Crearte. Poemas y relatos

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CRE AR TE

PoesĂ­a y relato

La lectora impaciente 2009


Certamenes Internacionales de Poesía y Relato “La lectora impaciente” 2009 © Adriana Serlik ©Crearte 7º Certamen Internacional de Poesía “La lectora impaciente” Jurados Carlos Contreras Elvira Jesús Jiménez Reinaldo Ernesto Kahan José Vicente Sala Adriana Serlik 6º Certamen Internacional de Relato Breve “La lectora impaciente” Jurados Jordi Buch Oliver Antonia J. Corrales José Luis Muñoz Maribel Romero Soler Adriana Serlik www.lalectoraimpaciente.com lectoraimpaciente@gmail.com Prohibida la reproducción total o parcial de las obras sin la autorización de sus autores. 2009


La literatura es siempre una expedici贸n a la verdad Frank Kafka


POESÍA

PREMIO Habitarte Carla Xel-Ha López Méndez FINALISTAS El bibliotecario de la nada José María de Juan Alonso Demonio y Dios Aureliano Cañadas Fernández Los dïas eran frágiles, pequeños Pilar Gómez Gracia Killing me softly Óscar Martín Centeno Presagios Martha Cecilia Cedeño Pérez Acetoilbib Óscar Casado Díaz El exilio de la luz Aitor Marín Correcher ¡Ah!, este vacío Héctor Javier Delaloye Echavarría Una mujer bajo la influencia Juan Francisco Navarro Llinares La sombra de la encina Jesús Andrés Pico Rebollo Sudestada Liliana Souza La rabia en la despensa María del Carmen Guzmán Ortega Y mientras los muertos Juliano Ortiz Cosmogonía amorosa en estado puro Antonio García Vargas No hay principio esta mañana Boris Rozas Bayón Pirosmani Juan Roberto Ruiz Gómez Mi nombre ante el espejo Ernesto Capuani Picacho Pedro Nel Niño Mogollón Romance de los ojos verdes Rafael Castellanos Solana Cuatro tiempos de amor Luis Blas Fernández


PREMIO


HABITARTE Carla Xel-Ha López Méndez A Richard Hamilton

¿Y qué es lo que hace a los hogares de hoy en día tan diferentes, tan atractivos? Su tarde de collage sus paredes llenas de viñetas diálogos comprimidos en globos Colores gritones hermosean en la televisión egocéntrica de la sala (adornada de plásticos sillones) y es la radio un perico con bocinas. El techo parece flotar en el vacío, y por la noche nos atrae ese silencio triste debajo de la cama. MUNDO GIRONDO I En la masmédula manos amamantan anémonas mamonas que se aman II El mundo gira girondo hondo gira el mundo girondo girando mundo escribe hondo. III Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates ytambiéndesdibujanlosversoslargos IV En el ¼ cantan las ranas ¼ a las 12 (usted dirá si a mediodía o por la noche) Cantarranas andan arranadas en la nada y ya no nadan V Lumia ¿Cómo preguntarte lo más simple lumia sin necesitar la luna y la sombra de los gatos sin recitar rondas infantiles de miles de niñeces ? sonrisa nace tormenta de mañanas vértigo. Lubidulia telúrica ¿ A dónde vas hoy tan infinita ? ESTUDIO PARA AUTORRETRATO DE BACON Un autorretrato muere la pintura real es una enfermedad un espejo frente a otro. Aun no dibujas tu cabeza,


en su lugar, una mancha roja nace ya lo has dicho "todo cuadro es un accidente" Recorremos el museo de mi recámara, el polvo ocupa las orillas altivo, soberbio me hablas de Bacon, de Hamilton, de tus sueños llenos de onomatopeyas. Yo pienso en tu espina dorsal masmédula acomodada como rieles de mis ojos tren lento (mi lengua, mis labios, mis dedos). ¿Qué imágenes faltaron y cuántas fueron devoradas, por cuántos ojos ? La última película que veré contigo ¿la recuerdas? ... la escena del retrete por donde escapan acuáticas las cartas ... la mano que se desliza como lija por el barandal de la escalera No amanece (la ventana es demasiado grande para no notarlo) estás sentado no te has ido pero ya no hablas y de repente parece que dormimos uno tan lejos del otro ¿habrá que fingir silencio? ..porque éste es tan sincero que nos mata.

Carla Xel-Ha López Méndez nació en Guadalajara, Jalisco, México en 1991. En 2006 gana el Premio Nacional de Literatura para Jóvenes muy Jóvenes en poesía y en narrativa. Primer lugar en el concurso de poesía Creadores Literarios FIL JOVEN 2006, en el marco de la FIL 2007 obtuvo tres premios: poesía y cuento en Creadores Literarios, y Cartas al autor del FCE. 1° lugar de poesía y cuento en la Preparatoria 11 de la UdG. Ha participado en diversas lecturas, Centro Cultural de Ajijic, Feria Internacional del Libro FIL 2008, Yahualica, Rojo Café, Ex Convento del Carmen. Poeta invitada en el Encuentro Literario “Centro Orillas” Mex, en La otra FIL y en el Festival Internacional Amado Nervo. Publicó en revistas como La línea del cosmonauta, Fedra, Tierra Adentro, Caleidoscopio, La Rueda, etc. En Febrero de 2009 publico AH! plaquet independiente hecho en casa y TRANSITO en medio de este caos tríptico callejero de distribución gratuita. Le gusta pensar en voz alta cuando camina por la calle.


FINALISTAS


EL BIBLIOTECARIO DE LA NADA José María de Juan Alonso (Alpedrete – Madrid)

El bibliotecario de la nada avanza en su vieja bicicleta levantando la niebla de los sueños. Aúllan los monos en la espesura de los árboles con una especie de llanto infinito que inquieta todos los silencios. La mañana del Congo huele a pólvora vieja y a sudor de felinos encelados. Aquí las nubes sí están llenas de lágrimas perpetuas que vuelven a bajar sobre los hombres con cada tormenta. Huele a la humedad dulzona de los trópicos pero no hay ningún libro a la vista en el que depositar las esperanzas. Las esperanzas están en esas horas muertas, rellenando fichas para clientes imaginarios, esperando el día en que los libros vuelvan a vivir en otras manos, vuelvan a transportar esperanza entre los poblados y a vivir en los sueños de la gente. Las estanterías están desiertas pero el bosque está lleno de sueños, la sabana está llena de sueños. Sólo a base de sueños es posible sobrevivir aquí. A los bibliotecarios de la nada también podéis decirles tal vez cómo es un árbol pero no les digáis cómo es la dignidad. La dignidad es este guardar los libros cada día después de haber luchado hasta la última sangre, la dignidad es guardar los libros con el mismo celo de los diamantes de sangre, los libros donde se guardan las palabras que se escribieron sólo una vez sobre el viento aquí donde los lápices se parten en dos para que dos niños puedan escribir dibujos de criaturas mágicas del bosque que vienen a visitarnos desde el final de los tiempos cuando no habia libros. Van pasando las horas y el polvo del tiempo se acumula sobre los libros, las horas pesan más que la lluvia sobre el techo de hojalata. Los libros están escondidos en cajas bajo las tarimas de las casas de los que los aman.


Cae la tarde con su cielo de plomo sobre las almas y aquí no somos ni el tiempo que nos queda, sólo viviremos si alguien está dispuesto a recordarnos.

DEMONIO Y DIOS Aureliano Cañadas Fernández (Madrid)

1 Por qué no fui dotado Más que darme la luz, me hiciste la luz misma, la posibilidad de ser el mensajero que, súbito, llevara tu palabra cuando palabra y hombre naciesen; de penetrar los muros herméticos del tiempo que circundan su vida; de poseer en tal grado belleza, que en un adolescente sería puro estigma si alguna vez alguno la alcanzara. ¿Por qué no fui dotado de ese instante que al mortal perpetúa? 2 El gozo Me niegas cuanto habrás de concederle al hombre: ese instante que abra una puerta en el tiempo, esa llave relámpago con la que, torpe, imita el gozo inexpresable de tu contemplación. 3 Luzbel Mi grito es el eterno contrapunto del nombre que cantan los celestes cuerpos. En vano, la luz creadora de la vida, huye en el espacio y en el tiempo. Porque soy Luzbel y nadie escapa al oscuro poder que me otorgaste.


4 Piedad divina Como al hombre le duele, tanto tiempo después, un miembro cercenado, aún me duelen las alas por mucho que me arrastre y por nada que ascienda. Tu piedad se derrama por mundos devastados, por selvas y desiertos: nunca llega hasta mí. ¿Es o no es infinita o la perfecta trama para el dolor urdimbre, el reino que me dejas, como la vida, efímero? 5 Dios de los perros Dios, punta de lanza que diamantinamente hiende la oscuridad. Dios Luz Inextinguible, sin cuya voluntad no se estremece ni una brizna de hierba, ¿de qué te sirve el dolor de los perros? ¿No escuchas sus aullidos en el concierto de los cuerpos celestes? ¿O de sus pieles haces, cuando son desollados, crecer el cinturón de tu infinita cintura, de sus vaciados ojos estrellas que titilen en la noche de tus cabellos? Ángeles, arcángeles, serafines, tronos y potestades cantan tu nombre interminable como universo,


sin la resurrección de sus ladridos, de su alegría elemental.

LOS DÍAS ERAN FRÁGILES, PEQUEÑOS Pilar Gómez Gracia (Torrelodones – Madrid)

Los días eran frágiles, pequeños -se cansaban como niñossufrían de desidia, desgana, acaso de nostalgias, de apatía, violenta enfermedad de nuestro tiempo -discúlpenme los términossufrían por los cuatro costados, de este a oeste, norte a sur, quiero decir con dolores de parto -caducos pero siempre primerizossangrantes las esquinas de los mapas que - todos sabemos - no tienen más mérito que marcar el lugar del extravío heridos los cuatro puntos cardinales -eran cinco antes de naufragar el epicentronada quedaba sino descender, - de a poco y sin remedio - a los infiernos, ardua tarea si uno quiere hacerlo desde dentro, sin alardes, ahora que parece estar de moda abanderar cada victoria como propia nadie tiene balneario interno propio, ya saben, sauna, barros, aguas cristalinas -con plaza librepara dar reposo a desalientos ajenos ni siquiera la ciudad, menos aún sus calles solitarias, los bares cierran de madrugada cuando estás a punto de tragarte esa locura con un poco de alcohol, hielo y amnesias -que siempre es mejor que nadaustedes saben, los sueños de contrabando siempre caminan la noche de puntillas, tenemos atravesado el porvenir como una espina, como una piedra en el zapato -los besos no dan abasto con tanta penaviolenta apatía les decía al principio ¿recuerdan? quizá debí llamarlo fracaso o pequeño homenaje al desaliento pero me temo sonaría exagerado


-aunque sea ciertoes por ello que retorno a lo oscuro, a estas cuatro paredes, que al menos son seguras, - ¿seguras para quién?y tomo papel blanco y escribo -en pasado, para que no parezca urgente y menos aún irremediableeso de... "los días eran frágiles, pequeños..."

KILLING ME SOFTLY Óscar Martín Centeno (Alcobendas – Madrid)

Llegará un día en que seremos sueños, voces encadenadas, y volarán los pájaros insomnes a nuestro alrededor desnudos como ángeles, y el viento desgranará la música francesa que no escuchamos nunca, y Amiens-Sur-Siene será una luz lejana que huye de nosotros. El mundo entero seguirá girando ajeno a tanto amor, y las palabras reordenarán las frases lentamente, casi con un suspiro, mientras cruzan las lágrimas su rosario de gestos, y el recuerdo se aleja cosiendo sus retazos. Muy lejos, mar adentro, donde la espuma canta melodías oscuras que olvidaron los hombres, yo te estaré esperando, y el silencio que dejaste en mis palmas tendrá las llaves para abrir un mundo donde siempre debimos encontrarnos. Lo único que entonces podré darte será este corazón, este naufragio, y las velas ardiendo de una esperanza rota, sobre este barco en llamas. Y es que una vez te quise, ¿lo recuerdas? Fue hace ya mucho tiempo. Pero aquí esas cosas no importan. Los cristales se enfrentan y deshacen destejiendo los años como un caleidoscopio donde acabas mezclando las mil imágenes del desaliento. Es que una vez te quise. No me importa repetirlo mil veces. Mañana tú y yo podríamos mirarnos lentamente en el cauce del río,


bajo las rosas mudas con que empieza septiembre. Y allí es posible que podamos vernos uno al lado del otro, y comprender tantas y tantas cosas que se nos escaparon. Quizá entonces te entregue como un regalo que se da si esperar ya nada, la luna silenciosa de este amor que despacio me mata repitiendo tu nombre.

PRESAGIOS Martha Cecilia Cedeño Pérez (L’Hospitalet de Llobregat - Barcelona)

A Luna del Mar

I Llévame contigo allá donde la mar es recuerdo y llama de arreboles. No abriré los ojos a la tarde y te buscaré en el intersticio de los días ¿Alumbrara, acaso, tu memoria de minotauro con mis palabras huidas? II Me bebo y me consumo, soy el agua que corre por tus manos ave de presa ceñida a tus caderas. Devoro tu recuerdo y la lumbre de tus párpados me habla: “Arrancad las sombras dormidas en tu boca, arrancad los exilios despiertos en tu espalda”. III Una mujer de pecho encendido sigue la señal de la noche, alza su falda de pájaros y tropieza con el viento. Atrás unos ojos largos,


la esperan y un oscuro temblor muerde el camino… IV Soy una sombra que se agita entre los pasos de otros pasos, una desconocida al acecho de gestos y miradas signos velados de la ruta efímera, del camino repetido y nuevo entre esquina y esquina. Soy el ojo la pupila la visión de los otros en la calle movediza y su trayectoria silenciosa de no retorno. V No me sigas hombre del espejo, figura vencida al filo de la existencia. Tus manos de guerras y heridas no hablan de conciertos ni de cigarras en el árbol del camino. Coge tu espada y mira hacia los bosques, allí el alba te espera. VI Ayer escribías en las paredes las incesantes notas del universo. Ocre y blanca brotaba la música de la tarde y de las estaciones de autobuses donde esperabas, hora tras hora, el cascabel de la partida. Fabuladora de cuentos te llamaban y lo creías risueña pensando en los enigmas más allá de la mar. Con la cabellera suelta saliste temprano a recorrer los campos de trigo y unos ojos te lloraron desde el marco de la puerta. Hoy no hay canciones ni universos transparentes sólo el regreso colgado en tu espalda.


ACETOILBIB Óscar Casado Díaz (Madrid)

Duermo en la biblioteca maldita entre las ruinas de los libros que ardieron bajo el holocausto me cubre una manta de vacío y las sombras me atraviesan humedecidas por la tinta de volúmenes finitos trozos de almas muertas mutiladas por la metralla trozos de un pasado deleznable quebrado en el peso de las letras trozos de enfermedad que tiemblan bajo los miedos de mi noche Ulises ha muerto y Leopold Bloom recorre ebrio los pasillos oscuros de la biblioteca de Alejandría perros aúllan a los espectros en Palmira y un laberinto minúsculo se esconde en el interior de una caja de galletas nos dijeron moriréis eso dijeron porque existe una hermenéutica para cada acto que los signos saussurianos ignoraron siempre y una lectura abierta para resucitar las débiles emanaciones del inconsciente nos dijeron moriréis pero Ulises ya está muerto mañana cuando el sol se oculte Molly orinará sobre su tumba Leopold canturreará una canción del porvenir un sueño de espejos Ulises sesilU Homero oremoH Joyce ecyoJ Yo oY espejos de un sueño duermo escucho el infierno voraz de las palabras


sueño con los oráculos de Saturno mientras cánticos extraños se elevan sobre los pasos inestables de la vida y de la muerte y para muchos Homero no existió nunca.

EL EXILIO DE LA LUZ Aitor Marín Correcher (Villaverde Bajo – Madrid)

I Te vas, y en la ciudad llueven cristales, se levanta un aire de alfileres helados. Se funden todas las luces, de todas las calles de alquitrán, fantasmas y silencio. Los charcos cortan. Yo voy descalzo, convencido de que nada puede causarme más dolor que ver como eres ya un rostro de vapor detenido en la memoria, un rumor de lluvia perpetua, un punto de fuga en el horizonte de ceniza. Y pensar que abrazados en una esquina del tiempo fuimos, alguna vez, sólo luz. II Llegarás a París con frío en las maletas. Te aliviarán los guantes las manos con las que tocabas estas manos, cansadas y ásperas, que escriben sobre su muerte. Te arropará la bufanda el trago apretado de lo que tus ojos miran, la boca con la que besabas


esta boca, de escarcha y miedo, que está más callada que nunca. Te protegerá el abrigo el cuerpo que dejaste grabado en este cuerpo, trémulo y sin ropa, que vaga por todas tus calles. Pero bajo la piel que resguardas, habitará sin prisa, la lágrima helada de Madrid. III Ahora que la distancia son centímetros y segundos y que han sido años y calles, nos buscamos las miradas entre haces de luz. Y filtrados por los cristales del olvido tus ojos me arañan el pecho, me zarandean el alma que tuve en algún tiempo viejo, de horas que pasaban como trenes de plomo y madrugada. Y es lejano el vaho resacoso de nuestras bocas, el olor a incendio en el verano de nuestras pieles, tan desconocidas ya, que no se rozan y arden sábanas, que no se humedecen y resbalan una en otra en ritual. Mis ojos registran los tuyos y en un rincón, el más negro y profundo de tu abismal pupila, me encuentro abrazando el recuerdo vaporoso de tu cuerpo. Me hablas con voz de hielo y la luz quemada de tu rostro tirita y desaparece junto a mi adiós metálico.


¡AH!, ESTE VACÍO Héctor Javier Delaloye Echavarría (Rosario – Argentina)

Gritaron como ajenas las estrellas heridas por mi ahogo, y el sostén oscuro de la noche se apretó en tu recuerdo como queriendo abrazarlo conmigo. Yo deseo sentirte Igual que esta brisa momentánea. Igual que la resignación errática de mi rincón cualquiera. Igual que esta caricia que eriza mi piel de nostalgias entre un Te Amo ilusionado. Eres el aliento de mis días más allá de las formas y de los árboles. Por debajo mismo de mi azul eterno. Sobre esta melancolía que no me libera y dibuja capullos inquietos en los parches de mis versos. Se durmieron ligeramente como celosas, mis ansias bendecidas por tu ausencia. Y pasan las horas, minutos, segundos, protestando entre las terrazas y agonizando de a poco entre la aspereza de mis pensamientos. Y pasan mis horas, minutos, segundos, mientras voy trocando tu rostro con los pétalos magenta de mi horizonte nuevo. Gritaron como ajenas las estrellas heridas por mi ahogo. ¡Ah!, y este vacío a mis espaldas que se lleva tu perfil que amo tanto, hacia litorales de otros dueños.

Pianista Las notas inquietas danzaban sin sonidos aparentes; ausentes quizás pues no conocían de vicios, pero tampoco los esperaban. Poco a poco como persianas, los momentos se iban sucediendo pálidos, en tiempos suspendidos acompañando el papel donde perfectas bailaban. Dedos trémulos caían como cadáveres en níveas tumbas de marfil gastado. Las notas, ¡Ay! las notas como lamentos, en si bemol se congregaban Entonces tu vista de tantos y tantos inviernos olvidados, respiró angustiosa en la negrura


del roble fino que acariciaban. Caíste en tu naturaleza, como siempre lo soñaste. Moriste y a tu desdicha me quedo muerto por acompañarte. Sigue arrancando melodías y escribe de nuevo, ¡si de nuevo! tu sonata. Conmuéveme como lo hacías aunque ya no confíes en tu encanto. ¿Acaso el silencio verdugo de tus musas perpetuas se ha encarnizado ya con tu aliento? Tu rosa roja se marchita y tu clavel cubierto de prosa se compromete a llevarte. No alces el vuelo; continúa acariciando notas y agítame como lo hacías. ¡Sigue tocando mi pianista! bajo tus tumbas de marfil cansado.

