. La otra fue en el terreno religioso, el regreso de Quetzalcoatl, el dios blanco y barbado que se oponía a los sacrificios humanos y que huyó en el mar de Tabasco en una balsa de serpientes, justamente en el lugar donde desembarcaron los españoles.

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Moctezuma Xocoyotzin

Más sacerdote que guerrero, el gran Tlatoani, comandante de todos los ejércitos y único interlocutor con los designios divinos, fue vencido antes de combatir por sus propias creencias religiosas, las fatales profecías del final del imperio, la caída del quinto sol. Hasta su muerte como prisionero del conquistador, siempre pudo ordenar la exterminación de los españoles a los que sus guerreros superaban mil a uno. Sus sucesores Axayácatl y Cuauhtémoc fueron vencidos por los viejos y los nuevos enemigos; por la fatalidad de los dioses antiguos y el nuevo culto.

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Hernán Cortés Altamirano

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a capitulación o licencia del rey de España Carlos V para la conquista de México la obtiene Hernán Cortés a través de los frailes jerónimos, a cargo desde la isla de la Española por la corona para la administración del Nuevo Mundo y, pocos años más tarde, una docena de franciscanos encabezados por Fray Martín de Valencia emprenden en toda forma la evangelización que consolidaría la conquista, el cerco mental y espiritual que explicaría el dominio de unos cuantos cientos de españoles sobre millones de indígenas. De principio a fin, durante los 300 años de la colonia, hasta la consumación de la independencia en 1821, se mantendría vigente la combinación de la religión y la política, la espada y la cruz, en los asuntos de la Nueva España, empezando desde luego por el sincretismo religioso y la división de los pueblos del Anáhuac. La salvaje dominación de un pueblo por otro tuvo desde el inicio un sustento legal. Por un lado se acata la bula del Papa Alejandro VI, la “Inter Caetera”, la consigna santa de atraer a perpetuidad a la religión católica a todos los que poblaran los nuevos territorios “en nombre de la autoridad de Dios Todopoderoso”, y; por la otra, la fundación del primer Ayuntamiento, la Villa Rica de la Vera Cruz, el 15 de mayo de 1519, que designó a Hernán Cortés Capitán General de los ejércitos del monarca y Justicia Mayor en la nueva colonia. Con estos fundamentos, las expediciones de aventureros ávidos de riqueza dejaban de ser piratas, ladrones y depredadores para asumir la condición de expedicionarios y misioneros, todo legal.

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Desde “el descubrimiento” de América por Cristóbal Colón en 1492, se consideró al nuevo continente como patrimonio de Europa y su conquista, empresa de interés general para la cristiandad. El pequeño reino de Portugal adelantó el concepto del “espacio vital” -que enarbolarían los nacionalsocialistas alemanes del siglo pasado para la dominación de Europa-, al implantar su bandera a lo largo de la costa occidental de África: Ceuta, Madera, Cabo Mogador, Cabo Verde y Cabo de Buena Esperanza, y más tarde lo que es hoy Brasil, partiendo de la autorización de la Santa Sede y del Papa Calixto III como autoridad Internacional Suprema y Supremo Tribunal de la Paz. El conflicto de intereses entre portugueses y españoles se resolvería temprano, el 4 de mayo de 1493, por la vía de tres documentos, las “donaciones apostólicas”, expedidos por el Papa Alejandro VI y por las que se asignan a los reyes de España los campos de América para el desempeño de una empresa cristiana, so pena de excomunión a cualquiera, aún la dignidad imperial, que pretenda vulnerar los derechos concedidos a los monarcas que reinaban por designio divino. El otro principio de legalidad, la fundación del primer Ayuntamiento en México, no tuvo intenciones democráticas ni responde a la necesidad de promover el beneficio colectivo, sino sólo de sustentar jurídicamente la conquista. Fue un recurso genial más que una vocación institucional del aprendiz de escribano Hernán Cortés, para deslindar la empresa comercial y militar que se había montado en la recién sometida Cuba por el gobernador de la isla Diego Velázquez y en la que se había reclutado a 500 aventureros de toda laya en calidad de socios, con participaciones bien delimitadas en el futuro saqueo de las tierras por descubrir, de acuerdo con las inversiones de cada uno; hubo capitanes de mediana fortuna como Pedro de Alvarado, que aportó una carabela, mozos y guardias, mientras que soldados sin fortuna, fugitivos de la justicia, homicidas, delincuentes y estafadores, sólo embarcaron con la espada. A partir del nombramiento de Justicia Mayor en favor de Hernán Cortés, los conquistadores se deslindaban de la autoridad cubana para responder sólo ante el rey Carlos V, que tardaría meses en enterarse de que era propietario y soberano de un territorio cien veces mayor a su reino de España.

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Hernán Cortés Altamirano fue el hijo único de un hidalgo extremeño muy venido a menos por las centenarias luchas castellanas, Martín Cortés Monroy, y de doña Catalina Altamirano Pizarro -parienta lejana de los Pizarro de la vecina ciudad de Trujillo, a la que perteneció el conquistador de Perú-, quienes tenían “poca hacienda pero mucha honra”. Las desgracias pecuniarias de Martín partieron de una equivocación política fundamental, haber tomado partido por “La Beltraneja” en la disputa con Isabel “La Católica” por el reino de Castilla; mientras que su hijo acertaría siempre en el bando político correcto en todas las disyuntivas de poder que se le presentaron y las que él mismo generó para confrontar y debilitar a sus adversarios. El sitio de la gran Tenochtitlán, que inicia el 30 de mayo de 1521, es la gran batalla que resuelve la conquista. Durante ese lapso al 13 de agosto, más que acciones militares, asaltos por tierra y agua, todos infructuosos, a la bien defendida isla, es la viruela que contagiaron a los naturales los mismos españoles la que destruye física y moralmente a la triple alianza tenochca. El ejército español que desembarcó con 110 marineros, 508 capitanes y soldados, 16 caballos, 10 cañones de bronce, cuatro falconetes y 13 arcabuces, había aumentado a casi a 800 hombres con los sobrevivientes de la batalla que libraron los mismos españoles a la llegada de Pánfilo de Narvaez, el enviado de Diego Velázquez para someter al extremeño que de hecho lo desconocía como autoridad, pero eran los contingentes tlaxcaltecas, otomíes y de otros pueblos sojuzgados por los aztecas, miles de indios que luchaban por su propia sobrevivencia, los que finalmente derrotaron a la mayor potencia militar mesoamericana. En la nave capitana de las once que salieron de Santiago de Cuba a la aventura, ondeaba la bandera diseñada por el propio Hernán Cortés, que Gomara describe como “de fuegos blancos y azules, con una cruz colorada enmedio y alrededor un letrero en latín que rezaba: hermanos, sigamos la señal de la santa cruz, con fe verdadera, con este signo venceremos”. Antes de la caída de la capital del imperio azteca, en breve tiempo se habían librado otras batallas políticas y religiosas determinantes. Una fue la alianza militar del conquistador con el pueblo de Tlaxcala, el más fuerte entre otros muchos pequeños reinos mesoamericanos que resistían a la expansión de la triple alianza y que proporcionó las bases

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de apoyo para avituallar a los españoles, además de los contingentes militares, para el asalto final a la isla-ciudad; otra batalla se libró en la duda del Tlatoani Moctezuma, en funciones de sumo sacerdote, acerca de si los hombres blancos y barbados eran enviados de los dioses, el regreso prometido de Quetzalcóatl y el fatal cumplimiento de la profecía que anunciaba la desaparición del “único mundo”, el final de la era del quinto sol. Para entender cómo fue posible que 500 soldados españoles vencieran a una potencia militar que podía poner sobre las armas a decenas de miles de combatientes disciplinados en el arte de la guerra, no alcanza el argumento de la supremacía tecnológica, la gran diferencia entre el acero y la piedra, el cañón y el arcabuz frente a los arcos y flechas. La mala relación de los naturales con sus dioses, los presagios, las profecías, el componente religioso en toda la estructura social, económica y militar, los sacerdotes sometidos a la autoridad del monarca que los mandaba degollar en cuanto fallaran en la interpretación de las señales del cielo, tenía debilitada a la cabeza política del imperio. Moctezuma no dormía, ayunaba y caía en profundas crisis de melancolía ante la inminencia de la anunciada caída del imperio. La sola llegada de la expedición española fue el principio del fin. La relación con los dioses regía autoritariamente a la sociedad nahuatlaca, la religión marcaba cada uno de sus deberes, imponía reglas a la vida en sociedad, ordenaba los ritos cotidianos, los matrimonios, los negocios y las artes para mantener gratos a los proveedores de la luz, el agua, las cosechas, la vida y el tránsito a la siguiente vida, a los paraísos que cada deidad ofrecía a las mujeres que fallecían al dar a luz, al guerrero muerto en combate y a los niños sacrificados. En cuatro mundos anteriores, la falta de respeto a los dioses habría provocado la catástrofe exterminadora. La religiosidad de los naturales se entendía en la dualidad como origen de todas las cosas: el día y la noche, la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el hombre y la mujer, la fealdad y la belleza, el vicio y la virtud, el bien y el mal. Eran los dioses los que determinaban en qué momento nacían los hombres y cuál sería su destino.

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El Tlatoani era el comandante de todos los ejércitos y cabeza indiscutible de todo el aparato administrativo del imperio; el juez supremo de todos los litigios; el jefe de toda la casta sacerdotal, el intermediario de los hombres con los dioses; el interprete de toda la cosmogonía que se remontaba al pleito de las deidades en Teotihuacan, donde para asegurar que el mundo tuviera luz un dios feo y llagado fue el único que se atrevió a inmolarse, no pereció en las llamas, pero permaneció inmóvil, le hacía falta sangre para moverse; en la misma dualidad, Moctezuma, que por su formación era más sacerdote que guerrero, sabía de la leyenda del Dios-Hombre Quetzalcóatl que rechazaba los sacrificios humanos para alimentar al sol y a su representante Hitzilopochtli. En la mitología azteca era ampliamente conocido que Tezcatlipoca, transformado en anciano, le había ofrecido pulque al dios blanco y que éste, borracho, había abusado de las doncellas, por lo que abrumado por sus faltas huyó a Mayapán donde fue conocido como Kukulcan y de donde partió al océano en una balsa formada de serpientes con la promesa de volver. Desde la partida de la serpiente emplumada, como se representaba a este dios blanco y barbado, los pueblos del Anahuac quedaron bajo el poder de deidades más violentas y ajenas a los sentimientos humanos: Huitzilopochtli, que representaba al sol en su cenit, era una deidad sanguinaria, el patrón de la guerra y la destrucción del enemigo; Tezcatlipoca, el espejo humeante, el mago capaz de adoptar cualquier forma animal y humana, podía ver la vida de todos los mortales en su plato de negra obsidiana, era el protector de la guerra, la noche y la juventud; Tláloc, el dios del agua que se presenta con una máscara de serpientes, el dador de la lluvia; la diosa Chalchiuhtlicue, la de las faldas de jade, señora de las aguas dulces; Xiuhtecutli, el dios del fuego, y -en un parecido asombroso a la mitología griega-; Cihuacóatl, la mujer serpiente, la diosa madre. Además claro de otras deidades menores, como Huémac, el más cercano a Moctezuma, que por la vía de un sacerdote que interpretaba sus oscuros designios resultó ser su peor consejero desde antes de la llegada de los españoles, porque para mantenerlo puro, entre otros sacrificios personales, además de la flagelación que en su costumbre más cruel implicaba clavarse espinas de maguey en el pene, lo mantuvo en ayuno y penitencia, lejano a sus mujeres y al contacto carnal que pudiera darle descendencia entendida como expresión

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de soberbia en la continuidad de gobernantes, una dramática asesoría espiritual que en el siglo XXI daría pie a especulaciones fundadas en otros testimonios históricos de una posible homosexualidad, una relación sodomita entre el emperador de los aztecas y el conquistador español, como desaforada hipótesis alternativa de la conquista. Huémac u otros sacerdotes que guiaban la vida espiritual del primero de los mexicanos, habían sido relevados -decapitados- por no interpretar adecuadamente los libros sagrados y las señales del cielo, su obligación era mantener alerta al soberano sobre la fragilidad del quinto mundo, amenazado por la destrucción total en gavillas de 53 años que estaban por cumplirse. Lo mantenían atento a los malos presagios, en plena conciencia de la fatalidad de que la vida de cada hombre estaba predestinada desde su nacimiento. Moctezuma había nacido bajo un signo nefasto, en el año 1 Ocelotl, que significaba en el libro de los días que moriría como prisionero de guerra, más cerca del Mictlan, casi el mismo infierno del que hablaron los misioneros, que de los paraísos de cada divinidad que convertían a los muertos en águilas o colibríes. Nada podía esperar Moctezuma que había nacido en la noche más negra, sin luna ni estrellas, a mitad del invierno, entre vientos helados y granizo, pésimos augurios más los que coincidirían con la llegada de los españoles, como la aparición de un cometa, el hervor de las aguas del lago de Texcoco, relámpagos que se estrellaron en el Gran Teocalli de Xiuhtecutli, un eclipse solar, la aparición de animales raros, hombres albinos y jorobados y finalmente la llegada de los hombres blancos y barbados vestidos de acero que montaban sobre grandes venados sin cuernos, la confirmación del declive del quinto sol tantas veces mencionado en las profecías. Los españoles llegaron al continente por las tierras de Tabasco, justo en la costa desde donde había partido Quetzalcoatl. Como premonición de la dualidad entre la religión y la política, encuentran a un par de náufragos, Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, un soldado y un diácono. El primero se había integrado felizmente a la tribu que lo recogió, casó con la hija del cacique, tenía tres hijos y como principal comandaba a los guerreros que enfrentaron a los españoles, sin ninguna duda acerca de su condición mortal y los verdaderos motivos de avaricia que tenía la expedición; el religioso Aguilar, que sobrevivió

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diez años entre los naturales aferrado a sus creencias, sería invaluable intérprete junto con Malinalli, una de las primeras esclavas que les regalaron a los españoles los caciques de la región. Estas dos lenguas habrían informado puntualmente a Cortés del tramado político y religioso de los pueblos del Anáhuac, sus fortalezas y debilidades, la integración de reinos y señoríos, el predominio azteca, los equilibrios y fronteras regionales, el sistema tributario y las grandes riquezas que lo esperaban, además de información valiosa de la topografía, las rutas comerciales, poblaciones y las cuencas hidráulicas, exactamente la clase de conocimientos básicos indispensables para cualquier empresa militar. El diácono Aguilar no pudo iniciar la evangelización. Cautivo y escandalizado de las bárbaras costumbres autóctonas, se conformaba con no haber sido seducido por la otra religiosidad que le daba cohesión social a los naturales; en cambio Gonzalo Guerrero, el militar, inicia el mestizaje con una mujer principal, aunque su descendencia se pierde en los años de la pacificación y la conversión de los naturales. Enmedio la Malinche, la otra parte de la lengua, como símbolo del intercambio de relaciones de parentesco muy similares entre la cultura indígena y la española, aporta el conocimiento político del tramado fino del imperio que le permitirá al conquistador utilizar a su favor las confrontaciones y rivalidades entre los señoríos, la fatalidad religiosa, las profecías, las dudas y el temor que abrumaban al Tlatoani por el regreso del dios blanco y la fatalidad del final del quinto sol. Es indudable que el talento político de Hernán Cortés le permite aprovechar todos los recursos para su empresa, al punto de que en un desplante de voluntad, ante las dudas e intrigas de sus propios compañeros de armas, cuando marcha a la conquista de la Gran Tenochtitlan antes ordena quemar las naves, una decisión del todo o nada. Lo que sucede después en el choque de dos culturas, el asombro de los españoles por la grandeza de Tenochtitlan, la organización del imperio en expansión, el estratificado reparto del trabajo y la riqueza, el potencial económico de la nobleza y la peculiar relación del Tlatoani con el Capitán General, precipita los acontecimientos. Mientras que en el lado indígena prevalecían las dudas acerca de la identidad de los extranjeros y sus verdaderos objetivos, en el bando español se despertaba la codicia; el continente ofrecía tesoros y recursos muy superiores a

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los que encontraron en las islas de los primeros asentamientos y que provocaban leyendas fantásticas en los pueblos de España, la conquista del continente se aparecía de repente como una empresa para la que no estaban preparados los primeros expedicionarios que amparaban la búsqueda de tesoros como una cruzada religiosa, pero en la que sólo viajaban un par de sacerdotes, un mercedario Fray Bartolomé de Olmedo y el anciano Juan Díaz. La simbología religiosa de la conquista operó siempre en contra de los naturales, desde la matanza de Cholula, un santuario religioso donde fue diezmada la casta sacerdotal (se mencionan tres mil sacerdotes muertos), hasta la profanación del Templo Mayor en el que se colocó una cruz justo encima de la piedra de los sacrificios. De parte del español siempre fue la imposición sin negociación o conciliación posible de una religión por otra, la destrucción de ídolos y la erección de templos cristianos justo sobre las ruinas de los vencidos, con las mismas piedras; no es casualidad que coincidan en ciudades y pueblos de España y de América, en las plazas de armas como centro de la comunidad, la casa de gobierno y el templo, las catedrales y los palacios de los gobernantes, la sede del poder político y religioso; “el corazón del único mundo”, como lo llamaron los aztecas, o la plaza, que en el caso de México como síntesis de la fusión se denominaría zócalo, quizá como esperanza de que sólo fuera el basamento de una nueva cultura. La conquista y la evangelización del nuevo mundo planteó nuevos problemas jurídicos y teológicos que resolvería un concilio convocado por el rey Fernando en Burgos, según el cual el derecho divino asistía a los cristianos para llevar la civilización y la religión católica a todas partes; si los naturales fueran hostiles, procedería la guerra y la conquista como una empresa santa, sobre el principio que establece San Agustín en su Ciudad de Dios, de que los hombres prudentes, probos y cristianos tienen derecho a dominar a todos los que no lo son, una contradicción sobre la que se polemizaría después entre los mismos eclesiásticos que no consideraban a los naturales como personas, seres humanos capaces de ir al cielo. Santo Tomás de Aquino, en su texto “De Regimine Principum”, en esta misma lógica de legitimar la conquista, todavía va más allá: “¡ Oh

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Leopoldo, si es que conoces las costumbres y naturaleza de una y otra gente, que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles, como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de monos a hombres...” Pero sobre el terreno, testigo de la crueldad, la intemperancia y la barbarie de los españoles, del absurdo de imponer por la fuerza otra creencia religiosa para justificar la avaricia, Fray Bartolomé de las Casas denunció reiteradamente los abusos de los peninsulares y de la autoridad eclesiástica que los justificaba. Al final de su vida lo resume en ocho puntos que contradicen nada menos que a los padres de la iglesia católica: “Que todas las guerras que llamaron de conquistas fueron y son injustísimas...Que todos los reinos y señoríos de las Indias los tenemos usurpados... Que las encomiendas o reparticiones de indios son iniquísimos...Que todos los que las dan pecan mortalmente, y los que las tienen están siempre en pecado mortal, y si no las dejan no se podrán salvar...Que el rey nuestro señor, que Dios prospere y guarde, con todo poder cuanto poder Dios le dio, no puede justificar las guerras y robos hechos a estas gentes, ni los dichos repartimentos y encomiendas, más que justificar las guerras y robos que hacen los turcos al pueblo cristiano...Que todo cuanto oro y plata, perlas y otras riquezas que han venido a España, todo es robado... Que si no lo restituyen no podrán salvarse...Que las gentes naturales tienen derecho adquirido de hacernos guerra justísima y raernos de la haz de la tierra, y este derecho les durará hasta el día del juicio...”

Con el primer ejército de Cortés sólo viajaron a México dos sacerdotes como capellanes para auxiliar espiritualmente a la tropa. Un año después, de un convento de Gante, en Bélgica, parten los tres primeros misioneros: Juan Dekkers -Tecto-, Juan Van de Auwera -Aora- y Pedro Van de Moere -Gante-, quienes sientan las bases de la evangelización al fundar en Texcoco el primer convento y la primera escuela católica bilingüe en el nuevo mundo. Tres años después llega otra docena de misioneros franciscanos para iniciar formalmente la evangelización. El

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mismo Fray Pedro de Gante describe los inicios de la descomunal tarea: “Mis compañeros se fueron con el gobernador a otra tierra (Tecto y Aora, que mueren asesinados en las Hibueras), donde murieron agobiados de trabajos por amor de Dios. Quedo yo sólo y permanecí en estas regiones con algunos frailes venidos de España. Estamos repartidos en nueve conventos, viviendo en las casas que nos hicieron los naturales, separados unos de otros siete leguas, diez y aún cincuenta...Mi oficio es predicar y enseñar día y noche. En el día enseño a leer, escribir y cantar; en la noche leo doctrina cristiana y predico. Por ser la tierra grandísima, poblada de infinita gente, y los frailes que predican, pocos para enseñar a tanta multitud, recogimos en nuestras casas a los hijos de los señores principales para instruirlos en la fe católica y que después enseñen a sus padres. De ellos tengo en esta Ciudad de México pie de quinientos o más...He levantado más de cien casas consagradas al Señor”.

Siguió a los franciscanos un grupo de religiosos dominicos en 1926 encabezados por Fray Tomás Ortiz, quien sólo permaneció en la Nueva España siete meses; tuvo que volver a su convento a petición del mismo Hernán Cortés, que por esos días libraba enésima intriga con Luis Ponce de León, el enviado personal de Carlos V, quien se apoyaba precisamente en el dominico para menoscabar el poder y la riqueza del conquistador. Tardarían muchos años los hombres del rey y las autoridades religiosas en concertar civilizadamente los asuntos materiales y espirituales de la colonia, pero eso es tema de otro capítulo de la religión y la política. Anexo 1

Retrato de Cortés Era hombre de gran talento y destreza, valeroso, hábil en el ejercicio de las armas, fecundo en medios y recursos para llegar al fin que se proponía, sumamente ingenioso en hacerse respetar y obedecer aún de sus iguales, magnánimo en sus designios y en sus acciones, cauto en obrar, modesto en la conversación, constante en las empresas y paciente en la mala fortuna. Su celo por la religión no fue inferior a su constante e inviolable fidelidad a su soberano; pero en el esplendor de éstas y otras buenas cualidades, que lo elevaron a la clase de los héroes, fue eclipsado por otras acciones indignas de su grandeza de ánimo. Su desordenado amor a las mujeres ocasionó algún desarreglo en sus costumbres y ya en tiempos anteriores le había acarreado grandes disgustos y peligros.

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Su demasiada obstinación y ahínco en las empresas y el temor de menoscabar sus bienes, lo hicieron a veces faltar a la justicia, a la gratitud y a la humanidad. Pero ¿dónde se vio jamás un caudillo conquistador formado en la escuela del mundo, en quien se no equilibrasen las virtudes con los vicios?. Cortés era de buena estatura, de cuerpo bien proporcionado, robusto y ágil. Tenía el pecho algo elevado, la barba negra, los ojos vivos y amorosos. Tal es el retrato que del famoso conquistador nos han dejado los escritores que lo conocieron. Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México. Anexo 2

Después de bañar a los embajadores con sangre de los sacrificados. Moctezuma se sentó y se dispuso a oirlos. Mucho se admiró de las noticias alármandose por éstas. Los indios de la costa y de la Isla de Sacrificios enviaron canoas a las embarcaciones de Cortés por orden de de Moctezuma, quien envió a un ministro suyo llamado Cuitlapitoc, el sábado la víspera de Pascua, a que le llevara comida y regalos. También fue el principal gobernador de Moctezuma en la costa, Teuhlile, a quien manifestó Cortés su deseo de visitar a Moctezuma. Teuhlile tenía orden de llevar pintores para que dibujaran cómo eran los extranjeros, encargo que cumplió. Moctezuma al ver los dibujos que sus pintores hicieron, se asustó mucho, pensó que Cortés solamente quería oro y le envió otro presente más rico creyendo que con eso se alejaría. Teuhlile fue el encargado de llevar esta segunda misiva, entregando a Cortés los obsequios de su señor. Las riquezas que Moctezuma envió a Cortés despertaron en éste la codicia. Moctezuma estaba temeroso y buscaba medios para que los castellanos se alejaran. Su mismo temor le impidió atacar a Cortés aún en circunstancias favorables. Torquemada, Monarquía Indiana.

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l Regio Patronato Indiano, como se le llama a la suma de las bulas y decretos con los que el Rey y el Papa gobernaron, fue el fundamento legal para la empresa evangelizadora y política que los monarcas y el Vaticano ensayaron en el nuevo mundo. Era el mismo modelo de cogobierno que caducaba en Europa por los conflictos de poder entre las familias reales y los sucesores de San Pedro, pero que en la Nueva España experimentó la armonía productiva entre el poder material y el espiritual, generando de paso, en los 300 años de la colonia, una nueva cultura política y religiosa, cuyos rasgos predominantes en la idiosincracia y la cultura de la población se prolongan hasta la fecha. Para el indígena vencido se planteaba el mismo principio de dualidad que caracterizó a las culturas prehispánicas, entre el soldado y encomendero que los esclavizaba, la figura de temor que los obligaba con azotes al trabajo sin remuneración, el que los despojaba de tierras, hijos y mujeres, con la otra presencia de autoridad superior del misionero, el único capaz de contener los excesos del amo y atemperar la injusticia; dos protagonismos dominantes sobre la misma población sometida, el del poder de la espada y el de la cruz. Al puñado de españoles que acompañaron a Hernán Cortés, inmediatamente después de pacificar a sangre y fuego los inmensos territorios, el monarca los premió con el blasón de “conquistadores”. Implicaba la limpieza de culpas pasadas, baldones en los apellidos que se enlodaban en los tribunales, más la concesión de las encomiendas, grandes extensiones de terrenos que incluían en extraña y discutida

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propiedad a los naturales que en ellos vivían, a manera de servidumbre. La inmensidad del continente alcanzaba para dotar de haciendas a los conquistadores y al mismo tiempo respetar el antiguo derecho de los indios a sus tierras, en un régimen de posesión comunitario que en un primer momento convino a los españoles para asegurar la prosperidad y la paz de toda la colonia, pero que siglos después sería la fuente principal de sangrientos conflictos. La codicia, el robo y el saqueo por parte de los peninsulares se justificaba por el mandato divino al que fervorosamente se acogieron los reyes y los Papas, de convertir a los naturales a la verdadera fe y además atraerlos a las bondades de la superior civilización occidental. Una vez agotada la polémica teológica acerca de si el indígena era persona, si tenía alma para que se le considerara hombre hecho a la imagen y semejanza de Dios y pudiera alcanzar el cielo, resultó imposible conciliar la servidumbre con la superioridad racial y moral del conquistador; entonces la solución fue traer, a sugerencia de los mismos clérigos, a verdaderos esclavos de África, negros a los que ni siquiera se mencionan en las bulas y decretos hasta 1730 en el Regio Vicariato, que tampoco les reconocía derechos, pero no podía ignorar su existencia. Los “conquistadores”, soldados de fortuna que dejaban de ser fugitivos de la justicia en tránsito al señorío y a la nobleza, iniciaron el mestizaje; las siguientes oleadas de peninsulares que llegaron a la colonia fueron de peor ralea, la mayoría de ellos varones –las pocas mujeres que llegaron solas fueron sexoservidoras- sin oficio ni beneficio, tránsfugas de la justicia, campesinos sin tierras, menestrales empobrecidos, “mucha gente de baja condición y suerte, viciosa de diversos modos”, de parias atraídos por las fabulosas leyendas que se propalaban en la madre patria acerca de las ciudades de oro, las perlas del tamaño de limones, la plata que se fundía en las brazas de las fogatas -como el descubrimiento de la veta madre de Valenciana en Guanajuato-, las riquezas sin fin y la disponibilidad infinita de mujeres en buenas carnes para el servicio del hombre blanco y barbado, al que se ofrecía un continente de promisión todavía abierto a la conquista. Antes del Tribunal de la Inquisición, la cruel pero eficaz institución justiciera que comienza a operar regularmente hasta noviembre de

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1571, las primeras autoridades civiles acuñaron el destierro, el regreso sin gloria a España, como la forma de castigo amable y más común contra el emigrante de mal vivir. Se les castigaba regresándolos a cumplir con sus deberes maritales para fortalecer allá la institución familiar, especialmente a los que huían de matrimonios mal avenidos, que atentaban por ese sólo hecho contra la célula base de la cohesión social cristiana, la familia. Mientras que el indio era manso, laborioso, pobre, devoto, apacible, callado, apocado, sin principios de dignidad personal y con excepciones fiel a sus mujeres –quizá porque podía mantener a más de una-, la migración española abrumaba a los primeros gobernantes por su vida licenciosa. El Virrey Luis Velasco lamentaba que “hay cantidad de españoles que no quieren servir y trabajar, andan de ordinario de noche a mesón sin tener casa ni hacienda, ni más de lo que consigo traen, y de éstos los más son gente baja que han venido de España por no servir, y acá no quieren trabajar, ni tomar arado ni azada en mano por ningun precio ni pena”. Estos otros conquistadores de espada virgen, inmigrantes improvisados, analfabetos, algunos de ellos aristócratas venidos a menos, sólo trajeron su afición por la blasfemia, la pendencia, el vino y los juegos de azar; los más listos se dedicaron a la usura, al pillaje y a servir como sargentos en los tercios. De entre los que vinieron a la busca de aventura, destacan los abogados destripados o escribanos que se insertaron en la burocracia. A ellos se les acusa de haber sembrado la inmoralidad en la incipiente administración, la corrupción para simplificar los trámites y facilitar el tráfico de documentos con la lejana metrópoli. Pero en la descripción de esta peculiar migración española, a pesar de sus malas costumbres e impiedad negativa, había una fe católica firmemente arraigada, que redimía, integrándolos a las piadosas familias criollas; con los años bajo el cultivo de la iglesia, fueron moralmente absorbidos por la nueva cultura novohispana y recibían de ésta la civilización que no trajeron de Europa. “Culpas son del tiempo, que no de España” sentenciaría para eludir el juicio de la história el Duque de Alba, mientras que en la Colonia la disolución de las costumbres, la mala simiente del mestizaje, se compensaba por la profunda religiosidad aún del malandrín, la semilla de otro tipo de civilización, la espiritual que se sintetizaría popularmente en la resignación blasfema de que “no hay cabrón sin devoción”.

