Comiendo en leticia

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COMIENDO EN LETICIA: APROXIMACIÓN A UNA ETNOGRAFÍA DE LA COMIDA Y LA ALIMENTACIÓN EN LA AMAZONÍA

CAROLINA MALDONADO LIZARAZO

Trabajo de grado para optar al título de Antropóloga

Director JUAN ÁLVARO ECHEVERRI, PH.D. Antropólogo. Profesor Instituto Amazónico de Investigaciones Imani Universidad Nacional de Colombia, Sede Leticia

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANAS DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA

MEDELLÍN

2005


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RESUMEN A partir de lo visto y experimentado por la autora en el transcurso de dos viajes a Leticia, Amazonas, entre diciembre de 2002 y diciembre de 2003, el texto presenta una aproximación etnográfica a la vida en la Amazonía actual desde el interés por el ámbito de la comida y la alimentación. La primera parte de la monografía es una elaboración subjetiva y personal sobre la vida en la Leticia rural y urbana, sobre la gente del bosque tropical y sus maneras de ser y de vivir en esa geografía tan particular, y sobre el impacto que esa experiencia de la alteridad puede generar en las personas foráneas; también presenta algunos datos no tan subjetivos que pueden aproximar al lector a una comprensión de ciertos aspectos de la vida en la Amazonía, tales como la ecología humana, reflexiones antropológicas sobre la relación “naturaleza/cultura”, algo de historia de las poblaciones que habitan la región, las situaciones de mezcla que han producido un paisaje cultural completamente heterogéneo, las actividades económicas, etc., todo lo cual es un marco de referencia para entrar a describir, propiamente, el acercamiento al mundo de la comida y la alimentación del que trata la siguiente parte del texto. En esa segunda parte se hace una caracterización de los aspectos más relevantes sobre el mundo de los alimentos y los hábitos alimenticios de la gente que habita la región y también una reflexión sobre el cambio que las poblaciones nativas han venido experimentando en sus hábitos alimenticios como consecuencia del contacto con gente no nativa, de lo que se desprende la necesidad de rescatar y mantener los hábitos saludables que caracterizan la dieta de las poblaciones indígenas más tradicionales, pues lo que se observa en diferentes estudios, desde diversas aproximaciones disciplinarias, es que los índices de desnutrición y malnutrición son mayores, precisamente, en las poblaciones que tienen un mayor contacto con la economía de mercado y con la sociedad no indígena, dentro de lo que se ha venido denominando “aculturación alimentaria”. La autora propone que los productos de fauna y flora nativos, especialmente en lo que se refiere a la pesca, los tubérculos y los frutos de palmas, entre lo que más sobresale, pueden perfectamente proporcionar una alimentación saludable y balanceada, además de sostenible, como de hecho sucedió durante los miles de años de ocupación humana en la selva, hasta el momento del contacto con las sociedades no indígenas. Los recorridos por las plazas de mercado, por los restaurantes de la calle, por las casas de la gente, por el monte y por el río, enmarcan ese interés por la alimentación y proporcionan un acercamiento a las mujeres de la Amazonía, a su manera de ver el mundo y a los saberes que conforman sus prácticas más cotidianas, permitiendo la recopilación de algunas recetas culinarias que se presentan al final del texto.


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CONTENIDO: PRIMERA PARTE: GENERALIDADES Y SUBJETIVIDADES SOBRE LETICIA Y LA AMAZONÍA, EL VIAJE Y CUESTIONES SIMILARES. A la llegada 10 I. SOBRE PAISAJES, NATURALEZAS Y CONTRASTES: DE LAS DIFERENTES EXISTENCIAS, CONTRASTE DE MUNDOS Y MUNDOS DE CONTRASTE........... 12 PERSONAS COMO PLANTAS, APOLOGÍA DEL RIZOMA: ......................................................................................... 13 DE PRÁCTICAS Y COSTUMBRES ITINERANTES: ................................................................................................... 18 LA LLEGADA DE LOS OTROS: ............................................................................................................................ 19 UNA HISTORIA POCO AFORTUNADA, MARCADA TAMBIÉN POR EL MOVIMIENTO ................................................... 19 II. BREVE LARGA HISTORIA DE LA AMAZONÍA Y ALGUNOS DATOS BÁSICOS SOBRE ECOLOGÍA HUMANA EN LA REGIÓN .............................................................................................................................. 22 ENTRE LA VÁRZEA Y LA TIERRA FIRME: ............................................................................................................ 24 DE MALOCAS Y SOCIEDADES DE ESPECIALISTAS: ............................................................................................... 28 III. VIVIENDO EN LETICIA: SOBRE LA PERCEPCIÓN DEL PASO DEL TIEMPO, EL VIAJE COMO EXPERIENCIA ESTÉTICA Y OTROS ASUNTOS SIMILARES....................................................................... 30 TIEMPO Y COTIDIANIDAD ................................................................................................................................. 30 LETICIA PARA LOS DE AFUERA: ........................................................................................................................ 32 DE CURSOS Y TRANSCURSOS: ........................................................................................................................... 34 DE VIAJE POR EL RÍO ........................................................................................................................................ 35 ADAPTACIÓN .................................................................................................................................................. 38 IV. UNA VENTANA A LAS REALIDADES MÁGICAS DE LA REGIÓN AMAZÓNICA: HISTORIAS LOCALES, FANTASÍAS Y DESVELADAS NOCTURNAS ........................................................ 41 DE MARIPOSAS MENSAJERAS ............................................................................................................................ 41 AJÍES QUE PARAN LA LLUVIA ........................................................................................................................... 42 DE SUSTANCIAS, MALEFICIOS Y PSICOSIS: ......................................................................................................... 43 LA ADIVINA DEL VICTORIA REGIA.................................................................................................................... 44 EL DIABLO EN PUERTO NARIÑO ........................................................................................................................ 45 TODO VIBRA .................................................................................................................................................... 45 EL CHIMBILACO, UN SER MÍTICO BASTANTE MEZCLADO ..................................................................................... 46 V. SOBRE LETICIA: LA CIUDAD Y SU GENTE ............................................................................................ 48 RÁPIDO Y LENTO ............................................................................................................................................. 52 VI. LA COTIDIANIDAD DE LETICIA DESDE EL PUERTO ........................................................................... 53 PESCADO: SIEMPRE FRESCO, VARIADO Y BARATO .............................................................................................. 57 VII. BREVE MIRADA A LOS PROBLEMAS AMBIENTALES EN AMAZONÍA, DESDE LETICIA .............. 62 FALTA DE AGUA EN UNO DE LOS LUGARES MÁS HÚMEDOS DEL MUNDO .............................................................. 63 COLONIZACIÓN Y POLÍTICAS DE POBLAMIENTO: ................................................................................................ 65 VIII. ESPACIOS DE INTERCAMBIO, SOBRE LO QUE VA Y VIENE TODO EL TIEMPO............................ 67 EL RÍO, LOS RÍOS: ............................................................................................................................................ 67 “No solo del comercio vive el hombre”: El puerto como espacio de sociabilidad ......................................... 68 DE REGALOS, INTERCAMBIOS, IDEAS Y MERCANCÍAS: ........................................................................................ 71 EL BAILE INDÍGENA TRADICIONAL: ................................................................................................................... 73 ESPACIO PARA EL INTERCAMBIO Y LA TRANSFORMACIÓN DE BIENES Y SUSTANCIAS ........................................... 73 INTERCAMBIO DE SABERES, ENTRE EL COMERCIO Y LA TRADICIÓN: .................................................................... 81 IX. LETICIA Y LOS OTROS PUERTOS CERCANOS: ..................................................................................... 82 LETICIA Y T ABATINGA: .................................................................................................................................... 84 SANTA ROSA, EL AMAZONAS PERUANO CERCA A LETICIA: ................................................................................ 87 X. DE REGRESO AL CONTRASTE ENTRE SELVA Y CIUDAD .................................................................... 89 DESDE LA LIBERTAD: BREVE REFLEXIÓN SOBRE LAS POLÍTICAS CULTURALES DESDE LA SUBJETIVIDAD Y LAS RELACIONES INTERPERSONALES ....................................................................................................................... 99 Una noche en La Libertad ......................................................................................................................... 101


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SEGUNDA PARTE: ACERCAMIENTO AL MUNDO DE LA COMIDA Y LOS ALIMENTOS EN LA AMAZONÍA, DESDE LETICIA Y SU GENTE I. DE LA COMIDA Y SU CRECIENTE INTERÉS EN EL MUNDO ACTUAL ............................................... 104 PENSANDO EL MUNDO DE LA COMIDA EN LA AMAZONÍA: ................................................................................ 108 II. COMIDA LENTA, EN EL SUELO Y CON LA MANO:.............................................................................. 111 III. UNA MIRADA A LETICIA DESDE EL INTERÉS POR LOS ALIMENTOS............................................. 114 DE PASEO POR LETICIA BUSCANDO QUÉ COMER: ............................................................................................. 114 POR LAS PLAZAS DE MERCADO: ...................................................................................................................... 116 SOBRE LA DISPONIBILIDAD DE CARNE Y LECHE DE VACA: ................................................................................ 119 DE LOS PRODUCTOS LOCALES Y SUS POSIBILIDADES EN EL MERCADO NO LOCAL: .............................................. 121 PAN Y CAFÉ NUESTROS DE TODOS LOS DÍAS: ................................................................................................... 123 IV. COMIENDO EN LA CALLE: UNA FORMA FÁCIL, GUSTOSA Y ECONÓMICA DE CONOCER PARTE DEL PATRIMONIO CULINARIO DE LETICIA ............................................................................................. 125 DE LAS COMIDAS Y PRODUCTOS DEL MERCADO INDÍGENA: .............................................................................. 125 LA COMIDA CALLEJERA DEL PARQUE ORELLANA: ........................................................................................... 128 La patarasca de doña María: .................................................................................................................... 129 Los asados de la pareja leticiana: ............................................................................................................. 131 Pinchos de pollo Leticianos y “tamales de borracho”: .............................................................................. 132 QUÉ SE COME Y QUÉ NO SE COME, SOBRE EL TABÚ ALIMENTICIO EN UNAS CULTURAS MEZCLADAS .................... 134 V. LA VIDA EN LAS COMUNIDADES: UN ACERCAMIENTO A LA VIDA INDÍGENA ACTUAL EN LA LETICIA RURAL Y A SU COTIDIANIDAD EN TORNO A LA COMIDA .................................................... 140 ENTRE ELLOS, CASI SIEMPRE CON ELLAS: ........................................................................................................ 142 DE CASAS, COCINAS Y HABITACIONES: ........................................................................................................... 143 EN LA CASA Y EL ESPACIO DOMÉSTICO: .......................................................................................................... 147 EN LA CHAGRA: ............................................................................................................................................. 151 EN EL TOSTADERO: ........................................................................................................................................ 155 EN EL MONTE: ............................................................................................................................................... 157 Noticias sobre la cada vez más escasa carne de monte: ............................................................................. 159 DE PESCA EN EL YAHUARCACA: ..................................................................................................................... 163 ALGUNAS RESTRICCIONES ALIMENTICIAS RELACIONADAS CON EL CICLO VITAL HUMANO ................................. 165 VI. INDÍGENAS SIN TIERRA: BREVE REFLEXIÓN SOBRE EL HAMBRE EN UNO DE LOS ECOSISTEMAS MÁS BIODIVERSOS DEL PLANETA. DOS CASOS SEMEJANTES, DIFERENTES RESPUESTAS. ................................................................................................................................................ 167 HAMBRE Y RECURSIVIDAD ............................................................................................................................. 169 VII. SOBRE LA YUCA, BASE DE LA ALIMENTACIÓN INDÍGENA DE LA AMAZONÍA ......................... 170 VIII. LAS PALMAS, OTRO ELEMENTO IMPORTANTE PARA LA VIDA EN LA AMAZONÍA ................. 175 OTROS FRUTOS NATIVOS IMPORTANTES, NO PROVENIENTES DE PALMAS: .......................................................... 180 NUEVAS Y VIEJAS REFLEXIONES, A LA LUZ DE LAS DIFERENCIAS ................................................... 186 A MANERA DE CONCLUSIONES ................................................................................................................. 188 BARRIGA LLENA NO SIEMPRE ES CORAZÓN CONTENTO ..................................................................... 191 RECETAS DE MUJERES Y UN PAR DE RECETAS DE HOMBRES: ........................................................... 193 Platos fuertes o platos de sal ..................................................................................................................... 193 Salsas picantes con ají “majiña” ............................................................................................................... 197 Bebidas, platos dulces y postres: ............................................................................................................... 198 BIBLIOGRAFÍA: ............................................................................................................................................. 201 ANEXO 1. PRINCIPALES ESPECIES DE FAUNA Y FLORA PARA LA ALIMENTACIÓN EN LA AMAZONÍA ......... 206


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Palabras previas a manera de prefacio Finalmente aquí estoy, enfrentada a la temible tarea de escribir mi trabajo de grado. Quien me escuche pensará que exagero, pero no, llevo meses evadiendo este momento, inventando mil excusas que retrasaran un poco la obligación de escribir un texto, medianamente coherente, que me sirva para terminar la carrera, después de todo, a pesar de todo…Tejer y escribir, enlazar ideas, encontrar la forma, atreverme a expresar algo, cualquier cosa, lo que sea para matar a la nada, para matar el silencio que se tomó mi casa después de la locura, después del delirante parloteo de millones de seres que vinieron de visita, allá en la selva, y que me acompañaron luego a las ciudades, a mi cuarto, en la almohada, enredados en mi pelo... Quizás me habitaron desde siempre: miles de voces, miles de entidades diferentes. Tal vez todos somos eso: una cierta “multiplicidad primigenia” que cristaliza con el paso del tiempo ciertos aspectos de sí misma para darnos la ilusión de una identidad, la ilusión de ser entes individuales que se reconocen a sí mismos como separados de otros seres y que creen poder tener ideas propias, cuando quizás, lo único que podemos hacer es repetir una y otra vez lo que ya se ha dicho: viejas ideas que son como ondas -de información y energía- que flotan en el aire y que captamos como transmisores sintonizados en diferentes frecuencias… Soy un transistor quemado, un exceso de voltaje alteró mis circuitos. Debo reinventarme, quitarme de encima las cenizas y volver a sintonizarme. Tras la ventana Bogotá amanece nublada; una llovizna suave que parece eterna me lleva a una mañana de domingo en El Edén, a dos kilómetros de Leticia, hace más de ocho meses; recuerdo que llovió todo el fin de semana, las goteras se adueñaron de la casa, filtrándose por las hojas del techo, por la madera, por entre los poros de la piel. Atmósfera gris, ¡frío en el Amazonas…! Ha pasado mucho tiempo y es como si un liviano velo cubriera esos recuerdos, tal vez para protegerme de toda su carga – ¿carga simbólica?, ¿acaso psíquica, o energética? - Me asusta quitar ese velo y revivir toda la intensidad de una realidad que pareció tragarme viva, lentamente pero decidida, como una inmensa anaconda que aprieta su presa hasta asfixiarla y, finalmente, engullirla. No logró digerirme, pude escapar con un poco de ayuda. Ahora, como debo escribir mi trabajo de grado -a ver si por fin me gradúo- usaré la escritura también como una catarsis, para exorcizar mis monstruos amazónicos, y tal vez otros, de una buena vez. El lector se preguntará de qué demonios hablo. Pues bien, tal vez deba empezar por explicar brevemente que, para graduarme como antropóloga, quise hacer mi investigación sobre la Amazonía; más exactamente quería trabajar con indígenas el tema de la alimentación, un tema que podía abordarse desde muchos ángulos y que me permitía hacer un primer acercamiento a la comprensión de la vida indígena en el Amazonas, rescatando, de paso, la etnografía con mujeres, tradicionalmente relegada a un segundo plano dentro de los estudios sociales de la


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Amazonía. A estas alturas no sé bien si se trató de un extraño capricho que se fue llenando de razones para justificar mi viaje a Leticia. Muchos sueñan con viajar a lugares lejanos sólo para conocer, tal vez fue ese mi caso con el mágico y misterioso pulmón del planeta. Poco se ha hablado sobre las razones que guían una investigación en antropología o en cualquier otra rama del saber. Creo que el deseo es una de ellas, tal vez una de las más fuertes, que suele ocultarse bajo justificaciones sociológicas que encontramos para darle validez “científica” al tema de investigación, sacándolo del ámbito meramente subjetivo. Tal vez no deberíamos subestimar tanto ese deseo como razón válida (¿y suficiente?) para cualquier trabajo investigativo, en últimas es el deseo lo que mueve todas las determinaciones humanas, es lo que nos catapulta hacia algo y nos da un sentido o dirección. Y digo todo esto tal vez para justificar mi testarudez y empecinamiento en realizar el dichoso viaje, casi diría que “contra viento y marea”, ya que desde un principio hubo mil obstáculos entre ese deseo y su realización… Pero, ¿por qué la Amazonía? Cuando estaba estudiando Artes Plásticas en la Universidad Nacional tuve la oportunidad de asistir a varias tomas de yagé (Banisteriopsis caapi) en las afueras de Medellín, con unos taitas Kamsá, que venían del Valle de Sibundoy (Putumayo). Era una bonita experiencia acercarse a los indígenas de la región amazónica por primera vez y a su singular manera de ver el mundo; a su maravilloso humor hasta en los momentos más solemnes en medio de una toma nocturna, entre rezos y cantos, entre curaciones e invocaciones, en pleno campo de batalla. En la mañana desayunábamos con frutas, todos juntos, los que quedáramos, viendo el amanecer y escuchando los mágicos cuentos de alguno de los taitas, con esa “sensación de poderlo todo” que deja el yagé después de una noche de agonías y revelaciones, con cierta certeza incierta de estar accediendo a algo importante, a algo trascendental. “¡Salud y buena pinta!” era la frase que repetíamos los tomadores, con las caras sonrientes, como cómplices de un juego, ocultando el temor previo al enfrentamiento con esos monstruos propios que la amarga bebida puede traer a este lado visible del mundo. El yagé se mostraba como una especie de guía, como una lámpara en el camino nocturno, como una posibilidad para explorar y aprender y servir para algo; hay quienes ingieren sustancias psicotrópicas sólo por curiosidad y hay quienes las usan como un camino al autoconocimiento; la diferencia no es tan evidente… Un par de años después, ya estudiando Antropología, la clase de Etnología de Colombia -que, por cierto, era dictada paradójica y magistralmente por un “extranjero”, Robert Dover- me acercó de nuevo al mundo indígena amazónico, esta vez porque me enamoré de un librito de Fernando Urbina que reseñé para el trabajo final del curso; Las Hojas del Poder me transportó por instantes a un mundo mágico en las entrañas del Caquetá, un mundo golpeado por los designios de una historia cruel de barbaries, esa misma que sufrió la población amerindia en su totalidad tras la llegada de la “civilización”; un mundo fragmentado, mezclado y mestizado, mutilado en muchos de sus más bellos aspectos bajo la daga de la evangelización y las ansias de riqueza de los forasteros, pero que, a pesar de ello, conserva aún la belleza y el encanto de ser


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un mundo recreado por la palabra, esa palabra que es consejo, enseñanza y poesía, descripción y prescripción a la vez, rafué, (en lengua uitoto). Palabra que es mundo, que recrea el mundo, una y otra vez; palabra de poder, poder y saber, portados por los abuelos sabedores, quienes aún se encargan de transmitirlos a sus hijos y a sus nietos, a pesar de todo, del paso del tiempo y del derrumbe de su antiguo mundo. Sí, creo que desde las tomas de yagé me picó el bichito llamado Amazonas; quería conocer la tierra donde crece esa liana y donde sus poderes fueron descubiertos y domesticados durante cientos de años de experimentación. Por esa época también cayó en mis manos El Bejuco del alma, El libro de Schultes y Raffauf, con sus fotografías a blanco y negro de hombres pequeños de pieles tersas, casi desnudos, completamente adaptados a un medio que para otros -nosotrosparece completamente hostil. Poco a poco, ese interés inicial por la vida en el Amazonas se fue convirtiendo en una especie de magnetismo: como si la selva me llamara, todo libro y artículo que leía tenía que ver con esa tierra; todo programa en la tele, la gente que conocía, todo lo que me llegaba conducía a lo mismo. Incluso asisti a un curso especial sobre Etnología del Amazonas, dictado por Sandra Turbay, buena conocedora del tema y excelente profesora. Casi estaba terminando las materias obligatorias cuando conocí a quien más tarde sería el asesor de este trabajo, Juan Álvaro Echeverri, quien asistió a unas jornadas antropológicas en la universidad y fue invitado a darnos una charla en la clase de arqueología. De allí en adelante la idea de hacer el trabajo de grado en la Amazonía ya no pareció tan lejana. Con esfuerzos conseguí el dinero para un primer viaje a Leticia, en diciembre de 2002, en el que pude conocer varias comunidades y hacerme una idea general de la situación social y cultural de ese medio tan variado, variable y complejo, y de los diferentes espacios que lo conforman; espacios hechos de multiplicidad y de cambio constante. Demasiado para ver. Me atraían tres posibles temas para mi investigación: el uso indígena de la coca, el yagé y la alimentación; este último me pareció más asequible y más “sencillo” que los otros dos, -lo cual no fue más que una inocente suposición- así que durante el primer semestre del 2003 me dediqué a escribir el proyecto “Alimentación indígena en zonas rurales cercanas a Leticia, Amazonas”, a conseguir el dinero para el otro viaje y a documentarme sobre el tema cuanto fuera posible. Es así como en octubre de ese año volvi a Leticia y pasé allí un par de extraños meses que experimenté como si fueran años. No logré hacer mi trabajo de campo tal como lo había planeado -es decir, de manera intensiva, al interior de una comunidad, observando y participando por completo en las actividades de abastecimiento, preparación, redistribución y consumo de comidas y bebidas-, pues me vi envuelta en una situación que nunca antes había experimentado y que se me salió de las manos: un problema psiquiátrico, de origen aún no muy claro (algunos factores hereditarios, el cambio de ambiente, la ingestión de sustancias estimulantes como el yagé y el mambe, la cachaza, la chicha, etc.), y cuya gravedad obligó a mi familia a “ir en mi rescate”, a mediados de diciembre. La recuperación ha sido lenta, no fue tan


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simple como volver a casa y ya. Lo siguiente fue otro par de meses entre Bogotá y Medellín, de los cuales recuerdo haber estado como con un pie en esta realidad y otro pie en la “dimensión desconocida”, convencida de ser victima de brujerías y persecuciones de seres sobrenaturales, visitando a una psiquiatra, tomando droga antipsicótica, y luchando por quedarme definitivamente “aquí”, en esta realidad, a pesar de mi fascinación por las realidades alternas. Después de eso, creo haber estado completamente desubicada, desconectada de la universidad, del trabajo y del mundo, tratado de encontrar la manera de volver a encajar y retomar mi vida, lo que implica, entre muchas otras cosas, escribir este texto aunque no sea ni lo que planeé, ni lo que desearía haber hecho durante ese viaje. Hace unos meses un médico de Bogotá, me dijo, en un tono bastante dogmático: “no conozco la primera persona que se haya puesto a jugar con eso del yagé y no haya salido lastimada”… Yo le dije que no estaba precisamente “jugando”, pero su frase me quedó grabada, pues refleja la actitud de la mayoría de la gente ante estos temas. Aunque hay muchas cosas que aún no tengo del todo claras, sí puedo decir que lo más adecuado no es satanizar este tipo de prácticas, ni a las personas, indígenas o no, que las realizan, sólo porque pasen cosas como lo que a mí me sucedió - no precisamente un caso aislado, pero tampoco la norma-. Sí quiero aclarar que la ingestión de este tipo de sustancias psicoactivas no es en absoluto inocua y que sus efectos varían significativamente de persona a persona, así que hay que tener mucho cuidado con ellas y, si se decide probarlas, hay que procurar seguir todas las recomendaciones relativas a su consumo por parte de quienes las manejan y las conocen en su propio contexto sociocultural originario, es decir, los taitas, chamanes o médicos tradicionales indígenas, quienes realmente saben de qué se trata todo este asunto. Esto es más evidente si se tiene en cuenta que en ninguna de las oportunidades en que tomé yagé con indígenas sentí ningún tipo de rección adversa posterior a la experiencia, mientras que el factor que muy seguramente desencadenó mi crisis en Leticia fue, precisamente, la ingestión de un yagé preparado por una persona no indígena. Y ahora cuento todo esto porque, de algún modo, sé que esta experiencia no es tan ajena a la antropología si entendemos ésta como una rama del saber que se interesa por las cosas humanas, por la experiencia de la alteridad, propia del encuentro con lo desconocido. Aún hoy sigo interesada en la gente y los seres de la Amazonía, y en ese raro mundo que parece desvanecerse entre lejanos recuerdos teñidos de verde y un inmenso río que va… He abandonado la pretensión de producir un trabajo en el que haya algún “aporte serio” a la antropología, como alguna vez imaginé que podría ser, por pequeño que fuera. Aunque sé que lo que falta por hacer en esta región es mucho y que esta monografía no alcanza a tener ningún efecto sobre aquello que describe, siento el deber de hacer un llamado de atención sobre el impacto que nuestra visión del mundo genera en la vida de los pueblos indígenas, particularmente en el campo de la alimentación, y sobre la necesidad de implementar trabajos interdisciplinarios dirigidos a este ámbito.


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Este texto es, entonces, el resultado de algo más de dos años de trabajo, si bien, sólo estuve en terreno durante cuatro meses. Mi experiencia en campo me obligó a replantear todos los objetivos iniciales y limitarme a elaborar una monografía basada, en gran parte, en información de segunda mano, correspondiente a trabajos etnográficos anteriores que tocan el tema de la alimentación en poblaciones indígenas amazónicas. Sin embargo, como el ámbito de la comida es uno de los más cotidianos y la necesidad de comer siempre estuvo presente en diferentes lugares y circunstancias, esos meses que pasé en la ciudad de Leticia y en sus alrededores, durante dos viajes, uno en diciembre de 2002 y otro en octubre de 2003, me aportaron suficientes datos y experiencias con los que he podido elaborar un texto descriptivo y reflexivo, que intenta aproximar al lector a una etnografía de la alimentación en la Amazonía actual, pero también, narrar, de algún modo, parte de lo que allí vi y experimenté, no sólo desde la mirada de la antropología, sino desde la de un ser humano cualquiera, que se aproxima al mundo de otros seres humanos y experimenta en sí mismo la emergencia de la alteridad. Es entonces en la segunda parte de este trabajo donde el lector podrá encontrar algunos datos útiles para una antropología de la alimentación en la Amazonía, mientras que la primera parte es básicamente una descripción, muy subjetiva, de lo que fue mi aproximación al universo de la gente que conocí en Leticia, algunas ideas que ese encuentro generó en mí y mi propia elaboración a partir de lo que ese viaje implicó en mi propia vida. Sobra decir, pues, que muchas de las ideas que presento responden a mi visión personal y subjetiva de la Amazonía, y nada de lo que aquí digo pretende ser una verdad irrefutable. Por otra parte, los nombres de las personas que menciono han sido modificados con el fin de respetar su privacidad, aunque muy probablemente ellas mismas se identificarán en mi relato. En cuanto a los nombres en latín de las especies de fauna y flora que menciono, debo aclarar que las fuentes son diversas y entre la misma comunidad científica parece existir aún una falta de consenso en muchos de los casos, por lo que sugiero al lector interesado remitirse a las tablas que presento en el “Anexo 1”, donde cito las fuentes bibliográficas correspondientes. Todas las fotografías que acompañan en texto son de mi propia autoría, excepto la número 9 (página 35), que fue tomada por Jair Montaña, estudiante de la Universidad Nacional, el día que fuimos con él y otras personas a conocer Benjamín Constant, en Brasil. Antes de entrar en materia quiero ofrecer mis disculpas y agradecer la paciencia de todos los que se vieron involucrados en alguna de mis “transformaciones” -por llamarlo de algún modoallá en Leticia, en Bogotá y en Medellín, y a todos los demás. También agradezco infinitamente el apoyo del asesor de este trabajo y la influencia de todos aquellos que se cruzaron por mi camino durante la carrera, profesores y compañeros, pues, aunque no los nombre, su trabajo seguramente fue una fuente de inspiración para esta investigación y para continuar... Gracias a todos.


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PRIMERA PARTE: GENERALIDADES Y SUBJETIVIDADES SOBRE LETICIA Y LA AMAZONÍA, EL VIAJE Y CUESTIONES SIMILARES. A la llegada Cuando uno llega por primera vez a Leticia, tras dos largas horas de viaje desde Bogotá, y si ha tenido la fortuna de viajar en un puesto con ventanilla en el avión, muy probablemente lo primero que note es la escasa dimensión del Aeropuerto Vásquez Cobo y de su pista de aterrizaje, especialmente si se los compara con otros aeropuertos, como el de Rionegro o Bogotá. La primera vez que viajé a Leticia, en diciembre de 2002, venían a mi lado dos jovencitas leticianas, una de las cuales, la mayor, hacía cinco años que no veía a su familia ni a su tierra natal, pues se había casado con “un señor del interior” y se había ido con él a vivir a Bogotá; la otra era su hermanita menor, que venía de pasar unas frías vacaciones con ellos. La primera señal de que se está llegando a Leticia es un fuerte descenso de altitud que permite distinguir, ahora, las hojas de las altas ceibas, las palmeras, y otros variados tipos de follaje, entre lo que antes era sólo una extensión inmensa de verde que asomaba por entre los agujeros de las nubes. Allí abajo, como ellas señalaron visiblemente emocionadas, apareció, primero, una angosta carretera, paralela a la pista de aterrizaje, que, al igual que ella, va en sentido sur-norte y se conoce como la carretera Leticia-Tarapacá; después vienen algunas casitas regadas por ahí y luego aparece lo que ellas llamaron “el club campestre” o “las casas de los ricos del interior”, unas construcciones relativamente grandes, enclavadas a un lado de la vía, a las que por lo general sólo tienen acceso los indígenas si trabajan como empleados de oficios varios para alguno de sus propietarios. Aquellas grandes casas de dos niveles, ubicadas en el Kilómetro 2 de la mencionada carretera, en verdad -y como yo misma lo vería más tarderesultan bastante diferentes a las frescas y sencillas casas de paredes de madera, levantadas sobre pilotes, que caracterizan el ambiente rural en Fotografía 1. Casas de La Libertad (yagua). Leticia, Amazonas, 2003. cercanías a Leticia y en algunos de sus barrios situados al lado del río, esas mismas que han venido siendo reemplazadas por las de concreto o “material”, con techo de zinc, que ahora cubren la mayor parte del casco urbano en poblaciones como Leticia y Puerto Nariño, y que se están imponiendo cada vez más en los


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poblados indígenas, a pesar de lo calientes y caras que suelen resultar 1. Se justificaba, entonces, el sarcasmo de las nativas. De vuelta al final de vuelo, las jovencitas leticianas aplicaron polvo facial en sus caras y retocaron su labial, sonrientes, con un brillo en sus miradas, fruto de la emoción de llegar a casa. Minutos después nos bajaríamos del avión. Lo segundo, y tal vez lo más impactante de llegar a Leticia por primera vez, por lo menos en el ámbito de lo sensorial, es una contundente oleada de calor húmedo, o más bien de humedad cálida, en la que uno pareciera sumergirse por completo tan pronto atraviesa la puerta del avión. Inmediatamente la piel se humedece, se vuelve un poco pegajosa, y un penetrante olor a hierba y sol entra por la nariz y te dice que, definitivamente, estás en otra parte. En efecto, estás en medio de la selva del Amazonas, rodeado por miles de hectáreas de bosques y ríos, y ya no podrás liberarte ni un solo instante de esa sensación húmeda y caliente que entra por los poros de la piel, esa atmósfera nueva, como de otro planeta, a la cual deberás acostumbrarte. Poco a poco, con el paso del tiempo, uno comienza a comprender cómo esas cualidades del ambiente, el calor y la humedad, se relacionan estrechamente con la manera como la vida se entreteje en esas latitudes del globo: humedad y tibieza que lo cubren todo, y que, por ello mismo, parecieran imprimirle una cierta unidad a las cosas y a los seres, una especie de comunicación a través de una piel común que los hace parte de una misma cosa viviente; se trata de una atmósfera que se siente bastante más densa de lo normal, y donde la vida misma pareciera proliferar a borbotones como si se tratara de un tibio y nutrido caldo primigenio del que cualquier organismo podría surgir, para luego crecer, mezclarse y reproducirse, insistir y resistir. De hecho, esa extensa masa verde que se ve desde lo alto, con más de 6 millones de kilómetros cuadrados, respira exuberancia, multiplicidad de formas, tamaños, texturas y colores, todo ello cubierto de agua, rodeado de agua, lleno y atravesado por el agua, esa materia mágica que en la selva es líquida y gaseosa a la vez; moléculas de H2O que lo impregnan todo, que se condensan tan pronto se evaporan entre las hojas de los árboles, y se deslizan aquí y allí, llevando y trayendo la vida, conduciendo nutrientes y esporas de hongos, musgos, líquenes y diminutos seres, que, gracias a ella, forman parte imprescindible y esencial de sistemas bastante complejos y sutiles en los que nada se desperdicia, pues siempre habrá algún organismo por ahí, esperando para renovar el ciclo. Un poco de todo eso se percibe ya al bajarse del avión, como si en la humedad del aire estuviera contenida la misma información de la vida en el bosque, como si el olor del monte trajera al recién llegado una miríada de imágenes sutiles sobre lo que verá y sentirá cuando se interne en la selva, o cuando se siente una tarde bajo un árbol inmenso que está a la orilla del río y en 1

Las casas de madera sobre pilotes, habitadas por familias nucleares, tampoco son las construcciones típicas del estilo de vida indígena amazónico, sino que más bien son una adaptación reciente, introducida después del contacto, que a su vez reemplazó l a vida en malocas o grandes casas comunales, que sí podían considerarse propiamente autóctonas.


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cuyas hojas se perpetúa el infinito ciclo del agua, la luz y la vida. “Te van a salir agallas”, me dijo entretenida la mayor de las jovencitas leticianas, medio burlona ante mi descripción sobre las impresiones que la humedad ambiental había hecho sobre mí: “la paisa recién llegada”. “Si no tienes quién venga a recogerte te puedes venir con nosotras y después te vas para el sitio donde te vas a alojar”, me dijo después mientras recogía sus maletas; pero mi equipaje se demoraba un poco más, así que las vi despedirse y correr afuera, a donde su madre, bajita y menuda, de rasgos visiblemente más indígenas que ellas, las esperaba entre el tumulto de viajeros, familiares, amigos, y otros hombres y niños que ofrecían transporte y mercancías. Era medio día, el calor era casi insoportable.

I. Sobre paisajes, naturalezas y contrastes: De las diferentes existencias, contraste de mundos y mundos de contraste Resulta fascinante observar cómo el entorno, sea el medio natural o el que los seres humanos hemos construido para vivir en él, parece marcar los ritmos, las maneras de estar en el mundo, las actitudes y los ánimos de los seres que lo habitan. No se trata aquí de defender un caduco y simplista determinismo ambiental, guiado por las leyes lineales de causa y efecto, que no alcanzan a definir la complejidad de los asuntos humanos, sino de admitir que realmente existe una fuerte influencia de aquello que conocemos como el “mundo exterior” sobre los parámetros internos que rigen el comportamiento de las personas, y nuestras maneras de ver y enfrentar el mundo, así como en el modo en que nuestras acciones, a su vez, modifican ese mundo. En ese sentido, “adentro” y “afuera” se conjugan y se recrean mutuamente, en una relación dialógica que, en ocasiones, hace que se confundan y se mezclen esas dos dimensiones del mundo, si es que en realidad son dos, y no una sola y misma cosa, que se pliega sobre sí misma.

Fotografía 2. Claro del bosque. Puerto Nariño, Amazonas, 2002.

El viaje -todo viaje- permite precisamente darse cuenta de eso, pues implica alejarnos del mundo que conocemos y de la forma específica como están dispuestas las cosas en él, para encontrar nuevos arreglos, es decir, nuevos mundos, donde la rareza y el contraste con lo conocido hacen evidentes las diferencias y las similitudes. De allí que sea tan fácil, para algunos, perderse -tanto geográfica como mentalmente- pues lejos de casa y del ambiente que


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para uno es familiar, la subjetividad puede llegar a disolverse en un mar de intersubjetividades que se mezclan, y ni qué decir de la objetividad, puesta en crisis hace ya tanto tiempo: entonces, se desvanece toda certeza, no hay ya ningún suelo firme desde el cual moverse y se hace necesario echar anclas y armar un andamiaje que permita continuar el viaje 2. Pero sin necesidad de adentrarse en los terrenos fangosos del camino a la locura o la disolución de la identidad individual, cualquier viajero atento puede llegar a ver en sí mismo cómo se desvanecen las viejas formas (costumbres, maneras de hacer y hasta de pensar, que se han establecido en uno a través de los años y parecieran constituir aquello que llamamos “personalidad”, esa entidad, más o menos estable, con la cual nos identificamos), para dar paso a otras formas, nuevas o simplemente diferentes, que aparecen al entrar poco a poco en las dinámicas del sitio al que se llega, al interiorizar todo aquello que se percibe del paisaje, de los seres y de las cosas que pasan.

Personas como plantas, apología del rizoma: De las Mil Mesetas, de Deleuze y Guattari (1994[1980]), retomo la sugestiva imagen del Rizoma, como punto de contraste entre modos de ser y formas de existencia radicalmente diferentes. El rizoma, en contraposición con la raíz que busca las profundidades, sirve como base para describir las maneras de ser de los sujetos en viaje, el tipo de personajes que uno se encuentra en lugares como Leticia, lugar de paso, que siempre albergará alguna que otra “pasajera en trance”3. La naturaleza, el ambiente, el mundo que habitamos, sus seres y sus cosas, exigen de nosotros la capacidad de encuadrar y armonizar con ellos, y en muchos aspectos la cultura se encarga de facilitarnos esa adaptación, al hacernos encajar en ciertos espacios mediante los procesos de aprendizaje y socialización a los que nos somete desde el comienzo de nuestras existencias, moldeando nuestro pensamiento y nuestra forma de ver, pensar y actuar en el mundo, y haciendo énfasis en determinados aspectos de este vasto mundo, lo que nos permite cierta comprensión y dominio de la realidad, aunque desconozcamos sobre 2

No son particularmente escasas las historias de personas llegadas de otros lados que sufren algún tipo de trastorno mental durante su viaje al Amazonas, para consuelo de tontos. Muchos de ellos “se enmaniguan”, como se dice de aquellos cuya actitud se caracteriza por un descontrolado impulso de repulsión por el mundo occidental y la sociedad de consumo, etc., y por el contrario, experimentan una atracción desbocada por estilos de vida selváticos, por llamarlos de algún modo, para los cuales no se está preparado, descuidando poco a poco aspectos del cuidado de sí como pueden ser la alimentación, la limpieza y todo aquello que antes era importante. Y es que el contraste entre esos dos mundos puede ser bastante fuerte, pues se entra en terrenos indómitos en los que uno quisiera dejarse llevar, abandonándose por completo. Igualmente, las duras situaciones en las que vive gran parte de la población indígena y no indígena del Amazonas, la creciente pérdida de tantas cosas que uno podría considerar sagradas, frente al banal mundo mercantilizado de occidente, y todo ese caos que parece apoderarse de todo, como una fuerza entrópica ineludible, pueden sumarse a las causas del trastorno, sumiéndolo a uno en una sensación de impotencia bastante asfixiante. Por otro lado, la inmensidad de la selva, su relativo aislamiento del resto del mundo y lo poco que aún conocemos de ella, la convierten en una especie de dimensión paralela en la que cualquiera podría llegar a perderse si no cuenta con un guía confiable, como le sucedió a un joven francés, Marc Berna, en diciembre de 2003, precisamente en los últimos días de mi estadía en Leticia, cuando yo misma ya estaba muy trastornada. Su caso se suma al de muchos otros relatos de viajeros perdidos, como el explorador inglés de la Royal Geographical Society, Brian Fawcett, en 1925, y muchos otros de quienes nunca más se vuelve a saber. 3 En su trabajo de grado, Diana Rosas (2002) utilizó esta imagen, tomada de una canción de Charlie García, para referirse a esa cualidad cambiante y metamórfica de Leticia, siempre en trance.


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otros aspectos. Pero si cambiamos de espacio y de entorno social, se requerirá de nosotros cierta plasticidad, cierta capacidad de adaptación y encuadre a ese nuevo espacio, a su gente y a la manera como se entiende allí el mundo, con todos sus contenidos, mucho más si el cambio es radical, como sucede al trasladarse de la ciudad a la selva, de lo urbano a lo rural, o mejor, de lo urbano andino a lo rural selvático, a lo que se añade, además, la extraña mezcla cultural que resulta de la especial ubicación geográfica de Leticia, ubicada justo en la frontera con Perú y Brasil, con los que, más que límite, sirve de puente. El paisaje del bosque tropical amazónico invita a pasar la mirada por entre las formas sinuosas que lo componen y, al hacerlo, el cuerpo y la mente van adquiriendo, a su vez, la calidad de aquello que ven los ojos. Es natural que uno quiera mezclarse con el mundo, hasta mimetizarse, de manera consciente y muchas veces no tan consciente, aún más si lo que vemos nos atrae y nos hace sentir bien. Cuando se pasa un tiempo entre los fantásticos seres que habitan el mundo natural, en espacios rurales como los que rodean las ciudades de la selva, empieza uno a mariposear, a serpentear, a dar brinquitos, como las minúsculas ranas que caen del techo de palmas en la cabaña de “El Edén”, en las afueras de Leticia, o como los cientos de animales que comparten la vida con la gente de los poblados indígenas y no indígenas del bosque. Es inevitable empezar a sentirse un poco pájaro, como el periquito gritón que anda en bandadas de miles de Fotografía 3. Raíces de ceiba a contraluz individuos haciendo alboroto, o silencioso como el águila solitaria que caza en el pantano a mediodía; o también, quizás, puede uno sentirse tan doméstico y dócil como un perro o un gato, que allí en la selva retoman su condición más salvaje, cazando sapos y culebras a los que se comen por la cabeza, para evitar ser mordidos por su presa. Incluso es fácil empezar a comprender el sentido de los cantos de los bailes indígenas, cuyas mismas letras y melodías parecen incitar este deseo de mímesis, de metamorfosis, de sentirse un poco más conectado a los demás seres del mundo, a esos otros no humanos, un poco menospreciados dentro de nuestra tradición cultural, donde adquirieron un uso estrictamente utilitarista, pero que, sin embargo, han sido desde siempre la materia de la cual están hechos nuestros pensamientos, nuestros razonamientos más elaborados y nuestros mismos sueños, además de ser, obviamente, parte indispensable del mundo material que habitamos. Ya sean alimento, sustento, abrigo, medicina, suelo, sueño, espejo, imagen o invitación al vuelo, los seres y las cosas del mundo son la misma sustancia de que estamos hechos: a su imagen nos


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hicimos en el curso de nuestras historias y a ellos nos debemos. Como alguna vez diría el padre de la antropología estructural: “No hay diferencia fundamental entre los procesos fisicoquímicos sobre los que reposan las operaciones de codificación y los procedimientos analíticos seguidos por el espíritu en su trabajo de decodificación[...] Lejos de ver en la estructura un puro producto de la actividad mental, se reconocerá que los órganos de los sentidos tienen ya una actividad estructural, y que todo lo que existe fuera de nosotros, los átomos, las moléculas, las células y los órganos mismos, poseen caracteres análogos[...] Cuando el espíritu se embarga de datos empíricos prevíamente tratados por los órganos de los sentidos, continúa trabajando estructuralmente, por así decir, una materia que recibe ya estructurada. No podría hacerlo si el espíritu, el cuerpo al cual el espíritu pertenece, y las cosas que el cuerpo y el espíritu perciben, no fueran parte integrante de una sola y misma realidad." (Lévi-Strauss, 1986: 152-153)

En la selva, o incluso en las ciudades que están en medio de la selva, en las carreteras y en los caminos que la recorren, donde crecen las plantas y demás organismos, que son la selva misma tratando de ganar terreno, las raíces típicas de la vegetación no parecen buscar la profundidad, más bien cubren superficies y se extienden hacia los lados; se comportan como rizomas, más que como raíces propiamente dichas. No buscan la localización, ni la estabilización en un solo punto, donde crecerán y echarán sus frutos antes de morir, sino que se parecen más a la representación de la movilidad sobre un plano horizontal, plano de expansión en donde algunas partes se irán muriendo, mientras que otras retoñarán y crecerán a partir de los rizomas que ya se han regado, en diferentes direcciones, hacia todos lados, perpetuando el flujo vital de ese organismo. Como el suelo de la selva suele ser tan escaso en nutrientes y éstos permanecen en el agua superficial y sobre una capa delgada de hojarasca en descomposición, bajo la cual sólo hay arcillas o arenas que no tienen la capacidad de retenerlos, entre más extensa sea el área de expansión de una planta y de sus raíces, es probable que encuentre una mayor variación en cuanto a nutrientes y resultados, por lo menos más que si se dedicara a hundir sus raíces en las profundidades de un único sitio como lo hacen las plantas de latitudes más secas, en busca de aguas subterráneas4. Esto, a su vez, implica para la planta mayores posibilidades de supervivencia, ya que evita que sea eliminada en su totalidad por alguna plaga como insectos, hongos o bacterias, al tener otros retoños ubicados en diferentes sitios con la posibilidad de encontrar condiciones más propicias para crecer saludablemente. Por supuesto, muchas otras plantas del bosque son árboles, arbustos y palmas, de todas las formas y tamaños, que se aferran al sustrato y crecen derechas buscando la luz, y que también han logrado sofisticadas estrategias

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Esto es particularmente cierto si hablamos de las cuencas de agua negra, donde existe un reciclaje casi perfecto de nutrientes como el nitrógeno, que es absorbido por muchas plantas directamente del agua lluvia. La abundancia de micorrizas (hongos que cubren grandes extensiones entre la hojarasca), algas y líquenes, así como la de muchos insectos rastreros, es crucial en dicho reciclaje, pues los suelos de esas tierras, generalmente arenosos, son extremadamente pobres en nutrientes y muy ácidos, lo que también ha producido en las plantas, muchas de ellas xeromórficas y de bajo porte (típicas de la vegetación de caatinga), respuestas adaptativas como la producción de sustancias venenosas y hojas de superficies duras, que impiden el ataque de


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evolutivas de propagación, en alianza con diversos insectos, aves y mamíferos que las polinizan y se encargan de esparcir sus semillas por todo el terreno; pero los helechos, las micorrizas del suelo y las plantas epífitas y parásitas que abundan en la selva, suelen implementar una expansión rizomática de modo muy adecuado. Muchas de las personas que uno se encuentra en lugares como Leticia parecen imitar ese comportamiento; se trata, en su mayoría, de estudiantes y profesores de las universidades, investigadores, viajeros, aventureros y comerciantes de mil cosas; personas curiosas que buscan cambiar un poco sus vidas, o que se cansaron de la vida agitada y monótona de las ciudades. Rizomas extensivos, más que profundos; extensiones que se desplazan sobre planos superficiales en perpetuo desplazamiento: no buscan la estabilidad que surge de hundir raíces y sumergirse en lo profundo, sobre un único punto que sirve como eje central y permanente, sino que parecen buscar, en cambio, cierta desterritorialización. Han pasado del mundo de la uniformidad, la estabilidad y la profundidad de la raíz, al mundo de las superficies mixtas y mezcladas, que se extienden y se pliegan unas sobre otras, como lo hacen los rizomas, a veces raíces y a veces ramas, bulbos y tubérculos. Se trata de gente un poco nómade, que no pretende precisamente “echar raíces” sino recorrer espacios diversos sobre la extensa superficie terrestre. Gente adaptable, que toma de un sitio y de un momento lo que pueda tomar, y que luego se marcha a buscar algo más, más allá, cada vez más lejos, donde otras sensaciones catapulten de nuevo a la búsqueda de otra cosa, de otros sitios, donde sea Fotografía 4. Hongos sobre un tronco. posible conocer y aprender, cambiar y dejar de ser. Gente 5 nómade, gente de mutaciones y de transformaciones . Y esto no sólo se aplica a aquellos que van de paso, aunque de ellos estaba hablando, sino que sucede también un poco con los indígenas, aunque se hayan asentado en los territorios de las

hongos, bacterias y demás depredadores. Por eso también es muy baja la biomasa animal en ese hábitat, a diferencia de las tierras bañadas por ríos de aguas blancas y claras (Morán, 1993: 136-140). 5 Quizás valga la pena mencionar que para mí fue realmente notoria una transformación personal, tanto física como en el comportamiento y los estados de ánimo, en varias personas a las que tuve la oportunidad de conocer en ambos ambientes, es decir, tanto en Leticia como en Medellín y Bogotá. Además del cambio de indumentaria y el tono bronceado de la piel, los cuales resultan obvios debido al cambio de clima y la mayor exposición al aire libre, se hizo evidente para mí una mayor claridad en los ojos de las personas, después de que pasaban un tiempo en Leticia o en otras zonas de la Amazonía, con respecto al aspecto que tenían en las citadas ciudades, además de cierta calidez en el trato y una especie de bienestar, parecido a la euforia, que no suelen expresar al estar en aquellas ciudades. Es como si la tierra misma de la Amazonía cargara de energías los cuerpos y los espíritus de las personas que la visitan, haciendo que aflore una vitalidad mayor a la que puede tener expresión en la cotidi anidad urbana.