UNA MUJER BAJO LA INFLUENCIA Juan Francisco Navarro Llinares (El Campello – Alicante)

PRIMER FRAGMENTO. La mujer sin futuro la mujer sin futuro delante del tocador improvisado que es una pila de libros irregular se arregla el pelo lacio sus potingues se caen por el suelo y se queja emite ruidos guturales me mancha el lienzo junto a la columna de libros que culmina en un flexo sin bombilla y me quiebra la vida porque va a volver un día cualquiera llamará a mi puerta con sus labios sucios de carmín y su mirada perdida en algún lugar del paisaje impresionista que es mi cuarto volverá como se fue y como vino con una botella de regalo medio vacía y con un poco de vida prestada


en el bar de la esquina no puedo entender porqué entra y sale de mi vida destrozando azulejos y asaltando la nevera de mi alma

SEGUNDO FRAGMENTO. La mujer de alambre la imagen de tu brazo derecho esquelético y de tu cuello que parece hecho de alambre me trae de vuelta a este mundo en que aún no te has ido tu aliento húmedo a resaca continua me susurra al oido las palabras que preferiría no haber escuchado nunca el tiempo da igual no funciona el reloj y el tictac de mi corazón apenas se oye por el ruido de tus ronquidos marcas cada rincón de mi alma como un animal enfermo orinas en las esquinas de mi vida para alejar de mí la suerte o la esperanza maldices el día en que nos encontramos con los ojos turbios y el animal herido maldigo ese instante inoportuno en que ambos pensamos en recogernos el uno en el otro para despeñarnos juntos por la vida


LA SOMBRA DE LA ENCINA Jesús Andrés Pico Rebollo (Sabadell – Barcelona)

I Tu sombra para todos que pasan a tu lado, aunque te digan árbol o, sin verte siquiera, no detengan sus pasos. II Porque no llueve y sopla el viento tienen polvo las encinas. III Qué dura para el hacha y qué bien arde la leña de la encina. IV Bajo las acacias yo. -Me quiere, no me quiere. Recuerdo, no recuerdo. Olvido, olvido siempre.Cabe la encina tú. -Amor. Recuerdo. Nunca olvido.V ¡Ah, miradme perdiendo las palabras! Quisiera ser encina por no perder nunca la sombra. VI Sabor tiene la noche de tu cuerpo a sueño entretejido –luna, bruma-, confiada y dormida encina dura, enorme y detenida bajo el viento. VII El mundo está bien hecho. Y la tarde no se rompe al crepúsculo. Y la vida es un viento que crece entre tus ramas. VIII Sol y sombra. Silencio para escuchar al viento que llega por un camino de juncos levantando gemidos verdes


y se vuelve gris en las copas de las encinas.

IX Redonda como un mundo la sombra. Densa cual universo la encina. X El anciano arrastra su larga sombra cargada de años. La vieja encina abre su inmensa sombra poblada de años. XI Y tienes en tu sombra heridas de balas, heridas de amor, heridas de tiempo… XII La aurora ha madurado: ya es sol de mediodía posado sobre tus ramas. XVII Y es que en los días de invierno sobre si mismas las tardes se ovillan, se recogen, buscan el sol y el corazón de la encina. XVIII Sombra apenas, encina muerta. ¿Qué queda en el tronco seco, qué hojas, savia o viento? Sólo un nido donde espera sorprender a la muerte tanta vida. XX Detrás de cada sombra, cada sueño, cada mar, cada muerte, cada labio perdido hubo sol, vida, amor, la gota inerte del rocio. Hubo besos. Hubo olvido. XXI Me apetece buscar la sombra de la encina.


XXV Encinas que no me cobijasteis, ¡cómo recuerdo vuestra sombra! Versos que no leeré, ¡os llevo en las sombras del alma! Amores que nunca tuve, ¡sois sombra en sueños para mis dedos!

SUDESTADA Liliana Souza (Don Bosco – Argentina)

1 agita un hondo viento pesado queriendo ahogar el día con un rumor obscuro de crecida Juan L. Ortiz

I impulsa serpentea horizontes esa línea íntegra que divide contrastes y semejanzas II es el aliento la respiración munida de vaivenes fantasma parcial o inexacto que no se deja ni desbordar ni extinguir III en instantes nulos como la muerte engendra otra vida un reto una urgencia un puente del cual desconfiar IV no busca se inventa inmune a trucos admite diversas liturgias excesos verbales lugar y escala


V nunca se ve el tamaño de su boca mirar es perder los ojos

2 sólo quiero decir la misteriosa música en que flotamos Juan L. Ortiz

I impulsa un juego de plano y fondo vías dispares donde un estado de agua produce el accidente cura y cuidado II con malsana prontitud afecta asusta entre lejanía y proximidad la medida del absurdo prolifera III sus formas en lo posible son pedazos de espejo y mica un rol para la belleza que no es cierto IV en singular aprecio por las texturas le urge la necesidad de asir la existencia lo real es un territorio hostil un aura de atracción y de amenaza V imágenes de insinuante desolación son parte del mismo movimiento VI un estado de agua hace el guiño la reverencia VII habrá que restarse o quedar en los fragmentos


3 ángeles calmos aquellas sombras lívidas que se abren en un sueño de agua Juan L. Ortiz

I impulsa aire y líquido en su complejidad en riesgo permanente a contraluz e inversos

II con la premisa de poner en acto ofrece un misterio aún mayor III nombrar sería excluir lo que vuelve lo que siempre está volviendo se exhibe y exorciza IV es el saldo de una piel mutante que aspira a permanecer con pose pacífica y mortuoria un simple armisticio que genera culpa que implica o explica V bocas más bocas y el impacto sobre el agua calma el desmán la caída los ecos peligrosos VI bocas más bocas innumerables de ellas salen hombrecitos sin aureolas ni mordazas hombrecitos que vuelven al sitio puntual de su derrota


VII suerte varia la vida y sus muchos nacimientos una ficción que alivia la memoria que ocurre y acaba

LA RABIA EN LA DESPENSA María del Carmen Guzmán Ortega (Málaga)

La última gaviota picotea la arena y un fulgor de jazmines en el ámbito flota, en un cómplice guiño la farola se enciende con la Luna. En la esquina, en la sombra, me observa el cinamomo y me brindan idilios las damas y dondiegos de la noche. La rabia almacenada en la despensa y el coraje guardado en el cajón oscuro, la musa dormitando en el zaguán y los versos colgando en el ropero. Una rima se escapa por el hueco falaz de la gatera y ascienden los sonetos por la yedra del muro. Este calor derrite mis ideas y el corazón se niega a hacer balance, a descansar he puesto a la agudeza, a la musa le he dado vacaciones, y me tiendo a dormir sobre las cuerdas que forma el pentagrama. Quisiera ser encina de profundas raíces, una estatua de bronce, un castillo blindado, una pared de rocas o una pétrea montaña. Ni leve pensamiento ni amapola ni débil figurilla en blanda cera que al calor de la llama se derrite, barquichuelo en un lago o arenisca del mar. No quiero derretirme, fundirme ni licuarme como el estaño al calor de la fragua, como la nieve en tórrido verano, como oliva en la piedra de un molino.


Una legión de espíritus ha invadido mi casa. Los duendes y las hadas me han hecho compañía llenándome las horas de recuerdos y jugando conmigo al parchís y a la oca sobre la mesa y al calor de la estufa. A caballo del alba se marcharon mis duendes en busca de otros aires. Yo los llamaba a voces mientras volaban raudos a ocultarse en un cráter profundo de la Luna. Al volver la cabeza hacia el rincón oscuro de mi alcoba me sentí reflejada en la faz del espejo y he visto que también soy un fantasma. La noche se apresura con sus luces violetas, con su pincel de sueños a teñir con su abrazo a la ciudad dormida. Ya es un piélago azul, donde los edificios emergen de este mar sin movimiento. Sobre la negra noche el diminuto broche de una estrella, como una hermosa joya de diseño en terciopelo negro. En el dolce far niente del salón dejo pasar las horas con los pies apoyados en la mesa de centro hasta que el dulce beso de la aurora me despierte otra vez de mi letargo.

Y MIENTRAS LOS MUERTOS Juliano Ortiz (Ituzaingó – Argentina)

Y mientras los muertos sigan hablando de las maravillas de estar justamente muertos, él con su boca grande se morderá en el sitio exacto dónde comenzó su vida. Entonces, un disfraz entrará por todo su cuerpo y las estrellas brillarán sobre su cabeza hasta que la noche caiga como una manzana madura y


él se esconda de su propia vergüenza y arroje al mundo sus mentiras, sus frases de medianoche, su soledad insalvable, en ese momento será lo que buscaba, y comenzará lentamente a acomodar su cadáver delante de su sencilla verdad.

Las hojas de tu árbol En solo inviernos las hojas de tu árbol se esparcen como locos perdidos. Esas locuras de que veas en un poema la desnudez del hombre. Quién le dice al sueño que deje de creer? Quién desarma las formas de tu cuerpo? En las equidistancias digo los silencios ayer arrastrados por el viento la boca no me deja callar, y es esa ausencia de restos que secan de sangre las heridas.

En celo De noche en celo dormiré en el vientre de la calle Mudaré las esquinas por la aquietada página de sucias maquetas de amores, vagaré hasta el último diablo transparente que grite sin lengua ni garganta, Y cuando comience a llover, fálicamente entraré por la puerta que dudas en abrir pero dejas en sombras entornada.

Otras sábanas La mañana nace en su cara de mujer,


el cuerpo tal vez o la curvatura del cuello, sus contornos sin fin preciso me llegan volando, poseído caigo rendido a sus pies de nube, de cielo, de estrellas, del lujurioso amor que como ayer busco entre sábanas que no son mías.

COSMOGONÍA AMOROSA EN ESTADO PURO Antonio García Vargas (Vicar – Almeria)

Quisiera elevar un poema de amor a la categoría de sublime con los siguientes datos: Tú no eres tú ni tu circunstancia. —Mas no por ello la aurora dejará de amamantar rescoldos de nuevas madrugadas— Puntos euclidianos amenazan con desestabilizar la geometría del agua. —De cristal se hace la copa que alberga el vino. Es su hueco aparentemente estéril el que la hace útil— Al fin tiene nombre el puente que une ambos labios mayores a sus extremos. —En el amor hay puertas y ventanas y cuevas sumamente secretas cuyos huecos lo hacen habitable— ¿Dónde radica el punto flaco del punto? —Puede que el punto que conocemos no sea seguido, ni aparte, ni suspensivo; ni siquiera el punto definitivo— Cómo acariciar un pezón sin que el otro se entere. —Intentaré mirarlo y no lo veré. Escucharlo y no lo oiré. Tocarlo y lo haré intangible— Prolonga un guiño hasta el infinito


para ver qué hay detrás. —Tal y como la luz y la tiniebla se unen en la oscuridad me haré finito y veré el vacío— Dado que un beso es inminente ¿qué boca deberá adentrarse en la otra boca? —Sólo con la ouija puede saberse. Intuir la realidad original es la clave para llegar al labio primigenio— Explica la composición onírica del sueño. —Es un camino solitario hecho de nubes en el que caben la idea del mundo y el mundo de la idea— Pon el vientre de tu amada sobre la mesa, léelo de frente y de perfil. —En un plano horizontal la carne no tiene nombre. Su perfección rehúye siempre simples lecturas de insectos— Cómo harías el amor si carecieras de sexo. —Sería amante invisible del amor, noche eterna sin rincones, un arrullo inaudible; una eterna figura sin perfiles— Da una bofetada al aire y analiza el hueco resultante. —Cualquier movimiento del aire cubre espacios pasados ocupados por vacíos que ya no son— Lucha contra el deseo, véncelo y devuélvele después su vigencia. —Gozar de la realidad de tu cuerpo es descargar la esencia de la sabiduría— Cuál es la composición atómica de un suspiro. —Suspiros son etéreos átomos caminantes que originan seres que el amor completa— Una pestaña fugaz acaricia tu pestaña, describe el espesor del ojo. —Ah, querida, esa es la realidad primordial de la que nacen a diario mil universos—


NO HAY PRINCIPIO ESTA MAÑANA Boris Rozas Bayón (Valladolid)

Camina el viento Por la senda de huesos olvidados… Camina el viento por la senda de huesos olvidados en el atardecer de un desierto como otro cualquiera. Ratifica el cuervo la victoria sobre el cuerpo encendido, destrozando la epífisis del hombre, declarando la supremacía de la legión asmodea.

No pertenezco

Conscientemente, me digo a mi mismo que no pertenezco a una raza, a una comunidad, a una iglesia, que no me alojo en este cuerpo, que no calzo estos huesos. Honradamente, me enredo conmigo mismo en mis vaivenes, unas veces por otras, contra los mismos hechos. Con esta sinestesia, con estos humildes versos.

Envueltos en el mar Tú como yo, envueltos en el mar, con viejas músicas.

Mis dedos besados se deshacen entre tu humilde partitura.

Líneas en blanco que el corazón escribe mientras tus días y los míos se evaporan.


Nunca hubo mirada más triste a través de una ventana Nunca hubo mirada más triste a través de una ventana que la del hombre y la mujer solos, derrotados por la obstinada lluvia, por el día después, por la lágrima convulsa y escondida. Nada más triste que el cemento blanco, la fachada acartonada, el corazón ahuecado... Nada más noble que el lamento frente al camino desandado, la isla abandonada, el hombre solo, la mujer atomizada. Nunca hubo mirada más triste a través de una ventana que la del hombre y la mujer solos, devastados y sin alma. ( a mi otro yo…) No dejo de ser hombre Llama la irrealidad. Como cada noche entra por la ventana del alma, atravesando el tálamo indefenso. Llama la irrealidad. Como cada día no cesa con la mañana del pájaro que canta… porque el sol le ha despertado.

Perfección Perfección en la mañana de tierno sol, de invierno desubicado, de desayuno continental y suaves maneras. Te han regalado una rosa, unos versos, un corazón, un motivo.


PIROSMANI Juan Roberto Ruiz Gómez (Ciudad de La Habana – Cuba) al pintor georgiano Nicola Pirosmani

Uno Mujer que vivía de nubes mujer que leyó un solo libro mujer que tuvo hijos como hormigas esa madre tierra mujer esa que nunca pude soñar que fue agua limpia en la creación esa mujer pasó por mi planeta y lo hizo despacio y en silencio. Dos Es de noche un espejo se rompe lágrimas un camino entre calles piedras ancianos sentados en los portales un río entre dos calles una mano del dios que se adora no es de soportar el llanto reprimido ni el gran búho que descansa en el bolsillo y el venado que llevo dentro quiere salir correr techo que te desplomas conoce nube en que mueres siquiera hoy tempestad transforma esta noche en día. Tres Tuve una pesadilla alargada cruel moría en un cuarto lleno de excrementos era obligado tres días a comer mis piernas mis vísceras mis dedos mis pies mis heridas fui obligado a ingerir fantasmas a morir con monstruos adentro. Cuatro Pero de mi vida hice un canto enseñé a llorar y a sonreír a morir y a bailar a devorar lechuzas muertas de alegría a caminar descalzo sobre el agua. Cinco En Tiflis murió como de rabia solo en un cuarto solo con su amor habitual la poesía su paisaje interior


su jirafa camino del infierno camino del infinito infierno. Seis Encontró el corazón de Rustavelli durmió en hierba fresca de la aldea murió un montón de veces hasta pintaba ciervos hasta domaba leones este hombre este buen hombre que amaba y devoraba lechuzas.

MI NOMBRE ANTE EL ESPEJO Ernesto Capuani (Madrid)

Prólogo Vivo atado a la memoria

No le quedan más rasgos a mi alma. Vivo sin ningún tipo de aroma o color con el que pudiera tergiversar el sentido de la realidad. Amo la locura, el placer sin exceso que amontonan las sonrisas, los gestos y los secretos. Por esto me pregunto: “El tiempo, ¿qué es el tiempo? La razón, ¿qué es la razón? El amor, ¿qué es el amor? El espejo, mi espejo, ¿qué es un espejo?, y yo, ¿quién soy yo?” Esta ventana de la poesía a la que me he asomado, tal vez, sólo tal vez, pueda decir algo sobre mi nombre, sobre mi espejo o sobre mi yo. En Madrid, 24 de febrero de 2008

Fue así como los dioses perdieron sus antorchas Luis García Montero.

1 Ha desaparecido mi nombre. Sus letras se han disuelto entre las risas y los desprecios que caen de mi segundero. Sí, sí…, ha desaparecido mi nombre y su acento. Se han perdido como el eco las palabras profundas y exangües de mi bautizo… Ha desaparecido en el espejo de mi tiempo.


2 Espejos…, rojos o grises, blancos o negros, tristes o cuerdos, creyentes o ateos cristianos o sarracenos con o sin tiempo…, todos los espejos son mis espejos.

3 Las calles de mis manos se han llenado de olvido. Busco sus líneas en las paredes de mi alma y, sin embargo, sé que se han llenado de olvido. Paseo solo por las calles de mis manos y me siento mojado por las gotas de sal que han llenado todo mi olvido. 4 Como no me conozco sé un poco más de mi pasado incierto que de mi futuro venidero. Y sé que todas las letras de mis versos están hechas del vidrio de los sentimientos.

Como no me conozco he buscado el rostro anónimo de mi sensibilidad…, y he tatuado mi alma en el fondo del cristal que tienen mis versos. Sí, sí…, lo sé he manchado para siempre con el vidrio de los sentimientos todas mis letras… todos sus cristales…


PICACHO Pedro Nel Niño Mogollón (Santander – Colombia) Dejad que me pare aquí, dejadme mirar la naturaleza por un rato. C.P.Cavafis

1 Vieja colina, soñoliento simio, en la noche de la luna ronda enhiesto miras la ciudad dormida con tus ojos de roca milenaria y tus cejas de añejo filamento. 2 Tu tez morena pisaron mis abuelos con pies desnudos o cotizas ocre, aún se sienten sus difuntos pasos, todavía huele a tabaco y a panela tu largo lomo de pétreo dinosaurio 3 Aquí el eco febril de los arreos, aquí el rumor de los arrieros trocando sus cargas por lingotes de oro puro que arañan los mineros en tus pies de California o Vetas. 4 Aún madrugan las abuelas yertas a recoger tus vellos en el suelo para atizar en las negras chimeneas la hoguera cotidiana, el primer fuego, que al frío doma en la escueta casa. 5 Mi madre veía en tus arrugas cuerpos de caminantes mutilados, sangre inocente en tus rodillas cual se ven todavía en Palonegro los huesos de los guerreros muertos. 6 En ti se ha adormecido el tiempo, en ti, Picacho, el coliseo romano, las fieras libres al filo de la tarde, las trompetas en la voz del viento y César plasmado en la neblina


7 Microbios te parecemos a lo lejos; Bucaramanga, una pequeña aldea; tu cuerpo diseminado en la comarca, las ciudades en la cuenca de tu mano y altivo luce tu busto en la distancia. 8 El sol baja de tu frente a la meseta, la lluvia se procrea en tu seno verde, la noche se aduerme en tu costado; por eso al anochecer te despedimos, por eso al amanecer te saludamos.

ROMANCE DE LOS OJOS VERDES Rafael Castellanos Solana (Argamasilla de Calatrava – Ciudad Real)

¿De dónde vienes? Contesta, ¡Dime, di! ¿De dónde vienes? Vengo de ver unos ojos, Verdes como el trigo verde. Desde que ayer tarde los vide, Ando cansado y rebelde, Por aquellos ojos que yo vi, Verdes como el trigo verde. ¿Quieres que te de mi amor, Mi cuerpo, mis ojos, mis sienes? Quiero a la luna y el sol, Por el olivarcito verde ¿Quieres mis manos, mis pies, O solo que te quiera siempre? Quiero a un hombre de verdad, Que me quiera y me respete.


Pues aquí lo tienes delante, Ojos como el trigo verde. Y si yo soy poco para ti… Dime, amor… ¿qué más quieres? No quiero más cosa que a ti, Quiéreme y déjame quererte. Aquí me tienes, cariño, Te querré siempre, siempre. Y si alguna vez te faltare, Si alguna vez no me sientes, Quiero pedirte un favor. Dile que venga a la muerte. Porque no puedo estar sin ti, Ya me he acostumbrado a verte, Y me corres por las venas, Igual que la sabía verde Que corre por los olivos, Y por árboles cipreses, Que han de albergar mi cuerpo, Cuando me llegue la muerte Y por la cual yo subiré, Para decirte por siempre Lo que yo te estoy queriendo En la vida y en la muerte. Que ya lo dijo el poeta, Verde que te quiero verde, Verde viento, verde luna, Como tus ojos de verde,


Y a la pregunta primera Dime, di, ¿de dónde vienes? Vengo de ver los tus ojos, Verdes como el trigo verde, Que Dios te los guarde, amor, Te querré, siempre, siempre.

CUATRO TIEMPOS DE AMOR Luis Blas Fernández (Alcalá de Henares – Madrid)

I

SI/NO La flor que deshojé, la flor aquella que asoma hoy al umbral de mi memoria más fresca vuelve y se hace más notoria en el jardín su pálpito de estrella. Si dolorida en mí dejó la huella su corola de blanca indagatoria, me vuelvo a repetir suerte amatoria con un sí / no que otra consulta sella. Porque es Amor, lo intentaré de muevo buscando la fortuna en el relevo donde mi corazón tiene su cita. Ay, mujer, que si queda triunfador el sí de amarnos lo dirá la flor que, como tú, se llama Margarita.