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Hubo también otro estamento místico entre “los conquistadores”, los que dejaron las armas por el hábito religioso, a tono con la cultura de la época. En la misma frecuencia de la misión suprema de propalar el evangelio, el soldado de fortuna podía ser monje. Entre ellos destacaron el dominico Alonso de Aguilar, el franciscano Diego Altamirano, el franciscano Gaspar Burguillos, que fue uno de los pajes de Hernán Cortés; el rico encomendero Gaspar Díaz, que se hizo ermitaño y atrajo a la misma vida monástica a otros compañeros de armas y; el caso especial de Lorenzo Suárez que, arrepentido, tomó el hábito después de haber asesinado a su mujer. En el primer año de la llegada de los misioneros a la Nueva España, a pesar de los permisos explícitos del Papa y del Rey para la propagación de la fe, vivían de las limosnas sin dependencia económica formal de los militares y los primeros gobiernos. Pocos años después sus gastos eran enormes, como el sector que más invertía en la edificación de sus instalaciones, al punto de que en 1531, por cédula real se les ordenó moderarlos por la excesiva suntuosidad de sus templos y monasterios en los que hacían trabajar, sin paga y en duras jornadas, a los naturales. Los misioneros emprendieron con tanta enjundia su tarea, que igual fueron amonestados por la gran cantidad de indios que sustraían al trabajo en las parcelas; entre acólitos, sacristanes, músicos, pintores, afanadores, carpinteros, leñadores, canteros, pedreros y albañiles, tenían numeroso personal a su servicio. El exceso fue un convento franciscano que reclutó sólo para el coro a 120 indios. Sin embargo, el misionero se asocia con la pobreza, uno de los votos fundamentales en algunas de las órdenes religiosas. Los primeros que llegaron al continente sin más equipaje que el indispensable, no tenían ni lana ni sayal para reparar sus hábitos que se les deterioraban rápidamente. Se sabe que en el caso de los franciscanos, resolvieron el problema menor deshaciendo los vestidos viejos para volver a cardar e hilar la lana para tejer con ella otros hábitos y teñirlos con el tinte más común del añil. Este sería el orígen de que los franciscanos durante la colonia vistieran de azul, sin faltar en el accidente interpretaciones más profundas que asociaban los cambios en el color del hábito con el ejercicio pastoral, distinto en Europa que en América, además de las vocaciones propias de cada orden religiosa.

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Las primeras generaciones del mestizaje fueron abandonando paulatinamente sus costumbres y las diversas lenguas por el castellano que se imponía en la servidumbre y en la evangelización, lo que les daba a los indios un nuevo sentido de identidad y pertenencia. La nueva sociedad colonial nació estratificada en tres grandes grupos: a la cabeza los españoles, la población indígena y los negros. El mestizaje generaría a los criollos, que al final del virreinato desarrollarían sentido gregario y un nivel de conciencia propio, ya en franca disputa de los privilegios del español. La otra conquista, la de la servidumbre, acuñaría rápido otras figuras de expoliación e injusticia, como los “calpisques”, indios con pretenciones de macehuales que los encomenderos y los beneficiarios de los repartimientos reclutaban para recaudar impuestos entre los naturales. Negros y mestizos, igualmente discriminados, rivalizarían con los caciques y capataces en el maltrato a la servidumbre, al peón y al jornalero, los últimos de la escala social. Pocos fueron los “conquistadores” que se ensuciaron las manos en el cultivo de las tierras, la explotación de las minas y la ganadería; tuvieron desde el principio peones y esclavos, asumieron su derecho a repartir el trabajo y a organizar la producción reclutando a los intermediarios, que además resolvían el problema de la lengua. El cambio en las condiciones de trabajo trastocó radicalmente las costumbres del indígena que antes cultivaba la tierra en un esquema comunitario, con amplios espacios de tiempo dedicados al ocio, al culto y a la educación. La intermediación del misionero fue fundamental para contener el maltrato, atenuar y, las más de las veces, regularizar o santificar por la vía del matrimonio los abusos sexuales permisibles en la nueva moral, pero condenables por la promiscuidad y los rencores soterrados que larvaron entre la servidumbre. La figura del sacerdote entre la despiadada expoliación del encomedero y sus capataces apareció como una autoridad superior que fundía las creencias del viejo y el nuevo mundo en la necesidad común de la religión, porque todos, conquistadores y conquistados, estaban amenazados con el infierno, para todos se consolidó en poder y prestigio la figura del sacerdote. Una de las instrucciones en los primeros obispados a los pastores fue la de levantar el carácter y la moral del indígena. El cambio de patronos, la violencia de la conquista y los efectos de la pandemia como

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castigo divino, habían dejado a los naturales inermes, desalentados, asustados, deprimidos, veían al hombre blanco y barbado con temor y reverencia, la admiración conducía a peligrosos sentimientos de idolatría con desdoro de su propia dignidad y su valor como personas. Una de las directrices para procurar un mejor concepto de su propia persona en el proyecto de convertirlos en súbditos cristianos fue el de cambiar el vestido; camisola y pantalón de manta para ellos en lugar del patío, una prenda alrededor de la cintura muy útil y práctica pero que apenas si alcanzaba a ocultar sus partes pudendas, y; para ellas, el vestido o huipil, que mostraba bastante menos carne que la indumentaria habitual de trabajo de las mujeres que despertaba la natural libidinosidad de los españoles, casi todos extrañados de la vida marital. Fue labor paciente de los frailes reacomodar en la vestimenta la nueva moral, exitosa en el altiplano porque en las costas, por razón natural del clima, las indias anduvieron practicamente desnudas para regocijo del conquistador y tribulación de los sacerdotes. La esclavitud, la dependencia total de servidumbre que imperaba en la sociedad prehispánica, no tenía nada que ver con la explotación simple que impusieron los “conquistadores”. Entre los macehuales, la propiedad de mujeres y trabajadores provenientes de las tierras conquistadas por la Triple Alianza implicaba derechos y obligaciones e incluso relaciones de parentezco con otros señoríos. Para el español, en cambio, el indio sólo era una bestia de carga. Los monarcas en teoría abominaban de la esclavitud, pero disimulaban y aún autorizaron por excepción la leva, herrar y marcar a la servidumbre hostil. Una era la polémica en las cortes y en las sacristías acerca del derecho divino a la esclavitud para con el enemigo, el infiel, y otra la terrible realidad en las encomiendas y en las minas. La solución de traer esclavos de África aplacó las reales conciencias y apoyó el esquema económico, al tiempo que sazonaba con otra sangre y otras etnias el nacimiento del mestizaje, la población mayoritaria en la Nueva España. Temprano detectaron los misioneros la mansedumbre del indígena, acostumbrado a cargar hasta el doble de su peso sin la ayuda de la rueda y a trabajar como destino fatal con sus antiguos amos tenochcas y ahora con los más crueles conquistadores. El carácter de indio sin voluntad, reservado, vencido y abandonado, en el mínimo de autoesti-

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ma, convino al encomendero y al misionero por la resignación a límites increibles en la ruda carga de trabajo. Materializaba el concepto de la humildad, la pobreza y el sufrimiento, que encajaba perfecto en la doctrina cristiana. A las cortes españolas llegarían en los primeros años de la colonia, querellas de los indígenas promovidas, inducidas por los pastores espirituales, como una prueba de que el Nuevo Mundo entraba pleno a la civilización occidental, al Estado de Derecho sustanciando el propósito fundamental de la conquista, que no fue el de exterminar al indígena como hicieron los cuáqueros en el norte del continente, sino de incorporarlos a la cultura occidental. De los negros, el tercer estamento de los primeros pobladores de la colonia, siempre fueron considerados aparte, con reglas todavía más discriminatorias que las dedicadas al indígena. A los primeros esclavos llegados de África se les conocía como Bozales. Menos pasivos que los indios del altiplano, enfocaron sus odios más contra los naturales que los españoles. Jamás subieron un peldaño en la escala social, ni en las artes ni en la ciencia, tampoco fueron admitidos en el servicio religioso. A diferencia de los ingleses que colonizaron el norte del continente sin mezclarse con los indios, en la colonia española fue proverbial la promiscuidad. Antes de terminar el siglo XVII, además de los criollos que eran descendientes directos de los españoles y los mestizos, la mayoría huérfanos de padre español y madre india, ya se catalogaban malamente como razas: al castizo que era hijo de mestizo y española; español, hijo de castizo y española; mulato, hijo de español y negra; morisco, hijo de mulato y española; salta atrás, el que tenía rasgos de negro aunque naciera de padres blancos; chino, el hijo de salta atrás e india; lobo, hijo de chino y mulata; jíbaro, hijo de lobo y mulata; albarrazado, el hijo de jíbaro e india; cambujo, hijo de albarazado y negra; zambo o zambaygo, hijo de cambujo e india y también el de negro e india; zambo prieto, el hijo de negro y zamba; calpan mulata, el hijo de zambo y mulata; tente en el aire, el hijo de calpan mulata y zamba; no te entiendo, hijo del tente en el aire con mulata; ahi te estás, el hijo de no te entiendo e india. A esta primera clasificación se agregarían un par de docenas por la mezcla posterior de chinos, filipinos y las múltiples variantes en el variopinto meztizaje. Sería hasta el siglo XIX, con los primeros antropólogos, cuando resultaría como conclusión evidente a la luz de la ciencia, la religión y la política, que sólo existe una raza, la

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humana, en la que todas las anteriores clasificaciones bajan al rango de características étnicas. El objetivo primario de los reyes de España en la inmensa colonia tuvo dos objetivos: evangelizar a los indios y reformarlos a modo honesto de vivir para convertirlos en súbditos y cristianos. Sobre la marcha se decidió el método, diseñado por el mismo Hernán Cortés con criterios económicos y militares. Segregar a los grupos indígenas en poblaciones a distancias calculadas de los asentamientos españoles; consentir en la propiedad privada y comunal de la tierra; libertad de comercio y de matrimonios aún con españoles; conservar sus antiguas costumbres, excepto las contrarias al derecho natural y al evangelio; ser gobernados por sus propios caciques y, ser educados e instruidos en el cristianismo. Se les exceptuaba del servicio militar, por la natural desconfianza a las sublevaciones, y al pago del diezmo, por contar sólo con su fuerza de trabajo; en los casos de conflicto con el hacendado y el encomendero, las leyes de Indias obligaban a los fiscales del rey -funciones que con frecuencia asumieron los misioneros-, a representarlos gratuitamente en los tribunales, una novedosa protección legal muy cercana a los actuales Ministerios Públicos, que como aquellos escribanos reales se instituían “de buena fe”. En el camino a convertir al indígena en el súbdito que el monarca deseaba, se planteaban dos barandas muy claras de autoridad para la convivencia social, entre la religión y la política. La conversión de los naturales a la fe católica fue un fenómeno distinto al de las salvajes guerras europeas por motivos de la fe. La imposición de una creencia por otra no tuvo los excesos con los que se sometió a los cátaros en Francia, la persecución de los judíos y ni siquiera en la liberación de españa de la dominación de los moros. En la colonia, el radical cambio de creencias religiosas no provocó conflictos, sino que habría sido resultado de la conquista, una consecuencia más amable que la de la servidumbre y la explotación. Más aún, el cambio de religión puso a salvo a la población indígena de los atropellos de los vencedores. Los caciques ejercían una autoridad suprema sobre los naturales que llegaba incluso a ordenar el cambio de una deidad por otra, a promover el bautismo, la regulación de los matrimonios conforme al nuevo rito, lo mismo con los demás sacramentos como el bautizo y la extremaunción, el último servicio del pastor con el que estaba en tránsito de

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viajar al paraíso para volverse a ligar con el Dios que lo había creado. El cacique habría sido un factor fundamental para atraer al nuevo culto a los naturales, en muchos de los casos no fue por convencimiento sino por conveniencia, una orden más en la vieja lógica de callar y obedecer que facilitó la evangelización, la llegada de una religión que no era muy distinta en el fondo y en la forma, en los contenidos y en la liturgia a la que ellos profesaban. No había desde luego ni atisbos de democracia en la nueva sociedad. Los naturales venían de un régimen autoritario y dictatorial; lo mismo que la monarquía de los españoles, los caciques trasmitían por herencia los cargos a sus descendientes. La vida comunitaria en los pueblos mesoamericanos reproducía el esquema de autoridad del Tlatoani al que todos rendían tributo. Con apenas algunos matices, en cada región prevalecía la misma organización para la leva, la recaudación de impuestos, la distribución del trabajo y el estamento sacerdotal como intermediario con la divinidad. Para el español, todas las funciones del gobierno en un esquema piramidal dependían del monarca, que se reservó totalmente la facultad de legislar por la vía de los decretos, pero que delegaba funciones administrativas y judiciales, en la Nueva España en un virrey que lo representaba personalmente y del que dependía el resto de la burocracia. Asociado al gobierno civil de los españoles operaba la autoridad eclesiástica; era un paralelismo simple para el indígena con sus antiguos señores asesorados por la casta sacerdotal, que como sucedería reiteradamente en la colonia, con frecuencia los obispos eran virreyes, lo mismo que en el tlatoani coincidían las funciones de sumo sacerdote; la semejanza autoritaria llegaba en los casos extremos del rito y la procuración de justicia hasta la piedra de los sacrificios, que para la civilización occidental era la hoguera del Santo Oficio. Ambos, el tenochca y el español, hacían espectáculo de la justicia en la pirámide y en plaza pública, con los sacerdotes a cargo de los procesos. Para 1550, un censo de población general consignaba en la Nueva España unas mil 300 familias con rango de “conquistadores”, con alrededor de siete mil españoles, la mayoría de ellos andaluces, castellanos y extremeños. Entre las primeras oleadas de los europeos que

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vinieron a hacer la América, además de un centenar de belgas, holandeses y alemanes que burlaron las disposiciones reales que expresamente les prohibían la residencia, llegaron docenas de clérigos rebeldes y de malas costumbres, que por su mala influencia y vida disipada eran reasignados por sus superiores a los monasterios en despoblado y luego castigados en las perdidas poblaciones de la colonia. Los primeros y más entusiastas misioneros fueron los franciscanos; luego llegaron los dominicos y los agustinos. Sus superiores tardarían 25 años en establecer la jerarquía católica con los primeros cinco obispados que se dedicaron a fundar escuelas, construir conventos, iglesias, hospitales, almacenes y, en competencia con el encomendero, a organizar la producción industrial y agrícola con novedosos sistemas y herramientas de fierro para los naturales. En ese primer tramo, los franciscanos levantaron en 50 años unos 130 conventos que atendían 700 frailes; los dominicos fundaron 40 misiones con 210 clérigos, mientras que unos 200 agustinos trabajaron en 46 casas. Sus escuelas e instituciones en el centro de los poblados y ciudades se edificaron alrededor del tianguis, el centro de la comunidad. A propósito del comercio se congregaba por lo menos una vez a la semana la población; la plaza como el corazón del pueblo flanqueda por edificios simbólicos: la iglesia con su escuela adjunta; la alcaldía y a su costado la cárcel; el tribunal y la caja comunal. El esquema de agrupar al indígena en poblados funcionó para la distribución equilibrada de la población, organizar el gobierno y la catequesis en regiones cada vez más amplias y dependientes del centro. En esos poblados se ensayarían audaces experimentos pedagógicos como las casas de instrucción para niñas no mayores de cinco años, las hijas de los macehuales a las que se educaba en la lengua, manualidades y la religión con la misión de que las doncellas promovieran la fe con sus padres y luego con sus maridos, una proyección mejorada del modelo educativo vigente en España, que a largo plazo consolidó la evangelización en la colonia. Una vez organizado el gobierno de la iglesia, se fueron perfeccionando funciones clave del clero, como la de la recaudación de impuestos. El rey era el propietario de los diezmos, pero al principio entregaba una cuarta parte del total a los obispos, destinado al gasto corriente de las diócesis en expansión; al final de la colonia, el monarca, en una sim-

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plificación administrativa, sólo recibía el quinto real, un 20 por ciento neto de los gravámenes a toda la actividad económica que alentó la acumulación de la riqueza. Aquellos primeros misioneros carecían de anhelos de riquezas y de honores, casi todos eran pobres hasta la miseria, aún cuando muchos de ellos provenían de familias acomodadas; se les reconoce abnegación hasta el sacrificio y una valentía a toda prueba para adentrarse a territorios desconocidos e inhóspitos. Fueron sin duda instrumentos de una gran transformación sin los que no se explicaría la evolución social, política y económica de la colonia. En los 300 años de la colonia prevaleció la armonía entre los poderes material y espiritual. El conquistador, con algunas restricciones de la corona para el desarrollo de industrias y cultivos, utilizó a los vencidos y los fabulosos recursos naturales para construir fortunas formidables y alimentar a la corona de recursos inagotables, que se fundieron en la guerra y en los interminables pleitos entre las casas reinantes. La obra de los misioneros, la evangelización, le dio cohesión e identidad a la colonia. La profunda religiosidad de los pueblos prehispánicos se fundió cabalmente en el concepto católico, modelando el caracter y el temperamento de toda la pirámide social, organizando en categorías inmutables el orden político y económico en paralelo a la evolución del imperio Español, que llegaría a su máximo esplendor como una de las potencias del mundo poderosa en todos los ordenes, alimentada y financiada con los abundantes recursos inacabables provenientes de sus colonias.

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Guadalupe, el sincretismo

La Virgen de Guadalupe

La imagen aparece en una bella leyenda de flores y deslumbrantes mensajes, diez años después de consumada la conquista, en el inicio de la evangelización. La virgen morena está presente en todo el proceso de transculturación a lo largo de cinco siglos, del sincretismo religioso. Estandarte y causa en las guerras de independencia y cristera, símbolo de la identidad nacional, código de sociedades secretas, motivo de culto multitudinario en su Basílica, la más visitada del mundo. El estudio y la polémica de la imagen permanecen vigentes de los teólogos del siglo XVI, historiadores de la colonia a los científicos contemporáneos.

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Guadalupe, el sincretismo

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l culto guadalupano inicia diez años después de la caída de la gran Tenochtitlan. Mientras el conquistador se daba a la ingrata tarea de pacificar el enorme territorio y someter violentamente uno a uno a los pueblos que formaron la triple alianza y aquellos que resistieron al dominio azteca, la otra pinza de la dominación, la conversión de los naturales a la fe católica, era emprendida por los primeros misioneros en medio de una serie de contradicciones. Es entre la espada y la cruz que se aparece la Virgen de Guadalupe a Juan Diego en el cerro del Tepeyac, el martes 12 de diciembre de 1531. Los misioneros no avanzaban mucho en la evangelización, en parte por el mal ejemplo del aventurero español que esclavizaba a los naturales y abusaba en todas las formas de ellos, además de las dificultades del idioma. La virgen morena sería el símbolo de que la nueva fe era un regalo de amor y concordia y no sólo de opresión e injusticia. La imagen es toda una catequesis; siete años después de las apariciones, ocho millones de nativos se habían convertido a la fe católica, una gran hazaña de evangelización sin precedente. Durante varios días de diciembre, la virgen se le había aparecido a Juan Diego hablándole en su propia lengua, el náhualtl. Al identificarse, María usó la palabra “coatlallope”, un sustantivo compuesto formado por “coatl”, serpiente, la preposición “a” y “llope”, aplastar; es decir, se definió como “la que aplasta la serpiente”, un significado más occidental y acorde con la tradición pictórica mariana. Otros lingüistas reconstruyen el nombre como “Tlecuauhtlapcupeuh”, que significa:

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“La que procede de la región de la luz, como el Águila de fuego”. De cualquier manera, el vocablo náhualtl muy cercano en la simbología a la doctrina cristiana sonó a los oídos de los frailes españoles como el extremeño “Guadalupe”. La leyenda es hermosa, más cerca del romanticismo de los poetas nahoatlacas en su admiración por las flores, los pájaros, la música de la naturaleza, la belleza y la plástica, que de la rigidez de la nueva doctrina religiosa. Para que el indio Juan Diego convenciera al obispo Fray Juan de Zumárraga de que la señora pedía se le construyera un santuario, lo envió con un regalo de rosas, una especie que no existía en el nuevo continente y menos en el invierno. Al entregar el presente, se había impreso en el ayate la imagen de Santa María de Guadalupe. Al paso de los siglos, la venerada imagen de los mexicanos alcanzaría rango de Códice para la cultura occidental, toda una crónica del nuevo mundo y un mensaje del cielo que a la fecha sigue sorprendiendo a los científicos que la estudian. El Papa Benedicto XIV la eleva a patrona de los mexicanos, un reconocimiento a los cultos regionales americanos. Sería hasta el pontificado de Juan Pablo II, en el siglo XX, que el culto guadalupano tendría carácter universal y se elevaría a la categoría de santo al indígena, una confirmación eclesiástica tardía del sincretismo de dos culturas en la misma religión, el símbolo del nacimiento de un nuevo pueblo, parte indígena y parte español, que no se entendería sin los valores religiosos. En la suma, la imagen guadalupana considerada por propios y extraños como el símbolo de la identidad nacional. No se podrían explicar sólo con elementos históricos algunos aspectos decisivos de la historia de México y de su evolución política, sin tener en cuenta el temprano milagro de Guadalupe. La conquista fue dramática, violenta y salvaje, diezmó a la población indígena, en parte por los miles de muertos en las desiguales batallas entre la espada y el pedernal y en parte por las pandemias como la de la viruela, que fue determinante en la caída de la gran Tenochtitlan, además de las dolorosas divisiones y contraposiciones que destruyeron “el único mundo”, el imperio político nahuatl, fundamentado en el poder militar y el mandato de los dioses. La Virgen de Guadalupe aparece en un lugar significativo para el mundo indígena, en el cerro del Tepeyac, un territorio en el que

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antes se veneró a Tonatzin. Guadalupe se convirtió en paradigma de una nueva historia religiosa y de encuentro entre dos mundos hasta ese momento en violenta contraposición. Su bondadosa presencia no sólo se impuso en la tarea evangelizadora. La virgen morena trascendió a la Nueva España, en la que penetraban los valores estéticos de la península que tardaría en llegar a su poderío y esplendor. La raza de bronce de la que habló José Vasconcelos asumía su propia identidad con el peso de la dominación política y el sincrestismo religioso. La imagen matriarcal de la guadalupana estará presente en los grandes movimientos revolucionarios; en la independencia es el estandarte del ejército insurgente; el símbolo de los combatientes cristeros; la referencia de sociedades secretas nacionalistas como la de los “guadalupes”, que fue base de apoyo y servicio de inteligencia durante los once años de la guerra de independencia y eslabón para la otra conjura que consumaría la independencia; fue ícono de los dos imperios, el de Agustín de Iturbide y el de Maximiliano de Habsburgo; se trata de una presencia permanente a lo largo de la historia de México. Hoy en día, la Basílica de Guadalupe es el santuario mariano más visitado del mundo, supera en poder de convocatoria a Lourdes y Fátima y tal vez a Palestina, la Tierra Santa que sigue en permanente disputa cada vez más violenta entre cristianos, musulmanes y judíos, mientras que en México, su culto es símbolo de unidad, de paz y amor. Se estima que cada año la Basílica de Guadalupe recibe más de 30 millones de feligreses en peregrinaciones que llegan a la capital política y religiosa del país por distintos medios, de todas las regiones. La imagen, considerada como invaluable por las asociaciones de valuadores y en los estándares financieros, está presente en cada taxi, autobús urbano, en cada vivienda y más recientemente obsesiona a los grafiteros, incluidos los que emigraron o crecen en los Estados Unidos. De la primera ermita de 1535 a la Basílica actual habría historias y leyendas que abonan el romanticismo alrededor de la guadalupana. En la abundante literatura del culto cabe todo: “el santuario tiene forma redonda que simboliza la tienda que albergaba el Arca de la Alianza en su marcha por el desierto; las lámparas interiores que cuelgan del techo

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recuerdan la nube que guiaba al pueblo de Dios día a día y la refulgente pared de oro que sostiene el cuadro, representa la columna de fuego y luz que indicaba el camino durante la noche”, dice una de las decripciones para consumo de los extranjeros. Existen sobradas pruebas históricas sobre la existencia de Juan Diego a partir de la tradición oral, fuente decisiva para el estudio de los pueblos mexicanos, cuya cultura era principalmente trasmitida de una generación a otra en forma oral. Esta tradición suele obedecer a cánones bien precisos y, en el caso de Guadalupe, siempre confirma la figura histórica y espiritual de Juan Diego, sin el cual además no podría haber culto guadalupano. Un primer problema es que estas versiones orales se compilan formalmente cien años después, sin los testimonios de los primeros testigos. La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe quedó impresa en un tosco tejido hecho con fibras de maguey. Se trata del ayate, usado por los indios para acarrear cosas y no de una tilma, que usualmente era de tejido más fino de algodón. La trama del ayate es tan burda y sencilla que se puede ver claramente a través de ella, y la fibra del maguey es un material tan inadecuado que ningún pintor lo hubiera escogido para pintar sobre él, concluyen los especialistas que la siguen estudiando. Sólo por los materiales de que está hecha, la imagen es una maravillosa síntesis cultural, una obra maestra que presentó la nueva fe de manera tal que pudo ser entendida y aceptada inmediatamente por la población indígena. La rica y complicada simbología que contiene este cuadro-códice, cada detalle de color y de forma, es parte de un mensaje teológico, demasiado avanzado aún para esta época. El rostro impreso en el ayate es el de una joven mestiza; una anticipación, pues en aquel momento todavía no habían mestizos de esa edad en México. La población mesoamericana no había conocido más forma de gobierno y de organización social que la del tlatoani, cuyos únicos límites a su poder eran los dioses; la dominación española se sustentaba igualmente en la religión. La Bula del papa Alejandro VI “Inter Caetera” concedía a perpetuidad a la corona española todas las tierras e islas situadas cien leguas al occidente de las Islas Azores y de Cabo Verde, con la condición de atraer al culto de “Nuestro Redentor” y al conoci-

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miento de la fe católica a “inúmeras gentes que andan desnudas y que no se alimentan de carne”. A los vencidos se imponía por la fuerza militar un vasallaje total. A la nueva generación de mestizos, a la mezcla de los peninsulares con los nativos, se anticipa con Guadalupe una nueva esperanza. La imagen tendría otros significados para las siguientes generaciones. El manto azul salpicado de estrellas es la “Tilma de Turquesa” con la que se revestían los grandes señores tenochcas que indica la nobleza y la importancia del portador. Los rayos del sol que circundan totalmente a la Guadalupana enfatizan que ella es la aurora del sexto sol, en una gran coincidencia con la religión vencida. “Esta joven doncella mexicana está embarazada de pocos meses, así lo indican el lazo negro que ajusta su cintura, el ligero abultamiento debajo de éste y la intensidad de los resplandores solares que aumenta a la altura del vientre. Su pie está apoyado sobre una luna negra -símbolo del mal para los mexicanos-, y el ángel que la sostiene con gesto severo, lleva abiertas sus alas de águila”. En esos primeros años del nacimiento de una nueva nación, hay otras similitudes en la religiosidad de indígenas y españoles. Los sacerdotes aztecas vestían de negro como los frailes dominicos y el oscuro café del sayal de los franciscanos; revestidos de autoridad divina, los ministros de culto a nombre de una presencia invisible impartían los sacramentos; es casi el mismo ritual de imponer nombre a los niños, certificar matrimonios y defunciones; en la misa cristiana se come la carne y se bebe la sangre en conmemoración de Cristo, casi una evocación del terrible culto a Huitzilopochtli; pero es el culto guadalupano el que sincretiza con un primer impulso nacionalista, con una virgen morena, la fusión de ambas religiones en una sola que se mantiene como lazo de unión y código social hasta la fecha. El teatro como instrumento de evangelización puso en escena los relatos bíblicos, facilitó la comprensión de abstracciones y profundas revelaciones teológicas a los naturales; el concepto de la Santísima Trinidad, que obsesionó a los padres de la iglesia, resultó ser una idea sencilla para los indígenas que entendían la creación en cuatro polos cardinales, principios de vida más simples como el agua, el fuego, el

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aire y la tierra; la vida eterna después de la muerte; la existencia de un paraíso para la felicidad plena y la venida del salvador como la promesa de Qutzalcoátl. Enmedio de la evangelización, el complemento de la dominación política que a cambio del dolor y el sufrimiento prometía otra vida permanente de felicidad en otro mundo, estuvo siempre presente la autoridad espiritual del misionero como intermediario del hombre con Dios y la amable presencia de Guadalupe para reconfortar a los vencidos. La otra propuesta

El conquistador español y los misioneros que los acompañaban en los primeros años de la colonia propusieron, como alternativa en el culto a la madre de Dios, a la Virgen de los Remedios, cuya leyenda sería mucho más antigua que la de Tonatzin, la matriarca de la cosmovisión tenochca y por supuesto que anterior a la de su rival, la Virgen de Guadalupe; la leyenda de la virgen rubia se remontaría al Toledo visigodo del siglo VIII, entre historias de amor de la nobleza que se mezclan con pasajes bíblicos del antiguo testamento. La historia visigoda que adopta el pueblo de Toledo no precisa el origen de la imagen de la virgen blanca, que con un niño en brazos fue colocada en una cesta de mimbre para proteger a un recién nacido que resultaría ser Don Pelayo, quien como Moisés en el pueblo judío, fue el libertador del pueblo español. Su madre Doña Luz no era una perseguida política como la del líder que condujo a los hebreos a la tierra prometida, sino una bella mujer de noble cuna que, acosada amorosamente por el rey Witiza y encerrada en un castillo, se enamora de otro y para ocultar el fruto de sus amores con el Duque de Cantabria, confía a su hijo al cuidado de la Virgen que siete siglos después, en la huida del maltrecho y derrotado ejército español en la noche triste, fue venerada como la Virgen de los Remedios. Aquel niño que se convertiría en caudillo fue depositado en el Río Tajo y rescatado aguas abajo en la Villa de Alcántara, en Extremadura, por un noble, Don Garfres, quien sin saber quienes eran sus padres adoptó a la criatura, se guardó las joyas que iban en la cesta y entregó la protectora imagen a la Iglesia de Santiago. La siguiente noticia de la imagen es ocho siglos después, cuando la guarda un soldado extremeño

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que marchaba a la campaña de Italia, quien a su regreso la entregaría a su hermano menor, Juan Rodríguez de Villafuerte, que se alistaba entre los aventureros que navegarían a conquistar el nuevo mundo para que, como a él, le diera fortuna y remediara sus heridas. De esta referencia muy posiblemente el nombre de la Vírgen de Los Remedios y la custodia de soldados de Extremadura, la tierra natal del conquistador Hernán Cortés. Documentos más confiables consignan que la imagen de la virgen toledana fue depositada junto a una cruz en el Templo Mayor por Rodríguez de Villafuerte, al tiempo que sus capitanes prohibían los sacrificios humanos. De ese lugar su mismo guardián la habría rescatado antes de huir con sus compañeros el 20 de junio de 1520 de la gran Tenochtitlan. Según la crónica, el soldado prefirió salvar la imagen que el oro robado del tesoro azteca. En la huida del ejército español, a la altura de Naucalpan en un cerro que se llamaría de Los Remedios, la virgen fue ocultada en la oquedad de un maguey, donde permanecería intacta los siguientes 20 años. Su nuevo guardián sería el cacique Otomí Cecuauhtli, bautizado luego como Juan del Aguila Tovar, quien la llevó a su casa, pero como la imagen escapara una y otra vez al lugar donde había estado oculta, decidió entregarla a los frailes de Tacuba, que le erigieron una primera y modesta ermita. El virrey Martín Enríquez de Almanza y el Arzobispo Pedro Moya Contreras autorizaron en 1574 la construcción de un santuario más decoroso sobre la ermita en ruinas, siendo los patronos el Cabildo y el Regimiento de la Ciudad de México, organismos integrados ambos exclusivamente por españoles. Pasaría medio siglo para que el santuario contara con torres y se construyera el crucero de la iglesia, además de una casa para dar alojamiento a los pobres y a los peregrinos y luego residencia de virreyes, arzobispos, oidores, inquisidores y personas principales. Fue desde el principio una imagen de, por y para los peninsulares, la protectora del conquistador extremeño. Un duelo

Se conocen varias hipótesis de los motivos del generalísimo del Ejército Insurgente don Miguel Hidalgo y Costilla para explicar la retirada de las goteras de la Ciudad de México, que se encontraba desguarnecida.