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“comunidades”6 y ya no se muevan tanto como lo hacían antes. La costumbre ancestral de mantener sembradas varias chagras a la vez, en diferentes sitios del monte y en diferentes momentos productivos, abandonándolas al término de lapsos prudentes de producción, para permitir que se conviertan de nuevo en monte -sana costumbre, en términos ecológicos, que aún persiste entre casi toda la población indígena de la Amazonía y que ha sido adoptada también por otros pobladores de la región- corresponde un poco a esta imagen del rizoma, metáfora perfecta de lo que no permanece en un solo sitio, de lo que es capaz de moverse y fluir, abandonando aquello que le era seguro, para permitir así la renovación de la vida misma. También la caza, que utiliza como técnica el acecho e implica el movimiento constante y el camuflaje sigiloso para no dejarse ver por la presa, describe la imagen de ese tipo de gente que debe saber cómo moverse en cada situación, manejando todo el tiempo factores como el azar y la contingencia. La capacidad de trabajar en la ciudad, como empleados asalariados, que cumplen horarios y funciones asignadas, pero también en el campo, sembrando en sus chagras, pescando, recogiendo y cazando, como lo hacían antes; esa versatilidad que les permite pasar de un modo de subsistencia a otro, de un tipo de economía a otro, según el gusto o las necesidades variables, todo esto me parece que les asemeja más a las plantas de rizomas que a las de raíces, pues, además, si hay algo de “esencial” en su forma de ser, lo cargan consigo, en la memoria de lo que fueron, de lo que son y lo que quieren y pueden ser, y no en la reiteración de una pertenencia, real o inventada, a un territorio ancestral originario, que alguna vez fuera ocupado por sus antepasados. Los pueblos indígenas que hoy habitan la Amazonía, sufrieron vastos y complejos procesos de desplazamiento y fueron sacados de aquellas tierras que ocupaban a la llegada de las sucesivas y diferentes avanzadas de gente, políticas y actividades económicas exógenas, afrontando también las fuertes guerras intertribales que resultaron de aquellas dinámicas; y ahora, aunque estén asentados en sus comunidades y se hayan integrado en diferentes grados a la economía de mercado, se mueven por la selva como si toda ella fuera su territorio, sin afirmar su pertenencia a un sitio originario, único y exclusivo 7. “La selva entera es la madre, lo de las fronteras territoriales es otro cuento” -como dijo alguna vez Martina, una joven ticuna del Km 6- y “a la selva entera hay que honrarla y agradecerle”, disfrutando de sus dones desinteresados y recorriéndola, como lo hace ella, que visita frecuentemente a sus parientes en Umariaçú, río

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Desde hace varias décadas se denomina “comunidades” a los poblados indígenas, como respuesta a requerimientos institucionales estatales para el reconocimiento de los derechos especiales de éstas y otras poblaciones frente a la sociedad mestiza mayoritaria. 7 Por lo menos entre los ticunas y los yaguas, aunque tal vez porque tradicionalmente parecen haber ocupado hábitats ribereños aunque también interfluvios- del alto y medio Amazonas, con un alto grado de movilidad en torno al río como eje central (Chaumeil, 1994:203-213). Algo diferente parece suceder con la gente uitoto del Km 11 de la vía Leticia-Tarapacá, quienes como su demás parientes uitoto y junto a los muinane del Caquetá, afirman ser descendientes de “la Gente del Centro”, haciendo alusión al territorio tradicional del que fueron expulsados (Londoño-Sulkin, 2001:39); otro ejemplo de gente que parece un poco más arraigada a un territorio ancestral son los grupos tucano del Vaupés, organizados jerárquicamente en torno a las orillas del río, donde establecieron cosmologías muy ceñidas a los diferentes ecotopos que se dan a lo largo de él, basándose en una ocupación por derecho ancestral mítico y cosmológico (Hugh-Jones, 1993).


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abajo, y en Arara, aguas arriba, y que planea viajar por todo el río a conocer a fondo la cultura de sus parientes más lejanos, para “volver algún día a enseñarla a los niños de la comunidad”.

De prácticas y costumbres itinerantes: Hoy en día se sabe que los ancestrales pueblos indígenas de la Amazonía implementaron una horticultura itinerante de “tala y quema”, con cultivos rotatorios y una sucesión entre los diferentes tipos de cultígenos, imitando y reproduciendo la disposición natural de las plantas en el monte, de manera que se mantuviera la disposición del follaje en diferentes estratos o niveles de altitud; se trataba de policultivos con una gran variedad de especies, en los que la alelopatía funcionaba como control biológico de las abundantes plagas del trópico y permitía, además, un complemento equilibrado entre los nutrientes de suelo, la disposición de la luz, del agua y otros factores similares. Cuando la chagra había cumplido su ciclo, por lo general después de dos o tres años de producción, dependiendo de los cultivos, se dejaba crecer el monte para regenerar naturalmente los nutrientes del suelo 8, conservando las leguminosas, fijadoras de nitrógeno, así como varios tipos de frutales sembrados desde el comienzo, los cuales, con la maduración anual de sus frutos, seguían siendo aprovechables en las futuras labores de recolección, y atrayendo animales para la caza y para la consecuente y progresiva dispersión de semillas de esas plantas útiles, ya seleccionadas y mejoradas. Esto implicaba una relativa movilidad territorial, llevada al extremo por grupos nómades como los actuales nukak. Actualmente, por la invasión de la cultura mestiza y occidental, los indígenas han abandonado algunas de estas prácticas y han reducido también el tiempo que esperaban para volver a sembrar en un terreno ya utilizado, el cual anteriormente podía llegar hasta 100 años, a tan sólo unos 10 años y a veces menos, según las necesidades impuestas por la falta de nuevos terrenos accesibles y aptos para sembrar; pero puede decirse que la misma cultura mestiza, o por lo menos algunas poblaciones de mestizos que habitan ahora el bosque de la Amazonía, se han venido dando cuenta de algunas de las ventajas productivas que presentaban estos antiguos métodos tradicionales frente a la arrasadora práctica del monocultivo, aún más en el bosque húmedo tropical, sometido a una alta insolación y al arrastre por la acción del agua, que no puede mantener poblaciones humanas si ellas mismas no implementan manejos sostenibles como lo hacían los ancestros nativos. Y aunque las cosas han cambiado significativamente, aún hoy entre los mismos ticuna existen prácticas culturales que demuestran la existencia de un cierto desapego itinerante saludable; como lo explica Goulard (citado por Montes, 2001:128), cuando alguien muere no se puede volver a utilizar su chagra, pues el espíritu del muerto puede merodear por ahí y “representa un riesgo para el principio vital de los visitantes”, que deberán abandonar y evitar ese terreno hasta que se convierta de nuevo en rastrojo, y retorne “progresivamente a la indiferenciación, como lo


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hace el espíritu del muerto”. Las antiguas malocas de los ticuna eran abandonadas cada vez que moría algún anciano importante o, en circunstancias normales, cada diez o doce años, cuando el estado de las hojas del techo, que se cambiaban sólo una vez, indicaba la necesidad de hacer otra maloca (Goulard,1994:347). Ese antiguo hábito de enterrar al maloquero que fallecía en el propio suelo debajo de su maloca, para luego quemarla y abandonarla, con la consecuente necesidad de construir otra en un nuevo territorio, parece haber sido una costumbre generalizada en la Amazonía, como lo registró, por ejemplo, Hugh-Jones (1993:98) entre grupos de la familia lingüística Tukano, o Preuss (1994:37) entre los coreguajes, de quienes dice que abandonaban sus pueblos tras la muerte de un brujo. Muy seguramente ésta era una práctica común a muchos otros grupos del Amazonas cuando aún vivían en malocas y tenían más cantidad de bosque a su disposición, pero además parece tener un sustento ideológico similar a las costumbres mencionadas anteriormente: la idea del mundo y el cosmos como un gran organismo viviente, en el que cada aspecto está estrechamente relacionado con los demás y con el todo, y donde la vida humana y las cosas de las que disponen los humanos son una especie de préstamo, el cual debe pagarse devolviéndolo igual o mejor de lo que estaba, es decir, permitiendo que retorne a su estado primigenio, o por lo menos, procurando establecer las condiciones propicias para ello, lo que en otros términos correspondería a mantener un equilibrio de energías vitales que se negocian con las entidades del mundo 9. Todo esto, en mi opinión, demuestra un poco ese tipo de “existencia rizomática”, desapegada y emprendedora, inherentemente ecológica e integradora, de la que he tratado de esbozar una imagen, en contraste con el tipo de vida propio de las grandes ciudades actuales y de la civilización occidental, la cual, al estilo de las colonias de hormigas arrieras, invade territorios y construye su mundo de asfalto, consumiendo todo lo que encuentra alrededor, con un hambre voraz y egocéntrica, que apenas ahora le permite darse cuenta de las serias consecuencias que dejan sobre la tierra sus vanguardistas estilos de vida.

La llegada de los otros: Una historia poco afortunada, marcada también por el movimiento Pareciera, entonces, como si ese desarraigo o desapego a territorios específicos que implicaba la alta movilidad -relativa y variable, según el caso- de los grupos amazónicos en épocas anteriores al contacto, hubiera sido perpetuado, aunque ahora de manera forzada y arbitraria, por medio de las dinámicas que implantó la llegada de los conquistadores y misioneros (seguidos más tarde por colonos, caucheros, madereros, cocaleros, mineros y demás 8

Esa recuperación natural es conocida como barbecho y la variación en su duración depende también de la calidad inicial de los suelos y del grado de agotamiento al que han sido sometidos, lo que puede clasificarse entre barbechos cortos, de menos de 5 años y barbecho largo, cuando la recuperación del suelo tarda más de 25 años. 9 En palabras de Chaumeil (1994:267): “La idea según la cual el equilibrio cósmico reposa esencialmente en el mantenimiento y la circulación de un potencial energético líquido, restringido y diluido dentro de la biosfera en circuito cerrado, aparece como un rasgo consciente dentro de la estructura cosmológica de numerosas sociedades del noroeste amazónico”.


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comerciantes extractivistas), aunque lo que pretendían los primeros, en el mejor de los casos, era una sedentarización y nucleación de la población nativa, que reprodujera el sentido de la propiedad privada y demás valores europeos, completamente contrarios a las cosmologías de los indígenas, para pacificarlos y poder llevar a cabo los fines de la conquista 10. Si bien, las misiones católicas no tuvieron un gran éxito inicial, desde el siglo XVII, por la resistencia activa de muchos grupos guerreros, un siglo más tarde se convertirían en lugares de refugio para muchos pueblos indígenas, entre ellos los ticuna y los yagua, que estaban siendo hostigados y perseguidos por grupos de bandeirantes 11 en busca de esclavos para la próspera economía de Pará, de manera que el verdadero establecimiento de las misiones jesuitas en la Amazonía tuvo mucho que ver con el progresivo avance de esa conquista portuguesa que requería mano de obra esclava y que, al parecer, fue mucho más brutal en sus métodos que la corona española, si es que eso fuera posible. Todo esto generó constantes desplazamientos de muchos grupos para huir de esas amenazas y la convivencia obligada con otras etnias en las bien llamadas “reducciones” de los misioneros católicos europeos, en las que el adoctrinamiento y la conversión al catolicismo destruyeron muchos de los estilos de vida y cosmologías propias de los nativos, estableciendo el dominio civil español y portugués bajo la sujeción simbólica y material (Chaumeil, 1994; Goulard, 1994; González, 1998; entre otros). Pero como el principal interés de todos aquellos que penetraron en la Amazonía después de la conquista no era precisamente poblarla, sino extraer sus recursos para sacarles el mayor provecho económico, más tarde, entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX se daría una de las peores barbaries sufridas por los indígenas de estas tierras: la explotación cauchera y particularmente la de los peruanos de la Casa Arana, cuyo poder abarcó territorios enormes y enriqueció a sus “señores” comerciantes esclavizando a miles de indígenas, diezmando aún más sus poblaciones y causando un impacto tan grande que aún hoy permanece grabado en la memoria de los ancianos como “brujería”, un tema vedado y peligroso, del que es mejor no hablar. Toda esta historia de escasos encuentros y sí muchos desencuentros, está colmada de desplazamientos territoriales, la imposición de ideologías y estilos de vida, y la desaparición física de una gran parte de la población indígena, ya fuera por el contacto violento y brutal, en el 10

En su texto Colonización temprana de la Alta Amazonía Colombiana , Rivas y Oviedo (1985) analizan las motivaciones de los conquistadores para penetrar estas tierras, así como sus estrategias y acciones jurídico-legales dentro de un modelo de colonización con fines netamente económicos, característico de la región. Concluyen que las motivaciones de los conquistadores no pueden agruparse dentro de una misma categoría, pues, si bien todas ellas tenían un trasfondo económico, existía una gran variedad de intereses ideológicos y aspiraciones sociales que llevaron a diversos conflictos, no sólo entre colonizadores e indígenas, sino también entre los mismos colonizadores, desafiando incluso a los poderes reales. La búsqueda de El Dorado y la explotación minera fueron los principales motivos para la conquista temprana de estas tierras, con muy variados matices entre ellos. Luego vendrían las sucesivas bonazas extractivistas. 11 Los bandeirantes eran colonos portugueses que lucharon contra las misiones españolas del Amazonas, y que por ello fueron exaltados como héroes de la historia de Brasil (Chaumeil, 1994: 206).


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que las armas de fuego jugaron un rol determinante, o por las epidemias virales traídas por los europeos, para las cuales los nativos no tenían defensas inmunológicas. Pero en ese escenario convulsionado también se dieron adhesiones y alianzas temporales de algunos grupos indígenas a uno y otro bando, de manera cambiante; se generaron lealtades y deslealtades, y una cantidad de guerras y conflictos intra e intertribales, en los que no sólo se combatía con el uso de las armas, sino también con brujerías y maleficios, cuyo efecto se confundía con el de las nuevas y raras enfermedades infectocontagiosas, entre el ambiente místico y brutalmente violento de la conquista12; en las misiones hubo no pocos levantamientos y rebeliones, y fuera de ellas la situación no era menos caótica. Una época bastante convulsionada, cuyo escenario siempre estuvo caracterizado por una constante inestabilidad. Un encuentro que generó muchos y profundos cambios en la vida de los ancestrales pobladores de la Amazonía y que impide a los etnólogos aproximarse a una imagen inequívoca de lo que llaman “tradicional” cuando intentan describir la vida al interior de los grupos amazónicos actuales. Así que digamos, por ahora, que aunque finalmente los pocos y reducidos grupos indígenas que sobrevivieron a la llegada de los europeos y mestizos hayan adoptado estilos de vida muy sedentarizados, perdiendo con ello numerosos y valiosos conocimientos y prácticas que les habían sido vitales para mantener su mundo antes de la catástrofe que significó el contacto, de cualquier modo conservan todavía la capacidad de encontrar soluciones creativas de supervivencia a lo largo y ancho de la selva entera, ya sea porque la historia misma se encargó de enseñarles a manejar y sobrellevar el cambio y la movilidad espacial, o porque, tal vez, estos aspectos son una característica inherente a su medio, la selva amazónica, siempre cambiante, sometida a cambios periódicos muy radicales. Es de suponer que esas dinámicas hayan provocado que muchos grupos indígenas pasen de un tipo de competencias muy ligadas Fotografía 5. Niños del km.6 a un hábitat específico, con conocimientos muy precisos sobre su ecología y con técnicas de aprovechamiento bastante sofisticadas, pero limitadas a ese ecotopo en particular, a una competencia más general, pero menos detallada, que les permite sobrevivir en la selva y aprovechar lo que encuentren, más o menos en cualquier sitio. En la actualidad, muchos de los grupos que se asentaron en las “comunidades” experimentan un 12

Un ejemplo de esto lo expone Jean Langdon (1985) para la historia de la conquista entre los siona del Putumayo, donde la práctica de rituales chamánicos y el uso del yagé fueron los elementos mediante los cuales los chamanes defendieron sus comunidades y, según la tradición oral, hicieron fracasar las misiones.


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fuerte crecimiento poblacional que, si bien, les permite la supervivencia étnica y cultural, también representa nuevos retos y problemas a resolver, como la insuficiencia de los recursos explotables del bosque que rodea los poblados, la falta de proteína animal por la cada vez menor disponibilidad de animales de caza y pesca, el agotamiento de los ahora limitados suelos para la creación de nuevas chagras, y la consecuente dependencia, cada vez mayor, de alimentos, productos y servicios provenientes del mercado y de la sociedad dominante13.

II. Breve larga historia de la Amazonía y algunos datos básicos sobre ecología humana en la región Aunque no existe un consenso al respecto, algunas hipótesis sobre el poblamiento americano, basadas en estudios arqueológicos, paleontológicos y, más recientemente, en el análisis de fitolitos -polen, almidones y otras partículas fósiles de vegetales- permiten pensar que hace más de 12000 años (Morán, 1993:122; Espinoza, 1995:63) las tierras bajas de Suramérica conocidas hoy como la Amazonía, ya estaban siendo habitadas por numerosos pueblos aborígenes que, como el resto de la población americana, descendían de antiguas poblaciones asiáticas llegadas a América muy probablemente por el estrecho de Behring y, quizás, también por vía marítima, en diferentes oleadas migratorias (González, 1998:34-36). Ya para estas épocas habrían aprendido a manejar y aprovechar con éxito las variables y variadas características ambientales de la selva, desarrollando para ello muy diferentes estrategias de adaptación, consistentes en sofisticados modelos de interacción con el mundo, cuyo factor común fue mantener, en gran medida, el sutil equilibro que permite la existencia y permanencia de la vida en la selva. Tales modelos tuvieron como fundamento conocimientos profundos sobre el funcionamiento de las delicadas y complejas relaciones entre los elementos bióticos de los diferentes ecotopos de la Amazonía, adquiridos en el transcurso de miles de años de aguda observación y experimentación, dando como resultado desarrollos culturales muy diversos y complejos, con elaboraciones simbólicas del mundo llenas de riqueza y creatividad, en las que éste se recreaba, a medida que hombres y mujeres experimentaban, observaban y recopilaban información importante sobre cada uno de los hábitos y las fases reproductivas de los animales y las plantas, los mecanismos de dispersión de las semillas vegetales y la asociación simbiótica entre estos dos reinos, así como las variadas características de los suelos y las aguas, y en fin, todas aquellas estrategias que la misma naturaleza había establecido para su propia reproducción y su renovación cíclica y constante. 13

Es sabido que los grupos de las tierras bajas amazónicas ejercían antiguamente deliberados controles a la densidad demográfica de sus poblados, los cuales iban desde el control natal, mediante el uso de sustancias naturales y otras prácticas como restricciones y prohibiciones sexuales, hasta la escisión en mitades de aquellos grupos que superaban los límites demográficos aceptables para determinado territorio (Ver, por ejemplo, a Reichel-Dolmatoff, 1997). La evangelización y el estilo de vida impuesto en las misiones acabó con muchas de estas prácticas, y las que se conservan han pasado por diversos procesos de sincretismo.


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A partir de las muy diversas maneras de apropiarse, adaptarse, relacionarse y entender el mundo, los grupos paleoindios que habitaron la Amazonía elaboraron sistemas de conocimiento caracterizados por cierta visión “holística” del mundo, en la que cada aspecto de la vida estaba íntimamente relacionado con los otros; de allí que los especialistas (chamanes, brujos, médicos, sabedores) conocieran con detalle las características y los ciclos vitales de plantas, animales y demás seres orgánicos e inorgánicos, y establecieran prácticas especiales dirigidas a su renovación y preservación. El chamanismo, como eje central y rector de la vida, regulador de las relaciones entre los seres humanos y los del mundo natural, jugó un papel esencial en el desarrollo de esas culturas al interior de la selva, como lo ilustra bellamente Elizabeth ReichelDussan, en un aparte de un texto suyo en el que presenta una imagen coherente y completa de la historia precolonial de este territorio: “El chamanismo es una visión organizativa en la que el hombre es concebido como partícipe del universo y de sus leyes, físicas y cósmicas, y como parte integrante del ecosistema. Las pautas de manejo social y ambiental reflejan un elaborado sistema de planificación a corto, mediano y largo término, orientado a un desarrollo adaptativo del hombre con todos sus entornos. Es una disciplina política, económica, ecológica y espiritual. Las características esenciales de cada ecorregión dentro de la Amazonía, estarían reflejadas en las estructuras formales de los sistemas chamanísticos plasmados en las culturas locales. La gran diversidad de especies, las complejas y fascinantes interrelaciones ecológicas del medio, y la gran variedad de microhábitats, constituyeron un laboratorio que retó al intelecto y a la creatividad de las poblaciones humanas amazónicas.” ReichelDussan (1987:129-156).

Los estudios arqueológicos y paleoclimáticos en la Amazonía parecen indicar que el inicio de todos esos desarrollos culturales se produjo durante el pleistoceno, cuando se dieron períodos de fuertes fluctuaciones climáticas globales, con la presencia de largas temporadas de sequía que, a nivel regional, fueron modificando el paisaje y configurando extensas sabanas áridas dominadas por gramíneas, alrededor de “refugios” de selva que se concentraron en torno a los grandes ríos y a las tierras de mayor altitud (Morán,1993:221; Reichel-Dussan, op.cit.). Ya desde entonces, estos primeros habitantes de la selva debieron aprender a sobrellevar y aprovechar a su favor los cambios estacionales y las grandes variaciones cíclicas que conforman el ambiente amazónico: “Inicialmente, las fases de las plantas y de los animales de los cuales dependieron estos grupos humanos, impusieron un aprovechamiento estacionario y cíclico de los recursos; uso que exigía una dinámica de cambios periódicos en la división del trabajo y en el manejo sociopolítico de las bandas”. (Reichel-Dussan, op.cit)

La domesticación de la yuca brava (Manihot esculenta) y el maíz (Zea mays), que debió tomar varios cientos de años para llevar a estas y muchas otras plantas al grado de perfeccionamiento por selección antrópica con el que hoy se les conoce, fue definitivamente uno de los factores decisivos para la formación de los complejos culturales de estas tierras, y además contribuyó enormemente a “transformar la historia del desarrollo sociocultural americano y mundial” (Ibídem), teniendo en cuenta la actual difusión global de esos productos y su importancia nutricional dentro de la dieta de muchas poblaciones. De un poblamiento inicial, en alguno o


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varios momentos alrededor del año 12000 a.C., realizado seguramente por pequeñas bandas nómades de forrajeros, cazadores, pescadores y recolectores, el cultivo de la yuca, junto con otros tubérculos y plantas que permitían existencias extra, debió dar paso a la subsistencia de grupos progresivamente más grandes, que hacia el año 5000 a.C. ya practicaban una horticultura rotatoria con la técnica de “tala y quema”, para lo que se ha denominado período formativo 14.

Entre la várzea y la tierra firme:

Fotografía 6. Caserío ribereño de La Libertad (gente yagua). Leticia, Amazonas. Enero de 2003.

Así, los diferentes grupos humanos, al irse estableciendo en diferentes tipos de ecosistemas, debieron darse cuenta de aquellas cualidades del entorno que favorecían o dificultaban los mecanismos de abastecimiento que aún implicaban un alto grado de experimentación, de manera que entre algunos de ellos se empezó a aprovechar un hábitat ribereño, cuyas tierras son bañadas cíclicamente por aguas que proveen los nutrientes propicios para las plantas más exigentes, especialmente si se trata de ríos de aguas blancas, y muy seguramente se incrementó también allí la implementación de nuevas y elaboradas técnicas para la pesca, fuente proteica muy abundante en la Amazonía, a pesar de que tradicionalmente se ha desestimado su importancia crucial para la alimentación de sus pobladores. De igual modo empezaron a conocer detalladamente los ciclos reproductivos de diversos reptiles, caimanes y tortugas, de los 14

Se calcula que el inicial poblamiento de la Amazonía ocurrió, por lo menos, entre 10000 y 14000 años a.C. según E.Miller [1987], citado por Morán (1993:125), lo que hace pensar que la ocupación humana en la selva tropical de Suramérica probablemente fue mucho más temprana que la de los Andes, pero las evidencias en el registro arqueológico tienden a desaparecer por las condiciones ambientales. Otras características de la región han impedido hasta ahora la ejecución de estudios arqueológicos que sean concluyentes al respecto. Lathrap [1970], citado por González (1998:39-40), propuso un modelo de expansión de hablantes de una lengua Proto-Arawak, desde la Amazonía central hasta la periferia, modelo ampliamente aceptado hasta ahora.


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cuales aprovecharon sus carnes y los huevos que éstos depositaban en las playas. Mientras tanto, muchos otros grupos que se adaptaron al hábitat interfluvíal o de tierra firme, alejado de las crecientes cíclicas de los ríos, debieron haber comenzado a experimentar la siembra de tubérculos y bulbos como la yuca (Manihot spp), la papa (Ipomea batatas) y el ñame (Dioscorea alata), adaptadas a suelos ácidos y pobres en nutrientes, y la reproducción de varios frutales y hortalizas, por medio de estacas o esquejes, en aquellos suelos que permitieran su producción, aunque la escasez de nutrientes generalizada debió obligarlos a continuar con una estrategia de alta movilidad, con asentamientos temporales y un sustento basado en gran parte en la recolección de insectos, miel, frutos de árboles y palmas, nueces, hongos y tubérculos, así como en la caza y pesca ocasionales, cada vez más especializadas, junto con la creación de áreas del bosque en las que se agrupaban progresivamente aquellas plantas aprovechables para la alimentación y demás usos humanos. Hablamos, entonces, de dos tipos de hábitat claramente diferenciables entre sí, dentro de cuyas generalidades se han venido clasificando tradicionalmente las estrategias de supervivencia de los pueblos del Amazonas: la várzea, correspondiente a las riberas de los ríos, generalmente bastante ricas en nutrientes, pero sometidas a la inundación cíclica, y la tierra firme, en extensiones altas de tierras no inundables, también llamadas interfluvios, mucho más exigentes para la agricultura en tanto que sus suelos no suelen ser muy ricos en nutrientes y se agotan pronto, obligando a la rotación de cultivos y a tácticas que permitan aumentar su productividad y posterior regeneración, tales como el sistema de “tala y quema”, la acumulación de cenizas y desperdicios orgánicos, y el enriquecimiento intencional de los suelos con arenas y tierras fértiles, transportadas desde las planicies aluvíales de los ríos de aguas blancas. Por otra parte, y esto es bastante importante para entender las estrategias adaptativas de cada grupo, hay que diferenciar entre las várzeas de ríos de aguas blancas, como el Amazonas, cargado de sedimentos que impiden la visibilidad; las de los ríos de aguas claras, principalmente en el Amazonas Brasileño y en Guyana, con “una calidad media en términos de nutrientes”; y las de los ríos de aguas negras, ricas en taninos que las hacen oscurecer, sin volverlas “lechosas” o blanquecinas como las primeras. Mientras los ríos de aguas blancas como el Amazonas son ricos en nutrientes que traen desde los Andes y sostienen poblaciones enormes de peces, los de aguas negras nacen en suelos arenosos y son demasiado ácidos y pobres en minerales, poco aptos para sostener una agricultura prolongada importante en sus riberas (Morán, 1993:121). Estas propiedades de las aguas, junto con muchas otras características geomorfológicas, físicas y químicas de las tierras amazónicas, implican la existencia de espacios, paisajes o ecotopos con muy diferentes potencialidades para permitir la supervivencia de grupos humanos, en un escenario mucho más complejo y variado que el simple esquema dual de las tierras firmes y las


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várzeas, del que hemos estado hablando, que, si bien, es una generalización válida para explicar la adaptación humana a la Amazonía, no explica la complejidad y variabilidad de cada espacio en su particularidad. Es el caso de las “tierras moradas eutróficas”, grandes extensiones de tierras muy fértiles, derivadas de material volcánico o de rocas básicas, distribuidas en vastas regiones de la Amazonía brasileña (Morán, 1993:110), o de las estériles sabanas tropicales, cubiertas de gramíneas, que ocupan una quinta parte de la cuenca. Esta variabilidad de los ecotopos, sumada al potencial humano para generar tecnologías apropiadas para un manejo sostenible de los suelos y de los demás componentes bióticos, desmiente la idea tradicional que se venía manejando hace unos años dentro de la antropología, según la cual, la pobreza de los suelos habría impedido sustentar poblaciones mayores a las que pueden vivir de una agricultura de roza y quema, lo que explicaría la supuesta existencia de una organización social “poco compleja”, con poblaciones bajas y altamente dispersas (Meggers, citada por Morán, 1993:117,129); una imagen sobre la gente de la Amazonía ceñida a un determinismo ambiental extremo, que omite las más recientes evidencias arqueológicas que señalan la existencia de asentamientos permanentes de más de 2000 personas, sostenidas por el cultivo de la mandioca y sus elaboradas técnicas de preservación, desconociendo, además, un conocimiento bastante profundo del entorno, y la capacidad humana de transformarlo y crear en él su propio mundo. Además hay que tener en cuenta que el panorama general que había sido observado por los etnólogos para la época en la que Meggers propuso su teoría, era precisamente el de las poblaciones diezmadas como consecuencia del contacto epidemiológico y cultural con los blancos, muchas de ellas, por fuera de los ambientes que ya habían aprendido a manejar durante ocupaciones bastante prolongadas, y que sobrevivieron adaptándose a nuevos territorios y nuevos tipos de organización social. Por otra parte, no tiene nada de extraño suponer que pueda existir una estrategia mixta de adaptación por parte de pueblos que dominan tanto la várzea como áreas de tierra firme del Amazonas, como describe Goulard en su texto de Los Ticuna (1994:316), cuando dice que los ancestros de estos grupos pudieron haber sido poblaciones ribereñas, obligadas a trasladarse a los interfluvios a causa de la presión de los conflictos interétnicos. Algo similar nos dice Zárate (2001:235) citando a Denevan: “En su artículo de 1996 sobre el modelo Bluff de asentamiento ribereño prehistórico en la Amazonía, este autor propone, tanto para la época precolombina como luego del contacto, el control simultáneo o complementario de áreas de várzea y de tierra firme que colindan en terrenos elevados (bluffs) de las riberas del Amazonas, por grupos tradicionalmente considerados como de várzea o de tierra firme. Según este autor, citando a Bolian, quien trabajó en el Trapecio Amazónico y de acuerdo con nuestra propia experiencia, algunos ticuna que viven en la várzea, tienen terrenos en la tierra firme que utilizan en tiempo de la creciente del río al tiempo que otros que habitan la partes altas tienen chagras tanto allí como en las zonas de várzea.”

Y aunque hemos dicho que esas estrategias adaptativas de los antiguos habitantes de la Amazonía se caracterizaron por no generar daños permanentes o irreparables a los diferentes ecosistemas que habitaron o usaron al cazar, sembrar, recolectar y pescar en el bosque, no


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podríamos decir que su presencia en él haya sido por completo inocua. La existencia de las actuales “tierras negras de indios”, grandes manchones de tierra oscura con un alto potencial agrícola, por ser ricos en material orgánico antropogénico, muestra la magnitud de la intervención antrópica producida durante miles de años, así como otros terrenos en los que parece haber existido una acumulación intencional de ciertos tipos de palmas 15, cuya importancia para la vida humana en el bosque es comparable con la de la yuca misma, pues no sólo sirvieron milenariamente para la alimentación, con sus nutritivos frutos y los corazones de sus tallos que hoy conocemos como “palmitos”, sino también para la construcción de viviendas, la fabricación de fibras y tejidos, y la manufactura de muchos y variados implementos y artículos de uso cotidiano y ritual, todos ellos vitales para el desenvolvimiento y la supervivencia de estas culturas (Cavelier et.al., 1995; Herrera, 1995). Por otro lado, el registro arqueológico muestra la explotación temprana de un recurso escaso y de muy poca distribución espacial en la selva: la piedra y algunos otros minerales, cuyos pocos yacimientos fueron objeto de disputas territoriales y sirvieron para proveer a sus dueños de materias primas para la fabricación de numerosas armas y artefactos, que pronto se convirtieron en artículos de comercio bastante apreciados. En toda la Amazonía se crearon sistemas de intercambio comercial basados en la especialización de cada grupo particular y en su acceso a determinados recursos, abundantes para algunos y muy escasos para otros. Esto facilitó la existencia de cadenas de trueques cuyo límite superaba la misma Amazonía y llegaba hasta los Andes, hacia donde las culturas amazónicas debieron aportar grandes conocimientos sobre el manejo de la horticultura desde épocas tempranas. Y junto con la domesticación y destoxificación de la yuca brava o mandioca (Manihot esculenta), mediante técnicas ingeniosas que permitieron extraer su veneno y posibilitaron su conservación y almacenamiento por más tiempo en forma de casabe, fariña y tapioca, así como con el manejo de la papa, el maní, el ají, el ñame y la arracacha, junto con las leguminosas y muchos otros cultígenos que se transformaban progresivamente en alimento, se fue creando un nuevo acervo de conocimientos que se legaron de generación en generación, de madres a hijas, a hermanas y cuñadas, pues en las mujeres se depositó la responsabilidad de esa labor esencial de nutrir y hacer crecer los frutos de la tierra y los cuerpos de los hijos; ellas han sido siempre las encargadas de dar alimento, de esparcir la simiente y de cuidar los cultivos más importantes para la vida de la familia nuclear y, por extensión, del grupo entero. Mientras tanto, según un patrón de división sexual de las labores, bastante generalizado a lo largo y ancho de todo el mundo, los hombres salían de caza, iban de pesca y recolectaban frutos e insectos, a veces con 15

Palmas como la del canangucho ( Mauritia flexuosa), también conocido como mirití, aguaje, burití (en Brasil), o morete (en Ecuador), que crece en igapós y terrenos anegados; la del chontaduro, pijuayo o pupunha (Bactris gassipaes); y la del inajá (Maximiliana maripa), tres especies de palmas que sirven para identificar sitios arqueológicos (Morán,1993:172). Por su parte, palmas como la de la chambira, tucumán o cumare ( Astrocaryum vulgarae, A. tucuma y A. Acromia), el caiauí (Elaeis oleífera) y el babaçú (Orbignya phalerata), también son indicadoras del uso antrópico de las tierras, aunque se encuentran más particularmente en las zonas de interfluvios.


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ellas, a veces solos, cultivando también otras plantas consideradas generalmente de carácter masculino, como las palmas, los plátanos, los psicotrópicos16, la piña y el coco. La disponibilidad de animales para la cacería en la selva es otro factor que varía significativamente en función del tipo de vegetación de cada ecotopo y de los cambios que se producen en el ciclo anual, siendo éstos últimos especialmente importantes en las zonas de várzea, donde la inundación limita la movilidad de muchos animales, favoreciendo la caza en las zonas no inundables; también se crearon para este fin muchos mecanismos diferentes que iban desde las arremetidas colectivas para atrapar animales gregarios como la danta (Tapirus terrestris) y los cerdos de monte (Tayassu pecarí, Tayassu tajacu)17, hasta acechos individuales o de pequeños grupos de hombres, cargados con lanzas, cerbatanas, macanas, arco y flechas, pasando por una gran variedad de trampas para atrapar diversos tipos de animales, como borugos, lapas, venados, monos, aves y reptiles, según sus respectivos hábitos. Cada grupo étnico implementó manejos ecológicos diferentes con el fin de regular la cacería y permitir su sostenibilidad, por lo que algunos animales eran completamente vedados, mientras que otros sólo lo eran parcialmente, pero además las faenas de caza estaban restringidas por la existencia de sitios sagrados que no debían perturbarse y también existían prohibiciones alimenticias relacionadas con las diferentes etapas del ciclo vital humano. La preparación y el uso de venenos como el curare para cazar y el barbasco (Lonchocarpus nicou) para la pesca, así como las técnicas de destoxificación de la yuca, la elaboración de sales vegetales 18 y variadas sustancias narcóticas para usos rituales, da cuenta de profundos conocimientos químicos, envidiables por cualquier farmaceuta actual.

De malocas y sociedades de especialistas: Todas estas adaptaciones permitieron que hacia el 2000 a.C., surgieran en las várzeas del medio Amazonas, sociedades con sistemas políticos complejos, que vivían en aldeas relativamente grandes, hasta de 8000 habitantes, con una mayor dependencia nutricional de cereales como el maíz, más exigente en nutrientes que la yuca brava, y que además habían implementado el uso de sofisticadas tecnologías de pesca como las trampas fijas (Morán, 1993:127), en un medio en que la disponibilidad constante de pescado supliría todas las necesidades de proteína animal que no se satisfacían mediante la caza, un recurso no tan frecuente, sujeto a variaciones 16

Entre esos narcóticos están el yagé o ayahuasca ( Banisteriopsis caapi), la coca (Eritroxylum coca), el ambil de tabaco, el yoco (Paullinia yoco) y también la chicha o masato de yuca o frutas fermentadas. De la amplia bibliografía sobre estos temas sobresale el trabajo de Schultes y Raffauf (1994); Torres (1994, 2000); Ramírez y Pinzón (1986); Fericgla (1999); Urbina (1992); Echeverri y Candre (1993) y Londoño-Sulkin (2002). 17 Tayassu tajacu, “el cerdo de monte de collar”, conocido también como cerrillo, es más grande que T. pecarí, al que le dicen propiamente cerdo de monte, pecarí o también cafuche. Ambos son frugívoros y se encargan de la dispersión de muchas semillas de palmas y hortalizas en la selva amazónica. También habitan las sabanas, donde su alimentación se basa en tubérculos como l a yuca dulce. 18 Estas sales se utilizan principalmente para preparar el ambil de tabaco. Para un mayor conocimiento de sus técnicas de preparación y de la filosofía asociada a esos procesos entre los uitoto, ver el trabajo de Echeverri et.al., (2001).


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estacionarias19. Muchos de ellos vivían en malocas, construcciones comunales que albergaban hasta 80 o más personas, unidas por lazos de consanguinidad, afinidad y alianza, mientras que otros vivían en aldeas de varias casas; también fabricaban una cerámica policroma y enterraban a sus muertos en urnas funerarias adornadas con figuras antropomorfas de gran contenido simbólico, dando cuenta de cosmologías integradoras -o visiones holísticas del mundo- que otorgaban una gran importancia al plano espiritual como un componente inseparable de la vida cotidiana. Se trataba, entonces, de cacicazgos como los de los omaguas, los aisuaris y los yurimaguas, cuyo dominio se extendía por extensos territorios de cientos de kilómetros a lo largo del río (Morán, 1993:128). La presencia de cacicazgos también se evidencia en los registros arqueológicos de tierra firme, cuyos antiguos habitantes fueron artífices de sistemas de intercambio comercial que también abarcaron grandes extensiones en la región. Así las cosas, para el momento de la llegada de los europeos, la Amazonía contaba con una población de más de 6 millones de personas (Ibídem), con muy diversos tipos de organización social e igual variedad en cuanto a estrategias de supervivencia, y que habían elaborado, con el paso de los siglos, complejas cosmologías cuya característica más general -y su mayor mérito- es la de haber sabido integrar de un modo armónico y coherente los diferentes aspectos del mundo, permitiendo su preservación y sostenimiento. Fotografía 7. Lagos del Tarapoto. Puerto Nariño, Amazonas. 2003. Por todo esto, a pesar de la vasta extensión de la Amazonía, de más de 600 millones de hectáreas, resulta ingenuo pensar que exista actualmente algún terreno inexplorado de la selva, o que ella sea realmente ese territorio prístino y puro que en ocasiones queremos ver, dentro de nuestras ideas románticas sobre paraísos terrenales; la humanidad lleva miles de años en la selva amazónica, modificándola, de manera intencional y desintencionada, haciendo parte de ella y de sus sistemas complejos que, cabe anotar, corresponden a un tipo de ecosistema que ha estado sobre la tierra desde mucho antes que otros ecosistemas, ya que el bosque húmedo es el ambiente más viejo del planeta, con más de 60 millones de años de antigüedad (Morán,1993:105); pero también es el más frágil, sujeto a los cambios climáticos globales y a un sutil sistema de reciclaje de nutrientes, basado en una oligotrofia generalizada de los suelos y 19

En los primeros estudios sobre la alimentación indígena en los bosques tropicales, especialmente en la Amazonía, se hizo mucho énfasis la cacería de mamíferos como el único medio de obtener proteína animal, limitado además por su escasez periódica y la alta dispersión de los animales, desestimando la importancia de los pescados, crustáceos, insectos y reptiles como recursos suficientes para suplir esos requerimientos nutricionales. Esa idea sustentaba la tesis de la imposibilidad de sostener grand es poblaciones nucleadas, lo que a su vez era un supuesto impedimento para desarrollos culturales complejos, como los que, se suponía, no se habían dado en la Amazonía.


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una dependencia extrema de los nutrientes contenidos en el agua. Altas biomasas vegetales, yuxtapuestas entre sí, son responsables de la evapotranspiración y de la condensación del agua entre el mismo follaje, mientras que un sustrato de hojas en descomposición alimenta abundantes organismos, como insectos, musgos, algas, líquenes y micorrizas (hongos asociados a las raíces de las plantas), que liberan el nitrógeno para ponerlo nuevamente a disposición de las plantas superiores. Es una serie de sistemas al interior de sistemas con una gran interdependencia de sus elementos, por lo que cualquier falla o factor exógeno puede actuar como un dispositivo para generar una serie de reacciones en cadena que pueden devenir en una progresiva desertificación, como viene sucediendo en el continente africano, que alguna vez albergó un inmenso bosque tropical húmedo, muy similar al de América. Y si las poblaciones amerindias afectaron la selva desde hace más de 12000 años, lo hicieron de manera positiva, en una relación de tipo simbiótico en la que se desarrolló una mutua dependencia, como sucede en el caso de muchas plantas domésticas que ya no pueden reproducirse sin la intervención humana. Por el contrario, en tan sólo un par de siglos, la civilización de la que somos parte ha destrozado enormemente la vida en estas tierras, destruyendo miles de hectáreas y matando a su gente y a sus seres, con una velocidad e impacto que resultan difíciles de creer.

III. Viviendo en Leticia: Sobre la percepción del paso del tiempo, el viaje como experiencia estética y otros asuntos similares Tiempo y Cotidianidad Algo que definitivamente atrapa la atención del visitante citadino en esta región, es la manera como se pasa de un mismo tiempo unificado y medido por el reloj, propio de la vida en las ciudades, a esas temporalidades múltiples que se desenvuelven según patrones más ligados a la tierra, a los ciclos naturales, a la salida del sol y a la lluvia, al acontecer diario 20. Y es que casi como ningún otro ambiente, a excepción, quizás, de los desiertos y las zonas polares, la Amazonía es un medio en el que las personas inevitablemente deben aprender a sobrellevar la dependencia constante de muchos factores ambientales para llevar a cabo sus actividades cotidianas, pues no es posible allí escapar de su influjo. El ciclo ecológico anual, relacionado directamente con la variación en el nivel de las aguas de los ríos y con la temporada de lluvias en toda la cuenca, es uno de los factores más determinantes, pues incide en la disponibilidad de peces o animales de caza para el consumo y en la navegabilidad de algunos de los ríos. Durante todo el año hay lluvias que proveen grandes volúmenes de agua a los ríos de la cuenca, entre 3000 y 3500 milímetros anuales, gracias a factores como la “masa ecuatorial continental” que produce fuertes aguaceros en la parte occidental de la región amazónica; sin embargo, se puede

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Rosaldo (citado por Rosas, 2002:35) habla también de un “tiempo indio” que contrasta con el tiempo de las ciudades, creando una confrontación entre los diferentes grupos sociales por las diferencias en el manejo del tiempo.