II

ANIVERSARIO Es cinco de febrero y las cigüeñas anidan ya en la torres centenarias si a la querencia han vuelto puntuales a nuestra vecindad. Madre, recuerdo –porque la muerte no interrumpe nada– tu nombre, hoy Santa Águeda, y apuro el vino que se bebe entre familia celebrando tu viejo aniversario.


La sombra de un ciprés republicano se alarga, madre, en tu custodia lejos mecido por los vientos del exilio en tierra y mar airados. Hoy cinco de febrero en el paisaje que tiene Port de Bouc mirando al mar –da lo mismo que hoy sea jueves, madre– alguien ha de poner sobre tu pecho de ceniza extranjera, un amaranto y habrá quien te recuerde, oui madame, tan sencilla mujer y tan rebelde en tu máquina singer afanosa por ayudar a padre derrotado. Hoy cinco de febrero, vuelvo a ser el niño que te escribe su postal en tinta sepia, madre, aun sabiendo que todo es imposible.

III

AÑO NUEVO Es decirte mujer unas palabras no sé si hoy año nuevo vida nueva serenamente triste y tu me miras porque es la vida igual hoy primer día de este año en desgracia dos mil nueve mujer que abres y cierras las puertas de la duda y la esperanza si arriba en las montañas tengo un nido que estás en camisón sentada al borde de la cama y me miras como ciega de tanta la distancia si yo al frente te miro y me arrepiento como si el mundo ya fuera distinto luz y sombra las cartas boca arriba el viejo calendario sin repuesto si son siempre las mismas estaciones mujer es otro tiempo si ahora mismo tú sentada a la orilla del olvido compones la figura en la mañana por la alcoba descalza susurrando arriba en las montañas viviremos el día que tú aprendas a querer…


IV

LA VECINA El corazón, a veces, se equivoca ajeno al vecindario, libre y preso en el cerco de pena o embeleso, sin traspasar la vida que le toca. Ah, que de pronto su favor invoca -la necesaria sal o un fugaz besola hermosísima dama en carne y hueso, vecina en el umbral de fuego y roca. Demonio o ángel, sea bienvenida mujer al interior de mi aposento, abierto, hoy, con delicada llave. Derrámese en pasión, cure mi herida de soledad, al clandestino aliento, su amante entrega, en generosa clave.


RELATO

PREMIO Perversa Manhattan Andrés Portillo González FINALISTAS Nostalgia del Pulp El abuelo Banzai Villa Borghese Campesinos En el umbral Nana susurrada Cuando Aga se lavó en el río Hasta siempre, Vladimir Flores de plástico El viejo Amante de día Obsesión Elisa Traficantes de recuerdos El Señor y Adán El examen El retablo de piedra Las últimas horas de soledad

José Miguel González Marín Jesús Salas Eduardo Protto Martha J. Iglesias Herrera José Miguel García Martín María Bárcena Beltrán Julia R. Robles José María Herranz Contreras Mª Cristina Casado Alcalde Carlos Mendoza Bonino María del Carmen Guzmán Ortega José Antonio Martín Mancebo Eduardo Protto Juan Ángel Laguna Edroso Andrés Fornells Javier López Martín Luciano Maldonado Moreno Tanya Tynjälä


PREMIO


PERVERSA MANHATTAN Andrés Portillo González Al anochecer, desde mi cobijo de cartón, tumbado en mi catre de piedra y papel de estraza, puedo ver el Puente de Brooklyn iluminado. Basura, sólo a los tipos que no tienen ni hambre, ni sed, ni frío les parecen bonitos los puentes relucientes, a los que dormimos en la puta calle, más bien nos molestan. Todo brilla en Manhattan, es como esas plantas carnívoras que atraen a sus víctimas mostrando su mejor color, su mejor perfume, para luego diluirlas con sus jugos venenosos. Odio esta ciudad. Aborrezco Nueva York, sobre todo en invierno, y a toda esta gente que camina y sonríe sin sentido. Incautos, esconden sus carnes sonrosadas en abrigos caros, se embozan con bufandas de pura lana virgen y salen a la intemperie porque se sienten muy solos. Es curioso, se sienten solos dentro del rebaño, rodeados de un montón de ovejas que, como ellos, caminan y sonríen sin sentido. Ingenuos, entran y salen de un cine, de una cafetería, de un teatro, de algún centro comercial ideado para vaciar sus bolsillos. Pobres, no se dan cuenta de que Manhattan es una loba perversa y que, también a ellos, comenzó a devorarles hace ya mucho tiempo. Hoy, este cielo negro y podrido se ha empeñado en congelar la Gran Manzana. Me llamo Frank, Frank Povolsky, soy alto por genética y flaco por carencias y excesos. Creo que ya he pasado de los sesenta, pero hace mucho que no me cuento los años. En todo este tiempo, sólo he llegado a ser un paria, un sintecho que decimos aquí, todo gracias a mis vicios, la desdicha o mi poca cabeza, qué más da. Voy de un lado otro, inquieto a los que tienen miedo de que la mala suerte sea contagiosa. A veces, algún penitente intenta fregar su conciencia poniendo alguna moneda a mis pies, pero no acepto limosnas, el orgullo lo guardo en una caja fuerte entre el pecho y la espalda para que nadie me lo robe. Como cada noche que arrecia el frío y no tengo una botella de güisqui que llevarme a la boca, me abrocho mi gabardina raída, me coloco el sombrero que me regaló Tom Waits cuando corrían mejores vientos y me dedico a patear las calles de Manhattan sin un rumbo fijo. Siempre busco un apartamento vacío, un cajón que lleve mucho tiempo sin abrirse y algo de dinero olvidado junto a las primeras cartas, los primeros versos, y algunos secretos inconfesables que guardan sus inquilinos ausentes. Robo pasta para comprar alcohol y borrarme los malos pensamientos, sólo eso. Hoy cruzo el Downtown de Manhattan, desde Lower East Side hasta el barrio de Tribeca. Desde Fulton Station hasta Leonard Street. Son las diez y diez, queda poca gente por la calle. Lógico, en invierno hace mucho frío en Nueva York. Eso lo sabe todo el mundo. Me arrastro por la acera. Creo que se me va a congelar el alma. Después de una hora de paseo desapacible encuentro algo que me puede servir. Para dar el golpe elijo una casa gris en medio de una calle poco transitada, no porque tenga algo que la destaque sobre las demás, todas son grises, la elijo porque ya me duele el cuerpo entero de tanto frío, porque tiemblo como un perro escuálido por culpa del relente, el hambre y la abstinencia, porque me siento mal, muy mal, creo que peor que nunca. En otras ocasiones, empleo un tiempo prudente en confirmar que no hay nadie en casa, en asegurarme de que no hay peligro, de que todo está bajo control. Calculo todos los pasos que debo dar de forma meticulosa, si algo me sobra es el tiempo. Esta vez no lo hago, no tengo ganas ni fuerza de voluntad, esta vez dejo que el azar se mueva sin que yo le estorbe. Cada vez tengo menos que perder, si me cazan como otras veces, al menos dormiré sobre un colchón blando.


Abro la puerta sin apenas esfuerzo, un golpe seco y sordo en el lugar adecuado es suficiente. La experiencia cuenta en estos casos. Entro en un hall pintado de azul turquesa y decorado con algunos cuadros de Van Gogh. No tardo en darme cuenta de que el apartamento no está vacío. Huele a fuego prendido y a cena caliente. Da igual, esta vez no voy a salir corriendo, me duelen demasiado las piernas. El comedor es acogedor, la cocina cálida, entro en la alcoba y se me templa el cuerpo al ver una estupenda cama cubierta por una colcha rosa. Me quito la gabardina ya sin temor a la escarcha. Aguanto la respiración y escuchó el rumor del agua golpeando en una bañera. Oigo el murmullo de una mujer que tararea una canción a media voz, alguna de Aretha Franklin. La imaginó morena y cubierta de espuma, con los ojos negros como dos simas y siento que un rayo me recorre en ese instante la espalda. Me miro en el espejo de la cómoda y pienso que llevo media vida profanando las casas de los otros. Observo mis cicatrices, las arrugas, los ojos hinchados por el alcohol y los días de insomnio. Recuerdo todas las celdas vacías que he visitado, las calles oscuras que he recorrido, todos los crepúsculos que pase bajo un cielo plagado de murciélagos grasientos..., y de pronto me siento muy viejo y muy cansado. Por eso me echo sobre la cama. Cierro los ojos y decido esperar a la mujer que canta a media voz una canción de Aretha Franklin, la de ojos negros y la piel cubierta de espuma, porque a lo mejor le doy pena y esta noche me deja dormir a su lado.

Andrés Portillo González nació en Madrid en 1967. Es licenciado en derecho por la Universidad Complutense de Madrid y compagina su trabajo en el sector aeronáutico con su creciente actividad literaria. Ha recibido una veintena de premios y menciones, entre otros: el 1er Premio Narrativa Villa de El Escorial 2007, 1er Premio Arscreatio “Una imagen en mil palabras” 2007, 2º Premio de relato “Justo Vasco” 2006, 1er Premio Huetor Vega Gráfico 2006, Finalista del Premio Ediciones Beta de relato 2007, Finalista del concurso “El mejor final de la Historia de la Escuela de Escritores 2006-2007 y Finalista de la II Edición del Concurso de Microrrelatos de las Bibliotecas Públicas de Madrid 2009. Colabora con las revistas literarias “Color Albero” y “Al otro lado del espejo”. En julio de 2008 publicó el libro de relatos titulado “Nieve de La Habana”. Desde octubre de 2008 participa en los cursos de Narrativa del Centro de Poesía José Hierro de Getafe y recientemente he terminado su primera novela que llevará por título: “Encanto y desencanto de un hombre sin gracia”. Su Blog: http://imaginalebowski.blogspot.com.


FINALISTAS


NOSTALGIA DEL PULP José Miguel González Marín (Madrid) —Eres un sucio gusano y he venido a date tu ración de plomo. —No lo hagas, Joe. —Aparta, muñeca, no te interpongas entre un hombre y su destino. Reza lo que sepas, Flaherty. Y aquí era cuando me atizaban una colleja. “¿Otra vez con esas novelitas?” Cuando era chaval, me fascinaban las novelas baratas. La literatura de quiosco. Literalmente, me zampaba librillo tras librillo de a 5 duros, 25 pesetas, de esos que te cabían perfectamente en el bolsillo trasero del pantalón y con los que podías ir mundo adelante, a leerlos en el metro, en el autobús, o en los descansos del instituto. Se incluían en series como “FBI”, “Crimen y misterio”, “Hampa”, “Gángsters”, y tenían títulos tal que Dólares marcados, Ajuste de cuentas, Un soplón en la banda, Tiroteo en el club… A mi padre, sin embargo, se le llevaban los demonios cuando me veía leyendo aquellas novelillas infames, como las calificaba, en lugar de gastar los ojos en libros de más enjundia, más fama, literatura de mayor nivel. Los disparos retumbaron en el almacén y Flaherty cayó abatido entre las botellas de whisky de contrabando. Le toque con la punta del pie y comprobé que estaba muerto. Luego me volví hacía Helen y le dije: —Coge tu abrigo, muñeca. Nos vamos. Dentro de unos minutos, esto se llenará de polizontes. —Léete, yo qué sé, el Quijote, el Don Juan Tenorio o algo —decía mi padre. Y no podía concretar más títulos porque apenas si había leído tres o cuatro libros en su vida, pero él veía que la gente de más clase y mejor posición no cubría, desde luego, sus estanterías con esa bazofia y no verías nunca a un banquero o a un empresario sumido en la lectura de Esta bala tiene un nombre. Por ejemplo. Recuerdo que cierta vez me llevó a una portería de un barrio próximo. Era un zaguán minúsculo y oscuro, húmedo y maloliente. Un auténtico tabuco ocupado por una estufa catalítica, una silla, un calendario colgado con una chincheta y una pequeña mesita. Trabajaba allí un hombre enfundado en un mono azul (bastante sucio); rondaría los sesenta años, tenía un rostro amarillento, enfermizo, y sobre su mesilla se apilaban cerca de cuarenta, cincuenta novelillas baratas como las que yo devoraba. “¿Ves” —me dijo mi padre en un aparte—, como no espabiles y cambies de literatura, acabarás como este pobre hombre”. “Pero papá —le dije yo—, no compares”. “¿Ah, no?”. “No. Este hombre lee novelas del Oeste y las que a mí me gusta son de gángsters”. —Alguien nos sigue —dijo Helen, mientras miraba por el espejo retrovisor. —Saca el mondadientes de la guantera —y Helen me alargó la ametralladora—. Creo que vamos a tener una noche movida. Yo, pese a todo, seguía devorando novelitas. Descubrí, en la otra punta de la ciudad, una pequeña librería de lance donde, por poco dinero, se cambiaban novelillas baratas. Los volúmenes (quiero decir, los voluminillos) que circulaban por aquel antro de suelo quejumbroso, estanterías combadas, ambiente en penumbra y pestazo a tabaco, tenían todos las cubiertas descoloridas, a veces rotas, de tantas manos por las que habían pasado. Por una moneda, poco más, uno podía dejar sus novelitas antiguas y llevarse cuatro o cinco para la semana siguiente. A veces me leía dos en un mismo día. A veces, cuando iba por la mitad, me daba cuenta de que ésa ya la había leído. —Acelera, Joe. Los tenemos encima. —Calma, muñeca. Y no grites. Sabes que me pone muy nervioso que me griten. El día que apareció muerto mi padre, tomé a mi cargo la investigación. La pasma no suele hacer mucho caso a los humildes y a mi padre, un sencillo fontanero, le habían descubierto


fiambre en medio de un charco de sangre, víctima de un fuerte golpe en la cabeza. La bofia dijo que había sufrido un accidente, que el lavabo que estaba colocando se le había caído encima y le había descalabrado. Pero algo olía mal en todo aquel asunto. Me eché al coleto un trago de whisky, tomé la herramienta y me presenté en las oficinas de la empresa a media tarde, cuando yo sabía que todos los empleados se habían ido y sólo quedaban los directivos. Le dije a la secretaria del director que me anunciara, al tiempo que la apuntaba con la pistola. “Y no me diga que el director está en una reunión. No acepto un no como respuesta”. Cuando entré en el despacho, eché un vistazo alrededor y dije: “Bonita choza”. El director estaba tan atemorizado, a la vista de la pistola que empuñaba, que sólo acertaba a balbucear: “¿Qué… qué… qué es lo que quiere?”. “Siéntese, amigo —y le indiqué con el cañón un sillón cercano—. Usted y yo vamos a tener una larga conversación. Y no se le ocurra hacer ninguna tontería; este juguete tiene el gatillo un tanto flojo”. Me dijo que tomara todo lo que había en su despacho, si me gustaba, el ordenador, el equipo de música, el móvil, y aún más —se abrió la cartera—, allí tenía unos cuantos billetes. “Guárdeselos — le comente—. No quiero su sucio dinero. Esos billetes apestan”. Hombre, ensayó una protesta, cierto es que su empresa se dedica al negocio de los sanitarios, pero de ahí a decir… “Silencio, amigo. Aquí las frases ingeniosas las hago yo”. —Es el fin, Joe. No tenemos escapatoria. —Este mundo es una jungla, muñeca. Nunca olvides eso. Y ahora sécate esas lágrimas y ponte guapa, porque va a empezar la función. Las sirenas se acercaron con un feroz rugido, rompiendo la calma de la tarde primaveral. Enseguida ocho, diez, doce luces azules giratorias doblaron la esquina y se lanzaron a toda velocidad, avenida adelante, hasta detenerse frente a la puerta del edificio. Las puertas de todos los vehículos se abrieron casi al unísono, con un formidable estrépito. —No haga locuras —tronó un megáfono—. Suelte la pistola y salga con las manos en alto. En la biblioteca del presidio sólo tienen aquellos libros que le gustaban a mi padre: literatura profunda e intelectual. A veces pienso que estaría orgulloso de mí, porque ahora no leo otra cosa. Sin embargo, yo echo de menos mis novelas. Asalto al banco, Huida en la noche, Cargamento sangriento… No tengo nunca visitas, pero he intentando convencer a algunos de mis compañeros para que las suyas, sus familiares, se acerquen un momento a la librería de lance. Les agradecería de la manera más profunda que me trajeran un montón de novelillas con las que entretenerme estos diez años que me han caído.


EL ABUELO BANZAI Jesús Salas (Madrid)

Existen muchos tipos de abuelo. A los nietos casi siempre les gusta como es su abuelo. Son las doce de la mañana y es sábado. Estoy en el parquecito de debajo de mi casa. Aquí no está. Cuando os diga como es mi abuelo vais a pensar que soy una de las pocas nietas a las que no le gusta como es su abuelo. Estáis equivocados. - Mamá, en el parque no está... Mario me ha llamado, tampoco está en el Caprabo. Vale, subo. Me llamo Andrea, tengo 14 años, la cara fea, el culo gordo y sólo me cae bien mi amigo Pablo. Mi madre dice que todavía tengo que pegar el estirón. Lo dice porque tiene miedo de que me vuelva anoréxica o drogadicta. Mi padre y mi hermano Mario acaban de entrar en casa, ninguno de los dos ha encontrado al abuelo. Lleva un par de años intentando suicidarse. Mi color favorito es el negro. Soy emo. Paso de esta sociedad “envasada al vacio”. El pobre lo ha probado todo. Intentó ahogarse en la bañera, pero decía que le daba angustia. Otro día intentó lo de la sobredosis, pero como no ve bien, cogió la Lizipaina y le entró cagalera. La vida es una mierda. Una vez quiso ahorcarse y nos lo encontramos en la cocina enfadado porque no le salía el nudo. A los adultos se les olvida qué significa ser adolescente. Ellos piensan que es una etapa que pasa y olvidan que sufriéndola no la puedes ver desde fuera. El médico dice que el abuelo se quiere suicidar porque ama demasiado la vida y le duele no poder vivirla como antes. Yo no me quiero a mi misma, pero quiero a mi abuelo. Me gustaría sentir lo que él echa de menos. Mamá se ha puesto a llorar apoyada en sus rodillas. Mi padre se ha sentado a su lado y le ha dicho – Tranquila mujer, vamos a pensar. Mi amigo Pablo y yo no hablamos de nuestras emociones, pero yo sé que él se siente igual de extraño que yo. Tampoco tiene amigos. Un día el abuelo pidió a unos chicos que le atracaran con violencia. No tengo problemas con nadie. En mi clase no se meten conmigo, simplemente pasan de mi. Papá llama a sus amigos, a los vecinos y al ambulatorio. No han visto al abuelo. Saco buenas notas y en mi casa respetan mi espacio y mi forma de ser. ¿Dónde se habrá metido? A veces me pregunto por qué no quiero que se suicide mi abuelo si yo misma considero que la vida no merece la pena. Al menos, él tiene el valor de tratar de escapar de ella. Mi hermano dice que no merece la pena llamar a la policía todavía. Tienen que pasar 24 horas. Me gusta imaginar qué cosas añora mi abuelo. Nos quedamos todos callados. No sabemos que hacer. Mi madre se suena los mocos. A veces miro los viejos álbumes. Me río mucho. Todos llevan los pantalones por los sobacos. Yo siempre llevo los pantalones caídos. Mario ha tenido una idea y se ha levantado corriendo al revistero. A lo mejor es que he nacido en una época equivocada, a lo mejor la época de mi abuelo no estaba plastificada y podrida. Mario ha empezado a buscar como un loco en las revistas. Mi madre no para de preguntarle qué hace. Él dice – ¡Mamá espera, coño! Con mi abuelo me gusta hablar. Me entra modorra cuando me cuenta cosas. Me relaja el ruidito de su dentadura mientras habla. Mario ha encontrado un periódico y se ha ido a la sección de la programación de la tele. Nunca abrazo ni beso a nadie. Mi hermano ha encontrado lo que buscaba y nos lo ha explicado todo. Os hago un resumen. “El otro día estaba viendo la tele con el abuelo y pusieron el trailer de La gran vida. Es una película


que termina con el protagonista intentando tirarse por el viaducto. Cuando mi hermano vio el trailer pensó... Ojalá no la vea el abuelo. La pusieron ayer... a lo mejor la vio y ha cogido una idea.” Mario es muy inteligente. Le gusta fingir que no lo es. También finge que pasa de mí. Mamá se ha quedado en casa. Papá, Mario y yo hemos cogido el coche hacia el viaducto. No quiero que se muera el abuelo. Hay tráfico. Papa está nervioso. Mamá llama mucho por el móvil a Mario. Mario se enfada. También está nervioso. Qué contradicción, mi abuelo quiere morir por amar demasiado la vida. Me gustan las contradicciones. El viaducto es muy grande. Papá se queda esperando con el coche en doble fila. Mario y yo corremos hacia las escaleras. Cada uno por un lado. El abuelo vive en una contradicción porque vive dos vidas a la vez. La de ahora y la de antes. ¿Dónde empiezan las escaleras? Es absurdo olvidarte de lo que tienes por intentar conseguir algo que tuviste. No se puede viajar hacia atrás en el tiempo. Encuentro las escaleras. Nadie le ha dicho nunca al abuelo que estamos contentos de que esté con nosotros. Subo y me encuentro al abuelo sentado en un escalón . Nadie me ha dicho nunca que esté contento porque yo exista. – Andreita, ¿Qué haces aquí?. A veces pensamos que no hace falta decir las cosas. - Andreita, iba a tirarme por el viaducto. Pero me he cansao de subir escaleras. A veces lo único que necesitamos es que nos digan las cosas. - Abuelo, ¿tú no te das cuenta de que no te puedes suicidar? Abuelo ¿tú no sabes que me encanta cuando me cuentas tus historias, y llevarte a jugar al mus? ¿Si te mueres quién me va a cuidar a mí? si te mueres, ¿a quién voy a cuidar yo?. Es la primera vez que veo al abuelo llorar. Es la primera vez que digo algo como lo que acabo de decir. Es la primera vez que dejo que alguien me abrace. Es la primera vez que siento algo como lo que acabo de sentir. Creo que me acabo de hacer mayor. Creo que se acaba de volver un niño