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Estaba a un paso de obtener una contundente victoria militar para consumar la independencia y sin embargo decidió retirarse. Una versión la ofrece el mismo padre de la patria, para quien no fue una derrota sino una retirada estratégica, en el sentido de que “el vivo fuego que por largo tiempo mantuvimos en el choque de Las Cruces debilitó nuestras municiones…por ese motivo no resolvimos el ataque y si retroceder para habilitar nuestra artillería”. A este argumento se agrega la desazón del Cura de Dolores por las muchas bajas que había sufrido en la batalla del Monte de las Cruces y la suposición de que en la Ciudad de México el combate sería más sangriento, casa por casa. Otra versión apunta a que don Miguel Hidalgo se desalentó por la falta de informes precisos de sus espías, quienes le habían asegurado que bastaría con que se aproximase a la capital de la Nueva España para que la ciudad se levantara en armas, lo que le permitiría entrar triunfalmente, sin disparar un tiro, un argumento que ofrecería a sus detractores, simpatizantes de la independencia como él, pero que le reprochaban la desarticulación del aparato económico, la destrucción de la riqueza y de los negocios. Los informes que recibía de los conjurados en su campamento eran en el sentido de que todavía no había un respaldo popular a la causa que apenas trabajaban los conspiradores. Una tercera versión apunta a la preocupación del jefe del Ejército Insurgente por la proximidad de las tropas de Calleja y el Conde de Flon, que avanzaban desde Querétaro a marchas forzadas a socorrer la Ciudad de México por instrucciones del Virrey Venegas y temía quedar encerrado a dos fuegos, sin municiones suficientes y con serios problemas para abastecer y alimentar a un ejército de más de cien mil hombres, que urgidos de provisiones y sin disciplina, podrían entrar a saquear y destruir la capital. La versión más común, la que disculpa a Hidalgo del error estratégico, es que quiso evitar los desórdenes y saqueos que las tropas causarían. Es también la hipótesis que más cuestionan otros historiadores, como su contemporáneo Lucas Alamán, víctima con su acaudalada familia de la primera violencia revolucionaria en su natal Guanajuato,

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donde permaneció escondido en el aljibe de la casa paterna mientras duró el asalto y la masacre en la Alhóndiga de Granaditas. Para Jorge Ibargüengoitia, que encuentra el sentido del humor en toda la zaga insurgente, particularmente en “Los Pasos de López”, la retirada del Ejército Insurgente de la inerme capital pudo ser por la amenaza del Virrey Venegas de degollar a su cuñada, la viuda de su hermano Manuel, que efectivamente se encontraba presa junto son sus pequeños sobrinos; además de otra doncella, que con uno de los vástagos de Don Miguel Hidalgo paradójicamente había emigrado de la Villa de San Felipe, en Guanajuato, a la capital por ser un territorio más seguro. Una última hipótesis plantea un duelo de fe entre los insurgentes devotos de la Virgen de Guadalupe y los españoles, que en tan comprometido trance se encomendaron a su patrona, la virgen de Los Remedios. Mientras que en el campamento insurgente toda jornada iniciaba con la misa, con el estandarte de la guadalupana en el altar, a sólo unas leguas de distancia, mujeres, niños y ancianos marchaban en peregrinación para rogar a la protectora de los solados extremeños piedad en el holocausto que se avecinaba. Los peninsulares avecindados en la capital del virreinato tenían fundadas razones para esperar lo peor, los informes confirmaban el odio de los caudillos, el rencor social de las masas contra el opresor español como responsables de 300 años de injusticias; sabían del mal trato que se había dado a los europeos capturados desde el inicio de la revuelta en el pueblo de Dolores, el despojo de sus bienes, la masacre en la Alhóndiga y el hecho de que se les señalara como el principal enemigo de criollos y mestizos. El mismo caudillo Don Miguel Hidalgo, que como razón principal de la causa decía defender los derechos de Fernando VII, en su arenga inicial convocó a “coger gachupines”, aunque justo es decir que hasta ese momento no se había pasado por las armas a ninguno de los prisioneros, todos los españoles muertos cayeron en combate. De independencia y no de defensa del monarca español se hablaba en las conjuras que proliferaron en la Nueva España antes y durante el inicio de la insurgencia. Entre los más cercanos a Hidalgo se discutía en términos de estrategia el valor o la conveniencia de seguir encubrien-

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do el movimiento independentista a favor de un rey gachupín. Hasta la firma de la Constitución de Apatzingan, los rebeldes matizarían el verdadero objetivo libertario, pero en cambio, en lo que jamás hubo divergencias ni variantes fue en la defensa a ultranza de la religión católica, por eso rezaron con fervor los españoles radicados en la Ciudad de México. Horas antes de la que pudo ser la gran batalla por la capital, se habrían considerado argumentos militares y políticos, pero no los religiosos que vinculaban a los dos bandos. A la intercesión de la virgen, a la de Los Remedios, finalmente se atribuiría el milagro por parte de los realistas, la inexplicable retirada del ejército insurgente rumbo a Guadalajara y a la primera gran derrota. Otra vez la señora de los peninsulares, invocada en los momentos desesperados de la guerra, acudía a remediar sus males. Muchos años después, el dictador Porfirio Díaz en la plenitud de su poder, mandó traer al despacho presidencial al Abad de la Basílica del Tepeyac, que como le sucedería al finalizar el siglo XX a su colega Guillermo Schulemburg, dudaba de las apariciones guadalupanas o con rigor de historiador trataba de fundamentar el culto guadalupano. Le dijo que puesto que dudaba de las apariciones, tendría la certeza de las desapariciones, con lo que terminó la polémica. El viejo dictador, el más exitoso de los generales liberales triunfantes finalmente había logrado pacificar al país, apaciguar con la ayuda no tan velada del clero, los rescoldos de la guerra de reforma y de la intervención francesa. Su gobierno había llegado a un acuerdo, a una tregua en la separación de los asuntos del Estado y de la Iglesia, en la que no estaba a discusión el tema religioso. En el proceso, el culto guadalupano se había consolidado como símbolo de identidad. La duda sobre la existencia del indio Juan Diego, sin el cual se derrumbaría la esperanza guadalupana, era intolerable, no estaban las condiciones del país para polémicas de teólogos e historiadores, no para el consumo de las masas. Francisco Martín Moreno, en su texto “México frente a Dios”, relata el chantaje de que fue víctima el poderoso dictador por parte de

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la jerarquía eclesiástica para que renegara de sus principios liberales y abjurara la Constitución de 1857, como condición para casarlo con su sobrina Delfina Ortega, que agonizaba. Ella le había pedido como último favor que la desposara para no morir en pecado y en ruta directa al infierno, como se lo explicó su confesor. La discreta ceremonia matrimonial y el suspenso de la Constitución que lastimaba los derechos del clero, sería sólo un oscuro espisodio de la estrecha relación de los asuntos políticos y religiosos. Anexo 1

En todo el trayecto histórico desde las apariciones en 1531 a la fecha, el culto guadalupano crece y tiene más devotos, sobrevive a la corrosión incluso de los medios electrónicos de comunicación. El debate imposible entre teólogos e historiadores ahora se plantea entre científicos, como un argumento más para la evangelización contemporánea. La imagen guadalupana ha sufrido graves atentados, ha salido incólume de ácidos corrosivos, de una bomba de gran tamaño que, en 1921, un desconocido escondió entre flores que malvadamente le ofrecía. Al explotar, la bomba causó gran destrucción. El crucifijo de metal que estaba cerca de la Virgen quedó retorcido y sin embargo, la imagen de la Virgen quedó intacta. El cristal del marco de su imagen no se rompió. Llama la atención de los expertos en distintas materias la tela del ayate sobre el que está la imagen; es de fibra vegetal de maguey. Esta fibra se descompone por putrefacción en veinte años o menos, Así habría sucedido con varias reproducciones de la imagen que se han fabricado con este mismo tejido. Pero el ayate ha resistido más de 470 años en perfecto estado de conservación. No se sabe por qué este ayate es refractario a la humedad y al polvo. La tela estuvo 116 años expuesta a las inclemencias del ambiente, sin protección alguna contra el polvo, la humedad, el calor, el humo de las velas y el continuo roce de miles y miles de objetos que fueron acercados a la venerada imagen, además del constante contacto de manos y besos de innumerables peregrinos. Todo esto sin que se haya deshilachado ni desteñido su bella policromía. La pintura que cubre la tela es otro misterio. El científico alemán Kuhn, premio Nobel en Química, concluyó que: “estos colorantes no

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son ni minerales, ni vegetales, ni animales”. Aunque tampoco pudo explicar el origen de los pigmentos que dan color a la imagen, ni la forma en que ésta fue pintada. Se podría pensar que la tela ha resistido tanto porque la habrían encolado y preparado de manera especial como a otras pinturas famosas, para que tuviera gran resistencia. Pero el experto Callaga, del instituto espacial NASA, la ha analizado con rayos infrarrojos y ha descubierto que la tela no tiene ningún engomado ni preservativos; tampoco puede explicar cómo esa imagen ha resistido cuatro siglos en un lienzo tan ordinario. Además, los rayos infrarrojos revelan que la imagen no tiene esbozos previos -como se ve en los cuadros de Rubens y Tiziano-, sino que fue plasmada directamente, tal cual se la ve, sin tanteos ni rectificaciones. La imagen no tiene pinceladas. La técnica empleada es desconocida en la historia de la pintura. Es incomprensible e irrepetible. Un famoso oculista, Lauvvoignet, examinó con un poderoso lente la pupila de la Virgen y observó que en el iris se ve reflejada la imagen de un hombre. Esto fue al principio de una investigación que condujo a los más inesperados descubrimientos. Por medio de la digitalización se observa en la pupila de una fotografía todo lo que la persona estaba mirando en el momento de tomarse la foto. El Dr. Tosnman, especializado en digitalización, le ha tomado fotografías a la pupila de la Virgen de Guadalupe. Después de ampliarlas miles de veces, logró observar detalles imposibles de ser captados a simple vista. Ha descubierto lo que la Virgen miraba en el momento de formarse la imagen en el ayate. Los detalles que aparecen en las fotografías de la pupila de la Virgen de Guadalupe son: un indio en el acto de desplegar su ruana ante un religioso; un franciscano en cuyo rostro se ve deslizarse una lágrima; un hombre con la mano sobre la barba en señal de admiración; otro indio en actitud de rezar; unos niños y varios religiosos franciscanos más. O sea, todas las personas que según la historia de la Virgen de Guadalupe, escrita hace varios siglos, estaban presentes en el momento en que apareció la sagrada imagen. Lo que es radicalmente imposible es que en un espacio tan pequeño, como la córnea de un ojo situado en una imagen de tamaño natural, es el detalle que ni el más experto miniaturista pudiera pintar en todas

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esas imágenes que ha sido necesario ampliar dos mil veces para poderlas advertir. La ciencia moderna se queda sin explicaciones ante el misterio de la imagen de la Virgen de Guadalupe. Es una realidad irrepetible. Sobrepasa todas las posibilidades naturales, por lo que se puede decir que estamos ante un hecho sobrenatural. Un ayate que no se corrompe. Unos colores que no fueron pintados. Una pupila que contiene toda la escena y todas las personas del momento del milagro.

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Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra

Fray Servando Teresa de Mier

El jesuita de Monterrey escandalizó a la jerarquía católica de su tiempo. De la revisión del dogma religioso pasó al debate al más alto nivel de los asuntos terrenales de la política. Conspirador irredento, desterrado y preso político, rebelde por vocación, inconforme por sistema, criollo a ultranza, adelantó con su sólida formación intelectual y la cultura mundana del trasterrado a la clase política de su tiempo, a la que conjuró contra la corona, a la que negoció el final de la lucha armada, a la que imaginaba a la nueva nación independiente.

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e entre los más de 200 clérigos que participan activa y directamente en la guerra de independencia en el bando insurgente, para los fines de este texto destacan tres.

En primer término el iniciador de la insurgencia, un guanajuatense, Don Miguel Gregorio Ignacio Hidalgo y Costilla; el precursor, aristócrata criollo, luchador social y extraordinario polemista regiomontano Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, y; el estadista y militar michoacano Don José María Teclo Morelos y Pavón. Los tres criollos -el michoacano mestizo con algo de sangre negra-, bachilleres ilustrados, teólogos, escritores, maestros, predicadores, polemistas y políticos. En conflicto los tres con el alto clero por diversos motivos personales e ideológicos, teológicos y administrativos, cada uno en un par de lustros representan sobradamente en el nuevo continente el conflicto que germinaba al interior de la iglesia católica, cuando el imperio español asociado al Vaticano se convulsiona por la invasión francesa y más claramente durante la guerra y los acuerdos políticos que cristalizaron en la independencia. Don Miguel es el parteaguas de la historia de México, el punto de partida de esta reflexión sobre la religión y la política; el antes y después de las luchas sociales, de los conflictos por el poder y paradigma en el concierto universal que cuestiona a la monarquía que se derrumba al simbólico tañer de una campana en un modesto pueblo de Guanajuato, Dolores Hidalgo, hoy justamente denominado “Cuna de la Independencia Nacional”.

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Los motivos del sacerdote de Guanajuato cristalizan en la visión más universal del cura de Carácuaro, Michoacán, que en los cinco años de sus fulgurantes campañas se revela primero como un militar extraordinario, lo mismo en la guerrilla, en batallas formales, en la defensa de una ciudad sitiada, adversario formidable que se enfrenta a lo más selecto de los mandos y la tropa realista, y finalmente como el líder que une bajo un solo mando a las más diversas partidas rebeldes; sin embargo, su más importante contribución a la guerra de independencia es la visión del estadista que convoca al primer Congreso Constituyente en Chilpancingo. Él mismo, con una modestia que no vuelve a aparecer en la historia política del país hasta la fecha, se considera un “siervo de la nación”. Antes que Hidalgo y Morelos, uno criollo que representa plenamente la rebeldía del descendiente español frente a los peninsulares en su lucha permanente por la redención de derechos sociales y oportunidades en el gobierno y las instituciones del virreinato; y el otro, sacerdote mestizo más identificado con la plebe y las castas en la base de la pirámide clasista; antes que ellos destaca la genialidad casi megalómana de Fray Servando, un dominico que remontaba su alcurnia por parte de madre al último emperador tenochca Cuauhtémoc, y por parte de padre al linaje de los primeros conquistadores que luego destacarían como gobernadores y altos funcionarios desde la fundación del nuevo reino de León. Un 12 de diciembre

La vida, la formación y el destino de Fray Servando Teresa de Mier cambió radicalmente un 12 de diciembre de 1794, cuando fue designado por el arzobispado de la Ciudad de México para el emblemático fervorín en el día dedicado a la Virgen de Guadalupe, que congregaba en el Cerro del Tepeyac al más selecto grupo de teólogos y autoridades eclesiásticas. Se trataba de una distinción a la orden de los dominicos y un reconocimiento al joven y prometedor sacerdote, que unas semanas antes había pronunciado una erudita homilía conmemorativa en el homenaje que la autoridad virreynal rendía al “fundador de la nacionalidad”, el conquistador Hernán Cortés.

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Es el mismo Fray Servando el que rescata en sus “memorias” y en sus numerosos artículos regados en Europa, lo que dijo en aquella ocasión que escandalizó a sus superiores por atentar contra la verdad oficial sobre las apariciones de la guadalupana y los significados políticos de su tez morena; es una provocación y fundamento del concepto del criollo, distinto del español en su origen pero con el favor de la virgen morena; es Fray Servando quien, en su defensa en los tribunales eclesiásticos de Europa, ofrece la mejor versión de lo que dijo en esa ocasión acerca del culto guadalupano. “Apenas contaba la América diez años de conquistada cuando comenzó a experimentar la singular protección de aquella mano poderosa que fue la principal autora de sus conquistas... ¿Quién ha oído sus dulces voces sino el dichoso Juan Diego”, recuerda en sus memorias que inició la homilía que lo convertiría en preso de conciencia, reo del rey y del Tribunal del Santo Oficio, perseguido, propagandista y parlamentario de una nueva causa independentista inspirada en el sincretismo guadalupano. Para el doctor en teología era importante fortalecer con mejores cimientos la tradición fundacional del patriotismo criollo con una tercera interpretación del culto guadalupano. Armado con argumentos históricos incompletos, interpretaciones muy subjetivas de los padres de la iglesia y las peregrinas ideas de otros investigadores, elaboró su propia tesis del culto guadalupano, a partir de la necesidad de revalorar lo criollo como postura política frente al peninsular, que escandalizó y enfureció al arzobispo y entonces virrey Alonso Núñez de Haro. El audaz fraile dominico postuló que el apóstol Santo Tomás, “el gemelo”, aquel que se negaba a creer en la resurrección de Cristo hasta que introdujera sus manos en la herida de su costado, habría predicado el evangelio en América y que “derivado de esta predicación, había quedado el culto al señor de la corona de espinas y a su madre, Tonatzin. Santo Tomás, en esta versión que hallaba sus hondas raíces en el acreditado pensamiento de Carlos de Siguenza y Góngora, resultaba ser nada menos que Quetzalcoatl, y Tonanzin, por supuesto, María de Guadalupe. La temprana apostasía de los indios habría provocado que se ocultara la imagen que de propia mano había recibido de la Virgen

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impresa en su capa y que saliera del país por el oriente, prometiendo, como todos sabemos, que habría de regresar. Las apariciones a Juan Diego, en el amanecer del periodo colonial, no tendrían en este esquema otro objeto que el de develar el sitio en el cual, desde tiempo inmemorial, había quedado oculta la imagen. El milagro del Tepeyac obtenía así la ansiada legitimación histórica y seudocientífica”. El político liberal

Fray Servando Teresa de Mier defendería hasta su muerte su herencia aristocrática, su descendencia directa del conquistador español. El incumplimiento de las promesas de los reyes de España a los adelantados fructificaría en el deseo de independencia que coincidiría con una pléyade de intelectuales y liberales a los que conoció en su largo periplo de prisiones en Europa, donde dicho sea de paso jamás fue juzgado por su temeraria tesis de las apariciones de la guadalupana, sino por su activa participación en diversos complots a favor y en contra de la corona, siempre en defensa de lo criollo. Lucas Alamán, que muy joven se encontraba en París en la época convulsa de las campañas napoleónicas, financia la huida de Fray Servando a Londres, Inglaterra. Considera al fraile dominico, más que un parlamentario, como el intelectual de la independencia que todos los criollos y no pocos peninsulares quieren, pero difícil de concretar en el cambiante escenario político de Europa en lo general y de España en particular. Es en esos años en que Fray Servando entra en contacto con lo más selecto de los librepensadores: Jovellanos, Juan Bautista Muñoz, Andrés Bello, José Miranda y los “caballeros racionales” que lideraba Carlos Alvear y que le proporcionarían inexplicables contactos, aunque siempre negaría por conveniencia, secrecía o lealtad a sus propios juramentos, haber militado jamás en la masonería. En esos años, Fray Servando conoce e influencia a grandes personajes del movimiento independentista americano, desde José de San Martín, Simón Bolívar, Francisco Javier Mina y Juan O’ Donojú, que como Virrey finalmente pactaría a nombre de la corona la independencia de México. Los escritos, proclamas y las intrigas de Fray Servando desde los calabozos de la Santa Inquisición aparecen en el trasfondo de la conjura de la Profesa, que encabezaba un antiguo conocido suyo,

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el canónigo Matías Monteagudo; las negociaciones entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero que ponen fin a la lucha armada, y; los acuerdos de Córdoba, entre el Nuevo Virrey O’ Donojú, la regencia y el primer jefe del triunfante movimiento independentista, Agustín de Iturbide. A la llegada a México de O’ Donojú, eran muy pocos los políticos y militares que conocían ni siquiera de oídas al nuevo y último virrey y sus intenciones, salvo Fray Servando, que escribe: “es mi amigo, fue mi coprisionero en Zaragoza y tiene grabado el sello de liberal con los tormentos que le mandó dar Fernando VII. Más no tiene ideas de América, ni de nuestra controversia, pues me dijo en Cádiz que nuestros insurgentes eran rebeldes”. Este nivel de relación con los principales protagonistas del movimiento de independencia, de éste y el otro lado del océano, es la constante en la exhuberante carrera del fraile dominico que, sin colgar los hábitos, dedicaba sus mayores esfuerzos a la actividad política, al debate en los cenáculos del poder, donde se tomaban las decisiones. Es la simbiosis del sacerdote con el revolucionario, liberal, republicano y defensor de lo criollo, lo mismo en el esquema de la decadente monarquía que en el nacimiento de la nueva cosa pública. La desgracia que inició para el prometedor teólogo con la controversia guadalupana, cristalizaba en el parlamentario radical que para entonces proponía reorganizar a todo el continente de habla hispana en tres polos de poder, tres regiones con sede en México, Venezuela y Argentina, para darle un nuevo destino a todas las naciones latinoamericanas que empezaban a naufragar en divisiones internas, a discutir interminablemente la forma del nuevo gobierno y aún volver, como el caso de Venezuela, al seno del vencido imperio español. El fraile dominico fue diputado por el nuevo reino de León a las cortes de Cádiz, en la España de su cautiverio, y después al Congreso Constituyente en la Ciudad de México al que convoca Agustín de Iturbide, siempre en defensa de lo criollo, en radical oposición a la monarquía en todas sus formas y como precursor de la república federal, un crisol de ideas políticas que toma lo mismo del enciclopedismo francés que de

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la naciente nación norteamericana, a la que ve como un peligro para la futura nación mexicana. Como diputado, Fray Servando desata la polémica, en permanente oposición a las formas que se planteaban para el gobierno independiente de la nueva nación, entre la monarquía como única opción conocida del pasado prehispánico y español y las titubeantes propuestas republicanas y federalistas. En el discurso de apertura, el fraile dominico volvería sobre su tesis guadalupana, la herencia criolla, el peligro de la expansión norteamericana y destaca entre la nueva clase política como un referente de las ideas que se exploraban en Europa, no siempre en consonancia con el nuevo mundo. A falta de partidos políticos, los independentistas, monárquicos, republicanos, eclesiásticos y militares se agrupan en torno de las logias masónicas, entre las que Fray Servando despierta lo mismo reconocimientos que recelos. Tiene vínculos y estrechas relaciones con yorquinos, escoceces, racionalistas y guadalupanos y aún participaría de manera lejana y periférica en las primeras conjuras que derivaron en la formación del primer partido político de que se tiene memoria en México, el del “Águila Negra”, del que desconfiaba por la personalidad bonachona y la falta de luces de Guadalupe Victoria, el primer presidente que, en contraste con el intelectual de la independencia y a pesar de su acendrado patriotismo y sus medallas en la lucha armada, no sabía leer ni escribir. Quizá el hecho más conocido de la participación de Fray Servando en el movimiento de independencia es su relación con Francisco Javier Mina, un guerrillero navarro que como él se opone a la monarquía, la que representa Napoleón Bonaparte que tiene a su hermano José como rey de España y la del mismo Fernando VII. Exiliados políticos, ambos coinciden en las tertulias políticas londinenses donde se especula sobre el futuro del nuevo mundo y de sus riquezas, del vacío que deja la corona española y la apertura hacia nuevas formas de organización política amenazadas por el naciente poder de los Estados Unidos, que consolidan su propia independencia de Inglaterra y voltean con descarado afán expansionista hacia los despojos de la Nueva España.

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Son las logias masónicas británicas, los liberales adinerados en sociedad con la corona, los que financian la expedición de Mina a América. La motivación, la coincidencia en la lucha contra el imperio español, es obra de Fray Servando, que viaja en la misma expedición. El guerrillero recluta militares de varias naciones, compra y fleta barcos, compra el más moderno armamento para continuar la guerrilla, que inició en Navarra, en México; Fray Servando insiste en llevar una imprenta, con la que publicaría un par de proclamas incendiarias en cuanto llegó a Soto la Marina. Mina continuaría la expedición hasta el centro del país en una fulgurante campaña que toma desprevenidos a los ejércitos realistas, a los que inflige severas derrotas. Fray Servando, junto a la imprenta, cae prisionero de la Santa Inquisición, que es todavía en la agonía del imperio el brazo ejecutor de la justicia del monarca y de la iglesia, cuyos jerarcas ya dudan sobre la conveniencia de permanecer fieles a un rey esquivo al que le ofrecieron instalarse en México y refundar la corona con la anuencia del Vaticano. Como se sabe, Francisco Javier Mina es apresado en el Rancho del Venadito, en territorio guanajuatense. Su captor, el Coronel Orrantia, lo azota con la espada como a un recluta irreverente, lo fusila por la espalda como traidor y completa el escarnio clavando su cabeza en la punta de una lanza; no lo considera ni siquiera un insurgente, sino un aventurero; un español desleal, traidor al rey, un muchacho desorientado, un trato muy diferente al caballeroso que se dispensaban los militares hechos prisioneros en uno y otro bando. Fray Servando en cambio recibe toda clase de consideraciones del clero, que lo reconoce como uno de los suyos. El proceso que se le instruye en el Tribunal del Santo Oficio resultó muy largo, del 21 de agosto de 1818 hasta el 15 de mayo de 1820, en que el reo, alojado en un convento de la orden de los dominicos, rinde sus últimas declaraciones que convierte en propaganda, panfletos y proclamas en favor de la independencia; se desvanece la controversia sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe y el juicio se monta entre las dudas de los inquisidores, que no podían actuar sobre personas de categoría tan elevada como el rango de prelado pontificial que ostentaba el fraile dominico.

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Por esos días se emplaza la conjura de la Profesa entre los más encumbrados personajes de la clerecía, que a lo largo del movimiento de independencia serán los mejor informados de lo que ocurre en el territorio nacional, y por la vía de Roma de lo que sucede en las cortes europeas. Inexplicablemente un indiciado preso participa, influye y orienta, siempre rumbo a la declaración de independencia, desde su inevitable condición de sacerdote y político, los asuntos de la religión y de la política marchan juntos. Anexo 1

Visión de la América española independiente “Mucho se discurre sobre la organización de gobierno que convendría adoptarse en nuestra América, en caso de su independencia absoluta. Un gobierno general federativo parece imposible y al fin sería débil y miserable. Republiquillas cortas serían presas de Europa o de la más fuerte inmediata y al cabo vendríamos a parar en guerras mutuas. La situación geográfica de América está indicando la necesidad de tres gobiernos que serían muy respetables. El uno de todo lo que era virreinato de Santa fe, agregando a Venezuela. El segundo de Buenos Aires, Chile, Perú. Y el tercero desde el Itsmo de Panamá hasta California: todos, los tres aliados con vínculos más estrechos: funiculus triplex dificile rumpitur”. Historia de la evolución de Nueva España, antiguamente Anahuac, de Fray Servando Teresa de Mier. Anexo 2

Retrato del reo de la Inquisición, que consta en su expediente: “Fray Servando es el hombre más perjudicial y temible de este reino, de cuantos se han conocido. Es de un carácter altivo, soberbio y presuntuoso. Posee una instrucción muy vasta en la mala literatura. Es de genio duro, vivo y audaz. Su talento no común, logra además una gran facilidad para producirse. Su corazón está tan corrompido que, lejos de haber manifestado en el tiempo de su prisión alguna variación de ideas, no hemos recibido sino pruebas constantes de una lastimosa obstinación. Aún conserva un ánimo inflexible y espíritu tranquilo superior a sus desgracias. En una palabra, este religioso aborrece de corazón al

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rey, lo mismo que a las cortes y a todo gobierno legítimo. No respeta ni la silla apostólica, ni a los concilios. Su fuerza y pasión dominante es la independencia revolucionaria, que desgraciadamente ha inspirado y fomentado en ambas Américas por medio de sus escritos llenos de ponzoña y veneno” Trascrito por Manel Calvillo, Estudio Introductorio a la Historia de la Revolución. Anexo 3

Primera proclama en la imprenta que trajeron Fray Servando y Francisco Javier Mina Soldados españoles del Rey Fernando: Si la fascinación os hace instrumento de las pasiones de un mal monarca o sus agentes, un compatriota vuestro que ha consagrado sus más preciosos días al bien de la patria viene a desengañaros, sin otro interés que el de la verdad y la justicia. Fernando, después de los sacrificios que los españoles le prodigaron, oprime a la España con más furor que los franceses cuando la invadieron. Los hombres que más trabajaron por su restauración y por la libertad de ese ingrato, arrastran hoy cadenas, están sumergidos en calabozos o huyen de su crueldad. Sirviendo, pues, a tal príncipe, servís al tirano de vuestra nación; y ayudando a sus agentes en el nuevo mundo, os degradáis hasta constituiros verdugos de un pueblo inocente, víctima de mayor crueldad por iguales principios que los que distinguieron al pueblo español en su más gloriosa época. ¡Soldados americanos del rey Fernando!... ¡Qué triste experiencia tenéis de la Metrópoli, y qué dolorosas lecciones habéis recibido de los malos españoles que, para oprobio de los buenos, han venido hasta aquí a subyugaros, y enriquecer a costa vuestra!... Uníos, pues, a nosotros; y los laureles que ceñirán vuestras sienes serán un premio inmarchitable superior a todos los tesoros. Francisco Javier Mina Soto la Marina.