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decir que, en términos generales, para la región colombiana de la Amazonía, las lluvias son menos abundantes entre junio y septiembre, y mucho más intensas de enero a mayo. 21 La oferta de pescado es mayor en Leticia entre agosto y septiembre, cuando los peces comienzan a bajar a los ríos más grandes, para no quedar atrapados en los abundantes y extensos lagos o igapós cuando llegue la temporada de mayor estiaje; ésta abundancia en la pesca se acentúa a mediados de octubre y se mantiene sin mayor variación hasta noviembre, cuando ya muchos peces han Fotografía 8. Botes pesqueros en el puerto de Leticia, 2003. quedado atrapados en esas zonas donde resulta sencillo pescarlos, o se pescan con más facilidad en los mismos grandes ríos, que ahora albergan una mayor densidad poblacional. La época de crecida del río Amazonas comienza entre octubre y noviembre, cuando unas lluvias intensas alimentan los ríos de la parte sur de la cuenca, a la orilla derecha del río, y se prolonga más de tres meses, hasta alcanzar su máximo nivel en el mes de marzo, cuando empiezan las lluvias en el hemisferio norte. Es entonces cuando más escasea la pesca, pero la cacería resulta más eficaz, pues varias especies de mamíferos encuentran limitada su movilidad debido a las vastas extensiones inundadas alrededor de muchos ríos y del propio Amazonas, aunque en la actualidad muchas de las especies que hacían parte de la caza tradicional de los grupos indígenas, tanto para la alimentación como para otros usos medicinales, artesanales, lúdicos y comerciales, han disminuido considerablemente sus poblaciones y los animales que quedan se han alejado progresivamente de los territorios más cercanos a la civilización, debido, entre otras cosas, a la tala del bosque, que destruye su hábitat, y a la presión que la cacería misma ejerce sobre ellas. Cabe decir que la temporada más fuerte de lluvias en Leticia y sus alrededores (con picos máximos en enero, marzo y abril, más moderadas hasta junio, y luego un poco altas entre septiembre y noviembre) no coincide exacta y necesariamente con la temporada en la que el río Amazonas está más crecido, pues ésta última depende también de la crecida de los numerosos afluentes que lo alimentan, cuyos caudales recorren tierras demasiado extensas, con significativas variaciones climáticas entre unas y otras22. Si hablamos específicamente de la zona que constituye el Trapecio Amazónico Colombiano 23, los afluentes más determinantes 21

Datos obtenidos del Plan Modelo Colombo Brasileño del Eje Tabatinga Apaporis (1987) capítulo 1: “Descripción del Área”. Como decíamos, las variaciones más significativas del régimen pluvial son las que se dan entre los ríos de la parte sur de la cuenca (que empiezan a crecer entre octubre y noviembre, hasta marzo) y los de la parte norte (que empiezan a crecer en marzo). Por su parte el río Putumayo presenta una creciente desde marzo a julio, mientras el Caquetá crece de junio a agosto. (Ver Plan Modelo del Eje Tabatinga-Apaporis, op cit.) 23 Parte meridional de la Amazonía Colombiana, ubicada entre la frontera con Perú al occidente y la de Brasil al oriente, y entre el río Putumayo al norte y el Amazonas al sur. Su población indígena está conformada por una mayoría Ticuna, distribuida a lo la rgo del río Amazonas (en Arara, Macedonia, El Vergel, Mocagua, Zaragoza, San Martín de Amacayacu, Puerto Nariño, la carretera, etc.) y el río Cotuhé (en Tarapacá, Caño Ventura, Santa Lucía y Buenos Aires); también hay varias comunidades yagua (Puerto 22


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para las fluctuaciones en el caudal del río Amazonas son el Uassú, el Atacuarí, el Loretoyacu y el Amacayacu, pues el Putumayo, que constituye el límite norte del Trapecio, desemboca mucho más abajo en Brasil, donde por cierto, recibe el nombre de Içá. De manera local para Leticia también resultan importantes las fluctuaciones en las aguas del Yahuarcaca y el Tacana, que proveen de pesca a varias poblaciones indígenas de “la carretera”.

Leticia para los de afuera: Pero si las personas que habitan en las poblaciones locales dependen directamente de esos y muchos otros factores cambiantes, éstos también son decisivos y sus restricciones definitivas, para quienes no dependen de manera directa del medio natural para la supervivencia, como puede ser el caso de un viajero o un investigador que deba pasar algún tiempo en terreno. Si llueve o si no llueve puede ser determinante en cuestiones tan simples o complejas como los estados de ánimo, la elección de la ropa que vistamos o la que tendremos que lavar y la demora que nos pueda tomar el traslado de un lugar a otro; si hay luna o no, incide en la visibilidad nocturna, en la posibilidad de caerse de la bicicleta o en el temor que se experimenta al hacer recorridos sin ninguna compañía, en aquellos tramos del camino en los que podría suceder cualquier cosa como toparse quizás con algún animal peligroso como serpientes o ranas venenosas -vaya uno a saber-; como hay muchos bichos a los que no se está acostumbrado, se puede desarrollar una fea reacción alérgica a sus picaduras, por lo que seguramente uno intentará por todos los medios repeler a los mosquitos y a la arenilla, pero lo que menos quiere es alejar a los indígenas, para quienes algunos de los olores de los repelentes comerciales son demasiado fuertes e indeseables, como comprobé yo misma ayudando a voltear una torta de casabe en el tostadero de una mujer ticuna del Km 6, que, aunque quedó muy estética, fue objeto de un generalizado rechazo burlón por su perfumado aroma artificial; si hay demasiado barro lo más probable es que uno se vuelva nada en un rato, o si hay algún animal muerto oculto entre el barro, el calor podría corromperlo y hacerlo pestilente, impidiendo llevar a término cualquier actividad que se esté haciendo; si no hay electricidad en la noche y además es la temporada en la que unas raras y abundantes avispas se meten entre las llamas y apagan las velas, todo puede quedar en la más inmensa oscuridad, cubierto de cientos de sus cadáveres diminutos; si hay demasiadas hormigas, o si precisamente están migrando cuando uno va por ahí con sandalias descubiertas, es muy probable que lo ataquen con vehemencia; si llueve mucho y la ropa no se seca y huele muy mal cuando por fin se seca, o si el calor es tal que no deja dormir…; en fin, mil factores fortuitos que son insignificantes, pero que en esta tierra parece que pudieran llegar a confabularse contra uno y agrandarse, tomando formas y proporciones siniestras, hasta el punto de dañarle el día, o quizás, el viaje entero.

Nariño, La Libertad y Santa Sofía), cocama (Isla Ronda), uitoto (en Tarapacá y en la carretera, entre los Km.s 6 y 21) , bora (Tarapacá y carretera) y yucuna (en la carretera) principalmente.


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Y es que no resulta tan fácil, por ejemplo, tener que bañarse a diario en un caño que a veces huele mal por las hojas podridas de sus aguas estancadas en verano, o tener que “ir al baño” entre crecidos matorrales, cuidándose de no toparse con la guarida de algún animal; para otros lo más duro es tener que prescindir de ciertos antojos gastronómicos, cuando en ocasiones ni siquiera hay pescado, sino latas de salchichas con fariña, día tras día; o qué tal mojarse en la lluvia y tener que secarse al aire, y dormir con arañas inmensas y posiblemente ponzoñosas que se esconden entre la ropa o al interior de los zapatos. Esas y muchas otras situaciones pueden vivirse en Leticia y en el área rural que la rodea, templando el carácter de quien no está acostumbrado a ellas y a la vez, volviéndolo más suave, más maleable, más tolerante y paciente; tal vez, un poquito más vivo y más consciente de sí mismo, del mundo y de la gente, pues aunque todas esas cosas podrían verse simplemente como situaciones adversas, ante las cuales sólo parece posible resignarse y sentirse impotente, desde otra mirada también resultan ser una sencilla pero importante lección para el espíritu, que aprende a aceptar la contingencia como un componente más de la vida y, ante todo, a entender que existe una razón para todo, que hay ritmos establecidos y momentos propicios para cada cosa, que aquello que llamamos naturaleza es una entidad bastante sabia, y es posible llegar a comprenderla si se aprende a observarla, lo cual es más sensato y mucho más gratificante que andar peleando contra sus designios todo el tiempo. Además es vivificante sentir de nuevo la acción de los elementos sobre el cuerpo, como cuando éramos niños y no nos importaba mojarnos bajo la lluvia o manipular la tierra húmeda en el jardín. El agitado estilo de vida de las ciudades, lleno de compromisos laborales y sociales que exigen de las personas tiempo y dedicación, limita la experiencia de muchas sensaciones vitales que, en el ambiente rural amazónico y en medio de las actividades que allí se desenvuelven, le vienen al cuerpo como un suave tónico que lo hace más ligero y lo llena de vida. Así las cosas, aunque uno como forastero, llámese investigador o simplemente viajero, no tenga que permanecer precisamente en la chagra o en el río, en contacto permanente con el mundo natural, observando las fases de la luna para sembrar o pescar en el momento justo, es casi imposible no dejarse llevar por un tipo diferente de temporalidad o percepción del tiempo, al que se accede al experimentarlo uno mismo en la cotidianidad y mediante el contacto diario con personas que llevan esos otros ritmos de vida, más acoplados al acontecer local. Esperar, y tener paciencia en la espera, se vuelve, poco a poco, algo casi normal y cotidiano, pues existe entre la gente común de la región, cierta “ética del no-afán” que necesariamente termina por contagiarse. Y esto va desde los funcionarios públicos, a cuyas oficinas se acude normalmente para cualquier diligencia, que casi siempre termina alargándose de manera sorprendente, hasta la señora de la comunidad indígena que había quedado en dar una entrevista, pero que se le fue el día en su chagra, toda la mañana y luego la tarde, desbrozando, mirando aquí y allí, al cuidado de sus plantas. Y es que están las fluctuaciones del río y están los bichos, y está la lluvia o el calor agobiante, o se fue el agua y se acabó el combustible, o tocaba ahumar el


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pescado para que no se dañara, o ya no había dinero para pagar el pasaje, o se varó el colectivo o se atascó en el lodazal de la carretera… Mil asuntos que escapan del control y de la voluntad humana, para los cuales no queda más remedio que esperar, resignarse y tomar la actitud más conveniente, de manera que todo salga lo mejor posible, como debe ser, aunque sea un poco tarde, pues finalmente, ¿tarde para qué?, si todos saben que aquí las cosas se retrasan inevitablemente. De ahí que, en ocasiones, entre el círculo de estudiantes que llegan a Leticia, comúnmente para alguna pasantía o para hacer trabajo de campo, se le dé a éste lugar el simpático y muy adecuado nombre de Lenticia, ese sitio donde el tiempo es otra cosa, donde los días parecen pasar demasiado lentos, pero, de un momento a otro, ya se han ido.

De cursos y transcursos: Queda, entonces, como advertencia al lector, tener presente que siempre que necesite hacer algo en Leticia, probablemente se tomará mucho más tiempo del que esperaba, así que lo mejor es que salga con un par de horas extra y que se deje llevar, también él, por ese ritmo diferente con el que las cosas y los seres se mueven en esta ciudad y en el transcurso que va desde ella a los poblados de la carretera o a los del río. Más aún, en estos dos últimos casos, probablemente tendrá que poner a prueba toda su paciencia y su capacidad de adaptación, pues siempre habrá algún acontecimiento imprevisto que retrase un poco sus planes. Si va hacia “la carretera”, o “los kilómetros”, como también se le dice a esta ruta comúnmente, tal vez se encuentre, en el parque Orellana, con la sorpresa de que ya no hay puesto en el microbús o colectivo: primera causa de retraso. Cuando finalmente aparezca el tan esperado carrito blanco, tendrá que esperar, ahora, a uno de los pasajeros que, muy probablemente iría a comprar algunos viveres que le faltan para llevar a casa, cosa común, que no altera a nadie; luego vendrán las charlas del conductor con la jovencita de la esquina, hasta que por fin, sin afanes ni preocupaciones, arranque hacia “los kilómetros”. Estos colectivos son el único medio de transporte público que une a las comunidades de la carretera con Leticia. Además de ser casi siempre un poco viejos y demorados, se mueven lentos, como orugas, entre los inmensos y embarrados huecos de la vía, conducidos por hombres que algunas veces son un poco malgeniados, pero que casi siempre van sonrientes, entretenidos con el extraño y simpático juego de conversaciones burlonas que se suele formar al interior de los vehículos, llenos de jóvenes, niños y señoras indígenas, que miran con picardía y complicidad, amontonados unos y otros entre racimos de jugosas uvas caimaronas, un par de gallinas vivas, tal vez algunos plátanos y, en ocasiones, alguno que otro costal con varios borugos (Agoutí paca) muertos y pelados, que Carlos, un hombre uitoto del Km.11, trae para vender a Leticia, calladito, con bastante sigilo, especialmente a la llegada, porque sabe, por supuesto, de la ilegalidad de su carga, cazada durante la noche y arreglada esa misma mañana. Los constantes pero impredecibles brincos y sacudidas del auto son un motivo más para las


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risas, así que estos paseos en colectivo, cuando el auto está lleno de gente, se convierten más en una especie de fiesta que en cualquier otra cosa. Ahora bien, si a donde uno se dirige es a las comunidades del río, debe tener en cuenta que únicamente conseguirá transporte fácil y casi a cualquier hora, si va hacia Santa Rosa, situada frente a Leticia, a unos 5 minutos en lancha, o a otras comunidades y fincas más cercanas, que tienen, por lo regular, un flujo más o menos constante de personas. Si, por el contrario, pretende llegar a poblaciones más lejanas como Arara, Nazareth, La Fotografía 9. El alto Solimões (Amazonas brasileño) Libertad, Mocagua, Macedonia, o, incluso, Noviembre de 2003. Autor: Jair Montaña a Puerto Nariño, a unas 4 o 6 horas río arriba en peque-peque24, deberá conocer antes los itinerarios de las embarcaciones comerciales, peque-peques, rápidos, lanchas y botes con motor fuera de borda, entre otros, o informarse prevíamente cuándo es la llegada y la partida del bote de la comunidad a la que se dirige y, por supuesto, acordar con el curaca o maloquero, o quien represente la autoridad en ese caso, cuánto le costará el pasaje, la duración y el motivo de su visita, y otras cuestiones similares. Por lo general, cada una de las comunidades del río cuenta con una embarcación de su propiedad, con motor fuera de borda, y con capacidad para unas 15 o 20 personas; en ella realizan viajes semanales a Leticia, en un día específico de la semana, para bajar a vender algunos productos y comprar, a cambio, otros que les hacen falta y que no pueden producir o conseguir en sus tierras. Entre sus preferidos están el café, el azúcar, la sal refinada, aceites de cocina, pan blanco, refrescos artificiales en polvo, baterías para las linternas 25, cigarros de tabaco y algunos más.

De viaje por el río El viaje río arriba es mucho más demorado -y complicado, en cuanto a navegabilidad- que hacia abajo, pues implica que se ha de subir contra la corriente, además del gasto extra de gasolina. 24

“Peque-peque” es el nombre dado en la región a las embarcaciones pequeñas o botes de motor fuera de borda, que al moverse producen un fuerte y acompasado ruido constante, de cuya onomatopeya proviene el nombre. 25 Las pilas o baterías son elementos muy importantes, pues de ellas llega a depender, en ocasiones, la propia supervivencia. Durante una visita corta a La Libertad, en enero de 2003, presencié cómo un hombre de la comunidad tuvo que ser trasladado de urgencia al hospital de Leticia, pues había sido víctima del disparo de un vecino, quien, durante la noche, entre la espesa vegetación del caño que rodea a la comunidad, lo había confundido con un caimán, debido a la tenue luz de su linterna, baja de baterías, que se le pareció a la luz que se refleja en los ojos de estos reptiles cuando se los ilumina en la oscuridad. Esto conmocionó a la comunidad, pero afortunadamente esa misma madrugada, mucho antes del alba, debían bajar varios de sus miembros a Leticia, pues era viernes, el día en que la gente yagua de La Libertad va a la ciudad a vender sus productos.


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En todo caso se trata del río Amazonas, un río bastante caudaloso, en el que siempre hay que tener ciertas precauciones; por esto los navegantes de la región, transportadores, mercaderes y pescadores, han creado una serie de maniobras, que tienen que ver con la manera como se enfrentan las corrientes y se sortean los inconvenientes, troncos y olas, principalmente, que podrían volcar la propia nave o las que viajan simultáneamente: en ciertos tramos del río la embarcación debe ir más hacia las orillas y en otros más hacia el centro del cauce, evitando las corrientes más violentas; las embarcaciones cuyo motor es más potente deben bajar la marcha, o apagar el motor, si es necesario, cuando se acercan a las canoas de los pescadores indígenas o a otras embarcaciones más pequeñas, pues de lo contrario podrían volcarlas; si el río está crecido, casi siempre arrastra consigo grandes troncos que podrían hacer tambalear las embarcaciones o dañar las aspas del motor al chocar con ellas, por lo que hay que bajar la velocidad y esquivarlos. Y como éstas, seguramente hay muchas otras maniobras que permiten que el viaje, generalmente, sea tranquilo y concluya en el destino esperado. Este tipo de viajes siempre se presentan como una oportunidad más para relacionarse con los demás pasajeros y entrar en sus vidas, aunque sea por un rato, pues casi siempre hay algún motivo de risas que ameniza el recorrido y rompe las barreras interpersonales entre extraños, o se suele compartir, entre los pasajeros más cercanos, algún tipo de entretenimiento gastronómico, como puede ser una fruta, pasabocas empacados o un trozo de queso de alguna de las fincas ganaderas del río, que, al pasar de mano en mano y de allí a la boca, ayuda a mitigar los efectos de la incomodidad y la demora del trayecto, según el caso; de allí a la complicidad y al relato mutuo de la vida y los quehaceres, sólo hay un pequeño trecho, que se acorta con las típicas preguntas de para dónde va, y de dónde viene, etc., pues generalmente, y en diferentes contextos, compartir la comida es una de las maneras más fáciles y agradables de generar la confianza mutua. Pero lo más agradable de viajar por el río es disfrutar de las historias de la gente amenizadas por la belleza del paisaje, por la inmensidad de ese mar lechoso y caudaloso que se llama Amazonas y que sorprende a cualquiera por la cantidad infinita de agua que lo conforma, por la maravillosa diversidad y complejidad de los seres que lo habitan y que se nutren de él, así como se nutren y se llenan de vida las riberas cuando el río crece y deja a su paso los minerales de las altas tierras andinas, una y otra vez, en un ciclo perpetuo. En lugares como éste, y a medida que uno se va dejando envolver por esas otras temporalidades, por ese transcurso, casi siempre lento, de las cosas, por la belleza del paisaje y por la cadencia de los relatos mágicos de la gente, que hablan de encantamientos y seres de fábula, pensar deja de ser esa actividad preocupada y acelerada de la cotidianidad de las ciudades, que, como ellas, no se detiene en un solo objeto, ni da paso a la contemplación o al vuelo de la imaginación. Tal vez por esa rapidez con la que pasa el mundo, en la ciudad no es posible pensar: sólo reflexionar vagamente y preocuparse y mirar el reloj, con sus manecillas indomables o su titilar automático que no se detiene. Aquí, en cambio, en medio del estupor de la llegada y a medida que esta


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tierra lo va envolviendo, uno se da la oportunidad de aquietarse, de contemplar y hasta dormitar26, aunque sabe, a la vez, que debe estar alerta, para poder escuchar y sentir cualquier signo de algo nuevo e importante, con los ojos bien abiertos, atentos al movimiento, a los cambios de luminosidad, a los bichos extraños que abundan por ahí y que parecen adictos a la piel de los recién llegados; es preciso, incluso, mantenerse bien atento a los gestos de la gente al hablar, a cada señal corporal del interlocutor local, cuyo acento y dialecto, sea regional o indígena, o una rara combinación de ambos y de las diversas variaciones regionales, probablemente no sea del todo inteligible para quien no lleva un buen tiempo allí, dando cabida a las más extrañas confusiones. Esto último es algo particularmente complejo, pues, por lo general, las personas propiamente indígenas, no tanto los mestizos o los indígenas que habitan en el casco urbano, sino los que viven al interior de las comunidades, suelen hablar muy bajito, no gesticulan mucho y pueden ser más bien tímidas o reservadas, especialmente cuando aún no hay mucha confianza con el Fotografía 10. Peque-peque en los Lagos del Tarapoto. Puerto Nariño, Amazonas, enero de 2002 interlocutor, lo cual, sumado a que su lengua natal no es el castellano, hace aún más difícil la comunicación, más aún en el caso de las señoras, con quienes debo reconocer que tuve varios y penosos malentendidos27. Podría decirse en este punto que las lenguas se convierten en verdaderas fronteras y en algunas ocasiones, son fronteras tan rígidas que pueden poner fin a todo intento posible de restablecer la comunicación, si no se es un interlocutor particularmente ágil. Con los hombres parece ser distinto: la timidez que las caracteriza a ellas no es tan común en ellos, y definitivamente suelen ser los varones quienes a lo largo de sus vidas tienen un mayor contacto con la ciudad y con el comercio y la población mestiza, lo que les da un manejo mucho más fluido del español. Además son más extrovertidos, hasta “entrones”, como se diría en Antioquia, así que, a la 26

Los primeros días en Leticia suele dar bastante sueño a diferentes horas del día, fenómeno ocasionado aparentemente por el calor, bastante común entre la gente de otras latitudes. En otros contados casos se presenta el fenómeno opuesto: un insomnio insoportable que debe atenderse oportunamente o podría producir trastornos de la psiquis, pues ella parece necesitar del descanso y la recarga que le proporciona la actividad onírica. 27 Una vez, durante mi primer viaje a Leticia, me encontré con una señora yagua de La Libertad, a quien había conocido en esa comunidad, río arriba, y que se encontraba en la Universidad Nacional, vendiendo artesanías. En medio de la efusividad del saludo, no sé por qué le entendí que “no me fuera a olvidar de ella”, cuando en realidad lo que ella me estaba diciendo era q ue le ayudara a comprar los cuadernos de su hijo, que ya empezaba su calendario escolar. El malentendido fue tal que sólo lo vine a saber un buen rato después, gracias a una compañera que me hizo dar cuenta de mi error.


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menor muestra de interés, se sienten en confianza y a veces no hay quién detenga su charla; se ponen a contar con detalles la historia de sus vidas y a preguntar, a cambio, todo tipo de datos personales, que pueden llegar a ser bastante comprometedores. En el caso de los niños se da un fenómeno aparte, pues con ellos surgen fácilmente relaciones más espontáneas de parte y parte, en las que el lenguaje verbal no es necesariamente el lenguaje más usado: por lo general se empieza con miradas y sonrisas, seguidas de juegos y conversaciones que, de algún modo, siempre se hacen entender, aunque estén de por medio las diferencias lingüísticas y culturales.

Adaptación Con el correr de los días una nueva sensibilidad va apareciendo: el oído, después de un tiempo, comienza a captar cada cambio en la sonoridad de las voces, las diferencias de entonación y las cadencias del lenguaje, sea portugués o indígena (Ticuna, Uitoto, Yagua, Cocama, Yucuna, Bora o Miraña, entre los más comunes), o ese castellano amazónico que resulta tan particular por estar expuesto a las influencias de las muchas lenguas indígenas y a las de los dialectos regionales del resto del país, así como al portugués de Brasil y el español peruano. El contacto casi cotidiano con los habitantes de Leticia y de las comunidades, hace que, poco a poco, se disuelvan las dificultades iniciales de la intercomunicación y se de rienda suelta a una relación más abierta, más dispuesta a la confianza y hasta a la confidencia, al intercambio mutuo de los relatos que componen el mundo y las historias de cada cual. Este proceso en particular es bastante especial con las mujeres, al principio parcas y reservadas, como ya mencioné, esas madres e hijas que pasan sus vidas entre la casa y la chagra, o en los restaurantes y en los puestos en los que venden su comida, y que parecen abrir más sus almas al calor del hogar, en la cocina o en el tostadero, donde se conversa de todo un poco, mientras se pica y se prueban los alimentos para medir su preparación, y donde se las sorprende un poco -y se gana aún más su confianza y hasta sus afectos- al comer de sus mismas comidas, esas que no todo el que llega está dispuesto a probar por tratarse de “comida de indios”, un poco diferente a la comida de los blancos “del interior”, tal vez, pero muy sabrosa, verdaderamente inolvidable para quien la degusta. Así, entonces, el gusto se acopla fácilmente a los diferentes sabores del pescado, con su frescura indescriptible y sus incontables variedades, tanto en lo que se refiere a especies como a preparaciones, y a todas sus demás cualidades, radicalmente diferentes a las de los pescados del interior, que casi siempre provienen de granjas piscícolas donde son alimentados a punta de concentrados, o que son transportados desde el río Magdalena o de los puertos marítimos 28.

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Definitivamente no hay punto de comparación entre la oferta de pescado en Leticia y la de la mayoría de ciudades andinas de Colombia. En ésas últimas, las técnicas de conservación, tales como la congelación, cambian notable e inevitablemente la textura y el sabor de la carne, y puede encontrarse uno con la desagradable noticia de que gran parte del pescado que se vende a bajos costos puede ser nocivo para la salud, pues proviene de ríos bastante contaminados con metales pesados, como viene sucediendo con el bocachico argentino del Río de la Plata, mucho más barato que el nacional, y para cuyo ingreso no hay ningún control por


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Otro tanto sucede con las diferentes variedades de ají que suelen acompañar todo tipo de comidas (y que, en lo personal, solía evitar al comienzo, porque consideraba erróneamente que me irritaban el estómago, cuando su efecto es más bien lo contrario); o los variados tipos de casabe, de diferentes calibres, a veces muy seco y con un fuerte olor a fermento, otras veces gelatinoso, blanco o amarillo; o las bebidas de frutas, sobre todo en las casas indígenas, donde, con esmero, y mediante la misma técnica rústica pero eficiente de siempre, se maceran las pepas de palma para sacarles su “leche” y luego compartirla con el invitado, como si fuera un miembro más de la familia al que también hay que nutrir. Y qué decir de la imprescindible fariña crujiente y la no tan común tapioca, que se vuelven indispensables a la hora de comer cualquier plato salado, sea caldo, guiso o asado; o pequeños placeres cotidianos como la “chucula” o “mingao”, una bebida de banano o plátano cocido, fermentada o no, que se consume fría o caliente, a cualquier hora del día; o el mojojoy moqueado, aderezado con tucupí espeso29, sólo o con hormigas. Pero también están las muchas otras frutas locales, que pueden ser algo raras como el umarí, de pulpa aceitosa que se come sola o se unta como mantequilla sobre el pan o el casabe, o la jugosa uva caimarona, parecida a un mamoncillo violeta con sabor a selva; o la cocona, ácida y similar al lulo, o el dulce y pegajoso caimo, el acidito del arazá y el gusto terroso del canangucho. Hasta resulta difícil enunciar ese sinnúmero de delicias y rarezas que, poco a poco, entran a formar parte del repertorio de lo conocido y lo deseado en el ámbito de la comida, como si se tratara de nuevas necesidades, que el cuerpo mismo parece pedir, para incorporarlas a sí y nutrirse de ellas, mientras se incorporan, a la vez, fragmentos del universo de esos otros, aquellos que preparan, consumen y piensan cotidianamente todos estos alimentos, y para quienes no existe tal rareza exótica en ellos. Van sucediendo, igualmente, otras adaptaciones de tipo homeostásico: el cuerpo debe contrarrestar el calor exudando copiosas cantidades de agua, liberándose de tanta ropa a la que está acostumbrado y procurando, entre otras cosas, descansar al medio día, al igual que la mayoría de negocios y establecimientos de Leticia, paralizada casi por completo durante las dos horas que van de las 12 a las 2pm en un día común de la semana. El agua de coco fría, la cerveza o los ricos puriches30 de las señoras de la carretera, se vuelven cosa de todos los días pues enfrían el cuerpo, lo hidratan, lo nutren y lo deleitan. Otro cambio definitivo acontece en el cuerpo: el olor corporal de aquel que recién llega es un “olor a leche de vaca”, como dicen los indígenas, del que no se es consciente en la vida cotidiana, tal vez por la fuerza de la costumbre y porque se camufla bajo los perfumes de los jabones y desodorantes a los que nos hizo dependientes la sociedad de consumo. Ese olor tenue pero siempre presente, que, por cierto, no

parte de las autoridades correspondientes. (Comunicación personal de un vendedor de pescado en la Plaza de Paloquemao, Bogotá, noviembre de 2004). 29 Ají preparado con el agua de la yuca brava, puesta a cocer y a reducir con sal y ají picante. 30 Jugos de fruta natural o de refrescos instantáneos en polvo, empacados en bolsas de plástico y congelados. En las casas donde hay refrigerador su venta es una manera de hacer un dinero extra. Uno de los más ricos es el de copuazú, preparado con leche en polvo. En las ciudades andinas se les conoce con el nombre de bolis. Su consumo frecuente, por fuera de las comidas regulares,


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resulta muy agradable para los nativos, parece tener alguna relación con la atracción a los mosquitos y a otros insectos hematófagos, al igual que la piel más blanca y que no ha recibido mucho sol, en cuya extensión se ven, a los pocos días de haber llegado, las abundantes e irritadas picaduras de los mosquitos, los tábanos y la arenilla, o las de los fastidiosos aradores que se prenden de los elásticos de la ropa y escarban en la dermis. Finalmente, por fortuna, uno termina adaptándose, la piel va dejando su blanquecino aspecto y se beneficia de los refrescantes baños que se pueden tomar en las poblaciones rurales, donde el barro frío de ríos y lagos parece tener un efecto calmante sobre las picaduras; la sensación es aún mejor después de haber recibido un eficaz tratamiento con huito, ese fruto cuyo zumo tiñe de un negro azulado y ayuda a cicatrizar las heridas y a repeler los bichos31. El pescado y las exóticas frutas locales que se comen a diario, le van dando una nueva textura y un nuevo olor a la piel, mientras que el sudor por las altas temperaturas parece eliminar poco a poco las toxinas acumuladas por mucho tiempo de mala alimentación, en especial las que provienen de la carne vacuna, cuyos residuos se acumulan en los intestinos y ponen realmente lento el metabolismo. Con el correr de los días se va dejando de ser el blanco de todos los zancudos, pues la piel, protegida con el huito, se va dorando con el sol y pronto no se es más “el recién llegado del interior”. La leche de vaca, tan indispensable para la mayoría de personas llegadas de la región andina, cuyas costumbres alimenticias han sido influenciadas por la opinión experta de los profesionales en nutrición quienes, a su vez, atienden sin duda a los requerimientos de la siempre próspera industria agropecuaria, va siendo reemplazada por la “leche” de muchos de los frutos de palma de la región amazónica, ricos en calcio, grasas vegetales y otros importantes nutrientes, que se consiguen a bajos precios en el mercado indígena de los sábados, casi siempre provenientes del Km.11, cuyas mujeres uitoto parecen acaparar la venta de esta especialidad gastronómica. Entre tanto derroche de actividad sensorial la mente se aquieta, silencia el parloteo incesante que caracteriza su cotidianidad, y después que esto sucede, quién sabe, tal vez hasta pueda llegar a pensar. Se va adquiriendo también cierta livíandad del cuerpo, cierta ligereza, aumentada quizás por la agilidad en el manejo de la imprescindible bicicleta o por las largas caminatas, siempre apuradas, al interior del bosque 32; empieza uno a sentir que, poco a poco, va dejando de ser un elemento exógeno al medio, para pasar a ser simplemente parte de él, parte de la selva y de sus seres. Devenir amazónico, devenir selvático: dejar de ser citadino, estresado, cumplidor de los horarios estrictos de las oficinas o las clases, para pasar a ser uno más de esta tierra, para entender un poco cómo se vive allí, entre la cotidianidad de la gente. Cambia entonces la

puede ser un buen aporte de nutrientes, no siempre estimado en los estudios nutricionales, si se trata de los preparados con frutas. 31 El tinte que se saca del huito ( Genipa americana) cuando está sin madurar, ha sido usado tradicionalmente los ticuna para pintar su cuerpo de negro, lo cual sirvió históricamente para diferenciarse de otros grupos. Además de proteger contra el ata que de mosquitos, protege contra “ataques místicos” como enfermedades y maleficios (Goulard,1994:420); tanto hombres como mujeres ticuna tiñen de huito su cabello. Igualmente sirve para teñir toda clase de artesanías. Es comestible cuando está maduro.


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percepción del tiempo: ya no hay uno sólo, lineal y constante, sino una rara mezcla de varias temporalidades móviles y maleables. Puede uno permitirse el tomarse el tiempo necesario para cada cosa, pero también debe estar alerta ante esa rareza del tiempo, ahora plástico y maleable, casi espeso, que se va volviendo lento y pareciera tragarlo a uno, hasta envolverlo en una sustancia amorfa, en algo parecido al no-tiempo. Empieza uno a sentirse parte del paisaje de la región, no un manchón, fácilmente identificable; a metamorfosearse y sentirse como en casa, no como el elemento ajeno que no encaja. Sentir que los bichos ya no son una amenaza, que no necesariamente vienen para picar o ensuciar la comida con elementos infecciosos. Hacerse un cuerpo, hacerse un cerebro, nutrirse de nuevos alimentos, de nuevas sustancias, de nuevas ideas; adquirir nuevas rutinas que desoxidan el cuerpo y el alma; conocer y visitar nuevos paisajes, nuevas personas, e intentar, sobre todo, no perderse en el intento.

IV. Una ventana a las realidades mágicas de la región amazónica: Historias locales, fantasías y desvelos nocturnos Y a través de toda esa marejada de sucesos que he venido relatando como agentes propicios para ciertos cambios en la percepción del tiempo, o mejor, a través de esa alteración generalizada de los sentidos, que empiezan a captar el mundo de otras maneras diferentes a las que siempre utilizaron -lo que a su vez interviene con el sistema de creencias que nos proporciona datos sobre lo que creemos conocer y que actúa como un filtro que permite o impide que nos acerquemos a otras ideas y creencias- se empiezan a colar fragmentos del mundo de aquellos otros, aquellos que creemos ajenos a nosotros, dueños de otras realidades que escapan de nuestro dominio, pero que, al compartirlas, en sus espacios y al interior de los contextos que les dieron vida, pasan a ser parte también de nuestra propia realidad. Es que uno creyera, a ciertas alturas de la vida, tener un sistema de creencias más o menos fuerte, ya establecido, quizás desde la infancia, aunque un poco flexible, claro, dispuesto a aprender de lo que venga, pues de manera consciente uno sabe de antemano la inmensa diversidad de percepciones del mundo posibles en la totalidad de la experiencia humana, pero tal vez no siempre se alcanza a imaginar la manera devastadora como ese sistema de creencias puede llegar a resquebrajarse, dando cabida a todo un universo de creencias nuevas, realidades diferentes, que pasan a ser parte de la propia realidad, causando fascinación, confusión y hasta pánico, cuando parece que todo lo conocido no era como uno pensaba.

De mariposas mensajeras Muchas de las mujeres que conocí en Leticia tienen la creencia, o por lo menos así lo afirman, de que las visitas anuncian su llegada por medio de la aparición de una mariposa o polilla, 32

En la selva se camina sin detenerse, a un paso constante, siguiendo un ritmo marcado por los pasos de aquel hombre o mujer


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especialmente vistosa, que llama la atención en el lugar en el que uno esté: si en casa aparece una mariposa “muy bonita” es porque va a venir alguien muy especial, o porque su llegada traerá noticias buenas; si por el contrario, lo que aparece es una mariposa o polilla oscura y fea, que asuste o moleste con su presencia, es porque va a llegar alguien o algo indeseado. Lo curioso es que el hecho se confirme cuando aparece el visitante y más curioso es cuando se reitera en diferentes oportunidades, como si existiera realmente una conexión entre algunos seres del mundo natural y los sucesos que afectan lo humano, o como si las mariposas fueran mensajeras o emisarios, envíados desde un plano paralelo de la existencia, en el que se sabe de antemano lo que va a suceder, dándole a las personas involucradas la posibilidad de alegrarse y disponer las cosas para recibir al que va a llegar, o también, de prepararse antes de que llegue lo indeseable. Esto es, la oportunidad de manejar un poquito el tiempo a favor.

Ajíes que paran la lluvia Otra historia similar es protagonizada por el ají, cuyo uso, puesto a quemar sobre las brasas, puede apaciguar los aguaceros que se prolongan más de lo adecuado: sucedió unas tres o cuatro veces, en lugares diferentes, y siempre pareció tener un buen resultado; la primera vez que supe de esto fue durante un primer viaje a Leticia, en una casa de La Libertad, a donde Ángela, entonces compañera de la Universidad, narró la experiencia que había vivido durante su trabajo de campo allí, respaldada por doña Olivia, la señora de la casa en donde había sucedido, quien narró de nuevo la historia, con la tranquilidad propia de quien sabe que lo que está diciendo es verdad y, más que normal, cosa de todos los días. Después lo presencié yo misma en el Km.18, en la casa de un personaje conocido en Leticia como “el indio”, de quien hablaré más adelante, cuya cuñada, una brasileña rubia y de ojos verdes, arrojó varios ajíes al fuego, porque desde la noche anterior no paraba de llover y el techo de la casa estaba bastante agujereado, agravando un poco la gripa de su sobrino Santiago, hijo mestizo del “indio”; acto seguido cayeron algunos truenos y un poco más tarde dejó repentinamente de llover. La otra vez fue en una casa ticuna, en el Km.6, pero en esa ocasión, la mujer que conjuró la lluvia, una anciana de unos 70 años, dijo que era para detener los truenos33, más que para la lluvia como tal. La explicación más común de la eficacia de este procedimiento reside en una acción mágica en la que se combate un mal con su polo opuesto o contrario, pues supuestamente el calor del ají tiene el poder de calentar el cielo, siendo conducido allí por medio del humo; pero en la explicación de la mujer ticuna del Km 6, aparece una solución que proviene, al contrario, de unir dos cosas semejantes: a los truenos, que son fuego, se les para con ají caliente, lo que vendría a ser una cuestión de empatía entre los elementos, más que de repulsión o contraste, indígena que siempre va adelante, a la cabeza de la “fila india”, indicando el camino. 33 Echeverri (2001:21) comenta que los residuos e impurezas que quedan al tamizar el zumo de tabaco para preparar ambil, se usan “para quemar en momentos de tormenta eléctrica para evitar los rayos”; esto, por supuesto, entre los grupos que preparan ambil, como los uitoto y los muinane.


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como sucede también en la medicina homeopática. Pero en fin, sea lo uno o lo otro, las historias que se cuentan son muchas y todas parecen confiables, lo que simplemente confirma que no todos hemos tenido acceso a los mismos pedazos de la realidad; que la realidad es mucho más grande y más compleja de los que nos explicaron, sólo que las diferentes culturas han hecho énfasis en determinados aspectos del mundo y no en otros; y que es posible, incluso, controlar el estado del tiempo si se sabe cómo hacerlo 34, pues existen otras visiones menos mecánicas de la realidad, donde, casi siempre, ella rebasa los límites de la fantasía misma, como reza el ya popular dicho.

De sustancias, maleficios y psicosis: Puede sucederle al desafortunado viajero, que llegue un momento del viaje en el que se cargue de una especie de “energías pesadas”, por así decirlo, tal vez por la acumulación de experiencias que tardan un poco en digerirse, o por el cansancio de las largas jornadas diarias, sumadas quizás al insomino por el inevitable calor; o quizás también por las diversas sustancias exógenas que entran al cuerpo al consumir productos locales como el mambe y el ambil35, preparaciones culinarias extrañas y fuertes como el caldo espeso de pescado con tucupí, o las frutas exóticas y las bebidas fermentadas mediante procesos poco controlados, en los que se producen alcoholes tóxicos; o quizás, porqué no, por las picaduras de bichos extraños, que en todo caso pueden inducir a estados febriles leves. Y claro, también por la misma sugestión, pues en esta región abundan historias de brujerías y encantamientos, posesiones de malos espíritus, “mal de ojo”, “sustos”, “fríos” y “malos vientos”, en los que uno termina creyendo, de manera consciente o inconsciente, especialmente cuando algunas manifestaciones físicas concuerdan perfectamente con la sintomatología que los locales atribuyen a esos males. El hecho es que resulta fácil, para algunos, caer en una especie de psicosis que no permite conciliar el sueño, y durante noches enteras puede uno llegar a oír y ver cosas raras e inexplicables, que lo llenan de miedo y se magnifican en la oscuridad y el aislamiento, tal como lo cuentan varias personas del interior que también afirman haberse visto afectadas por fenómenos similares durante su estadía en la Amazonía. En casos extremos de tales situaciones es posible llegar a comprender el sentido de lo que muchos llaman comúnmente “tener el alma perdida”: un desasosiego infinito en el que ya no hay ni centro ni suelo, y en que la experiencia de lo real se funde y se confunde con imágenes oníricas e ilusiones, con recuerdos lejanos, frases oídas o leídas de libros ya olvidados, escenas de películas y de obras de teatro, personajes y situaciones de los que ya no es 34

Algo similar sucede entre poblaciones indígenas de México, donde los “tiemperos”, hombres y mujeres con una predisposición especial, similar a la de los curanderos, pueden controlar el estado del tiempo, negociándolo con el espíritu del volcán Popocatépetl, a quien ven en sus sueños y a quien ofrecen alimentos en especiales potajes, a cambio de sus favores. 35 El mambe consiste en una mezcla en polvo de hojas de coca tostadas y molidas con cenizas de hojas de árboles de la familia de las Cecropias (yarumo, cetico, uva caimarona); el ambil, por su parte, es una crema o pasta espesa extraída de las hojas de tabaco, mezclada también con cenizas. Ambos suelen ir siempre juntos y tienen un uso ritual entre varios grupos indígenas de la Amazonía, pero hoy en día se consumen cotidiana y secularmente en Leticia por parte de muchos mestizos y blancos que han tenido contacto con esas culturas. Se les atribuye la propiedad de agilizar la mente y contrarrestar el cansancio intelectual y físico, entre otras cosas. Para una ampliación de su uso y significado en el contexto indígena, ver los trabajos de trabajo de Urbina, 1992; Londoño-Sulkin, 2001;Echeverri y Candre, 1993; Echeverri, 2001; entre otros.


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posible saber si realmente existieron o si fueron simplemente fruto de una imaginación exacerbada y errática… Y es que, según cuentan varias personas que conocí en Leticia, lo cual coincide con el saber popular de muchos otros pueblos, una de las formas más comunes de realizar “trabajos de brujería” es mediante la comida que se le ofrece a la desprevenida victima, agregándole “chundú” o “macumba”, o cualquiera de las sustancias orgánicas, de origen animal o vegetal, que se usan con muchos diferentes fines mágicos, según la intención del oficiante. Recuerdo la historia de una mujer bogotana, estudiante de teatro, que se casó con un muchacho ticuna del Km 6 y tuvo un hijo con él; cuando la conocí, ella afirmaba ser victima de brujerías, decía que su marido le había dado chundú, una sustancia que se pone en la comida, junto con un conjuro especial para “amarrarla” a él, y relataba encuentros espeluznantes con animales extraños y seres antropoides que aparecían en la chagra de su suegra o en la casa en la que vivían, cuando estaba sola con su niño; y aunque decía estar desesperada, no hacía nada por solucionar la situación, por más que su madre le rogara que regresara a Bogotá, pues además tenía conflictos constantes con su marido indígena y el bebé parecía tener problemas de salud, pero su control se debatía entre la medicina indígena que recomendaba la suegra y las demás mujeres de la comunidad, y la medicina occidental que la mujer bogotana quería implementar. Ese fue un caso del que mucha gente hablaba en Leticia, en especial cuando se intensificaron las peleas entre los dos y ambos aparecían con moretones, resultado de la violencia a la que ya se estaban acostumbrando. Meses después, cuando volvi a realizar mi trabajo de campo, ella había regresado a Bogotá con su esposo, pero unos meses más tarde él volvió a Leticia a vivir de nuevo con su familia materna Fotografía 11. Barrio Victoria Regia Leticia, Amazonas, 2003. en el Km 6.

La adivina del Victoria Regia También hubo un extraño encuentro con una mujer adivina del barrio Victoria Regia -uno de los barrios periféricos de Leticia, ubicado en terrenos inundables- a cuya humilde casa de pilotes llegué por azar con una amiga, cuando estábamos dando un paseo fortuito por las calles leticianas; la misteriosa mujer, que no hablaba español ni portugués, sino una rara mezcla de ambos idiomas, era ciega, pero eso no le impedía acertar en muchas de las cosas que nos dijo a ambas, así como en las numerosas consultas que, según ella y su joven marido, le llegan por


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correo o vía telefónica desde varias ciudades de Colombia y del extranjero. Se llama María, como muchas en Leticia; es de origen brasilero y vivió casi la mitad de sus setenta años de vida entre indígenas de una aislada comunidad de Brasil, aprendiendo sus prácticas mágicas. Recuerdo también su especial indicación de no irnos de Leticia sin despedirnos de ella, pues al parecer habíamos creado un fuerte lazo durante la tarde que pasamos conversando con ella; desafortunadamente ninguna de nosotras pudo despedirse en esa ocasión, y cuando volvimos a visitarla, casi un año después, la extraña anciana no nos quiso recibir, sino que mandó a su marido a decirnos que nos fuéramos, detalle éste, que nos pareció bastante raro y que más tarde haría parte del repertorio de culpas y autorrecriminaciones de mi abrumador estado psicótico.

El diablo en Puerto Nariño Pero hablando de brujerías, es especialmente en Puerto Nariño donde, se dice, más suelen suceder cosas así, como me contaba otra compañera de la Universidad, que durante varias noches de su estadía allí soñaba “con el diablo”, encarnado en diferentes personajes con los que ella debía tener contacto durante el día, y a los que empezó a evitar porque su presencia le causaba miedo. Personalmente puedo contar que pasé una noche terrorífica en una cabaña del Cerro del águila, también en Puerto Nariño, cuando mi compañera se quedó profundamente dormida y yo la pasé muy mal tratando de descifrar y explicarme racionalmente el origen de los extraños ruidos que rodeaban las paredes de madera de la cabaña: ruidos como de gente que forcejeaba la puerta tratando de entrar, los bramidos de un toro despistado y enojado que parecía querer tumbar la casa, o los maullidos impresionantes de una gata en celo que también prefirió precisamente quedarse debajo de la cabaña levantada en pilotes sobre matorrales encharcados. Toda la noche la pasé en vela y, entre una que otra pesadilla que se confundía con la obligada vigilia, me convencí de que lo que pasaba no era una cosa normal sino sobrenatural. Al día siguiente nadie parecía haber oído los mismos aterradores ruidos, a excepción de la mamá de otra amiga, que se hospedaba cerca, quien afirmó haber oído al toro enloquecido y también dijo que varios de los muchachos que trabajan en la posada a cargo del fraile que la maneja, se habían emborrachado y probablemente eran ellos quienes habían forcejeado las puertas de las cabañas. Pero esto fue durante mi primera estadía en la región, en enero de 2003, nada comparado con la verdadera pesadilla en que se convirtió mi viaje a finales de noviembre de ese mismo año, cuando creía ser victima de brujerías y alucinaba con persecuciones, pruebas iniciáticas y seres espantosos, venidos de dimensiones paralelas, que me querían hacer daño…

Todo vibra Aún no sé exactamente si este fenómeno se deba a una hipotética mayor conductividad del sonido en el aire de la región, por estar mucho más saturado de agua, pero en Leticia y en la mayoría de las comunidades que visité, tanto en las del río como en las de la carretera, así como


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en la Universidad, en establecimientos comerciales, en las casas y en todos lados, se percibe constantemente una especie de zumbido, ronco y grave, proveniente de todo tipo de aparatos eléctricos y automotores, como de las plantas de energía, lámparas, motores, refrigeradores, sistemas de ventilación, cables de la luz, guadañadoras, etc. Es un zumbido penetrante del que sólo se aleja uno al internarse en la selva, o al alejarse de las fuentes antes mencionadas. Hubo una época de mi estadía en Leticia en la que ya no creía poder soportar más el omnipresente zumbido. Incluso en las repetidas veces en que se iba la luz, allá en el Km.2, donde me estaba alojando, aparecía el bendito zumbido, ahora en la forma de un escarabajo volador que daba vueltas alrededor de mi cabeza y se posaba en mi piel dejando aún el monótono ruido en mi memoria, como una marca de esta tierra en la siempre algo está vibrando; y si no era él eran los mosquitos, las polillas, las abejas… todo, absolutamente todo allí zumbaba. Hace un tiempo oí a alguien decir que en algunas tradiciones orientales, muchas personas, antes de morir, oyen un zumbido penetrante y constante que indica la cercanía de la muerte; esto como dato curioso, o no tan curioso si se tiene en cuenta que al final de mi estadía en Leticia, cuando mi psiquis ya estaba demasiado confundida, varias veces llegué a pensar que estaba siendo buscada y perseguida por alguien o algo que me quería matar, e incluso llegaba a tener la certeza premonitoria de la hora exacta y la manera como iba a morir, una y otra vez, pesadilla sin fin, en una especie de limbo interminable que consistía en una serie de pruebas a superar para poder salvarme. Definitivamente estaba paranoica.

