LECTURITMOS

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Una sombra en la avenida Juan Carlos Fernández León

A esta hora la ciudad parece un experimento en el desierto, con sus cuarenta y tantos grados sin sombra y la siesta dichosa que suprime al gentío de la avenida, mientras la pateo rumbo cuesta arriba, arrastrando la lengua y las manos ocupadas en el abrazo al maldito reproductor BETA, que pesa como un muerto, que es un muerto en vida del que Tesla se ha encaprichado, como días atrás lo hizo con la Olivetti y el mes anterior con la máquina de coser Singer, un prototipo rudimentario sobre la que moceó su abuela. El consuelo es que no queda mucho más en la casa que le pertenezca, quizás sea este el último de los pecios que Tesla pretenda recuperar de nuestro pasado en común; lo peor es que hoy mi coche descansa en el taller y que con tal de no oírla soy capaz de hacer la siesta recorriendo la avenida, aunque bien mirado esto que pisoteo es lo más parecido a un regato de lava ardiente. No suelo preguntarle a Tesla para qué quiere estos objetos casi de coleccionista vintage, aprendí que con ella a una pregunta nunca le acompañaba una respuesta nítida sino un enigma y al enigma un discurso y al discurso un problema diáfano, de modo que sin pensármelo mucho rastreé los rincones a la búsqueda del reproductor BETA, su capricho, hasta que di con él en el baúl de los bártulos tullidos, apareció al fin entremezclado con una cubertería de plata roñosa, con un despertador sin la aguja minutera y enredado de malos modos a un peluche de osezno de mirada imperturbable pero con más roña que una oveja merina. Una vez que lo tuve entre las manos, no pude más que observarlo con unos ojos melancólicos (un tanto llorosos) que recordaban el magnífico uso que el artilugio nos había brindado en los tiempos de las palomitas de maíz, aunque también intuí que su peso de lápida me iba a traer más de un quebradero de cabeza por esas avenidas de dios, justo a la hora de la siesta, en pleno mediodía del mes de julio, en una ciudad con el alquitrán en plena efervescencia. La distancia que nos separa es por así decirlo raquítica. Cuando Tesla dio el portazo definitivo no me pude imaginar que su próxima residencia iba a asentarse en el colmo de la avenida. El metraje que nos separa son dos kilómetros cuesta arriba, que en coche no sumarían ni tres minutos, pero que caminando y con un reproductor BETA en brazos convierte el viaje en infinito, prácticamente medio trayecto de un éxodo bíblico, una condena pasajera con muy mala leche. Junto a las huellas que voy dejando atrás, quedan también los charcos que va formando el sudor, porque los rayos de sol golpean en los escaparates y los escaparates me devuelven los rayos de sol multiplicados, un juego de espejos bastante habitual en el verano. Ahora me imagino que algunos de mis amigotes están peloteando en la playa de San Antonio, bajo un paisaje de sombrillas multicolor y bandera verde, tumbonas y olas sosegadas; y mientras yo permanezco aquí, encarando la siesta avenida arriba, las sandalias empapadas y la mirada al frente taponada por el esqueleto de este engorroso vídeo BETA, un arquetipo pionero, al parecer, si atendemos a sus dimensiones mastodónticas y a su pésimo transportar. No me queda más opción que seguir la inercia de mi instinto (pisada tras pisada sin tropiezos) porque el horizonte está cegado y la vista solo me la consuela la mirada de soslayo hacia la derecha o a la izquierda. Si miro a la derecha mientras camino, un panorama de comercios cerrados y escaparates vacíos atestiguan mi tránsito, el tenducho de los refrescos también clausurado momentáneamente, con justicia, a ver quién diablos excepto yo transita a estas horas la avenida. En cambio, si giro mi entrecejo hacia la izquierda los ojos se me llenan de avenida, dos carriles que suben (o también que bajan, por qué no) en opuesta dirección, divididos por un enjuto paseo central sembrado de naranjos equidistantes, de hojas

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