VILLA BORGHESE Eduardo Protto (Quilmes – Argentina)

Estos dos años que trabajé en Roma fueron, por muchas razones, inolvidables. Una de ellas: porque interpuse una distancia considerable con mi ex esposa y la intrigante de su madre, que viven en Buenos Aires y me hicieron la vida imposible. Otra: porque a los pocos meses de mi estancia en la Ciudad Eterna, creí estar curado de mis nervios, al atenuarse hasta desaparecer, aquellos estados de ansiedad que me devastaban como un huracán, dejando tras de sí gran desasosiego en mi espíritu y un cortejo de temores y malos presagios, que eran por lo general infundados. Bien dicen que nos pasamos la vida preocupándonos por cosas que nunca suceden, pero en mi caso, la naturaleza obraba de tal modo que aunque parte de mi razón aceptara aquella sabiduría adagial, mi sinrazón la negaba. A Dios gracias, uno se acostumbra a todo, hasta a vivir pendiente de cualquier detalle. El trabajo me agrada, pues consiste en guiar a turistas de habla castellana por las principales atracciones de la ciudad, lo cual además de distraerme, deja tiempo libre para mis gustos. La plata no sobra, pero tampoco falta, y de yapa, en los variados contingentes de viajeros, suelo encontrar alguna dama solitaria, de esas que pueden creer que yo soy una buena compañía. En ocasiones, para variar, modifico los recorridos establecidos por la agencia, habida cuenta que todo, en la milenaria ciudad, es digno de verse. Al final, casi siempre nos detenemos un rato en la Plaza España, y después que la fotografían, ascendemos a la Trinidad del Monte y de allí caminamos hasta la Villa Borghese. Todos se maravillan ante la excelencia de su arquitectura palaciega y se regocijan en los magníficos jardines; unos pocos, los que denotan cierta inclinación por el arte, aceptan mi propuesta de ingresar al museo y admirar sus tesoros. Un viernes por la tarde, mientras recorría las salas con tres mejicanas y una pareja de colombianos, nos detuvimos frente al David con la cabeza de Goliat, la obra maestra del Caravaggio. Les señalé a los circunstantes algunos detalles del cuadro y en esa atmósfera admirativa, todo fluía maravillosamente bien entre nosotros; hasta que ocurrió en apenas un instante, algo que bastó para desmoronarme, sumiéndome en una parálisis de intensa fijeza, como la del que se halla al borde de la tumba. Mientras efectuaba mis comentarios, creí entrever, como en un sueño, el detalle de mis rasgos en donde debían estar las facciones de David; pero lo terrible, lo pasmoso, lo que me hizo correr un escalofrío por la espalda, fue que la cara de mi ex mujer se delineaba en la cabeza cortada de Goliat. Traté, con sobrehumano esfuerzo, de no perder la cordura; controlé mis emociones para salir del museo y concluir decorosamente el recorrido. De regreso a mi pieza, la vieja agitación que creía desaparecida, retornó. El sudor frío que anticipaba mis ataques, me corría por la frente y el cuello. Esa noche dormí mal, y el fin de semana, que estaba franco de servicio, no salí de mi cuarto, sitiado por pensamientos ruinosos. Era un hecho incontestable que la curación de mis males había sido ilusoria. Sin embargo, alegaré a favor mío que esa certidumbre no me apocó; estos pavores del presente, aunque por otras causas, habían también acaecido en el pasado y como ya dije, uno se acostumbra a todo. Así fue que me dispuse a sobrellevar el mal rato, imaginando que en un par de días la cosa pasaría; en esa inteligencia reinicié mis tareas habituales, serenándome de a poco. A los cinco días de aquella honda impresión, mientras cenaba, sonó el teléfono y escuché la voz de mi hermana, quien con tono compungido me informaba del cambio de mi estado civil. De separado había pasado a ser viudo. En un accidente de auto, mi ex cónyuge había muerto. Tardé bastante en reponerme y apenas si pude ordenar mis ideas. Me debatía en un remolino de angustias, menos por la desaparición de aquella mujer áspera y dominante, con la cual afortunadamente no había tenido hijos, que por el espantoso agüero de la Villa Borghese. Los últimos días de abril transcurrieron mal, pero con los soles de mayo mi estado mejoró. Naturalmente retaceaba mis visitas a la zona del Pincio y a la Villa. Temía la repetición de aquel


desvarío y no iba con los turistas más allá de la Plaza del Popolo. A modo de secreta compensación, les proponía entrar a Santa María y les ofrecía admirar la Capilla Chigi y los dos Caravaggio de la Capilla Cerasi; en ocasiones, si los notaba receptivos, les contaba que estábamos parados sobre lo que fuera la tumba de Nerón y me explayaba sobre la historia de esa iglesia. Debo admitir que en mi fuero interior ardía en deseos de volver a la Villa Borghese; tal vez para convencerme que lo sucedido era una mezcla de alucinación y coincidencia, que no un tardío don de la profecía, con el cual expurgaba encallecidos rencores. Cuando me sentí en condiciones de hacerlo, regresé y caminé por los jardines, aunque evitando acercarme demasiado al palacio. A una distancia prudencial, les relataba a mis acompañantes la historia del lugar. Y así, de a poco, me fui animando hasta que una tarde me decidí a entrar en solitario. Infinidad de paseantes deambulaban por las diversas salas, en tanto yo me quedé largo rato, pensativo, frente a la escultura que Bernini denominó La Verdad. Después, con cautela, avancé hasta la ubicación del Caravaggio de mis pesares. Allí estaba y afortunadamente no tuve de que preocuparme, puesto que no sucedió nada digno de nota. Lo miré de arriba abajo y mi comportamiento fue impecable, diría que normal frente al tenebrismo de la obra. Ese minúsculo detalle contribuyó sobremanera a mi bienestar. Días más tarde, sin embargo, cuando mi hermana me llamó para confiarme sus problemas financieros, mi impotencia para ayudarla me apenó bastante. Por lo demás, todo transcurría plácidamente. El 21 de Junio, (lo recuerdo por ser el día de mi santo), en uno de los recuperados paseos por la Villa Borghese, mientras la mayoría de los integrantes del grupo caminaban en derredor del lago, entré al museo con seis de ellos. Visitamos varias salas del primer piso y les señalé varias pinturas de mi agrado. En la cercanía del óleo del Caravaggio, una vibración interior me sumió en la perplejidad. Aprensivo, proyecté la vista sobre el negro fondo del cuadro, para no mirar directamente a David, pero una fuerza extraña me obligó a hacerlo, y tal como lo presentía, mi rostro estaba allí. Consternado, desvié mis pupilas hacia las sombras de la mano derecha del personaje, aferrada a la espada brillante y casi sin quererlo, por el rabo del ojo, advertí que la mano izquierda del héroe sostenía el morro de Carso, mi antiguo socio, con quien tan mal terminé al saber de su traición y de los fraudulentos manejos de nuestro negocio. Creí desmayar y se me erizaron los pelos; no abundaré en comentarios, para no cansar. Nomás sepan que atribulado por la recaída, luchaba por librarme de esa pesadilla. Allá como a la semana, asaeteado por la curiosidad, con la excusa de interesarme por sus asuntos, hablé con mi hermana. Ella estaba más tranquila, pues le habían otorgado un crédito con el cual acomodaría su economía. Me refirió que la familia estaba en paz y se prodigó comentando banalidades. Casi al concluir la comunicación, como quien recuerda algo, agregó: --Caramba, olvidaba decirte, el que se murió hace unos días fue el bribón de tu socio. La sensación ominosa que me embargó es inenarrable. De ahí en más me obsesioné pensando que, así como Michelangelo Merisi da Caravaggio mataba a sus enemigos, yo me valía de su obra para acabar con los míos. En el altar de su arte sacrificaba mis odios secretos. Poca sustancia queda para pormenorizar los sucesos posteriores. Solo añadiré que durante aquellos meses difíciles, cultivé el coraje imprescindible para no comportarme como un cobarde y huir. Volví muchas veces a ver el cuadro, pues me resistía a enloquecer por semejante dislate. Es más, confieso que tenía decidido consultar al médico si mi monomanía no mejoraba. En verdad les digo que no fue necesario, ya que no volví a encontrar en la tela ninguna anormalidad que encendiera mi alarma. Pasado el tiempo, logré tranquilizarme y recuperé mi aplomo. La última vez que estuve con un pequeño contingente fue anteayer. Eran en su mayoría personas amables y condescendieron en ingresar al museo. Subimos las escalinatas del palacio y a partir de ese momento los dejé que vagaran a su antojo. Por mi parte, me dispuse a examinar la escultura que Antonio Canova le hizo a la frívola hermana de Napoleón. No se porqué, últimamente, me ha dado en creer que la blanca belleza de Paulina Bonaparte, reclinada como una Venus de mármol, con su manzana en la mano, me ayudaría, a modo de talismán, para conjurar el hechizo del Caravaggio. La imaginaba misteriosa como una esfinge y caminé en torno de ella, escudriñando la


perfección que la hizo célebre. Fueron momentos de enorme intensidad emocional, en los cuales seres y cosas circundantes se esfumaban, en medio del mayor silencio concebible. Al cabo de unos minutos, a paso lento me alejé de allí, caminando de memoria, mirando al piso, porque en verdad ya nada me preocupaba. Cuando me detuve frente a la pintura del Caravaggio; lo hice de un modo desafiante, como increpándole su responsabilidad en las desquiciantes visiones que tuve en el pasado. Me sentí confortado cuando levanté la cabeza y observé la faz serena, casi piadosa del victorioso personaje bíblico. En ese instante maravilloso sentí que algo largamente opresivo se aflojaba en mi estómago, cual nudo que al desatarse atenuara mis más íntimas tensiones. Con esa circunspección que destila la confianza (y en ocasiones el miedo), dirigí una mirada tangencial hacia las ropas de David, a la piel lampiña de su tórax, al brazo juvenil iluminado por una luz inextricable, a la mano escorzada… “¡Cuanta belleza!”, me dije. Extasiado, puede que hasta feliz, bajé la vista para contemplar los negros cabellos, la entreabierta boca, los ojos cegados por la muerte en la lóbrega expresión de Goliat. Caía la tarde y la sala estaba vacía, Se aproximaba la hora del cierre y pronto debería marcharme. En ese instante último y fatal, atisbé en el lienzo, como en un espejo, la lividez mortal de mi semblante, precisamente allí donde el Caravaggio había pintado la testa cercenada del gigante filisteo.


CAMPESINOS Martha J. Iglesias Herrera (Ciudad de La Habana – Cuba)

Habían llegado cuando el sol, echado sobre los largos surcos, hacía arder la tierra. Corrían como locos, persiguiéndose, estallando en sonoras carcajadas; parecían bisagras recién engrasadas cerrándose sobre sí mismos, como si la risa hiciera saltar algún resorte oculto que doblara el cuerpo en dos hasta dejar la cabeza a la altura de los tobillos. Tenían ojos grandes y húmedos, de esos donde sobra lugar para cargar la inmensidad sin que duela la vista; pupilas improvisadas, con pocas sumas de ayer, algo de hoy y mucho de futuro. La brisa que corría, suficiente para alborotar el polvo seco y rojizo de la tierra, no lograba, al parecer, apagar el calor de sus cuerpos; tal vez por eso, sudorosos y sedientos, se dejaron caer en la gran zanja alimentada por la vieja turbina. Allí chapotearon un buen rato, mientras, a lo lejos, cerca del mangal resguardado por las cercas de púas, el guajiro dejaba el tractor y cargaba los aperos de la jornada hacia la caseta de palos entretejidos y techo de guano. A esas alturas de septiembre, casi todo el campo había sido desyerbado, solo por algunos trechos se alzaban hierbas duras y vegetaciones ajenas al cultivo. Era en esas horas cuando dejaban de ser ella y él para volverse ellos. Contenidos en aquella suerte de poceta, forcejeaban, manoteaban, escupían y hasta buceaban en el agua turbia, percudida de naturaleza, sin otra preocupación que existir-existirse y gritar, asombrados, como si sus voces fueran un privilegio que les dispensara algún demiurgo por primera vez. Lo mojado ennoblecía los callos de sus manos, los cueros curtidos y oscurecía las pecas de la espalda que él besaba y mordía. Por momentos, parecía urgirles una necesidad salvaje de olisquearse, lo que los volvía un poco serios, quizás menos ariscos; pero luego, al descubrir sus nuevas caras, sus bocas entreabiertas, sus cuerpos insurrectos, volvían a chapotear con una furia casi indecente. Era también en esas horas, cuando aparentaban la verdadera edad: parecían seres de plata, casi negros de su reacción habitual con la intemperie; pero luego, estando juntos, alguna especie de química los volvía a su estado primigenio, como si los frotara desde adentro brillándolos hermosamente. Lejos del patronazgo del fogón, de los aperos de labranza, de las responsabilidades heredadas, padecían de esa libertad casi enfermiza. Era el momento del desquite, de gozar el entorno que les era negado cuando hacían las labores, víctimas de la subsistencia. Ahora corrían prácticamente desnudos en dirección al mangal. Ella, sin el desgreñe propio de su diurnalidad, peinada por el agua y atemperada de tierra; delatada por el lienzo de una blusa que, sucumbida ante la humedad, entreveraba la luz de sus pezones con el mal estampado de aquellas flores silvestres. Pleno de disfrute, él se dejaba llevar, rendido ante el goce de la carne indefensa, servil a su apetencia rústica; pero, al fin y al cabo, apetencia. Jadeantes, con los pelos pegados en la piel, aterrizaron en una sombra igual de agreste. Allí se acostaron de espaldas sobre las hojas secas, uno al lado del otro, con los brazos abiertos y las miradas perdidas, jugando a encontrar algún azul entre las ramas altas y sometidas por los frutos. Era fácil saciar las apetencias, bastaba con servirse de los mangos desperdigados por el suelo. A golpe de dientes arrancaban las cáscaras, las chupaban, roían; y luego, con grosero entusiasmo, comían la drupa carnosa que les chorreaba amarillo y les dejaba hilachas entre dientes. Ebrios de yodo, crecidos, se lamían resueltos; parecían gatos fregándose el pelaje, como si de repente solo importara estar límpidos. Así se fueron arrullando hasta quedar enroscados uno sobre el otro. Las manazas de él, espoleadas por el blando olor a hembra, atizaban el sexo abierto y húmedo de la campesina que no ofrecía resistencia; se dejaba hacer, presa de una emoción excepcional, palpitante y arqueada sobre sus caderas. Ninguna sombra era suficiente para agasajar el sofoco ahogado de la tierra, que los hacía revolverse en busca de un palmo de frescor; acaso, sobre el revoltijo de hojarasca que ella, inconsciente, arrollaba con su pelo en cada nueva sacudida. Iluminados de contemplación, entre un murmullo de fronda, roncos jadeos y sonidos guturales, las uñas de ella —descarnadas de partear los campos—, resbalaban por la espalda de él con la misma disposición que la lengua


reptante se hundía en sus centros y acariciaba sus bordes de isla invicta. Septiembre se desdoblaba del otro lado del hallazgo. Atrás, las parihuelas con el tabaco al lomo, los estragos de la calderería, las yuntas de bueyes, los normadores y los carreteros avasallados de cultivos. Atrás el atrás que nacía un ahora, llovido de un sudor agrio y espeso, que podría aparentar cualquier sudor común, sino fuera porque era el sudor de tenerse. Emperezados por la entrega, quedaron quietos, desnudos, abandonados a un silencio que parecía resudar palabras, como si enalteciera el temple irremediable de la complacencia. Ahora el campo era otra cosa, transcurría sin tiempo, detenido en la verdecida de sus quebradas y yugos; noblemente derramado en su perfil de vastedad; resabioso como llama de fragua; viajado por brisas olorosas de resinas, talabarteros y estiércol. Objeto de nuevas atenciones, se dispensaban mimos, sonrisas; intentos de palabras nuevas, algunas, con sentido solo para ellos. Palpaban sus carnes frescas de latidos; y luego, como asaltados por la duda de que lo sucedido fuera un sueño, comenzaban a esconderse, solo para volver a buscarse en la certeza del hallazgo y sentir la agitación previa a los descubrimientos. Así se fueron alejando, lanzando discursos a los árboles; imitando las poses de las piedras, de los troncos, de las cosas; dejando las ropas al garete, olvidadas por algún rincón. Se detuvieron a unos metros de la caseta del guajiro, entre el tractor y la cerca de púas, acallando de golpe sus risas para no ser sorprendidos por ojos imprudentes; el viejo, en su cocina de carbón, hacía la colada de café al modo antiguo, a manga. Como tonificados por el aroma que les llegaba de lejos sus rostros adquirieron nuevos bríos; parecían niños a punto de urdir alguna travesura; quizás, el hecho de saber a un tercero cerca de sus desnudeces los hacía presa de una excitación sublime. Apostantes, como inyectados de riesgo, ella asumió el desafío de mover la máquina de rascar la tierra. Trepó por las grandes ruedas, ágil y segura; no tanto porque supiera lo que hacía, sino por demostrar su suficiencia. Con el pulso firme giró la llave, y bramó un rugido ahogado de motor, seguido de un brusco movimiento que la devolvió hacia atrás; allí, donde estaba él, con los brazos abiertos, delante de la cerca que hincaba sus púas en el tronco de almácigo. Entonces volvió el rostro sonriente, como excusándose. Él también le devolvió una sonrisa, breve. Por un instante, no comprendió la mirada de ella, aquella mirada silenciada de un brillo diferente: con mucho ayer, falta de hoy y nada de futuro; como si, de repente, los ojos se le hubiesen vuelto pequeños y secos, desprovistos de lugar para cargar la inmensidad. Temblorosa, lo vio cerrarse sobre sí mismo, estallando en silencio. Bajó del tractor tropezándose con su propia prisa, majando sus visiones con torrentes de lágrimas, aterrizando en la tierra sobre sus rodillas, hurgando, besando, zarandeando entre gritos enmudecidos el cuerpo del hombre para arrancarle un latido. Luego quedó allí, inmóvil, llena de él entre sus piernas, cuando el sol abandonaba los surcos.