El chimbilaco, un ser mítico bastante mezclado Otra historia amazónica que causaba curiosidad en la época de mi viaje es la del “chimbilaco”, un fenómeno enigmático del que se hablaba con temor y risa entre las comunidades del río y que ya se estaba convirtiendo en leyenda; consiste, según cuentan, en un ser sobrenatural que se manifiesta como una luz brillante, casi siempre roja, que recorre volando las afueras de las comunidades de manera veloz durante las noches oscuras y a cuya aparición se atribuye la supuesta desaparición de varias personas de las comunidades, que serían raptadas por este ser luminoso con fines aún desconocidos. Cuando se indaga a la gente sobre este ser, algunos lo describen como un animal antropomorfo y peludo, de apetito voraz, que anda cazando niños para alimentarse de ellos, mientras que otros lo relacionan curiosamente con naves aéreas y fluviales “gringas” y con la existencia de proyectos secretos de entidades extranjeras que, supuestamente, se estarían llevando a cabo en esos territorios sin permiso de las autoridades correspondientes. Especialmente entre los niños es común oír que el chimbilaco va en las embarcaciones gringas, a las cuales sus madres les tienen prohibido acercarse. “El chimbilaco es un gringo que se come a la gente”, aseguraba Marina, una muchacha yagua de La Libertad, a principios del 2003, cuando conocí esa comunidad. La ya citada compañera de la Universidad, que estaba haciendo su trabajo de campo en ese caserío, afirma haber visto una extraña luz roja que bajaba por el río a una velocidad considerable, pero que, además, se movilizó alrededor del


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poblado, ubicado en unas tierras más bien altas, y recorrió un trayecto que, según ella, no correspondía a sitios navegables ni transitables por un vehículo a tal velocidad, sino que más bien era una ruta sólo realizable por un aparato volador que, sin embargo, no producía ningún ruido de motor ni nada por el estilo.

Fotografía 12. Marcela y su hermanito, niños yagua de La Libertad, enero de 2003.

Es posible que esta leyenda reciente tenga un origen exógeno a las culturas amazónicas y que tal vez esté siendo alimentada por varias fuentes diferentes y distantes, pues, como dato curioso, en las comunidades campesinas y negras del chocó, se le dice “chimbilaco” a una variedad de murciélagos hematófagos que recientemente han causado alarma por transmitir el virus de la rabia a varios habitantes de esa región36. Podría ser, entonces, que una parte de la creación de esta leyenda sea el resultado de una confusión o una desvíada interpretación de alguna historia de un turista, que se mezcló con las historias sobre los narcotraficantes que se movilizan durante la noche y a quienes quizás se les teme como ese elemento exógeno que hay que mantener a raya, más aún si se trata de personas dedicadas a actividades ilícitas para la sociedad mayoritaria y las autoridades colombianas. Hay que tener en cuenta también que hace algunos años llegó un traficante estadounidense a Leticia y compró “Santa Sofía”, una isla en el río que ahora se llama “La isla de los Micos”, a donde se llevó a vivir a varias familias yagua de Perú para establecer un complejo turístico del cual ellos fueran parte de la atracción, junto con los micos que también llevó a la isla. Su recuerdo podría tener relación con el ya famoso chimbilaco, “gringo, devorador de hombres”, así como con los proyectos secretos ilegales (narcotráfico o apropiación ilegal de tierras para la instalación de satélites y radares de inteligencia militar) con los que se le relaciona. De manera que este mito, que, como todo mito, involucra pedazos de 36

Esta información fue divulgada en los dos noticieros del mediodía de los canales privados nacionales, el 8 de febrero de 2005.


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realidad con esas otras cosas que podríamos llamar “ficción”, estaría involucrando también fragmentos de un discurso político anticolonialista, propio de la sociedad leticiana cercana al ámbito académico e intelectual, que bien puede tener una gran influencia en las ideologías emergentes entre las poblaciones indígenas. Como lo muestran estas historias, existe en lo cultural un alto grado de plasticidad y maleabilidad, fruto de la capacidad humana de resignificar, de acuerdo con los propios referentes simbólicos, aquellos fragmentos del mundo que le llegan de otras culturas, lo que implica que ese fenómeno casi abominable que llamamos “aculturación” o “cambio cultural” no es simplemente un proceso de “pérdida inevitable de la tradición”, siempre en términos negativos, al que finalmente todos estamos abocados por la inminente globalización de la cultura y el mercado, sino que resulta más bien un intrincado proceso de selección, adaptación y apropiación de elementos, por parte de los individuos y colectividades, que se conjugan y se mezclan de manera creativa, dando pié a la creación de nuevas realidades.

V. Sobre Leticia: La ciudad y su gente Leticia es una ciudad parecida a cualquier otro pueblo o ciudad pequeña de tierra caliente del “interior”37, pero cuya particularidad habita en una bella y extraña diversidad de gentes, una mezcla de procedencias y estilos de vida, que se conjugan, aparentemente, como si siempre hubieran compartido ese espacio, como si no hubiera existido ningún tipo de pugna, ni por el territorio, ni por la hegemonía, ni por el derecho a existir, siendo aún diferentes. Fundada en 1867 por unos cuantos militares peruanos que le dieron el nombre de San Antonio, Leticia fue inicialmente un puerto comercial para la salida de quina y caucho, un adecuado enclave en medio de las apartadas y poco exploradas tierras amazónicas, que no vino a ser reconocida como tal por el gobierno colombiano sino hasta 1930, cuando éste la recibió oficialmente de manos de una pequeña tropa militar peruana, de acuerdo con lo pactado en el Tratado SalomónLozano de 1928, que le daba posesión sobre el Trapecio Amazónico. En septiembre de 1932 soldados loretanos se toman de nuevo a Leticia, dando origen al Conflicto Colombo-Peruano de 1933, en el que Colombia reafirmaría su soberanía sobre ella, ratificada por la Sociedad de Naciones (Mora, 1985:13-14; Rosas, 2002:21). Su ocupación inicial correspondió a un grupo de funcionarios oficiales que llegaron allí con sus familias, seguidos también por militares, policías y comerciantes de diversas empresas privadas, y una creciente oleada de colombianos, que buscaban en la floreciente población la manera de 37

Palabra designada por los lugareños para el resto del territorio colombiano, aunque Leticia no esté precisamente ubicada “al exterior”, como uno pensaría de una ciudad portuaria con salida al mar, por ejemplo. No obstante, tiene sentido si se piensa en Leticia como el punto más extremo al sur del territorio colombiano, alejado de los Andes, que serían el centro político administrativo, entre otras cosas.


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mejorar sus ingresos y hacerse a sus propias tierras sin ningún costo, pues el gobierno las regalaba para incentivar el poblamiento, mediante la creación de “fronteras vivas” que garantizaran su dominio. De ese modo se fue formando una pequeña sociedad mestiza de una gran heterogeneidad cultural y social: gente del Caquetá, Putumayo, Nariño, Antioquia, Huila y Tolima en su gran mayoría, casi todos de origen campesino, aunque también muchos otros de las ciudades, fueron constituyendo una población mixta y heterogénea, dedicada, en gran parte, a actividades económicas extractivistas 38, propias de las circunstancias de frontera, que desde entonces tuvo que compartir su espacio con los habitantes ancestrales de la selva, indígenas de varios grupos étnicos como los ticuna, cocama y yagua, que parecen haber tenido una historia muy ligada a los hábitats ribereños, y otros grupos dispersos y variados, llegados de sitios lejanos, como los uitoto, que fueron traídos desde el Caquetá para la explotación cauchera y que ahora habitan en varias comunidades a lo largo de la carretera Leticia-Tarapacá. La manera como se había dado el proceso de conquista, evangelización y colonización de estas tierras, subyugando a sus antiguos habitantes y negando todos sus derechos y su autonomía, bajo un proyecto civilizador, opresor y esclavista, parece haber continuado en la mente de la naciente sociedad de Leticia que, por lo regular, mantuvo las distancias y continuó con la práctica de Fotografía 13. Calle séptima con once, ventas cerca del puerto. Leticia, Febrero de 2003. relaciones de tipo servil hacia los indígenas (Mora, 1985; González, 1998). Hoy en día Leticia cuenta aproximadamente con más de 28.000 habitantes en su casco urbano, que contando los de Tabatinga, ciudad con la que forma una conurbación, suman unos 60.000 habitantes, muchos de los cuales van libremente de un lado al otro, por la Avenida Internacional o Avenida Amizade, la calle que las une sin que haya de por medio signo alguno de frontera. En los parques y en las plazas de mercado, por los andenes soleados y a la sombra de los árboles florecidos, se puede ver, en un día normal, cómo transcurre la vida tranquila de sus habitantes, indígenas y mestizos39, que van y vienen por ahí, por los locales del pueblo, comprando y vendiendo cosas, trabajando, conversando, dando instrucciones a alguno que otro turista 38

Explotación maderera, tráfico de pieles de fauna exótica, exportación de peces decorativos y tortugas, salado y venta de pescado, entre otras actividades que representaban la posibilidad de un enriquecimiento rápido e individual, que dio paso a u na “sociedad de clases, no igualitaria” (Mora, 1985: 16-18). 39 Categoría que alude no sólo a los mestizos del interior del país, sino a la mezcla de éstos con los indígenas amazónicos, con negros y mulatos, peruanos y brasileños, entre otros.


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despistado, acalorado y deslumbrado en estas tierras bajas tropicales. Sólo una mirada un poco más profunda, o quizás, una estadía más prolongada que la de las visitas turísticas, permite al forastero darse cuenta de las pequeñas y grandes luchas diarias que, aún hoy, se dan al interior de esa sociedad leticiana heterogénea, que casi parece resistirse a ser vista como una misma sociedad. Al igual que en todas partes, existe una serie de luchas y negociaciones por el espacio, como sucede, por ejemplo, con el establecimiento de un mercado indígena “callejero” que tiene lugar las mañanas de los sábados, así como numerosos puestos de venta de comida, viveres y artesanías, que deambulan o se instalan diariamente en los parques y esquinas de las calles principales; su informalidad contradice claramente la normatividad y racionalidad de la ciudad y el control del “espacio público”, pero se han vuelto, o tal vez fueron desde siempre, parte indispensable de la vida en Leticia, por el tipo de relaciones que permiten entre sus habitantes y el territorio regional, y el sentido de pertenencia y la identidad, etc. 40 En lugares como la Gobernación o hasta en el mismo Hospital San Rafael, se pueden percibir de manera más clara algunas dificultades a las que deben someterse los habitantes de esta tierra para vivir su cotidianidad, en un medio en el que se conjugan, todavía, dos tipos diferentes de racionalidad, la indígena y la no indígena, dando lugar a relaciones desiguales, en las que cada uno juega, casi siempre, un rol bien establecido: de subordinación y dependencia, por parte de los nativos, y de paternalismo y autoritarismo, por parte de los mestizos dirigentes, empleados públicos, colonos y propietarios de tierras y de establecimientos comerciales; relaciones conflictivas que a veces terminan en pleitos, pero que generalmente son asumidas por las partes como si aquellos fueran los roles y actitudes que tienen que cumplir obligatoriamente, sin poder llegar cuestionarlos. Son comunes, por ejemplo, los problemas por tierras en los que casi siempre el mestizo lleva las de ganar, pues tiene a su favor el saber leer y escribir en español, el estar más familiarizado con la manera como se realizan los trámites ante la ley y el sistema jurídico oficial, y también, simplemente porque el uso de la fuerza pesa más que la palabra del indígena, que no tiene más remedio que irse para otro lado, en la mayoría de los casos. La Constitución de 1991 pudo haber alterado un poco la forma como históricamente se ha dado este tipo de relaciones, otorgando a los grupos indígenas cierta autonomía territorial mediante la consolidación de la figura de los Resguardos y las nuevas Entidades Territoriales Indígenas (ETI’s, en la literatura sobre el tema), en cuya construcción, se supone, debe imperar una racionalidad indígena sobre el uso y manejo del territorio, acorde con las cosmologías tradicionales, y con las necesidades y deseos reales y actuales de éstas poblaciones, pero cuya puesta en práctica ha demostrado inmensos vacíos desde la misma formulación (Vieco: 2000), visibles, principalmente, en la ausencia de mecanismos eficaces que permitan poner en la práctica toda esa teoría altruista.

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Para una descripción detallada del Mercado Indígena y sus dinámicas, ver a Rosas (2002), en una monografía dedicada por completo a este tema. Más adelante se retomará de nuevo este asunto.


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Esto ha generado que, por su parte, los individuos y grupos no indígenas que ahora habitan también la Amazonía, vengan luchando igualmente por su derecho a ocupar un lugar en la selva, resaltando que no pueden ser vistos exclusivamente como los agentes culpables de todos los males que les llegan a los indígenas 41. Su llegada a esas tierras, en muchos casos, tuvo que ver con una ocupación promovida e incentivada por el propio Estado colombiano para poblar esos terrenos fronterizos y garantizar así la soberanía territorial ante los países vecinos, tarea de los EstadosNaciones “en desarrollo”, enmarcada dentro de esa visión teleológica del progreso, que vendría a imponerse en la región mediante la apertura de tierras para la ganadería y la consolidación de industrias prósperas, lo que generó la Fotografía 14. Puerto de Leticia, Amazonas. Febrero de 2003. migración de muchos colonos a la Amazonía, buscando adquirir sus propios terrenos. En cualquier caso, así como se ven enfrentamientos y barreras sociales entre los mestizos y los indígenas, dentro de la cotidianidad urbana y rural de Leticia, también hay situaciones y circunstancias diferentes en las que lo que sobresale es un sentido de solidaridad, fruto de lazos y afectos que se han creado con el paso del tiempo y los espacios compartidos, que permiten simplemente la convivencia humana, más allá de las diferencias socioculturales; se ve también cómo la identidad es algo que se construye y si muchos de los indígenas se parecen cada vez más a los mestizos y han abandonado varios aspectos de su forma de vida tradicional, tal vez esto pasa porque es lo más conveniente para ellos, por más que nos duela la pérdida de tantos conocimientos y prácticas que a nuestros ojos son bellísimos e importantes, pero quizás ya sean obsoletos e insostenibles en las actuales condiciones de cercanía con otros estilos de vida que son bastante dominantes. Y así como esos aspectos desaparecen, seguramente se mantienen otros, que permiten, entre otras cosas, hacer valer algunos derechos frente al Estado y la sociedad nacional, mientras que, por otro lado, muchos mestizos también adquieren y asumen costumbres indígenas que los identifican con ellos42, y que reviven de algún modo ese sentido 41

Sobre las dinámicas que se han venido dando entre indígenas y colonos en la Amazonía, el Texto de Maria Clemencia Ramírez, “Las marchas de los cocaleros en el Amazonas” (1999), polemiza en torno a la validez de una identidad cultural de “colonos”, al reclamar sus derechos frente al privilegio de concesión de tierras y autonomía que la constitución del 91 otorgó exclusivamente a las comunidades indígenas. 42 En Leticia conocí varios casos de uniones maritales entre mestizos e indígenas, no sólo entre aquellos mestizos amazónicos que han vivido siempre en la región, sino entre personas que han llegado de visita y se han enamorado de un hombre o una mujer indígena, asumiendo no sólo el cambio de habitación y estilo de vida, sino también los roles que se esperan de ellos dentro de la


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de sacralidad ancestral y telúrica que ya no existe en el estilo de vida citadino de la cultura contemporánea, pero que al parecer le hace mucha falta a algunos espíritus inquietos.

Rápido y lento En Leticia proliferan los “mototaxis”, que prestan un servicio indispensable a pesar de su condición de ilegalidad o clandestinidad, y además se convierten en una oportunidad para refrescarse un poco, en medio de las acaloradas tardes amazónicas, en las que, muchas veces, no hay ni una suave brisa que calme el calor. La lentitud y la velocidad se convierten en dos factores decisivos en la forma de experimentar la Amazonía. Las motocicletas y las lanchas a motor imprimen otro sentido a la manera como se desenvuelve la vida en una región en donde todo lo demás transcurre sin mayores prisas. Tal vez ese es el encanto que les ven los jóvenes indígenas a las motos, esa posibilidad de salirse, por lo menos durante un rato, de la calma y la lentitud de la vida cotidiana al interior de las comunidades, y de paso, dejar de ser tan diferentes a los jóvenes de su edad que viven en las ciudades y que se ven, tan felices y varoniles, por la tele; esto se hace especialmente notorio en sitios como Puerto Nariño, donde cualquier dinero que llega a manos de los muchachos, pronto se invierte en la compra de una rápida y ruidosa motocicleta, aunque allí no haya realmente muchas vías por las cuales se pueda transitar de manera libre43. Y tal vez en eso mismo reside el encanto que la gente de las ciudades encuentra en la relativa calma de lugares como Leticia o sus poblados rurales, la posibilidad de bajar el ritmo y salir de la tediosa rutina de los afanes citadinos. Por citar un ejemplo, resulta bastante amplia la diferencia que existe entre la sensación que se percibe al viajar por el río en lancha, en “pequepeque” o en botes a motor, y la de movilizarse en una sencilla canoa o bote impulsado por remos; esto no lo experimenté precisamente en el río Amazonas, sino en el Tacana, uno de sus tributarios, en predios de un terreno perteneciente a los ticunas del Km. 6. La ausencia del fastidioso ruido del motor, presente también ahora en las motos, las motosierras, las guadañadoras y todos los demás aparatos que se usan cada vez más los poblados de la selva, permite adentrarse aún más en la experiencia de la naturaleza, perderse en las ondas de la superficie del agua, en las que se conjuga el reflejo del cielo con el de la vegetación, y mirar, de otro modo, cómo el agua parece un organismo vivo, denso y autocontenido, que se deja cabalgar y no permite que nada detenga su flujo. Algo parecido puede suceder en el gran río lechoso, cuando se viaja aguas abajo y se detiene el motor por instantes: sólo la fuerza del agua arrastra la nave y uno se siente un poco a la deriva, vacilando entre el deseo de dejarse llevar y sociedad indígena a la que ingresan. Otros casos interesantes en los que los mestizos asumen una identificación propia como indígenas, son relatados en el texto “Identidad y representación entre indígenas y colonos de la Amazonía colombiana”, de Margarita Chaves (1998), en el ámbito de la representación política indígena ante las entidades estatales. 43 Las motos, ya bastante comunes en Leticia, empiezan a proliferar en Puerto Nariño y en algunas comunidades indígenas. Para la década de los 80’s, Mora (1985:195) se refirió a este fenómeno como un signo de prestigio, del cual ningún hombre jefe de familia en Leticia quería privarse, aunque fuera “a costa de la calidad de la alimentación y del mínimo confort hogareño”.


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las ganas de retomar el control para no perderse, para no cederle todo el poder a las aguas, cuya fuerza podría tragarse a cualquiera, de un momento a otro. Relámpagos a la distancia y una lluvia suave de gotas tibias. Más allá, a lo lejos, Leticia.

VI. La cotidianidad de Leticia desde el puerto Hablar del puerto de Leticia es tratar de congelar la imagen de una realidad que se traslada, según la época del año y el caudal del río, hacia arriba o hacia abajo, a lo largo de la ribera que bordea el extremo sur de la población, y cuyo acceso está protegido por una enorme isla, situada al frente, hecha de tierras y pastizales que también crecen y decrecen según el nivel de las aguas. El puerto, como tal, como ese lugar físico en el que se llevan a cabo las salidas y llegadas de las embarcaciones que traen y llevan mercancías y personas, no es un lugar único o fijo, fácilmente delimitable, sino que es precisamente una larga orilla, a lo largo de la cual se disponen las embarcaciones para llegar, dejar y recoger, y luego volver a irse. En cuanto a la manera como en Leticia se habla del puerto civil, podríamos decir que son dos: el “puerto peruano” o “puerto viejo” y “el puerto” a secas, según entendí, y como pude observar, el primero es a donde suelen llegar los botes de las comunidades ribereñas, tanto colombianas como peruanas, así como algunas embarcaciones brasileñas que vienen de Umariaçú, de Benjamín Constant, de la misma vecina Tabatinga y de otros poblados ribereños más cercanos. Por su parte, el puerto propiamente dicho es de Fotografía 15. Hombres en el Puerto de Leticia. Febrero de 2003 donde parten las embarcaciones comerciales y turísticas, lanchas y “peque-peques”, para las cuales se ha adecuado un pequeño muelle; las barcazas también cumplen esa función de embarcaderos, dependiendo de la cantidad de naves que haya en determinado momento y de las actividades comerciales a las que estén dedicadas. También está la Base Naval Militar, mucho más abajo, casi al lado de Tabatinga, y desde su puerto hay una bonita vista para quien no se intimide mucho con el aséptico ambiente militar que impera en él; muchas de las embarcaciones comerciales que van río arriba hasta Puerto Nariño o río abajo hasta las ciudades del Amazonas brasilero, y las que remontan el río Putumayo hasta La Pedrera, parten desde allí, desde el Muelle Victoria Regia, en especial las de mayor calado, que no pueden llegar hasta las partes menos hondas del puerto civil, bastante colmatado.


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Al parecer, en un comienzo el puerto era el sitio en donde se llevaba a cabo toda la actividad comercial de Leticia, tanto que Mora habla de “el mercado del puerto” como “una de las realidades pintorescas de Leticia”, promocionada como parte de los planes turísticos hacia la década de los ochenta, cuando ella realizó su investigación (Mora,1985:96-98). Sólo más tarde, debido a las impredecibles crecientes del río, que llegaron a inundar zonas altas del puerto que nunca antes se habían inundado, fue que se construyó inicialmente una plaza o galería, y los locales comerciales que están ubicados entre el puerto y el Parque Orellana, donde se establecieron de manera permanente las ventas de todo aquello que llega por el río, y más recientemente, todo lo que llega por tierra desde Tabatinga y por avión. Según esta misma autora, el día sábado era el día de mayor concurrencia al mercado del puerto, pues era la ocasión en que llegaban más canoas y lanchas, con una mayor variedad y cantidad de productos que la del resto de la semana. Tal vez de allí viene la costumbre del mercado indígena sabatino que hoy en día se ubica en la “esquina de la Aduana”, sobre la calle octava con la carrera once, a un lado del Parque Orellana. La descripción que hace esta investigadora sobre las dinámicas del puerto en los años ochenta, hace pensar que la población indígena ribereña que llegaba a vender sus productos a Leticia no entraba a la ciudad mucho más allá del puerto, sino que allí mismo vendían sus cosas, a veces desde las mismas canoas, y compraban lo que necesitaban a los comerciantes mestizos, quienes sacaban hasta el puerto los productos preferidos por los indígenas. Incluso los indígenas de las comunidades de la carretera llegaban al puerto los sábados para vender allí parte de su mercancía, mientras que otra parte de sus ventas se realizaba en alguna de las calles cercanas. En aquella época, entre los años setentas y ochentas del siglo pasado, la población indígena no se había integrado tanto como hoy a la sociedad leticiana; los indígenas permanecían en la ciudad sólo el tiempo necesario para vender y comprar mercancías y, al parecer, preferían no establecer mucho contacto con los mestizos, cosa que Mora explica como una reacción normal ante las diferencias lingüísticas y culturales, que creaban una amplia brecha entre los dos grupos y entre los diferentes grupos indígenas: “Cada comerciante se limita a comprar y vender con las menos palabras posibles, pues a más larga la plática, mayor sería la incomprensión […] Si para los blancos que hablan el español el mercado de Leticia comunica y acerca, ya que como tal es un núcleo en ebullición y punto central de una red de comunicaciones y transacciones habitualmente aglutinante, para los indígenas no lo es; no los une entre sí; los relaciona un momento y luego los dispersa, porque el rompecabezas lingüístico impide la cohesión”. (Alvar, citado por Mora, 1985:99)

Si bien, hoy en día persisten muchas de las diferencias entre esas dos poblaciones, evidentes en expresiones peyorativas por parte de los mestizos, tales como “eso no lo comemos, porque eso es comida de indios”, al referirse al mojojoy o al caldo de cucha, por citar tan sólo un ejemplo, es posible decir que también ha habido un acercamiento en diferentes niveles, que permite una mayor interacción entre ellas, y que la brecha ha disminuido especialmente porque los indígenas


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han venido aprendiendo a manejar el castellano y se han ido integrando, cada vez más, a los espacios al interior de la ciudad, por medio de una dependencia cada vez mayor de los productos y servicios de la sociedad de consumo y su integración a la economía mestiza como trabajadores asalariados, lo que implica una mayor interacción que la que suponía la sola venta de sus productos44. Aunque esto sucede también porque han tenido la oportunidad de entrar a espacios de participación bastante más igualitarios, como lo es la Universidad Nacional y otras instituciones y organizaciones, por medio de sus programas de investigación, vinculándolos como informantes privilegiados, o en las actividades y programas de extensión cultural, que alcanzan a tener una buena cobertura sobre la población indígena. Además también hay muchas poblaciones no indígenas -o no del todo- que ahora habitan el bosque y viven de lo que él les dé, lo que hace un poco más débil el contraste entre unos y otros, permitiendo un mayor acercamiento. Parece haber en Leticia una alta movilidad de familias e individuos entre el campo y la ciudad, pues como decíamos, los indígenas se han integrado a los circuitos laborales y económicos de la población mestiza, en diferentes y variables labores que tienen lugar en cualquiera de esos dos espacios y de manera alternante, lo que en algunos casos no se limita a Leticia o Puerto Nariño, sino a ciudades del interior a donde muchos de ellos pasan temporadas variables haciendo dinero, para retornar luego a sus hogares y al trabajo en la chagra y en el río. Pero esa alta movilidad entre campo y ciudad no es generalizada; el medio rural, aunque humanizado y domesticado, sigue siendo agreste para la mayoría de personas que vienen del interior o para aquellos que nacieron y se criaron en la Leticia urbana, como se desprende de los comentarios casuales de muchos acerca del monte. Hay quienes se aventuran a abrir terrenos en el bosque para aprovechar la madera y luego cultivar ciertos productos, pero suelen hacerlo sin mucho apoyo técnico, casi siempre a punta de ensayos y errores, pretendiendo introducir productos foráneos que no están adaptados a las condiciones locales del clima y el suelo, lo que hace que muchos fracasen y pronto abandonen la empresa, dejando a su paso extensos claros del bosque, visibles al lado de la carretera o en las orillas de los ríos. Son esos los terrenos que ahora se ven llenos de gramíneas y pastizales, plantas sumamente invasivas que no permiten la regeneración del bosque nativo, pues no protegen al suelo de la insolación y le quitan los escasos nutrientes que pueden usar las demás plántulas, lo que se evitaría sembrando hortalizas, fijadoras de nitrógeno, o simplemente adoptando las prácticas culturales tradicionales de los indígenas, con barbechos no monoespecíficos.

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Lastimosamente se siguen dando relaciones serviles y prácticas similares al endeude, como legado de la época de la esclavitud ; casi siempre ellas trabajan como empleadas domésticas y cocineras en las casas de los mestizos o en los restaurantes, mientras ellos se han convertido en albañiles, cargadores, pescadores, obreros de actividades extractivistas, transportadores y otras labores similares. También hay algunas excepciones en las que un mayor nivel educativo les permite desempeñarse como profesores de colegios, secretarias y vendedores, situación que va en aumento con las posibilidades educativas que brindan instituciones y organizaciones que han sido fundadas más recientemente.


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Alrededor de la orilla del río, bordeando a Leticia, hay numerosas barcazas dedicadas exclusivamente a recibir la carga de las lanchas pesqueras, equipadas para ello con neveras, congeladores y cuartos fríos, y también hay otras en las que se almacena y comercia todo tipo de peces ornamentales, como óscares (Astronotus ocellatus), arawuanas (Osteoglosum bicirrhosum), escalares (Pterophyllum spp.), discos (Symphysodum discus), cardenales y tetra neones (Paracheirodum axeiroidi y P. innesi), entre muchos otros, una actividad que juega entre lo legal y lo ilícito, según el dinero que esté de por medio y que reproduce las prácticas poco sostenibles y de tipo extractivista, características de la región, como es el caso de varias regiones del Xingú, en Brasil, donde los llamados garimpeiros, antiguos explotadores ilegales de oro, ahora atrapan grandes cantidades de peces ornamentales usando los mismos equipos con los que sacaban el preciado mineral del fondo de los ríos, antes de que se agotara ese recurso (SIAMAZONÍA, 2005). Se calcula que un 90% de los peces ornamentales que se venden en el planeta proviene de las cuencas del Amazonas y el Orinoco, lo que significa una grave amenaza para la supervivencia de esas especies, a mediano y corto plazo, si no se desestimula su comercio, ni se implementan soluciones alternativas como la reproducción artificial y la cría de alevinos, de las cuales parece que aún no se dan experiencias significativas. Fotografía 16. Botes llegando a Leticia. Octubre de 2003. Seguramente también hay barcazas desde las que se realiza otro tipo de comercio ilegal, como el de pieles, animales exóticos vivos, o incluso drogas e insumos químicos para su elaboración, pero cuando uno pasa por ahí sólo alcanza a ver movimientos sospechosos de cajas herméticas y baldes o tinajas de plástico, que poco o nada revelan sobre sus contenidos. Creo que no entiendo muy bien el puerto, de hecho, una tarde me perdí en él, tratando de encontrarme con una compañera de la Universidad, pues lo que estaba buscando era la imagen que tenía del viaje anterior, nueve meses antes, cuando las aguas del río estaban mucho más crecidas; pero aquella vez, a mediados de octubre, todo había cambiado de sitio, las barcazas se habían trasladado hacia abajo con el nivel de las aguas, y las orillas cubiertas de pasto que antes estaban casi al nivel del río o sólo unos centímetros por encima de él, ahora eran barrancos de arcillas ocres y grises, de varios metros de alto, dejadas al descubierto. Todo esto cambió significativamente el paisaje. Y para completar, la zona del puerto está franqueada por una inmensa isla, “la isla de la fantasía”, que la separa de la parte más caudalosa del río, así que lo que se ve desde la orilla es un pequeño riachuelo, a veces más, a veces menos ancho, que hace


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parte de Amazonas, pero que no es realmente el Amazonas. De ese modo, la única señal reconocible del sitio que corresponde a lo que la gente de Leticia suele llamar el puerto, son unos grandes costales de concreto que hacen las veces de muros de contención, entre el río y las grandes bodegas de pescado.

Pescado: siempre fresco, variado y barato Al puerto llega constantemente todo tipo de embarcaciones, desde Perú y Brasil, así como de las poblaciones y fincas ribereñas del lado colombiano, casi siempre cargadas de racimos de plátano y chontaduro, sandías y calabazas, cocos, algo de leña, cajas plásticas y guacales de madera con diversas frutas y vegetales, según la época Fotografía 17. Tucunaré (Chichla spp.) y pintadillos (Pseudoplatystoma tigrinum), en las pescaderías de la Plaza Municipal. Leticia, noviembre de 2003. de su cosecha; pero, sobre todo, llega pescado, muchísimo pescado fresco, especialmente de Brasil, pues en su territorio se encuentra la mayor porción del río Amazonas, enriquecida por las aguas de sus principales afluentes (Putumayo, Caquetá y Guainía, por citar algunos, que nacen en el Piedemonte Amazónico Colombiano), que proporcionan al Solimões, como allí se llama, una mayor disponibilidad de peces, facilitando la labor del pescador hasta el punto en que la pesca en esas aguas resulta tan rentable que no importa el gasto extra en tiempo y gasolina para subir a comerciarla en Leticia, lo que a algunos les toma hasta doce horas45. El destino inmediato de casi toda esa pesca son unas grandes bodegas, ubicadas ahí mismo, en el puerto, donde se lleva a cabo el proceso de limpieza, congelado y salado de muchas toneladas de pescado que sale fresco y seco en tres vuelos diarios para Bogotá y, de ahí, a varias ciudades del país y del extranjero. Se trata de una pesca de tipo industrial, que representa un renglón muy importante de la economía de la región, aunque sus ganancias vayan a parar, básicamente, a manos de unos cuantos grandes comerciantes pesqueros, para quienes trabajan los pescadores locales, indígenas, negros y mestizos, a cambio de bajos salarios. El sistema del endeude que, como su nombre indica, consiste en endeudar a los pescadores al suministrarles los implementos para la 45

Información personal de un pescador brasileño que viaja desde el Yavarí a Leticia, dos veces por semana, donde tiene contrato con una pesquera local de la plaza.


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pesca, obligándolos a un trabajo escasamente remunerado y, muchas veces, durante períodos extensos que abarcan toda una vida, es una de las formas como tradicionalmente se han lucrado esas grandes empresas pesqueras y los intermediarios que se encargan de contratar a los pescadores (González, 1998:101). Actualmente salen para el interior unas 11.000 toneladas de pescado fresco y seco cada año, de los cuales la porción colombiana del río sólo aporta un 5%, más otro 15% de la parte peruana, mientras que el restante 80% proviene del Alto Solimões y de sus afluentes en Brasil46. La cantidad de pescado que cubre la demanda local es relativamente poca, comparada con la que sale (menos de un 20%), y básicamente proviene de una pesca más rudimentaria o artesanal, a mucha menor escala que la mencionada antes, y que está a cargo de pescadores indígenas y mestizos, más o menos independientes. La mayor parte de ese pescado de consumo local en Leticia se comercializa en la Plaza Municipal o en la calle que conduce a ella desde el puerto, la calle séptima, cuyos andenes están casi siempre llenos de vendedores que exhiben recipientes con frescos bocachicos, arencas, sábalos, bagres, sartas de cuchas vivas, tucunarés, palometas, pirañas y muchos otros pescados de colores metálicos, entre blancos perlados, azules, verdes y plateados, que contrastan con los colores de la yuca fresca, aún llena de tierra húmeda, y los estéticos ramitos de verdes hierbas aromáticas -cebolla larga, cilantro común y cilantro cimarrón47- que se venden al lado de los pescados. También hay una pequeña parte de la pesca que se vende directamente en el puerto, donde se puede obtener a precios más bajos, porque aún no ha pasado por el costo agregado de los intermediarios. Y aunque normalmente hay cierto alboroto entre la gente cuando hay subienda, durante los meses en los que estuve en Leticia, entre octubre y febrero, no alcancé a percibir entre los compradores de la plaza o del puerto un afán demasiado exagerado por obtener el mejor pescado al menor precio, como, al parecer, sí sucedía hace un par de décadas, cuando la gente se abalanzaba Fotografía 18. Niños en el Puerto de Leticia. sobre los botes pesqueros sin esperar siquiera a que éstos llegaran a la orilla, todo por llevarse la mejor porción y aprovecharse de vez en cuando del descuido del vendedor indígena para coger algunas sartas sin pagar (Mora, 1985:97). Es posible 46

Cifras registradas en el año 2000, según Zárate, Ochoa y Wood (2001), citados por Rosas (2002). Es de esperarse que la cifra actual sea mayor, dada la creciente demanda, aunque también podría darse un descenso, por la sobreexplotación de un recurso de lenta recuperación y la ausencia de controles y programas de manejo con métodos de piscicultura que alivien el resultado de ese abuso. 47 Eryngium foetidum, también conocido como chicoria.


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que durante la temporada más fuerte de lluvias, hacia marzo o abril, haya una mayor demanda de pescado que se preste a situaciones similares, pues al crecer las aguas se dificulta bastante la pesca por la dispersión de los peces. Por lo general, en la plaza y sus alrededores es fácil encontrar pescado fresco y bueno a cualquier hora del día, pero es recomendable llegar temprano si lo que se requiere es alguna especie en particular, para preparar algún plato especial, como el tucunaré (Cichla monoculus) y la gamitana (Colossoma macropomum), lo suficientemente grandes como para rellenar, el blanquillo (Curimatella y Curimata sp.), pescado pequeño y “de dieta”, muy bueno para sudados o para la patarasca 48, las palometas (Mylossoma sp.) de buen tamaño para asar, o la corvina (Plagioscion squamosisimos), muy fresca, para preparar cebiche. Por lo general abundan los bagres49 en sus variadas subespecies, que, por ser pescados de cuero resultan “reimosos” o particularmente grasosos, según dicen, y por eso no son muy apreciados en la parte brasileña de la Amazonía Central, aunque sí más abajo, hacia el lado de Belem do Pará, de manera que casi todos los que son capturados en el alto Solimões y sus afluentes van a parar a Leticia, de donde son envíados a varias ciudades colombianas, donde sí gustan mucho. Estos bagres, junto con los sábalos (Brycon spp.), representan la mayor cantidad en peso de la pesca total de todo el Amazonas, y algunas de sus subespecies más representativas, como el pirabutón (Brachyplatystoma vaillantii) parecen haber sido sobreexplotadas, pues su pesca ha disminuido notoriamente durante los últimos veinte años50. La pesca del pirarucú (Arapaima gigas), bastante afamado por su gran tamaño y su extraña figura de animal prehistórico, también ha venido disminuyendo y se encuentra vedada durante ciertas temporadas del año, pero es fácil encontrar buenos trozos congelados o salados durante el tiempo de la veda, que cubren la demanda turística en los restaurantes, a pesar de que su consumo local también ha decrecido porque los lugareños últimamente dicen que “daña la sangre” y que no es muy bueno para la salud 51; en todo caso, las prohibiciones para caza y pesca en la región suelen ser desacatadas casi siempre, y las autoridades ambientales no cuentan con las condiciones y herramientas que les permitan impedirlo, o simplemente éstas no son lo suficientemente eficaces, pues lo que allí se juega es la necesidad de supervivencia de familias enteras que dependen de cualquier cosa que puedan comer y también comerciar, ya que el dinero se ha vuelto una cosa importantísima para todos. Existen, eso sí, varios proyectos alternativos como la creación de granjas piscícolas para la cría de alevinos de diferentes 48

La patarasca o patarashca (también conocida como “chanti”, en Perú) es el genérico para todas las preparaciones que se envuelven entre hojas de plátano o bijao y luego son puestas a cocer sobre las brasas o en rudimentarios hornos entre arena, piedras y leña, como se acostumbra entre los ticuna. Sin embargo, no es exclusiva de este grupo, sino que se encuentra tambié n entre otras etnias amazónicas y de la Orinoquía. 49 “Catfishes”, familia de los siluriformes, de las especies Brachyplatystoma spp., Pseudoplatystoma spp. e Hypophthalmus spp. 50 Información personal de varios vendedores de pescado de la Plaza Municipal, Leticia, enero de 2003. 51 Entre los niños en edad escolar de algunas comunidades se canta un estribillo que dice así: “no más pirarucú, porque daña la salud, eso dicen los turistas que han venido por aquí…”, lo que podría estar respondiendo a algún tipo de estrategia de educación ecológica, para conservar una especie en peligro, emblemática de la Amazonía para el resto del mundo.


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especies en los países que comparten la cuenca, pero al parecer se trata aún de procesos experimentales cuyos resultados no son demostrables, por ahora, en cifras que permitan prever un alivio a la sobreexplotación de este recurso. Una característica singular de la oferta de pescado en Leticia es lo increíblemente variable e impredecible que ésta puede ser en el transcurso de tan sólo un par de días. Un ejemplo de ello sucedió hacia finales de octubre del año 2003, cuando se produjo un fenómeno llamado “mijanos”, del que todo el mundo andaba hablando por ahí y que se refiere a la subienda de algunas especies de peces, cuya inusual abundancia bajó considerablemente el precio del pescado, tanto crudo, en la plaza, como preparado, en los puestos de comida del parque y en los restaurantes locales. Sólo dos días después, el mismo pescado estaba costando el doble y hasta el triple de aquel precio, sin que esto significara que estuviera “caro” para el común de la población, según indagué con varios de los compradores, para quienes simplemente los precios eran normales, aunque no tan baratos como en “mijanos”, cuando el pescado “se consigue regalado”. Sobre éste aspecto, Mora (1985:35-39) hizo un seguimiento de varios días sobre el tipo y la cantidad de pescado que llegaba al puerto en el año de 1974. Según ella, a principios de mayo, cuando el río está en su máximo nivel, el pescado es más bien escaso, pero tan sólo unos días después, a mediados del mes, empieza la subienda y llega una Fotografía 19. Bagres pintados (P. tigrinum) pequeños. buena cantidad de pescado. Hacia finales de mayo aparecen varios ejemplares grandes de pirarucú, seguramente del lado brasilero, y se consigue aún el bocachico, éste último bastante común durante todo el año; pero al terminar el mismo mes hay una carestía en los precios, pues el pescado empieza a escasear significativamente. Más tarde, entre agosto y septiembre comienza a haber otra época de buena pesca, debido al inicio de la temporada seca, cuando los peces se movilizan hacia los ríos principales, evitando quedarse en ellos cuando están más bajos. Según entiendo, es precisamente en ese tiempo cuando resulta más fácil atrapar peces grandes como el pirarucú (Arapaima gigas) y la pirahíba, también conocida como “lechero” o “valentón” (Brachyplatystoma filamentosum), que llegan a pesar hasta 150 kilos o más, aprovechando cuando éstos salen a respirar a la superficie en aguas calmadas y relativamente estancadas como las de los lagos que se forman en la temporada más seca, oportunidad ésta que es bien aprovechada por los indígenas para pescar éstos grandes animales con arpón o con


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lanzas52. Hay que tener en cuenta que casi todas las especies de peces tienen marcados cambios de comportamiento según sus temporadas de reproducción, que los obligan a trasladarse de hábitat, realizando grandes migraciones desde las desembocaduras hasta las cabeceras de los ríos; algunos como el dorado (Brachyplatystoma flavicans), la misma pirahíba (B. filamentosum) y el sábalo (Brycon spp.), incluso viajan desde el estuario marino en el Atlántico brasileño, hasta los ríos tributarios del alto Solimões, todo lo cual ha sido observado y aprovechado por los indígenas desde hace muchos siglos, como parte de sus elaboradas estrategias de supervivencia en estas tierras bajas amazónicas (Díaz & Álvarez, 2004; Morán, 1999). Hoy en día es más bien poco el pescado que llega salado al puerto o que se sala allí para su venta posterior, ya que una mayor disponibilidad de neveras y técnicas de conservación en frío van desplazando aquella práctica, cuyas limitaciones eran bastante considerables, pues muchas veces el proceso no era el adecuado, en especial al tratarse de pescadores artesanales con técnicas casi experimentales, produciendo más pérdidas que ganancias al pescador; sin embargo, en Fotografía 20. Pescado seco en la Plaza Municipal de Leticia. ciudades como Medellín hay un gran mercado para este tipo de pescado, especialmente en la época de cuaresma y Semana Santa53, lo que demuestra cómo la costumbre se impone a la necesidad. Por otro lado, un comerciante de pescado de una bodega del puerto, que trabaja como intermediario entre su jefe y una docena de pescadores, me contó que muchas veces se trae a Leticia carne de caimán negro (Melanosuchus níger), la cual llega salada y se vende como carne seca de pirarucú, pues no es mucha la diferencia en el tamaño de sus filetes, ni en su sabor y textura. Lo triste es que esta especie enfrenta graves peligros de extinción, pues, a pesar de la veda total, ya que el Inderena había declarado su extinción del territorio colombiano hace un par de décadas, su carne, como vemos, es utilizada aún para la venta, aunque sea haciéndolo pasar como pescado, y en el mercado de negro de pieles que se exportan a Europa y Asia continúa su demanda; otro tanto sucede entre los lugareños, indígenas o no, que generalmente ya no cazan caimanes para consumirlos como parte de sus costumbres alimentarias, sino por el peligro que representan, en especial si se trata de especímenes grandes, como sucedió una noche en La Libertad, cuando un hombre le disparó a otro por haberlo confundido con un caimán grande. También me informaron que en el 52

Información personal de un muchacho ticuna que trabaja en una granja piscícola para cría experimental del pirarucú, en el Kilómetro 18, en la carretera Leticia-Tarapacá. Leticia, octubre de 2003. 53 Comunicación personal de un comerciante de pescado de la Plaza Municipal, Leticia, enero 28 de 2003.


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Amazonas peruano, donde existe un gran mercado de tortugas, matan a los caimanes para atraer y engordar a las tortugas motelo (Geochelone denticulata), que se alimentan de él.