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Anexo 4 Fray Servando, visto por su amigo Lucas Alamán “Era el padre Mier la mezcla más extraña de las más opuestas calidades; republicano decidido y enemigo de los monarcas, era por otra parte aristócrata por inclinación, y se suponía descendiente de Cuauhtémoc y emparentado con las familias más ilustres de México, habiendo reclamado al leerse el acta de sesión en que se presentó al Congreso, porque en ella se le llamaba simplemente don Servando Mier, y no don Servando Teresa de Mier, por ser el antepuesto al apellido carácter distintivo de la nobleza. Censor austero de los abusos de la corte de Roma, decía ser prelado doméstico del Papa, por cuyo empleo y por haberse hecho creer que había sido nombrado obispo de Baltimore, usaba un traje particular con el que llamaba la atención; pero ese mismo carácter ligero y aun extravagante lo hacía bien recibido en todas partes, y habiéndose declarado contra el imperio de Iturbide, el nuevo monarca no tenía enemigo más acérrimo ni que mayores daños le causase”.

Lucas Alamán, Historia de México.

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Miguel Hidalgo

Don Miguel Hidalgo y Costilla

Iniciador de la insurgencia, el párroco de Dolores no tuvo tiempo de elaborar el proyecto político que le diera la dimensión del estadista. Es el prototipo del activista audaz que percibe con claridad la coyuntura para la separación de la metrópoli, el descontento de los criollos como él en su lucha contra los peninsulares; es el intelectual con un gran poder de convocatoria que discutía, convencía y reclutaba adeptos para la causa, el líder que enarboló el estandarte de la guadalupana para darle a la rebelión, desde sus inicios, el carácter de guerra santa.

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La Virgen de los Remedios

Desde el siglo VIII en el Toledo de los Visigosos fue la protectora, la que remediaba las desgracias de los soldados de Extremadura. Los salva del exterminio en la noche triste, la huida de Tenochtitlan. La imagen queda a salvo en la oquedad de un maguey donde luego se levantaría una ermita, un templo y un convento de donde saldría nuevamente en procesión para proteger a los peninsulares frente a la inminente caída de la Ciudad de México, acosada por los insurgentes que enarbolaban como band era un estandarte con la Virgen de Guadalupe. Inexplicablemente la capital del virreinato se salvó del saqueo y la destrucción.

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Miguel Hidalgo

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l conjuro de la campana de la parroquia del pueblo de Dolores acudieron 80 feligreses; a media tarde, entre los presos liberados y los peones de las haciendas vecinas, ya eran más de 300 los insurrectos; al pasar por el santuario de Atotonilco, rumbo al pueblo de San Miguel, el ejército era de 600 hombres y pasaba de 80 mil cuando unos días después cayeron sobre Guanajuato, la capital de la intendencia; tal era el poder de convocatoria, el carisma, la credibilidad y el fervor que despertaba don Miguel Gregorio Ignacio Hidalgo y Costilla al iniciar, contra todos los pronósticos de los conspiradores, la guerra de independencia. Sólo entre los más conspicuos sediciosos había una idea clara acerca del objetivo de la insurgencia, y aún entre ellos había grandes diferencias en cuanto al grado de independencia que se pretendía de la metrópoli; el pueblo llano que desde el primer momento acudió al llamado de las armas y que durante once años mantuvo el movimiento, tuvo de inmediato una meta superior, la defensa de la religión, y una bandera que los unificaba, el estandarte con la virgen de Guadalupe que el líder de la insurgencia tomó premeditadamente en el primer día de marcha de la turba que trataba de ser ejército. Miguel Gregorio Ignacio fue el segundo hijo de un matrimonio de criollos, Don Cristobal, administrador de la Hacienda de Corralejo, y doña Ana Gallaga, descendientes ambos de españoles; de familias numerosas que se acomodaban en la cultura del esfuerzo, la clase media de la época sometida por los peninsulares, con pocos espacios para ha-

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cer fortuna y apenas apertura para explorar el comercio, la carrera de las armas y el sacerdocio, esta última opción un poder paralelo al de la burocracia de su tiempo que prefirieron José Joaquín, el primogénito, y don Miguel Hidalgo. Otros tres hermanos tomaron rumbos distintos. El tercero, Mariano, se dedicaría a las haciendas familiares y moriría fusilado en Chihuahua antes que su famoso hermano mayor; el cuarto de los hermanos, José María, fue militar y como oficial sirvió en el ejército realista. Manuel fue el quinto, el consentido de todos y último del clan, porque su madre Ana María murió al dar a luz; con el tiempo se haría abogado y administrador de las menguadas finanzas familiares, hasta que atormentado por los problemas económicos, el desastre que siguió a la guerra, perdió la razón y murió en un asilo. Desde sus tiempos de estudiante, primero en el Colegio Jesuita de San Francisco Javier, en Valladolid, y luego en el Colegio de San Nicolás, al padre de la patria le apodaban “el zorro”, por su viva y temprana inteligencia para la polémica en las materias que iba cursando, hasta recibir el grado de Bachiller por la Universidad de México y luego ordenarse sacerdote y dirigir la misma institución educativa, “la nicolaíta”, una de las más prestigiadas de su tiempo y por lo mismo de las más contaminadas por los vientos liberales provenientes de la revolución francesa y la novedosa forma de gobierno que resultaba de la independencia norteamericana. Don Miguel Hidalgo, desde que recibió la orden sacerdotal en 1778, al igual que muchos clérigos contemporáneos tuvo problemas con el ya decadente y saturado Tribunal del Santo Oficio, obligado a procesar docenas de denuncias de herejía, muchas de ellas contra los mismos teólogos acusados de leer libros prohibidos; aquellas denuncias se nutrían de la queja generalizada del bajo clero en el sentido de que la iglesia era manejada por hombres más ignorantes que piadosos. Uno era el esfuerzo de los jerarcas por contener en los tribunales la revisión, no de los dogmas sino del gobierno de la iglesia y otra la efervecencia y la censura entre los ministros de culto por la mala forma en que se administraban los recursos de las dos instituciones: la iglesia y la corona.

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La Inquisición enfrentaba severos problemas logísticos para enjuiciar a los sacerdotes más ilustrados que la canalla y menos vulnerables que la misma nobleza para defenderse del infundio simple. Esos párrocos o catedráticos carecían de fortuna, el atractivo principal para los inquisidores en los procesos contra los herejes, a los que como parte fundamental del castigo se les confiscaban sus bienes. Lo que el Santo Oficio registraba en cientos de casos sobreseídos, como el que se instruyó a don Miguel Hidalgo, era que entre el bajo clero fermentaban ideas y lecturas incompatibles para la provechosa sociedad de la iglesia con la corona y en una confusión terrible entre la religión y la política. Tampoco se puede negar el carácter alegre y abierto, la personalidad extrovertida y el temperamento del sacerdote que se convertiría en el generalísimo de los ejércitos insurgentes. Sus biógrafos describen a un hombre emprendedor, aficionado a los libros, a la música, los vinos, la buena mesa y las mujeres hermosas, fácil de relación con los altos funcionarios del gobierno y los labriegos, capaz de mostrarse austero al punto de “tardar años en deshacerse de su ropa gastada” y también de abandonar la fiesta, los bailes, la tertulia y hasta el teatro para poner en práctica la “teología política caritativa” o la austeridad que promovía el ya anciano y paternal Obispo de San Miguel. Ya instalado, en Octubre de 1803, en el prometedor Curato de Dolores, enclavado en un cruce de caminos y rutas comerciales entre la prosperidad agrícola del Bajío, la proveeduría de mercancías de cuero, herrería, carpintería y textiles que demandaban los distritos mineros de Zacatecas y San Luis Potosí, don Miguel Hidalgo y Costilla se convertiría en el prototipo del sacerdote liberal, que no sólo leía libros prohibidos, sino que en su propia casa y para disfrute de sus numerosos amigos montaba semanalmente obras de teatro con las últimas novedades de los autores de la época como Moliére, en las que la comedia y crítica política, el escarnio de la nobleza y las testas coronadas fueron la rutina. De ese tiempo y por sus aficiones literarias en el anterior curato de San Felipe, vendría el mote a su casa de “La Francia Chiquita”. Entre la burocracia del virreinato también se imponía el tema de la inestabilidad política; las noticias de lo que sucedía en España y en Francia, con la fulgurante campaña de Napoleón Bonaparte, tardaban

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de dos a tres semanas en bajar a las colonias. La preocupación era la misma, y aún entre los mismos españoles germinaba la idea de la separación de la metrópoli. En la correspondencia y los apuntes de sus memorias del mismo Felix María Calleja, felizmente casado con una rica heredera potosina, confiesa que simpatizaba con las distintas conjuras de los notables de la época para apovechar la coyuntura del poderío francés para una separación pacífica y gradual de la metrópoli, precisamente para evitar que las masas desposeídas se soliviantaran en el supuesto de que los penínsulares, con algunas concesiones a los criollos, continuaran arriba de la pirámide social y política, en una segunda parte de la conquista, bajo el principio monárquico de que a unos cuantos y por designio divino les corresponde mandar y a la plebe obedecer. Mucho tenían en común las prósperas intendencias de Guanajuato y la vecina de San Luis Potosí; a la bonanza minera y a la producción agropecuaria acompañaba un espectacular desarrollo complementario de otras industrias y el comercio. La riqueza se concentraba en pocas manos, especialmente de los peninsulares, pero igual crecían los capitales y los intereses de los proveedores impulsados por los avances tecnológicos y nuevas formas para eficientar la producción. Lucas Alamán, que destacaría como político, funcionario e historiador, tuvo una formación académica que perfeccionaría en sus viajes por Europa, destinada a acrecentar la fortuna familiar en materias que iniciaron con la minería, pero que lo llevaron a estudiar conceptos empresariales muy adelantados para su época. A diferencia de los funcionarios españoles, fue el primero, una vez consumada la independencia, en ver el conjunto de los recursos naturales de la nueva nación y la mejor forma de explotarlos. Los intereses económicos impactaron desde luego a la inestabilidad politica. En Guanajuato, al estallar la insurgencia, el intendente don Juan Antonio de Riaño y Bárcenas apenas tendría unos años tratando de conciliar lo que no habría podido su antecesor -y que por lo mismo fue relevado-, en las demandas de los mineros, los que extraían el mineral y los que lo beneficiaban, con las exigencias de los agricultores y ganaderos del centro y sur de la entidad, que tenían su propio peso económico como proveedores no sólo del distrito minero base de la región, sino de la misma capital del virreinato.

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La colonia había crecido económicamente pese a la expoliación de la corona y a los monopolios que impedían a todos los que no fueran peninsulares, y aún éstos con condiciones, explotar cultivos e industrias como la vinatera, la del azogue indispensable para el beneficio de los metales y otras de consumo suntuario como la seda. Había llegado el punto en que las reglas económicas de los monarcas ahogaban la rentabilidad de sus propias colonias. Era parte del conflicto de autoridad que sumía a la realeza en la debilidad, frente a la amenaza política de Napoleón Bonaparte. La productividad y la riqueza de la Nueva España se fundaban en la explotación de los abundantes recursos naturales y de la población que de la esclavitud llana pasaba lentamente a un régimen de salarios en algunas actividades económicas. La dominación hacía crisis porque los criollos exigían una mayor participación en los asuntos del gobierno y fundamentalmente en el reparto de la riqueza, un concepto más álgido que se expresaba en las masas desposeídas como exigencia de libertad y de revancha social. Los sacerdotes habían completado hacía mucho la evangelización, avanzaban en su sociedad de cogobierno con la autoridad virreinal en la prestación de servicios básicos como la educación, la salud, la banca y la recaudación de impuestos; en el centro del país ensayaban exitosamente la organizción de la producción agropecuaria y artesanal alrededor de los curatos y las parroquias. Con los sacerdotes como administradores, se generaba otro potencial económico como el que se reconoce a Don Miguel Hidalgo en San Felipe y Dolores, a don José María Morelos y Pavón en Carácuaro y a casi todos los curas que se lanzaron a la guerra de independencia; antes que guerrilleros fueron emprendedores. Esta presencia de los sacerdotes en los más profundos repliegues del tejido social explicaría el gran poder de convocatoria que demostraron al conjuro de la insurgencia; no sólo eran los guías espirituales de la plebe, sino los organizadores de la actividad social, económica y cultural, un ascendiente entre las masas que después de consumada la independencia y hasta la fecha, es motivo de disputa entre el clero y los gobiernos de todo signo. Este asunto del control de las conciencias se

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plantearía después de consumada la independencia; antes, durante la colonia, religión y política partían de conceptos comunes. La figura de Don Miguel Hidalgo y Costilla destaca en la gesta libertaria fundamentalmente por ser el iniciador de la insurgencia, pero también por sus grandes dotes de político y caudillo con todos los claroscuros de su incapacidad militar, sus dudas y sus defectos personales. Es por su formación intelectual, su conocimiento profundo del injusto sistema colonial, el prototipo de otros muchos protagonistas del bajo clero que participaron en la ruptura con la metrópoli por una necesidad política y religiosa; mientras que el movimiento independentista tardó un par de años en definir su relación de fractura, de separación de los monarcas, desde el grito de Dolores fue una guerra santa, una defensa de la religión como valor fundamental para llegar a cualquier otra forma de gobierno menos injusta. Como estratega militar y organizador de la insurgencia, don Miguel Hidalgo está muy lejos de la gran capacidad que demostraron otros curas en los inicios de la guerra: las cinco grandes campañas de Morelos, que nulificaron el poder militar del virreinato, o la vocación guerrillera del “Amo” Antonio Torres, que mantuvo en combate partidas de alzados con mínimas bases de apoyo en una vasta región del Bajío, dejan en las inevitables comparaciones blanco sobre negro los errores y las pésimas decisiones militares del generalísimo de los ejércitos insurgentes. Pero un solo decreto, el que acaba con la esclavitud y abroga el pago de impuestos, ubica al cura de Dolores en otra dimensión histórica. Los historiadores coinciden en que el inicio de la insurgencia, pese a que resulta de un par de años de intensas conjuras y deliberaciones, no fue un movimiento organizado ni en lo militar ni en lo político. Otros muchos conspiradores en la capital y las principales provincias apenas si sufrieron la represión de la autoridad virreinal, porque casi todos se alineaban en la defensa de Fernando VII, el monarca secuestrado por los franceses. El mismo padre de la patria convoca a la rebelión para defender el principio de autoridad de un rey frívolo y lejano. La diferencia es el rencor social, la demanda de derechos no sólo para los criollos, sino para todos y la compatibilidad final entre la doctrina religiosa, según la cual Dios hace iguales a todos los hombres, y un sistema político

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clasista que diferenciaba por la educación, la riqueza y el color de la piel a los buenos y los malos. El primer proceso por herejía que le instruyó el Tribunal del Santo Oficio al maestro Hidalgo, a cargo de la cátedra de teología en la “Nicolaíta”, es la misma rebeldía que llevaría al cura de Dolores a iniciar la guerra de independencia; es la misma tendencia de otros sacerdotes de revisar los asuntos religiosos que los enfrentaron con la autoridad eclesiastica. Fueron estos sacerdotes los que representaron e interpretaron, primero con ideas revisionistas y luego con acciones, a sus feligreses agobiados por 300 años de injusta explotación. No dudaban del viejo y perverso precepto de que para ganar el cielo era obligatorio el valle de lágrimas, sino del absurdo que separaba la justicia material de la espiritual; la explotación y el sufrimiento de generaciones ya no era compatible con la abundancia de unos cuántos por el sólo hecho de haber nacido en España. Don Miguel Hidalgo no tuvo tiempo, en el breve lapso de la conspiración a la derrota militar y su aprehensión en las Norias de Baján, de plantear cabalmente su proyecto político. Desde la derrota en la batalla del Puente de Calderón, las diferencias con don Ignacio Allende, más experimentado y conocedor de las artes militares que él, fueron insalvables. Rumbo al norte, en franca huida o para buscar el auxilio de los liberales norteamericanos, el padre de la patria marchaba en calidad de cautivo. Ya preso, traicionado y vencido en la cárcel de Chihuahua, sus angustias espirituales desplazaron la vocación política del caudillo; el conflicto de su dignidad sacerdotal, que fue el impulso para convocar a la rebelión, ponía en entredicho sus prioridades de sacerdote con las del político, aunque de acuerdo con las mismas crónicas de sus verdugos, jamás renegaría de sus convicciones libertarias. Se habría arrepentido de algunos excesos, particularmente de la ejecución de prisioneros españoles, pero no de haber encabezado la insurgencia. Hay en su correspondencia, en sus relaciones familiares y en las instrucciones verbales que desaforadamente repartió entre sus seguidores, material abundante para glorificar al primero de los insurgentes, atribuirle visiones de justicia social, aspiraciones de elemental humanitarismo y anticipos de lo que debió ser un gran estadista. Los

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historiadores consignan que pasó una tarde, del 20 de octubre, en el trayecto de Indaparapeo a Valladolid, conversando con su antiguo discípulo José María Morelos, que sin ningún nombramiento por escrito continuaría la lucha con una sola consigna: soliviantar el sur y cortar las comunicaciones de la capital con la costa del Pacífico. Una es la férrea disciplina del cura de Carácuaro que cumplió la única orden hasta su muerte y otra la voluntad, el liderazgo indiscutible de Don Miguel Hidalgo entre los sacerdotes, sus iguales que lo siguieron en la temeraria aventura, que no es el mismo principio de autoridad que ejerció con sus compañeros de armas y de conjura. De aquella larga charla de Hidalgo y Morelos, éste tomaría como principios de la lucha el objetivo supremo de la independencia y como pretexto la defensa de Fernando VII, para encubrir el propósito superior de la separación con la metrópoli. Todavía tres años después, en septiembre de 1813 en que el Cura de Carácuaro expide el reglamento para el Congreso de Chilpancingo que promulgaría la primera Constitución, Morelos el estadista, que no fue su maestro Hidalgo, se resiste a mencionar en el discurso inaugural al monarca español, al que apenas en diciembre, por estrategia para no dividir a la Suprema Junta Nacional Americana, había jurado obedecer. Es en el Congreso Constituyunte donde José María Morelos rechaza el título de generalísimo y se define como “Siervo de la Nación”, para remachar con otro decreto de abolición de la esclavitud el proyecto político apenas esbozado por don Miguel Hidalgo en la única entrevista entre los dos caudillos. No corresponde a los fines de este texto ponderar la rebeldía de don Miguel Hidalgo a la disciplina eclesiástica que vulneró repetidamente en los curatos a su cargo, salvo quizá porque el celibato era otro de los temas a revisión al interior de la iglesia, lo mismo que el de las cuentas, los rendimientos financieros de los ranchos y haciendas que empezaban a favorecer a los curas. La ruptura con la metrópóli interrumpe un proceso de modernización entre los hombres de la iglesia, contaminados por los avances de la Declaración de los Derechos del Hombre, las variantes de la religiosidad de otras confesiones que abominaban, como las relaciones maritales de los protestantes.

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En los once años que dura la guerra de independencia, los numerosos sacerdotes que tomaron las armas jamás cuestionaron la autoridad papal ni su relación de obediencia al Vaticano. Pero entre los párrocos más ilustrados como el caso de don Miguel Hidalgo, que no observaba el mandato del celibato ni el del legítimo enriquecimiento, latía el mismo sentido de revisión no para destruir a la institución religiosa que le daba preponderancia y autoridad social, sino para mejorarla. En esta otra polémica revisionista tampoco hubo tiempo para los sacerdotes, obligados a tomar partido en asuntos políticos más inmediatos. La importancia histórica de Don Miguel Hidalgo y Costilla es el centro de este texto para revisar, hacia atrás y hacia adelante, la relación y confusión entre la política y la religión. Es el hilo conductor para ubicar en México la corriente revolucionaria de la que fue aquí el iniciador y que en muchas otras latitudes derrocó tronos e impuso constituciones a los monarcas. Las teorías de los enciclopedistas franceses Diderot, D’ Alambert, Lametrie, Voltaire, Montesquieu y Rousseau, aterrizan muy cerca, en el pueblo de Dolores, en uno de los hechos históricos fundamentales: la independencia. En el deslinde inconcluso de lo humano y lo divino, en los terrenos de la religión y la política, el aporte del padre de la patria es un parteaguas entre el dogma y la ley, una coyuntura en la que los católicos pudieron discutir el derecho de la corona a gobernar la Nueva España sin romper con la iglesia. En el pasado fue el mismo problema de la delegación de Dios al monarca del principio de autoridad, la patente para el gobierno y después el fundamento religioso para darle sustento a la gobernabilidad. Es a partir del hecho histórico que desencadena el cura de Dolores que proceden los siguientes debates, por parte de otros sacerdotes como el también guanajuatense José María Luis Mora, sobre las formas de gobierno y la delegación de la representatividad popular en Congresos y Ayuntamientos. A partir de la independencia se fortalecen y decaen factores reales de poder, la milicia y el clero, que hicieron del Estado un instrumento al servicio de ellos mismos, cuando que sus fundamentos suponen que deben estar al servicio de la sociedad. El grito de Dolores tiene el mismo sustento libertario en el resto del continente, que por las

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mismas fechas se independencia de la metrópoli con parecidos bagages intelectuales y políticos. Anexo 1

Principales puntos de la conspiración de Querétaro el plan político de ésta Por la primera se debían crear en las principales poblaciones otras tantas Juntas que, bajo el más riguroso secreto sobre el fin que se proponían, propagasen el disgusto con el gobierno de España y de los españoles, inculcando sobre todo los agravios recibidos en los últimos años, la ninguna esperanza que había de que la metrópoli triunfase del poder colosal de Bonaparte, y el riesgo de que en consecuencia corría la Nueva España de quedar sometida a éste, con perjuicio de la pureza de su religión. Estas Juntas debían declararse también con aquellas personas que tuvieran una absoluta confianza y que, por otra parte, en razón de su posición social pudiesen influir con ventaja en el buen éxito de la empresa. Los españoles en lo general debían ser vistos con desconfianza; por lo mismo, se encargaba que sin mucha seguridad no se contase con ellos, debiendo en todos los casos ocultárseles la conjuración y valerse de ellos solamente como agentes secundarios. Estas Juntas, luego que se alzarse el pendón de la independencia en el punto que se tuviese por oportuno, debían hacer lo mismo, cada una de ellas en sus respectivas poblaciones, deponiendo en el acto a las autoridades que opusiesen resistencia y apoderándose de los españoles ricos de quienes se temiese fundadamente lo mismo, aplicando sus bienes a los gastos de la empresa. Obtenido el triunfo, los españoles todos debían ser expulsados del país y privados de sus caudales, que se destinarán a las cajas públicas; el gobierno debía encargarse a una junta compuesta de los representantes de las provincias, que lo desempeñarían a nombre de Fernando VII; y las relaciones de sumisión y obediencia a la España debían quedar enteramente disueltas, manteniendo en el grado que se tuviese por oportuno e indicasen las circunstancias de fraternidad y armonía.

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Anexo 2

D. Miguel Hidalgo, Generalísimo de América Desde el feliz momento en que la valerosa nación americana tomó las armas para sacudir el pesado yugo que por espacio de cerca de tres siglos la tenía oprimida, uno de sus principales objetos fue extinguir tantas gabelas con las que no podía adelantar su fortuna; más como en las críticas circunstancias del día no se pueden dictar las providencias adecuadas a aquel fin, por la necesidad de reales que tiene el reino para los costos de la guerra, se atienda por ahora a poner el remedio en lo más urgente para las declaraciones siguientes: 1ª Que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad dentro del término de diez días, so pena de muerte, la que se les aplicará por transgresión a este artículo. 2ª Que cese para lo sucesivo la contribución de tributos respecto a las castas que lo pagaban, y toda exacción que a los indios se exija. 3ª Que en todos los negocios judiciales, documentos escritos y actuaciones, se haga uso del papel común, quedando abolido el del sellado. 4ª Que todo aquel que tenga instrucción en el beneficio de la pólvora, pueda labrarla sin más pensión que la de preferir al gobierno en las ventas para el uso de sus ejércitos, quedando igualmente libres todos los simples de que se compone. 5ª Y para que llegue a noticia de todos y tenga su debido cumplimiento, mando se publique por bando en esta capital, y demás ciudades, villas y lugares conquistados, remitiéndose el competente número de ejemplares a los tribunales, jueces y demás personas a quienes corresponda su inteligencia y observancia. Dado en la Ciudad de Guadalajara a seis de diciembre de 1810. Miguel Hidalgo y Costilla, Generalísimo de América. Por mandato de S.A. Lic. Ignacio López Rayón, Secretario.

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Don José María Teclo Morelos y Pavón La nueva clase política

Don José María Teclo Morelos y Pavón

Es el estadista de la cultura del esfuerzo. Más que un espléndido militar, se convierte en el caudillo que concerta con su prestigio un mando unificado de todas las partidas insurgentes; el que convoca a un Congreso Constituyente y sienta las bases de la futura nacionalidad. Funde en una sola personalidad la persuasión del pastor de almas, la del político y la del estratega guerrillero. La claridad de su liderazgo la da el rechazo al cargo de generalísimo que le confiere la primera diputación y a cambio se propone como “siervo de la nación”.

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Don José María Teclo Morelos y Pavón La nueva clase política

Las circulares episcopales” que recibían regularmente los párrocos michoacanos los mantuvieron bien informados, mejor que a los funcionarios de la corona, de la crisis política que sacudía al imperio español en 1808 por la abdicación del emperador Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, la de éste para su padre, quien finalmente cede la corona a Napoleón Bonaparte, el árbitro de las disputas familiares de la realeza que designara a su hermano José como rey de los españoles. Fueron los mismos obispos los que decidieron que los mandos medios del bajo clero supieran de los avances en las Cortes de Cádiz, e incluso la circular de septiembre de 1810 dio cuenta de la sublevación del cura de Dolores, Don Miguel Hidalgo y Costilla, el antiguo rector del Colegio de San Nicolás en Valladolid, donde el cura de Carácuaro, don José María Morelos, había sido alumno. Antes, en las aulas del mismo Colegio de San Nicolás, una de las escuelas de educación superior más reconocidas del virreinato, maestros y alumnos conocieron y estudiaron la epidemia revolucionaria y liberal que sacudía a Europa, derrocando tronos, imponiendo constituciones a los monarcas y reivindicando con peligroso tufo protestantista los derechos del hombre. Antes del estallido de la violencia se daba la lucha en el terreno de las ideas, un debate apasionado al que desde luego estaban ajenas las masas ignorantes y analfabetas en ambos continentes. Los clérigos hasta de los más modestos curatos ponderaban la situación política y social de España y lo mismo que la clase política, los funcionarios de la corona, advertían que la aristocracia había perdido

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el respeto a los reyes, que la política en la metrópoli se había corrompido y se guiaba por odios y ambiciones personales; en contraste con la emergente conciencia de lo criollo, en la madre patria se advertía una falta absoluta de patriotismo en la clase dirigente. Al mismo tiempo se acentuaba la influencia de los intelectuales influidos por las ideas de la revolución francesa, motivando en el pueblo llano aspiraciones sociales ahogadas hasta entonces por el absolutismo de los reyes a los que se les aplicaba la máxima del imperio hacia la plebe de “callar y obedecer”. En la Nueva España apenas se consolidaba la tendencia del clero para reclutar entre la población mestiza los cuadros sacerdotales que necesitaba la iglesia. Don José María Morelos y Pavón era hijo de padre y madre españoles, pero con claras herencias de sangre africana; por su físico, su formación y su menguado potencial económico era más un mestizo que un criollo, pero con el indudable ascendiente de su rango sacerdotal. Desde la conquista fueron importados de Europa los predicadores y los ministros del culto que organizaron el gobierno de la iglesia en su fructífera sociedad con la corona, a la que auxiliaban en rubros fundamentales como el de la educación, la salud y la procuración de justicia, con instituciones ejemplificadoras, bárbaras y sangrientas como el Tribunal de la Santa Inquisición, en el que concurrían los poderes materiales y espirituales. Lo que brotaba al calor de la decadencia de la monarquía era una nueva conciencia de la penetración de los clérigos en el orden social y político del virreinato. Es don José María Morelos y Pavón, prototipo del sacerdote ecumbrado en el pequeño ámbito de su parroquia gracias a sus méritos y luces personales, el que aprovecha la coyuntura de su ascendiente moral para, por instrucciones precisas de su maestro don Miguel Hidalgo y Costilla, convocar a la feligresía a una guerra santa en el sur, primero en defensa del destronado monarca y de la santa iglesia, pero que gracias a la información privilegiada que recibía de la misma institución eclesiástica y luego, durante los cinco años de sus campañas, de una vasta red de espionaje, quien deviene en decidido promotor de la independencia plena con una visión de estadista, que redimensiona los primeros motivos de su maestro Hidalgo y Costilla; su gran contribución al movimiento es la primera constitución.