EN EL UMBRAL José Miguel García Martín (Madrid)

Me di cuenta demasiado tarde. Siempre había observado algo raro en su comportamiento, aunque nunca había sabido especificar qué. Era un sentimiento vago, difuso, de que algo no se ajustaba a la normalidad. Siempre andaba chocándome con ella, por toda la casa, a menudo nos tropezábamos al salir y al entrar de las habitaciones, cuando no estábamos a punto de precipitarnos por las escaleras. Así durante muchos años hasta que una noche, de pronto, en mitad de un sueño, gracias a alguna especie de análisis inconsciente, se me presentó la causa con toda su nitidez: ella siempre se quedaba parada en los umbrales. Recuerdo que me incorporé en la cama, como movido por un resorte, y que inundado todavía por la confusión del sueño me quedé mirando su bulto a mi lado: ella siempre se quedaba parada en los umbrales. Esa era la clave de todo. De ahí partía la incomodidad que, no sabíamos decir por qué, se había instalado en nuestra relación; ahí radicaba la clave subliminal por la que, cada vez, me sentía más a disgusto a su lado; nuestra relación no marchaba ni hacía delante ni hacia detrás, no progresaba, no fluía, y acababa de repente de encontrar la causa: Ella siempre se quedaba parada en los umbrales. Al principio creí que eran figuraciones mías, producto de una noche en que había dormido mal, fruto de una cena copiosa, de un principio de resfriado, cualquiera de esas pequeñas molestias que, durante unos momentos, trastocan tu visión del mundo. Pero no. Desde el día siguiente comencé a observarla y fui advirtiendo —con un ligero estremecimiento mezcla de espanto y orgullo por mi perspicacia— que nada más levantarse se detenía unos momentos entre el dormitorio y el pasillo, para desperezarse; que tenía la costumbre de servirse un café y, apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, observar cómo iba amaneciendo tras las ventanas; que después de ducharse se secaba, incluso, con un pie dentro y otro fuera del plato; que se vestía casi metida dentro del armario empotrado. Al ir al salir de la casa, con la puerta entreabierta, se giró un momento para darme un beso de despedida, y luego —yo examinaba sus movimientos desde el otro lado de la mirilla—, cuando fue a subir al ascensor, se quedó mirando unos momentos en su bolso, a ver si se le había olvidado algo. La puerta entonces le golpeó ligeramente en el hombro, antes de retroceder ceremoniosamente y volverlo a intentar segundos más tarde, en que la volvió a golpear. Alguien, impaciente, desde el cuarto o el quinto, a juzgar por el estruendo de la chapa, comenzó a golpear la puerta exigiendo que dejasen libre el ascensor. La estuve observando durante más días y aquel asombro inicial por mi agudeza se fue convirtiendo, poco a poco, en un reproche por no haberme dado cuenta antes de su torpeza. ¡Tan evidente era! Si montaba en unas escaleras mecánicas, allá donde la cinta te depositaba en tierra ella se quedaba quieta, estática, mirando a todos lados porque no sabía donde ir, con lo que quienes venían detrás acababan chocándose contra ella o apartándola bruscamente de un manotazo. “Te está bien empleado”, pensaba yo, porque junto con el reproche hacia mi poca sagacidad también sentía crecer un enfado hacia ella, un enojo que pronto se convirtió en repugnancia. “Pero, ¿cómo se puede ser tan lerda?”, me preguntaba, mientras ella se quedaba en la puerta de las cafeterías, apoyada en una de las jambas, porque —decía— le gustaba ver el exterior, pero también estar pendiente de lo que sucedía dentro. Quienes querían entrar habían de pedirle paso y ella entonces se echaba hacia un lado, o encogía el estómago, pero, como un muñeco tentetieso, en cuanto encontraba ocasión volvía a su lugar originario. En los comercios, su masa obstruía siempre la célula fotoeléctrica y las puertas no llegaban a cerrarse, para irritación de quienes estaban en el interior y acababan protestando bien porque se escapaba la calefacción bien porque se fugaba el aire refrigerado. “Ah perdón”, musitaba entonces ella, y pasaba dentro. Pero en cuanto se descuidaba, se asomaba a ver algo de la calle y allá quedaba nuevamente su figura, impidiendo el cierre.


A veces pensaba que lo hacía aposta. No se puede ser tan obtusa. “Vamos, señora, baje o suba”, le decía muchas veces el conductor del autobús, porque ella, en el momento de subir, siempre encontraba algo que mirar en el bolso o algo que tantearse en los bolsillos o algo que arreglarse en la ropa que la detenía en el sitio, sin haber acabado de subir el primer escalón. * * * Muchos me preguntarán por qué no se lo dije en su momento, por qué no le advertí de su exasperante torpeza. Pero hubiera sido inútil, sigo pensando todavía hoy. Porque no era sólo el aspecto físico, no era sólo el quedarse parada materialmente en los umbrales. No nos habíamos casado, por ejemplo, porque ella no acababa de decidirse, siempre pedía unos años, unos meses, siquiera unas semanas más para pensárselo mejor; por la misma razón nunca habíamos tenido un hijo, ni nos habíamos embarcado en la compra de una vivienda, y en realidad tanto para ella como para mí se habían cerrado ya todas las posibilidades de promoción laboral. En su día tuvimos la oportunidad de dar el paso y ascender a una categoría superior, con el cambio de vida que ello conllevaba. Pero siempre —me daba cuenta entonces con los puños crispados—, siempre, había pedido ella un tiempo para recapacitar. “No es cuestión —solía decir entonces— de dar un paso tan importante sin meditarlo”. Con tanta claridad se me presentó la revelación, tantos perjuicios se habían acumulado durante este tiempo a causa de ese pequeño detalle, de tal modo se había quedado nuestra vida sin concretar por esa estúpida manía, que al fin acabé por tomarle un odio que no podía ser saciado con la simple separación, con un vulgar divorcio. Una sencilla marcha atrás. Nada de eso. Aquella vez sí, había llegado el momento de llevar las cosas hasta su final. Había decidido asesinarla. No fue difícil, en realidad. Nada es difícil cuando uno ha tomado una determinación, cuando está decidido a llevar algo a su término. Para el hombre con empuje no hay, en realidad, barreras, y yo me sentía, de pronto, impelido por una energía poderosa que durante años había sido frenada. Lo más costoso, si me paro a recordar, fue contener la carcajada cuando, a los pies de su tumba, una mañana neblinosa, el cura dijo aquello de que “ha cruzado las puertas de la muerte”. Clavé la vista en la tierra removida y oculté la sonrisa entre el cuello de mi abrigo. Un ligero temblor, acaso, en la espalda. A ninguno de los presentes le extrañaron esas muestras de dolor por parte de su pareja. Debía haberlo supuesto, sin embargo. Lo que iba a suceder. No había pasado una semana de su entierro cuando, una tarde, de pronto, la ventana se cerró de manera súbita, parecía que a consecuencia de un golpe de viento, y un adorno que reposaba en una estantería cayó y se hizo añicos. Estaba agachado, recogiendo las piezas, cuando al levantar la vista y mirar hacia el cristal vi su rostro reflejado en el vidrio. Estaba pálida, con unas bolsas violáceas bajo los párpados, un poco más demacrada de lo que se mostraba en el ataúd. En sus ojos asomaba un brillo turbio, huidizo, de perplejidad, de duda, de eterna indecisión.


NANA SUSURRADA María Bárcena Beltrán (Madrid)

Aún no había amanecido cuando se despertó. La cama le resultó extrañamente grande y vacía al notar la ausencia de Miguel. Sintió frío. Se incorporó ligeramente y contempló, iluminada sólo con la luz de los rayos de la luna que se filtraban a través de los finos visillos de la ventana, a la pequeña personita que dormía a su lado en una diminuta cuna de mimbre. Sus manitas asomaban por encima de las sábanas. Las tocó. Estaban muy frías. Le cogió primero una y tras besarla muy suave la guardó con delicadeza bajo la manta. Después hizo lo mismo con la otra mano. Cerró los ojos y trató de dormirse pero sus pies estaban demasiado helados. Frotó uno contra otro para darse calor, pero fue inútil. Tras encogerse y hacerse un ovillo sujetándose las rodillas con los brazos, se arrebujó bajo las sábanas pero comprendió que le sería imposible volver a conciliar el sueño. Empezaba a clarear, las primeras luces del día bañaban ya la habitación dándole una apariencia difusa e irreal. Decidió levantarse. Con precaución y sigilo para no despertar al bebé que todavía dormía, atravesó la pequeña habitación. Encima de una silla tenía sus ropas, se vistió despacio, para no hacer ruido, tiritando, echando vaho por la boca. Se abrigó lo mejor que pudo y salió del cuarto. La estancia contigua que hacía las veces de cocina y estar, a pesar de sus reducidas dimensiones, parecía mayor debido a la escasez de muebles; un par de sillas de aluminio y formica, una mesa camilla cubierta por una tela rematada de flecos, dos destartalados sillones. Las paredes encaladas presentaban profundos desconchones y el techo tenía rastros de recientes goteras. Tras una cortina de rayas se escondía el baño. Se respiraba la miseria y la pobreza. Por un único ventanuco entraba tímidamente la luz del sol de invierno. Un sol frío y desangelado que no consolaba, ni calentaba, ni iluminaba las pobres vidas de aquellas gentes hacinadas en la barriada de chabolas, amontonadas en desordenadas filas unas al lado de las otras. Casuchas que escondían tras las desvencijadas puertas, las historias más tristes de miles de rostros, de caras de seres anónimos a los que la suerte había dado la espalda. Acorralados en la marginalidad y el abandono. Tampoco había escapatoria para María y Miguel. Miguel recogía cartones y chatarra. Noches en vela recorriendo las calles. Viviendo entre las basuras. El cartón pesa poco y se paga mal. Madrugadas de eterna espera. Y vuelta a empezar en un continuo deambular por cuatro duros. Preparó café en el hornillo que hacía las veces de cocina. A pesar de la pobreza, de la escasez, las cuatro tazas y los cuatro platos que guardaba en un armario relucían de limpios. Las ollas también brillaban, su metal reflejaba las imágenes como dos espejos. A sorbos rápidos se bebió el café. El caliente líquido le produjo una sensación de bienestar, le insufló ciertas energías perdidas a causa del frío que sentía dentro de la chabola. Fuera, en la calle, se oía el alboroto de los niños que jugaban, de mujeres baldeando el agua en los pequeños patios y cobertizos y ladridos lastimeros de perros famélicos. Los sueños de Miguel y María se rompieron en la gran ciudad. Dejaron el pueblo recién casados. ¡Cuántas esperanzas e ilusiones! El trabajo de Miguel les permitía vivir sin lujos pero con desahogo, incluso podían ahorrar. Hasta que llegó el desastre. Su empresa cerró. Sin trabajo no podían hacer frente al pago del alquiler. El dinero se acabó rápido y con un bebé en camino… La única salida la chabola, la chatarra y el cartón. El llanto del niño la sacó de sus pensamientos. Lo abrazó contra su regazo y lo llenó de besos. Se sentó en una de las viejas butacas, tapizada con una raída tela estampada en colores oscuros. Se descubrió un pecho. El niño se agarró con ansia y empezó a tirar con fuerza. La leche brotó de sus entrañas. Un hilillo del blanco


líquido le caía por la barbilla mientras mamaba. Por lo menos tenía leche. Amamantar a su hijo le producía una gran satisfacción. Una plenitud inexplicable. Con los ojitos cerrados permanecía ajeno y feliz a todo cuanto le rodeaba. Algunas gotitas de sudor perlaban su frente debido a los esfuerzos que hacía al tirar de la teta. Cuando se soltó, ella lo levantó amorosamente y se dirigió a la habitación donde le cambió los pañales y le puso ropa limpia. ¡Qué frío hacía! ¡Nunca habían pasado un invierno tan crudo! El niño gimió, quería seguir comiendo. Ella volvió a sentarse y dejó que el bebé se saciara por completo. Cuando terminó, lo meció con ternura entre sus brazos hasta que poco a poco fue entornando los ojos y se quedó dormido. Entonces arrastró la cunita de una habitación a la otra y lo acostó con cuidado para no despertarlo, tapándolo con las mantas. Por una rendija que quedaba entre la chapa, que hacía de puerta de su chabola, y el suelo de cemento ululaba el viento y arrastraba al interior de la casa alguna hoja seca y tierra y polvo. Arrancó unos papeles de periódicos y los encajó en la grieta de la puerta para aislar el paso del aire. El bebé se movió en su cuna. Ella la balanceó con suavidad pero se había despertado por completo y miraba con los ojos muy abiertos. Le acarició la cara. Tenía la punta de la naricita helada. En un extremo de la habitación tenía un brasero que Miguel había hecho de forma casera con un cubo de pintura. Se resistía a encenderlo; no quería gastar, ¡pero tenían tanto frío! Prendió las brasas de carbón. El niño lloraba cada vez más fuerte. Lo tomó en su cuello y lo acunó pacientemente mientras le cantaba una nana. Al fin se había dormido y ella también se sentía adormilada. Se sentó y mientras se dormía, soñaba con Miguel. Estaban todos juntos. No hacía frío. Caminaban bajo el sol. Era un sol templado. Cálido. Muy cálido. Sus haces de luz lo envolvían todo y se sentían seguros y felices. Las penurias habían desaparecido. Sólo había paz. Y mientras María susurraba una nana, el niño sonreía y Miguel les abrazaba. Miguel llegó por la tarde. Ya había oscurecido. Todo estaba apagado y en silencio en la pequeña chabola. María estaba sentada en la butaca, el niño reposaba en su regazo. Eternamente dormidos.


CUANDO AGA SE LAVÓ EN EL RÍO Julia R. Robles (Santo Ángel – Murcia)

Aga no se asustó cuando notó la humedad entre los muslos. Pensó que el cuenco de papilla que removía en su regazo desde hacía rato había rezumado, como tantas otras veces, y apartó su falda para limpiarse, pero de inmediato volvió a cubrirse y colocó el cuenco en su lugar, agitando la papilla que contenía con renovado tesón. El pulso se le aceleró mientras se esforzaba en fijar la mirada en el cuenco. ¿Qué podía hacer? Estaba sangrando. Miró alrededor con disimulo, por ver si alguien había reparado en su gesto, pero el sol hacía rato que había salido y ya sólo quedaban algunas mujeres por los rincones de la cueva, atareadas con los lactantes. Tampoco el resto de las niñas del corro se había dado cuenta, y seguían pendientes de sus propios cuencos, masticando, escupiendo y batiendo el revoltillo de hojas de menta y carne que alimentaría a los más pequeños. Aga no dijo nada, se levantó cubriéndose como pudo con la vasija y salió apresurada hacia el río. Corrió por la orilla más apartada y se sentó en un lugar poco profundo, dejando que el agua la cubriera hasta la cintura. La pequeña mancha rojiza de su falda se diluyó y desapareció en el agua turbia de la corriente. Aún mantenía el cuenco entre las manos temblorosas, cuidando de que no se derramara ni se mojase, porque su madre le daría una paliza si estropeaba la comida de sus hermanos. Y entonces pensó qué haría mamá Liá, cuando supiera que Aga había comenzado a menstruar. El sol anduvo una cuarta por el cielo sin que la pequeña se decidiera a salir del río. Meditaba sobre sus distintas opciones pero ninguna le parecía ni un tanto protectora. Podía lavarse a menudo, y robar algunas de esas trencillas de esparto que usaban las mujeres para absorber el sangrado. Si masticaba papilla de menta todo el tiempo, y se mantenía alejada del resto del grupo, quizá no descubrieran su reciente olor de hembra. Pero Aga tenía pocas posibilidades de pasar desapercibida en un grupo tan reducido, y un comportamiento extraño y huidizo atraería pronto la atención de los hombres. También podía pedir ayuda a mamá Liá, pero la estación pasada, Uha, su mejor amiga, fue bautizada con la sangre menstrual, y antes del final del primer ciclo presenció cómo su madre la entregaba a uno de los machos cazadores a cambio de una pieza de carne. Desde entonces su amiga Uha permanecía con las mujeres, alejada para siempre de Aga y sus juegos infantiles. Quizá podría huir, buscar refugio en las colinas del otro lado del río, esperar a que el ciclo terminase y volver a escapar con cada menstruación, manteniendo el secreto, aunque era la peor de las opciones, porque una hembra de apenas diez veranos, sola en tierra extraña y menstruando, sería blanco fácil de fieras y cazadores de otras tribus. El sol pasaba su cenit cuando Aga salió del río y escurrió su falda. Ya no sangraba, pero el flujo no tardaría en correr por sus muslos de nuevo. Recogió algunos tallos de linera y se entretuvo en pelarlos, arrodillada en la orilla. Al menos podría limpiarse en el camino de vuelta si la hemorragia era abundante. Mientras sacaba las hilazas pensó, con tristeza, que serían sus propias amigas las primeras en descubrirla. Cuando la vieran llegar sangrando, gritarían y saltarían a su alrededor con bailes estúpidos, burlándose de su nueva condición de mujer. Ellas, sus amigas, alertarían a los hombres, llevadas por su inocencia y sin conciencia del peligro al que la exponían. Ahora, de pronto, las otras niñas de su edad le parecían muy pequeñas e ignorantes. Se hizo con un buen montón de estopa y se lavó una última vez. También comió la papilla de su cuenco, destinada a los pequeños, pues la hora del almuerzo hacía tiempo que había pasado y se habrían servido sin él. El sol llevaba andado tres cuartas de su viaje por el cielo cuando Aga amontonó toda su estopa dentro del cuenco vacío y, resignada, emprendió el regreso a la cueva.


Caminó despacio, esquivando con excesivo zigzagueo pitas y zarzales, mientras se preguntaba quién sería el primer macho que la cubriría. Se estremeció de miedo. Sentía verdadero terror hacia los hombres de su cueva. Desde pequeña conocía su comportamiento agresivo. A menudo se acercaban a las niñas cuando jugaban, buscando con insistencia bajo sus faldas, y las mujeres habían de mantenerlos alejados con gritos y golpes. Se limpió las primeras gotas de sangre que resbalaban por sus rodillas y acomodó algo de estopa en la tira que unía su falda entre las piernas. Quería rodear la montaña y entrar en la cueva por el lado opuesto a aquél donde los hombres descansaban al regresar de la caza, y esperaba disimular su sangrado hasta entonces, pero el lino estaba crudo y apenas empapaba. Aunque se cambiase justo antes de llegar, todos verían enseguida que era una nueva mujer. Se preguntó si alguno de los cazadores repararía en ella. Los de más rango, que eran más fuertes y cobraban las mejores piezas, eran admirados incluso por las niñas. A diferencia del resto de los hombres, ellos ignoraban a las pequeñas o las trataban con desapego, pero sólo era porque siempre tenían varias mujeres dispuestas a satisfacerlos a cambio de protección o respeto entre las demás. El resto de los machos vivía en un continuo estado de excitación agresiva, y Aga pensó que, siendo ella tan joven y tierna, y no habiendo ya ninguna hembra adulta que la viese como una niña, no tendría forma de resistirse a sus ataques. El sol se acercaba a su ocaso cuando divisó la entrada de la cueva. Aga ya había decidido que buscaría primero la protección de mamá Liá para que ésta dispusiera la forma de sacar partido a su entrega. Mejor sería pedir algo a cambio, aunque fuesen algunas raciones extras de carne, que ser igualmente violada por nada. Quizá su madre consultaría con ella el hombre al que iba a ser entregada y Aga podría pedirle que no fuera demasiado viejo o feo. Acarició la idea de ofrecerse a un cazador de rango, de los más fuertes, pues era muy bonita, y a poco que pusiera interés, aprendería a ser complaciente. De cualquier modo, mamá Liá que era madura y experta negociaría un buen trato para ambas, y después Aga se mostraría sumisa para que el hombre siguiera buscándola y manteniéndola. Cuando entró en la cueva, el sol lamía las montañas tras las que había de ocultarse, y Aga, convertida en mujer de la mañana a la noche, había entendido que nadie salvo ella misma iba a cuidarla en adelante.