VII. Breve mirada a los problemas ambientales en Amazonía, desde Leticia El Amazonas es visto por casi todos como una reserva generosa e inagotable de peces, capaz de cubrir incluso la demanda de pescado de las grandes ciudades del interior y del extranjero; indiscutiblemente, sea o no temporada seca, la abundancia y variedad de pescado en Leticia hace que los precios sean irrisorios, si se comparan con los de la mayoría de ciudades andinas del país, y eso sin hablar de su frescura y sabor, lo que aparentemente pone a su población en una situación privilegiada, en la que el abastecimiento y la calidad del pescado, una fuente de proteína animal bastante sana, se ven garantizados por algunos años más. Sin embargo, la situación no es tan alentadora; hay una serie de graves problemas ecológicos, no sólo en el propio río, sino en toda la cuenca amazónica, que se deben analizar y superar, si se quiere que esa abundancia sea constante durante las próximas décadas, y esto implica muchos más esfuerzos interdisciplinarios por parte de las instituciones, junto con una participación activa de las comunidades que habitan en las riberas de los ríos y de las que adquieren su sustento de ellos. Sólo al asomarse al puerto en Leticia, y por lo general, en casi todas las grandes poblaciones ribereñas de las áreas cercanas, se puede experimentar un poco de desespero e impotencia al ver cómo flotan y se arremolinan montones de envases de icopor o polipropileno, bolsas plásticas, botellas y basura cerca de las orillas, donde se estancan entre el barro y las superficies iridiscentes, cuyo brillo se debe a los comunes derrames de gasolina de los botes a motor; paisajes éstos, que los indígenas muy seguramente no hubieran contribuido a crear sin la intervención de la seductora tecnología de la sociedad occidental, de la que cada vez son más dependientes. Lo que sorprende aún más es que allí mismo, sólo a unos metros de distancia de las fétidas orillas, que se llenan de gallinazos en la época más seca, se vean de vez en cuando los juguetones brincos del bufeo 54, adaptándose, quién sabe hasta cuándo, a la inminente y progresiva destrucción de su medio. Además del uso indiscriminado de plásticos desechables en todos los puestos de comida y el inadecuado manejo de las basuras y los desechos sólidos no degradables, que en Leticia y la mayoría de las comunidades son más que evidentes, entre otros problemas podríamos enunciar,

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Bufeo o bujeo es el nombre dado localmente al delfín rosado del Amazonas ( Inia geoffrensis), también conocido como boto o tonina en otras regiones amazónicas, y es uno de los animales más representativos de la región. Hay que diferenciarlo del del fín


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por ejemplo, la pesca con mallas de gran envergadura, realizada por grandes industrias pesqueras, tanto en el Amazonas como en sus grandes afluentes; la técnica indígena de pesca con barbasco en los lagos y ríos, cuyo abuso ha producido la muerte de muchas especies en ecosistemas relativamente cerrados, donde las aguas no tienen cómo renovarse totalmente; el paso de la población nativa de unas actividades económicas de subsistencia, con pesca y caza controladas, a un comercio a gran escala, “con ganancia y acumulación de capital [que] genera un delicado dilema entre los usos tradicionales y los usos comerciales” (Defler, 2001:108); la tala indiscriminada del bosque por parte de las madereras, que destruye el hábitat de muchos seres, corta los ciclos naturales y provoca una progresiva erosión de las tierras y su definitivo arrastre por las aguas; la introducción de ganado vacuno, que aplasta el terreno, dejándolo inservible y cuyos despojos ensucian las aguas y disminuyen su potabilidad; la contaminación cada vez más extensa de todas las fuentes de agua, tanto con materia orgánica o aguas negras, como con todo tipo de detergentes altos en tensoactivos y residuos de los productos agroindustriales; los constantes y devastadores derrames de crudo en diversas zonas de exploración petrolífera en toda la cuenca, junto con el derrame de metales pesados como el mercurio en los yacimientos de oro y de otros minerales; la apertura de cientos de hectáreas para la producción de coca, junto con las fumigaciones indiscriminadas con glifosato por parte del Estado; la caza ilegal de especies como el caimán negro (Melanosuchus Níger) y el manatí (Trichechus inungis), que se han llevado al borde de la extinción, o la tortuga de río o “charapa” (Podocnemis expansa y P. unifilis), que constituía el ingrediente principal del “zarapaté”, uno de los platos típicos más famosos de la Amazonía y que ya es casi imposible de hallar, pues no sólo se cazaron para consumir su carne y sus huevos, sino que también ha prosperado desde los años 70’s un intenso tráfico de las tortugas pequeñas para exportar a Estados Unidos y Europa, mientras que su grasa fue utilizada también para la industria cosmética (González,1998:99). Todo ello y seguramente muchos otros problemas críticos en las tierras amazónicas, señalan la necesidad urgente de tomar las medidas necesarias para preservar lo que queda y renovar lo que se ha destruido, en la medida de lo posible, antes de que sea muy tarde.

Falta de agua en uno de los lugares más húmedos del mundo Pero no se puede exigir una actitud ecológica cuando la población carece de los servicios básicos para la vida. Es increíble que en una de las regiones más húmedas del planeta no haya un buen sistema de acueductos y plantas de tratamiento que garanticen el servicio de agua potable. En Leticia, para asegurarse de que se está tomando un líquido apto para el consumo humano, hay que comprar el agua en las embotelladoras de gaseosas, donde un botellón cuesta $500 sin contar con el envase, pues el agua del acueducto, que proviene directamente del río

gris (Sotalia fluvíalis), que al igual que el delfín rosado, gusta de acercarse a las canoas pesqueras. No se acostumbra cazar a ninguno de los dos. Existe toda una mitología asociada a ellos entre los indígenas, como se verá más adelante.


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Yahuarcaca55, presenta altos niveles de contaminación, evidentes en la turbidez que la caracteriza, y eso cuando alcanza a llegar a los hogares, pues, al depender su bombeo de la planta eléctrica municipal, y al ser ésta muy inestable, cada vez que se va la luz en Leticia falta también el suministro del preciado líquido. Alguna vez tuve la oportunidad de hablar de esto con un ingeniero santandereano que estaba trabajando en la planta de tratamiento de EMPOLETICIA56; él decía que los controles sanitarios eran bastante buenos, y tenía a su favor todo tipo de argumentos, pero en mi opinión, la simple acción de observar a contraluz el agua que sale del grifo y ver su color pardusco y la cantidad de partículas que flotan en su interior, comprueba que en alguna parte del proceso existe una falla. Cuando conocí el Yahuarcaca y vi los extensos y abundantes pastizales con ganado bovino que pasta, orina y defeca en sus orillas, me prometí no volver a tomar agua de la llave ni tampoco cocinar con ella, pues no se trata para nada de una fuente de agua potable y limpia, como uno pensaría de un río amazónico, aunque en realidad resulta imposible dejar de consumirla, en la comida y las bebidas que se ingieren a diario. En las comunidades indígenas sucede otro tanto; en muchas de ellas no hay sistemas colectivos de abastecimiento, sino que se acarrea individualmente desde las fuentes cercanas. En la mayoría de poblados casi todas las casas cuentan con un tanque de reserva, donde se recogen las aguas lluvias en aquellos sitios alejados que carecen de acueducto, pero la incertidumbre sobre cuándo llegarán las lluvias hace que, en ocasiones, haya una preocupación seria por el poco de agua que hay disponible, obligando a los lugareños a volverse casi mezquinos con este líquido, como lo pude ver en las casas de La Libertad, una comunidad de indígenas yagua, ¡justo a orillas del río Amazonas!. En algunas comunidades existen sistemas de bombeo que funcionan con combustible, pero su funcionamiento está sujeto a fallas constantes por falta de mantenimiento técnico y por la carencia misma del combustible, que no siempre está al alcance por sus altos costos y la lejanía de los centros de comercio. Creo que en casos como éste, no debe ser muy complicado promover la creación de sistemas de bombeo del agua desde el mismo río, aprovechando también la energía hidráulica permanente, o desde los numerosos caños que bordean a la mayoría de las comunidades ribereñas, complementados por cualquier proceso sencillo de decantación de sedimentos y descontaminación básica, o simplemente implementar mejoras que hagan más eficientes los sistemas de recolección de aguas lluvias; en cualquier caso se trata de una inversión necesaria, retribuible, en términos económicos -si es necesario ponerlo en esos términos- en tanto que se ahorraría lo que se invierte en medicamentos

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De los lagos del Yuahuarcaca dependen también varias comunidades indígenas como las de la carretera, que pescan en sus aguas, a unas cuantas horas de camino a pie. Una situación particular es la de las comunidades ticuna de San Juan de los Parentes, San Sebastián y San Antonio de los Lagos, ubicadas precisamente en las tierras bañadas por ese río, y que actualmente sufren las consecuencias de la colonización de vastas extensiones ganaderas que las han rodeado y aislado, impidiéndoles el acceso al bosque, vital para sus estrategias de supervivencia como lo son la caza de subsistencia y la recolección de otras f uentes de alimento como frutos e insectos silvestres (Vieco y Pabón: 2000). 56 Empresa de Obras Sanitarias de Leticia.


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paliativos para la amibiasis, afecciones cutáneas y otro tipo de dolencias que están siendo causadas por la escasez de agua apta para el consumo humano.

Colonización y políticas de poblamiento: También parece necesario poner límite de manera radical a la colonización mestiza, en especial la ganadera, sobre territorios indígenas, pues, como sucede en el caso de las comunidades del Yahuarcaca (Vieco y Pabón, 2000), que han visto limitado su acceso a los recursos del bosque por culpa de la expansión de tierras para la ganadería, también hay muchas otras familias que pasan hambre y tienen que recurrir a la caridad, a la pesca y la recolección de cualquier alimento como plátanos y cocos, en las fincas de algunos cuantos colonos generosos 57; algunos, incluso, recurren a la búsqueda de comida en el basurero de la carretera, con las graves consecuencias que esto trae para la salud -física y emocional-; condiciones que van generando un progresivo desplazamiento hacia el casco urbano de Leticia, donde estos indígenas desterrados pasan a alargar las listas de población en “extrema pobreza”, recurriendo a trabajos temporales y esporádicos, escasamente remunerados, en un medio generalmente hostil en el que la situación sólo parece susceptible de empeorar, pues allí no cuentan con ese tipo de “solidaridad orgánica” que aún hoy puede existir en las comunidades. Como lo muestran algunos estudios, los índices de desnutrición crónica y aguda entre la población indígena del Trapecio son mucho mayores precisamente en el casco urbano de Leticia y Puerto Nariño, y en algunas de las poblaciones más cercanas a estos dos municipios (Ramírez, 2002), lo que estaría directamente relacionado con lo que ha sido denominado como “aculturación alimentaria”, 58 en especial cuando las circunstancias en las que se produce el desplazamiento de las comunidades al área urbana encajan con el patrón general que ya hemos enunciado: cambios que afectan el transcurso normal de la vida en las comunidades y que ponen a los individuos y familias en situaciones liminares, obligándolos a una progresiva marginación de su medio sociocultural y a una disminución cada vez mayor de la calidad de sus vidas. Y es que, al parecer, las políticas e ideologías que rigen la gestión pública por parte de los Estados Nacionales de la región fronteriza amazónica siguen siendo ajenas, en gran parte, a las particulares características de los ecosistemas y a la necesidad real de la gente que vive en ellos 57

En la finca donde está ubicada la cabaña en la que me estaba hospedando, en el Km 2 de la carretera, varias veces pude conversar con una mujer ticuna de una comunidad de los lagos, que venía constantemente a pescar en los charcos de la finca y a recoger algunas frutas y plátanos junto a sus tres niños. Su situación era tan precaria que se desplazaban varias veces por semana hasta allí, arriesgándose a ser atacados por dos inmensos perros fila brasileros, que ya han mordido a varios desafortunados indígenas, pues aunque no fueron entrenados para eso y son mansos con cualquier persona blanca o mestiza, parece que han recibido esa herencia genética de sus ancestros, cazadores de indígenas para los caucheros brasileros. Lamentablemente una tarde de descuido no hubo nadie que guardara los animales y uno de los niños fue atacado y recibió fuertes mordeduras. 58 Nombre bajo el cual pueden resumirse “los cambios no dirigidos en la estructura alimentaria tradicional […], como la recepción y asimilación de elementos culturales que giran en torno al alimento y la alimentación de un grupo humano por parte de otro”. P elto (1983), citado por Velásquez (2000:25).


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y de ellos, pues sorprende ver, por ejemplo, cómo los esfuerzos binacionales por supuestamente “mejorar la calidad de vida en la región y procurar la preservación del medio ambiente y recursos naturales”, tal como rezan los objetivos del Tratado de Cooperación Amazónica (firmado en 1978) en la Introducción del Plan Modelo Colombo Brasileño para el Desarrollo Integrado de las Comunidades Vecinas del Eje Tabatinga-Apaporis (1987), han sido orientados bajo la vieja idea de que el bienestar sólo se logra poblando, industrializando y tecnificando la región, en un proceso integracionista y homogenizante: “La colonización de la región es muy incipiente en los dos países […] Estos asentamientos de colonos, deben ser apoyados con los servicios de crédito y asistencia técnica para la producción, especialmente de alimentos. Igualmente con servicios que permitan la comercialización de los excedentes […] se hace necesario la sustracción de la Reserva Forestal para la posterior titulación a particulares ubicados en las áreas de influencia de los cascos urbanos en el municipio de Leticia y los Corregimientos de La Pedrera y Tarapacá, en el caso colombiano […] La actividad pecuaria muestra una falta de apoyo oficial, escasa asistencia técnica, falta de reproductores de elevada calidad y bien adaptados a las condiciones locales y la ausencia de crédito y de fomento adecuados…”

Políticas desarrollistas, expansionistas, invasivas y, por lo demás, poco ecológicas, que quizás no podrían enunciarse de manera más clara. Como he tratado de ilustrar hasta ahora, la Amazonía es una región con sistemas ecológicos muy frágiles, no apta para actividades agrícolas y pecuarias intensivas ni extensivas como las que se practican en el resto de territorio, y donde la tala de grandes extensiones de bosque deviene en una progresiva erosión y arrastre de tierras por la acción de las aguas, con consecuencias graves e irreversibles como la destrucción del hábitat de muchos seres y su desaparición física; promover la colonización por parte de campesinos mestizos, ganaderos y agricultores, sólo puede conducir a la extensión de poblaciones cada vez más pobres, pues culturalmente no poseen los conocimientos necesarios para mantener una producción sostenible en esas tierras, como sí sucede entre las sociedades indígenas, antiquísimos habitantes del bosque tropical, conocedores de la sutil interrelación entre cada uno de sus componentes bióticos. De igual manera, se hace explícito en textos como el anteriormente citado, el interés integracionista hacia los grupos indígenas por parte de los Estados binacionales, como lo afirma claramente uno de los objetivos del Plan: “garantizar la integración física y cultural de los grupos indígenas”; ya sabemos que esa política tradicional, legada de épocas republicanas, conlleva inevitablemente a la desaparición de los pueblos aborígenes, pues implica la desaparición de todo aquello que los hace diferentes, en una asimilación que nada tiene de igualitaria, porque el estilo de vida occidental termina siendo una fuerza avasallante que se impone sin reparar en ninguna razón ajena a sus objetivos: la expansión del mercado y del estilo de vida consumidor que sustenta esa expansión; otra cosa sería si esas sociedades nativas tradicionales fueran conscientes de la riqueza inigualable de sus propias culturas y saberes, del valor de sus estilos de vida y de lo poco que sabe el “hombre blanco” de las cosas del mundo, a pesar de su abrumadora tecnología.


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VIII. Espacios de intercambio, sobre lo que va y viene todo el tiempo El río, los ríos: El río Amazonas ha sido desde épocas prehispánicas una importante vía de transporte y comunicación para las poblaciones de la selva, que aprovecharon sus aguas y las de sus afluentes Fotografía 21. Embarcación brasileña frente al puerto de Leticia, 2003. para trasladarse de un sitio a otro, para establecer lazos comerciales y culturales con otros pueblos, para explorar nuevos hábitats, para aprovechar sus recursos de pesca, caza y recolección y, en fin, para todo lo que puede servir un río como éste en medio de la selva. Este inmenso río aparece en las narraciones sobre el origen de muchos pueblos de la Amazonía, por alejados que pudieran estar de él, lo que da cuenta del conocimiento que todos estos grupos desarrollaron sobre la gran extensión de la selva como su espacio vital, y del río y sus tributarios como ejes primordiales para el desenvolvimiento de la vida, del pensamiento y las actividades en el bosque amazónico. El Amazonas, que en Brasil se llama Solimões, es navegable durante todo el año por barcos de ultramar hasta Iquitos, en Perú. Desde la colonización de la Amazonía, el río ha sido el escenario de muchos cambios en cuanto al flujo del comercio, debido a las fluctuantes políticas, comerciales y legales, entre los países que comparten los territorios amazónicos. Antes de la década de los 80 del siglo pasado, cuando los vuelos desde y hacia el interior de Colombia aún no estaban muy bien establecidos, una ruta comercial frecuente y que movía una gran cantidad de mercancías y dinero, era la ruta fluvíal que une a Puerto Asís y Tarapacá ambos puertos sobre el río Putumayo- con Leticia, bajando hasta su desembocadura en el Amazonas brasilero, donde ese afluente recibe el nombre de Iça, y remontándose luego hasta Leticia, travesía que aún hoy puede tardar unos 15 o 20 días, dependiendo de la capacidad del motor del barco. En la actualidad esa ruta sigue funcionado, pero ya no es tan frecuente, ni mueve tanto capital como en otras épocas, cuando se traía ganado bovino a Leticia y se llevaba a cambio mucho caucho, madera y pieles. El Putumayo, uno de sus grandes afluentes en la zona, nace en los Andes colombianos y tiene una extensión total de 1430 Km, de los cuales 360 recorren territorio brasilero, antes de su desembocadura. Es navegable todo el año por barcos con calado de hasta dos metros, y de febrero a mayo pueden navegarlo embarcaciones hasta de 4 metros. Esta restricción se debe al bajo fondo de muchos tramos y la presencia de bancos de arena, lo que no impide el paso de remolcadores con pasajeros, madera, combustible y ganado.


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De igual manera, por el río Caquetá, que recorre 2200 Km -360 de ellos en Brasil, donde se llama Japurá- se transportaba hace unas décadas una gran cantidad de pescado y tortugas a Leticia, llevando a cambio otros productos de origen europeo (como leche en polvo, harina de trigo y similares) que entraban al continente por el Amazonas, y que cubrían las necesidades básicas de la misma Leticia y de poblados como Araracuara y La Pedrera, aunque tanto éstas últimas como las poblaciones ribereñas del Putumayo cuentan hoy en día con mejores vías de comunicación terrestre que las independiza mucho más del comercio fluvíal. Esa actividad comercial estuvo en una época a manos del Idema59, pero casi siempre ha correspondido a los llamados “regatones” o buques-tienda, que comercian con diversas mercancías entre las poblaciones. El Caquetá presenta algunos tramos no navegables entre La Pedrera y Villa Bittencourt, por la presencia de rápidos, chorros y saltos. No obstante, barcos con capacidad de carga de hasta 15 toneladas, logran llegar hasta Villa Bittencourt, casi todo el año 60. Tanto Leticia como Tabatinga, que alguna vez constituyeron el núcleo comercial portuario más importante de la región, han presentado una gran disminución de su actividad comercial fluvíal por el auge del transporte aéreo desde la década de los 80’s. Lo que sí sigue siendo frecuente por esas rutas fluviales y por muchas otras que comunican las zonas selváticas de la Alta Amazonía colombiana con Leticia, es el viaje de personas de las comunidades indígenas a las poblaciones ubicadas más arriba, y viceversa, pues los amplios procesos de desplazamiento, que determinaron los patrones de poblamiento actual, implican el parentesco entre muchos pueblos que ahora viven alejados, pero que gustan de mantener sus relaciones por medio de visitas más o menos frecuentes, en las que también se da un importante intercambio de productos, muy acorde con ese tipo de economía complementaria que desde siempre existió entre los grupos indígenas de América.

“No solo del comercio vive el hombre 61”: El puerto como espacio de sociabilidad El puerto es un lugar de paso y todo el tiempo están sucediendo cosas interesantes en él, ires y venires de gente, turistas, viajeros, indígenas y mestizos amazónicos, todos ellos con sus historias y con los fragmentos de sus culturas, que se cargan como viejas piezas de vestir a las que se tiene cariño, aunque estén algo rotas, remendadas y sucias. En el puerto se realizan constantemente todo tipo trueques e intercambios de cosas, como también de ideas y saberes, que pasan de mano en mano, de boca en boca, de unos a otros, en un ciclo interminable; pero habría que quedarse allí un buen tiempo para comprender las rutinas que lo envuelven, lo cual no pude hacer durante mi estadía, pero sería un buen tema de investigación. Sin embargo, pasé algunas tardes en el puerto, cuyo recuerdo puede ser algo ilustrativo del tipo de dinámicas que allí se viven, las que demuestran, entre otras cosas, que para viajar por el río no hay que abordar 59 60 61

Antiguo Instituto de Mercadeo Agropecuario, ya desaparecido. La fuente de los datos numéricos de esta sección es el Plan Modelo del Eje Tabatinga-Apaporis, ya citado. Parafraseando el título del articulo de Cavelier et. al. (1992): “No sólo de caza vive el hombre”.


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ningún barco, basta con sentarse a conversar con cualquiera de los personajes que pasan por él, para transportarse a lugares distantes y a sucesos que parecen olvidados en el tiempo, y que parecen regresar con el fluír del agua. Alguna vez me senté en una de las barcazas del puerto para comerme un tamal que había comprado en el parque Orellana, cerca de la plaza, donde una señora que los prepara muy ricos y los vende acompañados de “ají de lulo”, una delicia que vale la pena buscar si se visita el Amazonas62. Ya era mediados de noviembre y el control que la policía ejerce sobre estas ventas callejeras me había impedido comer en el mismo parque, como solía hacerlo algunas tardes previas a la entrada de la temporada turística; así que bajé al río, a ver si encontraba un sitio tranquilo adonde comprar un refresco y comer. Una vez instalada, vi llegar a un grupo grande de indígenas; poco a poco se fueron sentando en las mesas de la “barcaza-tienda” y en el piso. Eran como 16 personas, casi todos adultos, algunos niñitos, y dos de las señoras traían bebés cargados en sus brazos; entre el calmado bullicio que se formó cuando llegaron, y del que se alcancé a distinguir un especial acento, digamos que un poco cantadito, con varias nasalidades y con amplias variaciones en la entonación, comprendí que hablaban Ticuna; se fueron acomodando en el sitio, mientras unos charlaban con el dueño y hablaban de los itinerarios de los botes, en un español bastante precario, lo que no les impedía, sin embargo, reír a carcajadas en medio de bromas sobre las gafas oscuras y la cachucha que, al parecer, acababa de comprar uno de los hombres mayores. Pronto terminó de caer la noche y varios de los niños se acomodaron en el suelo y sobre las piernas de sus madres, cubriéndose con mantas y camisas para disponerse a dormir. Una de las señoras, de unos 60 años, llamada Carmela, me contó que venían de “Sojó”, lo que, según le entendí, era una comunidad ticuna ubicada detrás de Puerto Nariño, adentrándose un par de horas por alguno de los ríos que allí desembocan al Amazonas. Me dijo que estaban en Leticia desde el día anterior y que ahora esperarían hasta la tarde del día siguiente a que vinieran a recogerlos, pero que ya estaban un poco cansados por la larga jornada de paseo por Leticia y que, además, había un par de niños enfermos, con diarrea, por lo que no veían la hora de volver a casa. Llevaban grandes bolsas plásticas y canastas de mimbre cargadas de pan, café, galletas, azúcar, ropa, juguetes y otras cosas, que compraron con las ganancias de las ventas de fariña, plátanos, algunas castañas, chontaduro, borojó y copuazú, que habían traído de sus chagras. El señor de las gafas oscuras era artesano y había vendido varias tallas de madera, yanchamas y collares de plumas y semillas a un almacén donde se las encargaban ocasionalmente. La venta había sido buena, pero el bote de la comunidad había tenido problemas con el motor y debieron

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Este ají se consigue en los puestos callejeros de Leticia, tanto de lulo ( Solanum quitoense) como de cocona (Solanum sessiliflorum), una fruta que ha sido llamada el “lulo amazónico” por su gran parecido con aquel. La mezcla de la fruta ácida y jugosa con el ají picante, da como resultado una salsa exótica, de muy buen sabor, para acompañar pescados, carnes y tamales.


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quedarse un día más de lo planeado, mientras solucionaban el problema mandando a traer otro que los regresara a casa. La esposa del dueño de la barcaza, una señora peruana, igual que él, que decía estar orgulloso de ser “peruano y colombiano”, llevó una olla grande con arroz y papas, pedazos de plátano frito y pastas cocidas en guiso, que aparentemente eran sobras “limpias” del almuerzo; las mujeres, agradecidas, sacaron platos y otros recipientes plásticos y repartieron la comida, de modo que todos cenaron, mientras yo seguía charlando con la señora ticuna y terminaba mi tamal. Doña Carmela me explicó que ante la situación a la que se vieron Fotografía 22. Bote brasileño cargado de plátanos. Tabatinga, Amazonas. 2003. obligados por el daño del motor, esta pareja había accedido a prestarles el local para que durmieran el tiempo que fuera necesario, y que la dueña, muy amablemente, les había ofrecido ya otros alimentos y “aguapanela”, ayuda sin la cual no hubieran tenido más remedio que amanecer en la calle y gastar en comida todo el dinero que habían recogido en las ventas. Mientras hablábamos, uno de los niños lloraba, dos más pequeños dormían y otros dos jugaban con un perro grande que les mordía las manos; también durante ese rato un par de lanchas se arrimaron a la barcaza a recoger tres “timbos” llenos de gasolina y a dejar una nevera con pescado y un racimo grande de plátanos. Estuve bastante tentada a hacerle caso a la señora ticuna cuando me ofreció presentarme al curaca para irme a trabajar a su comunidad: “¡Vámonos para Sojó!”, decía, sonriente, tomándome del brazo como si yo fuera su hija o algo parecido. Pero sólo pude aceptar quedarme un rato más, conversando con ella y jugando con la menor de sus nietas, explicándole que no podría hacer un viaje tan largo, por lo menos no precisamente en esa ocasión, pues no tenía mucho dinero disponible y al día siguiente tenía compromisos en el Km 6. Tal vez si hubiera ido, esta sería una historia muy diferente. Cuento esto como una pequeña muestra de la gran variedad de relaciones que surgen entre las personas que habitan y acuden al puerto, así como las que existen entre la gente indígena y no indígena de la región, relaciones que es preciso analizar para desmitificarlas un poco, pues no se trata necesariamente de simples y esporádicos intercambios monetarios y de productos, dentro de un sistema completamente mercantilista, como tal vez se podría pensar, sino que se dan también muchas otras dinámicas cuya naturaleza tiene mucho que ver con la reciprocidad y con el don, de los cuales la antropología ha hablado ya bastante. Se trata de intercambios y


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reciprocidades que pasan por diferentes niveles, y que se mueven a través de una delgada línea entre lo inconsciente y lo premeditado, pues cuando una de las partes se ofrece a ayudar a otra necesitada, indígenas en este caso, puede hacerlo sin esperar necesariamente algún tipo de retribución, por lo menos no inmediata, pero también existe el deseo latente de que el favorecido agradezca el favor, y se espera, de manera consciente o no, que brinde algo a cambio, aunque sea su amistad o gratitud; y todo parece indicar que en muchos casos lo único que se espera es precisamente esa amistad, como un lazo que se tiende hacia el otro para ampliar los límites del propio mundo. Situaciones como esta nos presentan otra imagen de la relación indígenas/mestizos, relación que no siempre está mediada por el conflicto, como se comentó al hablar de los pleitos por tierra, sino que muestra también muchos otros matices diferentes entre los que la solidaridad, por parte y parte, tiene lugar en muchas ocasiones y de la manera menos pensada. En la comunidad multiétnica del Km 6 de “la carretera”, donde conviven indígenas ticuna, uitoto, y algunas personas de varias etnias indígenas más, emparentadas con aquellos, así como varias familias mestizas, se encuentran fácilmente muchos ejemplos de este tipo de relaciones, en un espacio comunitario en el que no sólo se mezclan los cuerpos y las sustancias, sino del que también emergen mezclas y sincretismos de tipo ideológico y tecnológico bastante interesantes. Las típicas relaciones, netamente laborales, jerárquicas y serviles, entre colonos e indígenas, en muchas ocasiones se truecan, y se pasa entonces a niveles en los que no es posible seguir hablando en términos de esa dicotomía tradicional. Fontaine describe algunas situaciones similares observadas por él en La Pedrera, sobre el río Caquetá, donde las dinámicas entre los indígenas y los colonos traspasan los intercambios netamente comerciales, es decir, de bienes y servicios a cambio de dinero, y terminan mezclándose también esas dos categorías antropológicas como lo son el don y el intercambio. Según él (2001:280): “[…] el tiempo es determinante para distinguir las dos categorías de interacciones: los intercambios y los dones. Por consiguiente, todo el tiempo de interacción que no es un intercambio (con reciprocidad inmediata) es un tiempo para dar, y viceversa. Unos actos tendrán un acto recíproco en el instante, otros no.”

De regalos, intercambios, ideas y mercancías: Parece, entonces, que quien da siempre espera algo a cambio, lo que no se debe entender dentro del contexto puramente comercial, al que quizás estamos acostumbrados, o como una imposición egoísta de una parte a la otra: es más bien una especie de norma ética que involucra afectos y sentimientos, los cuales no siempre están codificados dentro del sentido exclusivamente negativo de la deuda o la carencia, pues, en términos positivos, implican el establecimiento y fortalecimiento de los lazos sociales, y esa especie de beneficio y bienestar


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personal que resulta de las acciones desinteresadas de cuidar del otro, como puede suceder al alimentarlo, nutrirlo, escucharlo, consolarlo, etc. Y es que las relaciones humanas se establecen y se prolongan en el tiempo a partir de esos espacios de intercambio, en el que los bienes a canjear pueden ser tan efímeros pero tan significativos como las palabras, las historias personales, la sonrisa y la complicidad, o simplemente el tiempo compartido por parte y parte; pero también pueden ser un poco más consistentes y tangibles, como la comida y las bebidas, o quizás alguna artesanía elaborada con las propias manos laboriosas de quien la da, todo lo cual es bastante valorado en muchos contextos por tratarse de unos bienes más personales que aquellos que son obtenidos del mercado, pues al implicar un cierto desprendimiento de algo que es propio y que no tiene valor comercial, demuestran y refuerzan el valor que tiene, para quien da, su relación con aquel que recibe. De ahí que Fotografía 23. Collares ticuna de plumas y semillas. entre vecinos y personas que no son de la misma unidad doméstica, tanto en Leticia como en cualquier otro lugar, una manera común de mantener las relaciones es llevando ocasionalmente alguna porción de comida preparada, o algún producto de la chagra o del monte a los que la otra persona no tiene acceso en ese momento, lo que genera la posterior reciprocidad del otro y establece una serie de intercambios mutuos que acompañan y refuerzan la relación. Así, cuando Dalia, más conocida como “la china”, una mujer ticuna del Km.6, fritaba montones de sus famosas tortillas de plátano con harina de trigo, llamaba a su sobrino Jackson y con él envíaba varias de esas tortas a donde su amiga Gloria, quien vivía a dos cuadras de la casa; por su parte, cada vez que Gloria iba a pescar al Yahuarcaca, actividad en la que sus vecinos reconocían que era muy buena, una porción de su pesca iba a parar a la casa de “la china”, lo que, tal vez sin darse cuenta, se había vuelto una costumbre de las dos y un orden normal de las cosas. En cuanto a los bienes del mercado, obtenidos a cambio de dinero, existe entre los indígenas una valoración ambigua y muchas veces contradictoria, pues varios de éstos les fascinan y no están siempre a su alcance, lo que les da un valor agregado y hace que a veces insinúen o declaren abierta y reiteradamente su deseo de tenerlos, ante lo cual no queda más remedio que desprenderse de algunos objetos personales como cámaras fotográficas, radios y demás cachivaches por el estilo. Pero lo más probable es que después de algunos días, el inicial interés se haya transformado en un descuido total del objeto en cuestión, el que entonces pasa a ocupar un rincón empolvado de la casa, o lo que es peor, a las manos de los niños traviesos que pronto darán fin a la vida útil del aparato. Sin embargo hay otros elementos de la cultura mestiza que


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realmente ocupan un papel importante en la vida actual de esta gente, y que son valorados y cuidados como bienes bastante preciados, lo que tiene que ver también con la progresiva creación de nuevas necesidades por parte del mercado63, y con una valoración diferente del dinero, la cual surge cuando los indígenas entran a hacer parte del flujo de trabajo asalariado y comprenden que el dinero se gana con esfuerzo. En esta categoría están los refrigeradores, implementos de cocina como ollas de aluminio y otros similares, las linternas y lámparas de combustible, los toldillos, los televisores, los equipos de sonido y hasta las motos, aunque estos tres últimos entran en la categoría de bienes suntuosos que generan prestigio ante los demás, pero que, por ser ostentosos, también generan reacciones adversas como la envidia o la idea de que quien los posee ya no es indígena “propio”, que es como se designa aquello que es auténtico u original, en contraposición con el calificativo de “ordinario”, aplicable, de manera sarcástica al “indígena que quiere parecerse al blanco”, a quien se refieren con el calificativo de “blanco ordinario” (Montes, 2001: 538). Otros bienes industriales como la ropa usada y, en algunos casos, telas para confeccionar sus prendas, son bastante valorados y suelen ser objeto de canje por artesanías, especialmente en las comunidades ribereñas más retiradas de los centros de comercio.

El baile indígena tradicional: Espacio para el intercambio y la transformación de bienes y sustancias Por otro lado, el intercambio de bienes también afianza los lazos de amistad y confianza entre personas de diferentes culturas, como sucedía antes y aún ahora, en el espacio intercultural de los bailes rituales, presentes en la cultura de los diferentes pueblos indígenas amazónicos 64; ocasión especial en la que el curaca anfitrión, quien corre con todos los gastos de la celebración y sus preparativos, invita a pueblos cercanos y lejanos, de diferentes etnias, quienes deberán traer a la fiesta aquellos bienes a los que tienen acceso y de los que, se supone, carece el grupo que organiza la fiesta, aunque en la práctica reciente esta abundancia y carencia pueden ser más de tipo simbólico, pues las actuales condiciones de acceso al mercado tienden a hacer desaparecer el acceso diferencial a los productos y bienes. Debe pues, existir, aunque sea

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En su texto “Lujos de ayer, necesidades del mañana”, Hugh-Jones (1988) analiza ese proceso por medio del cual el estilo de vida consumista occidental se expande a las sociedades que no están insertas en él, en éste caso, las sociedades indígenas del noroeste amazónico, creando nuevas necesidades que justifican esa expansión del mercado y que progresivamente acaparan esas otras economías alternas. Sin embargo, destaca también la capacidad de decisión, autonomía y creatividad de los grupos e individuos, factores por los cuales ese proceso de integración al mercado no es unilineal e inevitablemente homogeneizante, s ino que deviene en muchas otras respuestas creativas en las que se mezclan las cosmologías y los estilos de vida diversos, propios de las gentes. 64 Es posible afirmar que, aunque los grupos nativos de la Amazonía conforman un mosaico cultural bastante diverso y heterogéneo, también comparten algunas características comunes, en los planos filosófico, cosmológico, sociocultural y económico, que permiten hablar de ella casi como una macro región cultural, en sí misma (Montoya, 2002:73). Otros investigadores proponen una clasificación más específica de los diferentes complejos culturales de la Amazonía Colombiana en tres grupos: la “gente de ambil”, del Caquetá y Putumayo, que consumen ambil de tabaco y mambean coca; la “gente de huito y achiote”, del Trapecio Amazónico, que acostumbran pintar su cuerpo con estos elementos; y la “gente de tabaco de oler” de la región del Bajo caquetá, Mirití-Paraná y Bajo Apaporis (Vieco, Franki y Echeverri, 2000). Los uitoto son “gente de ambil”, mientras que los ticuna son “gente de huito y achiote”; para el primer grupo parece existir un mayor énfasis en la palabra, como consejo y


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idealmente, una complementariedad de alimentos y sustancias entre quienes comparten el tiempo del baile. Entre los uitoto de las comunidades de la carretera Leticia-Tarapacá, mientras el dueño del baile ofrece grandes cantidades de cahuana y otros alimentos como pescado cocido con ají, servido en porciones de casabe -alimentos preparados por su madre, su mujer y sus tías, los invitados deben llevar plátanos, pescado, presas de caza ahumadas y otros alimentos similares, asemejando la relación doméstica y cosmológica de complemento entre lo masculino y lo femenino. El curaca también ofrece a los hombres abundantes cantidades de mambe de coca, preparado por él y por sus hombres de confianza, durante los días previos a la fiesta; el ambil, en cambio, parece ser un artículo más personal, que cada hombre carga consigo, en pequeños totumitos o en envases plásticos, pero también se ofrece para acompañar el mambe 65, mientras que el tabaco para fumar es compartido entre todos de las numerosas cajas de cigarrillos sin filtro que llegan a la maloca en ocasión de la fiesta. De esa manera, después de haber sido invitada, la gente va llegando en grupos, cargando regalos variados como los ya mencionados racimos de plátano, también racimos de chontaduro y de otras palmas, frutas diversas como uvas caimaronas, piñas y cocos, y alguno que otro alimento ya procesado, aunque estos últimos más como provisiones personales que como regalos al curaca anfitrión; también llegan presas de caza y de pesca ahumadas, que, junto con esas frutas, son considerados casi siempre como alimentos masculinos. Hugh-Jones (1993) analiza este tipo de relaciones de intercambio para el caso de varios grupos de la familia lingüística y cultural Tucano del Vaupés, en cuyos bailes también se da ese sentido de correspondencia y complementariedad entre géneros, cuando el grupo anfitrión se comporta como una entidad femenina, receptiva y dadora de la comida más primigenia -la yuca y sus derivados- mientras que los invitados representan lo masculino, proveyendo la carne de caza, el elemento que llega a fecundar trayendo lo de afuera al espacio femenino, primigenio y uterino de la maloca. En otro contexto, también de la Amazonía colombiana, Londoño-Sulkin (2000:61-62) observó que durante los bailes de los muinane, en el Medio Caquetá, los dueños del baile o maloqueros, son vistos como los padres de la comunidad, porque durante ese tiempo se encargan de dar comida y además aseguran el bienestar de la población, mientras que, por su parte, los invitados, de manera reiterada, dicen ser los “hijos de los dueños de la maloca” y, como hijos adultos, “deben compartir con ellos generosamente sus sustancias rituales, presas de cacería y otras comidas”. También en el Medio Caquetá, pero esta vez, de vuelta entre los uitoto, vecinos de los muinane, con quienes comparten varias características culturales, Bríñez encontró que uno de los elementos usados para atender a los visitantes que llegan a los bailes es el maní, de gran valor cultural para esta etnia. Según ella, los dueños de la maloca discursos de saber impartidos en el mabeadero, mientras que los ticuna, como lo muestra Camacho (1995), enfatizan el mito como modelo para la acción. 65 Parece que en otras épocas se entregaba a los invitados ambil a cambio de la carne que traían, como se desprende de un canto recopilado por Preuss (1994, canto 33, “canto que se entona al entregar la carne”): “Aquí está mi mano. ¿Dónde está la recompensa? Dame ambil, ¡la buena cosa, el poder del ambil, no lo retengas! ¡la buena cosa que da fuerza al hombre, no la niegues! ¡Dónde está la recompensa? Dame ambil”.


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ocasionalmente “entregan maní en proporción al tipo de obsequio que reciben como anfitriones del baile [de manera que] recibirá mayor cantidad de maní el participante que haya entregado el animal de mayor tamaño” (2002:119). Preuss, por su parte, describía los bailes uitoto de comienzos del siglo pasado como unas grandes fiestas preparadas con varios meses de anticipación y precedidas por numerosos “ensayos”, con cantos y bailes, entre los toques del maguaré y el machacar de los pilones de coca: “de día se repetía la escena en la cual los indígenas del otro pueblo llegaban cantando, bailando y blandiendo sus lanzas; traían peces y larvas de escarabajo [mojojoy] de unos ocho centímetros de largo, ensartados en cordeles, aves, ratas, murciélagos, micos y otros animalitos que obsequiaban a Alejandro, el dueño de la fiesta, y recibían a cambio una especie de albóndigas de yuca envueltas en hojas e igualmente ensartadas en cordeles. Los obsequios colgaban muy pintorescamente de sus lanzas o de hojas de palma […] Todas estas ofrendas, producto de la cacería, eran ahumadas, adquiriendo un color negro intenso para que se conservaran hasta el día de la fiesta.” (Preuss, 1994: 28-29).

Durante mi estadía en Leticia tuve la oportunidad de ir a tres bailes indígenas, si bien, dos de ellos podrían considerarse más como ensayos que como bailes, propiamente dichos. Uno de ellos, el “baile de las frutas”, tuvo lugar el primero de noviembre de 2003 en una maloca uitoto de la Comunidad Multiétnica San José Km 6, a donde asistieron indígenas locales, uitotos y ticunas, en su gran mayoría, pero también yukunas, boras, mirañas, cocamas y otros más de la región, algunos de los cuales venían “de muy lejos”, desde comunidades ubicadas a uno y dos días de distancia. Esto fue durante mi segundo viaje, en visperas de “mijanos” o la subienda de peces, lo que coincidió también con una noche extraña en la que se fue la luz y una cantidad impresionante de avispitas enloquecidas se metían en las llamas de las velas y las apagaban, en la cabaña donde me hospedaba. En este baile en particular, al que la gente había empezado a llegar con un par de días de anticipación, acomodando sus hamacas en las partes laterales de la maloca, destinadas para ello, había dispuestas dos olletas grandes con cahuana, ubicadas en una esquina de la gran casa; allí, cada cual se iba sirviendo una porción de la espesa y viscosa bebida, con la ayuda de un totumito puesto dentro de las ollas para ese fin. Esta cahuana tenía una leve coloración naranja, proveniente de la adición de masa de la pulpa de canangucho (Mauritia flexuosa), que además le daba un sabor particular. Parece que en todo baile es bien visto que el que llegue se sirva y deguste la bebida, pues el hecho de que esté “fría y sabrosa” y que, por consiguiente, todos quieran probarla y repetir, es motivo de honra para el anfitrión, así como para su madre, su esposa y sus tías, encargadas, por lo general, de preparar la indispensable bebida, junto con la generosa cena que se ofrece más tarde. De hecho, al ser uno forastero, ajeno a la cultura indígena, pareciera como si, de algún modo, tuviera todas las miradas puestas encima, esperando cualquier señal de gusto o desagrado que uno pueda llegar a expresar al experimentar en sus espacios y al consumir sus sustancias, lo que les permite a ellos, a partir de esas impresiones, aprobar o desaprobar la presencia del extraño, facilitando o no su interacción con todos los presentes. Claro está que esto sucede más o menos en todas partes, de manera que sólo basta un poquito de sentido común para darse cuenta de que las expresiones de


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desprecio o desagrado hacia lo que los anfitriones ofrecen, están completamente fuera de lugar y deberían, ante todo, evitarse 66. Durante esas tres ocasiones en Leticia me pareció evidente que el baile establece un espacio para el intercambio y con esto me refiero a un intercambio que no sólo es de bienes y alimento, sino también de ideas y sustancias no materiales, por así decirlo, pues cada grupo que llegaba entregaba sus presentes al curaca, lo saludaba y recibía de él su calida bienvenida, acompañada de la invitación a seguir a la maloca, acomodarse y tomar cahuana. A muchos de los hombres, y sólo a algunas pocas mujeres, también los invitaba a sentarse a su lado y mabear, cada uno a su respectivo turno o formando pequeños grupos, lo que implicaba conversar larga y detenidamente sobre asuntos importantes como la cultura y la tradición, y los proyectos que se estaban realizando en ese sentido, pero también era el tiempo de dar y pedir consejos sobre mil asuntos, y enterarse de los acontecimientos recientes de lugares lejanos, mientras que la gente comienza a bailar en el espacio central de la maloca. Cabe anotar que cuando los hombres mambean no consumen ningún otro alimento durante el baile, excepto cahuana, pues al ser el mambe un alimento para el alma, no debe evadirse o desvíarse su propósito ingiriendo un alimento para el cuerpo, al igual que sucede durante las tomas de yagé (Banisteriopsis caapi) entre los mismos uitoto y entre otros pueblos de la Amazonía 67. Algunos dicen que es simplemente para que no les dé sueño y puedan mambear hasta el amanecer. Esta abstinencia de comida mientras los hombres mambean, antiguamente era extendida a sus mujeres y en especial a la mujer del curaca, la cual no podía ni mambear coca ni comer alimentos, como narraba Preuss (1994:231) de sus experiencias en el Medio Caquetá. En términos más generales, esa inclinación por lo espiritual, y quizás, también, las restricciones del medio amazónico, donde hay abundante alimento pero no siempre está disponible, parecen haber influido en una cierta ética de austeridad y recato en cuanto a la alimentación, que se traduce en un rechazo moral a la glotonería y a las actitudes desproporcionadas hacia la comida, especialmente entre gente como los uitoto. Uno podría decir que para el indígena amazónico no es necesariamente cierta la idea de que una buena comida es una comida abundante, como sucede, por ejemplo, en la tradición culinaria de los pueblos y ciudades andinas. Una buena comida, para los uitoto y los ticuna, tiene como característica principal estar compuesta por dos elementos básicos y también complementarios: la carne, que puede ser carne de monte, aves o 66

Esto lo traigo a cuento por la insólita reacción de una estudiante de antropología de una universidad privada de Bogotá, quie n, durante otro baile celebrado en el Km 11, en diciembre de 2002, -que en realidad era un ensayo para la futura celebración del nombramiento del nuevo curaca- rechazó abiertamente, y con evidentes gestos de desagrado, la porción de comida que las señoras amablemente ofrecieron a cada uno de los presentes, sólo porque el pescado cocido estaba relleno con pimientos y hormigas, y porque el casabe expelía su particular olor a fermento que a ella le pareció desagradable, lo que hizo que la escrupulosa muchachita se convirtiera en el blanco de no pocas críticas durante el resto del baile y cerrara la oportunidad de conocer a muchos de los presentes. Así de frágiles son a veces las relaciones. 67 Los uitoto llaman al yagé “únao” y éste es tomado ocasionalmente por los chamanes y algunas otras personas con fines curativos y adivinatorios. Sin embargo, los grandes conocedores del yagé o ayahuasca en la Amazonía colombiana han sido tradicionalmente los pueblos inga y kamsá del Putumayo, verdaderos especialistas en su manejo. En el Perú también lo manejan los shipibo, los mismos inga y otros pueblos.


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pescados, y la yuca brava, que siempre está procesada en forma de casabe o de fariña, sus preparaciones más generalizadas en la Amazonía 68; esto, particularmente para los uitoto, responde a “un principio que atraviesa todo el campo culinario”, según el cual, “los alimentos siempre deben ir con compañero” y no se conciben por separado, principio fundamental que se extiende también a los alimentos espirituales como el tabaco y la coca, cada uno de los cuales siempre estará acompañado de cenizas, que se adicionan en su preparación, pero también entre ellos mismos, preparados como ambil y mambe, siempre son inseparables el uno del otro 69. Pero además de sus componentes básicos, una buena comida debe incluir otras sustancias nutritivas complementarias como el ají, que le da sabor y gusto a la preparación, ya sea añadiéndolo prevíamente, como en el caso de los pescados cocidos que se sirven en los bailes uitoto, acompañados con casabe, o después de cocinar, en sus diferentes preparaciones en forma de salsas, que se sirven por aparte, a disposición de los comensales. La comida de ese baile uitoto al que hacía mención, consistió en una porción de pescado cocido que las mujeres iban sacando de una olla grande de caldo con variados tipos de ellos, aderezados con pimientos, ajíes redondos enteros70, cebollas y hormigas (de una variedad que tiene sabor a limoncillo), que ellas servían a cada invitado sobre un trozo de casabe blanco, fresco y oloroso; una de las señoras me dijo en esa ocasión que la palometa (Mylossoma y Myleus spp) se sirve como símbolo de aprecio y bienvenida al invitado. Podríamos decir que en la Leticia rural actual sobresalen básicamente dos tipos de bailes indígenas: unos bailes intergrupales, en los que se celebran momentos del ciclo ecológico anual como el esbozado anteriormente, cuyos anfitriones suelen ser los uitoto, de varias comunidades a lo largo de la carretera, y otros bailes intragrupales, quizás más herméticos, cuyo fin es marcar acontecimientos como los llamados “ritos de transición”, en los que se celebran y socializan las transiciones del ciclo vital humano. Entre éstos últimos el más importante puede ser el rito ticuna de “la pelazón”, que marca el tránsito de niña a mujer, y que recibe su nombre de la antigua costumbre de arrancarle el cabello de su cabeza halando de él, lo que hoy en día se hace con tijeras; la menarquia de la joven conlleva a su aislamiento y reclusión en una choza o compartimiento por fuera de la casa, por un lapso indeterminado - “de varias semanas hasta varios meses”, según Goulard (1994:380)- donde es sometida a una dieta especial que consiste en alimentos que “no poseen olor”, como algunos pescados pequeños, ahumados o cocidos, mientras que sus familiares hacen los preparativos para la fiesta: masato de yuca, ahumado de carnes de caza, elaboración de trajes-máscaras zoomorfas, instrumentos musicales, entre otros, hasta que llega el día de la “pelazón”, y la joven es preparada y presentada a su gente para que procedan a la depilación y a un baño ritual en el río, en medio de bailes y festines (Goulard, 68

La fariña es un elemento indispensable en la comida amazónica actual, siendo consumida tanto por indígenas como por mestizos, quienes encuentran en ella un alimento versátil, fácil de almacenar, transportar y conservar, y un complemento perfecto para toda comida; sin embargo su actual difusión parece tener un origen más bien reciente, relacionado con la actividad comer cial de las poblaciones en mayor contacto con los mestizos, como afirma Goulard (1994:354). 69 Comunicación personal de Juan Álvaro Echeverri, vía Internet, en septiembre de 2003. 70 Capsicum annuum y Capsicum chinense son las variedades más comunes de ají en Leticia.