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En su tiempo y en la dimensión histórica, las cinco campañas militares de Morelos lo encumbran como el más exitoso comandante en el bando insurgente. Hasta sus grandes errores como el del sitio de Cuautla, donde planeó acabar en una sola batalla con el ejército realista al mando de Félix María Calleja porque a éste lo habrían de atacar por la retaguardia todas las demás partidas insurgentes, lo que nunca sucedería, termina por ser un episodio heroico, ejemplo de la disciplina y la táctica militar, el inicio de una leyenda. Sin embargo, mucho más trascendente que los hechos de armas, los triunfos resonantes que mantuvieron encendida fe en la guerra, fue la convocatoria a erigir una Junta de Gobierno que unificó el mando de todo el movimiento insurgente y la posterior convocatoria a elegir diputados para aprobar una primera constitución en Chilpancingo. En el discurso de apertura del Congreso, que el cura de Carácuaro denomina “Los sentimientos de la Nación”, sintetiza un ideario político que apenas esbozó el iniciador de la insurgencia y que se fue enriqueciendo con las aportaciones de las distintas corrientes rebeldes y los reclamos populares, pero que indudablemente sale de su puño y letra: Supresión de la esclavitud, del sistema de castas, del tributo, de la Inquisición, reducción de impuestos, soberanía popular, intolerancia religiosa (pero en esto fue inamovible), supresión de la tortura, inviolabilidad del domicilio, división de poderes, restricción del sustento al clero, reducción de fueros y un profundo sentido de justicia social. La vocación constitucional de Morelos sigue la misma ruta de los constituyentes criollos y españoles. A las Cortes de Cádiz acuden cuatro clases de representantes: los de las ciudades y provincias, los de los pueblos de España y de las Américas, un diputado por cada 50 mil peninsulares y otro por cada cien mil americanos. La mayoría de aquellos diputados poseía un espíritu reformador y filantrópico, era la clase media ilustrada, la nobleza provinciana, los criollos y una nutrida representación de sacerdotes liberales. Se gestaba una nueva clase política con el aporte de la sangre nueva de las clases medias, reforzada por letrados e intelectuales y los clérigos, que de hecho sustituían a la aristocracia en el debate de los asuntos públicos y en la toma de decisiones.

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Entre los constituyentes de Cádiz, como entre los de Chilpancingo, había grandes diferencias en cuanto a la forma que debía adoptar el nuevo gobierno en ausencia o a pesar del monarca, pero también grandes coincidencias. Una fundamental era la de preservar la religión católica en términos de intolerancia, como parte indispensable del concepto de la integridad nacional. Entre lo que se aprueba en España y más tarde en Chilpancingo, habría avances sociales y políticos que conciliaban grandes temas pendientes de la iglesia: Soberanía de la nación y monarquía constitucional; separación de los poderes del Estado en el modelo de la revolución francesa, con el añadido de la igualdad de derechos entre españoles y americanos; abolición de los abusos contra los indios; libertad de prensa; supresión del tormento como probanza en los tribunales eclesiásticos, civiles y militares; libertad a los esclavos negros; reconocimiento a los derechos individuales; desarrollo de la instrucción pública –siempre a cargo del clero-; abolición del Tribunal de la Santa Inquisición; limitación del número de comunidades religiosas y otras reglas en el mismo sentido para un más eficiente gobierno de la iglesia en su sociedad con el gobierno civil, que jamás se cuestionaría ni en el ámbito realista ni en el independentista. Sacerdote y militar

Consignan sus biógrafos que don José María Teclo Morelos y Pavón, que empezaba a hacer rentable el curato de Carácuaro con una mentalidad empresarial que lo llevó a explotar empresas de transporte, nuevos cultivos y sistemas de comercialización, aportaba más simbólica que generosamente apoyos en metálico para sostener la batalla que libraban la aristocracia española contra el emperador de los franceses. Por instrucciones de la mitra michoacana, especialmente de su benefactor el obispo de Valladolid, Fray Antonio de San Miguel, los párrocos de la región hacen, iniciado 1810, acopio de armas y pertrechos; se preparaban para una guerra santa contra una inminente invasión de los franceses, que jamás sucedería pero que fue el primer apoyo a los insurgentes. Es el obispo de Valladolid, Manuel Abad y Queipo, quien en las circulares episcopales le comunica al cura de Carácuaro que su antiguo maestro don Miguel Hidalgo y Costilla se hallaba excomulgado por ha-

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berse levantado en armas contra el gobierno virreinal el 16 de septiembre. El cura Morelos fijó la circular en la puerta de su parroquia, pero el 19 de octubre salió a buscar al rebelde con la idea de entrar al ejército insurgente como capellán. Las huestes de Hidalgo habían tomado Valladolid; lo encuentra en el camino a Indaparapeo, donde comieron juntos el ex rector y el ex alumno que no se habían visto en varios lustros, conversaron largamente y fue rechazado como capellán; a cambio lo comisionó para insurreccionar el sur, la parte meridional del país, en defensa de la fe y para evitar la entrega del reino a los franceses. Jamás se volverían a ver. Hoy en día, los discursos oficiales destacan el profundo sentido de la institucionalidad de don José María Morelos y Pavón, que en los cinco años siguientes de sus exitosas campañas militares rechazaría ser diputado, generalísimo y cabeza del nuevo gobierno independiente. Él mismo se reservó el título de “siervo de la nación”, subordinándose siempre a los dictados de la Junta de Gobierno que unificó el mando de todas las partidas rebeldes y luego al Congreso, que protegió con sus fuerzas al costo de claudicar en estratégicos objetivos militares y el control de grandes porciones del territorio que sustraía al dominio realista. Después de su entrevista con don Miguel Hidalgo, regresó a Valladolid a informar al obispado su incorporación a la insurgencia, con la petición de que se designara un suplente en el curato. El conde de la Sierra Gorda, gobernador del obispado y simpatizante de la causa de la independencia, lo autoriza y aún le entrega un altar portátil. Se da así el caso de que un rebelde del sistema lo hace por el canal de la legalidad. El cura de Carácuaro debió ser o un gran orador o un persuasivo provocador, porque el 21 de octubre en que abandona su ciudad natal para internarse en tierra caliente logra reunir a 25 hombres; una semana más tarde ya cuenta con 350. No recibe a todos los que piden incorporarse a sus filas, prefiere contar con un ejército bien organizado y no con una turba incontrolable como la de Hidalgo; en pocos meses cuenta con un cuerpo militar compacto, disciplinado, poca gente pero bien armada, advertida de que se castigarán severamente las deserciones y la pérdida de armamento. Para el 12 de noviembre de ese mismo año cuenta con una fuerza organizada que sumaba más de dos mil

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hombres. La consigna a sus leales subalternos es una estricta disciplina para “cuidar los bienes de la iglesia (nunca abandonó realmente la sotana), no atacar con fuerzas inferiores al enemigo, castigar cualquier intento de guerra de castas, los pecados públicos, observar el escalafón militar por méritos y obrar en armonía consultando los casos difíciles”. En las primeras arengas, Morelos desecha en su tropa cualquier tentación racista. En esa región del país están latentes los conflictos de castas, el racismo derivado de la explotación de los negros y los naturales. El fin de la causa es un gobierno de americanos (la América mexicana) sin distinción de indios ni castas; queda abolida la esclavitud, las deudas de caja con los peninsulares, el monopolio de la pólvora. Más político que militar, Morelos advierte que la instrucción de sublevar al sur, de cortar la comunicación entre la capital y el puerto de Acapulco, es estrategia menor porque la Nao de China llega sólo diez veces al año, mientras que en Veracruz atracan en promedio 400 navíos españoles que traen pertrechos, soldados y la comunicación con la corona en crisis. Sin embargo, cumple cabalmente la instrucción de su maestro a la espera de que otros hagan lo mismo en la ruta de Veracruz. Sobre la marcha, al tiempo que organiza su ejército como la fuerza de combate más importante de toda la insurgencia, va implementando una reforma social, bases para resolver el problema agrario, acuña moneda de cobre, designa autoridades en los pueblos, resuelve litigios, dicta normas, imparte los sacramentos, reforma capellanías y curatos, interviene en las rentas de los mismos, convencido de que la lucha armada es transitoria, indispensable para llegar a un nuevo orden sin la tutela del monarca y con garantías de igualdad plena no sólo de los criollos respecto de los peninsulares, sino de toda la sociedad destinada a autogobernarse. En esos inicios obtiene el respaldo de dos familias de hacendados criollos que serán fundamentales en sus campañas: los Galeana y los Bravo. Desde un primer momento, José María Morelos le infunde a la sublevación del sur un carácter de guerra religiosa. Entre sus mejores comandantes contaría con los curas José Manuel Herrera y Mariano Matamoros. Por instrucciones verbales de Hidalgo, la Virgen de Guadalupe es la patrona de todos los ejércitos insurgentes; a

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cada resonante victoria sobre las tropas realistas hay procesiones que encabezan los capellanes con el mismo estandarte y en el “Correo Americano del Sur”, un periódico a cargo del abogado oaxaqueño Carlos María de Bustamante, se insistiría en la defensa de la religión católica como la causa, el fin último de la guerra. La caída

Don José María Teclo Morelos y Pavón es capturado por la tropa realista en Temealca, un poblado en el camino de Uruapan a Tehuacán, donde escoltaba al Congreso; con 500 hombres se queda a cubrir la retaguardia mientras que Ignacio Lopez Rayón ponía a salvo a los diputados, los archivos y el bagaje del gobierno de la independencia. Es trasladado con grandes precauciones a la Ciudad de México, por el temor del virrey Calleja de que la noticia provocara levantamientos populares; sin embargo, prefiere el riesgo y aprovechar el castigo ejemplar que se dará al rebelde por parte de los tribunales civiles y los religiosos. Se hablaría entonces de “los procesos de Morelos”, uno por traición al rey y otro por herejía. El arzobispo José Fontes veía en la degradación de Morelos la oportunidad de librar a la iglesia mexicana de las sospechas que respecto de su fidelidad a la corona había levantado el alzamiento de tantos curas de pueblo. Al reo se le advirtió que sólo renegando de su pasado revolucionario tendría oportunidad de morir en el seno de la santa madre iglesia. Antes de los procesos ya estaba condenado a muerte y a sufrir la degradación eclesiástica; lo que el arzobispo y el Virrey Calleja discutían era la forma, las utilidades de propaganda, el precedente ejemplificador. Con la degradación el cura de Carácuaro se vería reducido al estado laical y consecuentemente podría ser juzgado por un tribunal no eclesiástico. El proceso fue un espectáculo al que hubo cientos de invitados a la sala de audiencias de la Santa Inquisición. Uno de ellos, Lucas Alamán, relata “el porte digno y mesurado” con que se mantuvo el acusado en el espantoso acto. Sin embargo, no pudo contener una lágrima cuando le rasparon las manos, las mismas con las que había consagrado el viático”. La función ejemplarizante que el obispo José Fonte anhelaba se cumplió cabalmente; ningún clérigo volvería a

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encabezar el movimiento insurgente ni se pondría al frente de las causas de reivindicaciones sociales. Muchos otros sacerdotes continuarían en la lucha como jefes militares en el decadente movimiento insurgente, pero jamás con el protagonismo del iniciador don Miguel Hidalgo y Costilla, ni las fulgurantes campañas militares de Morelos, el estadista. Anexo 1

La degradación “Subió el reo al tribunal, donde arrodillado recibió la absolución y expiación, rezándose el salmo miserere mei, durante el cual dos sacerdotes del Santo Oficio tocaban las espaldas del reo a cada versículo, con manojos de varas en ademán de azotarlo. Después, puestas ambas manos sobre los sagrados Evangelios y una santa cruz, hizo la protestación (repudio o renuncia) de la fe en voz alta, concluyendo así el cato perteneciente a la Inquisición. ...vestido de pontifical, el ilustrísimo señor obispo de Antequera procedió a la degradación de todas las formas canónicas. Revestido el reo con todos los parámetros sacerdotales y el sagrado cáliz en sus manos, fue despojado sucesivamente por el señor obispo de cada uno de ellos, pronunciando los terribles cargos que la santa iglesia le hacía por su abuso. Raspándole su ilustrísima aquellas manos impuras donde todo un Dios vivo se había dignado bajar y de cuya celestial preeminencia se olvidó el atroz Morelos, profanándolas con la sangre inocente de tantos miserables como había asesinado con ellas; se le deshizo la corona y, por último, fue arrojado del gremio privilegiado de ministros del Altísimo y reducido desde el incomparable estado de sacrificador incruento al común de los legos seglares.¡ Acto tremendo que estremeció los corazones de los circunstantes y que dio a conocer que la santa iglesia, fuente de piedad nacida del manantial inagotable de nuestro Señor Jesucristo, tiene también reservadas armas terribles que, aunque en el último extremo de la provocación, emplea contra los obstinados prevaricadores que la insultan. El virtuoso y anciano señor

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obispo no pudo contener su ternura y sus lágrimas y sollozos interrumpían continuamente su voz...”

Los procesos de Morelos Carlos Herrejón Peredo Crónica periodística de la época en noviembre de 1815 Anexo 2

Exhorto desde Cuautla a los militares criollos “Amados hermanos: nuestra sentencia no es otra sino que los criollos gobiernen al reino y que los gachupines se vayan a su tierra o con su amigo el francés que pretende corromper nuestra religión. Nosotros hemos jurado sacrificar nuestras vidas y haciendas en defensa de nuestra religión santa y nuestra patria, hasta restablecer nuestros derechos que 300 años ha nos tienen usurpados los gachupines. Para el efecto, tenemos por fondo todos los bienes de ellos y los que nos ofrece toda la Nación Americana; ésta es poderosísima en gente y reales, y también tiene no pocas armas que a fuerza de su valor ha quitado a las tropas de los gachupines. Con que en todo estamos ventajosos, y aunque los gachupines no quieren irse a su tierra, ya porque su tierra está perdida o ya porque les duele dejar riquezas que no trajeron de su tierra, aquí van acabando a manos de los criollos, pues mucho más merecen por sus iniquidades. Y vosotros pereceréis con ellos si os encontramos en ellos; y en caridad os suplico que dejéis a los gachupines y no perezcan los criollos que engañados con excomuniones y mentiras, los traen engañados, poniéndoles de carnaza para que nos matemos unos con otros. ¡Abrid los ojos, americanos, que la victoria está por nuestra! Ya hemos matado a más de la mitad de los gachupines que había en el reino. Pocos nos faltan qué matar, pero en guerra justa; no matamos criaturas inocentes, sino gachupines de inaudita malicia... Dios os ilumine, os guíe, os bendiga y os guarde como lo desea un defensor de la América.

José María Morelos

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José María Luis Mora

Sacerdote, escritor y asesor de los políticos que fundaron las primeras instituciones de la nueva república. Su claridad de pensamiento, su amplia formación intelectual y el conocimiento de las fórmulas políticas que ensayaban los liberales europeos y americanos al deslindarse de las monarquías, lo lleva a darle sustento conceptual a la instrucción pública, a los equilibrios parlamentarios en su relación con el Ejecutivo, al valor deliberativo de los Ayuntamientos, a los riesgos y ventajas del pacto federal. El Jesuita de Chamácuaro, hoy Comonfort, Gto., nació y murió pobre, pero ofreció su deslumbrante inteligencia para pensar y diseñar a la nueva nación.

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Lucas Alamán

Originario de Guanajuato, Capital, el empresario minero, escritor, funcionario público e historiador, es la antípoda de su paisano Luis Mora y al mismo tiempo tan parecidos en la vocación intelectual alrededor del poder político, al punto que a la distancia no se entendería a uno sin el otro. Fundadores de las dos grandes corrientes liberal y conservadora, Alamán como analista y en el ejercicio público es el primero en ver con un gran sentido nacionalista el conjunto de los fabulosos recursos naturales, el potencial económico que, pese al efecto destructor de la guerra de independencia, dejaba al país a merced de los apetitos extranjeros.

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os guanajuatenses criollos, José María Luis Mora y Lucas Alamán, son los intelectuales –desde luego que no los únicos, pero si los más trascedentes-, protagonistas por la lucidez de sus aportaciones, en el covulso periodo que sigue a la consumación de la independencia. Piensan y escriben, polemizan y actúan sobre las ruinas de las instituciones españolas en la disyuntiva fatal que agobió a la clase política de su tiempo, entre la posibilidad de un cambio radical de la sociedad y su gobierno y la opción de conservar lo mejor de la herencia española, con el imperativo además de preservar la integridad territorial de la nueva nación de las ambiciones externas. Los criollos, instigadores y promotores de la independencia, a pesar de que monopolizaban con los peninsulares el conocimiento, la información de la fractura política y lo que estaba sucediendo en el resto del mundo, no estaban preparados para crear un nuevo modelo o un proyecto de nación que sustituyera el orden creado por los 300 años del régimen colonial. Durante los once años de la guerra fueron indiscutibles los liderazgos militares, ideológicos y políticos de los descendientes de los peninsulares al frente de las masas mestizas que combatieron en los bandos realistas e insurgentes; al triunfo de la causa, se distanciaron criollos y mestizos porque no llegaba la justicia social ni se consolidaba el régimen de privilegios; en el reacomodo político imperaba un vacío que tentaba a otros intereses. En ese momento de confusión, Guanajuato aporta otra vez hombres de ideas en la primera mitad del siglo XIX, nada menos que a los pione-

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ros, a los fundadores ideológicos de los partidos históricos mexicanos, el liberal y el conservador: José María Luis Mora y Lucas Alamán, a los que los historiadores y los políticos se empeñan en ubicar, por sus abundantes publicaciones, en bandos diametralmente opuestos, cuando que a la distancia son más las similitudes y las coincidencias en la actuación y en el legado de ambos, siempre en favor de los mejores intereses de la nación. Mora, de humilde ascendencia, originario de Chamacuaro, hoy municipio de Comonfort, hace sus primeros estudios en Querétaro; se formó intelectualmente en el Colegio de los Jesuitas en San Ildefonso. Mientras se cultivaba en la seguridad del claustro, la Nueva España se convulsionaba por la insurgencia iniciada por su paisano don Miguel Hidalgo. Se ordenó sacerdote en 1819 y nueve años después como abogado. Alamán nació, igual que Mora, en el mes de Octubre pero de 1972, en la capital de la intendencia; fue hijo de españoles en el seno de una próspera familia minera. Sus primeros estudios los hace en el Colegio de la Purísima Concepción, la mejor institución educativa de su tierra natal y luego estudiaría en el Real Colegio de Minas de México y durante su juventud realizó numerosos viajes de estudios por Europa, que lo llevarían a conocer personalmente a los protagonistas políticos de la época, a Napoleón Bonaparte y al Barón de Von Humboldt, interesado y versado como él en los asuntos de la minería, la física, la química y la botánica. Mora, hombre adicto a la lectura, mostró temprano un talento extraordinario en cuestiones teológicas, pero al igual que sus colegas sacerdotes contemporáneos, sufrió atropellos en la academia y la burocracia eclesiásticas, ya sin la escala en el Tribunal del Santo Oficio, una de las principales instituciones de la colonia que se desvaneció en el México independiente, pero que igual lo predispusieron a tomar distancia de ellas y, con el tiempo, a extender su crítica a las tradiciones políticas, económicas e intelectuales que el clero representaba. Alamán era ante todo un hombre de negocios, un empresario minero con nociones precisas sobre la riqueza real y potencial del país, pero era también un hombre de convicciones religiosas, con nociones firmes sobre la riqueza material y espiritual de México.

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Ambos intelectuales guanajuatenses nacen en fechas cercanas, 1794 y 1792; se incorporan a la vida pública del país en la incertidumbre de los primeros años de la nueva nación independiente. El empresario y el sacerdote son criollos y fervientes partidarios de la independencia, aunque ambos disienten de los métodos del cambio violento que perjudicó económica y materialmente a sus respectivas familias. Desde distintas trincheras, Mora en el incipiente periodismo y Alamán como diputado y funcionario, abordan con conceptos precisos la nueva realidad, guían a la clase política en un debate ilustrado sobre las expectativas de la libertad y la necesidad de preservar lo mejor de las instituciones; para uno, el nuevo espacio político implicaba extender los derechos del hombre a todos los campos, una visión del futuro como un proceso de liberación; el otro insistiría en la conservación del legado colonial. La propuesta sobre el valor del Congreso y los Ayuntamientos como las mejores formas de la representación popular, los hará distintos sólo en los matices, pero la defensa de la religión como sustento de la nacionalidad los iguala; no sería jamás tema de controversia, sino punto de partida. Mora y Alamán coincidieron también en la advertencia del peligro que representaba el vecino del norte, que después de la independencia de Inglaterra volteaba hacia el sur para expandir su territorio y su nueva forma de organización política, pero que protestante y lejano a la esfera de poder del Vaticano, partía de principios religiosos contrarios al concepto católico. En esta ruta de la evolución política de las revoluciones, la francesa, la norteamericana y la marea que se extendía al sur del continente, plantearon con precisión los conflictos de poder y debilidad del México independiente en relación con las naciones europeas que ofrecían lecciones y ejemplos prácticos, además de la permanente amenaza del vecino del norte. Mora veía con sentido crítico a los enciclopedistas franceses que deslumbraron a la generación anterior, la que se independizó de la metrópoli: “bajo un aspecto ha sido un manantial de errores y desgracias y bajo otro una antorcha luminosa y un principio de felicidad para todos los pueblos”. Ambos intelectuales insistirían en discutir los errores de Europa en la que, suponían, debería ser una completa renovación de la sociedad mexicana, sin caudillos como Napoleón Bonaparte ni mucho menos la versión prosaica que fue Antonio López de Santa Ana.

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Los dos intelectuales guanajuatenses percibían la demanda y el cansancio social luego de los once años de la guerra de independencia, el cambio que se gestaba en la injusta sociedad estratificada que impulsó el movimiento insurgente, el trastorno fatal de toda la actividad económica, la recomposición interna del clero que perdía terreno y privilegios en su sociedad con los monarcas y el nuevo espacio de libertades públicas, más como resultado de las aspiraciones y las luchas sociales sangrientas que de las teorías abstractas de los pensadores europeos. Nacía con el país independiente una nueva opción, la tercera vía como dirían los contemporáneos, pero sin un proyecto político. Se pensaba en una renovación social y económica completa que emergería de la destrucción y de las ruinas de las antiguas instituciones. La enorme tarea requería, para empezar, de la claridad intelectual que aportarían otra vez los criollos y de entre estos destacadamente sacerdotes, que como Mora ya estaban metidos de lleno a la tarea de revisar el pasado para soñar con el futuro, desde el principio libertario que enarbolaba el jesuita y el conservadurismo del legado español que postulaba Alamán. Ambos reconocerían como valores indispensables, como punto de partida y la única palanca que no devastó la independencia, a la religión y la novedad de la representación popular en los órganos de gobierno. Y aún desde posturas que parecieron antagónicas, condenarían el despotismo, el viejo principio monárquico de callar y obedecer, como la peor herencia de la colonia. La gran transformación política de la nueva nación mexicana apenas comenzaba, rodeada de peligros internos y externos como la aparición del primer imperio que encabezó Agustín de Iturbide, que pretendió sustentar su poder en la incongruencia de una falsa representación nacional con apariencias y formas liberales, enmedio de conspiraciones, y en ruta de anular las incipientes libertades cívicas. Mora sostenía que “el peligro no está en el depositario del poder, sino en el poder mismo”. Los pueblos de Hispanoamérica -argumentaba en 1827, refiriéndose también a Simón Bolívar- “no han peleado precisamente por la independencia, sino por la libertad; no para variar de señor, sino por sacudir la servidumbre; y muy poco habrían adelantado con deshacerse de un extraño si habían de caer bajo el poder de un señor doméstico”.

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El temor del sacerdote jesuita, expresado reiteradamente en sus primeros escritos periodísticos, se materializó con el advenimiento a la presidencia de Antonio López de Santa Ana, un militar más ávido de riqueza que de poder, frívolo jugador de cartas y gallos de pelea, ajeno al proyecto de nación que discutían los intelectuales y los políticos; militar afortunado, surgido de las masas oscuras del pueblo, sostenía que los soldados, como él lo fue, “llevaban una vida como la de las gallinas”. Era sin embargo el prototipo de la nueva clase política que sustituía a los vencidos españoles; hombre burdo apenas alfabetizado, fue incapaz de conducir el cambio, de concretar en la realidad los beneficios constitucionales. Sus mejores momentos cuando fue centralista o federalista en las once veces que asumió la presidencia de la república, lo guiaron de la mano sus asesores y colaboradores, además de don Valentín Gómez Farías, fundador de instituciones como la de la instrucción pública, destacaría entre los más lúcidos el guanajuatense Lucas Alamán, a quien el hombre fuerte respetaba y admiraba por su muy superior conocimiento. Mora, en cambio, siempre lo rechazó y fustigó como el ejemplo de la perversidad presidencial en la acumulación del poder, que además ni siquiera ejercía, porque en cuanto asumía el cargo delegaba en terceros la responsabilidad. En esos lapsos de abandono se ensayarían formas de organización gubernamental, lo mismo con acento liberal que conservador; la oposición sin concesiones a Santa Ana llevó a Mora a la cárcel y luego al exilio, del que jamás volvería. Desde los débiles gobiernos, los intelectuales mexicanos ensayaban y tropezaban en la práctica con el nacimiento de la república, representativa y federal, atentos a la evolución de las nuevas instituciones que reemplazaban en Europa a las monarquías y el referente del otro modelo norteamericano, sólo que en la voluble actuación de Santa Ana las apariencias eran sólo formales. En la ausencia de autoridad, alentaba no el debate sino la disidencia estéril, la disputa por pequeñas parcelas de poder. Se discutía por turnos la preeminencia del poder presidencial, pero se consentía la tiranía del Congreso, “un número pequeño de facciosos charlatanes -denunciaba Mora en sus escritos periodísticosy atrevidos que a fuerza de gritos sediciosos y amenazas arrancan de la representación nacional todo lo que conviene a sus miras”. Sin una cultura democrática, sin ciudadanos, la elección de diputados era una farsa, lo mismo en el ámbito federal que en los estados. No había cla-

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ridad en el desempeño de los tres poderes, las funciones de la justicia iniciaron con más irregularidades que certezas, jueces y diputados se confrontaban al calor de las disputas domésticas, magistrados y legisladores surgían las más de las veces de manera espuria. En los procesos electorales se practicaban todo tipo de fraudes sin disimulo alguno; el tránsito institucional que los intelectuales debatían descarrilaba en la vida cotidiana del gobierno, los fallos judiciales contra escritos subversivos y sediciosos nulificaba de hecho la libertad de expresión recién conquistada. Mora daba una gran importancia a la libertad de los municipios, Alamán a la del Congreso: “serán el primer motor de la prosperidad pública”, sostenía el jesuita desde una crítica periodística municipalista, permanente. En coincidencia, su antípoda, como el principal asesor del presidente Santa Ana, apostaba en sus primeros años por el debate parlamentario, por la libre deliberación de representantes populares alrededor de la agenda nacional, en la que la defensa del territorio y las fuentes de riqueza eran prioritarias; años más tarde pretendería reducir la deliberación a unos pocos, tres o cinco individuos, llegó a proponer para definir tareas. Empero, ni a Mora se le podría considerar anarquista, ni a Alamán dictatorial; sólo un par de hombres de ideas en busca de soluciones. Para el sacerdote que también ejerció funciones de asesor y en el exilio como funcionario público, la libertad de expresión era fundamental para el libre intercambio de las ideas. Esa convicción lo llevó a fundar varias revistas. Alamán sería otro gran polemista, incluso con su última obra “Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente”, le llevaría cinco años y cinco tomos fijar una postura para el debate y una herencia intelectual para sus seguidores. La ruptura del cordón umbilical que unía a la iglesia y a la corona fue traumática para el clero. Para colmo, el monarca español se resistía como patrono agraviado a designar, de acuerdo con el Papa León XII, a nuevos obispos en ultramar por considerar que los reemplazos, los pastores jóvenes, serían un reconocimiento a la independencia de las diez diócesis que funcionaban en la Nueva España; sólo cuatro estaban articuladas, además sus obispos muy ancianos. Cita el jesuita José Gutiérrez Casillas que en 1829 ya no quedaba ninguno en funciones.