HASTA SIEMPRE, VLADIMIR José María Herranz Contreras (Madrid)

Por fin llega el transiberiano. La vida tiene muchos y extraños caminos, unas puertas se cierran, otras se abren. Recuerdo mi infancia en la aldea, mi madre hablaba de Irkutsk y del tren, de los viajes maravillosos que nunca pudo realizar, como las esposas de los rusos. Siempre fuimos pobres, muy pobres, nadie nos ayudó jamás. Ahora mi vida ha cambiado, soy feliz y Dios ha dispuesto que tome este tren. Subo en primera clase, dejo el equipaje en mi departamento, doy una propina a la azafata y me dirijo a la cafetería. Los turistas europeos miran fascinados el paisaje mientras comienza a nevar, un grupo de ejecutivos chinos toma café mientras hablan animadamente de sus negocios, comprendo lo que dicen, mi abuela también hablaba chino, nació al oriente de Tarskaya. Un militar ruso, bastante joven, muy guapo, está acodado en la barra, pensativo, mirando pasar fugazmente los árboles, las montañas. Compongo mi pelo, ese hombre me gusta, tiene que ser mío. Odio y deseo lo que representa, mi pobre madre me previno siempre contra ellos, cuando yo era una niña y me escondía debajo de la cama con los ojos cerrados y los puños prietos escuchando sus gritos mientras los soldados la forzaban tras haber tirado la puerta a patadas. Lo odio, pero la idea de hacer el amor con él comienza a adueñarse de mi mente. Me acerco y pido fuego, resulta fácil entablar conversación, sé que soy una mujer tentadora, irresistible, Dios me hizo así. La vida es hermosa y absurda, un hombre y una mujer siempre están abocados a encontrarse pese al odio y las fronteras. Es un teniente, se llama Vladimir, me habla de su vida en el ejército. La noche ha caído rápidamente sobre nosotros y a mí me parece que este fantasmagórico tren se dirige hacia el fin del mundo; absurdamente siento que una vida nueva y un paraíso virgen nos aguarda. Después me invita a cenar al restaurante y agradezco al Señor la coincidencia por haberlo encontrado. Cuando me doy cuenta estoy riendo como una loca entre sus brazos en el coche cama, hemos tomado un par de vodkas y sé que lo que va a suceder es inevitable. Miro sus ojos azules y recuerdo mi infancia, la aldea, los animales. Su candor resulta tan familiar que todas las dudas se han borrado; debería huir con él, desaparecer, al fin y al cabo ya nada me ata a este mundo. Hacemos el amor con furia, como si jamás lo hubiéramos hecho, como recuperando un tiempo que nunca hubiéramos vivido, con un doble sentimiento de venganza: la de él hacia todas las mujeres y la mía hacia los hombres. Me desea y desprecia en igual medida, exactamente tal y como yo lo deseo y odio también. No puedo evitar sentirme culpable por haber nacido mujer, recuerdo a mi madre clamando la desgracia de mi nacimiento -cuando todos esperaban un niñocada vez que se enfadaba, arrojándome a la cara su reproche como un despojo. Y al mismo tiempo, con la furia voluptuosa de este hombre penetrándome, no puedo evitar deshacerme entre sus brazos mientras llega en oleadas su orgasmo mezclado con el mío. Me despierto en medio de la noche y contemplo su rostro dormido, plácido, mientras acaricio su cabello rubio. Este hombre podría haber sido el padre de mis hijos; desearía que todo comenzase de nuevo, formar una familia, cultivar nuestra tierra, rezar en la mezquita. Sin embargo todo es oscuridad, desesperación. Dicen que el amor nos redime, quizá mi vientre ya alberga una nueva vida de este desconocido al que deseo con locura y al que odio por todo lo que hace a mi pueblo. Todo es tan extraño y sin embargo ya no tengo dudas. Vuelvo a recordar mi infancia en la aldea, los animales, la granja; qué diferente podría haber sido de haberlo tenido a mi lado. Recojo mis cosas y paso al lavabo. Una paz inaudita me invade mientras me miro en el espejo. Yo ya no soy esa mujer que contemplo. Vuelvo a mi coche cama, aprovecho para dormir un par de horas, la niebla se ha despejado de mi camino, los rusos son los enemigos de mi pueblo. Me despierto cuando el tren llega a Nizhny Novgorod. Mientras bajo del transiberiano compongo mi falda, levemente arrugada, y me


retoco el pelo. El tren parte de la estación, lleno de turistas dormidos, ejecutivos y militares, estamos en agosto, el mes de mayor afluencia. Anoche coloqué el dispositivo en el lavabo. La bomba estallará exactamente cuando el convoy llegue a la estación central de Moscú.


FLORES DE PLÁSTICO María Cristina Casado Alcalde (Burgos)

Querido Alfredo: Te escribo el día de mi entierro por si más adelante me fuera imposible. Como es la primera vez que me muero, aún no conozco el protocolo. Esta mañana me has causado muy buena impresión, Alfredo, con tu traje de diseño, tu camisa tan blanca y planchada y esa expresión compungida a juego con tu corbata gris, comprada para la ocasión. Siempre me admiró tu don de interpretación, ese inventarte mentiras para vivirlas como verdades. Estabas muy convincente. Un Oscar, Alfredo, un Oscar. Y qué bonito estaba todo: aquella hierba tan verde y bien recortada, gotas de rocío esmeralda refrescando la mañana y ese rinconcito que has escogido para mí, con sus nichos a la derecha y el monumento a Félix Rodríguez de la Fuente a mi espalda. No me agrada, sin embargo, el mausoleo que queda a la izquierda. Me resulta triste, pretencioso y chabacano, con esas flores de plástico carcomido y esas esculturas tan rancias. Ya sólo queda que pongan mi lápida, pero tendré que esperar. ¡Total! lo que me sobra es tiempo, o eso creo. Ya te he dicho que no estoy segura de nada, soy novata en esta dimensión. Pasmada me ha dejado, algo más tarde, y ya en la recepción que has ofrecido en casa, tu conversación con Raúl (vinito va y canapé viene). Que me habías amado mucho, le decías, y que te faltaba tanto, que la casa, ahora sin mí, te parecía vacía. Me has emocionado, chico, y he pretendido besarte, pero sólo he conseguido pasar a través de ti. Y mira tú por dónde, he confirmado mi teoría: Estás hueco, Alfredo, vacío, no tienes nada por dentro. He de reconocer que la recepción ha estado muy buen organizada. La bebida abundante y variada y la comida con calidad y colorido: aceitunas, canapés, tortillita, embutidos, y el toque de las frutas escarchadas. Y las camareras, Alfredo, auténticas profesionales, pasaban con las bandejas con cara de funeral, para no desentonar. Estaba guapa la GretaGarbo (nunca recuerdo su nombre), me refiero a esa andaluza con la que te acuestas los domingos. ¿Te extraña que yo lo sepa? Ay, Alfredo, Alfredito, ¡qué llevamos décadas casados! ¿O debo decir llevábamos? Parece mentira que en una sociedad tan moderna nos dejen morir así, que nos conviertan en fantasmas sin un triste manual de instrucciones. Sí, Alfredo, la Greta estaba muy guapa, vestida como un helado de chocolate con menta y medias a lo Cocó. Y hablaba muy bien de mí, entre vino de Ribera y canapé de salmón (pena que no tuvieran alcaparras). Mientras tú estabas con ella, con la Greta, yo observaba a la otra: esa morenita con la que te acuestas cuando Andalucía reclama a su hija pródiga. Ya sabes quién te digo, la que vestía un traje-chaqueta de un morado espantoso y unas gafas Armani que parecían prestadas. La pobre lo ha pasado mal. No dejaba de espiaros, recelosa, a ti y a la GretaGarbo. Se ha tomado siete vinos engullendo canapés. Yo creo que se ha contenido por lo del funeral, si no os monta el espectáculo. Y vosotros dos en la inopia, vino va, tortilla viene. Como me ha ilusionado que le propusieras a la Garbo pasar unos días en aquel hotelito de nuestra luna de miel. Hasta en eso eres fiel a mi recuerdo. ¿No es para estar contenta? Tú que puedes permitirte, con la herencia que he dejado, los hoteles más lujosos, la llevas a ese hotelito, seguro que pensando en mí. El velatorio y el funeral (con su ceremonia y todo), el entierro, y, más tarde, la recepción han sido perfectos. Esta vez, Alfredo, te has superado con creces. Invitar a tus amiguitas ha sido un detalle que te honra, Alfredo. Aunque no hayan acudido ni a iglesia ni a cementerio, hubiese sido una pena que se perdiesen la recepción. La casa es amplia y acogedora, y había bebida de sobra, así que tú has hecho bien. Solías decirme en vida que lo que más me gustaba en el mundo era llevarte la contraria y


yo nunca replicaba. Qué mal me conocías, Alfredo. Lo que más me gustaba era saltarme las claves de tu correo electrónico, y, sobre todo, borrar todo lo que llegaba a tu bandeja de entrada (antes de que tú lo vieras, claro), para después leer los insultos y las amenazas de todas aquellas mujeres que te escribían correos y quedaban sin respuesta. Leer tus justificaciones absurdas, que provocaban enfados y disgustos y te hacían perder credibilidad a los ojos de tus amantes. Aquello me producía un placer morboso, difícilmente superable. ¡Qué tiempos! Lo que nunca llega a saberse adquiere un poder excesivo en manos de otros que sí lo conocen. Al borrar la memoria de tu ordenador, borraba tu posibilidad de estar a la altura de los demás, te dejaba en inferioridad de condiciones. Así que, ya ves, no era discutir lo que más me gustaba, era mermar tus posibilidades. Y no eran celos, Alfredo, puedes estar seguro. Dejé de quererte aquella mañana en que apareciste en mi oficina, vestido de verde y rojo e intentaste seducir a mi secretaria. Cuando ella, una joven educada, que solía oler a espliego, levantó la cabeza y se encontró con un tipo rollizo, de pelo teñido y barbita rala, vestido con un pantalón rojo cereza y un polo verde con gnomos, debió pensar que tenía delante una manzana transgénica. Estaba aún impactada por tu mal gusto, cuando trataste de camelarla con artes de seductor afónico (te escuché por el interfono). Cómo no te hizo ni caso, preguntaste por tu mujer y, sin más, te colaste en mi despacho. Aunque aquella secretaria siguió respetándome, empezó a mirarme con pena. Y tú lo sabes, Alfredo: yo no soporto la compasión. Aquel día, como te digo, marcó la frontera del desamor. Y buenas noches, Alfredo, hoy ha sido un día muy largo y tendrás que descansar. Yo vagaré por la casa y velaré por tu sueño. De momento, me he instalado en tu despacho del ático, y, poco a poco iré trabajando para que mi presencia sea cada vez más fuerte en cada rincón de la casa. Por ahora, Alfredo, ya controlo tu ordenador. Y también tu móvil.


EL VIEJO Carlos Mendoza Bonino (Las Palmas de Gran Canaria)

Lo encontrabas postrado y desecándose al relente de sus días iguales con el nalgatorio exiguo levitando sobre su banqueta de anciano, las palmas puestas en el bastón de mando y la mirada glauca, fija, extraviada en la penumbra del almuerzo. El brillo de su vida larga había terminado al fin por robarle los ojos y todos lo sabían ciego excepto él mismo, porque en el disparate senil de sus mil años aún se imaginaba capaz de estar viendo cuando en realidad no hacía otra cosa que columbrar el trasunto equívoco de sus propios ensueños. Se había sentado allí una mala tarde de junio de antes de todos y no había vuelto a levantarse en cuarenta años completos. En pocos meses se hizo leyenda de aquel viejo de fantasía, que ya lo era entonces, a quien los vecinos daban de comer en cuenco de mascota pienso de gallinas y moliendas de puerco, de beber el agua fácil de la lluvia, que se cagaba encima sin rubor sobre su silla de santo y al que las parejas de enamorados de toda la provincia acudían en peregrinación a encomendar sus afectos, en la certeza invencible de que una palabra tuya, Señor, bastará para sanarme. Él pastoreaba las visitas adventicias con la paciencia imperturbable del vencido, y sólo de vez en cuando escatimaba a algún visitante su oráculo de sabio con el recurso místico de un trance sin término. Cuando esto ocurría eran las propias vecinas quienes aventaban la multitud hasta la ocasión siguiente con escándalos de lotería, desvividas por celar su descanso de profeta no fuera que el agotamiento le perdiese virtudes. Porque en diez meses la presencia de aquel hombre había levantado el pueblo como no se recordaba, cambiando el cemento y la cal por la plata y las flores; los bancales tristes, los parterres exhaustos por jardines de fiesta y porches palatinos; los tramos desconchados, las plazoletas decrépitas por avenidas imperiales flanqueadas de caprichos en mármol y fontanas de alabastro limpio; las diligencias rancias, los carromatos vetustos por calesas de ricos y faetones condales. Luego de veinte años de desfiles rogatorios las caras empezaron a confundírsele sin remedio, al punto que desde cierto día exacto ya no fue capaz de reconocer siquiera el rostro auxiliar de las propias vecinas. Entonces hubo quien tomó el trance como una consecuencia más del descalabro sin freno de su edad imposible, pero fue aún mayor el número de quienes lo interpretaron como una maniobra de astucia para evitar los fárragos tediosos del protocolo excesivo, porque a esas alturas era cierto que se contaban por miles las visitas de piedad a su puesto de milagros. Una tarde cualquiera en que le llenaban las manos con escudillas de alpiste reconoció sin error a la mujer que andaba sosteniéndole el babero y la llamó por su nombre. En mitad del desconcierto hasta el último de los ausentes lo alanceó a preguntas que eran una sola cerniéndose con un murmullo de estrépito sobre las azoteas como en la escena de un corral de vientos antes del silencio límpido en que aventuró convencido otro de sus hallazgos de asceta: “Las personas se parecen todas, como los chuchos”. En cualquier parte se contaba de él que enredaba las horas en los relojes y devolvía el virgo a las mujeres, que sanaba sin método y por obra de gracia a quien se presentara, e incluso testigos los había de curas insólitas a animales de establo por la simple presión de la córnea en las cuencas, espectadores de sortilegios telúricos y prodigios de ciencia, asistentes a sermones inspirados y deliquios angélicos, además de aquel que juraba haberlo visto atravesando el pastizal ausente de las dos de las noche sostenido por Cristo a seis palmos del suelo, y quien aseguraba que la piel le olía a verde porque sus favoritas lo alimentaban en secreto con la dieta frugal de los rabinos. Pero ni antes ni después hubo milagro parecido al escándalo público que suscitó su muerte ni magia comparable al rapto de locura en las gargantas de la multitud mientras el cortejo fúnebre lo mecía en volandas a dos metros de la alfombra de acacias sobre el paseo de gloria camino al sepulcro. La víspera él mismo reconoció asustado el signo infausto de sus sienes nimbadas y se entregó sin resistencia a un desvarío de plañidera histérica que lo vació de lágrimas para los restos por encima del testimonio atónito de su ejército de peregrinos de mil en fondo.


AMANTE DE DÍA María del Carmen Guzmán Ortega (Málaga)

No sabe cómo ni cuándo llegó. Su memoria se pierde entre un chirriar de hierros, gritos, susurros y voces que retumban como dentro de un tonel. De vez en cuando, un rostro se acerca a su cara o una mano le toma la muñeca. Taconeos, olores extraños, círculos de colores, espirales mareantes, puntos negros y extrañas sensaciones, se mezclan en su retina. La noche la sume en un duermevela constante y apacible, pero al llegar la mañana, revive, despierta a lo único que la mantiene viva, con todas sus fuerzas y vitalidad. Durante algún tiempo indefinible, minutos, horas quizás, es feliz, completamente feliz, porque llega por fin el momento sublime, cuando él la visita subrepticiamente, como un ladrón. Siempre lo ama de día, con las primeras luces, cuando las gotas del último sueño todavía se columpian en sus pestañas. Ella, al revés de otros amantes, no prefiere la complicidad de las sombras. Él, como dice el tango, es hermoso y rubio como la cerveza, distante y ardiente, inaccesible y tierno, pero puntual a la cita. Entra por la ventana abierta y la mira. Ella cierra los ojos, pero en los párpados siente un roce cálido. Su beso baja por su cuello, recorre todos los caminos de su cuerpo y calienta sus entrañas. El cuerpo de ella, blanco de luna, enrojece por las caricias del amante, tiembla y vibra de placer al tiempo que una extraña melodía resuena en sus oídos, primero suavemente, y cuando llega a la cima, desciende bruscamente, dejándola abatida en un placentero sopor. Luego, silenciosamente, como llegó, despacio, sin hacer ruido, el amante vuelve a salir por la ventana, como un fantasma diurno, y así, todas las mañanas, como en rito antiguo y secreto, se repite el ciclo diario. Antes de abrir los ojos al nuevo día, ella presiente su marcha, y siente celos de otras mujeres a las que seducirá, porque sabe que él es libre, vagabundo, imprevisible, que acariciará otros cuerpos, besará otros labios y encenderá hogueras sobre sus tersas pieles. Sin embargo, dejará pasar el día en su larga espera, dejará transcurrir esa noche larguísima y helada que congela sus huesos, porque tiene la completa certeza de que él volverá a su cita, como todas las mañanas, con su beso de fuego, con sus manos suaves que la enloquecen. Está lloviendo. Espera con ansiedad su entrada radiante por la ventana, pero sólo le llega el repiquetear de la lluvia en los cristales. Van pasando las horas, largas e interminables. Regresa la enfermera, le toma el pulso, la temperatura, le arregla las sábanas, escribe algo, sonríe y se va. Entonces, poco a poco, las brumas se retiran y empieza a recordar: un frenazo, un vuelco del coche, dolor en sus piernas. Intenta moverlas, pero no puede, se lo impiden sus fuerzas perdidas. Ignora cuánto tiempo tendrá que permanecer en esta cama de hospital, pero no quiere irse, hay algo que la retiene: el amante secreto que la visita por las mañanas. Hoy no ha venido, pero no importa, pues ya vendrá la noche con sus sueños, y después, por fin, la mañana esplendorosa, el cosquilleo en sus pies, el calor que le sube por las piernas y le inunda el vientre, el roce de sus manos cálidas, y una sinfonía que suena en sus oídos. Vuelve la mañana. La música empieza de nuevo a sonar en sus oídos al mismo tiempo que la danza de las células de su piel, una danza de un solo velo, la del burdo camisón que cubre su cuerpo entregado. La mañana llega casi de improviso. Abre los ojos. No hay nadie. Sólo un rayo de sol entra por la ventana. Motas de polvo flotan en él como estrellas de un universo propio, personal e intransferible. Las sábanas, blancas de nieve, están frías y húmedas. Las motas de polvo, como en un ectoplasma brillante, se van juntando poco a poco hasta formar una silueta de contornos humanos. La figura se acerca, la roza suavemente y la inunda con su calor. De pronto, otra figura humana de color verde borra la del fantasma hermoso y cálido. —Buenos días ¿Cómo se encuentra hoy nuestra enferma?


—No la oye, doctor, está como ida-responde otra figura blanca. La magia se disipa de pronto. Se da cuenta, de golpe de la realidad. Esa realidad que no quiere aceptar. —Ha tenido usted una pesadilla, señora, pero veo que está mejor ¿verdad? —Sí, si…estoy mejor—responde la paciente de mala gana. —Pronto, en unos días, podrá usted marcharse a su casa-dice el médico. Por fin, el médico y la enfermera se marchan. Ella guarda la esperanza de que el amante aún se encuentre allí, al pie de su cama, pero sólo permanece un tenue rayo de sol que se va diluyendo por la esquina de la ventana, hasta que desaparece. Algo se rompe de pronto en su cerebro, algo que la empuja a gritar con un alarido retumbando en los corredores alicatados: “¡Devolvedme mi Sol, devolvedme mi Sol!” Un tropel de batas blancas y verdes acude a la habitación. Cuando llegan las enfermeras y los médicos, una mujer en escasas ropas de dormir, se encuentra en precario equilibrio, sus pies descalzos sobre el alféizar de la ventana, los brazos en cruz, como si pretendiera volar…


OBSESIÓN José Antonio Martín Mancebo (Madrid)

- Es un pecho muy blanco - Tan blanco como la leche que tiene dentro - Y… ¿Cómo dices que se llama el autor? - Jean Fouquet

A falta de un año para la jubilación, Jean Michelle de Guisa se considera un hombre afortunado. Hasta la fecha tenido una vida ejemplar, una vida de la que cualquiera se sentiría orgulloso. Catedrático de arte medieval en una de las mejores universidades de Francia; autor de una veintena de ensayos sobre arte gótico francés y de una novela traducida a diez idiomas, que se mantuvo, varios meses, en la lista de los diez libros de ficción más vendidos en Francia y Bélgica; propietario de un soberbio chalet en uno de los mejores barrios residenciales de Paris, una “maison de campagne” en la costa de Bretaña y de un dúplex de diseño en Saint –Tropez, y de un par de caros automóviles de fabricación alemana y de un deportivo italiano; padre y abuelo amado, marido respetado pese a sus muchas infidelidades; Jean Michelle de Guisa es todo eso y más: un hombre culto, atractivo, educado, refinado, temido, admirado, envidiado y… obsesionado. Dos son las obsesiones de monsieur de Guisa: La primera es la religión. Jean Michelle es cristiano practicante, católico devoto y fanático defensor del Vaticano. Una manera de entender la vida que o bien le venía de “serie”, en su carga genética, o que se debe a la inercia cultural de su familia. La familia de Jean Michelle, los de Guisa, han sido conocidos desde los más remotos tiempos por su catolicismo exacerbado que incluso les ha llevado a unirse a los enemigos de la Francia que tanto aman y por la que en más de una ocasión han derramado la sangre. La otra obsesión de monsieur de Guisa es un cuadro. Una tabla del pintor francés Jean Fouquet conocida como “La Virgen con el Niño” que se encuentra actualmente en el Koninklijk Museum Voor Schone Kunsten, en Amberes. Jean Michel encontró, casualmente, una reproducción de la tabla en un libro de arte de los muchos que su padre tenía en la biblioteca de la maison familiar: era una tarde lluviosa en la que su hermano Jacques, y él, intentaban encontrar unas novelas eróticas que, supuestamente, su padre había escondido entre el resto de libros. A los dos hermanos les atrapó de inmediato la figura de la Virgen, su piel blanca, la redondez de sus senos, su delicadeza. Jacques, más práctico que Jean Michelle, y con menos sangre de los de Guisa en sus venas, llegó a la rápida conclusión de que a falta de novelas eróticas, la virgen del cuadro sería buen sustituto para motivar el bombeo de sangre a su pene y hacer un homenaje al segundo hijo de Judá. Jean Michele, al que la visión de los pechos de la virgen había provocado también una palpitación en la entrepierna, hizo de tripas corazón y censuró el comportamiento de su hermano como una doble herejía: no solo se dejaba llevar por la lujuria pensando en la madre de nuestro señor Jesucristo, sino que se masturbaba desperdiciando la semilla de la vida, al igual que Onán; y pensó que, como aquel, Jacques sufriría la cólera y el castigo del Todopoderoso. No estuvo falto de razón: unos años más tarde Jacques, la oveja negra de los de Guisa, moría en un accidente de trafico cuando regresaba de agotar la noche en los peores tugurios de Paris, en los que había saturado su cuerpo de alcohol, sexo y drogas; fue una pequeña tragedia, y un gran alivio, para una familia que ya no sabía, ni podía, seguir manteniendo en secreto los escándalos de los que Jacques era protagonista.