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op.cit. y Camacho,1995). Durante la “pelazón”, el ofrecimiento de payabarú o masato de yuca a los invitados, que llegan vestidos con sus trajes-máscaras zoomorfas, parece tener una connotación bastante diferente a la de los bailes uitoto, pues éste, “asociado al semen del hombre, alimenta hasta saturarlos a los padres de los animales y a los espíritus, representados por las máscaras y las flautas”; la contribución humana “efectiva y suficiente hacia el mundo de la selva”, se confirma cuando los anfitriones hacen que los hombres portadores de las máscaras y las flautas, tomen y vomiten, hasta que se acabe la bebida; sólo entonces se procede a consumir la carne de caza (Goulard, 1994:386-387). Según Goulard, ese masato, “bebida del intercambio por excelencia”, se entrega a los seres del monte para negociar con ellos en un marco de alianza, garantizando la circulación de una “energía vital que permite el funcionamiento del universo” (Ibidem). Aunque se trata de sociedades diferentes, tanto en los bailes indígenas que ocurren en la Leticia rural como en los del Vaupés y Caquetá, antes mencionados, es posible observar la intención de realizar un intercambio complementario de lo “propio” con lo “otro”, con lo que pertenece a otra esfera, trátese de animales, seres espirituales o seres humanos de otros grupos; un intercambio en el que el alimento juega un rol esencial, en tanto que en él se materializan las sustancias que conforman a los seres y que circulan entre las diferentes esferas. Mientras que en los bailes uitoto, los regalos de los invitados son extraídos del monte, representando lo silvestre que llega al mundo domesticado, en el caso ticuna, el intercambio con los humanos afines también implica un intercambio con los seres del monte, representados en las máscaras-trajes que portan los invitados. El mecanismo básico sigue siendo el mismo, ya que el fin último es la renovación de unos vinculos que permiten la abundancia y el mantenimiento del orden en el mundo. Durante los bailes ofrecidos por los uitoto, a los que asisten diferentes pueblos, cada grupo pone en escena sus bailes y canciones, esos que hablan del origen de los seres y su papel en el mundo, creando un ambiente que varía alternadamente entre lo festivo y lo solemne, y donde la energía y el vigor de los presentes van aumentado mientras aumenta también el volumen de los cantos y la coordinación sincronizada de los movimientos, como en una sinfonía sostenida in crescendo, que no parece alcanzar su momento culmen y que genera cierto sentido de unidad trascendental, difícil de poner en palabras; cada grupo revive así su tradición particular y sus relaciones con los otros y con sus respectivas tradiciones. Se da, entonces, una mezcla de lenguas, cantos y bailes, en los que cada grupo pareciera querer hacer una demostración del grado de pureza de su cultura, de qué tanto se conserva la tradición, como se desprende de las conversaciones de los más ancianos. De esa manera el baile crea un espacio propicio para la mezcla de sustancias, entendidas éstas desde un amplio espectro que incluye tanto las sustancias físicas -comida, bebida y sustancias rituales-, las de las corporalidades, presentes y puestas en común durante la danza, pero también un tipo de sustancias extracorpóreas o espirituales,


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incorporando, de ese modo, la totalidad de la alteridad en el espacio de lo propio, y generando, por ende, una especie de hermandad que se extiende y abarca a esos otros, lejanos pero afines. Y dentro de esa idea básica de reciprocidad y complementariedad entre invitados y anfitriones, podemos encontrar también la costumbre ya instaurada de los mestizos de llevar a los bailes artículos como cigarrillos, panes, galletas, baterías, linternas, velas, ollas de aluminio y todos aquellos elementos que puedan ser útiles al maloquero y a su gente, y que se supone están su alcance porque son producidos por la sociedad de la que hacen parte. En ese orden de ideas está bien visto que individuos no indígenas lleven a las fiestas tabaco y licor para regalar al anfitrión, aunque éste último, en teoría, no sea destinado para fines lúdicos ni para consumir durante la fiesta, sino para la curación chamánica de ciertas enfermedades. Cuando particularmente fui invitada al “baile de las frutas” en la comunidad de San José, así como a otras dos fiestas, allí mismo y en el Km11, no pude dejar de experimentar cierto conflicto interno, pues no me parecía muy correcto regalar ninguno de esos dos últimos artículos, en parte por esa idea generalizada en nuestro medio de que el tabaco es nocivo para la salud y porque me parecía que los cigarros manufacturados industrialmente no eran para nada equiparables al tabaco cultivado y Fotografía 24. Niños yagua bajo la lluvia en La Libertad, enero de 2003. producido por los propios indígenas, según sus criterios, significados y prescripciones culturales y cosmogónicas. Sin embargo, un tiempo después se me hizo evidente que el tabaco es una sustancia de primera necesidad en el ámbito ritual y secular de la vida indígena, y si ahora se prefiere el del mercado es porque tal vez resulta más económico en términos de trabajo y esfuerzo71, como sucede con tantas otras cosas de las culturas que van siendo reemplazadas, así que hoy en día ya no veo porqué oponerme a él, por lo menos no con tanta fuerza como podría oponerme aún al alcohol y al hecho de que seamos los mestizos quienes promocionemos su consumo entre los indígenas, como sucede de manera abierta cuando les obsequiamos botellas de ron o cachaza y cuando las introducimos a sus espacios rituales y festivos, o de manera 71

Los uitoto tienen cultivos de tabaco para preparar el mambe y no para fumar. Por otro lado, mi mayor interacción con el mundo de las chagras fue entre los ticuna, quienes no cultivan sino unas cuantas matas aisladas de tabaco y, al parecer, sólo para “proteger la plantación”, como me informó Juan Fernández, ticuna del Km.6.


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indirecta cuando en nuestros propios ambientes festivos, los que compartimos quizás con los más jóvenes, bebemos como locos y pretendemos que nuestra conducta no influya sobre ellos, quienes, en la condición de inferioridad a la que nuestra sociedad los ha relegado históricamente, nos tienen muchas veces como referentes y modelos a seguir; no es necesario ahondar mucho en los difíciles problemas que se vienen presentando entre la población indígena por el alcoholismo, teniendo en cuenta además que ellos tienen una tolerancia fisiológica al alcohol mucho menor que la que tenemos los “blancos” o mestizos. Cabe anotar, en este sentido, que en los bailes de las malocas uitoto tradicionalmente se bebe cahuana, una bebida espesa y viscosa hecha de almidón de yuca, sin fermentar o levemente fermentada, a la que se le añade canangucho, piña u otras frutas, mientras que en otros grupos las fiestas se amenizan con masato de yuca, plátano, piña o maíz, los que si pueden alcanzar, algunas veces, ciertos grados de fermentación -como en el caso del payabarú de los ticuna- pero nunca tan altos como los de la cachaza y los demás licores destilados de caña, los cuales, además de emborrachar, crean un ambiente de subordinación y clandestinidad en el comportamiento de los jóvenes y adultos durante las fiestas, pues al estar prohibidos, hacen que los muchachos y hombres tengan que salir varias veces de la maloca, escondiéndose para beber; más tarde es probable que se pase a la desinhibición y al desfogue de comportamientos violentos que dan lugar a peleas y golpes, con lo que la fiesta, antiguo espacio cohesionador y revitalizador de la tradición, puede terminar en un completo despelote que avergüenza y causa tristeza a los más ancianos. Además podríamos afirmar que “hay borracheras de borracheras”, así como existen “violencias de violencias”, por así decirlo, ya que no es lo mismo embriagarse para entrar en un estado alterado de conciencia que puede llevar a una interacción mayor con los demás y con los elementos del mundo, dentro del contexto comunitario y sagrado de los bailes tradicionales, que tomar simplemente para emborracharse, por seguir una moda o por evadirse de una realidad que no es del todo satisfactoria. De igual manera no es en absoluto equiparable la guerra y el exterminio que los Estados “modernos” occidentales llevan a cabo por dinero o por la expansión de su imperio consumista bajo cualquier justificación, a las guerras y “violencias controladas”, como las que existían en muchas sociedades tradicionales, cuyo despliegue estaba enmarcado dentro de un contexto sacralidad y respeto a la dignidad, muy diferentes al sentido comercial que mueve las guerras actuales 72. Finalmente todo se reduce a la cuestión del sentido o el 72

En su texto “El comercio y la legitimidad de la violencia en el Bajo Caquetá colombiano” Pineda Camacho (1985) hace un recuento histórico de los primeros contactos de los blancos con los diversos grupos que habitaban esas tierras, a las que llegaron los portugueses en la segunda mitad del siglo XVIII, capturando “esclavos” para los asentamientos del Río Negro y Amazonas. Describe algunas de las características sociales comunes de los grupos Uitoto, Muinane, Anduche, Andoque, Nonuya-Bora, BoraMiraña, entre otros, que según él, tenían una conceptualización bastante elaborada sobre la violencia y las actitudes peligrosas relacionadas con ella, las cuales debían ser controladas socialmente, pues su contagio se podría generalizar en “una guerra de exterminio total”. Recurriendo a textos de canciones rituales, reconstruye la llegada de los primeros colonos que llegaron a la región, comerciando hachas de acero con los indígenas y trayendo consigo enfermedades contagiosas, comercio de es clavos y una “violencia mala”, diferente a aquella violencia controlada que se ejercía dentro de los marcos simbólicos establecidos


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significado de los hábitos y costumbres, los cuales se preservan en el tiempo o se eliminan de la cotidianidad según la trascendencia de ese sentido vital, ético, estético y filosófico que llevan implícito, o quizás, como sucede cuando las costumbres de occidente reemplazan las de las demás culturas, con sus valores económicos, en detrimento de él73. Por último, y para cerrar este tema que probablemente daría para otros estudios, entre las consecuencias de la generalización del consumo de alcoholes como el ron, el aguardiente y la cachaza entre los indígenas, podríamos añadir el escaso aporte nutricional de este tipo de licores frente a las viejas preparaciones de frutas fermentadas, la cuales, como ahora se sabe, constituían un gran aporte de proteínas vegetales en la dieta de muchos grupos indígenas americanos, pues en su caso la fermentación produce las llamadas “proteínas de una sola célula” (Single cell proteins), fácilmente digeribles (Mora:1985).

Intercambio de saberes, entre el comercio y la tradición: Durante otra ocasión en el puerto tuve la oportunidad de conocer un grupo de varios artesanos, una pareja cocama y otros tres hombres que venían de la Isla de Ronda, que se reunían cada cierto tiempo con otros dos indígenas artesanos de Leticia, quienes eran sus contactos con el comercio de artesanías local; esa tarde, sobre unos troncos ubicados en lo alto de la colina, mirando hacia el río, que estaba bastante seco, estuvimos hablando de las posibilidades de la yanchama, la chambira 74 y otros productos regionales para ampliar su mercado, elaborando con ellos artículos más apropiados para el gusto de los turistas, lo que generó un interesante debate sobre la artesanía y el comercio, a partir de la idea de hacer con esos materiales vestidos de baño y cosas por el estilo. Mientras la mujer y dos de los hombres estaban de acuerdo con la innovación, los otros se mantenían recelosos, aduciendo que la idea era de mal gusto y que lo que más les gustaba a los turistas era lo “tradicional”. Acordaron finalmente hacer unos cuantos modelos para ensayar y comprobar su acogida. El señor cocama, que había asistido con su esposa, afirmaba estar dedicado por completo a la promoción y divulgación de la cultura indígena, oficio que según decía, ya le había llevado a varias ciudades de Perú y Colombia, como participante en diferentes eventos culturales; pero lo más interesante era el hecho de que, más que artesano, él se declaraba artista, mientras mostraba, orgulloso, algunos de sus bocetos culturalmente, lo que implicó terribles guerras y generó nuevas “reflexiones sobre la legitimidad del comercio y la violenci a”, visibles en las letras de algunos cantos rituales (Ibíd.: 275). 73 En una clase del curso “Campesinos”, dictado en el 2003 en la Universidad de Antioquia, Silvía Monroy afirmaba que la alta incidencia de alcoholismo y los problemas derivados de éste entre sociedades tradicionales e indígenas, tiene mucho que ver con una pérdida o carencia en el orden de lo simbólico, idea que parece encajar muy bien con la situación que se observa en el caso de las poblaciones indígenas cercanas a Leticia, que por el adoctrinamiento a manos de los misioneros y por los sucesos violentos que marcaron sus historias y su encuentro con occidente, parecen haber perdido muchos de los contenidos de sus cosmologías y sus maneras de vivir en el mundo. 74 La yanchama (o llanchama) es una tela elaborada con la corteza de varios árboles ( Mancaria saccifeta, Poulsemia armata y Olmedia aspera, según Goulard, 1994:451), sobre la cual se realizan bellas pinturas tradicionales con motivos zoomorfos, fitomorfos y abstractos. Por su parte la chambira es la fibra de la hoja de la palma Astrocarium tucuma, con la que se tejen hamacas, mochilas, collares y todo tipo de artesanías. Ambas son usadas por varios grupos indígenas de la región, aunque las yanchamas se identifican mucho más con los ticuna, quines también hacen con ella muñecos y máscaras para los bailes tradicionales.


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hechos a mano alzada en una libreta de apuntes, con correcciones y anotaciones, al estilo de cualquier artista consumado de alguna ciudad cosmopolita. Pensé, entonces, en lo que hace el lenguaje de occidente al catalogar y discriminar entre lo uno y lo otro, y cómo conceptos como los de “arte” y “artesanía” son completamente arbitrarios y subjetivos, pero marcan distinciones excluyentes entre la labor de una élite y la de “los demás”, aunque la esencia de ambas labores sea la creación. Más tarde la conversación pasó a las técnicas de elaboración de cerámica, lo que me pareció un bonito intercambio de conocimientos sobre materiales, técnicas de cocción y diseños, que refleja cómo se mantienen, se preservan y se renuevan los elementos que conforman la cultura de determinado pueblo, en contextos en los que la producción y el mantenimiento de los saberes no resultan ya de una actividad espontánea, sino de la necesidad y la opción de preservarlos ante una cultura exógena que no es del todo abierta a respetar esas diferencias y a mantener un espacio en el que pueda haber un diálogo igualitario con esos otros y su manera de ver el mundo. Básicamente la mentalidad comercial de la cultura occidental convierte todo lo otro en mercancía, entre más exótica más valiosa, y ante esto, los individuos y grupos indígenas deben reaccionar de algún modo, ya sea adaptándose por completo a esa forma de pensar y actuar, o haciendo una apropiación selectiva de los valores de esa cultura que les permitan seguir existiendo como lo que son.

IX. Leticia y los otros puertos cercanos: Leticia parece ser, aún hoy, el eslabón más fuerte, en cuanto a su importancia comercial, de una cadena de puertos ubicados a lo largo del inmenso río Amazonas, por lo menos en la parte media del curso del río, ya que en Perú está Iquitos y en Brasil está Manaos (sobre el Río Negro, cerca de su desembocadura en el Solimões, que allí vuelve a llamarse Amazonas), ambos de gran relevancia en cuanto a Fotografía 25. El puerto de Leticia en verano. Octubre de 2003. ciudades amazónicas se refiere. Junto a Leticia, extendiéndose hacia el oriente, se encuentra Tabatinga, ciudad de Brasil cuyas calles se unen a las de ésta por La Avenida Internacional. En frente de ellas está Santa Rosa, pequeño poblado del Perú, ubicado en una gran isla en medio del río. Aguas abajo se llega al río Yavarí, frontera entre Brasil y Perú, en cuya orilla brasilera se encuentra Benjamín Constant, una ciudad más grande que Tabatinga, con algunos rasgos de la arquitectura holandesa en el diseño de sus casas, ubicada al otro lado del río de las población peruana de Islandia. Río arriba de Leticia hay


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muchas poblaciones indígenas y campesinas, así como varias fincas ganaderas y algunos cultivos agroindustriales de diferentes escalas. Puerto Nariño está a unos 80 Kms de Leticia, entre cuatro y seis horas río arriba, o aún más, según la potencia del motor del bote, en la confluencia de los ríos Zancudillo, Loretoyaku y los Lagos del Tarapoto, que llegan allí al Amazonas; al contrario de Leticia, la actividad comercial de Puerto Nariño se encuentra más centralizada en el propio puerto, que consiste en una pequeña bahía donde se desarrolló algo así como el centro de comercio de la población. Durante la década de los 40’s, después de la fundación de Leticia, muchos colonos abrieron grandes fincas en el río para la ganadería; una de ellas fue La Esmeralda, cuyo dueño llegó a tener más de trescientas cabezas de ganado y era conocido además por la comercialización de peces ornamentales (Mora, 1995:48). Según cuentan, este señor donó un lote para la fundación del colegio que estaba a cargo de los sacerdotes y misioneros, y luego, en 1964 vendió La Esmeralda a la Prefectura Apostólica, por falta de mano de obra que la trabajara. Así se fundó de Puerto Nariño, la que hoy es la segunda ciudad en importancia del departamento del Amazonas y donde funciona la Escuela Normal. Su población es casi toda ticuna y yagua. Por su parte, Benjamín Constant es una ciudad brasilera bastante grande sobre el río Yavarí, a un par de horas de Leticia; sus calles empinadas y llenas de colinas y altibajos, están bordeadas por casas que evocan cierto estilo holandés, con techos de dos aguas bastante inclinados, lo que hace que por momentos uno crea que no está en el Amazonas sino en cualquier campiña nórdica europea, si es que se puede olvidar por un rato del clima y de la intensidad de la luz tropical. Allí parece haber igual presencia militar que en Leticia y Tabatinga, tal vez porque es el punto de frontera con Perú, y además está llena de tiendas de cachivaches con propietarios de ascendencia árabe, lo que le imprime un carácter bien heterogéneo. Cuando fui a Benjamín había cosecha de sandías y ahuyamas, y la calle que va del puerto a la plaza estaba repleta de vendedores indígenas y mezclados, que mostraban ejemplares inmensos de esos dos frutos junto a otros variados productos de cosecha, entre los que abundaban también las uvas caimaronas. En Benjamín todo parece más grande y más amplio que en Leticia: las calles, las construcciones, el mismo desembarcadero del puerto, el espacio dispuesto para la venta de los productos de temporada, etc. Aquella vez, en un restaurante económico, cercano al puerto, ofrecían gallina sudada con pasta -en un guiso muy picante y aliñado, teñido de amarillo por el achiote- acompañada de arroz, plátano y yuca; sin embargo yo preferí la famosa “feijoada” brasileña, hecha con fríjoles negros y patas de cerdo ahumadas y troceadas, también con su porción de arroz blanco, pero adaptada al ambiente amazónico con el complemento opcional de yuca frita, fariña y ají. En realidad el puerto de Leticia está como fragmentado, no es posible tener una imagen en de él en su totalidad, como si sucede en Tabatinga, o más aún, en Benjamín Constant y en Puerto Nariño, donde el puerto no sólo es el lugar de embarque, sino el de carga, venta, compra, contacto, encuentro, etc. Esto puede explicarse por la imposibilidad física de los


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grandes barcos para llegar a Leticia, adonde la poca profundidad de las aguas no permite que existan todas esas actividades derivadas de la llegada y salida de embarcaciones de gran calado.

Leticia y Tabatinga: Estas dos hermanas siamesas que desde el aire deben verse casi como una misma ciudad, tienen entre sí una curiosa relación: relación un poco amorosa que se evidencia en la manera como parecen emularse mutuamente. Es gracioso ver cómo en los establecimientos públicos de Tabatinga suena constantemente la “música colombiana” (entendida como vallenatos, salsa o merengue, o la más reciente música pop-rock de artistas colombianos) y si aún no está sonando, corren a ponerla tan pronto se dan cuenta que uno es colombiano. Incluso se toman la molestia de subirle el volumen, como tratando de complacer al cliente al hacer que éste se sienta como en su tierra, cuando muy probablemente lo que el cliente quiere es sentir que está en otra parte. Lo mismo sucede en varios sitios de Leticia, cuyo encanto es la suave cadencia de la música brasilera, con guitarras, pitos y tamboras, que amenizan la tarde que se va volviendo noche, refrescada con una cerveza grande de marca “Anthártica”, brasilera también. En realidad toda esta región y su carácter fronterizo triple presenta una extraña pero deliciosa mezcla de estilos; lo que se ha dado a conocer como latino y caribeño -con su música de vallenatos, salsas, merengues, champetas y todas sus más recientes variaciones, junto con las maneras de ser ligadas a ello: gente extrovertida, amante de los placeres simples de la vida, rumbera y cálida en el trato- se mezcla con la cultura de una gente mestiza campesina y de los Andes, produciendo músicas raras como la tecnocumbia peruana, que combina melodías andinas con instrumentos tropicales y sintetizadores, y cuyas letras casi siempre están cargadas de un humor sexual bastante explícito que no le gusta a todo el mundo: “¿Porqué lloras charapita, porqué lloras charapita, si tu marido no ha muerto? No lloras porque está lejos, no lloras porque está lejos, sino por su platanito. Ay, platanito verde, maduro, ay platanito verde, maduro…”75

Pero para gustos más sofisticados también está la cadencia suave de los ritmos brasileros como forrós y forrós-lambadas, o el meloso y romanticón son del pagode; o quizás un poco más rápidos y movidos como las bregas, o más amazónicos como el boi y la música de la capoeira con el magnetismo del birimbao, todo lo cual, al mezclarse alternadamente con los ritmos caribeños antillanos, en las tiendas, bares, discotecas y tabernas locales, y al calor de la cachaza, aguardiente muy fuerte y engañosamente embriagante, produce estados del ser que podrían calificarse como altamente corporales, sensuales y extrovertidos, muy acordes con los estados 75

Fragmento de la letra de La charapita, canción en ritmo de “tecnocumbia” peruana, que gustaba mucho entre la población campesina e indígena de Leticia, a finales de diciembre de 2003. Su letra tiene un claro contenido sexual, aunque también hace referencia a una simbología de la comida como sexo, o del sexo como el acto de comer, tema recurrente en diferentes culturas.


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que produce el deleite visual, gustativo y olfativo de muchas las frutas y platos culinarios amazónicos, galerías vivas llenas de colores y matices, texturas, formas, sabores y aromas… Con cerca de 30.000 habitantes, Tabatinga actualmente cuenta con una poderosa estructura militar y policial, pues como Leticia, también es una base del ejército. Ambas forman juntas el más importante núcleo urbano fronterizo amazónico, por estar situadas sobre la mayor ruta fluvíal trinacional de transporte: el río Amazonas, que pasa a llamarse Solimões en Brasil, para luego recuperar el nombre de Amazonas a la altura de Manaos, donde recibe las aguas del Río Negro. Y aunque la fuerte presencia militar ha impedido que actualmente sean núcleos claves para el tráfico de drogas, como cuentan que llegó a serlo Leticia en los años 70, el Amazonas es una de las mayores rutas para el transporte de la coca producida y procesada en los departamentos de Putumayo y Caquetá, que va directamente hasta el Atlántico, o que se queda en Manaos, ubicado a más de 1000 Km. río abajo, para luego ser redistribuida a otros países. Como sucede en la mayoría de ciudades latinoamericanas, el crecimiento de Leticia y Tabatinga no obedece a un patrón urbano definido y planificado, sino al crecimiento de la población y su azarosa distribución territorial, aprovechando las oportunidades que se presenten para establecerse. En Tabatinga la situación de la tenencia de la tierra no está legalizada, por lo que muchas familias han debido establecer sus precarias viviendas en zonas marginales, muchas de ellas inundables, al lado de varias quebradas y arroyos. Y aunque existen algunos barrios y calles especialmente cuidados y ornamentados, y en general la ciudad se ve muy bonita, con grandes avenidas alumbradas que generan cierta envidia entre los habitantes de Leticia, la prestación de servicios públicos es deficiente, pues en gran parte de la ciudad aún falta el alcantarillado y la red de acueductos presenta varias carencias, como afirman sus habitantes al comparar la vida en ambas ciudades. En todo caso, al ser ambas poblaciones marginales, aisladas de los respectivos centros nacionales administrativos y de poder, han sufrido históricamente las consecuencias de la corrupción y el desvío de dineros, como lo evidencia la anormal prestación de servicios públicos y las quejas constantes de sus pobladores al respecto de las administraciones locales. No obstante, Tabatinga es un lugar de tránsito obligado para los viajeros visitantes de Leticia, pues presenta, para muchos, la oportunidad de “salir del país sin presentar pasaporte” y visitar, en la noche, las grandes y concurridas discotecas como Escándalos, en donde verá un show con música en vivo y exuberantes garotas que danzan al son de los ya mencionados exóticos ritmos, o quizás también, en alguna de sus avenidas, podrá ver y participar de un ensayo de capoeira, de esos que reúnen grandes masas de gente, al son de esa música vibrante que hace mover los cuerpos en una danza que tiene origen en la reivindicación de los esclavos negros, por medio de la cual se ejercitaban en secreto, preparándose para su posible escape de las plantaciones de caña de azúcar; ese espíritu de resistencia parece tener lugar, aún hoy, aunque ante diferentes


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poderes opresores, convocando mucha gente que en esta región puede tener historias similares, pero lo más probable es que la mayoría simplemente se identifique con la capoeira como actividad lúdica y entrenamiento físico, lo que también es bastante bueno. En Tabatinga también es posible encontrar una cantidad de productos de industrias multinacionales y fabricación brasilera, cuya ventaja comercial consiste en que allí son más baratos y no hay que pagar ningún flete para importar a Colombia, pues hay un libre comercio en toda la zona76. Por esto, entre la gente del interior, en especial paisas de Antioquia, que pasan temporadas de vacaciones en Leticia, es muy común encontrar quienes compran grandes cantidades de productos de aseo personal, como champú, cremas cosméticas y jabones, así como dulces, que se consiguen en Tabatinga a la mitad del precio de los mercados de las ciudades andinas colombianas, donde las revenden con grandes ganancias. Son las mismas marcas de los mercados nacionales, pero con etiquetas en portugués. La marca de chocolates y dulces Garoto, de muy buena calidad, tiene una sucursal en Tabatinga, donde se consiguen trufas y chocolates a precios muy bajos, comparados con los mismos chocolates importados por los almacenes de cadena de Colombia. El único inconveniente es que el calor de la Amazonía hace que se deba tener un cuidado especial para mantenerlos intactos, si se desea transportarlos al interior. Como dato curioso, en Tabatinga llama la atención la existencia de numerosas panaderías donde el pan está modelado con formas de animalitos como tortugas, caimanes y peces, de acabado brillante y vistoso, y al igual que en Leticia, hay muchas ventas de comida ambulantes. Las calles del puerto están casi siempre atestadas de peones de la más diversa procedencia étnica, cargando y descargando pescado y mercancías de los barcos, y moviéndose bruscamente al lado de esas largas y delgadas niñitas indígenas que ofrecen, entre baldes plásticos, tristes empanadas o pastelitos de yuca con el popular ají picante de cebolla morada; pero es posible percibir un poco más de precariedad a este lado, y la mayoría de negocios que están instalados en el puerto no cuenta con las condiciones de salubridad que uno esperaría, situación ésta que parece ser un poco mejor en la vecina ciudad colombiana. No obstante, en Tabatinga hay varios sitios de comida bastante frecuentados por la gente de Leticia, como la heladería y otros restaurantes alejados del puerto, famosos por el buen gusto de sus preparaciones. También hay varios restaurantes de comida “al kilo”, comida tipo bufete donde uno escoge el menú y paga por el peso total de lo que compra. En una panadería cercana al puerto preparan pan con la pulpa cocida y molida del chontaduro, que en portugués se llama pupunha.

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Cabe anotar que en Leticia circulan libremente la moneda peruana y la brasileña, y existen varias casas de cambio ubicadas en la calle octava, frente a la “esquina de la aduana”. Sin embargo, la moneda colombiana no es muy aceptada en Tabatinga, y tampoco resulta fácil encontrar allí casas de cambio, por lo que es mejor comprar los reales en Leticia, que están más o menos a $1000 cada uno.


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Ambos puertos son parecidos, aunque el de Tabatinga se extiende sobre un terreno alto y despejado, desde cuya cima hay una total visibilidad del río y de la actividad portuaria como tal, lo que no pasa en Leticia, como veníamos diciendo. Para viajar aguas abajo, hacia el lado brasilero, es mejor salir desde la propia Tabatinga, pues desde Leticia es muy difícil conseguir transporte hacia Brasil. Hacia la parte oriental de Tabatinga está La Comara, un poblado indígena cuyas casitas de madera y techo de palma se encuentran al lado de una carretera angosta con colinas y pendientes, topografía ésta difícil de encontrar en la propia Leticia, ubicada sobre un terreno llano, pero que también caracteriza a Benjamín Constant, otro poblado brasileño en el río Yavarí. Según el Mapa Temático sobre Uso Potencial de los Suelos en el Eje Apaporis-Tabatinga, tanto Leticia como Tabatinga presentan características topográficas de tierra firme, aunque en la segunda hay también un amplio terreno anegable. Según me contaba una señora ticuna que vive en Leticia y tiene parientes en Tabatinga, una parte de esos terrenos son utilizados por los ticuna de La Comara para sembrar algunos cultivos durante la temporada seca, aprovechando su alta fertilidad.

Santa Rosa, el Amazonas peruano cerca a Leticia: La población peruana de Santa Rosa, por su parte, es el sitio a donde llegan y permanecen atracadas las embarcaciones más grandes, remolcadores y “recreios”, como les dicen en Brasil, y hacia allá se debe dirigir el viajero desde Leticia si quiere ir hasta Iquitos, a dos días de viaje río arriba, en el Perú. Como ya explicamos, la profundidad de las aguas en la orilla superior del río, es decir, la que corresponde al puerto de Leticia, es insuficiente para la llegada de las embarcaciones más grandes que pueden subir desde la desembocadura del Amazonas en el Atlántico brasilero hasta Iquitos, en Perú, lo que no sucede a esa misma altura en el lado peruano del río, donde el calado es mucho mayor. Por este motivo, en Santa Rosa hay una zona más bien extensa donde atracan estos barcos comerciales de alto tonelaje y esperan unos días antes de partir, dejando y recogiendo pasajeros y diferentes productos, y otra zona, más pequeña y con muelle, a donde llegan lanchas pequeñas a motor, desde Leticia y otros sitios cercanos. Justo ahí, después del muelle, atravesando las planicies de barro gris que suben hasta una colina de pasto, hay un restaurante y bar al que suelen ir a comer los turistas colombianos y extranjeros, así como la gente común de Leticia y de la misma Santa Rosa, para festejar ocasiones especiales como matrimonios y cumpleaños. Este restaurante es famoso por platos como su cebiche de pescado o de camarones de agua dulce, su chicharrón de paiche o pirarucú, que consiste en trozos homogéneamente cortados de filete con piel, apanados y fritos, y su arroz chaufa, muy similar al arroz chino con algunas variaciones; estos platos son típicos representantes de la cocina peruana amazónica, bastante recomendables en este restaurante, a pesar de sus no tan módicos precios, si se tiene en cuenta, además, que desde allí se puede disfrutar de una bonita vista del río, pues se levanta sobre pilotes por encima de él, y, si se está de buenas, es posible presenciar alguna celebración como las mencionadas, en cuya parafernalia


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-música, ornamentación, vestuarios y puesta en escena- se ve una simpática muestra de las mezclas culturales propias de la región. Hacia la zona de las embarcaciones más grandes hay una extensión de pastos donde se ubican varios puestos ambulantes de comida, similares a los que se encuentran en el parque Orellana de Leticia; sin embargo, comer allí fue más bien decepcionante, pues no pude hallar ninguno en donde el pescado fuera igual de bueno: aunque la preparación es la misma, hay quizás un poco más de descuido en la manera de manipular la comida, servir el plato y hasta en el trato personal de los vendedores, lo que genera, además, cierta desconfianza en cuanto a la higiene; así que me quedo con la comida del parque Orellana, si de comida informal y económica se trata. Santa Rosa, cuyas calles de arena y casas grises de madera se adornan con las blancas flores de las plantas de borrachero, a la sombra de los árboles de mango, no está al lado sino al otro lado del río, y tal vez por eso no es tan cercano para los Leticianos como lo es Tabatinga, hablando en un sentido más cultural que geográfico. En todo caso, existe también cierta tendencia entre los colombianos a despreciar un poco todo aquello que venga del Perú. Es una suerte de regionalismo y etnocentrismo que compara, con bastantes prejuicios, la manera de ser de la gente peruana con la de la los colombianos y brasileros, y cree ver en ella una cierta inferioridad cultural y un atraso tecnológico y hasta moral. “Los peruanos son más primarios”, se oye decir a la gente por ahí, “son más sucios y más pobres”… En pocas palabras, y aunque muchas personas sólo lo expresen tácitamente, son “más indios” que el Leticiano promedio, ese que, aunque es, sin lugar a dudas, tan mestizo y mezclado como cualquier latinoamericano, se identifica mucho más con el blanco que con el indígena y generalmente mantiene clara esta distinción en su cotidianidad y en su trato hacia los otros. Mientras Brasil seduce con sus esbeltas garotas y con la magia de una cultura portuguesa, aún europea, cuyos rasgos fenotípicos se ven por ahí, regados entre algunos indígenas rubios y un poco más altos que la media, Perú aleja a la mayoría porque se asocia con la imagen de una tierra de indios desarraigados y míseros, que no guardan ya ninguna relación con los que alguna vez fueran sus nobles ancestros, los Incas. Ante el imaginario del colombiano del común, Brasil aparece un poco como el ideal, como aquello que Colombia no es pero quisiera ser, mientras Perú definitivamente es aquello que somos y que no quisiéramos ser; el espejo donde vemos muestras caras de borrachos, nuestra propia violencia intrafamiliar, nuestra incultura e ignorancia. Se trata de estereotipos que se han establecido y arraigado a lo largo de la historia, muchos de ellos cargados de prejuicios etnocéntricos pertenecientes a una herencia occidental y europea, más que de hechos tangibles, verificables en la realidad social. Este tipo de razonamientos y percepciones se hace evidente en conversaciones cotidianas con habitantes de Leticia, y en especial con personas venidas del interior, como estudiantes y pasantes, o incluso extranjeros, radicados desde hace varios años en Leticia, de quienes uno se


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sorprende que tengan expresiones tan duras y tan estereotipadas sobre el otro, es decir, sobre el peruano o el indio.

X. De regreso al contraste entre selva y ciudad Incluso en la manera como la vida vegetal se desenvuelve sobre la tierra, el recién llegado a la región amazónica encuentra un marcado contraste con lo que está acostumbrado a ver en las ciudades andinas. Los árboles típicos de una ciudad como Bogotá o tal vez Medellín, parecieran crecer de una forma un poco más autocontenida, como si estuvieran limitados a su propio pequeño espacio dentro del paisaje: cada planta forma bellas y armónicas estructuras circulares sobre su propio eje, el pasto es mucho más tupido y el follaje de los árboles también, en comparación con los de esta otra tierra húmeda y caliente; y aunque no digo que se trate de una naturaleza menos prolífica, los individuos que representan la fauna típica andina sí parecieran seguir patrones de crecimiento de una manera más autolimitada, hacia arriba y sólo un poco hacia los lados, creando paisajes en los que cada cosa parece estar justo en su lugar, sea o no que escapen a la mano experta de la planeación urbana. En cambio, en la selva es diferente: árboles de diversas formas y tamaños, sobre cuyos troncos trepan y se enredan helechos arcaicos y enredaderas, se mezclan con palmas de tallos espinosos, musgos y ramas entretejidos, troncos y hojas de tamaños descomunales; la existencia de plantas epífitas y parásitas de todo tipo hace casi imposible la tarea de identificar elementos aislados, en esta maraña vegetal todas las plantas están mezcladas, crecen unas sobre otras, entrecruzan sus ramas, sus raíces, sus rizomas, viven y crecen abrazadas, entrecruzadas, formando miles de nichos para otras plantas, para otros seres. Mientras la flora del altiplano pareciera pedir permiso al resto de los elementos del paisaje para crecer, las plantas de la Amazonía suelen ser exuberantes, casi extravagantes, no parecen conocer límites, se enredan y lanzan sus retoños a lo lejos, dirigen sus frutos a kilómetros de distancia en el estómago de los animales, que luego los depositarán en la lejanía junto con el abono que les permita crecer. La naturaleza en el bosque húmedo de la Amazonía se resiste a toda delimitación, se resiste a ser encerrada, apartada o incluso a ser atravesada, como sucedió con esa carretera que pretendió alguna vez llegar a Tarapacá, sobre el río Putumayo, pero que la selva misma se tragó, allá en el Km.25, impenetrable, con los ímpetus de esa vida verde que de repente rompe el asfalto y lo hace aparecer como materia frágil y maleable, dominada bajo su imperio. Ramas que buscan la luz, lianas que envuelven los troncos, que suben, giran y bajan; que se deslizan, sinuosas, esculpiendo formas sensuales, líneas curvas que contrastan con la rectitud de las formas de las ciudades. La vida en el claroscuro del monte no parece seguir patrones predecibles, simplemente se desparrama por donde puede, se abre paso y se extiende sobre las superficies como si no pudiera contenerse. Como una paleta con pintura de tonos verdes y marrones bajo una lluvia que la desborda y le inyecta vida, que la mezcla y la hace salir y correr por ahí. Como una obra de Jackson Pollock


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en la que no es posible distinguir formas, sólo fuerzas al azar que se imprimen en el lienzo, ese lienzo que es la tierra, plano horizontal y multidimensional sobre el que se derrama la vida del bosque tropical húmedo. Para acentuar aún más el contraste, el paisaje de las ciudades y los grandes pueblos está regido por esa manera de pensar, característica del mundo occidental, cuyos principios indican que la naturaleza debe ser por completo dominada, organizada, racionalizada y domesticada. En la ciudad todo está bajo un aparente control: el de la racionalidad cartesiana para la que el hombre es el amo y señor. En la ciudad todo es mensurable, todo es medible y de hecho todo deber ser medido: calles, esquinas y cuadras de cuadrículas perfectas; espacios delimitados para transitar y donde no se supone que pueda uno detenerse sin correr el peligro de ser arrollado por cualquier aparato a motor. Paisaje cuadriculado en una ética métrica. Sistema métrico que se enseña desde la infancia como si fuera una cosa real y de algún modo “natural”, aunque se oponga por completo a las formas curvas de nuestros cuerpos humanos y de los demás elementos del mundo; cajones Fotografía 26. habitables de tanto por tanto en nuestra arquitectura Vegetación cerca de la chagra del Km 6. repleta de asfalto. Otro de los mayores contrastes al volver de la selva a alguna de las superpobladas ciudades andinas es esa atmósfera seca y fría, donde un polvo fino y negro, producto de la combustión de los autos y las fábricas, lo cubre todo como un manto liviano pero pegajoso y omnipresente. Esclavos del tiempo que se cuenta y se fracciona de manera portátil en nuestras muñecas, y de la compulsiva necesidad de medirlo todo, los sujetos en las ciudades vivimos en un mundo de números y cifras que creemos es el mundo, cuando realmente sólo es un sistema creado para ciertos fines, los de la ciencia, que ordena, mide, compara y sopesa, pero que nunca podrá reemplazar al mundo como tal, o más bien como éste podría llegar a los sentidos sin la intervención de tales artilugios. Vida regulada, limitada, demarcada, donde todo es medible: incluso, en actividades tan naturales a los seres humanos, como lo pueden ser el comer o la labor de hacer de comer, la métrica impone su reino: los medios masivos, cuyas voces parecen ya tan familiares como para confundirlas con nuestras propias voces o las de nuestros mejores confidentes, indican, con “indiscutible razón”, que no es posible, por ejemplo, preparar un plato culinario medianamente comestible, si no se siguen al pie de la letra las instrucciones de las


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recetas con las medidas exactas, ni un poco más ni un poco menos, si queremos agradar a nuestros comensales y cumplir con los estrictos cánones nutricionales que nos darán una vida saludable y duradera. ¿En dónde encontramos la tiamina, para evitar las picaduras de los mosquitos?, ¿Cuántos gramos por día deberíamos consumir, teniendo en cuenta nuestro peso y el cálculo aproximado de los gastos que se realizan con nuestra actividad física diaria?, ¿Cuántas calorías tiene esto y aquello?, ¿Calorías de grasa?, ¿Colesterol bueno o malo?, ¿Cuánto pesas hoy y cuánto mides?... Este tipo de cuestiones, que para algunos parecen haberse vuelto fundamentales, resultan, quizás, de una compulsión irracional que surge de nuestro afán por lo racional, de esa tendencia casi ciega hacia la ciencia y su positivismo, y sus promesas de bienestar y armonía eternas; instrucciones que debemos seguir al pié de la letra pero sólo hasta que ella, la ciencia misma y todo su engranaje, nos diga, luego, que se había equivocado, que la dosis diaria recomendada de vitaminas produce hipervitaminosis, que las pastillas que nos recetaron para el dolor de cabeza ahora dañaron nuestro sistema digestivo, etc. Creemos tanto en la veracidad y la bondad de la ciencia como para creer a ciegas en las famosas “pastillas azules” para las modelos de medidas perfectas: están de moda, se venden en todos los gimnasios de las grandes ciudades, y parecen ser la panacea, pues si se toman a diario reducen el hambre y te mantienen activo, de manera que puedes hacer 10 horas de ejercicio físico sin cansarte, te aceleran el metabolismo y te hacen sentir bien, y ¡qué podría ser mejor que algo que te permitirá tener ese deseado cuerpo de sílfide, idealizado y promocionado por todos los medios como la llave que te abrirá todas las puertas! Además son de venta libre, ¿qué daño podrían hacerte?, ¿Acaso crees que podrían matarte? 77 Las diferentes cosmologías o formas-de-ser-y-estar-en-el-mundo, van dibujando sus rasgos característicos en el mundo mismo, en el paisaje o en el medio que habitan, de igual manera como el mundo, el ambiente o el paisaje natural, marca a las personas que lo habitan y se presenta como un sustrato único y particular a las formas de ser y estar en el mundo. Esto se ve reflejado en la manera como los seres humanos afectan su entorno, modificándolo y transformándolo de modos creativos y también de otros modos bastante destructivos, así como en el tipo de usos o en la manera de ser de esos usos que hacemos del medio. La apropiación que la gente nativa americana hizo del medio y de la selva amazónica, en particular, es realmente admirable, si tenemos en cuenta que no sólo se trató de una adaptación y transformación de lo que encontraron para poder sobrevivir, sino que sobre todo se trató de un manejo sostenible, prolongado durante miles de años, procurando la mínima destrucción posible mediante una suerte de existencia mimética e integradora, en la que los seres humanos son un elemento más del complejo engranaje del mundo, en vez de concebirse a sí mismos como 77

A comienzos de febrero del 2005, circuló en nuestro medios nacionales la noticia de la joven modelo paisa que murió por un paro cardíaco ocasionado por su adicción a las “pastillas azules”, con las que pretendía mantener la línea.


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elementos ajenos, relacionados en términos de contraposición con los demás elementos del mundo. Las antiguas malocas de algunos grupos, modelos a pequeña escala del cosmos mismo, son el más claro ejemplo de ello. Por su parte, el mundo occidental, o más bien, esa forma de ser del mundo occidental, de la cual hemos venido hablando, con su afán voraz y su materialismo irreverente hacia otras formas de ver el mundo, invade territorios y se extiende por el globo, modificando pensamientos, estilos de vida, prácticas, cuerpos y paisajes. Aún más, en el campo que sostiene a las ciudades, y donde uno esperaría ver crecer la vida de una manera un poco más acorde con sus propios impulsos, se va imponiendo, poco a poco, la práctica del monocultivo, expresión máxima de la racionalidad capitalista para la que lo más importante es la producción intensiva y a escala gigantesca, aunque dañe los suelos, aunque requiera cantidades enormes de pesticidas y abonos, y aunque indudablemente deje la tierra completamente agotada e improductiva al poco tiempo; a fin de cuentas, dentro de esa manía expansionista de la sociedad de consumo, “siempre” habrá otro pedazo de tierra qué cultivar, allá en los páramos, en los matorrales que sirven de guarida a animales inservibles, en el bosque y en la selva, que precisamente para eso es que están siendo protegidos. Creamos paisajes de cientos de hectáreas sembradas de manera uniforme con los productos promisorios del momento, ávidas de fertilizantes y pesticidas cuyo indiscriminado uso llena las arcas de las grandes industrias de agroquímicos, pero empobrece cada vez más al campesino y al pequeño productor; tecnologías y modos de producción creados por el hombre y ante los cuales ahora nos hemos esclavizado. Nuestra cultura occidental, a diferencia de otras, se ha caracterizado históricamente por hacer una separación tajante entre naturaleza y cultura, entre lo biológico y lo social. Esta separación forzada y arbitraria entre lo natural y lo humano (cultural o social), que funciona tanto en la producción intelectual como en la manera de relacionarnos con el mundo, permite rastrear su origen en una antigua tradición judeocristiana y romana, legalista y cruel, que pone al hombre como centro y rey de la creación -con la facultad y el deber de sembrar la tierra, domesticarla y cultivar sus frutos- y se ve reforzada más tarde por el capitalismo y la fuerza de trabajo, que se encargarían de concluir la obra, acompañados de un humanismo insano, de ideales iluministas, donde la imagen de El Hombre se establece ahora como principio y fin de todo saber existente, por encima de todo lo que lo rodea y con la posibilidad infinita de manipular la vida a su antojo (sin hablar aún de la manipulación genética, demasiado abrumadora...). Esa separación del mundo tiene su metáfora más clara y significativa en el arte que surgió del Renacimiento, donde la representación y el progresivo perfeccionamiento de la perspectiva lineal, hacen que "El Hombre”, literalmente, salga del cuadro, que se aísle de la naturaleza para pasar a ser ahora sólo un espectador, y lo que es peor, para convertirse en el dueño manipulador y productor de la naturaleza, de la cual, definitivamente, ya no forma parte (Foucault:1968). Este sería el sustento ideológico de la revolución científica y la modernidad, “la separación entre humanos y no


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humanos y entre el arriba y el abajo”, que se “expresa en la idea de controlar y dominar lo natural mediante procesos técnicos y se refleja en la concepción sobre la naturaleza que expresa el dualismo naturaleza/cultura” (Ulloa, 2001:191). Como ya sabemos, las consecuencias de éste modo de ver el mundo no se han hecho esperar; la agricultura se extiende arrasando los campos y la vida silvestre, para sostener la cada vez mayor población de la ciudad, mientras que ésta consume y produce basura, y contamina el aire, el agua, la tierra entera, en círculos viciosos interminables. Ahora miramos hacia otros pueblos, hacia otras maneras de pensar y de vivir, a ver si podemos aprender un poco, antes de que sea demasiado tarde. Como lo afirmara Arturo Escobar en El Final del Salvaje, la naturaleza se ha convertido para occidente en poco más que una mercancía. “La articulación de la biología y la historia en la naturaleza capitalista fundamentalmente toma la forma de la mercancía, y los análisis a este nivel han apuntado a explicar la producción de la naturaleza como mercancía a través de la mediación del trabajo" (Escobar, 1999:288).