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Es hasta 1853 en que se restablece en México la Compañía de Jesús, conforme a sus reglas aprobadas por la iglesia pero con entera sujeción a las leyes nacionales. Ligados a los realistas, habían muerto en el destierro gran cantidad de sacerdotes de todas las órdenes, porque si hubo una gran participación de curas en el bando insurgente, casi todos en calidad de caudillos, no fue menor la definición de lealtad en las filas, realistas donde figuraron como capellanes y asesores. Otras órdenes religiosas más arraigadas en la población indígena y mestiza continuaron su labor espiritual ajenas a los vaivenes diplomáticos, pero estacionadas en cuanto a la edificación de más templos, escuelas y hospitales, sin control financiero ni de la lejana corona y en la indiferencia de los gobiernos que, sin embargo, se resistían a romper con la autoridad eclesial y convocaban al clero en festividades como el te deum con el que se formalizó el primer imperio de Agustín de Iturbide e incluso la promulgación de la Constitución de 1824, que se elabora en el Templo de San Pedro y San Pablo, aunque los dos poderes, el material y el espiritual, caminaban inevitablemente en ruta de colisión. La religiosidad del pueblo se puso a prueba y se habría fortalecido a contrapelo de las desgracias del gobierno de la iglesia. Al estallar la guerra de independencia había en la Nueva España 4,229 sacerdotes, 3,112 frailes, 2,098 monjas, 1,072 parroquias, 165 misiones, 208 conventos de frailes y 58 de monjas, para atender a una población de 1,097,928 españoles, 3,676,281 indios y 1,338,706 castas. Al término de la guerra, salvo alguna excepción las instalaciones religiosas permanecían intactas, pero había disminuido el personal eclesiástico. Para 1850, todavía atendían a más de mil 200 parroquias, 3,263 sacerdotes y se mantenía la decena de seminarios, una de las pocas opciones de la educación superior aunque declinante como el oficio militar en toda esta etapa de incertidumbre en que la preeminencia corre a cargo de los políticos, especialmente los abogados. Si los gobiernos llegaron a un mínimo de consistencia hasta el advenimiento formal de la república en 1867, el estamento sacerdotal participa de la misma confusión, sin una relación estable ni confiable con los dos imperios, las tres repúblicas federales y las dos centrales, los interinatos presidenciales y los dos regímenes parlamentarios. Pero mientras que cupularmente los dos poderes, el material y el espiritual, navegaban en la incertidumbre, operaban las costumbres, las tradiciones de los 300 años de la colonia sin menosca-

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bo de la religiosidad del pueblo, como el único principio de identidad nacional. En el trayecto se independizan Texas y Yucatán, que luego volvería al redil; se someten violentamente las aspiraciones libertarias de pueblos indígenas y los viejos rencores de las castas, pero en el proceso el único lazo de unión, el sentido de pertenencia a un sólo pueblo fue, más que el idioma, el sentido religioso. Lo mismo que le sucedía a la clase política en los convulsos años de 1830 a 1840, hoy se presume que Lucas Alamán es el rival de José María Luis Mora, cuando que no se podrían entender el uno sin el otro. Se les reconoce como los fundadores ideológicos de las dos grandes corrientes políticas que surgieron en el México independiente, liberales y conservadores, pero en su momento ambos enfrentan en el terreno de las ideas con tesis muy similares, a los poderes declinantes del clero y los militares. Los dos con parecidos argumentos reprobaron la acumulación del poder, lo mismo de una sola persona como sucedía en la monarquía, que de los representantes populares derivado del nuevo régimen constitucional de 1824; para el periodista y el empresario, en funciones de asesores y críticos, eran igualmente insoportables la tiranía de muchos que de uno solo. Apostaban por la democracia como instrumento del futuro, pero los dos censuraron la organización electoral, la corrupción, desconfiaban igualmente del sufragio universal en un pueblo empobrecido y analfabeto, e incluso al calor de las primeras contiendas electorales se pronunciaron por la restricción del voto sólo a los propietarios ilustrados. Un tema que sus sucesores en bandos opuestos replantearían limitando el sufragio a los varones y de estos sólo a los alfabetizados. La asignatura electoral que Mora y Alamán discutieron apasionadamente hace 175 años es, con todos sus avances, tema pendiente en el siglo XXI. En la necesidad de pensar el futuro, Mora y Alamán revisaron el pasado, no sólo el periodo colonial inmediato sino el prehispánico. Para el empresario minero, México como nación no parte de la consumación de la independencia en 1821, sino 300 años antes con la conquista como el principio de la civilización, y la religión, el único componente de todo el edificio social que se mantenía intacto en la conciencia colectiva. A partir de la conquista nacen los criollos y luego los mestizos; todo, diría Alamán, tiene su origen en la fusión de dos pueblos para

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establecer la civilización y la verdadera religión. En consecuencia, el orden social no se modifica violentamente –como pretendió el precursor don Miguel Hidalgo, a quien los dos criollos abominaban-, sino de manera gradual. La nueva sociedad que debería surgir sería un proceso lento, como el de la colonia, en el que intervienen la religión, la moral, el idioma y la educación. Tanto Mora como Alamán, en su perspectiva de historiadores, le reprocharían al cura de Dolores no el haber iniciado la insurgencia, sino la forma violenta que destruyó la riqueza y confrontó a la sociedad. Alamán reflexionaba: “El grito de ‘Viva la Virgen de Guadalupe, mueran los gachupines’, fue causa de la desolación que, habiéndolo oído mil veces en los primeros años de mi juventud, después de tantos años, resuena todavía en mis oídos con un eco pavoroso”. José María Luis Mora tendría parecidos sentimientos, la insurgencia había sido “tan necesaria para la consecución de la independencia como perniciosa y destructiva para el país. Los errores que ella propagó, las personas que tomaron parte o la dirigieron, su larga duración y los medios de que echó mano para obtener el triunfo, todo ha contribuido a la destrucción de un país que en tantos años como desde entonces han pasado, no ha podido aún reponerse de las inmensas pérdidas que sufrió”. Pero no juzgaron a los libertadores con el mismo rasero. Los dos, Mora y Alamán, rescatan la figura de Morelos no por su indudable genio militar ni su liderazgo político, sino por su calidad moral y religiosidad para uno; por su vocación republicana y su visión de futuro, diría Mora. A diferencia de Hidalgo, Morelos que también fue sacerdote habría mostrado más compasión por el enemigo español, rasgos de la caballerosidad criolla y fundamentalmente la iniciativa de convocar al Congreso que promulgaría la primera constitución, el inicio para el gobierno sabio y justo que imaginaba el jesuita y el concepto del estadista moral que veía Alamán. Inevitablemente los dos comparaban el proceso de la independencia de México con el de los Estados Unidos, que luego de la etapa armada había optado por continuar los usos y costumbres, las tradiciones, incluso la religión y la moral luterana pero no la monarquía. En cambio, la independencia de México de su metrópoli europea fue al mismo

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tiempo una fractura social que enfrentó a pobres y ricos, a letrados e ignorantes, mestizos y criollos contra negros y mulatos. De la destrucción siempre estuvo a salvo la religión, como inspiración para los combatientes de los dos bandos y el único punto en común. El sacerdote y el empresario discutieron cada uno en su ámbito los modelos económicos de su tiempo, analizaron a los Borbones como los más eficientes en la organización para la producción de la riqueza, a los enciclopedistas con sus fundamentos filosóficos en la distribución del trabajo, a los teóricos y a los exitosos experimentos empresariales de los vecinos, pero siempre sin tocar ni cuestionar el componente religioso que asignaba como fatalidad que unos pocos nacían para dirigir toda clase de empresas, mientras que las masas debían aportar la fuerza de trabajo, bajo el mismo enunciado del misionero que prometía la felicidad en otro mundo. Con las ideas liberales de Mora y el conservadurismo de Alamán se nutrían ideológicamente los primeros partidos políticos que se radicalizaban en distintas coloraciones, pero que seguían coincidiendo en el sustento religioso que les era común. Más cercano y admirado por Santa Ana, se le atribuye a Alamán la ruptura con el estamento liberal en formación. En esos años eran las logias masónicas y no los partidos las que contaban con recursos, poder de convocatoria y capacidad de organización. En las inevitables geometrías de los contrarios, los blancos que miraban con nostalgia el orden colonial quedaron en el lado del clero, que luchaba no por preservar la religión sino por sus privilegios en peligro; en consecuencia, los liberales en su afán republicano tomaron distancia de la antigua sociedad con la iglesia y, paradójicamente, sería Mora el que aportaría en su legado los conceptos y los argumentos para la partición de los intereses del clero en el gobierno. Los liberales y conservadores que se enfrentaron en la guerra de Reforma en la década de los 50 a 60, justamente para definir el ámbito de competencia del clero en la república, no eran los partidos que nacían y tomaban las ideas de Mora y Alamán en los años 30 y 40 del 1800; desde entonces ambos bandos, en proceso de gestación, se nutrían de los criollos que tenían acceso a la educación superior y de unos cuantos profesionistas que por excepción salían de las masas oscuras del pueblo. En la política de aquellos años participaban ya pocos supervivientes de la guerra de independencia, el grueso de la militancia eran

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los herederos de mineros, rancheros y hacendados con sus intereses de clase bien definidos y que encajaban lo mismo del lado de los que apostaban por la república y el gobierno federal, que con los centralistas para quienes el estamento clerical distribuido en todo el país, con sus parroquias a salvo, intocadas por insurgentes y realistas, podían aportar el lazo confiable, la relación con un gobierno como el colonial, instalado en el centro desde donde coordinaba y enlazaba a las intendencias. Entre los vencidos con el monarca español figuraban el clero, los militares y apenas unos cuantos nobles con los baldones abollados, pero no los sacerdotes; continuaron con su misión evangelizadora, a pesar de la significativa merma de recursos por la pérdida de relación con la corona. Otro fue el caso de los militares profesionales devaluados a cada derrota; unidos a la corriente conservadora, finalmente enfrentaron con las armas a los liberales, que no eran muy distintos a ellos en su formación religiosa. Con distinto grado, todos rechazaban el autoritarismo del antiguo régimen monárquico, pero había matices en cuanto al cambio y los alcances de la libertad recién conquistada. Entre la mansedumbre de la colonia y el nuevo proceso político había tendencias opuestas que tomaron forma con la aportación intelectual de sus mentores; Don Lucas, bien definido en la defensa de los valores coloniales, y la propuesta libertaria del jesuita. El problema radicaba en el modelo educativo fundamentado en el dogma como disciplina intelectual, que empezó a cambiar cuando el gobierno le arrebata al clero el monopolio de la instrucción pública. El proyecto posible de una nación liberal descarrilaba porque, como lo diagnosticó el sacerdote jesuita que conocía desde otra perspectiva más cercana el modelo educativo colonial, los mexicanos en proceso de encontrar su identidad deseaban la libertad a pesar de la prédica en contrario de sus pastores, que lo ligaban a principios de autoridad espiritual que no acababan de romper con las figuras terrenales del cacique y el hacendado. El proceso, anticipó Mora, sería largo para llegar a una nación de ciudadanos a partir de una colonia de siervos, sin raíces democráticas y con el peso de tradiciones monárquicas desde los tiempos prehispánicos, que se refrendaron y consolidaron en la colonia. Ese, el religioso desdoblado a la vida cívica y al trabajo y la riqueza era el valor político, la cohesión de la que quería partir Alamán para construir

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la nueva nación, en la misma percepción de que se necesitaba tiempo para formar una nueva sociedad y un gobierno eficiente. En el camino de los cambios de que la clase política hablaba y apenas escribía, no fue posible el debate en torno al proyecto de nación. Las ideas de Mora, más disciplinado para consignar en el papel sus reflexiones, le dieron sustento ideológico a los liberales; mientras que los conservadores encontraron un arsenal igualmente calificado en la herencia de Alamán. La posterior confrontación militar entre liberales y los conservadores asociados al clero, con toda su carga de sangre y violencia, de fanatismo e idealismo, se daría por otros intereses y privilegios concretos en los que tampoco se atentó contra el principio de religiosidad. Católicos y buenos cristianos había en la conserva y en la chinaca, en sus cuadros dirigentes lo mismo que en la militancia y en la tropa, diferencias que se ahondaban mientras que la nación se desbarataba. En esas dudas, en esas debilidades, en la confrontación interna, se da la independencia de Texas como formalidad para encubrir la anexión a los Estados Unidos y luego la invasión norteamericana que redujo a la mitad el territorio. José María Luis Mora, que había sido nombrado Ministro Plenipotenciario de México en Inglaterra, finalmente claudica a los años de miseria y de destierro; muere en 1850 enfermo de tisis, pobre y abandonado por la clase política, sus hermanos liberales y la iglesia. Sus ideas, en cambio, sustentan la ideología liberal y se multiplican sus partidarios. Alamán, un poco más longevo y no menos productivo, se declaraba en 1846 “conservador por convencimiento” y sentaba las bases de su partido: “Lo que a México conviene es en definitiva volver al sistema español, ya que no a la dependencia de España, y no separarse de él sino lo estrictamente necesario y lentamente”. Frente al desastre que era México a la mitad del siglo, con sus instituciones que pasaban rápidamente de la infancia a la decrepitud, con el territorio mutilado, endeudado y en caída libre la recaudación de impuestos, Lucas Alamán seguía activo fundando y administrando empresas, participando directamente en el gobierno. Optimista, no consideraba la debacle irreversible ni fatal, calculaba el gran costo de la independencia con todo lo que poseyera la Nueva España, pero avizo-

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raba caminos de solución, proponía una tesis a partir de un inventario general de los recursos humanos y materiales del país, un análisis preciso de los males, ubicar los remedios para levantar otra vez el aparato productivo y el diagnóstico de los riesgos para eludirlos. El activo más valioso, reiteraría, era el pueblo, el mestizo y las castas “que nada pide, dócil, bien inclinado, tranquilo, leal a sus profundos sentimientos religiosos, que son el único lazo de unión que queda cuando todos los demás han sido rotos”, la fe como la columna vertebral de la sociedad, la iglesia con su sabiduría milenaria y protectora, como institución inmutable conectada al pasado y al poder del Vaticano. El principal de los males eran las instituciones políticas que, lejos de promover, impedían la prosperidad. Una de las medidas urgentes era reformarlas sin persistir en los experimentos republicanos, federalistas, democráticos que fueron el origen de todos los problemas, la quiebra financiera, el descrédito, la debilidad y el desmembramiento más acusado en México que en el resto de las naciones latinoamericanas por la vecindad con el poderoso, que además caminaba a la guerra civil entre los yanquis del norte y los esclavistas del sur, para los que el territorio mexicano era, siempre lo fue, una tentación. La creencia religiosa, lo único que quedaba en común entre los mexicanos, era el último valladar para conjurar el peligro del vecino ambicioso y protestante, sin soslayar la alternativa de la protección moral y la solidaridad de la Europa católica. Tarde para la indefinición de los primeros años de la nación independiente, planteaba finalmente Lucas Alamán un proyecto político completo, de restauración interna, de relaciones internacionales, la definición de un gobierno fuerte con una férrea administración central, protegido de la perniciosa influencia del poder legislativo y de los partidos, con un ejército eficiente para defender las fronteras y el provecho inteligente de las instituciones como el clero y la milicia. Coincidía con Mora en fortalecer los Ayuntamientos como herencia española, lo mismo que la intervención de los sacerdotes en la organización de las economías regionales, que llegaron a su mejor momento justo antes de estallar la guerra de independencia. Volver a la autosuficiencia alimentaria de las regiones y del país como principio de prosperidad “un nombre que conservar, una patria que defender y un gobierno que res-

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petar; no por temor servil al castigo, sino por el beneficio que dispense, el decoro que adquiera y la consideración que merezca”. Una pulmonía fulminante trajo la muerte a Lucas Alamán cuando ostentaba por tercera ocasión la cartera de Relaciones Internacionales, en junio de 1853. Dejaba un impresionante legado intelectual en dos obras fundamentales: “Disertaciones sobre la historia de la república mexicana”, desde la época de la conquista a la independencia, y “La Historia de México”, desde las conjuras previas a la guerra de independencia hasta el momento de su muerte. Son textos, como los periodísticos de José María Luis Mora, que se compilan en sus obras completas, en la que los dos Guanajuatenses, tan iguales y tan distintos, analizan, reflexionan y hacen la crónica de su tiempo desde un patriotismo a ultranza y con una vigencia actual sorprendente. Durante el Porfiriato y hasta la revolución, las ideas de los dos guanajuatenses nutren el ideario de las dos corrientes políticas. Sus seguidores, a la fecha, los ubican en posiciones contrarias, antitéticas y como los enemigos que no fueron. Pero en el fondo, los dos guanajuatenses comparten más que el patriotismo y el servicio a las mejores causas de México; son tan distintos y tan iguales, como la relación entre la religión y la política, motivo de esta reflexión.

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n 19 de enero de 1858, don Benito Juárez García estableció el gobierno de la república en la ciudad capital de Guanajuato. El manifiesto que publicó dio inicio a lo que se conoce como la ”Guerra de Reforma”, el inevitable enfrentamiento militar entre los herederos ideológicos de otros dos ilustres guanajuatenses: José María Luis Mora, el jesuita liberal, y el empresario minero Lucas Alamán. El indio de Oaxaca, en su calidad de titular del Poder Judicial, asumió el Ejecutivo tras la defección de don Ignacio Comonfort, convencido éste de que la Constitución de 1857 era un compendio de buenos pero imposibles deseos. Nacho, de ascendencia liberal, era hijo único y agobiado más que por el peso de un gobierno permanentemente en crisis, sin recursos y sin dar gusto a los radicales de los dos grandes partidos, recibía además las presiones de su madre que a su vez era torturada en el confesionario, por lo que finalmente abjuró de sus convicciones y juramentos abandonando la presidencia de la república.

Todos los hombres de la reforma, liberales y conservadores, fueron hijos y nietos de católicos. No los enfrentó la fe común que todos defendieron, sino el deslinde de la presencia del clero en los asuntos públicos. El conflicto se planteó desde la consumación de la independencia, que rompió todo lazo con la corona española, pero dejó intacto al clero, el socio del rey que durante los 300 años de la colonia estuvo a cargo de diversas funciones públicas, entre ellas la educación, la asistencia médica y social, la banca, la procuración de justicia, la recaudación de impuestos; rubros clave de la gobernabilidad como el registro de bodas, nacimientos y muertes, además de la organización de la producción en

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los curatos y las comunidades donde predominaba la población indígena. En la nueva república ya no hubo lugar para el clero. No en las condiciones de protagonismo político que se resistía a perder. En los años turbulentos que siguieron a la independencia, la institución religiosa fue perdiendo funciones y privilegios, remachados en las leyes de reforma que le pegaron en la parte más sensible, no en la organización del culto, el servicio espiritual a una población que profesaba en exclusiva el catolicismo, sino en la participación de los sacerdotes en los asuntos materiales y temporales. En el reacomodo, además de obispos y párrocos hubo otras fuerzas que perdieron fueros y protagonismo, entre ellos los militares y los criollos que detentaban el control de las minas y las haciendas más productivas; éstos se agruparon en el bando conservador, que en lo fundamental planteaba un regreso a la organización colonial, sin los españoles, para avanzar gradualmente en el modelo republicano de los norteamericanos. Las “Leyes de Reforma” fueron promulgadas por el gobierno juarista entre julio de 1859 y diciembre de 1860, en un contexto internacional peligroso para el país y en lo interno en plena guerra contra el estamento conservador. Era el pensamiento liberal radicalizado para limitar y acotar la preeminencia eclesiástica, para reducirla sólo al campo espiritual. El paquete de media docena de ordenamientos no toca la libertad del culto católico ni afecta en su esencia la religiosidad de la población; ya no considera a la religión católica como la única y obligatoria, pero en cambio garantiza la libertad de cultos a todos los credos. El nuevo andamiaje jurídico fue un golpe certero a los privilegios del clero. Se promulgaron, entre otras leyes: 1.- La nacionalización de los bienes del clero; 2.- El matrimonio como contrato civil; 3.- La ley sobre el estado civil de las personas; 4.La Ley sobre cementerios; 5.- La Ley que decreta los días festivos y prohíbe la asistencia de los funcionarios públicos a las ceremonias eclesiásticas, y el remache; la Ley sobre libertad de cultos. El país se desgarraba en lo interno. Las fatigadas finanzas públicas no alcanzaban para el gasto corriente de un gobierno trashumante, que

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además debía destinar sus menguados ingresos a la compra de armamento y al equipamiento de la chinaca popular; enfrente, las arcas del clero se abrieron generosas para sostener la guerra y desplegar una intensa y perversa actividad diplomática, en la que nuevamente se aliaba la corona española y el Vaticano para tratar de establecer un protectorado español en México. En París, el hijo de don José María Morelos, Juan Nepomuceno Almonte, firmaba un tratado a nombre del gobierno conservador que encabezaba Feliz Zuloaga con la reina Isabela II, por el que volvía a someter al país a la dominación hispana; la derrota de los conservadores lo dejaría sin efecto. El gobierno liberal presidido por don Benito Juárez también jugó sus cartas. Don Melchor Ocampo, en funciones de canciller, firmó un tratado con el representante del gobierno norteamericano, Roberto Mc Lane, en diciembre del mismo año por el cual recibiría recursos frescos y armamento a cambio de ceder a los Estados Unidos a perpetuidad el derecho de tránsito por el Itsmo de Tehuantepec y en varios puntos del norte de la república; además, el derecho de usar la fuerza militar para proteger los derechos de los ciudadanos norteamericanos. Este delicado momento de la diplomacia liberal, que todavía se exhibe como evidencia de traición y sumisión a los Estados Unidos, es tema de un erudito ensayo del ex gobernador de Guanajuato, Rafael Corrales Ayala, para enfatizar la malicia de Benito Juárez, el político que lograba así el reconocimiento formal del gobierno de Washington con toda la amenaza explícita que representaba para los intereses españoles y de la Santa Sede, que apostaban por la debilidad de la nueva nación. Ese tratado Mc Lane - Ocampo jamás entró en vigor, porque una de las cláusulas en que insistió el representante michoacano fue que debería ser ratificado por el Senado, tanto el de México como el de los Estado Unidos. El nuestro estaba en un receso indefinido por la guerra; el otro en proceso de renovación. En el episodio, concluye Corrales Ayala, lo que ganó don Benito Juárez fue tiempo para que la armada norteamericana no se retirara de las costas de Veracruz donde recalaban los liberales, lo que impidió el ataque de la flota de barcos que había comprado en Cuba el general Miramón para liquidar el conflicto en una sola batalla por mar y tierra. El gobierno juarista no sólo se salvó de ser liquidado en el puerto, sino que por la vía de tan controvertido

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tratado obtuvo el reconocimiento diplomático y la apertura de la frontera para el abastecimiento de pertrechos militares. En la coyuntura, el general Miguel Miramón, que triplicaba en hombres y recursos a los sitiados en el puerto, perdió, sin librarla, la batalla decisiva de la guerra de Reforma. Antes de la guerra de Reforma, fruto de la misma debilidad de los gobiernos mexicanos frente a las ambiciones externas, de la confrontación interna y la disputa de los privilegios y fueros del clero, los Estados Unidos nos despojaron de la mitad del territorio; siguió la invasión francesa, la imposición desde ultramar del segundo imperio –el primero fue el fallido de Agustín de Iturbide- con Maximiliano de Absburgo a la cabeza, que paradójicamente resultó ser más liberal que los mismos radicales mexicanos y que tal vez por eso, esa dualidad romántica imposible, terminó fusilado en el cerro de Las Campanas, en Querétaro. La afirmación de que todos los hombres de la reforma fueron católicos y creyentes convencidos incluye al aristócrata Austriaco y a su mujer, la emperatriz Carlota, quien enloqueció precisamente cuando buscaba en Roma el apoyo político y económico del Vaticano que la jerarquía eclesiástica, empezando por el Papa, le regateaba como represalia por las elusivas respuestas de Maximiliano en relación con la restitución de los bienes de la iglesia. En los pocos viajes que realizó el emperador por el interior del país, pudo constatar el abandono de los fieles, los abusos de los sacerdotes y los excesos de los párrocos, una relajación evidente de la disciplina clerical producto tal vez de la crisis que significó para el clero la independencia que no reconoció el Vaticano, para quien continuaba vigente su sociedad con la corona y en esa incertidumbre fueron quedando vacantes los obispados y aislados los curatos. Mientras que paradójicamente para los liberales, encabezados de manera brillante por un indio zapoteca, la participación plena del indígena en el proyecto de nación era un supuesto imposible, para Maximiliano eran la fuerza ideal, la mano de la obra adecuada que levantaría el potencial económico del imperio a partir de un modelo educativo en el que resultaba indispensable la participación del clero, de la religión como la llave para otro proceso de transculturación y el desarrollo

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de avanzadas formas de agricultura y la fundación de industrias que combinaran la vocación artesanal con la productividad. Para el efecto, el imperio fundó la Junta Protectora del Indio, en la inteligencia de que antes de incorporar a los pueblos a la civilización plena, había que defenderlos de los abusos presentes y los futuros. En ese proyecto no se involucró el clero, en parte porque el imperio jamás tuvo el control pleno del país ni la burocracia que instrumentara éstas y otras políticas públicas, y en parte porque los hombres de la iglesia esperaban respuestas políticas concretas, la restitución de sus bienes antes de volver a confiar en los gobiernos civiles, fueran monárquicos o republicanos. Lo que no se puede ignorar es que tanto el gobierno juarista como el imperio valoraban a la religión católica como el último reducto de la nacionalidad y al clero como un componente indispensable, presente en toda geografía del país, que además de sus “sagradas funciones espirituales” podía colaborar en la siempre postergada recuperación económica, un modelo en el que no diferían mucho los intelectuales de Guanajuato -Mora y Alamán-, pero que sus herederos ideológicos confrontaban en el mismo costal de la disputa del poder. Un tercer actor político, el emperador austriaco, masón de grado, liberal de avanzada, compartiría el mismo reverencial respeto por la religiosidad del pueblo mexicano. En una de sus pocas giras por el interior del país, el emperador se empeño en visitar Dolores Hidalgo, el pequeño pueblo donde el cura Miguel Hidalgo y Costilla, al conjuro de una campaña provocó la más importante convulsión de las monarquías europeas, de las cuales era heredero. Justo ahí, en el atrio de la parroquia, entendió que podía combatir a los republicanos, pero sin tocar la religión que, como a Hernán Cortés, se le aparecía como la llave para conquistar su propio imperio. El problema era que los juaristas eran tan o más devotos que los conservadores. Dios, la fe, la religión, no estaban en disputa y para colmo, el archiduque coincidía plenamente con los liberales en la censura a los excesos del clero y la incomodidad de llevarlos como socios en los asuntos del imperio. En “Los apuntes para mis hijos”, del puño y letra de don Benito Juárez, da su propia versión de los reproches que hacía al clero. Recuérdese que el indio zapoteca estudia las primeras letras y se forma intelectualmente al amparo de la iglesia, lo que no obsta para que como abogado

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defendiera a sus paisanos contra los abusos de los párrocos. En una de sus partes, aquel texto dice que: “… volví a Oaxaca y me dediqué al ejercicio de mi profesión. Se hallaba todavía el clero en pleno goce de sus fueros y prerrogativas y su alianza estrecha con el poder civil le daba una influencia casi omnipotente. El fuero que lo sustraía de la jurisdicción de los tribunales comunes le servía de escudo contra la ley y de salvoconducto para entregarse impunemente a todos los excesos y a todas las injusticias. Los aranceles de los derechos parroquiales eran letra muerta. El pago de las obvenciones (impuestos eclesiásticos) se regulaba según la voluntad codiciosa de los curas. Había sin embargo algunos eclesiásticos probos y honrados que se limitaban a cobrar lo justo y sin sacrificar a los fieles; pero eran muy raros estos hombres verdaderamente evangélicos, cuyo ejemplo lejos de retraer de sus abusos a los malos, era motivo para que los censurasen diciéndoles que mal enseñaban a los pueblos y echaban a perder los curatos. Entretanto, los ciudadanos gemían en la opresión y en la miseria, porque el fruto de su trabajo, su tiempo y su servicio personal, todo estaba consagrado a satisfacer la insaciable codicia de sus llamados pastores. Si ocurrían a pedir justicia, muy raras veces se les oía y comúnmente recibían por única contestación el desprecio o la prisión. Yo he sido testigo y víctima de una de estas injusticias. Los vecinos del pueblo de Loxicha ocurrieron a mí para que elevase sus quejas e hiciese valer sus derechos ante el tribunal eclesiástico contra su cura, que les exigía las obvenciones y servicios personales sin sujetarse a los aranceles. Convencido de la justicia de sus quejas, por la relación que de ellas me hicieron y por los documentos que me mostraron, me presente al Tribunal o Provisorato, como se le llamaba. Sin duda por mi carácter de Diputado y porque entonces regía en el Estado una administración liberal, pues esto pasaba a principios del año de 1834, fue atendida mi solicitud y se dio orden al cura para que se presentara a contestar los cargos que le hacían, previniéndosele que no volviera a la parroquia hasta que no terminase el juicio que contra él se promovía; pero desgraciadamente a los pocos meses cayó aquella administración, como he dicho antes, y el clero, que había trabajando por el cambio, volvió con más audacia y sin menos miramientos a la sociedad y a su propio decoro, a ejercer su funesta influencia a favor de sus intereses bastardos”.