Jean Michel no lloró la muerte de su hermano y se reafirmó en su idea del castigo divino. Desde aquel momento la Virgen el cuadro de Jean Fouquet se convirtió en el icono del amor casto y puro del caballero andante; y las formas redondeadas, la delicadeza y la blancura de la piel, serían los requisitos que toda mujer a la que fuera a cortejar, tendría que cumplir. Desde su esposa, hasta la última de sus conquistas -una estudiante de carrera a la que sedujo con los conocimientos que sus años de estudios del arte gótico le habían proporcionado- todas las mujeres con las que hizo el amor, todas, fueron elegidas por su semejanza a la Virgen de Jean Fouquet. Pero a falta de un año para su jubilación, monsieur de Guisa ya no es el conquistador que fue antaño. Su agotado miembro viril ya no desafía a la fuerza de la gravedad, ni marca venas palpitantes; y más bien se asemeja a un huraño cenobita, que cubierto con capucha, intenta aislarse del pecaminoso mundo exterior. Hace años que sedujo a aquella estudiante de carrera… y años también que hizo el amor por última vez con su cornuda y digna esposa. Si, podría haber recurrido a la Viagra, pero Jean Michel ha visto en la impotencia un aviso del Señor, un castigo por la promiscuidad de la que ha hecho gala a lo largo de su vida… y si el Señor lo quiere así, no será él el que se oponga a su voluntad…, no, él no es un David con una honda cargada de pastillas azules… Y con esta idea en la cabeza, Jean Michel ha ido refugiándose en sus obsesiones. Cada día que pasa se siente más católico, no falta ni un domingo a la casa del Señor, e incluso de vez en cuando se da una sesión doble de misa, como cuando iba al cine de pequeño con su difunto hermano. Y siempre lleva consigo el viejo libro de su padre, aquel en el que un día de su adolescencia descubrió su canon de belleza, y de amor casto, puro y verdadero; y una obsesión alimenta a la otra, y la otra a la una; y cuanto más mira la lámina de la Virgen, más cristiano se siente, y cuanto más va a misa, mas enamorado está de la madre del Señor… Y a falta de 365 días para su jubilación, monsieur de Guisa, tras un frugal desayuno, se ve impelido a evacuar el vientre, y con tal intención dirige sus pasos al excusado; y sentado en el más real de los tronos, con los pantalones y ropa interior a la altura de los tobillos, y la hebilla del cinturón rozando el enlosado, Jean Michelle se deleita con la descarga de sus impurezas y con la sensualidad de la Virgen de Jean Fouquet, a la que contempla en el ajado libro de su padre que descansa en el atril que forman sus muslos. Y es tal la sensación de placer, que comienza a sentir un pequeño cosquilleo en aquel olvidado músculo que tantas alegrías le dio en el pasado, y nota como se abren las compuertas que negaban el paso de la sangre y la erección de la carne. Y observa, como una mano, que no parece ser la suya, agarra con fuerza al descapuchado cenobita y lo sacude con rabia. A un año para su jubilación, el culto, atractivo, educado, refinado, temido, admirado, envidiado y obsesionado, monsieur de Guisa, es hallado muerto por su amada esposa en el cuarto de baño de su domicilio de París. Todos los indicios apuntan a que la causa del fallecimiento ha sido un ataque al corazón…, lo que no cuentan las esquelas es que el cadáver de Jean Michelle sostenía con su mano derecha su flácido miembro viril; y que en el suelo, y en sus ropas, había restos de semen, y que una gota del mismo, había sido lanzada, por la violencia de la eyaculación, a la lámina de Jean Fouquet, y que asemejaba a una gota de leche saliendo del desnudo, redondo y blanco pecho de la Virgen.


ELISA Eduardo Protto (Quilmes – Argentina)

De todas las amigas que mi hermana tuvo tanto en su infancia como en la temprana juventud, recuerdo de un modo especial a Elisa, menos por haber conservado ambas aquella amistad en la edad madura, que por una particular vivacidad de carácter que la distinguía del resto de las muchachas. Era yo unos cuatro años mayor que aquellas jovencitas, lo cual me daba un notorio predicamento ante el inexperto criterio de sus juveniles valoraciones. Aclaro que no retaceaba mis arrestos amatorios entre las más bonitas de entre ellas, facilitados por la confianza con que circulaban por mi casa, pues era yo -como con frecuencia sucede en la mocedad- un cultor de la política de tierras arrasadas. Esto generaba no pocos reproches familiares y un fundado escepticismo en Julia, mi hermana, ante mis fútiles promesas de armisticio sexual con sus compañeras, poco afectas, lo mismo que yo, a ninguna clase de treguas en ese sentido. ¡Dorados tiempos! En aquel casual serrallo, Elisa fue la única que sorteó mis añagazas, convirtiéndome con el devenir del tiempo, de cazador en presa. A ello contribuyó ciertamente su admirable estampa. Era alta y esbelta. Me atraían sus senos de turgencia comparable a las frutas tropicales, de esas que hacen agua la boca. Su cintura breve, sus caderas proporcionadas, sus muslos densos se me antojaban cincelados por algún orfebre desconocido. El rostro delicadamente perfilado, los enormes ojos zarcos, la sonrisa franca con que iluminaba alguna frase ingeniosa, los cabellos del color de los trigales, eran como el presagio de un éxtasis inefable. Recuerdo con nitidez los paseos en las tardes estivales, cuando a su paso se producía un ojeo de hombres. Era capaz de quebrantar hasta la dura disciplina de un monasterio. En su personalidad no habitaban prejuicios ni represiones, todo era posible en su mirífico universo. Sobrada de sensualidad y fineza, decidida y tenaz como pocas, ella era, en mi opinión, la mismísima reencarnación de Eva en el edén. No obstante, como en todos los paraísos que la mente humana concibe, en éste también habitaba una serpiente...y se ocultaba en las hondas averías de su índole. Elisa tenía un natural histérico que reposaba en los repliegues de un temperamento cíclico. Era de a ratos maníaca, desbordante, fresca y prometedora como un capullo de rosa perlado por el rocío matinal que de pronto marchitaba en la sordidez de sus fases depresivas. Estuve firmemente amarrado a sus caprichos tanto por los poderosos lazos con que me ató la pasión que me devoraba, como por el torrente de hormonas que prodigaba mi sangre veinteañera. Nos amábamos frenéticamente. Entrambos nos correspondíamos en calidad y cantidad. Sin embargo, inadvertidamente, junto al suyo, mi espíritu se habituó a subir y bajar por las empinadas cuestas de sus humores arrebatados. Cuando el sol brillaba alto sobre el horizonte de su alma, me daba a beber jugos melifluos. Entonces mi sensibilidad vagaba por celestiales caminos. Luego, subrepticiamente, sin que nada lo hiciera suponer, su carácter se despeñaba en las turbulentas profundidades de la tristeza. Entonces, el tiempo harto breve de mi regocijo desaparecía. La dicha se escapaba de mi vida como la arena seca entre los dedos. Nauseaba con el fruto amargo de su indiferencia. El doloroso silencio que su juicio atribulado imponía estragaba mi ánimo y me arrastraba hacia un remolino de pesares. Inútiles eran mis cartas y mis llamados, vanos los desesperados intentos por rescatarla de aquella tenebrosa región en la que periódicamente se sumergía. Mi desconsuelo era absoluto, mis sufrimientos intolerables, mi corazón un erial irrecuperable. ¡Maravillosa edad en la cual amábamos para siempre y sufríamos hasta en la fibra más recóndita del alma! Era la alborada de la vida y en mis acciones campeaba la pura ignorancia de la verdadera naturaleza humana, particularmente la que concernía al género femenino. A fuerza de creer sin riesgo cualquier empresa me había arrojado al abismo de su amor con la temeridad de mis pocos años. Elisa alternaba sus órbitas anímicas con una precisión de calendario. En dos o tres semanas las nubes se disipaban en su mente y otra vez amanecía en las pupilas de sus preciosos ojos azules. La torva displicencia que sombreaba sus horas y las mías, se trocaba en renovadas


mieles y prodigios que se derramaban sobre mi antigua pena. Volvíamos a ser los amantes insomnes y ardientes que regresaban al territorio de sus hazañas. De todo lo pasado me olvidaba libando el zumo de su piel dulce. Elisa fue mi razón de vivir durante esos años intensos. Al influjo de sus abruptos solsticios me abrasaba en el estío o me atería en sus hielos. Vivía contemplándola o ascio en el tórrido desierto de su pena o plácido a la lumbre fugaz de su alegría. Lento, el tiempo pasó a través de nuestro amor. Sedimentó sucesos diversos y emociones dispares. Cuando llegué a los confines del placer y del dolor, en marchas forzadas por arduos senderos, pude - nunca supe muy bien cómo- desatar los nudos de tan estremecedora convivencia. Acaso inclinado por el deseo de afectos más estables, o tal vez por alguna íntima cobardía frente a las fatigas que suponían los melindres de aquella mujer pendular, lo cierto es que elaboré con tenacidad de alquimista, potentes contravenenos para salvarme. Saboreé las últimas gotas del amor de Elisa con paladar de libertino. Me desarraigaba de ella, serenamente, como quién se duerme al final de una laboriosa jornada. Así transcurrió mi singladura hacia el desapego. Fatalmente se desintegraba la candidez de mis juveniles sentimientos. Por Elisa adquirí la dudosa destreza, casi tauromáquica, de soslayar las densas pesadillas de su ser destemplado, cuando sobrevenían tormentosas y puntuales. Herida de muerte, mi pasión languidecía. Poco a poco se fue extinguiendo, despojada de dolores, pero también de entusiasmo, como si los unos no pudieran existir sin los otros. Jirones de aquel gran amor quedaban al costado del camino cual redrojos de una vendimia apresurada. Un año más tarde ya no sufría por Elisa. Quizá ya no la amaba, o, si cabe la idea, ya no podía amarla. Una mezcla de rabia, hartazgo y desengaño corrompía aquel afecto preliminar. Había comprendido, para bien o para mal, con frialdad de mercachifle, que los goces de aquella relación no guardaban proporción con los dolores que producía. Mis ojos comenzaban a ver, y el amor...lástima grande, necesita de ciegos. Amigablemente nos separamos. Ella prosiguió su camino y yo marché por el mío. Con los años, Elisa devino más hermosa aún. Su belleza la debía a la prodigalidad de la naturaleza y al cultivo de una personalidad minuciosa, imaginativa y en cierto modo cruel. Tras su paso por el conservatorio de arte dramático se fue a Nueva York a estudiar en el Actor´s Studio. Después llegaron los premios y la consagración como gran actriz. Su índole pirofórica se inflamaba al contacto con la escena. Talento no le faltaba y suerte tampoco. Aceptaba el prestigio y la fama al desgaire. Pasado los treinta se casó con un inglés, virtuoso concertista de violín de nombradía universal y delicado intelecto. Era unos treinta años mayor que Elisa y enloquecido de amor, paseó la belleza de aquella mujer por todos los auditorios del mundo. Además colaboró sobremanera a encumbrarla en su carrera. Al cabo de cuatro años, un ataque al corazón se llevó a la tumba al insigne músico. Al enterarme, no pude evitar una impropia asociación con mis pasadas experiencias. Poco duró su luto. Si alguna atrición cobijaba, la liquidó rápidamente. Sus triunfos artísticos recomenzaron y el periodismo daba cuenta de sus impares actuaciones. Era como si Racine o Ibsen hubieran perfilado sus heroínas pensando en ella. Ocasionalmente, dada su estrecha amistad con mi hermana, nos hemos encontrado. Un antiguo sentimiento, embozado entre los recuerdos, nos ha llevado apenas a intercambiar frases de circunstancia. Más de un cuarto de siglo ha pasado sobre nuestra historia. Hace algunos meses se volvió a casar con caballero de su edad. Un tronado hidalgo de criollo linaje, con más blasones que fortuna. No pude evitar un regusto acibarado al escuchar los detalles de la boda relatados por mi hermana. A veces imagino, desde mi perspectiva de solterón enmohecido, que aunque crea que me libré para siempre de la pesada carga de aquella liviana mujer, aún arrastro, como a una sombra, la cadena de la vieja esclavitud que alguna vez me impuso...


TRAFICANTES DE RECUERDOS Juan Ángel Laguna Edroso (Metz – Francia)

Una suave llovizna acariciaba, con la ternura de un amante, la diminuta plaza enlosada entre la Calle Buio y el Sottoportego dei Sogni. Aunque estábamos a principios de septiembre, hacía un frío de mil demonios. No en toda Italia se canta Oh, sole mio!, o, mejor dicho, no siempre se canta con buenos motivos. Sí, Venecia una vez más. Después de perder la pista de Tao en una buhardilla parisina, conseguí reencontrar el hilo de Ariadna en la Bella República. Después del agobio del París sobrecargado de turistas estivales, no era una perspectiva halagüeña, sobre todo porque en el Venetto es mucho más difícil darles esquinazo. Especialmente, si te dedicas a traficar con trozos de memoria. Sin duda, el barrio nuevo tras el Arsenal sería un lugar mucho más discreto para nuestras transacciones, pero peligroso: muchos compradores para tan pocos retazos de historia que van naufragando huérfanos. No es de extrañar que, a veces, nos llamen cazadores de tesoros. Siempre alerta, siempre al acecho. Así que había que soportar a los turistas, y la llovizna, y mantener la mente despejada aun con los ecos de las voces de los primeros, y la gélida caricia de la segunda. Al final se abrió una puerta, un diminuto resquicio en una fachada de piedra salpicada de moho. Si no hubiera sabido que existía, ni siquiera la hubiera visto, escondida tras las pesadas bolsas de basura generadas por un turismo desmedido. Un turismo que, podría jurarlo, el chino Tao no veía siquiera. ─Buenas tardes, Barjola ─me saludó con su particular acento arrastrado. ─Tao ─contesté con un leve asentimiento de cabeza. No había levantado de nuevo la vista cuando mi interlocutor ya había desaparecido en el interior del edificio. Contuve un exabrupto y le seguí. Como gran parte de los edificios de Venecia, aquel enorme caserón era una maravilla arquitectónica a la deriva. Era la enésima vez que venía a la ciudad de los canales y, aun así, no podía evitar maravillarme con el propio tesoro que es ella misma. Tras cruzar un angosto y húmedo pasillo, desembocamos en una curiosa sala abovedada. Las vigas se entrelazaban en el techo como una tela de araña, y bajo ellas un pavimento de mármol pulido por el tiempo se sumergía, suavemente, formando una escalinata hasta las oscuras aguas de los canales. La sala era fría como un mal presagio, y los brillantes ojos de las ratas, siempre vigilantes en los rincones oscuros, me hicieron desear haber desistido en mi búsqueda. ¿Merecía tanto la pena? Hacía dos meses que seguía su pista, dos meses y cinco países. Por fortuna, el chino me llevaba a otra estancia, en el primer piso. No me hubiera gustado tener que negociar en una bodega o en un sótano comido por el musgo. La escalinata, amplia pero construida en madera para aligerar el peso de la casa, nos condujo hasta una galería porticada desde la que se veía un amplio canal y un jardín vecino, un antiguo huerto superviviente de tiempos menos populosos. De aquel corredor pasamos a una antesala repleta de viejos y pesados cortinajes comidos por el moho y llena hasta el último milímetro de muebles, adornos y antigüedades. Aquello era un auténtico bazar, el resultado de años de acumulación de algún lunático, de alguien que amaba lo suficiente el arte y la historia para ocultar piezas clave al resto de la humanidad, para dejar que se pudrieran en aquel rincón bajo el epígrafe “mío”. Era el sueño y la pesadilla de todo traficante de antigüedades. Todo al alcance de la mano y un cancerbero demente e implacable para protegerlo. Desde luego, no esperaba que tuviera tres cabezas, pero, aun así, me sorprendió su aspecto. El propietario de la pieza que iba que buscando era una mujer más bien joven, sobria en el vestir, y elegante en sus movimientos. No era la vieja loca que se hunde con el recuerdo de sus


antepasados ni el anciano decrépito consumido por la avaricia. Habría que agudizar el ingenio. ─El señor Tao me ha dicho que está usted interesado en el chevalier ─dijo con un delicioso acento italiano. ─Así es, señora ─respuse manteniendo la cortesía─. Su agente lo encontró poco antes de que cerrara el trato, y para mi cliente es vital que lo obtenga. ─¿Vital? ─inquirió con una media sonrisa─. ¿Este anillo en particular le resulta vital? ─reforzó el esbozo de burla mirando a su alrededor. Sí, ¿por qué precisamente ese anillo? No era más hermoso que el reloj que adornaba la chimenea, ni más viejo que la estatuilla etrusca del aparador; ni siquiera era más valioso que la alfombra que se deshacía a nuestros pies, abandonada a la humedad sempiterna de Venecia. ─Porque fue el regalo de boda de uno de sus antepasados, el Conde Ladislas Chamski, y porque desea usarlo para desposarse ella misma. Nuestra anfitriona me observó con ojos de gato durante unos instantes. Estaba leyendo en el fondo de mis pupilas como quien lee las hojas del té. La impaciencia me quemaba por dentro. No tendría una segunda oportunidad después de una petición como ésta. ─Señor Tao ─dijo finalmente─, acompañe al señor Barjola al estudio y entréguele el chevalier. La oferta que hizo en París es más que generosa. ─Gracias ─le dije con reconocimiento. Ella hizo un gesto con la mano, como mostrando toda la opulencia acumulada en la sala, y me respondió con un tono algo fatigado: ─A veces es difícil decidir qué conservamos y qué sacrificamos para poder conservar. Unos minutos más tarde, después de pagar en efectivo aquel sobrio anillo de oro con piedra de jade tallado engastada, me dispuse a abandonar el caserón con el tesoro en el bolsillo de mi gabardina. Me notaba ligero, embargado por un curioso romanticismo del que me sacó el curioso hablar arrastrado de mi colega, el chino. ─No sabía que su cliente fuera a contraer matrimonio ─me dijo Tao con un esbozo de sonrisa. ─Tarde o temprano lo hará ─le contesté satisfaciendo su cínica sospecha. Entonces, saqué de nuevo el anillo y lo contemplé un momento a la luz trémula del cielo encapotado─. ¿Tiene acaso importancia? Hace doscientos años, este anillo abandonó una familia. Hoy, parte hacia el reencuentro. ¿No siente la magia? Por conseguir una pieza como ésta sería capaz de recorrer el mundo entero. El chino me dedicó una sonrisa enigmática antes de replicarme: ─Y yo, por el contrario, sería capaz de traficar con antigüedades sólo por tener que recorrer el mundo.