Al hablar de una naturaleza capitalista, este autor se refiere al modo característico como nuestra cultura entiende y practica la relación con el mundo natural, donde básicamente, como venía diciendo, existe una separación irreconciliable entre el hombre y la naturaleza, y ésta última es vista sólo como producción, manipulada, controlada, domesticada y reproducida por el hombre, por medio del trabajo. En el mismo texto Escobar habla de la existencia de otros dos tipos de relación naturaleza/cultura, o regímenes de la naturaleza, como él las llama: la naturaleza orgánica, característica de aquellas sociedades aborígenes que tienen una relación profunda con el medio, evidenciada en unas prácticas que tienden a la preservación de los equilibrios de los ecosistemas, a tal punto en que no existe tal separación, y la tecnonaturaleza, entendida como las nuevas relaciones que se dan a partir de las tecnologías virtuales y el control genético de lo biológico, etc. Me parece válida esta conceptualización o clasificación de los modos en que los humanos nos relacionamos con la naturaleza y creo que puede ser un buen punto de partida para analizar procesos de cambio en regiones como la Amazonía, en donde una naturaleza orgánica, experimentada por los pueblos nativos, estaría siendo desplazada por la capitalista y por la tecnológica, a pasos agigantados, pero resistiéndose, también, por medio de mezclas y procesos de apropiación selectiva, de los que podrían salir soluciones creativas y justas en las que no todo sea pérdida, y en las que puedan, quizás, sobrevivir esas identidades y modos de ser que llamamos diferentes y en cuyas cosmologías (o maneras de ver y estar en el mundo), podemos encontrar, también nosotros, ciertas claves para atenuar la imparable destrucción del mundo y vivir en él de una manera más holística y un poco menos dañina.


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Por fortuna, Latinoamérica parece ser una tierra propicia para dar ese paso difícil pero necesario hacia formas alternativas de afrontar la avanzada inminente de la globalización económica y cultural, pues la mezcla de gente y modos de ser que aquí se dio, sumada a la diversidad de paisajes y formas de vida que ofrece, no tiene precedentes en ningún otro lugar del globo, aunque haya sido fruto del abuso de unos pocos sobre todos los otros diversos y sometidos. Qué se puede decir de países “no occidentales” como Japón y China, en donde paradójicamente esa misma racionalidad que relacionamos con lo occidental parece haberse llevado al extremo total, haciendo un uso completamente eficiente de la tierra, donde no hay espacio para absolutamente nada que no sea el cultivo y la construcción, y donde la vida misma se convirtió en mercancía, por medio del trabajo compulsivo. Sólo hay que recordar el desaforado crecimiento vertical de las grandes ciudades y las habitaciones de un metro por dos que alquilan para pasar la noche, más parecidas a cuartos de baño que a habitaciones, o imaginarse los campos de arroz en China que describe Michel Serres, para sentir lo asfixiante que puede llegar a ser la expansión de un uso extremadamente racionalizado del mundo: “…La agricultura aquí es una creciente, es una inundación. No hablo de la inundación de los arrozales, sino del cultivo de la tierra. Los bordes de los caminos están plantados, lo incultivable está cultivado. La agricultura ha recubierto todo, como una marejada alta. Ella es la totalidad. Ella es tan positiva, tan racional, tan adaptada, que no se puede hablar de ella más que en términos negativos. Ha suprimido todo lo que estaba ante ella, todo lo ha prohibido y lo ha expulsado. Triunfa absolutamente y sin compartir; triunfa, incluso, sobre aquellos que la hacen. Nunca en mi vida he tenido tanto miedo de la razón: esta ocupación de la tierra es racional, esta optimización es del orden de lo demostrable […] Lo positivo es tan lleno, tan compacto, que no se habla de él más que en negativo: no hay margen, no hay laguna, no hay paso, no hay carencia. No hay pérdida, no hay rastro. La franja, la sinuosidad, la basura, el terreno baldío, el espacio libre, han desaparecido. No hay resto, no hay vacío, no hay historia, no hay tiempo…” (Serres. 1983) 78

Y lo serio del asunto es que parece haber un mecanismo de doble vía, una constante retroalimentación, entre los seres y el mundo. Para occidente, lo que llamábamos naturaleza, como todo en el mundo, se va convirtiendo en mercancía, como venía diciendo, una reserva de elementos útiles que pueden ser explotados sin límite alguno, como se desprende del nombre de “recursos naturales, biológicos o genéticos”, esa despensa llena de sorpresas y tesoros que debemos proteger para cuando hayamos agotado el resto y debamos recurrir a ella. Pero si tratamos las cosas del mundo como simples mercancías, tal vez sólo eso van a ser para nosotros, de manera que, finalmente, lo único que nos quede sea el capital, el dinero, la moneda: el único y verdadero dios de los occidentales, lo único que nos trascienda. Nuestro mundo “occidental”, contemporáneo o como se lo quiera llamar, fue vaciado de todo su significado profundo; ya no hay deidades a las cuales proteger ni a las cuales temer, todo se compra y se vende, la tierra, el alimento, hasta el aire que respiramos tiene un precio. En un tono similar al de Escobar, en tanto 78

Este párrafo pertenece a una traducción hecha por Luis Alfonso Palau para el seminario “Equilibrio y fundaciones”, del Postgr ado de Estética, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, en enero de 1999. El texto “Desapego” de Michel Serres, fue publicado por Flamariòn, París, 1983.


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que abarca el análisis de las condiciones históricas que permiten la producción de ciertos saberes y discursos sobre el mundo, metodología propia de las corrientes “post-estructuralistas”, Baptiste-Ballera (2001)79 plantea la necesidad de revisar el régimen discursivo 80 del manejo de fauna silvestre y afirma que: “debemos volver a preguntarnos por aquello que está siendo producido históricamente como “fauna manejable” y discernir, dentro del proyecto moderno, la ambición de extender el dominio sobre lo silvestre al dominio sobre las sociedades que experimentan lo silvestre, confusión deliberada o inconsciente en que la desconexión epistemológica entre ciencias naturales y sociales es cómplice: las comunidades rurales y las sociedades pseudo-urbanas pierden la voz y el voto sobre sus recursos, gracias a la eternización de al menos tres argumentos amenazantes: la falta de información para tomar decisiones, el riesgo a la destrucción de la biodiversidad y la sacralidad abstracta de la vida, que propone occidente como principios administrativos. Asociado a ellos, aparece un conjunto de mecanismos expropiadores que falsifican la fauna, proponiendo un nuevo régimen de representación, para devolverla como mercancía privatizada […] presuponiendo que los pueblos latinoamericanos no conocen, no valoran y no son capaces de hacerse cargo de su propia realidad. Un mandato ético del conocimiento es la restitución de la fauna a proyectos culturales propios […] para devolverle, renovado, el contenido simbólico que posee lo animal, logrando un re-conocimiento basado en la restitución de la experiencia de la fauna en la sociedad”.

La milenaria relación que los pueblos indígenas americanos han establecido con el mundo se sustenta en vastos referentes simbólicos que regulan y sostienen su uso a través de sofisticadas estrategias de manejo, las cuales incluyen toda una serie de normas y prescripciones implícitas, con contenidos rituales, pero a la vez cotidianos que, lejos de constituir un corpus de ideas platónicas, separadas del mundo, son actualizadas y llevadas a la práctica en las actividades del diario vivir. Esas prácticas reguladas y sostenidas de manejo del mundo, de la fauna y de la flora, así como de los demás seres y entidades que hoy en día hemos reducido a la categoría de “recursos naturales”, se caracterizan, en su concepción más tradicional y originaria, por mantener los sutiles equilibrios de medios tan frágiles como la Amazonía, poniendo en práctica los numerosos saberes que resultaron de prolongadas y agudas observaciones y experimentaciones a lo largo de sus historias. Se trata de cosmovisiones integradoras, donde los seres del mundo natural guardan aún su carácter sagrado, y son puestos al mismo nivel de las personas. El pensamiento, reflejado y expresado en la palabra, los cantos y los mitos, da cuenta de una bella y casi poética humanización de lo natural y naturalización de lo humano, en donde plantas y animales piensan y sienten al igual que los humanos, y guardan relaciones de jerarquía y mutua dependencia entre sí, de manera que cada acción y omisión individual y grupal, tiene un sentido determinado y está inscrita dentro de un sistema más grande, que funciona a 79

El texto que aquí se presenta son fragmentos del resumen de la conferencia “La amenaza de Pokemón: legitimidad del uso y manejo de la fauna silvestre en Latinoamérica”, presentada ante el V Congreso Amazónico y Latinoamericano de Manejo de Fauna Silvestre, Cartagena, septiembre de 2001, disponible en el sitio: www.vcongresofauna.org. Evidentemente es una versión igual, pero con algunas modificaciones, del texto “La Fauna silvestre como producción discursiva”, publicado por el autor en el libro Rostros Culturales de la Fauna, ver bibliografía. 80 Podríamos decir que el primer teórico que habló de regimenes discursivos y cosas así fue Michel Foucault, con su arqueología del saber, que pretendía analizar las condiciones que hacen posible la aparición de determinados saberes en determinados momentos de la historia, en contraposición a un análisis de tipo estructural, en el que no se tiene en cuenta la historicidad ni los procesos que dan origen a las cosas. Más tarde, a partir de allí, surgiría la crítica del discurso.


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diferentes escalas, como sucede en la superposición sincrónica de las diferentes escalas en los fractales: diferentes niveles de lo real que se conjugan en una sola realidad práctica y cotidiana, aquí y ahora. Pero esa relación con el mundo no es el reflejo de una esencia primigenia inherente al indígena, sino el resultado de una particular adaptación desarrollada a lo largo de las diferentes historias de los pueblos, tal vez una manera de ver el mundo que era más o menos común a las diferentes sociedades antes de la aparición de la cultura occidental y los posteriores desarrollos del capitalismo y la industrialización y masificación del estilo de vida consumista. Desde esa perspectiva, la relación del indígena con los seres y las cosas del mundo no puede ser entendida en los mismos términos utilitarios en los que nuestra sociedad occidental se ha venido relacionando con esos mismos seres y cosas del mundo, aún si se trata de un campo tan aparentemente material y tangible como el de la alimentación, en el que se hace uso de esas entidades para el consumo humano y se las convierte en objetos de intercambio y comercialización. Desde la perspectiva indígena esos seres y cosas del mundo están enmarcados en una dimensión simbólica y espiritual que los pone más allá del plano meramente material, lo cual es evidente no sólo en la filosofía descrita en manifestaciones orales del pensamiento indígena tradicional de los pueblos amazónicos, sino también en la manera como se desenvuelven las prácticas relacionadas con el abastecimiento, cultivo, caza, pesca y recolección, que tradicionalmente han sido reguladas y controladas mediante una serie de tabúes, prescripciones y proscripciones que buscan la preservación de esos seres a largo plazo, lo cual sucede igualmente en el manejo tecnológico de los bienes así conseguidos y en los procedimientos que los convierten en alimentos. Se trata de filosofías y procedimientos con intencionalidades determinadas, que no resultan evidentes mediante metodologías etnográficas comunes, con herramientas como la elaboración de fichas de inventarios y cuestionarios específicos que indaguen al respecto, sino que implican un tipo de información a la que sólo se accede pasando un buen tiempo entre los indígenas, presenciando y participando en muchas de las situaciones que involucren esas acciones, y a partir de una cierta familiaridad que permita acceder a sus propios marcos de referencia, que es donde adquieren sentido ideas como las de los uitoto, cuando afirman que “las mujeres son puro palo de yuca, puro almidón, y los hombres son coca y tabaco”81, o las de los ticuna cuando, al hablar de las plantas de la chagra, dicen cosas como que “las plantas son como los hijos y por eso uno no se cansa de cuidarlos”. Pero aunque esto funcionaba muy bien dentro de un marco idealizado de relativa quietud y armonía, los drásticos procesos de cambio que han vivido las poblaciones nativas desde la llegada de los europeos al continente, los han puesto en situaciones bastante disímiles con las que algún día experimentaron, causando la pérdida de muchos de esos referentes simbólicos que le daban sentido y orden al mundo. En un estudio sobre la protección del conocimiento


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tradicional de los pueblos indígenas y negros del territorio colombiano, realizado por el Instituto von Humboldt, los autores afirman que un problema para la adopción de nuevas normatividades concernientes a ese tipo de conocimiento, "tal como se propone la Decisión Andina 391, es la posible alteración negativa de estas cosmovisiones, base y sustento espiritual de las culturas" de estas sociedades: "La pérdida del conocimiento tradicional indígena comienza por una desacralización del mundo, y en especial, de la naturaleza, que hace la aculturación forzada, produciendo una ruptura entre la interpretación de la realidad y la tradición, (una pérdida del orden y la escisión del) lazo de unión entre el cielo y la tierra" (Sánchez et.al., 2002:34)

Por eso una cosa es hablar de esa imagen idealizada de los pueblos indígenas y otra muy diferente es la situación actual. En la Amazonía de hoy no todo es belleza, existen cosas tristes que uno quisiera poder cambiar de algún modo, realidades duras que se presentan con crudeza, desnudas y palpables, como el hambre, la desvíación de recursos, la imparable degradación ambiental, el creciente alcoholismo entre la población indígena más joven y la aparente indiferencia de quienes podrían hacer algo. La pauperización simbólica y material a la que la población indígena fue y es sometida por parte de una sociedad mestiza, cuyos valores están fuertemente ligados a la publicidad y a los principios materialistas de una economía de mercado, con sus ideas sobre el progreso, el desarrollo y el bienestar, etc., incide en un progresivo abandono de sus referentes culturales y de su identidad étnica, a favor de una asimilación que amenaza con disolver sus propios estilos de vida. Esa racionalidad se impone sobre todas las otras maneras de ver el mundo, y lo hace precisamente como si fuera la única, verdadera y correcta. El capital, con todo su engranaje y con su principal recurso: el seductor “lenguaje del desarrollo”, se hace imprescindible, absolutamente necesario, como si fuera “el derecho de las cosas”, o la manera adecuada, saludable, inteligente y “natural” de vivir, y lo hace borrando, invalidando, menospreciando y demeritando, todas las otras Fotografía 27. Niños yagua jugando en los charcos de La Libertad, al lado del río Amazonas. Enero, 2003. maneras de ver el mundo (Arce, 2000). “Hay que 81

Comunicación personal de Juan Álvaro Echeverri, sobre la filosofía uitoto respecto a su alimento y la constitución d e la persona.


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consumir, hay que comprar, entre más, mejor”, “no es posible vivir por fuera del mercado”, “hay que estar al día”, “es una aldea global y nadie se escapa”. Entonces corren los tiempos, irreversibles, inevitables, hay que prepararse para ser competentes antes de que lleguen los otros con sus potentes industrias, esos que desde ya hace tiempo han invadido nuestros mercados, sin que nos demos cuenta; y de repente se nos viene encima el ALCA, los TLC’s, la imposición más abierta de la invasión de lo extranjero, validada y respaldada por los gobiernos locales. Pero con ello podrían venir también las resistencias locales, el rechazo a la guerra y a sus estúpidas justificaciones, la reivindicación de las minorías y la defensa del escaso derecho que aún nos queda como individuos y colectividades a elegir nuestro futuro. Y no quiero decir con todo esto que los indígenas actuales o la gente que en tiempos antiguos pobló y habitó el territorio americano haya estado por completo aislada del mercado y del comercio, viviendo en poblados autosuficientes, pacíficos y en completa armonía con el mundo natural. Nada más lejano de la realidad; la arqueología da cuenta de extensas rutas comerciales antiquísimas, que enlazaban los grandes y pequeños centros poblados, entre las montañas andinas y las tierras bajas; existía un intercambio de todo tipo de bienes, sales, oro, pieles, hachas, entre los que también hubo mano de obra esclava, prisioneros de guerra y sirvientes de los grandes señores; jefes acaparadores, que aprovechaban sus influencias en el ámbito simbólico para su propio bienestar y a costa de otros que nunca tuvieron más oportunidades en la vida que resignarse con lo poco que tenían; guerras por territorio, por riquezas y por mujeres; y una cantidad de situaciones diversas que tal vez poco tenían de igualitarias, pero indiscutiblemente se trataba de otro contexto, uno en que la vida y la dignidad humana seguramente tenían otro valor, uno no comercial, por cierto. A pesar de los tiempos, las formas de vida en la Amazonía presentan aún la posibilidad de escapar a esa visión netamente mercantilista y utilitaria del mundo. Son los vestigios más o menos presentes, según el caso, de aquellos sistemas de producción que han sido conocidos como “economías de subsistencia”, cuyo fin último no tiene nada que ver con la acumulación de bienes, ni mucho menos capital, y cuyas tecnologías están basadas en un conocimiento profundo de las complejas relaciones de los seres y las cosas de los diferentes ecosistemas, y que, por eso mismo, tienden a preservar el delicado equilibrio que los mantiene estables y que permite su reproducción en el tiempo. Formas de vida que aún persisten dentro de las raramente mezcladas comunidades indígenas y algunas de las cuales han sido adoptadas también por la gente mestiza que ahora habita los mismos ecotopos, como aquellos llamados “bosquesinos”, quienes han aprendido sobre la sostenibilidad de las técnicas de producción y manejo del medio de los indígenas82. Por todo esto, los esfuerzos que se hagan para ayudar a las poblaciones 82

Independientemente de su pertenencia étnica, sea indígena o mestizo, el “bosquesino” es el habitante rural de la selva amazónica que vive del bosque y de sus aguas”; a diferencia del campesino, no practica la agricultura a campo abierto, si no “una horticultura rotatoria en bosque primario y secundario, en forma de policultivo” y utiliza el bosque y el agua para la obtención de la mayor parte de sus insumos…” (Gasché y Echeverri, 2003).


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indígenas y tradicionales deberían encaminarse hacia una revaloración de sus propios saberes, sin necesidad de caer en viejos romanticismos; se trata simplemente de desmitificar la creencia ciega en nuestros modelos económicos y culturales occidentales que, por la vía de la imposición, han sido puestos como modelos a seguir, sin que realmente sean los modos más inteligentes, si tenemos en cuenta la voracidad destructiva de los estilos de vida que promueven.

Desde la libertad: Breve reflexión sobre las políticas culturales desde la subjetividad y las relaciones interpersonales83 Es preciso acercarse a algo para intentar conocerlo, como es preciso tomar distancia para comenzar a hablar de ello. Las políticas culturales lo abarcan todo; se ejercen, incluso, desde la más sencilla relación que un sujeto cualquiera pueda tener con otro, y desde la influencia que esa relación tenga sobre la vida de ambos, de manera intencional o desintencionada. Toda relación implica un juego de fuerzas, de allí que lo político, como campo de fuerzas por excelencia, esté siempre inmerso en lo cultural, pudiendo, incluso, llegar a desbordarlo. Las políticas culturales, conscientes o no, se ejercen desde un lugar particular en el mundo, y promueven, arbitrariamente o no, visiones particulares de ese mundo: cosmologías, maneras de pensar y de ser, que en ocasiones pueden resultar opuestas al modo como son y piensan las personas a las que se supone van dirigidas; las historias de la humanidad están colmadas de este tipo de situaciones. Es política cultural la que ejerce un Estado cualquiera cuando promueve el mestizaje de su población -bajo el aparentemente inofensivo apelativo de la “integración”como la vía más fácil para evitar las potenciales problemáticas de las diferencias. Es una política cultural la que incita el turismo al ir decantando, mediante sus demandas comerciales, las formas y estilos de las figurillas en madera de “palosangre”, talladas por los artesanos de una comunidad local del Amazonas: poco a poco se van olvidando ciertas formas, ciertos acabados, alguna técnica o motivo en particular, en aras de la producción exclusiva de otras, aquellas que son afines a la estética del turista84. Y al hacerlo, también se pierden los antiguos significados, los sentidos dentro de los cuales estaba enmarcada la producción de tal o cual artesanía, vaciándola de sentido, convirtiéndola en una simple mercancía. Un bello ejemplo de la diferencia ya lo mostraba Preuss, a principios de siglo, cuando quiso adquirir de los uitoto un maguaré, ofreciendo por él una buena cantidad de dinero, pero los indígenas se lo negaron,

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Este texto fue preparado en enero de 2003 para el curso de Políticas Culturales, dictado por el profesor Edgar Bolívar del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia. Se presenta aquí con algunas modificaciones. 84 Las comunidades de ribereñas del Amazonas no solían tener entre su cultura material esas representaciones de animales amazónicos en madera, o al menos no se trataba de una producción tan masificada y especializada, es decir, estas figuras no s on tan “tradicionales” como se podría pensar; responden casi específicamente a la necesidad de vender algo agradable para los turistas, lo cual parece tener un buen resultado, aunque las mayores ganancias son indiscutiblemente para los dueños de los locales comerciales de artesanías en Leticia, Bogotá y Medellín, que ganan muchas más veces el precio que se le paga a cada artesano indígena. Una yanchama que en cualquier comunidad puede costar entre 1000 y 2000 pesos, puede encontrarse en los almacenes especializados a más o menos 15000 pesos. La justificación más común estaría en los fletes de transporte y, más recientemente, entidades como Artesanías de Colombia argumentan que sus artesanías han pasado por procesos de acreditación y


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aduciendo que su precio era mucho mayor al de todas las posesiones de ganado de uno de los colonos vecinos a la comunidad, pues en él estaban contenidas todas las almas de los miembros de la tribu (Preuss, 1994: 30), lo cual, lógicamente, no podía ser pagado por el etnólogo, por más dinero que tuviera.

Fotografía 28. Niñas yagua de La Libertad, Amazonas, enero de 2005.

También es una política cultural, de incalculables proporciones, la que implementan el mercado y la publicidad en los mass-media, imponiendo, ahora sí radicalmente, el macromundo occidentalizante que nos seduce a todos con sus productos multiusos para una vida más cómoda. Las políticas culturales influyen decisivamente en las vidas de la gente y, por ello, su formulación e implementación no son tareas nada sencillas; requieren realmente de la participación activa de expertos, y con ello no me refiero sólo a los teóricos y académicos, probablemente muy versados, entrenados en gestión cultural, sino también, y sobre todo, a los sujetos mismos a los cuales se dirigirán las políticas en cuestión, pues, al menos en teoría, son ellos quienes deben saber realmente cuáles son sus deseos y necesidades en cuanto a lo cultural, y cuáles son los modos más eficaces para satisfacerlos. Se trata, entonces, del reconocimiento de la capacidad y el derecho de los sujetos y de los pueblos a su autodeterminación, una política que se opone a los viejos paternalismos conservacionistas, para los cuales todo cambio en la cultura implicaba necesariamente una pérdida de la identidad y el sentido; sin embargo, las cosas no solo son del todo blancas ni tampoco del todo negras, pues bajo ese discurso del respeto a la autonomía, se esconde, muchas veces, la falta de responsabilidad y el abandono total del Estado y de la sociedad mayoritaria a las poblaciones locales, muchas de las cuales han perdido su autonomía y se ven afectadas por mil y un motivos, que exceden sus voluntades y su posibilidad real de acción: Ensuciamos sus aguas, les quitamos sus tierras, acabamos sus recursos, los arrinconamos, etc.

estandarización que mejoran su calidad y aumentan sus precios. Es de esperar, entonces, que esos mismos beneficios redunden a favor de los artesanos que las producen, para hacer un poco más igualitaria la situación.


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Una noche en La Libertad La TV es la Caja de Pandora moderna. Está en todas partes, prometiendo felicidad a quien pueda tener lo que ella ofrece; negándosela a quienes no puedan. Los niños yagua de la Libertad, a un par de horas río arriba de Leticia, abandonan sus juegos y responsabilidades a eso de las 6:30 p.m., para ir corriendo a la casa de doña Olivia, donde se disponen para ver -o mejor escuchar, pues realmente no se ve más que sombras e interferencia- toda clase de historias salidas de esa caja mágica, sobre gente de ciudades lejanas que conduce autos lujosos y se esfuerza cada día, sólo para poder comprar las mil maravillas que ofrecen en la misma cajita technicolor. Pero a las 6:30, junto con la fabulosa caja mágica, se enciende también un equipo de sonido, igualmente a todo volumen, con las últimas canciones del popurrí-pop colomboperuano-brasilero que tanto le gusta a la hija quinceañera de doña Olivia, quien por medio de ese bullicio parece querer llamar la atención de todos sus amigos y de los que no lo son. Tanto el televisor como el equipo los consiguió su padre, hace unos días, a cambio de una canoa. Hasta las 8:30 p.m., hora en que apagan la planta de energía eléctrica del caserío, la casa levantada en pilotes, junto con otras dos que también tienen aparatos eléctricos, se convierte en el centro de reunión de muchos, especialmente los más jóvenes, que ya aburridos de la vida tranquila en La Libertad, piensan en viajar al interior o al Brasil, para montar un negocio y hacer mucho dinero; mientras tanto ellas, las adolescentes que aún no se han casado, e incluso las que ya lo hicieron, sueñan con comprarse ropa, mucha ropa bonita y muñecas, como la rara imitación de Barbie y la Shakira que baila, esa que de navidad le regalaron a Juliana y a la que en año nuevo le dieron tanto palo que ya no mueve la cadera, pero aún canta y deambula, al son de una canción arrastrada e interminable, como salida de ultratumba, con su batería gastada. Esa misma noche, a la luz de esa TV de la que sólo se ven siluetas y estática, entre un bullicio de noticias y tecnocumbia peruana, Celina, una vecinita de 10 años que hace los collares más bonitos y sencillos de La Libertad, y que no tiene ningún problema en regalarlos a una forastera que apenas conoce, me mira, entre confusa y sorprendida, cuando le cuento que me gusta mucho su pueblo, sus casitas frescas con techo de palmas y las canoas que se deslizan silenciosas entre los pastos crecidos sobre las aguas anegadas que rodean la comunidad... y que, por el contrario, no me gusta tanto la vida en mi ciudad: que me molesta el ruido y el humo de los carros, que me estorba la música tan fuerte de los vecinos, y que preferiría quedarme y aprender a torcer chambira para hacer muchos collares bonitos como los que hace ella. Pero al decirle todo esto, omito, mas no olvido, que la vida allí es dura: que las niñas deben cuidar a sus hermanitos desde pequeñas, para entrenarse, casarse y cuidar a sus propios hijos, tan pronto como alcancen su madurez sexual; que deben cuidar de la casa, de su esposo y de la chagra, de la comida, día a día, hora tras hora, como su juiciosa madre que mantiene como espejitos brillantes las ollas de aluminio de la casa…


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¿Qué puede pensar esa niña de su mundo y de la vida con su gente, si un buen día el promotor de salud les empezó a llevar pastillas para calmar los dolores y éstas fueron más eficaces que los trabajos del médico-chamán, quien también se cansó de curar?, ¿Cómo decirle a esa niña y a los otros que sus tradiciones son valiosas, cuando hace rato se olvidaron de cantar y de bailar, y cuando lo hacen suele haber problemas, pues los hombres se emborrachan con cachaza y se ponen violentos con sus mujeres?, ¿Cómo promover la creación del arte si los trabajos manuales que producen se convirtieron en fetiches baratos para los escasos turistas que visitan el caserío?, ¿Dónde quedan sus creencias, sus tradiciones, sus usos y costumbres, cuando se puede comprar todo en Leticia, sin necesidad de tanto esfuerzo, sin tener que buscar durante horas los recursos que hace tiempo comenzaron a escasear en la selva?

Fotografía 29. Bebé yagua de La Libertad, 2003

Incluso en la fisonomía se ven las señales inequívocas de que algo ha venido cambiando: los cuerpos de los muchachos ahora se parecen a los de los modelos que se ven en la TV, atrás han quedado los vientres redondeados y la costumbre de decorar la piel con pinturas naturales, y en las formas de los músculos de los jóvenes varones se nota que ahora se esfuerzan por lograr abdómenes planos y espaldas y pectorales fuertes; las niñas también se esmeran por reproducir la prototípica imagen artificial de la modelo, esa delgada silueta casi omnipresente que se mete en las mentes y reemplaza todos los demás cánones estéticos existentes; en estos días la piel se suaviza con olorosas cremas para el cuerpo en vez de los aceites naturales de palmas que solían usar para esos propósitos85, y cada vez más las niñas compran labiales, polvos, pinturas faciales y todo tipo de productos comerciales que las hagan sentir bellas, aunque en muchas de ellas esta tendencia suele verse atenuada por el tipo de vida hogareña y las responsabilidades familiares. Los niños yagua de La Libertad ya no quieren hablar yagua, tal vez porque sus palabras son demasiado pocas para describir ese otro mundo que va llegando rápido, por múltiples medios... ¿Cómo recuperar un sistema que ya no funciona?, ¿para beneficio de quién, o para satisfacer qué tipo de interés?... Debemos aceptar que las culturas de los pueblos cambian, que son versátiles, que se transforman. Atrás quedaron nuestras ideas románticas y esencialistas sobre un mundo ideal y primigenio en el que los seres humanos tenían una relación armónica con los 85

En las farmacias naturistas de Leticia se consiguen aceites de andiroba ( Carapa guianesnsis) y copaiba (Copaifera paupera), que tienen muy buen efecto como cicatrizantes y suavizantes de la piel, productos y conocimientos que necesariamente son de origen indígena, aunque hoy muchos indígenas los desconozcan.


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demás seres, y eran portadores de los secretos de la existencia. Sin embargo, ¿debemos simplemente aceptar que no existe tal mundo, que definitivamente es “mejor” nuestro mundo, con su lógica mercantilista y sus placeres compulsivos y efímeros: con sus ansias devoradoras insaciables? ; ¿Será una postura ética cruzarnos de manos ante la desaparición de tanta riqueza cultural de los pueblos, bajo la idea de que ellos deben decidir sus destinos?, y si hiciéramos algo, ¿cómo estar seguros de que es lo más conveniente, y de que no estamos violentando libertades?

Yanchama ticuna


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SEGUNDA PARTE:

ACERCAMIENTO AL MUNDO DE LA COMIDA Y LOS ALIMENTOS EN LA AMAZONÍA, DESDE LETICIA Y SU GENTE I. De la comida y su creciente interés en el mundo actual Al parecer, el ámbito de la comida y la alimentación, dentro de nuestra tradición cultural, mestiza y europea, ha sido históricamente algo tan normal y cotidiano que usualmente pasa desapercibido86. En eso tiene mucho que ver el hecho de que sean las mujeres, y no los hombres, quienes, desde su lugar íntimo, oscuro y callado, se encarguen de una tarea tan imprescindible pero supuestamente simple como el hacer de comer, labor para la que el sentido común parece indicar que no se requieren mayores habilidades que las que la mujer, “de por sí”, posee, esto es, suficiente dedicación, algo de sensibilidad, pero sobre todo, ese gusto por cuidar de los otros, que en su caso particular pareciera ser el signo inequívoco de una “esencia femenina y maternal”, propia e inmutable. Por supuesto, no existe tal cosa, así como tampoco existe una esencia primordial y permanente en aquellos pueblos no occidentales que convierta a sus individuos en seres inherentemente sabios en relación con su manejo del medio ambiente y el mundo natural; se trata más bien de elaboraciones diferentes del mundo que resultan de las historias particulares, en las que la contingencia y la inteligencia fueron produciendo unos conocimientos específicos y configurando esos estilos únicos, más o menos reconocibles en cada cultura. En otros términos, aspectos como “la división del trabajo entre los sexos, los ritos de iniciación, los regímenes alimentarios o lo que Mauss llamaba las “técnicas del cuerpo” son tributarios del orden cultural y, junto con él, modificables” (Giard,1999:153). Pero resulta que esta labor, supuestamente sencilla, para muchos otros es digna de ser llamada un arte, y requiere, además, de cualidades no tan simples, como podría pensarse, como pueden ser un gusto medianamente entrenado, bastante paciencia, una buena memoria, algunas habilidades manuales indispensables, conocimientos básicos de economía y altos grados de creatividad e intuición, mucho de lo cual no se adquiere sino con la práctica y hace parte de un tipo de saberes especiales que se resisten a la codificación y que casi siempre se transmiten precisamente en el ámbito doméstico y entre mujeres. Pero a pesar de su histórica invisibilidad, cada vez más en el mundo contemporáneo la comida deja de ser ese tema cotidiano y simple, relegado a las mujeres amas de casa, carente de toda importancia fuera de su privilegiado ámbito doméstico y que, al darse por hecho, como cosa obvía y natural, o como algo que “simplemente debe hacerse”, sencillamente no merecía la

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No sucedió lo mismo en las culturas asiáticas, donde las labores culinarias fueron elevadas al nivel de artes, y cuyas diferencias con la idea occidental actual sobre “el buen comer”, son tan evidentes como la oposición entre cantidad y placer estético.


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atención de los medios, ni mucho menos de los circuitos intelectuales 87. En la actualidad es fácil encontrar varios canales de televisión dedicados por completo al tema de la cocina y la comida; éstos pueden ir desde los típicos canales en los que se emiten constantemente clases de culinaria, conducidos generalmente por chefs masculinos, que enseñan a preparar “correctamente” todo tipo de comidas descontextualizadas, en pulquérrimos sets de grabación que simulan ser modernas y equipadas cocinas, hasta aquellos otros menos acartonados, dedicados recorrer por el todo el mundo en busca de las más variadas comidas, posiblemente bajo cierto enfoque culturalista, dentro de lo que ha sido denominado como “turismo culinario”, haciendo visibles las más extrañas costumbres gastronómicas de todo el planeta, enmarcadas o no dentro de sus contextos culturales originales. Algo similar a este reciente “boom” sucede en los medios impresos, en los que todo tipo de libros, revistas, periódicos y magazines, dedica por lo menos un espacio a la gastronomía, generalmente como publicidad de restaurantes típicos de las grandes ciudades capitales, o de la más reciente “comida fusión” o “comida ecléctica”, cuyas preparaciones son un reflejo de la situación actual de casi todas las culturas del mundo, extrañamente mezcladas y con tendencia a volverse objetos comerciales, aunque por supuesto, abundan también los manuales de recetas, esas instrucciones para hacer comida que tan amplio público tienen, desde hace ya varias décadas, aunque el éxito en el resultado final de las preparaciones no esté precisamente en seguirlas al pie de la letra. El relativamente nuevo campo de la nutrición y la dietética ha contribuido a esa visibilización del campo de la alimentación humana, pero desde esa visión incompleta, que resulta de la separación entre ciencias naturales y ciencias sociales, propia de nuestro modo occidental de ver el mundo. Por su parte, la antropología y la sociología han mostrado desde sus inicios un interés por el apasionante mundo de los hábitos alimenticios y culinarios de las diferentes sociedades a las que ha intentado describir y comprender, pues inevitablemente éste es un campo que atraviesa todos los demás aspectos del mundo social humano. Durante los sesentas, Lévi-Strauss y Mary Douglas abordaron el ámbito de la comida desde una perspectiva estructuralista que privilegiaba los procesos de transformación de los alimentos disponibles en sustancias comestibles, como uno de los modos más universales, primordiales y paradigmáticos en que los seres humanos articulamos la naturaleza y la cultura. Como explican dos investigadores contemporáneos, los estudios socioculturales de los sistemas alimentarios, han permitido comprender “amplios procesos sociales, tales como la creación de valores político-económicos, la creación de valores simbólicos y la construcción social de memoria” 88 (Mintz y Du Bois, 2002:100)

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Si nos referimos a la antropología y la sociología de nuestro medio, ambas han venido desarrollando este campo desde la época de los años 70, sin que por ello, al parecer, se llegue a consolidar como un tema lo suficientemente digno o serio para hacer parte del pénsum básico de estas profesiones. Más bien, es un tema obligado pero casi siempre tratado dentro de todo tipo de etnografías, sin que se haya elaborado un corpus metodológico serio que facilite aproximaciones más concretas. En al ámbito académico de la Universidad de Antioquia ha habido por lo menos dos investigadores dedicados a este campo, Ramiro Delgado y Aída Gálvez (ver bibliografía).


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Pero, podría uno preguntarse ¿qué sucede cuando de repente estas cosas comienzan a recibir atención, como tema que merece hacerse visible y decible, casi indispensable, tal como pasa con la comida en el mundo global actual? Diríamos, sin temor a equivocarnos, que la comida, y más aún, la culinaria, se han vuelto objetos comerciales que cada vez ganan más adeptos y que tienden a ser más y más publicitados. Es posible considerar que se trata, además, de un tipo de publicidad sexista, y, por supuesto, mediatizada, elitista y con fines básicamente mercantilistas, que no hace mucha justicia a las mujeres, a quienes siempre y en toda cultura se les ha otorgado la responsabilidad de este oficio, en su nivel más doméstico, secular y cotidiano, pero que en este tipo de exaltación contemporánea de lo culinario, simplemente desaparecen del mapa, para darle todo el honor y prestigio a ese personaje masculino que, por lo general, es el chef. Se trata, al parecer, de un esfuerzo deliberado por sacar todo ese ámbito de la comida del mundo cotidiano, tranquilo y tibio de las cocinas de las casas, poniéndolo en un sitio “más digno”, quizás más aséptico y menos mundano, en el que pueda brillar con mucho más encanto. Es como si sólo la cocina de los chefs fuera digna de ser llamada arte, mientras que la de las mujeres, que a diario alimentan a su familia, no fuera sino su obligación más obvía. Y son esos mismos medios de comunicación, junto con toda la estrategia del mundo mercantilista, que es el mismo mundo occidental, los que se encargan de excluir a las mujeres de ese ámbito que tanto conocen, olvidando que es principalmente a ellas a quienes se debe el hallazgo y perfeccionamiento de las combinaciones exactas de las sustancias y sabores que componen todo ese acervo culinario establecido a lo largo de las diferentes historias de la humanidad. Por el contrario, todo el crédito de lo que merece ser mencionado se le da exclusivamente a los grandes chefs, omitiendo que muy seguramente ellos también aprendieron de sus madres y abuelas por lo menos la base de todos esos procedimientos complejos que ahora aplican, cuando las observaban, siendo niños, al calor de la cocina. Por otro lado, factores como la siempre presente desigualdad social y la imposición de un solo y único modelo económico que absorbe a los otros, convierten a la comida en uno de los principales temas políticos y sociales, en un escenario colmado de contradicciones, pues mientras un ejecutivo de alguna empresa multinacional degusta una magnífica creación original de un afamado chef, en un restaurante lujosísimo, donde una simple botella de agua potable puede llegar a costar varios dólares, tal vez no muy lejos de allí haya cientos o miles de personas que físicamente se mueren de hambre; la opulencia y el derroche parecen ciegos ante la pobreza que abunda allá afuera. Y no es raro que sean precisamente los dignos representantes de la cultura occidental e industrializada quienes se dan el lujo de derrochar cantidades irrisorias, mientras cualquiera de los otros no tiene qué comer. La comida, entonces, se convierte también en un problema crítico en la política y la economía del mundo globalizado actual, aún más si se tienen en cuenta otros factores de crucial urgencia en temas de medio 88

“… food systems have been used to illuminate broad societal processes such as political-economic value creation, symbolic value creation, and the social construction of memory”.


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ambiente, que necesariamente tocan aquello que ha sido llamado “seguridad alimentaria”, especialmente cuando hablamos de temas como el agotamiento indudable, a mediano y corto plazo, de las tierras destinadas a la agricultura y de los demás recursos naturales no renovables de los que depende la supervivencia del ser humano en el planeta. En la comida y en todo lo que la rodea existe también un alto componente simbólico con una gran capacidad de afección, convirtiéndose muchas veces en el símbolo más potente de una cultura y de su estilo de vida, como sucede, por ejemplo, con la cadena de comidas rápidas de McDonald’s, símbolo norteamericano por excelencia que, por ser el paradigma del estilo de vida angloamericano recibe el rechazo abierto, y muchas veces violento, de movimientos nacionalistas y antiglobalistas en varios de los países en los que pretende expandir su mercado; pero esto no sorprende mucho, si se tiene en cuenta que es una empresa tan “gringa” que hasta para hacer sus papas fritas sólo utiliza papas importadas de Estados Unidos y se niega a comprar la producción local, aunque le represente menos costos y sea de igual calidad. Por eso mismo, por reflejar y representar estilos de vida, la comida y las maneras de comer y de hacer de comer pueden ser también símbolos de resistencia, como sucede con los recientes movimientos de la “slow food”, principalmente en Europa, que precisamente presentan salidas alternativas al afán de la vida contemporánea, para volver a experimentar el placer cotidiano del buen comer, propio de las sociedades menos industrializadas. En ese contexto de desigualdades, incertidumbres y cambios, podría uno preguntarse si toda esa publicidad que actualmente gira en torno a las comidas locales lo que hace es trivíalizar y, en cierta forma, vulgarizar las prácticas alimenticias y los hábitos culinarios que hacen parte de la identidad y del espíritu singular de los pueblos. Es una posibilidad, en especial cuando la producción y la oferta de alimentos e insumos para la comida se deslocalizan y se vuelven industriales, saliendo de los contextos locales específicos en los que esos productos estaban enmarcados, junto con las prácticas de manejo, las técnicas de preparación y todos los significados culturales que en dichos contextos poseen, como resultado de sus respectivas historias. En cualquier supermercado, hoy en día, es posible conseguir alimentos originarios de cualquier sitio del mundo. Las nuevas técnicas de conservación, la manipulación genética, las modernas tecnologías agropecuarias y un sinnúmero de “avances científicos al servicio del hombre”, o más bien, al servicio del capital, cambian radicalmente nuestra relación con el mundo, y por ende, con lo que comemos, pues la comida provee obligatoriamente uno de nuestros vinculos más cercanos con los demás seres del mundo, o con eso que alguna vez llamamos “naturaleza”. “Al final, cada cocina regional pierde su coherencia interna, ese ánimo de economía cuya ingeniosidad inventiva y el rigor proporcionan toda la fuerza […] Mil cocineros falsos preparan en nuestras ciudades platos exóticos simplificados, adaptados a nuestros hábitos anteriores y a las leyes del mercado. Así comemos trozos culturales locales que se marchitan, o el equivalente material de un


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viaje ya realizado o por hacerse; de esta forma Occidente devora con buen diente pálidas copias de estas maravillas sutiles y tiernas, puestas en su punto en la lentitud de los siglos, gracias a generaciones de artistas anónimos” (Giard, 1999:183) 89

Lo más triste ocurre cuando, por ejemplo, un producto local de cualquier región pasa a ser explotado a gran escala y con una producción de tipo industrial, en cualquier país lejano, mientras que en ese lugar originario de donde ese alimento es nativo, son muy pocos lo consumen, y ya casi nadie recuerda cómo era que se preparaba, ni lo rico o alimenticio que era, pues ahora casi todos compran y comen los alimentos que les ofrece el mercado. Y esto no es una exageración ni tampoco un caso aislado: entre la población indígena de Leticia, como podremos ver más adelante, la influencia de la sociedad mestiza y de consumo, prevíamente condicionada por una historia cruel contra el indígena y contra la selva entera, ha desplazado muchos de los hábitos alimenticios nativos, con efectos no muy deseables sobre la calidad de la salud y de la vida de la gente. Es el caso, por ejemplo, de los palmitos que se extraen del corazón del tronco de varios tipos de palmas tropicales, que actualmente son explotados y comercializados a gran escala para la venta en países “desarrollados” a donde se venden procesados y enlatados, mientras que los pobladores locales, nativos y mestizos, cada vez dependen más de otros productos agrícolas no nativos que les cuestan dinero, que no están adaptados a los suelos y climas amazónicos, y que no necesariamente cumplen con sus propios requerimientos nutricionales. Y mientras ellos cada vez tienen menos acceso a sus propios alimentos, a los de sus historias de origen, a los que nutrían y formaban sus cuerpos y pensamientos, en nuestra sociedad de consumo, ya sea en los supermercados de cadena de nuestras ciudades en los de cualquier país de Europa o Asia, seguramente se promocionarán esos mismos alimentos bajo el llamativo rótulo de “producto amazónico” o “indígena”, y muy seguramente se dirá también que es “natural” y “orgánico”, términos ambiguos por los que no se sabe muy bien qué se entiende, pero que resultan claves para la difusión de las modas actuales en cuestión de alimentación.

Pensando el mundo de la comida en la Amazonía: En otros contextos, no netamente comerciales, el acto de comer lleva implícitas una cantidad de cuestiones bien interesantes, que muy probablemente escapan a nuestra visión contemporánea del mundo; en todo caso, todos reconocemos que comer no simplemente es el acto de incorporar materias inertes y “mudas” que sirven como combustible para satisfacer las necesidades fisiológicas del organismo, para lo cual bastaría quizás con tomar regularmente algún 89

Giard señala la necesidad de diferenciar tres niveles de historias de los hábitos alimentarios: “la historia natural de una sociedad [disponibilidad de especies para consumir en determinado hábitat], la historia material y técnica [procesos de apropiación como la domesticación, selección y mejoramiento de especies, desde los más elementales hasta los más tecnificados], y la historia económica y social [con aspectos como] el precio de los productos alimentarios, las fluctuaciones del libre mercado, la regularidad de los abastecimientos, su abundancia, su racionamiento […] el rostro de la prosperidad o de la penuria de una sociedad”. (Giard, 1999:176-177). Por supuesto, es muy difícil diferenciar esos tres niveles, que se entretejen y se traslapan, pero es un buen ejercicio para abordar el estudio social de la alimentación.