Parecidos testimonios de amargos reproches a un clero que se relajaba en la molicie se podrían consignar de entre los más puros liberales

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y los más recalcitrantes conservadores. Mientras que el México independiente generaba su propia clase política, dispuesta a ejercer todas las funciones del gobierno, en la organización religiosa no sólo se desvanecían fueros y privilegios, sino que hacía crisis la distancia con sus mandos superiores. Otro hecho destacable es que en la insurgencia y durante los once años de la guerra de independencia, destacó la participación de los sacerdotes como líderes de las docenas de partidas guerrilleras en la conjura, en el debate intelectual y político, mientras que en el episodio de la reforma los sacerdotes, sus ministros y sus príncipes estuvieron siempre a la defensiva de la riqueza que les escurría de las manos. De entre los sacerdotes de ideas más claras y avanzadas, la paradoja es que sea el sacerdote jesuita José María Luis Mora el precursor, el visionario de cómo se podrían acomodar en el futuro los legítimos intereses espirituales y materiales, las cosas de Dios y de los hombres. A pesar de que jamás se cuestionó la religiosidad, la ausencia de una negociación política entre clero y gobierno en el reacomodo de competencias polarizó las posturas. En todo el episodio de la Reforma, primero en el debate de las leyes y luego en la guerra, no habría diferencias entre los bandos acerca de la necesidad, del valor y la importancia de la religión como el único factor de identidad nacional. La confrontación, en todo caso, fue por la disputa de fueros y privilegios. En Veracruz, el 7 de julio de 1859, el presidente Juárez lanzó un manifiesto en el que fija la postura del bando liberal, convocando a “poner fin a esta guerra sangrienta y fratricida que una parte del clero está fomentando hace tanto tiempo para defender los intereses y las prorrogativas que heredó del sistema colonial, abusando escandalosamente de la influencia que le dan las riquezas que ha tenido en sus manos y del ejercicio de su sagrado ministerio”. La guerra de Reforma, con toda su violencia y su carga de rencores, no fue una confrontación religiosa como la que plantea el Islam a todos los infieles; no había en los bandos opuestos ideas opuestas, ideas distintas acerca de la fe, el culto o la doctrina. Todos eran creyentes de un credo común, en lo que no estaban de acuerdo era el grado de la participación de sus pastores en los asuntos materiales. En ese mani-

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fiesto de Veracruz, el presidente Benito Juárez no deja lugar a dudas, el propósito de las leyes de Reforma, el casus belli pretendía de una vez y para siempre desarmar las bases de apoyo, el potencial económico de la institución religiosa que se desviaban del culto para defender intereses inconfesables. Para ese efecto señalaba seis puntos: 1.- Adoptar como regla general e invariable, la más perfecta independencia entre los negocios del Estado y los puramente eclesiásticos; 2.- Suprimir todas las corporaciones regulares del sexo masculino, sin excepción alguna, secularizándose los sacerdotes que actualmente hay en ellas; 3.- Extinguir gradualmente las cofradías, archicofradías, hermandades, y en general todas las corporaciones o congregaciones que existían de esta naturaleza; 4.- Cerrar los noviciados en los conventos de monjas, conservándose las que actualmente existían en ellos, con los capitales o dotes que cada una haya introducido y con la asignación de lo necesario para el servicio del culto en sus respectivos templos; 5.Declarar que han sido y son propiedad de la nación todos los bienes que hoy administra el clero secular y regular con diversos títulos, así como el excedente que tengan los conventos de monjas deduciendo el monto de sus dotes, y enajenar dichos bienes, admitiendo en pago de una parte de su valor títulos de la deuda pública y de capitalización de empleos, y; 6.- Declarar por último, que la remuneración que dan los fieles a los sacerdotes, así como la administración de los sacramentos, como por todos los demás servicios eclesiásticos, y cuyo producto anual bien distribuido basta para atender ampliamente el sostenimiento del culto y de sus ministros, es objeto de convenios libres entre unos y otros, sin que para nada intervenga en ellos la autoridad civil”. No era un ajuste de cuentas pendiente; se sentaban las bases de la separación que no se produjo con la declaración de independencia. En ese mismo manifiesto, la exposición de motivos de las Leyes de Reforma, el presidente Juárez explicaba que: “Además de estas medidas, que en concepto del gobierno son las únicas que pueden dar por resultado la sumisión del clero a la potestad civil en sus negocios temporales, dejándolo sin embargo con todos los medios necesarios para que pueda consagrarse exclusivamente, como es debido, al ejercicio de su sagrado ministerio, cree también indispensable proteger en la república, con

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toda su autoridad, la libertad religiosa, por ser ésta necesaria para su prosperidad y engrandecimiento, a la vez que una exigencia de la civilización actual”. El exitoso ensayo de cogobierno entre la monarquía y el clero en la Nueva España terminó con los 300 años de la colonia. La preponderancia, la autoridad de los ministros de culto ya no cabía en el esquema republicano, pero tampoco se dio una negociación inteligente entre los reales factores del poder para separar los asuntos espirituales de los materiales de manera civilizada, quizá porque a la clase política que estrenaba la independencia le convenía aprovechar la estructura religiosa, la fe católica como identidad y la burocracia eclesiástica como factor de gobernabilidad, sin soslayar que desde la sacristía se conjuraba para retroceder al dominio de la corona española o a la dependencia de una casa reinante en Europa, con el propósito de conservar lo mejor de la herencia colonial como forma de gobierno menos traumática que la república y, en el trasfondo, la conservación de los fueros y privilegios de una casta sacerdotal que consideraba como propia la conquista evangélica del continente, con el correspondiente usufructo de sus muy generosos bienes. La Reforma, en las dos vertientes, militar y legislativa, es una de las bisagras importantes en la historia de México, no sólo por la separación de la Iglesia y el Estado, que en el concierto universal ponía al país en la vanguardia de las revoluciones, sino por el otro ejercicio organizacional en el que se sometía al clero a la potestad de la república, pero sin tocar los principios de la religiosidad, tan estimada que la libertad de profesar cualquier culto se eleva a rango constitucional, lo que implicaba otro golpe más a la soberbia clerical, que en la anterior constitución había pujado para que la religión católica fuera la única que se profesara en la nueva nación independiente. Además de sus contenidos de avanzada, las leyes de Reforma son un troquel que marca, un sello ideológico, una postura histórica que se mantiene vigente en el ejercicio parlamentario. Mientras que en los Estados Unidos las leyes “enmiendan” y los españoles hablan de los “alcances” de sus normas y en todo el mundo lo que resulta de la actividad legislativa se entienden como cambios, en México cualquier modi-

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ficación, trascendente o no, a las leyes o sus reglamentos se le etiqueta como “reforma”, lo que para la gramática es correcto en cuanto que se vuelve a la forma o a la horma, pero que inevitablemente alude a aquellas leyes de Reforma, que en la relación de los asuntos espirituales y materiales marcaron un antes y un después. Los Constituyentes de 1857 estaban orgullosos, concientes y satisfechos de lo que habían legislado. En sus documentos de trabajo y en la misma exposición de motivos, o proclama como se le llamaba entonces, enfatizaban que aquel intento de nación se igualaba en su altitud de miras a las más avanzadas del planeta, sin ignorar la más profunda religiosidad: “Persuadido el Congreso de que la sociedad para ser justa, sin el que no puede ser duradera, debe perpetuar los derechos concedidos al hombre por su Creador; convencido de que las más brillantes y deslumbradoras teorías políticas son torpe engaño, amarga irrisión, cuando no se goza de libertad civil, ha definido clara y precisamente las garantías individuales, poniéndolas a cubierto de todo ataque arbitrario. El acta de derechos que va al frente de la Constitución es un homenaje tributado, en vuestro nombre, por vuestros legisladores, a los derechos imprescriptibles de la humanidad. Os quedan, pues, libres, expeditas, todas las facultades que del Ser Supremo recibisteis para el desarrollo de vuestra inteligencia, para el logro de vuestro bienestar”.

Los herederos ideológicos del jesuita de Chamacuaro José María Luis Mora, entre radicales y moderados, fueron mayoría en aquel Congreso Constituyente que imponía sus conceptos de avanzada a una minoría conservadora que anhelaba con nostalgia el regreso al orden colonial. Lo más extraño es que sean los liberales más duros, los radicales, quienes reiteradamente mencionaran en sus textos a la Divina Providencia, la potestad divina, la presencia de Dios y su respeto pleno a la religiosidad, como se lee en la proclama de 1857: “La igualdad será, de hoy en más, la gran ley en la República; no habrá más mérito que el de las virtudes; no manchará el territorio nacional la esclavitud, oprobio de la historia humana; el domicilio será sagrado; la propiedad, inviolable; el trabajo y la industria, libres; la manifestación del pensamiento, sin más trabas que el respeto a la moral, a la paz pública y

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a la vida privada; el tránsito, el movimiento, sin dificultades; el comercio, la agricultura, sin obstáculos; los negocios del Estado, examinados por los ciudadanos todos; no habrá leyes retroactivas, ni monopolios, ni prisiones arbitrarias, ni jueces especiales, ni la confiscación de bienes, ni penas infamantes, ni se pagará por la justicia, ni se violará la correspondencia; y en México, para su gloria ante Dios y ante el mundo, será una verdad práctica la inviolabilidad de la vida humana, luego que con el sistema penitenciario pueda alcanzarse el arrepentimiento y la rehabilitación moral del hombre que el crimen extravía”.

Pero en este canto libertario universal, una parte de la clase política mexicana excluía al clero de los asuntos del gobierno, lo que provocaría el enfrentamiento armado y las posteriores leyes de Reforma, que remacharon la potestad del gobierno civil despojando al clero de sus privilegios. Quizá por eso, por la importancia histórica de las leyes, los alcances de los cambios, más allá de enmiendas en México se les identifica como la Reforma, una guerra, un proceso político, una etapa de definiciones en las antiguas y complejas relaciones de lo material con lo espiritual.

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Estandarte cristero

La Cristiada, este episodio de la historia de México en el que están presentes y extrapolados los intereses políticos y religiosos, es a la distancia una vergüenza, un conflicto inexplicable para los simpatizantes de uno y otro bando. Es, por un lado, el ensayo ahora sí violento de la antigua disputa del control social de las masas entre el poder político y el espiritual, y por otro sólo un recurso de irritación social que enmascaraba muchas otras inquietudes derivadas del reparto agrario, la diplomacia y los ajustes de cuentas entre los revolucionarios triunfantes.

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Plutarco Elías Calles

Entre malentendidos con la curia, conveniencias políticas y juegos diplomáticos, el “jefe máximo” de la revolución triunfante enfrenta la insurgencia cristera, un episodio oscuro sin utilidades para los dos bandos, que costaría más de 450 mil muertos. El maestro sonorense fue estigmatizado como el peor enemigo de la iglesia, cuando que era por su vocación política el más propenso a buscar acuerdos, a delimitar los campos de la religión y la política. Para colmo, la iniciativa para poner fin al conflicto vino de fuera, de parte del embajador norteamericano Dwigth Morrow.

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La Cristiada

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as expulsiones de los jesuitas de la Nueva España en 1767 y 1799, por motivos de la alta política entre el Vaticano y la corona española, con saldos de revueltas populares como significativamente sucedería en Guanajuato, confirmaron el carácter sagrado de los sacerdotes entre el pueblo llano. Para los fieles, la encarcelación y posterior deportación de unos 500 jesuitas fue una violación blasfematoria, un atentado monstruoso contra la santa madre iglesia y la religión, sin conciliación posible con el sutil anticlericalismo de las disposiciones del monarca, que reafirmaba su predominio sobre todas las órdenes religiosas. Una era la percepción de los monarcas en ultramar sobre los riesgos de perder el control de una parte de la iglesia que obligaron a medidas extremas como la de castigar a la Compañía de Jesús, fiel a ultranza al papa y no a los reyes, y otra muy distinta la forma en que veían los naturales a los ministros de culto, a los intermediarios con la divinidad desde los tiempos prehispánicos, una idea religiosa reafirmada en los tres siglos de la colonia. El gran poder del clero tenía rostro, nombre y apellidos en los sacerdotes que administraban los sacramentos, la autoridad religiosa que asiste al hombre desde su nacimiento a la muerte, pasando por todo el proceso de socialización de recibir un nombre, el matrimonio y ser parte reconocida de una comunidad. Las reacciones de las masas analfabetas frente a la expulsión de los hombres santos fue un indicio y un precedente importante sobre la profunda relación que existía entre la feligresía y sus pastores, basada

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Alvaro Obregón

Intereses desde dentro del gobierno y del clero conspiraron, primero para evitar un segundo periodo presidencial del invicto general sonorense. Una vez declarado presidente de la república electo, el último recurso fue el asesinato. A la distancia todavía aparecen datos oscuros en la investigación del magnicidio con tintes religiosos, como el peritaje forense que consigna 18 balazos de distintos calibres en el cuerpo del divisionario, además del único tiro que le descerrajó el que se dijo “asesino solitario”, José de León Toral.

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en el sólido lazo de la religión como el primer componente de la nacionalidad. Lo primero que tenían en común los habitantes de la Nueva España, confrontados en castas y clases con los peninsulares, los hombres blancos y barbados como los principales con los criollos a la espera de oportunidades, era la religión católica. El peso específico de los sacerdotes en la sociedad novohispana se pondría en relieve en la guerra de independencia, donde son los ministros de culto los que inician la insurgencia, los que le dan contenido político y al final consuman la independencia, siempre con un contenido religioso que soliviantó a las masas. El principio de autoridad hecho trizas por la sublevación popular, el concepto del Estado sólo asequible a la minoría que tenía acceso a la educación, jamás le daría cohesión nacional a ningún movimiento político; en cambio, el concepto de la religión movió las masas y las conciencias a pesar del clero, el gobierno de la iglesia lejano a las reivindicaciones sociales en todas sus decisiones cupulares, pero traicionado por el bajo clero, que detentaba el poder de convocatoria para lanzar a la población contra el enemigo que en su momento les señalaran sus pastores. Desde la conquista, la religión fue el complemento de la espada, la única justificación para la barbarie. El comandante cubano Fidel Castro le recordaría a Juan Pablo II en su visita a la isla que la imposición de una religión por otra, el dominio sobre el nuevo continente, había costado 70 millones de indios muertos. Desde la colonia, la transculturación fue completa; el evangelio sustituyó cabalmente a la cosmogonía tenochca y aportó además un código de conducta social e individual. Encima de los templos paganos se levantaron las catedrales, con los sacerdotes en la misma función de administrar los sacramentos; incluso en el ritual cotidiano, los nuevos ministros que vestían de negro como los servidores de Huitzilopochtli, comían la carne y bebían la sangre de Cristo en el templo como el centro de la comunidad, en un altar, no en la piedra de los sacrificios pero con el mismo simbolismo de re ligar, de volver a unir al hombre con Dios. El sacerdote

Desde los tiempos de la colonia, en la provechosa alianza de la iglesia católica con la Corona para el gobierno de la Nueva España, se mantu-

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Concepción Acevedo de la Llata

“La madre Conchita” como personaje de novela apareció en el centro de varias conjuras para asesinar al general Obregón. Ni en el proceso ni en la cárcel revelaría las complicidades al más alto nivel que prepararon el magnicidio. Mantuvo relación cercana lo mismo con el padre Miguel Agustín Pro que con el secretario de Industria en el gobierno callista, Morones; el ingeniero Carlos Segura Vilches, el arzobispo de Guadalajara y los altos mandos policiacos de su época. Pese a sus más que valiosos servicios a la causa de la Cristiada, jamás fue considerada para el martirologio.

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vo latente el poder de convocatoria de los sacerdotes sobre las masas populares. Los acuerdos al más alto nivel entre la curía Vaticana con la burocracia española caminaron en el nuevo mundo casi sin conflictos políticos de importancia entre ambos poderes, pero llegado el momento de la independencia, y antes con la expulsión de los jesuitas, fue evidente el peso específico de los ministros de culto entre las masas analfabetas acostumbradas a callar y obedecer al monarca, pero también a los curas. Para los historiadores, el poder del clero se desarticula con la independencia, se fractura la sociedad de la iglesia con el gobierno material; y en el periodo de la Reforma, la lucha política entre ambos poderes se centra en la reivindicación o la defensa de los antiguos privilegios y la administración de la riqueza que el clero acumuló merced a sus funciones de banqueros, arrendadores y organizadores de la producción que les habían concedido los monarcas. Lo que permaneció sin cambios fue el profundo sentido religioso de la población, que el clero continuó administrando a pesar de las derrotas que significaron las Leyes de Reforma, la traición del emperador Maximiliano que inesperadamente resultó tanto o más liberal que el gobierno republicano. En esa lucha del clero contra los gobiernos republicanos y liberales, se mantuvo larvada la amenaza de lanzar al pueblo contra el gobierno que jamás atentó contra la religiosidad, pero si sujetó el protagonismo y la voracidad de los dirigentes de la iglesia. La revolución fue otra derrota que acotó los privilegios de la casta sacerdotal. En la Constitución de 1917 se remachan los principios liberales y aún se reglamenta el culto; como en su momento hicieron los reyes de España, los revolucionarios trataron de someter al clero, que respondió negando al más alto nivel la validez del nuevo texto Constitucional. El enfrentamiento ahora si sería violento, la prueba definitiva acerca del poder de convocatoria de la iglesia frente al gobierno, con un llamado a otra guerra santa, en defensa de la religión, un episodio que se conoce como la guerra cristera. Un episodio oscuro

Se trata del episodio más oscuro y vergonzante de la etapa posrevolucionaria, en la que tanto en el bando del gobierno como en el de la Iglesia, a casi un siglo de distancia, se esconden archivos, explicaciones y conclusiones. En los hechos, las malas relaciones del gobierno de la

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iglesia con el revolucionario quedaron exactamente igual después de los cuatro años de sangrientos combates, en los que ahora se estima que hubo más de medio millón de muertos. El texto Constitucional que encendió el conflicto quedó igual, lo mismo que la ley reglamentaria. Los acuerdos entre obispos y funcionarios se emplazaron a espaldas de los combatientes cristeros, que se sintieron traicionados y que se acogieron al indulto más por cansancio y confusión que por convicciones o garantías. Al contrario, entre la purga de generales revolucionarios y asonadas como la escobarista, se dio otra cacería de cabecillas cristeros, sin más explicación que la venganza, los odios personales, las otras motivaciones que escondía la guerra religiosa. No es posible ubicar la guerra cristera fuera del contexto de inestabilidad política del que emergían los gobiernos de la revolución. El Vaticano no sólo negaría el reconocimiento diplomático al nuevo régimen, sino que declararía nula y sin ninguna validez la Constitución que ratificaba la pérdida de privilegios y la posibilidad del cogobierno en materias tan sensibles como el de la educación que se declara laica, obligatoria y gratuita. Las facciones revolucionarias no estaban en paz. El mundo se convulsionaba en otro gran ajuste de cuentas entre naciones, modelos de producción y formas de gobierno que en lo general menoscababan el poder de la iglesia y de sus viejos socios los monarcas. En las repúblicas y en el esquema socialista, la religión dejaba de ser el factor de cohesión social; para los bolcheviques era de plano el opio de los pueblos y en México, entre los revolucionarios de muy distinto signo había claras tendencias hacia la izquierda, a la justicia social, incompatible con la doctrina católica del valle de lágrimas y la recompensa final en otro mundo. El México bronco, triunfante desde la época de la Reforma, la intervención francesa y la revolución, estaba muy lejos de ser aplacado por reivindicaciones sociales que se plasmaban en la ley, pero que tardaban en bajar a la sociedad. El país de las instituciones apenas fraguaba y en grandes desacuerdos con otras instituciones como la iglesia católica. El reparto agrario de las grandes haciendas con el que se pretendía hacer justicia a los peones desposeídos, tenía otros significados y peligros para los pequeños propietarios, los rancheros que en el centro del país usufructuaban con beneficios predios de entre 100 y 300 hectáreas tan

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productivos o más que las grandes haciendas y en los que se ensayaban formas de trabajo menos onerosas para los peones, que además ya no estaban impedidos de cultivar sus propias parcelas y buscar enriquecerse como los antiguos amos. No es casual que uno de los grandes escenarios de la guerra cristera fueran los Altos de Jalisco, una amplia región colindante con Guanajuato y hasta Michoacán, altamente productiva que cobijaba en su seno un centro urbano cuyo mejor valor económico hasta la fecha sea el santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos. Esta población fue cabecera de las mejores ferias regionales, escaparate de los avances agropecuarios con el trasfondo o la motivación principal del culto religioso, que detonó una variante económica en la exitosa combinación del festejo profano y el religioso que se mantiene vigente hasta la fecha. El cierre de los templos, decretado por el alto clero ante la falta de garantías del gobierno, resultó intolerable para el ranchero amenazado además por los agraristas. En ese caldo de cultivo cayó la convocatoria a la defensa de la religión amenazada por los gobiernos de la revolución. Se le atribuye al periodista del Universal Ignacio Monroy, en febrero de 1926, la entrevista con el arzobispo de la Ciudad de México, Don José Mora y del Río, en la que preguntó: -¿La postura de su ilustrísima respecto de la Constitución es hoy la misma que en 1917? -“Si”- dijo el prelado. En Palacio Nacional, el presidente Plutarco Elías Calles, un viejo maestro rural, masón de grado y en proceso de alzarse como el jefe máximo del país, lo entendió como una muy conveniente declaración de guerra que detonaría una serie de medidas y provocaciones como los atentados a los templos de los radicales y los laboristas, la intentona de fundar una iglesia mexicana cismática a la que incluso le entregaron un par de templos y la respuesta del clero de suspender el culto, el cierre de los templos que enardeció a la feligresía y la puso sobre las armas.

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Jean Meyer, el autor clásico en el tema de la Cristiada, y otros historiadores lamentan todavía las reticencias del alto clero para abrir sus archivos, para dar una versión de parte sobre el conflicto religioso, una precaución que se repetiría explicablemente en los gobiernos priístas herederos de la revolución, pero que es todavía más inexplicable en los nuevos gobiernos del PAN, quizá porque es a la clase política toda a la que avergüenza el episodio de la Cristiada, en el que aparecen toda clase de traiciones, disimulos y conveniencias, por ejemplo con el tráfico de parque y armamento que las brigadas femeninas hacían llegar a los cristeros, pero que compraban a los mismos militares del gobierno supuestamente encargados de combatirlos. Francisco Martín Moreno, en una de sus últimas novelas -“México acribillado”-, escarba en la conjura para el asesinato del presidente de la república electo Álvaro Obregón, donde aparecen los lazos estrechos e inexplicables de la monja Concepción Acevedo de la Llata, la “madre conchita”, con Luis N. “El Gordo” Morones, el poderoso secretario de Industria y hombre de todas las confianzas del presidente Plutarco Elías Calles, el principal beneficiario del asesinato del sonorense, que efectivamente después de la purga de los generales lo dejó como el jefe máximo de la revolución, hasta que toparía con el más leal de sus subordinados, el general Lázaro Cárdenas del Río, que lo expulsa del país y pone fin a la etapa del asesinato por la fórmula más civilizada del destierro. Se dijo entonces que la revolución se bajaba del caballo. Antes de la expulsión de Calles, el país todavía se convulsiona con los ajustes de cuentas, las revanchas y el juego violento de la sucesión presidencial, con los caudillos y caciques regionales operando desde el nuevo instrumento, el gran partido revolucionario para el reparto de la renta nacional y de las posiciones de poder. En ese escenario se entiende la guerra cristera como el recurso para entretener a los militares levantiscos y corruptos y a todos los que atrás de ellos buscaban ascensos y presupuestos en una guerra de “baja intensidad” localizada sólo en el centro del país, divorciada de los mandos eclesiásticos, condenada a la derrota e incómoda para el mismo Vaticano, en el predicamento de justificar la violencia cuando al mismo tiempo negociaba con la monarquía italiana la desmembración de los estados pontificios para dar lugar al nuevo Estado Vaticano.

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En esos cuatro años, el baño de sangre en el centro del país sirvió para muchas cosas a los bandos en pugna, sin perder de vista que fue de principio a fin una guerra religiosa, con terceros interesados como la campaña presidencial de José Vasconcelos, que coqueteaba con los mandos cristeros; el naciente poder del magisterio, que desde la secretaría de Instrucción Pública disputaba a los párrocos el control de las escuelas rurales, con sus propios mártires desorejados; los comerciantes, que proveían de provisiones a los dos bandos en tanto que pagaran, con la garantía del supremo gobierno los unos y con la de los obispados los otros. Para el gobierno revolucionario, los excesos de los cristeros, que también los hubo en despojos, violaciones, linchamientos y revanchas, fueron un excelente argumento en los cenáculos liberales de otras naciones para mostrar la intolerancia religiosa y la incongruencia de la doctrina católica. A la iglesia la guerra cristera le dejó una herencia de mártires, nuevos símbolos de la fe que hoy en día siguen en proceso de canonización. Los prelados, hábiles y consumados diplomáticos, pierden la batalla al llegar poco a poco los reconocimientos internacionales al gobierno de la revolución, los privilegios del clero pasaron a segundo término frente a otras negociaciones más profanas y calientes como las del petróleo y no es casual que sea el embajador norteamericano Dwigth S. Morrow el que junte a las partes y en breves e insustanciales conversaciones logre el armisticio, el fin de una guerra absurda e incómoda que amenazaba otros intereses económicos de mayor peso y significaba un potencial riesgo electoral. Lo que todavía falta por explorar de los rescoldos de la Cristiada son las formas de organización social que puso en juego la jerarquía católica. A los combatientes, el alto clero los habría de dejar solos, sin más apoyo moral que el de unas cuantas proclamas cifradas y secretas en las que no podía exhortarlos abiertamente a la violencia; en cambio, hasta hoy en día permanecen organizaciones fundadas en aquellos años como las ACJM, y docenas de frentes, movimientos, ligas, asociaciones de seglares a los que se adoctrina en materias como las de la educación y muchos otros temas que impone en avance de la ciencia y la tecnología; una base social bien articulada y estratificada en las clases medias, que sólo a retazos heroicos apareció junto a los cristeros en apoyo a la

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guerra santa, pero que a la hora de los acuerdos y después, en lo que los clásicos del tema denominan “los arreglos” entre el clero y el gobierno para la gobernabilidad del país, responden en aquellos años con una gran disciplina a los dictados de sus pastores. Hoy en día no habría explicación posible a la desobediencia social a dictados precisos de la jerarquía católica en temas como el uso de la píldora anticonceptiva, el condón o temas más complejos como el de la reproducción humana asistida y otros más controvertidos como el aborto y la clonación. Son los predicadores los que se van ajustando con tolerancia a la feligresía para no romper los vínculos de la guía moral en los asuntos de fondo que bajan directamente desde el Vaticano; pero en los años de la Cristiada fue mayor el control en las organizaciones sociales que entre los combatientes cristeros. En la misma lucha contra el texto constitucional que le daría sentido a la Cristiada, hubo más disciplina, capacidad de organización y financiamiento en las bases de apoyo, en el tramado social que defendía la religión, que entre el martirologio de los guerrilleros. A éstos, sus capellanes les decían que el escapulario los protegía de las balas; en la otra organización social más amplia, lo que se defendía era el derecho a profesar la antigua y única religión como componente principal de la nacionalidad. Anexo 1

“El anticlericalismo de los revolucionarios mexicanos, que no anticristianismo, se explica porque sabían que el clero había estado siempre contra los intereses populares, contra los caudillos de la independencia: Hidalgo, Morelos y muchos otros; porque sabían que el Papa Pío VII y el Papa León XII no reconocieron nuestro derecho a ser libres; porque sabían que éste último había pretendido que volviéramos a someternos a Fernando VII, el rey felón como le llamaban sus compatriotas; porque el clero contribuyó a la derrota del ejército mexicano en su lucha contra los invasores norteamericanos en 1847, al auspiciar la rebelión de los Polkos con el propósito de derrocar de la presidencia a Valentín Gómez Farías y no cumplir así con el decreto salvador que autorizaba al gobierno a tomar del clero 15 millones de pesos a fin de sostener en mejores condiciones la lucha contra los norteamericanos; porque sabían que Pío IX, en pleno Consistorio, había declarado de ningún valor la ley del 21 de junio de 1865 y la Constitución de 1857, contribuyendo de esta

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manera a que se desatara en el país la sangrienta guerra de tres años; porque finalmente ellos, los revolucionarios de 1910 en adelante, habían sido combatidos lo mismo por los arzobispos, obispos y canónigos que por la mayor parte de los curas pueblerinos. Los hechos anteriores son historia, historia irrefutable que ninguna persona honrada, serena y patriota puede negar”. Jesús Silva Herzog Trayectoria Ideológica de la Revolución Mexicana, 1976. La Cristiada “Movimiento complejo abandonado a sus propias fuerzas, y que arrastraba componentes regionalistas, económicos y religiosos. El movimiento cristero era expresión de la mentalidad del ranchero, pequeño propietario, huraño e individualista, había luchado siempre con mayor o menor éxito contra la gran propiedad y había salvaguardado la libertad, que este hombre a caballo ponía por encima de todos los bienes; profundamente enraizado en una fe católica patriarcal, la persecución de los sacerdotes y el cierre de las iglesias le llegaba a lo más profundo y nadie tuvo que incitarlo a levantarse en armas. El movimiento cristero tenía los elementos de fuerza, así como las flaquezas propias de los movimientos espontáneos; incapaz de vencer a causa de su falta de organización y de su indigencia material, no podía ser vencido, y las medidas clásicas de represión y de “pacificación” no hacían sino engrosar las filas de los insurrectos. Política de la tierra quemada, concentración de las poblaciones rurales que perecen de hambre y de epidemias, atrocidades de la guerra civil con la añadidura de la guerra de religión, todo hacía de ella una lucha inexpiable; fueron necesarios largos años para que la calma se restableciera. Sólo el presidente Lázaro Cárdenas, revolucionario convencido y originario de Michoacán, supo apaciguar los ánimos por la profunda comprensión que tenía de aquellos hombres y por la honradez de su política: mientras que el restablecimiento oficial de la paz en 1929 había sido seguido por el cobarde asesinato de numerosos jefes cristeros de regreso en sus campiñas, Cárdenas llevó efectivamente a buen término la dura tarea de desarmar los odios, o al menos volverlos inocuos”. Jean Meyer La Cristiada, 1973.

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El siglo XXI Conclusiones

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a confusión, la mezcla, la relación entre la religión y la política permanecen vigentes al iniciar el siglo XXI. Temas viejos se enredan con los nuevos, con frecuencia en los mismos términos de virulencia y apasionamiento con que debatieron y se confrontaron los liberales y conservadores del siglo XIX; sin descartar las disputas de poder entre el clero y el gobierno, a propósito o con el sustento de las íntimas creencias religiosas de una sociedad que penosamente camina hacia la democracia desde un pasado atado al autoritarismo. La política y sus oficiantes, con objetivos de corto y mediano plazo, razonan y actúan, hasta ahora sin resultados, en respuesta a reclamos concretos de pobreza extrema, analfabetismo, ignorancia, fanatismo y problemas de salud, como el reciente episodio de la influenza porcina, al amparo de políticas públicas de indudable beneficio colectivo, pero que se ayudan y se estancan, avanzan con retrocesos, sin poder ignorar en la tarea la otra moral religiosa conectada a propósitos ultraterrenos, los que ubican la felicidad de las personas y de los pueblos en otro mundo, sin un antes ni después, mientras que para los políticos mexicanos, el tiempo se mide al ritmo de los sexenios. Desde el pasado prehispánico la religión está presente, asociada, involucrada en cada jalón histórico, empezando por la conquista, la ruptura con la corona española, el complejo tránsito de los imperios autóctonos a la república y a la democracia, hasta llegar al punto de choque violento entre el poder político y el religioso con la guerra cristera.