EL SEÑOR Y ADÁN (Marjai) Andrés Fornells (San Pedro de Alcántara – Marbella)

Adán tuvo que esperar a morirse para que se le presentara la oportunidad de poder hablar otra vez más con el Señor. Ya muerto, Adán llegó al cielo y san Pedro, antes de permitirle la entrada, leyó en voz alta y de manera extremadamente concisa, lo más relevante de su vida: —Adán, por el pecado de desobediencia, por haber comido la fruta prohibida del árbol del bien y el mal fuiste justamente expulsado del Paraíso. Después de haber sufrido tan importante pérdida has sabido ganarte el pan con el sudor de tu frente, pasado calamidades, enfermedades y has aceptado, aunque enfureciéndote a veces, todas las desgracias que han caído sobre ti. Como la desgracia de que un hijo tuyo matara a otro, y tu mujer cometiera incesto con el más joven de tus hijos. Finalmente, aunque te costó, pediste perdón al Señor por tus pecados y te arrepentiste de haberlos cometido. Ahora, juzgado misericordiosamente por todo lo que acabo de reseñar, se te autoriza a entrar en la gloria. Aquí tienes un bollo de pan eterno y un vaso de agua eterna. Cómelo y bébelo y, durante toda la eternidad, no volverás a conocer ni el hambre ni la sed. Adán comió y bebió lo que acababa de recibir y a continuación pidió audiencia para poder hablar con el Todopoderoso. El encargado de controlar este tipo de demandas, le advirtió que eran muchísimos los que, antes que él, habían solicitado lo mismo: —Por lo tanto, Adán, tendrás que esperar tres millones seiscientos trece mil años hasta que puedas ver atendida tu petición. —De acuerdo; a un ser humano mortal que suele vivir menos de cien años, le parecería una auténtica barbaridad, pero para mí que voy a vivir ya para siempre, será una pequeñez — aceptó resignado. Durante la obligada espera, Adán fue de nube en nube preguntando a todo el que encontraba dentro de aquella inmensidad sin fin, si conocían el paradero de Eva, a la que amó siempre a pesar de la jugarreta de la manzana y habérsela pegado con su hijo pequeño. Pero antes de haber podido descubrir dónde se hallaba aquella mujer que, a pesar de los pesares tanto quiso, le tocó el turno de ser llevado a presencia del Creador. La impresionante, gigantesca figura del Omnipotente ocupaba un trono colosal y se hallaba rodeada de una luz áurea tan potente, que cegaba al que se enfrentaba a ella, y también de una numerosa corte de maravillosos angelitos voladores, juguetones y tañedores de innumerables instrumentos musicales. Delante Omnipresente, Adán cayó de rodillas en señal de absoluto respeto y sumisión. Con voz de trueno, pero que no ensordecía, sino que sonaba infinitamente dulce, amistosa y tierna, le preguntó Quién acababa de concederle audiencia: — ¿Para qué querías verme, Adán? Dando muestras de un valor que le sorprendió hasta a él mismo, su humilde siervo expuso: —He venido a presentarte varias quejas, Señor. Lo habría hecho antes, pero me he visto obligado a esperar dos millones setecientos trece años, sin contar los noventa que me permitiste de vida terrenal. Su explicación mereció una benévola sonrisa por parte del Sumo Hacedor. — ¿Qué vienes a quejarte de mí, has dicho? ¿Tú, Adán, al que di la vida, regalé un paraíso, primero, y después, por tu gran pecado, envié a la Tierra, que no siendo lo mismo que el


Paraíso, también contiene sus maravillas, aunque para disfrutarlas tuviste que ganar el sustento con el sudor de tu frente y el cansancio de tu cuerpo, me vienes a mí con quejas? —Sí, Señor, todo eso que ha enumerado es muy cierto, pero sigo queriendo quejarme, porque, a mi modo de ver, a Eva y a mí nos castigaste injustamente. Ante la obstinación del primer hombre que Él puso sobre la Tierra, Dios enarcó sus enormes cejas, grandes como arcos iris, con la diferencia de que no eran multicolores sino de un blanco deslumbrante. —Veamos. ¿Por qué consideras tú, Adán, que yo os castigué injustamente a Eva y a ti? —Porque la culpa de que fuéramos tan imperfectos es totalmente tuya, Señor, puesto que Tú fuiste quien nos creó. Y el culpable de toda chapuza es siempre quien la realiza, no quien paga sus consecuencias. Y por habernos Tú creado imperfectos, mi mujer cayó a la primera tentación que le pusiste; y por habernos Tú creado imperfectos, Caín, nuestro hijo mayor, mató a su hermano Abel por los celos homicidas que Tú le despertaste prefiriendo el primogénito del rebaño de Abel a los primeros frutos de la cosecha de Caín. Luego, en castigo por su crimen, maldijiste a Caín condenándole a vagabundear por la tierra y le marcaste con una señal para que nadie que lo encontrase le atacara; advirtiendo que quien matase a Caín lo pagaría con un castigo siete veces mayor. Como puedes ver, de dos hijos que tenía para ayudarme en los penosos trabajos que debía realizar para poder subsistir, quedé sin ninguno. Luego tuvimos otro hijo más, Set, que aquejado del complejo de Edipo —otra imperfección gravísima tuya— cometió conmigo la imperdonable, vergonzosa desconsideración de meterme cuernos. El Altísimo observó al compungido Adán y, compadeciéndose de él, dio muestras de una extraordinaria magnanimidad, pues reconociendo justas las reclamaciones que le había presentado el reclamante y, aceptando que le había salido bastante defectuoso, concedió: —Vale, Adán, acepto la parte de culpa que me corresponde. ¿Qué reparación deseas obtener de mí? —Que me devuelvas al maravilloso Paraíso, que me des dos primeros hijos que conozcan el amor y desconozcan el odio. Y que me procures una segunda Eva para que el más joven de mis hijos, Set, no se vea en la denigradora necesidad de adornarme la frente, hecho lamentable que le quita mucha dignidad y respetabilidad a un padre que quiera atesorar ambas virtudes. Cuando Adán vio la enorme, afectuosa, sublime sonrisa que apareció en el barbudo y bondadoso rostro del Creador, supo que había valido la pena esperar aquellos tres millones setecientos trece años, que había esperado, para formular sus justas reclamaciones.


EL EXAMEN Javier López Martín (Las Rozas – Madrid)

-Tienen hora y media, escriban con bolígrafo negro o azul y cuiden la ortografía, ya no son niños. –El profesor Marañón se dio la vuelta con su eterna tranquilidad y se dispuso a escribir en la pizarra. Un sinfín de bolígrafos en abrupta armonía comenzó a castañetear contra los folios de papel reciclado. -¿Qué día es hoy? –Preguntó el alumno anónimo - Martes - De fecha joder… - Trece Un silencio repentino inundó el aula. El Sr. Marañón giró la cabeza mientras permanecía agarrado al encerado por la tiza. Los alumnos se miraron los unos a los otros con gesto de preocupación. Los ojos abiertos, las bocas diminutas, las almas encogidas. Nadie se atrevía a decir nada. Se extendieron desiertos entre las mesas. Un escalofrío se derramó desde el techo sobre sus cabezas. La respiración era profunda y entrecortada. Los alumnos buscaban alguna mirada amiga que evitara la caída. Eran las nueve y cuarto y hasta ese momento nadie se había dado cuenta del día que era. El profesor Marañón se giró dejando su frase a medio terminar y miró a los alumnos con el gesto abatido. Raúl se había sentado al lado de la ventana. El cielo estaba nublado como en esas películas de efectos especiales baratos. El día había amanecido muy oscuro, casi más que la noche. Una tímida lluvia apagaba aún más el triste cielo de la ciudad, inundada de viejas fábricas y de recuerdos de tiempos mejores. Raúl se sentía como el guardián, a la espera de que llegara el ataque de los malditos. El casco le temblaba y enfriaba aún más el sudor de su cuello. El muchacho que se sentaba en primera fila era el que más solo se encontraba. Miraba hacia atrás como podía, buscando algo de misericordia entre sus compañeros, pero nadie se la concedió. Dirigió sus lágrimas hacia el profesor pero éste también le negó con gesto de impotencia. La chaqueta marrón con coderas de cuero se hacía cada vez más grande para el profesor. El Dr. Marañón permanecía inmóvil en el estrado. Su pies parecían minúsculos y sus hombros se encogían buscando protección. Dos golpes secos sacudieron la puerta. Se me heló el aliento. Todos miraron la puerta. Luego miraron al profesor. Un chico se tapó la boca con las manos. El Dr. Marañón trató de buscar algún amigo en la sala pero nadie se ofreció voluntario. Con la cara en penumbra y los dientes susurrando algo se dirigió a la puerta. Sus pasos eran ridículamente torpes. Agarró el pomo sin convicción y lo giró suavemente. Todos giraron el pomo desde su asiento. El que se jugaba el tipo era el doctor. La puerta se abrió y allí apareció inmóvil Mercedes, la profesora de la clase de al lado. Mientras el profesor Marañón se alegraba por la aparición amiga, la profesora cayó súbitamente al suelo. Llevaba unas tijeras clavadas en su espalda y la sangre comenzó a correr por el suelo. Un grito sordo sacudió el aula. No había aliento. No circulaba el aire. Sintieron un empujón hacia atrás que les aplastó contra los asientos. Nadie se atrevía a mover un dedo. Mal día para hacer un examen tan importante. Carlos, perdido entre las filas posteriores, parecía anclado a su bolígrafo. Luchaba por levantarlo del papel pero la punta seguía clavada chorreando gotas de tinta. Carlos no podía. La gente empezó a mirarle. Tras una dura lucha, el bolígrafo acabó despegándose de la hoja, aunque llevándose consigo al pobre Carlos. Su cabeza cayó desplomada sobre la mesa con los ojos en blanco. De su boca comenzó a brotar un hilo de sangre. Espasmos recorrían su cuerpo como si una corriente eléctrica le atravesara. Nadie se atrevió a acercarse ni un palmo. A Claudia se le escurrió una lágrima de los ojos. No podían hacer nada. Dos muertos ya. La anterior vez que esto pasó consiguieron aguantar más pero la situación se torcía por momentos. La habitación parecía más oscura a cada instante. Las bombillas subían y bajaban de intensidad mareando a los muchachos.


El Dr. Marañón se agachó a certificar que la señorita Mercedes estaba muerta. No tenía a quien acudir. Arrastró a la profesora dentro de la clase y cerró la puerta. Por las rendijas se colaba el viento silbando sollozos incomprensibles. Susana se subió el cuello del jersey hasta la nariz. No le fue fácil ya que el cuello del uniforme era de pico y su nariz también. Se sentaba en un asiento de la penúltima fila. No tenía miedo. Era su forma de expresar que pasaba de todo aquello y que sólo había que esperar a que terminara. Sintió en su espalda los huesudos dedos de Adrián que la reclamaban. Notó como se acercaba a su oreja para susurrarle algo pero al final no le dijo nada. Susana se giró para hablar con él pero allí no había nadie más que un guante tirado sobre la mesa. Susana se asustó. De su boca salió un aliento tan mudo que apenas la dejó llorar. Las bombillas del techo se encendían y apagaban mientras bailaban entre ellas. Raúl miraba por la ventana vigilando el exterior. El cielo tomaba nuevos tonos en su oscuridad. Aparecían remolinos que ascendían desde el suelo. El viento golpeaba enérgicamente contra los cristales. De repente sonó como si fuera a caer un armario. Los alumnos miraron instintivamente hacia arriba con los ojos totalmente abiertos. Un vampiro atravesó una de las ventanas a gran velocidad y fue a golpear al pobre Eugenio. Aquella bestia con alas cayó desplomada sobre la mesa del alumno, dejando la cara de Eugenio llena de sangre y con un pequeño corte en la mejilla. -Ahora es cuando todo esto sí que se complica -Pensó Raúl Tras esto, María decidió desdoblarse la falda y abrocharse los botones del polo. Acercó el asiento a la mesa y se tapó la cara con las manos. Aún así, se la veía llorar. El Dr. Marañón se sentó en su silla y comenzó a ojear uno de los exámenes. No prestaba atención, sólo quería tratar de no pensar. Imposible. Se quitó las gafas y las limpió. Miró con indiferencia a Juan Ramón, el que más cerca se sentaba de la puerta. Él sería el primero. Los ojos del muchacho veían la gravedad de la situación aunque no parecían asumir lo delicado de su posición. Dos de las bombillas chocaron entre sí y cayeron sobre los asientos del medio. Una lluvia de cristales atacó de nuevo al pobre Eugenio, al que ya le costaba bastante sobrevivir el resto del año. El profesor marañón, fuera de sí, se levantó y se quedó delante de sus alumnos. Abrió la boca para gritar pero tres golpes secos a distinta altura sacudieron la puerta. El doctor bajo su bigote y miró con resignación. Se ajustó las gafas, respiró profundo y saco a relucir su temperamento. - Me da igual lo que sean y el día del año en el que estemos. Que entren cuando quieran, aquí hoy se va a hacer un examen.


EL RETABLO DE PIEDRA Luciano Maldonado Moreno (Gijón - Asturias)

Ahí está. Joya escultórica excepcional entre las muchas de la Ribeira Sacra. Majestuoso ante los ojos que saben apreciar la ajustada armonía entre formas esculpidas en relieve de un románico sobrio, elegante sin embargo mucho más allá de los cánones oficiales, y un volumen recio y ligero al mismo tiempo, de dorada piedra arenisca. Es una pieza única, unos treinta centímetros de grosor, metro sesenta de alto y casi tres de largo. Un solo bloque que destaca en su parte superior un gran triángulo isósceles, relleno todo él por la figura de Jesucristo, en el centro y de mayor tamaño, puesto que su cabeza prácticamente alcanza el ángulo abierto de dicho triángulo, y todos los apóstoles repartidos equitativamente a ambos lados, en degradación de importancia que apunta a los ángulos más cerrados. Las guías turísticas ya lo describían así, pero su presencia en el lado izquierdo de la nave principal del crucero, después de todas las vicisitudes sufridas con el paso de los siglos, lo hacen más imponente y llamativo.

- ¿Da usted su permiso, padre Juan? - Por supuesto, fray Benito. Adelante ¿Qué es lo que ocurre? - Perdone que le interrumpa a hora tan intempestiva, padre prior, pero es que he creído urgente adelantar todo lo posible mi regreso desde el pueblo. Al recién llegado le costaba respirar y hablar del modo en que lo estaba haciendo, tan precipitadamente, a la vez. A pesar de su juventud y aspecto vigoroso se le notaba muy fatigado. No parecía consciente, siquiera, del estado lamentable en que traía el hábito, con la capucha, mangas y bajos totalmente embarrados. Tomó aliento y prosiguió. - No he permitido descansar a los mulos durante la subida; así ganaba algo más de tiempo. Y todo el suministro de pan y resto de las viandas que su eminencia me encargó ya están aquí. Pero he de comunicarle que el ejército francés ha ocupado ya gran parte del valle. Algunas casas están ardiendo, se producen saqueos, muertes violentas y toda clase de desmanes. En la tahona, sin que aún advirtieran esas fuerzas malignas mi presencia, he sabido que algunos aldeanos, entre ellos el mesonero, les han hablado de la ubicación de nuestro monasterio. De la caballeriza que mantenemos, de las riquezas que atesora la iglesia… Dejo a su consideración, eminencia, si lo han hecho por envidia, como acto de mala fe, o para quitarse de encima el peso de tanta crueldad y que ésta caiga así sobre otros. Lo cierto es que esta noche, o tal vez mañana bien temprano, a más tardar, los tendremos aquí arriba. El rostro del padre prior se tensó de forma desconocida, con una energía en los gestos similar a la que supo dar a sus palabras. - ¡Rápido! Avise urgentemente a fray Alberto y los hermanos legos. Quiero que todos ahora mismo, repito: todos sin excepción, se reúnan en el pasillo que comunica el claustro y la sacristía. Desde ese instante, el paso del tiempo tan solo pareció dejar un débil rastro mental, una concatenación de causas y efectos puramente mecánica, hasta la llegada consecuente, tras un discurrir de luces y sombras, de un nuevo amanecer. Tal fue la actividad frenética de todos los miembros de la congregación, de los cincuenta y nueve religiosos absortos en su exigente tarea, que no hubo sensaciones especiales que percibir, distintas particularidades que diferenciaran unas horas de otras: hasta nueva orden en contrario, habían quedado interrumpidos los rezos, los turnos de descanso en las celdas, se acababan todas las lecturas y comidas del refectorio, inclusive para los más ancianos o enfermos. Poco antes del alba, un nutrido grupo de oficiales a caballo profanaba el recinto más sagrado del convento, avanzando con estrépito de cascos de animales y entrechocar de metales


diversos por el pasillo central de la iglesia. A pie, dos filas de soldados se ocuparon en los laterales del edificio de registrar con sus antorchas todos los confesionarios, bajantes ocultos de arcos, escondrijos mínimos. Junto al altar mayor, aparentando una serenidad desde todo punto de vista descabellada, sólo dos religiosos: el padre prior y el joven hermano Benito. Entonces, rodeados de tanta exhibición de barbarie, de nada le sirvió al padre Juan su conminación en extremo vehemente para que los intrusos abandonasen el lugar. Todo lo contrario. El oficial al mando del batallón bajó de su cabalgadura e inmediatamente fue imitado por el resto. Acto seguido, con la punta de su sable sobre el pecho del padre prior, exigió todos los elementos de valor que hubiera en el convento. ¿Dónde estaba el famoso retablo de piedra? ¿Dónde escondía los cálices de oro y plata, así como el resto de joyas de las imágenes? - Ya no queda nada de eso aquí, salvo este retablo de madera que veis tras el altar –trató de convencerlos fray Benito-. Somos los únicos frailes que estamos al cuidado de este monasterio. Los demás hermanos, llevándose con ellos los objetos más valiosos, incluido el retablo medieval, hace meses que se trasladaron a otro convento más necesitado y alejado de la orden. - ¡Buscad en la sacristía, el coro y las celdas! ¡Por todos los demonios! –exclamó fuera de sí el oficial, abriéndose paso entre los frailes a empujones-. Y algo más: traedme al mesonero ése del pueblo que nos ha ido indicando el camino y colocadlo entre los dos frailes ahí, junto a ese muro – ligera pausa, sin volver la espalda, como para acentuar aún más el dramatismo y desprecio que aderezaban sus últimas palabras-. Si dentro de media hora no nos dan lo que hemos pedido, fusiláis con rapidez a los tres. Que sea un buen aviso para los demás puercos españoles. Media hora más tarde el fragor de las detonaciones se redobló por el efecto de la caja de resonancia de la bóveda. Los cuerpos se doblaron como fardos grotescos hasta el suelo. Y sólo unos ojos muy expertos en albañilería, también con ayuda de un poco más de luz, se hubieran percatado de que aquel muro sobre el que se precipitaban finos chorros de sangre estrechaba ligeramente el pasillo de acceso al claustro. Es más: quizá hubiesen notado, también, que una proporción casi ínfima de esa misma sangre era absorbida entre las piedras por la argamasa, bastante reciente, que se empleó para repasar las juntas. Es verdad que en el claustro algunas columnas estaban mojadas y se oía el repiqueteo de la lluvia.

- Bueno, tenemos que irnos ya. ¿No ves que están esperando para cerrar la iglesia? Mira, en vez de tantas fotos, a ver si inventas una máquina para encontrar otros posibles tesoros escondidos tras muros de iglesias o castillos.


LAS ÚLTIMAS HORAS DE SOLEDAD Tanya Tynjälä (Helsinki – Finlandia)

Te miras al espejo y tratas de encontrar la belleza escondida en los ojos tristes, en la sonrisa ausente, es ese rostro anónimo reflejado en el tibio cristal. Te contemplas, recuerdas el rictus de resignación de tu madre ante sus vanos intentos por convertirte en una “señorita elegante” y piensas ¿Qué vio él en ti? El y su risa al viento, hablándote del color del canto de las aves y del sabor del arco iris ¿Qué pudo ver en ti, que bien podrías llamarte Soledad? Cuando ya te habías resignado a la oscura existencia de vivir sola-acompañada, a dormir con cadáveres, sin derramar ni una lágrima, ahogando los gemidos, llegó él. Recogió los retazos de tus sueños y los cosió a tu falda, te enseñó a caminar sin temor a volver a caer y susurró “te necesito”. Empezaron a construirse un mundo con sonidos, sabores y colores desconocidos hasta entonces para ti. Y te alejaste cada vez más de los cadáveres. Todas las mañanas crecía una invisible brecha entre tú y tus padres. Una brecha de vida. Por eso estás decidida, sabes que ellos no lo entenderían. Como siempre todo se limitaría a los eternos reproches sobre lo desconsiderada que eres al abandonarlos a su suerte a pesar de haberte dedicado todo ¡Todo! De haberse roto el lomo para que tuvieras lo mejor ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! La última vez que lo escuchaste fue porque querías estudiar... ya no importa. Coges una pequeña maleta que huele a vida nueva y guardas las pocas cosas que consideras propias, una foto, una rosa seca, un vestido floreado, unos zapatos de terciopelo azul, un peine de carey... ¡Tu mundo se reduce a una pequeña maleta! Recorres lentamente cada rincón de tu cuarto para conservarlo por más tiempo ¡Es tan difícil dejar el pasado aunque éste duela como una espina que se incrusta en las encías! Sales y luego de esconder la maleta al lado de la puerta, te enfrentas a ellos. —Voy a comprar ¿No quieren que les traiga algo? – En esa frase va todo el amor que aun les guardas, pero ellos no lo escuchan. Y él lee el periódico, sin una palabra y ella teje una media sin una mirada y sólo faltas tú en el cuadro, frente al televisor durante horas y horas, para siempre. Miras tu reloj para que no vean la lágrima que tímidamente rueda por tu mejilla. “Es tarde, demasiado tarde” dices, pero no te refieres a la hora. Sales a la calle y el sol lame suavemente tu piel. Sabes muy bien que tu vida no será fácil, pero te sientes fuerte pues ya no estás sola. Tu nombre podría ser ahora Esperanza.


www.lalectoraimpaciente.com lectoraimpaciente@gmail.com 2009


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