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Los arreglos

Un jueves 21 de junio de 1929, a instancias del embajador norteamericano Dwigth S. Morrow, se concertaron los acuerdos entre el presidente Plutarco Elías Calles y la jerarquía eclesiástica que oficialmente ponían fin al conflicto religioso. “Los arreglos”, a espaldas de los combatientes, pusieron fin a la guerra cristera, pero la disputa entre el clero y el gobierno apenas comenzaba. La revolución triunfante por la vía de la educación se proponía formar un nuevo tipo de ciudadano y el clero, vencido en la Constitución de 1857 y remachado en la de 1917 donde se estableció que la educación debería ser obligatoria, gratuita y laica, se resistía a perder el último bastión de su poderío colonial en la formación de cristianos, que desde 1810 dejaron de ser súbditos de la corona española, pero seguían siendo fieles y devotos del otro imperio espiritual, que tenía su centro de poder en El Vaticano. A diferencia de la persecución, de los agravios que por su propia cuenta acumuló la Cristiada, lo que estaba en disputa era el control de las masas campesinas analfabetas; los obreros que se empezaban a agrupar en los sindicatos, con peligrosas ideas anarquistas, revolucionarias y socialistas, como las que amenazaban a la Santa Sede en Italia; la pujante clase media que, heredera de los criollos, usufructuaba la educación superior y se inclinaba por las ideas liberales y una tendencia a la modernidad que sustentaba la carta magna. “Los arreglos” permitieron plantear la misma disputa del control del país en la doble vía del naciente sistema político y la religiosidad tradicional del pueblo. Los revolucionarios de la primera hora ratificaron la propiedad comunal de la tierra, el ejido con sus usos, costumbres y tradiciones entre las que predominaba el culto religioso como forma de convivencia y de organización social; en las parroquias, en las primeras trincheras de la práctica religiosa cotidiana, la resistencia de los sacerdotes a la justicia y las reivindicaciones sociales representaban un peligro para ensayos como el del corporativismo, la planeación nacional de los cultivos, el fomento a la ganadería menor y a la productividad comunitaria, en parte porque el gobierno despojaba a los curas de exitosas formas de organización económica que desembocaron en una obscena acumulación de la riqueza y en parte por la emergencia de nuevos protagonistas y autoridades, como el comisariado ejidal, los delegados municipales,

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los asesores agrícolas y la figura del maestro empeñado en combatir la ignorancia y el fanatismo, con procedimientos y una vocación nacionalista que recordaba la antigua faena de los misioneros. A la jerarquía eclesiástica le incomodaba la guerra cristera, que solapaba en la clandestinidad con su apoyo moral pero sin involucrarse directamente en el financiamiento que pudo darle otra dimensión a la revuelta. En los cuatro años de la Cristiada, su mejor victoria fue el nacimiento y la organización de una sólida base social que mínimamente se involucró en la contienda. A toro pasado se reconocería el peligroso glamour de las mujeres, las hijas de María y legiones de acejotaemeros que proveían de parque a los cristeros; la gran red de espionaje que infiltraba a los más altos niveles al gobierno, las embajadas y los centros de poder en el voluble empresariado político temeroso del reparto agrario y las reivindicaciones laborales, pero convocado y esperanzado a la reconstrucción económica del país que significaba contratos, concesiones, crédito y la posible continuidad de los proyectos que dejó en ciernes el porfiriato, como la construcción de ferrocarriles y la explotación petrolera. En todos esos ámbitos la iglesia católica tenía mejores combatientes que los miserables campesinos que hambrientos, deambulaban en los cerros. El proyecto de nación que dibujaron los revolucionarios fue traicionado en lo ideológico y en lo pragmático por la corrupción. Su historia está a la vista con regímenes que abandonaron a las masas dependiendo cada vez más de otros centros de poder, mientras que el desarrollo religioso, pese a las leyes de la materia que no se modificaron, prosiguió con nuevos apoyos como el de docenas de organizaciones de mujeres, jóvenes y niños en defensa de la libertad religiosa, la semilla sin la que hoy no se entendería el protagonismo de El Yunque como la célula madre de docenas de agrupaciones, algunas abiertas y muchas clandestinas como el MURO, los Tecos, la matriz de la derecha heredera del pasado conservador y finalmente la infiltración de los partidos políticos como el PAN, el PRI, el PDM, entre otros y el capítulo aparte del sinarquismo, un movimiento de masas surgido en Guanajuato con una espectacular dinámica propia.

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Es el general Lázaro Cárdenas del Río el estadista que pone fin a los rescoldos de la guerra cristera que, oficialmente terminada en 1929, tuvo una última etapa más sangrienta con el ajuste de cuentas contra los líderes de la Cristiada que además de la fe defendían la tierra. La autoridad eclesiástica, lo mismo que el gobierno, hizo todo lo posible por sofocar y desautorizar las rebeliones y brotes armados que seguían enarbolando la causa religiosa. La derrota había hecho evidente lo inútil de la lucha violenta; en la misma ruta de enfrentar al gobierno revolucionario por medios pacíficos, el terreno más ventajoso era el del control de las conciencias, el camino de la religión sin confrontaciones, sin disputas de poder como la negativa de la Santa Sede para reconocer diplomáticamente a los gobiernos de la revolución. La misma batalla por los cancelados privilegios del clero proseguiría en las cancillerías y en las parroquías. El dogma no es exclusivo de ninguna iglesia. Los leoneses atestiguaron con pasmo, en este mismo siglo que apenas inicia, el increíble sacrificio de un niño de ocho años infectado de rabia, que no pudo ser tratado por los médicos debido a la obstinada oposición de los padres cuyas creencias religiosas impiden que se profane de ninguna manera el cuerpo humano, entendido como la residencia de Dios, ni siquiera con las agujas de un suero que pudo salvarle la vida. Aquel niño murió frente al dolor de sus padres, el asombro de la comunidad, la impotencia de los doctores, a los que se planteó además un problema de responsabilidad profesional y de conciencia, más allá de que por lo avanzado del mal no podían ofrecer ninguna garantía de sanación. Las políticas públicas para tratar de contener pandemias como la del Sida, recomiendan el uso del condón no para auspiciar el pecado que condena la iglesia católica, sino como elemental medida de higiene para prevenir los contagios; más allá de las posturas de las autoridades civiles y eclesiásticas, es notable la falta de diálogo y tolerancia; el ciudadano que también es feligrés, enfrenta la disyuntiva de atender a la norma o al dogma con creciente reserva, en un problema de credibilidad cada vez más profundo. Tampoco se puede ignorar que los temas de conflicto en la relación de la política y la religión pasan alegremente a la agenda de las campa-

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ñas políticas y se utilizan como argumentos electorales, porque ciertamente existen en la conciencia colectiva. En ese contexto se explicaría la abierta alianza del clero con el PAN en la elección del 2006, en que en los denominados “talleres de la fe”, se amenazó a los ciudadanos con el infierno si votaban por partidos políticos incorrectos. Este episodio de la participación directa del clero en una contienda electoral, merecería un análisis por separado mucho más amplio, como ejemplo de la estrecha relación de la religión con la política y los alcances de su real poder de convencimiento. En esa misma contienda, en la que se etiquetó a un candidato presidencial como “un peligro para México”, un senador panista les pidió a los empresarios que asustarán a los trabajadores con perder el empleo si no votaban por el PAN, a lo que éstos se negaron, no así el arzobispo, que no escatimó apoyos desde los púlpitos de las parroquias para los candidatos del partido oficial. Los que menos se pueden quejar de las intromisiones de los ministros de culto en los asuntos del gobierno civil son los mismos políticos, que los convocan. Un secreto a voces fue la petición formal del presidente José López Portillo a la más alta jerarquía eclesiástica para que, en la misa del domingo que siguió a la expropiación de los bancos, se mandara un mensaje de tranquilidad, de confianza en que los depósitos estaban seguros, ante la imposibilidad evidente de liquidarlos en efectivo como sugirieron los banqueros agraviados. En esa ocasión, la religión y la política fueron de la mano para conjurar una crisis artificial; por desgracia habría muchos otros ejemplos más en contrario, donde la convocatoria que baja desde el púlpito es precisamente a ignorar la ley. Mientras que la ciencia avanza en espectaculares descubrimientos como el del genoma, ya no el universal de lo humano sino específicamente del mexicano, la rendija que en el futuro próximo podría eficientar al máximo los programas de salud púbica para conjurar padecimientos atávicos y prolongar la esperanza de vida, desde la más profunda tradición histórica se mezclan en la vida cotidiana la religiosidad con la política, las dos formas de control social que en conflicto dificultan el diálogo y la obediencia que suponen la norma y el dogma. En autodefensa, llegamos a la fórmula del disimulo que ha suavizado la convivencia social, el lejano acátese pero no se cumpla de las leyes clericales de los tiempos de la persecución religiosa o el evidente desacato

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a la prohibición clerical del uso, por un tiempo generalizado entre las clases medias, de la píldora anticonceptiva. El sexo

Para la iglesia católica, el único fin de las relaciones sexuales, y sólo dentro del matrimonio, es la procreación, la continuación de la especie; cualquier otra posibilidad es condenable. Pero en la axiología clerical, la sexualidad extramarital resulta ser una falta menor, comparada con otros vicios y pecados como la mentira, la traición o la deslealtad. El clero, formado exclusivamente por varones, ve en las mujeres, indispensables para la procreación, una supuesta encarnación del pecado, desde el mal ejemplo de Eva, que induce a la desobediencia y es expulsada del paraíso con Adán, su pareja. Parten del principio de la creación. Dios formó al hombre de barro y a la mujer de una de sus costillas. Todavía hoy sería discutible si tiene plenos derechos o es sólo una parte, un complemento del varón y además potencialmente peligroso. El tema es desde el antiguo testamento una zona obscura y fuente permanente de graves conflictos y decepciones entre los sacerdotes y los fieles, pero más candente aún al interior del mismo clero, por desviaciones inconfesables y abominables como la pederastia, que vulnera en sus raíces la inocencia y el principio de autoridad con el que se ejerce la intermediación de Dios con las personas. El culto católico se anticipa siglos, con el confesionario, a los terrenos de la sicología y la siquiatría para la sanación de los conflictos de culpa; pero se atrinchera en el dogma y se resiste al estudio científico de los mecanismos de la mente, de las motivaciones más profundas. Mientras que para la ciencia la sexualidad determina en alto grado la conducta y la salud mental, para la religión debe someterse a supuestos imposibles como el del celibato que se impone a los sacerdotes y la segregación de las mujeres en el gobierno de la iglesia. Al terminar el siglo pasado, la iglesia católica norteamericana en su conjunto se declaró en bancarrota frente a las obligaciones que le impusieron los tribunales, de reparar el daño a miles de niños ultrajados y abusados sexualmente por los sacerdotes. Fue de tales dimensiones el problema que obligó a subastar bienes, obras de arte, inmuebles y en previsión del futuro, a contratar seguros para proteger los capitales ex-

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puestos en el juego bursátil que amenazaban por igual al grueso de las inversiones vaticanas que se cuentan entre los activos más cuantiosos e importantes de las finanzas internacionales. En los últimos años, la prensa cotidiana reflejaría muchos otros grandes escándalos de abusos sexuales en contra de niños y niñas que lograron colarse a los tribunales norteamericanos, del reino unido, Irlanda, Italia y España. Las mismas o peores condiciones de abusos sexuales se dan desde siempre en México, erosionando la credibilidad de las instituciones religiosas y las que procuran la justicia, porque son contados los casos en los que prosperaron las denuncias formales y mientras tanto el abuso sexual desde la autoridad religiosa se incrementa, alentado por la impunidad que le garantizan el clero y el gobierno. En los documentos del episcopado mexicano se ponen a debate entre los príncipes de la iglesia temas importantes como el de la posible participación de los ministros de culto en las contiendas electorales como candidatos a cargos de elección popular –que requieren de negociar reformas constitucionales-; la abjuración del laicismo en la educación; las exenciones para el pago de impuestos de las personas físicas y morales de la estructura religiosa; el uso de los modernos medios de comunicación como extensión del púlpito en la labor pastoral y; aún tangencialmente, el tema de la sexualidad, que hace crisis por la aparición continua de la homosexualidad entre los mismos sacerdotes, además de la creciente, incómoda y diabólica denuncia de pederastia. Hasta el siglo pasado se creía en la existencia del alma con una residencia imprecisa entre el corazón y la cabeza. Hoy existe una verdadera revolución en torno al estudio de la mente, de la sexualidad y de las enfermedades mentales, que categorizan los trastornos con docenas de adjetivos científicos más allá de la posesión diabólica. Sin embargo, la iglesia católica sigue fiel a sus tradiciones y reduce a unos cuantos especialistas la facultad de exorcizar. En el caso de Guanajuato, un solo experto daría servicio a cuatro diócesis. Un factor que cobra cada vez mayor peso entre la opinión pública, en la esfera de la política y de la religión, es el impacto de los medios de

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comunicación como el instrumento clásico de la información y caja de resonancia en el debate inagotable entre los asuntos espirituales y los materiales. Después de publicar “Clero y gobierno, confrontación de poder”, el autor continuaría en los siguientes siete años con el hábito paciente de compilar recortes de periódicos y revistas, textos de distinta procedencia como seguimiento de aquella inconclusa polémica y que ahora sirven para darle pretexto y contexto a esta otra reflexión sobre la materia prima de aquellos desencuentros de poder, a propósito de la religión y la política. Los estudiosos de las ciencias de la comunicación acuñaron la figura del análisis de contenido para determinar presencia, frecuencias, temas y énfasis en el discurso periodístico; esta herramienta define los temas en la forma y en el fondo, como ladrillos que con un orden y una frecuencia levantan un muro y en el conjunto dicen además otras cosas, hasta formar corrientes de opinión. Este texto, menos pretencioso del rigor a que obliga la ciencia de lo social, se asoma sólo a ese ejercicio analítico alrededor del tema que nos ocupa, todavía consume toneladas de papel y tinta, pero hoy se multiplica de manera explosiva en las redes del Internet, para confirmar que el mensaje religioso cambia de envoltura pero es la misma prédica de los primeros misioneros, los que emplearon prodigiosamente los recursos de su tiempo como el teatro, la música, la representación popular y multitudinaria de los pasajes bíblicos como una formidable forma de comunicación, de reflexión y de oración que sigue vigente en las pastorelas, en las tres caídas y en general en la liturgia que baja hasta los más recónditos repliegues de la cultura popular. En la prensa nacional y especialmente la de Guanajuato, la presencia de la religiosidad abarca una gran variedad de temas polémicos, que tocan incluso los asuntos propios del clero, como el episodio que se dio en el 2009 a propósito de un par de monjas que habrían sido ultrajadas en Dolores Hidalgo cuando pedían limosnas. Poco después se aclaró que sólo fueron arrestadas y cacheadas por mujeres policías como a cualquier detenido. La nota, en todo caso, lo que más llamó la atención de los fieles fue el deslinde del obispo de Celaya, Lázaro Pérez Jiménez, quien festinó el episodio porque las religiosas pertenecían a

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una congregación rival, que no rinde cuentas en esta diócesis sino a la que encabeza el obispo separatista Marcial Lefebre en Francia. De la compilación de alrededor de 200 testimonios periodísticos anuales en los últimos siete años, lo que resulta es un discurso permanente de la autoridad eclesiástica que sólo en un diez por ciento se refiere a los asuntos propios de la fe y la liturgia; en lo general, las ruedas de prensa semanales que organiza el vocero oficial del obispado, le dan un ritmo y constancia a la comunicación social de las autoridades religiosas, que abordan temas de interés público y estrictamente políticos casi siempre polémicos, además de contar con su propio órgano oficial, en el caso de León el llamado Gaudium, que la mitad de las veces dedica su editorial a fijar postura en el mismo tenor, formas y lenguaje que utilizan los partidos políticos. Y sin embargo, la difusión de los asuntos religiosos llega tarde a los avances tecnológicos. En el pasado habría avanzado con el púlpito, los atrios de los templos y en el confesionario, en formas de comunicación más expeditas y confiables al tradicional bando y estrado que usaron las autoridades civiles. Pero el aggiornamiento llegó tarde en el uso de la radio al principio del siglo pasado, lo mismo con el auge de la televisión y el último invento infernal de las computadoras, que los expertos en materia de comunicación equiparan en importancia con la invención de la imprenta; y sin embargo, la cantidad de mensajes religiosos que retroalimentan conciencias y ofrecen servicios espirituales individuales tiene un crecimiento explosivo en las redes cibernéticas. Mucho tienen que analizar los hombres de la iglesia acerca de los valores y antivalores de los medios de comunicación, que pueden sustituir al maestro frente a clase con ese experimento formidable que son las tele secundarias; a la tribuna en el debate parlamentario; a las agencias de noticias en la transmisión en vivo de prácticamente cualquier evento. Pero en materia de religión, la modernidad sorprende a la iglesia tradicional como en los tiempos de Galileo Galilei, obliga a cuidadosas reflexiones sobre la validez de las misas por televisión y ni se diga de la confesión cibernética, el chateo simple que entretiene a niños y adolescentes.

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Las paralelas

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e “choque de trenes” hablaron los politólogos en la sucesión presidencial del años dos mil, reducían la vida pública del país a la confrontación de los principales partidos políticos; tras la histórica derrota electoral del PRI, el fin de una era de 70 años en el poder y en un concierto universal de cambios como el desmantelamiento de la Unión Soviética, la crisis en los fundamentos del sistema capitalista, los mismos observadores de la cosa pública acuñaron el término de “la tercera vía”, una opción que para los mexicanos conecta con la propuesta de José Vasconcelos sobre el valor de la raza de bronce (raza cósmica) y su propio proyecto político, a distancia lo mismo del lejano oriente que de la decadencia del occidente. Para los fines de este sumario, en el recorrido histórico desde la fatalidad del pasado prehispánico y hasta la fecha, la religión y la política aparecen en la misma metáfora ferrocarrilera como los raíles, las vías paralelas por los que se ha desplazado lo mexicano, desde el origen de las culturas mesoamericanas como lo consideraba don Lucas Alamán o desde la independencia de España, desde entonces la nación se construye y avanza sobre la vía de lo político y su complemento, la otra vía de lo religioso. En esas dos paralelas habrían evolucionando los asuntos de los cuerpos y las almas, los de la materia y los del espíritu, la aspiración a la felicidad en éste y en otro mundo, entre los intermediarios, el funcionario y el sacerdote invocando normas y dogmas para el control so-

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cial, en un camino contradictorio de un pasado autoritario rumbo a la democracia, en el que no están del todo claras las funciones del pastor de almas y del burócrata, las competencias del clero y del gobierno, las vías A de los asuntos materiales y la B de los espirituales. La figura de las vías del tren, firmemente asentadas en la tierra para soportar una máquina de gran tonelaje con su propio y poderoso impulso, capaz de sobrellevar carga pesada, ilustraría lo que deben ser la religión y la política, en la coexistencia y el equilibrio en razonable armonía. La solidez de las vías del tren, necesaria, indispensablemente en paralelo, aluden a la madurez, el respeto mutuo, la aceptación y la tolerancia, al punto que equidistantes son imprescindibles para el desplazamiento de la sociedad, tan sensible o dependiente de ambas, que en cuanto se entrometen, se cruzan o se debilitan hacen inviable el camino, no el choque de trenes pronosticado en la competencia electoral, sino el descarrilamiento social. En el aula, en la clase de historia o la de la ciencia política son los alumnos o el maestro el que provoca la duda acerca de qué fue primero: ¿la ley para el desempeño de la función pública o el funcionario, el que legisla y hace la norma? Es el mismo modo de aproximarse al tema de la religión, ¿qué fue primero, el sacerdote o el dogma? Sin descontar que los dos conceptos se mezclan en lo social y desde otras disciplinas igual se preguntan cuál necesidad fue prioridad para el hombre del neolítico, la política de generar y aceptar un liderazgo o la de establecer relación con la divinidad y normas básicas de convivencia. Miles de años después de aquella primera duda, la circunstancia contemporánea es similar entre la importancia y el valor de lo político y lo religioso en la evolución de las sociedades y las culturas, están de tal modo imbricadas, vertebradas y presentes en lo cotidiano que no se entenderían un supuesto sin el otro. La política, coinciden los clásicos, es la más noble de las actividades humanas, una forma completa, remunerativa y ampliamente satisfactoria de servir a los demás en la construcción de obra humana, la potencialización de las mejores cualidades y capacidades individuales y colectivas; enfrente los caminos de Dios son infinitos y muy pocos los escogidos. Hoy concluyen los más avezados estudiosos de los negocios y de la propaganda que el concepto

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sencillo del amor, como la principal propuesta del cristianismo, es la idea que más prosélitos habría acumulado a lo largo de la historia. En razón de los altos fines que persiguen tanto la religión como la política, especialmente en la experiencia mexicana donde la relación con Dios condiciona o explica la política, habría que responder en cada episodio histórico qué grado de madurez han alcanzado ambos conceptos, qué tanto se respetan y se toleran y cómo habrían modelado al ciudadano del presente. Desde la teoría, lo político y lo religioso no sólo pueden coincidir y coexistir en razonable armonía y conveniente equilibrio. Como las vías del tren, el proceso de la política y el de la religión son necesarios, sin entrometerse, invadir funciones específicas de cada ámbito, sin desplazarse y sin anularse o sustituirse. Pero lo que brinca en la realidad no es la duda de los filósofos existencialistas como Federico Nietsche, para quien el hombre es una equivocación de Dios o de plano Dios una equivocación del hombre. En la historia de México lo que vemos permanentemente es la importancia, el protagonismo, los hechos que van marcando la evolución del país en esas dos vías de la religión y la política por las que todavía se desplaza la sociedad mexicana. Lo deseable sería que las paralelas sean concurrentes, firmemente asentadas en toda clase de terreno para soportar el peso de la máquina social que arrastra pesos y contrapesos, empezando por las mismas ruedas del tren que marchan separadas pero en la misma dirección. ¿Por qué, entonces chocan, se cruzan se confunden y se mezclan, casi siempre para mal la religión y la política? De eso es de lo que trata esta reflexión. Relataba don Juan Gil Preciado que en sus tiempos de gobernador de Jalisco, durante una gira del presidente Adolfo López Mateos, en un receso le pidió con la discreción del caso que le comunicara telefónicamente con el cardenal José Garibi Rivera. Una tarea tan sencilla se le complicó al alto funcionario estatal porque son sus numerosos colaboradores los que buscan en el directorio, localizan y ponen en la línea al interlocutor deseado. A Gil Preciado le tomó más tiempo porque luego de encontrar el número de la sede apostólica y tratar de convencer a un incrédulo burócrata de sacristía de que llamaba el gobernador del

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estado, finalmente pudo comunicar al cardenal con el presidente. La conversación que escuchó fue breve, cálida, amable, respetuosa y concisa. Era el pésame formal del jefe del Estado Mexicano a un príncipe de la Iglesia Católica, porque ese día por la mañana había fallecido en Roma el Papa Pío XII. Eran los tiempos de las apariencia, la sana distancia entre el gobierno mexicano y el clero con el que coexistía civilizadamente en virtud de “los arreglos” de 1929, que básicamente ratificaron en todas sus partes las más duras reglas para el culto religioso, pero que no se observaban o se disimulaban, el viejo acátese pero no se cumpla que permitió a funcionarios y jerarcas eclesiásticos coexistir sin intromisiones groseras en sus respectivos ámbitos de competencia. Con aquella discreta llamada, el presidente López Mateos cumplía más que un deber de cortesía personal entre jefes de Estado al lamentar la muerte del papa. El reconocimiento jurídico a las iglesias, vino a terminar con esa época de disimulos y reservas entre el gobierno mexicano y el de la iglesia católica. Al terminar el siglo XX el papa Juan Pablo II visitaría el país en cinco ocasiones, a cada viaje fueron más numerosas y entusiastas las concentraciones y las demostraciones populares de afecto y veneración a un líder religioso que con un carisma personal extraordinario supo ganarse la simpatía y el fervor de las masas. Karol Wojtyla, hombre culto y conocedor de la historia de México, tocó las fibras más sensibles de la religiosidad al afirmar: México, siempre fiel.

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Bibliografía

1.-Presencia de la Iglesia en México Angel Marpia Garibay K. Editora Social Latinoamericana, 1995 2.-La Iglesia hoy: ¿clero de izquierda o derecha? Raúl Macín Editorial Posada, 1977 3.-Historia criminal del cristianismo Los orígenes desde el paleocristianismo hasta el final de la era constantiniana Karheinz Deschner Editorial Roca, 1991 4.-La Iglesia de Roma Estructura y presencia en México Ricardo Ampudia Editorial Fondo de Cultura Económica, 1998 5.-Historia de las ideas políticas Raymond G. Gettel Editorial Nacional, 1979 6.-Derechos de los Creyentes José Luis Soberanes Fernández Cámara de Diputados, LVIII Legislatura, UNAM, 2000 7.-Historia del catolicismo Jean Baptiste Duroselle Jean Marie Mayeur Presse Universitaires de France, Publicaciones Cruz, 1989 8.-Iglesia, lucha de clases y estrategias políticas Jean Guichard Editorial Agora, 1973

9.-Foro, “Virtudes y perversidades en la política”, memoria Instituto Guanajuatense de Ciencia Política Docucentro, 2008 10.-La Cristiada Jean Mayer Editorial Clío, 1997 11.-La Iglesia en el franquismo José Chago Reo Ediciones Felmar, 1976 12.-La Iglesia y otros cuentos Eduardo del Río, Rius Editorial Grijalbo, 1984 13.-La Ética protestante y el espíritu del capitalismo Max Weber Editorial Diez, 1974 14.-La Iglesia católica y la Alemania nazi Gunter Lewy Editorial Grijalbo, 1965 15.-El Sinarquismo ¿un fascismo mexicano? Jean Meyer Editorial Joaquín Mortiz, 1979 16.-León Cristero Presbítero José E. Pérez Edición privada, 1969 17.-Historia de la Iglesia en México José Gutiérrez Casillas Editorial Porrúa, 1993 18.-La Iglesia en la Historia de México Carlos Alvear Acevedo Editorial Jus, 1975

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19.-El poder: Salinismo e Iglesia Católica Roberto Blancarte Editorial Grijalbo, 1991 20.- Una ley para la Libertad religiosa Varios autores Editorial Diana, 1992 21.-Religión, Iglesias y Democracia Roberto Blancarte La Jornada, ediciones, 1995

30.-Hidalgo La vida del héroe Luis Castillo Ledón Cámara de Diputados, Fondo de Cultura Económica, 2003 31.-Maximiliano y Carlota en México Historia del segundo imperio José C. Valadez Editorial Diana, 1976

22.-La Constitución de los Cristeros Vicente Lombardo Toledano PPS, 1990

32.-El Yunque La ultraderecha en el poder Alvaro Delgado Editorial Plaza y Janés, 2003

23.-Los católicos y la Política en México Efraín González Luna Editorial Jus, 1988

33.-El Jardín de Maximiliano Nina Vida Edivisión, 1992

24.-La nueva relación Iglesia - Estado en México Marta Eugenia García Ugarte Editorial Nueva Imagen, 1993

34.-Historia de la Iglesia F. Degalli Editorial Codex, 1963

25.-Los Sacerdotes, verdugos del catolicismo Martín Breschini Editorial Posada, 1973 26.-El partido de la revolución institucionalizada La formación del nuevo Estado en México Luis Javier Garrido SEP, Siglo XXI, Editores, 1986

35.-Un día en la vida del general Obregón Jorge Aguilar Mora Memoria y Olvido: imagenes de México, Archivo General de la Nación, 1982 36.-Historia de la Mafia Un poder en las sombras Giuseppe Carlo Marino Editorial Vergara, 2002

27.-Obras Completas José María Luis Mora SEP, 1998

37.-El Movimiento revolucionario en Guanajuato Mónica Blanco Ediciones La Rana, 1997

28.-México ante Dios Francisco Martín Moreno Editorial Joaquin Mortiz, 2008

38.-Noticias del Imperio Fernando del Paso Editorial Planeta, 1987

29.-La Guerra sagrada Una nueva visión sobre la guerra de Independencia de México Antonio Valdez Piña Editorial, Nueva Era, 2002

39.-El Virrey José Manuel Villalpando Editorial Planeta, 2001 40.- La corte de los ilusos Rosa Beltrán Editorial Planeta, 2003

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41.- La güera Rodríguez Artemio del Valle-Arizpe Editorial Planeta, 2003

48.-José María Morelos Rafael Estrada Michel Planeta De Agostini, 2002

42.-Servando Teresa de Mier Rafael Estrada Michel Editorial Planeta De Agostini, 2002

49.-Moctezuma Xocoyotzin Marisol Martín del Campo Planeta De Agostini, 2002

43.-José María Morelos y Pavón Rafael Estrada Michel Editorial Planeta De Agostini, 2002

50.-México a través de los siglos Varios autores Overseas Educational Society de México, S.A. 1952

44.-Historia de la Iglesia Católica en México Roberto Blancarte Fondo de Cultura Económica, 1992 45.-Matar y morir por Cristo Rey Aspectos de la Cristiada Fernando M. González Editorial Plaza y Valdez SA de CV, 2001

51.- Historia Moderna de México Varios autores El Colegio de México, 1972 52.-Enciclopedia de México Director Rogelio Alvarez, 1978

46.-Hernán Cortés Francisco de Icaza Dufour Planeta De Agostini 2002

53.-Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España Bernal Díaz del Castillo Editorial Valle de México, 1976

47.-La Iglesia Católica Hans Kung Mondadori, 2002

54.-Historia de México Lucas Alamán Fondo de Cultura Económica, 1970

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ÍNDICE El arranque -Prólogo-

1

Para empezar

3

Hernán Cortés Altamirano

15

La Colonia

29

Guadalupe, el sincretismo

43

Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra

59

Miguel Hidalgo

71

José María Teclo Morelos y Pavón, La nueva clase política

85

Mora y Alamán

97

La Reforma

113

La Cristiada

127

El Siglo XX, Conclusiones

142

Las paralelas

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Bibliografía

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SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES DE BEST PRINTER DE MEXICO, S.A. DE C.V. EN LA CIUDAD DE LEON, GTO., EL MES DE AGOSTO DE 2009. EL TIRAJE FUE DE 1000 EJEMPLARES.


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