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comprimido nutricional como los que consumen los astronautas; comer es algo mucho más complejo pues, “como tampoco sucede con los otros elementos de la vida material, el alimento no se presenta al hombre en un estado natural. Aún crudo y tomado del árbol, el fruto es ya un alimento culturizado, antes de toda preparación y por el simple hecho de considerarse comestible. Nada varía tanto de un grupo a otro como esta noción de lo comestible” (Giard, 1999:171)

Por lo tanto, el acto de comer implica también un acercamiento al alimento desde una apreciación consciente de su papel en el mundo, sin importar de qué cosmología estemos hablando. Pero esto resulta más evidente en las sociedades no occidentales, en las que los elementos del mundo guardan cierta coherencia lógica entre unos y otros, conformando una totalidad única, por lo que cada ser que se destina al consumo, sea animal o vegetal, es percibido prevíamente desde el lugar que ocupa en el cosmos y en el entramado simbólico del mundo, y, al tomarlo, los seres humanos realizan los ajustes necesarios para dar continuidad a esa coherencia, mediante ritos y pagamentos, y la observación de ciertas proscripciones dietéticas y de comportamiento, como sucede entre los pueblos indígenas de la Amazonía; no sorprende, por lo tanto, que también haya una conciencia clara de las sustancias y las cualidades personales de esos seres, y que éstas puedan transferirse a quien las ingiere, si es esa la intención. La diferencia principal es la que radica entre una visión materialista del mundo, y otra animista, más integradora, según la cual, “todos los seres vivos son gente en esencia y tienen un comportamiento social” por lo que “las relaciones ecológicas también son relaciones sociales”, como afirma Cayón (2001:262) para el caso particular de los makuna, pero que, en términos generales, es una noción característica de toda la cosmología indígena amazónica. En otros pueblos de la Amazonía, por ejemplo, el antiguo chamán acostumbraba ingerir, de manera ritual, ciertas partes del cuerpo de algunos animales que no eran comúnmente consumidos por el resto de la sociedad, pues con ello incorporaba en sí parte de la personalidad deseada del animal: del bufeo, adquiría la fuerza y su habilidad para moverse entre los mundos, pues se considera que este mamífero acuático habita junto a “su gente” un mundo subacuático, donde ha construido pueblos similares a los de los humanos, pero también es capaz de “volverse persona”, para salir del agua y seducir jovencitas, tal como lo cuentan numerosas historias en los caseríos ribereños de los ticuna y los yagua, cerca de Leticia y Puerto Nariño. Del jaguar, y del consumo ritual de su carne, también se adquiere el valor y la fuerza que lo caracterizan (Montoya, 2002:78), mediante la apropiación que se da de sus sustancias en la comida ritual y chamánica. Los alimentos cotidianos y las sustancias de consumo ritual adoptan diferentes nombres de animales según sus características físicas, su comportamiento y sus usos, por lo que los uitoto, por ejemplo, pueden cultivar yuca de hormiga arriera, de renacuajo o de puerco espín (Bríñez, 2002:98), mientras que los kamsá y los inga del Putumayo preparan yagé de colibrí, de jaguar o de trueno. Entonces, podríamos decir, con certeza, que la relación que los indígenas de la Amazonía establecieron con esos seres de la naturaleza que les sirven como alimento


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cotidiano, en la vida secular o en el ámbito ritual, no es la misma relación que se establece con esos seres en nuestra sociedad de consumo actual, como lo demuestran también algunas prácticas que sobreviven a los tiempos. Los cantos de los bailes de los uitoto, cuentan una y otra vez las narraciones míticas en las que se explica el origen de las plantas frutales y otros temas de importancia para la vida como el porqué no se debe cazar a todos los tapires ni a sus “jefes”, ni a sus crías pequeñas, pues los tapires también son “gente” y Fotografía 30. Boruga (Agoutí paca) pelada y sin vísceras como gente sienten la tristeza de perder a los suyos y, en represalia, pueden llevarse con ellos a los hijos de los humanos, como sucedió cuando se llevaron al hijo de Jadoma, y su esposa no pudo tener más hijos, por lo que adoptó precisamente un tapir como mascota, que creció y destruyó los sembrados y dejó sin comida a mucha gente, incluso a los pueblos vecinos, generando una guerra entre los uitoto y los muinane90. La sensación al comer y compartir la carne de un tapir que se caza y se prepara teniendo en cuenta ideas como esa, seguramente dista mucho de lo que experimentamos con el trozo de carne asada que comemos en la comodidad de nuestras casas modernas, habiendo tenido únicamente la obligación de escogerlo del refrigerador de los mercados, donde la carne está limpia y cortada, expuesta en abundancia, eximiéndonos, por lo demás, de la penosa labor de sacrificar el animal en cuestión y siquiera imaginar el sufrimiento de un ser cuya vida estaba predestinada y completamente limitada al encierro y al engorde, para satisfacer nuestras necesidades nutricionales. Y es que para nosotros resulta mucho más sencillo sólo pagar para comer, sin tener qué ver escenas como las de “Baraka”, donde ilustran el colosal proceso masivo de producción industrial de pollos, en el que éstos animalitos, al poco tiempo de salir de la incubadora, son seleccionados y arrojados por inmensos embudos donde se agrupan por millares y pasan por una banda móvil para que les cautericen el pico y las uñas, de manera que no se automutilen más tarde, en el transcurso de sus cortas vidas, con el estrés que les genera el encierro en sus estrechas jaulas de engorde91. Una escena mucho más cruel que cualquier faena de cacería de subsistencia. Con este tipo de ideas en mente, creo que vale la pena hacer un esfuerzo por mirar hacia esos otros mundos, que aún tienen mucho qué decir; se trata también de volver a dirigir la mirada a 90 91

Mito 17, “La Lucha por un Tapir” de la Segunda Parte de Religión y Mitología de los uitoto (Preuss: 1994) Película en 70mm producida por Mark Magidson y dirigida por Ron Fricke. Magidson Films. 1992.


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las mujeres en la cocina, como cuando éramos niños y nos llenábamos de imágenes, olores y sabores, nuevos y conocidos, de los que, por mucho tiempo, se alimentó nuestro ser, nuestra mente y nuestro cuerpo, mientras íbamos creciendo al cuidado de nuestras madres. Lugares como Leticia y sus alrededores presentan las condiciones propicias para hacerlo y nos permiten alejarnos, además, de la cosmopolita e iluminada sección de alimentos de los supermercados de las ciudades, pues se trata de una región en la que aún no existe esa percepción netamente industrial y comercial de la comida y donde las mujeres cocinan aún al calor de un rústico fogón de leña, sin la invasión de los mil y un aparatejos “multiusos” -léase mejor: de dudoso usocomo pueden ser una cantidad de “ayudantes de cocina”, abrelatas, corta-papas, pela-papas, prensa-papas, licuadoras, batidoras, exprimidores y demás, que en teoría sólo pretenden hacernos la vida más fácil, pero terminan casi siempre guardados en las grandes alacenas de las cocinas modernas, donde nadie los recuerda; artilugios inútiles del ocio humano, poco o nada comparables con la habilidad limpia de la mano, instrumento perfecto, el más útil e irremplazable, del que aún como adultos tenemos mucho que aprender si nos permitimos usarlo al desnudo, sin necesidad de otras mediaciones.

II. Comida lenta, en el suelo y con la mano: No podría dejar de mencionar, entonces, dos aspectos cruciales en los que se desenvuelve la actividad cotidiana de la alimentación en la Amazonía y que contrastan con aquellos de las ciudades a los que normalmente estamos acostumbrados: primero, el manejo de los tiempos y los espacios dedicados a la preparación y a la ingestión de las comidas y, por otro lado, el manejo del cuerpo y de sus herramientas tan básicas pero irremplazables como lo son las propias manos y los dedos, junto con toda la fuerza, la exactitud y la sensibilidad de que son capaces, imposibles de alcanzar mediante el uso nuestras máquinas y aparatos de cocina modernos, por sofisticados que sean. En cuanto al primero, pronto se da uno cuenta de que gran parte de las actividades cotidianas en una casa indígena giran en torno a la comida, a la producción y consecución de los alimentos, ya sea en la chagra, en el monte o en el mercado, y a su procesamiento y preparación culinaria, lo que incluye casi siempre espacios tan distantes como el sitio donde se pesca o se caza, pues allí mismo se procede a despresar y ahumar las presas para preservarlas, así como el tostadero, donde se procesa la yuca, y por último, la cocina, a donde finalmente se mezclan y se cocinan todos los ingredientes para darles un acabado final y proceder a servir, todo lo cual viene a culminar en el consumo, a la hora de comer: ese momento cargado de expectativas y deseos, en el que todas las acciones previas de transformación de lo comestible en comida llegan a su realización final, para convertirse, inmediatamente después, en algo efímero, en algo completamente pasajero, de lo que no quedará nada más que el disfrute momentáneo de los sabores, olores, temperaturas y texturas, y la sensación de saciedad, junto con el saber del deber cumplido, tanto para quien cocina como


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para sus comensales; momento que fácilmente se toma varias horas, dos y hasta tres, y se realiza sin afanes, dedicándole a cada acción el tiempo que se merece. Y ese tiempo, que en la Leticia indígena puede tener lugar dos o tres veces al día - ya que no hay horarios establecidos como lo que nosotros llamamos desayuno, almuerzo y cena, sino que, por lo regular, “se come una vez por la mañana y otra por la tarde”-, se invierte en comer muy seguramente con la mano, sin cubiertos y a veces sin platos, quizás una sencilla pero deliciosa comida para varias personas, de la que cada quien va sacando pedacitos a su propio ritmo, servida en el suelo, sobre una hoja grande de plátano recién arrancada, encima de la cual descansa un pescado entero, asado al calor lento de la brasa, grande y jugoso, escasamente adobado con un poco de sal y ají, y cuyos trozos calientes y gruesos se desprenden con los dedos, para hundirlos luego en esa fariña tostada que descansa a un lado del pescado, también sobre la hoja, y más allá, una rústica y colorida ensalada de cebollas moradas con hojitas de chicoria, pimentones rojos y carambolos amarillos, todos cortados en tajadas que conservan la silueta de cada vegetal, formando un caleidoscopio de sabores, aderezados sólo con un poco de limón, sal y ají aromático; a la derecha, trozos de yuca cocida, esa yuca del amazonas que se cocina en un instante y queda blanda y harinosa, con muy pocas fibras, y también plátanos maduros, cortados y cocidos en su cáscara. Servido así, el almuerzo-cena se convierte en una combinación perfecta de potajes, cada uno de los cuales va soltando poco a poco sus jugos, que se mezclan sobre la hoja verde para dar lugar a una experiencia estética bastante interesante. Así fue la primera gamitana que comí en Leticia, preparada por una amiga ticuna en la cabaña de la finca en la que me hospedaba, y más o menos por ese estilo eran las comidas en la casa de ella y su familia, en el Km.6. Nunca antes imaginé siquiera lo fácil y placentero que resulta comer el pescado con la mano, pues los dedos desprenden con mucha más destreza los trozos de carne de las espinas, mientras que el tenedor escasamente saca trozos despedazados e irregulares, que no conservan nada de la forma original o la textura magra y uniforme del filete. Podría uno pensar que con tanta delicia se debe comer muy de prisa, pero no, el pescado y tal vez el calor, exigen tomarse el debido tiempo; los sabores invitan a degustarlos, uno por uno, mezclados y por turnos, y la lengua se convierte en un instrumento catador minucioso, que desmenuza las texturas, casi como si se pudieran separar, una a una, las partículas de olor y sabor mientras éstas pasan por la nariz y la boca, junto con el cosquilleo del ají picante en los labios, en la lengua y la garganta, calentando todo por dentro, para luego, como por arte de magia, refrescar todo el cuerpo. El trópico húmedo resulta el lugar ideal para al ají picante, pues, a falta de viento y con cierta congestión general que en ocasiones parece producir el calor constante y los efluvios del barro al calentarse bajo el sol de la tarde, en ciertas épocas del año, éste entra al cuerpo como una especie de sustancia purificante que despeja las vías respiratorias, enfría la carne y hasta pareciera quitar el sueño y la pereza, productos de la falta de adaptación al calor. Otras veces el almuerzo puede ser un pescado sudado, acompañado de “tacacho” de


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plátano y puré de yuca… Los ingredientes suelen ser siempre los mismos, pescado, yuca y plátano -o si se prefiere, plátano, yuca y pescado- pero sus variedades y preparaciones son tantas que los hacen parecer otros. De los pescados hay que tener en cuenta cuáles son más grasosos y cuáles no, lo que determinará si se preparan asados o fritos, en el caso de los primeros, o si por el contrario se pueden cocinar en un sudado o en un caldo, si son pescados con poca grasa. De vez en cuando aparecerá la carne, casi siempre de res, comprada en las carnicerías de la plaza, o “carne de monte”, si se está particularmente de buenas y alguien llegó con alguna presa de su faena en el bosque, caso en el cual se procede a arreglar el animal, si no ha sido ya arreglado donde se cazó, lo que consiste en chamuscar la presa para quemar sus pelos, extraer la tripas y cortar en pedazos, si es una presa grande, para dejarlos ahumando durante toda una jornada, con el fin de lograr su posterior conservación durante varios días, aunque lo más probable es que la carne del animal se reparta entre los miembros de varias familias, acabándose muy pronto, como sucedió con un oso hormiguero que terminó repartido entre varias casas ticuna del Km.6, en febrero de 2003. Pero también puede haber carne de aves, como perdices, paujiles y patos silvestres, que todavía se consiguen ocasionalmente, aunque casi siempre toca comer pollo, de ese que venden congelado o de los que se crían en los patios traseros de las casas, generalmente cocidos en sopas o en guisos con plátanos, yuca y achiote, otras veces con Fotografía 31. Mojojoy moquedado, tucupí con hormigas y casabe blanco. ñame, dale dale, papa o camote, eso sí, siempre acompañados con ají y fariña, y muchas veces también con casabe, sin importar que la casa sea ticuna o uitoto, pues estas dos formas de comer la yuca ya se han vuelto regionales, traspasando las barreras iniciales impuestas por el gusto y la cultura. Pero eso sería sólo un abrebocas de lo que sucede a la hora de comer, sin mencionar aún lo que tiene lugar a la hora de hacer de comer. Resulta verdaderamente admirable la dedicación de las mujeres a la labor, casi siempre poco agradecida, de cocinar, en la que hay que tomarse bastante tiempo y esfuerzo, especialmente si se trata de transformar un tubérculo venenoso, como lo es la yuca brava, en comida apta para los humanos y además de eso, en esa comida imprescindible que acompaña cualquier otra preparación, sean aves, carnes rojas o pescados, los que no se conciben sin el casabe o sin la fariña de siempre. Además de actualizar y renovar el saber culinario legado desde hace miles de años, la dispendiosa labor de preparar fariña, envueltos de


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yuca, casabe, cahuana, chicha, tucupí y los demás derivados de la mandioca, implican la capacidad de percibir esa sustancia alimenticia que se esconde tras la potencial toxicidad, para jugar un rol activo en su transformación: oler, probar, tocar, exprimir; usar la mano como instrumento mejor, como el único instrumento sabio que conoce el punto exacto, la humedad necesaria, la textura apropiada. Cualquiera dirá que estas cosas las hacen las mujeres en todas partes, y muy probablemente tenga razón, pero lo que no hacen en todas partes es trabajar con un elemento venenoso para convertirlo nada más que en la base de la alimentación, como si el paso de crudo a cocido no fuera ya suficiente esfuerzo. Además no se trata simplemente de tomar un producto ya hecho para sacar de él sus derivados; la transformación física de la yuca en sustancias comestibles no es sino una pequeña parte de un amplio proceso de producción que implica también la siembra, los cuidados y la cosecha de la yuca misma, e incluso, el pensamiento primero y la intencionalidad que da vida a todas esas acciones para producir ese alimento prototípico, que en la cosmología indígena es el que permite la existencia de los demás alimentos y la reproducción de la estirpe humana, por consiguiente; una cadena de procesos que es la metáfora de la vida misma, en tanto que la producción de la yuca es lo que sostiene a la familia y su sustancia es lo que constituye los cuerpos. No son pocas las formulaciones nativas en varios grupos amazónicos que dan cuenta de esa consustancialidad con la yuca, especialmente por parte de las mujeres, quienes dicen ser “puro palo de yuca, puro almidón”, o que en diferentes ocasiones afirman ser madres, hijas o hermanas de la yuca; una consustancialidad que surge no sólo de un cierto parentesco, consagrado en los mitos y en las “palabras de aviso”, sino que se actualiza en esas actividades diarias que permiten su producción y que la convierten en alimento. Pero antes de entrar de lleno en esa materia, miremos un poco a Leticia como ese espacio de mezclas en el que el campo de la comida ha tenido diferentes expresiones con el paso del tiempo.

III. Una mirada a Leticia desde el interés por los alimentos De paseo por Leticia buscando qué comer: Hace ya varios años, hacia mediados de los 80’s, Yolanda Mora de Jaramillo (1985) realizó una investigación antropológica sobre la alimentación en Leticia. En su libro, Alimentación y Cultura en el Amazonas, afirmaba que en Leticia era aplicable aquello de los lugares en los que todos los pecados eran permitidos, excepto el de la gula. Según ella, el aislamiento geográfico de Leticia, su lejanía y su poca accesibilidad a los centros de producción del interior, así como el sometimiento a los cambios en la disponibilidad de recursos alimenticios, ocasionados por la marcada variabilidad climática anual -a saber, la creciente y la baja del río Amazonas-, creaban ciertas restricciones, para sus habitantes y visitantes, a la hora de darse gusto en cuanto a la


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comida. Después de hacer alusión a los numerosos e inmensos burdeles que, según ella, existían en Leticia, famosos hasta en Bogotá, afirma: “Nunca podremos saber si los otros cinco Pecados Capitales alcanzan su máximo en esta población, pero de una cosa estamos seguros: el de la Gula está descartado, porque conseguir alimentos, según lo demostramos en la primera parte del trabajo, es muy difícil, y consecuentemente, estos son muy costosos” (Mora, 1985: 18)

Esto coincide con la opinión de muchos mestizos Leticianos, quienes recuerdan las épocas en las que “no se conseguía nada de nada y todo era carísimo”, porque debía ser traído desde Bogotá o desde otros puertos más grandes de Amazonas brasileño. Debemos, entonces, reconocer que los tiempos han cambiado muchísimo en Leticia, pues hoy en día, veinte años después, lejos de ser ese poblado aislado del Amazonas, donde se extrañaba la buena comida, es más bien, un lugar en el que se consigue absolutamente de todo en el ámbito culinario, y donde se pueden satisfacer desde los gustos más sencillos y austeros hasta los más refinados, pasando por todo tipo de excentricidades gastronómicas, tales como para deleitar y enamorar a cualquier sibarita. Por su ubicación privilegiada, justo en la frontera con Brasil y Perú, Leticia presenta ciertas características únicas en cuanto a las posibilidades de intercambios comerciales y culturales con esos dos países, y su historia la ha hecho también receptora de una gran variedad de gente del interior del país, que, con sus costumbres gastronómicas a cuestas, le agregan mil matices diferentes a lo que podría denominarse como “la comida típica del amazonas”. Las actividades comerciales con el interior del país se han intensificado durante los últimos años, pues se ha ampliado el número de vuelos semanales desde Bogotá, tanto de aviones de carga como de pasajeros, haciendo que la disponibilidad de alimentos de la región andina, tanto procesados como sin procesar, sea casi equiparable a la de cualquier ciudad o pueblo de Colombia. En los supermercados locales hay una constante disponibilidad de todo tipo de alimentos no perecederos, como granos deshidratados, pastas, arroz, harinas de maíz y de trigo, carnes y pescados enlatados y aceites vegetales, entre otros, así como también es posible encontrar todo tipo de alimentos perecederos, refrigerados o congelados. En cuanto a los lácteos, hay una buena variedad de yogures, kumis, quesos y bebidas de leche saborizada, aunque su precio no es siempre el más asequible (especialmente en el yogur y la leche se pueden encontrar precios hasta de un 30 o 40 % más que el precio promedio de una ciudad como Bogotá o Medellín, lo que se explica por los fletes de carga y la necesidad de refrigeración durante todo el proceso de transporte); en el caso de las leches “larga vida”, empacadas en cajas de cartón con tecnología “Tetra Pak”, no parece haber mucha variedad en la oferta y sus precios son bastante elevados. Esto no impide que muchas madres indígenas de la región compren a sus niños la leche saborizada de larga duración que viene en porciones individuales, por lo menos como una especie de premio especial cuando van a Leticia con sus pequeños y ellos han tenido que aguantarse las molestias del largo viaje desde su apacible


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comunidad. En estos supermercados también es fácil encontrar carnes frías o embutidos, cuyo precio no parece distar mucho de los precios de estos mismos productos en el mercado del interior. No parece haber demasiada oferta de carnes rojas y blancas traídas de los centros de producción andinos, es decir de res, cerdo y pollo, lo que se explica por la existencia de varias granjas ganaderas, criaderos y mataderos locales, con una producción suficiente, imagen actual que dista mucho de los datos obtenidos hacia mediados de los ochenta por Mora (Ibidem), cuando el ganado que llegaba por el río desde las fincas ribereñas y desde Tarapacá, por el Putumayo, no alcanzaba a suplir la demanda local de carne, fuente de proteína animal mucho más apreciada que el pescado entre la población mestiza amazónica.

Por las plazas de mercado: El mercado de viveres y abarrotes frescos en Leticia se ha focalizado principalmente en dos espacios centrales: la Plaza Municipal, ubicada en la calle séptima, abajo, llegando al Puerto, y la Plaza San Francisco de la calle octava, casi al frente de la Plaza Municipal, también camino al puerto, pero detrás de los locales comerciales y tiendas varias que están en la parte inferior del parque Orellana, detrás de la concha acústica. Y digo “espacios centrales”, porque en torno a ellas y desde el sector que recorre las calles que van desde el puerto hasta la carrera once -o Avenida Vásquez Cobo, la calle principal, que recorre a Leticia en dirección norte-sur y por la cual se llega al centro desde “la carretera”, la Universidad Nacional, el zoológico y el Aeropuerto- se distribuye una masa heterogénea de comerciantes más o menos informales, que exhiben sus productos en improvisados baldes plásticos, ollas y otros recipientes, y que cuando llega la temporada turística son molestados por la fuerza pública, en especial si se trata de las ventas de comida preparada. En la Plaza de San Francisco, en la calle octava, se vende toda clase de verduras y frutas, de producción local y regional, provenientes tanto de cultivos de especies nativas (ajíes, maní, yuca, ñame, ahuyama, caimo, uva caimarona, canangucho, piña, lulo, carambolo, zapote, plátano, copuazú, marañón, arazá, borojó, granadilla, pepino de agua, etc.) como de otras que se han ido introduciendo con los años y se han adaptado muy bien a las condiciones regionales (tomate, cebolla, ajo, pimienta, lechuga, repollo, mango, otras variedades de plátano y banano, naranja, limón, mandarina, sandía, melón, etc.); otros frutos más escasos, como la guama, la castaña, y algunas contadas veces, el umarí, el arazá, el asaí y el milpeso, suelen provenir de plantas silvestres -lógicamente con un proceso previo y prolongado de selección antrópica- y son recolectados principalmente por los indígenas, quienes los venden los sábados en la “esquina de la aduana” y de ahí se revenden por parte de algunos vendedores de la plaza. También hay en esa plaza varias carnicerías, con un buen surtido de carnes vacunas y porcinas frescas, provenientes de hatos y granjas locales, y se consigue algo de pescado, aunque para ello está destinada la otra plaza. Llama la atención la presencia de varios quioscos dedicados a la


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venta de plantas medicinales, generalmente de propietarios paisas, en los que se puede encontrar todo tipo de hierbas disecadas, cortezas de árboles, infusiones, piedras, aceites y demás preparaciones, no todas ellas de la región, que se venden como medicina y como objetos y sustancias para la brujería. Y aunque todos estos locales presentan un bonito panorama variopinto, lleno de colores, aromas y sabores que no suelen ser muy comunes en los mercados de las ciudades andinas, el principal atractivo de la Plaza de San Francisco, definitivamente, son los restaurantes que se encuentran al costado derecho, donde es muy fácil para el viajero conocer y degustar algunos de los platos regionales más representativos de ésta cultura gastronómica a un bajo costo. Hay un local de un señor paisa que vende desayunos muy ricos y muy acordes con el gusto de los mestizos: jugos naturales de frutas del interior y de algunas frutas locales como el copuazú en leche, avena en leche, bebidas achocolatadas frías, y para comer, arepas, empanadas de carne, almojábanas y pandequesos frescos, recién horneados. Pero si lo que se quiere es un buen almuerzo o desayuno “de la región”, al frente del paisa hay varios locales con buenas opciones. El de la señora Carmen Rosa, una leticiana de familia peruana es uno de las mejores, pues allí la señora prepara todo tipo de pescados, fritos, asados, sudados y en caldo, y los vende acompañados con arroz, patacón, papa y yuca, pero además, y esto es lo que la diferencia de los restaurantes afamados de la calle décima, de los que hablaré más tarde, sirve fariña y tapioca, así como “carne de monte”, el genérico con el que se conoce toda la carne de animales cazados en la selva, casi siempre de borugo (Agoutí paca), y también caldo de cucha, platos éstos que son considerados por muchos como “comida de indios” o de pobres, pero que resultan ser apetitosos manjares locales que definitivamente no hay que dejar de probar. Además la señora es una bella persona y puede volverse hasta un poco maternal con el tiempo, lo que viene bien en los días de nostalgia por el hogar, cuando no sólo hay que consentir el paladar. Ella me dio algunas recetas de la Amazonía peruana, aunque dice que no todas las prepara en el restaurante porque no a todo el mundo le gustan. Más al fondo hay varios otros locales, similares al de Carmen Rosa, más o menos acomodados al gusto de los mestizos, con menús variados como carne de res, cerdo o gallina sudada, arroz blanco, pastas demasiado cocidas y guisadas en tomate y cebolla, fríjoles negros y blancos, y los pescados de todo tipo, que no faltan. Hay un local en especial en el que el comensal se puede sentir algo contrariado, pues la sazón de la comida no está nada mal, pero la señora que atiende, una mujer peruana de unos 40 años, es bastante malgeniada y se la pasa todo el tiempo alegando por cualquier motivo. La primera vez que pedí caldo de cucha en Leticia fue precisamente en ese local, una experiencia extraña y memorable, porque me sirvieron el caldo sólo en un plato hondo y, por aparte, la cucha, casi tirada sobre un plato pando que evidentemente era demasiado pequeño para el tamaño de aquel pez acorazado, cuya cola y cabeza salían de los bordes y descansaban sobre la superficie blanca y manoseada del mesón de azulejos; y por si esto fuera


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poco, la cucha estaba bastante fría, por lo cual pedí que me la calentaran, “por lo menos un poco”, dentro del caldo que quedaba en la olla, petición cordial y sin ninguna intención ofensiva, cuyo efecto fue un monólogo gritón de la señora, en medio de las miradas atónitas de los señores que estaban almorzando y las moscas que zumbaban por el aire, todo lo cual me dejó confundida y sin hambre, como si hubiera sido objeto de una broma pesada y sin sentido, pero por lo menos comprobé por mí misma la falta de voluntad y la brusquedad en el trato de ésta señora, de quien ya me habían hablado. Fue entonces cuando conocí el local de doña Carmen Rosa, “a veces Carmen y a veces Rosa”, decía ella, donde pude satisfacer, por fin, mi curiosidad por el famoso caldo, esta vez caliente y con la cucha -corroncho o caparasú- adentro, nadando en una sopa clara y ligera sazonada solamente con cilantro, sal y cebolla. Un plato sencillo, económico y rico, por cierto. En casi todos los locales de restaurantes de esta plaza el menú consiste en una sopa como entrada, que puede ser de papa, plátano y verduras, seguida del “plato fuerte” que trae una porción de carne, pescado o pollo, casi siempre fritos o sudados, servidos con arroz, papa, y una pequeña y casi siempre marchita ensalada, y por aparte se dispone de una canastilla con patacones y yuca frita, frituras que los comensales se sirven al gusto, al igual que la fariña, dispuesta en un frasco de vidrio o en una bolsa plástica. Algunas veces había tapioca, pero lo que nunca faltaba era el ají, del más común en la región, preparado con ajíes amarillos redondos, cebolla morada, picada finamente, sal y limón; y para tomar, agua de panela fría con limón o gaseosas en botella. En cuanto a las ensaladas parece existir en Leticia la idea generalizada de que no se dispone de verduras lo suficientemente frescas para preparar ensaladas ricas, por lo cual simplemente se tiende a omitirlas o a resignarse a prepararlas con productos viejos de los que llegan a los mercados desde Bogotá, esto es, lechugas y repollos que no siempre pueden mantenerse crujientes en el clima amazónico, y quizás remolacha y zanahoria cocidas, con cilantro picado, sal y aceite. Sin embargo, en las comunidades indígenas y otro tipo de población diferente a la que usualmente se encuentra en la ciudad, existe el consumo de ciertas verduras locales como el pepino de agua, la chicoria, los cogollos tiernos de algunas palmas, las hojas de jambú (léase yambú) 92, el “dale dale” crudo y algunas frutas nativas como el carambolo, la cocona, la papaya verde y hasta la misma piña 93, con los que se pueden hacer ensaladas frescas y sabrosas, que además aportan nutrientes indispensables para una dieta balanceada, reemplazando con mucho éxito las tan anheladas lechugas y repollos de otras latitudes.

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El jambú ( Spilanthes oleracea) es una hortaliza de hasta 50cm, parecida a la hierbabuena, que se utiliza mucho en Brasil para preparar sopas y ensaladas. En Leticia no es muy conocida, pero algunos indígenas ticuna la cultivan en sus chagras o en los patios y la consumen con cierta frecuencia, muy probablemente debido a sus contactos antiguos y actuales con la población mestiza brasileña. Ellos la llaman “botón de oro”, y su uso es básicamente medicinal, para calmar dolores de muela, conjuntivitis y enfermedades respiratorias. 93 Dale dale (Calathea allouia), carambolo ( Averrhoa carambola), cocona ( Solanum sessiflorum), papaya (Papaya carica), piña (Ananas comosus).


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En la otra plaza de mercado, la Plaza Municipal, sobre la calle séptima, no hay restaurantes, pero sí hay una gran oferta de pescados frescos, secos y congelados, así como de otras verduras, legumbres y granos secos, que son difíciles de encontrar en la plaza de los restaurantes o en los puestos de ventas de la calle. Particularmente hablo del puesto de una señora peruana que vive en Leticia, y cuyo marido, dueño de un yate comercial que va y viene desde Iquitos, trae para la venta varios productos del Perú, amazónicos y andinos, como pueden ser algunas variedades especiales de fríjoles, papa y yuca, frutas nativas como el carambolo y la cocona, y un delicioso y escaso camote (Ipomea camotes), que únicamente conseguí en ese local, un tubérculo con apariencia externa de papa alargada, pero de un color naranja fuerte en su parte interna, casi como el color del zapote, de consistencia harinosa, y de muy buen sabor, un poco dulce, similar al de la arracacha, pero menos metálico. Más tarde supe que el camote se siembra en las chagras de los ticuna y hace parte de su tradición culinaria desde hace mucho tiempo, aunque en esa época del año no era muy abundante94. Esta señora también vendía el famoso “Sillao”, un condimento derivado de la soya, de gran uso en la comida peruana por la influencia de los inmigrantes chinos, y el “Ajinomoto” (glutamato monosódico) extraído de la caña de azúcar, cuya función es “realzar” el sabor de los platos de sal, también proveniente de la culinaria oriental.

Sobre la disponibilidad de carne y leche de vaca: En los mercados de Leticia hay una significativa entrada de carne vacuna y productos cárnicos de Brasil, dentro de los que se destacan las sabrosas calabreças, una especie de salchichas o chorizos hechos con carne de cerdo y res, con un especial sabor ahumado, pero también hay una buena variedad de carnes enlatadas, atún y salchichas, cuyos precios son demasiado bajos, comparados con los de las industrias colombianas, pero cuya calidad en ocasiones se puede poner en duda95. Resulta curioso que sea precisamente el atún enlatado brasilero el que más demanda tiene entre la población de las comunidades indígenas, sobre todo si se tiene en cuenta la disponibilidad constante de pescado local fresco, cuyo sabor y textura son incomparables con los de los dudosos enlatados; sin embargo, tal vez por la facilidad de encontrarlos ya cocidos y triturados, “listos para comer”, son una buena elección para las atareadas mujeres, en especial cuando salen a excursiones de pesca o a sitios retirados de las comodidades de la casa, donde el atún enlatado sirve para mezclar con fariña y hacer una farofa, como se llama a la fariña sofrita en la grasa o sustancia de diferentes animales, o “fariña de blancos”, que en este caso se

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Comunicación personal de Susana Fernández, ticuna del Km.6. Su sabor no es el mejor y muchas veces se pueden encontrar residuos raros, probablemente fragmentos de uñas o huesos, que no son muy agradables. Nótese, además, que Brasil fue aparentemente el único país de Suramérica en el que se presentaron algunos casos aislados de la enfermedad de las “Vacas locas”, o Encefalopatía Espongiforme Bovina que en los humanos produce el Síndrome de Creuzfeld Jacob, hacia finales de los años 90. Esto mismo causó grandes estragos en la economía europea, pues, ante la gravedad de los daños a la salud humana (enfermedad y muerte de cientos de personas), hubo que sacrificar miles de reses para evitar una catástrofe mayor. Como era de esperarse, también hubo grandes repercusiones en los hábitos alimenticios de los ingleses, pues muchos se volvieron vegetarianos por el temor a la enfermedad. 95


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convierte en una comida barata, portátil y que las libera momentáneamente de la labor de cocinar. También es extraño que hasta ahora no haya surgido y progresado una buena producción lechera en Leticia, que permita la disponibilidad permanente de lácteos frescos y más económicos que los que llegan desde Bogotá, teniendo en cuenta que ya se ha introducido ganado para carne desde hace varias décadas, sin que haya importado el grave deterioro del medio natural que la ganadería implica; tal vez esto sucede porque el ganado lechero no se adapta muy bien al clima, por lo que la mayor parte de la población, mestiza e indígena, ha adoptado muy asiduamente el consumo de leche en polvo, que se consigue también de diferentes marcas y calidades, tanto brasileras como colombianas, y presenta indiscutibles ventajas para su conservación, pero que no es tan nutritiva ni tan fácil de digerir como lo es el yogurt, por ejemplo, y otros derivados lácteos que siguen siendo muy costosos en el mercado, pero que podrían producirse fácilmente de manera artesanal. En todo caso, alivía un poco saber que esa práctica de una ganadería extensiva ya no tiene tantos incentivos institucionales en la región como alguna vez los tuvo por parte del Estado, quien por medio de la Caja Agraria, hacía préstamos a los empresarios ganaderos y facilitaba asesoría y tratamientos para las enfermedades de los animales; incluso durante los años 80’s, el SENA, con ayuda del Ministerio de Gobierno, lideró un programa de promoción de la ganadería entre las comunidades indígenas, destinado a suplir las necesidades de carne vacuna y porcina en Leticia (Mora, 1985:82-83). Aunque es probable que algunos de estos ensayos hayan tenido éxito, como en el caso de algunos indígenas que poseen pequeños hatos de entre tres y seis cabezas de ganado vacuno, básicamente para vender al mercado Leticiano, como se observa en la carretera, la mayor parte de la producción ganadera actual está en manos de colonos mestizos, pues no todos los indígenas se adaptaron muy bien a esta actividad. Cabe anotar también que en muchas comunidades se observa la cría de gallinas, patos y cerdos a pequeña escala, en reducidos corrales de los patios traseros de las casas, donde también pueden permanecer sueltos, pero lo llamativo del asunto es que casi nunca son para el consumo familiar, sino que se destinan a la venta en Leticia para fechas especiales como navidad, o a la venta de pinchos y tamales en quioscos de comida locales, en el caso de los pollos. Los huevos sí se consumen más asiduamente, así como la carne de pato silvestre, más apreciada entre los indígenas que la de gallina; pero siempre que haya algo mejor qué comer, los cerdos se destinan a la venta entre los colonos o a los habitantes urbanos de Leticia, dueños de restaurantes, carnicerías y puestos de comida. Pero volviendo al tema de la leche de vaca, aunque en muchas de las comunidades indígenas se utiliza con frecuencia, especialmente para la alimentación de los niños, habiendo siempre una buena provisión de leche en polvo o “leche de tarro” en las despensas, muchos indígenas no la consumen, porque les produce diarrea y flatulencias. Esto muy probablemente tiene que ver con


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la dificultad biológica para desdoblar la lactosa, común a la mayoría de pueblos no europeos96. Y aunque la leche de vaca es uno de los alimentos que más calcio aporta a la dieta humana, muchos de los frutos nativos de la Amazonía, así como algunas leguminosas, contienen cantidades suficientes de este nutriente esencial como para suplir las necesidades básicas, pero el cambio cultural a favor de la alimentación mestiza hace que se abandonen muchas de las tecnologías asociadas a su preparación (maceración y extracción de la leche para consumir en jugos, en el caso de las “pepas” de palma) y que se pierda la costumbre de incluirlos en la alimentación diaria.

De los productos locales y sus posibilidades en el mercado no local: Otro aspecto importante relacionado con este tema es el de la posibilidad de aprovechamiento de esos productos locales en la implementación de proyectos productivos para las mismas comunidades, que les permitan tener un mayor acceso al dinero, el cual, por su parte, ya hace parte indispensable de sus economías, pues les brinda acceso a sus nuevas necesidades de consumo, independientemente de lo que muchos podamos pensar sobre la introducción de los indígenas a la economía de mercado. Hay muchos productos nativos que no han tenido una buena aceptación entre la sociedad mestiza y que, por ello mismo, aparentemente no tienen una demanda comercial que justifique promover su explotación. Sin embargo, hay otros productos amazónicos que en países vecinos ahora hacen parte del comercio Fotografía 32. Copuazú. nacional y mundial, como las nueces del brasil, la nuez del marañón y el guaraná, o los palmitos de muchos tipos de palma, por citar algunos ejemplos. En el caso nacional, basta sintonizar alguno de los Consejos Comunales convocados por el gobierno actual, para darse cuenta de que los cultivos que más se impulsan en Colombia y que reciben facilidades para créditos y bajos aranceles son tan sólo unos cuántos y no precisamente nativos, como la palma africana, monocultivo bastante invasivo, que requiere la tala de grandes extensiones de bosque para producir beneficios mínimos 97 y, más recientemente, el maíz amarillo, pero destinado básicamente a la exportación como complemento para la alimentación animal, lo que implica que sus ganancias sean mínimas. Cabe preguntarse si esto sucede por 96

Giard se refiere al tema en el caso de unas poblaciones africanas que desechaban la leche en polvo suministrada por organizaciones de ayuda durante épocas de hambrunas. Según ella, “las etnias europeas serían las únicas en conservar en la edad adulta la capacidad de producir la enzima necesaria para la buena digestión de la leche cruda”. (Giard, 1999:172) 97 En el departamento del Vichada se viene experimentando la producción de “Biodisel” del aceite refinado de palma africana en el centro “Las Gaviotas”, que ganó un Premio Mundial del medio ambiente en 1997 por un impulsar un “desarrollo sostenible y limpio”, ya que según sus creadores, se ha encargado además de reforestar 8000 Has. de bosque (Congreso Nacional Forestal 2005). Se trata de un caso excepcional, pues el resto de plantaciones de palma africana en el territorio nacional está acabando con muchos ecosistemas y con los recursos de fauna y flora nativos, además de dañar las fuentes hídricas, como se ha venido denunciando recientemente.


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desinformación de esos altos poderes ejecutivos sobre otras posibilidades más rentables en términos económicos y ecológicos, que en realidad beneficien a más gente local -aunque los datos disponibles parecen ser lo suficientemente ilustrativos- o más bien porque son demasiado sagaces y realmente no les importa el bien de la población campesina ni la gente del común, sino que prefieren mantener el bajo perfil nacional frente a las negociaciones y políticas internacionales, mientras se siguen enriqueciendo las empresas extranjeras y las mismas escasas élites de siempre. Si se observan algunos de los proyectos productivos como los que proponen los expertos en programas de trabajo internacionales como los del Tratado de Cooperación Amazónica, quienes precisamente se han encargado de recopilar y producir buena parte de la información disponible sobre los productos locales, puede verse que muchos de los alimentos que podrían pasar a formar parte de la dieta de muchas personas en todo el mundo -y, siendo optimistas, alivíar en algo los problemas del hambre y la desnutrición endémica en las áreas tropicales, puesto que tienen buen sabor y no presentan demasiados requerimientos para su cultivo, por estar adaptados a la oligotrofia de los suelos amazónicos- sólo resultan atractivos para la industria como complemento de la alimentación de ganado y otros animales de engorde, en la elaboración de piensos. Esto puede tener origen en una cuestión ideológica y política, muy ligada a lo profundo de la racionalidad occidental, prejuiciada y etnocéntrica, para la cual todo aquello que haya sido descubierto y explotado por pueblos “no civilizados”, simplemente no merece mayor atención. Pero lo mismo sucedió hace varios siglos con otro buen producto nativo de América como lo es la papa (Ipomea batatas), que en Europa fue inicialmente cultivada sólo para alimentar el ganado y no vino a establecerse como alimento para humanos sino hasta el siglo XIX, cuando, tras alivíar grandes hambrunas en Francia y otros países, pasó a formar parte de las recetas de cocina y se convirtió en el alimento noble, versátil e imprescindible que es hoy en todas las sociedades del globo (Giard,1999:178). Entonces, podríamos esperar que, tal vez, un giro inesperado de nuestra conciencia histórica, permita que le demos la importancia que merece a toda esa potencialidad de la región amazónica, y le demos un nuevo valor a las cosas que allí se cultivan, se producen y se cocinan, trátese de ideas, saberes o, sencillamente, de alimentos. Algunas historias de los hábitos alimentarios, como ésta, protagonizada por la papa, nos dan una idea de lo importantes que éstos son en la conformación de las identidades étnicas y culturales, generando muchas veces actitudes de rechazo a lo exógeno, junto con los discursos que justifican esas actitudes, como si con ello se intentara mantener intacta la propia identidad o como si las sustancias de los otros pudieran llegar a contaminar lo propio; pero también, en otros casos, incorporando a los otros, a sus universos y a sus sustancias, cuando se acepta traspasar las fronteras de lo propio y se consume lo que esos otros consumen, lo que los hace ser lo que son, pues es el resultado de un legado, milenario o no, que se lleva en cada uno de los


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seres mediante una acción doble: la perpetuación de las costumbres y prácticas que producen los alimentos y los hacen aptos y buenos para comer, y la incorporación de las sustancias -físicas y morales- que éstos contienen, pues los alimentos, como muchos otros campos del universo de los humanos, están insertos en un entramado simbólico que da coherencia, significado y orden a ese universo humano. De allí que en muchas culturas hay bastante verdad en frases tales como “eres lo que comes” y otras similares. Hace poco encontré en un mercado de Bogotá unos yogures preparados con frutas amazónicas: cocona, arazá y copuazú eran los tres sabores disponibles en el momento y estaban elaborados por una cooperativa de ganaderos del Guaviare, cuyo eslogan hablaba de una “producción ecológica”, mediante la que se pretende dar apoyo a las comunidades locales, haciéndolas partícipes de la producción. Lógicamente no tiene mucho sentido hablar de “ganadería ecológica”, pues los términos se contradicen mutuamente, por lo que me di a la tarea de escribirles con esa inquietud; la respuesta que amablemente recibí es que el daño ecológico a la selva ya está hecho desde hace muchas décadas y es irreversible, y que lo que se puede hacer es: “orientar procesos con los pequeños productores de una ganadería sostenible y limpia con prácticas que ellos las pueden implementar y que no les cuesten mucho dinero. Esas prácticas pueden ser praderas silvo-pastoriles, cercas vivas, no quema de praderas, utilizar la alelopatía para el control de parásitos y algunas enfermedades. Además se pueden implementar otras tecnologías apropiadas para la región que permitan que la ganadería deje ser menos extensiva a semi-intensiva, permitiendo que se haga menos presión sobre el bosque”98.

Por supuesto, esto suena bien, aunque en la práctica las cosas deben ser bien diferentes, por lo que es de suponer que simplemente la ganadería se seguirá introduciendo cada vez más en las regiones que no son aptas para ella, debido a factores aparentemente inevitables como el crecimiento poblacional, la mayor demanda de cárnicos y leche, y la falta de otras soluciones económicas alternativas, si bien, la ganadería sencillamente debería estar al margen de las zonas selváticas y no expandirse más. Pero la idea de incorporar ese tipo de frutas nativas en la industria nacional, y muchas otras que son de muy buen sabor y no tienen mayores requerimientos en cuanto a los nutrientes del suelo, podría ser una manera de beneficiar tanto a los indígenas como a los mestizos de otras zonas de la Amazonía y la Orinoquía, sobre todo si se mantienen las prácticas culturales sostenibles mediante las cuales los indígenas mismos han venido produciendo estos frutos durante el tiempo que llevan habitando en estas tierras, esto es, entre otras cosas, con policultivos itinerantes de diferentes especies, que se complementan ecológicamente y reducen la necesidad de utilizar agroquímicos.

Pan y café nuestros de todos los días:

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Comunicación personal -vía Internet- de William Espinosa Hernández, Representante Legal de Asogegua (Asociación de ganaderos del Guaviare).


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Las calles del centro de Leticia están llenas de panaderías, casi en la misma proporción en la que estaría, por ejemplo, una ciudad como Bogotá, donde el pan definitivamente es mucho más popular que en Medellín, pues allí compite con la arepa de maíz. Esto resulta extraño en un clima tan cálido, en el que no se supone que se necesite una dieta muy alta en carbohidratos de harina, como ocurre en sitios más fríos, más aún si se tiene en cuenta que para la época de los años ochenta, le gente se quejaba por la poca variedad y cantidad de alimentos en Leticia, como lo comenta reiteradamente Yolanda Mora (op.cit). Esto puede ser resultado de un reciente auge migratorio de gente del interior que llega a buscar nuevas oportunidades y llega a Leticia a instalar su panadería, un negocio rentable, relativamente fácil y que siempre tiene muy buena acogida. Además, este negocio no sólo tiene asegurado el éxito por el consumo local, sino por la amplia demanda de pan en las comunidades indígenas, pues ése es precisamente uno de los productos preferidos por los nativos, en todas sus presentaciones, pero especialmente los que son pequeños y dulces, consumidos como golosinas, a cualquier hora y entre comidas. También son comunes en Leticia las ventas especializadas de postres, de las que sobresalen una de la carretera, en el Km 6, y otra cerca del centro, a donde se hacen tortas y postres refrigerados, muy elaborados, para celebraciones especiales. No se trata, sin embargo, de una actividad en la que se integren adecuadamente los productos de la región, como uno esperaría, sino, por el contrario, son postres y dulces que pertenecen a un a tradición culinaria europea, también típica del altiplano cundiboyacense, como el flan de leche, la leche asada, tortas frías, postre de natas, arroz con leche, masato de arroz y avena, entre otros, casi como en cualquier esquina de la capital colombiana, en donde la tradición repostera especializada también ha sido un poco más fuerte que en otras ciudades como Medellín, por ejemplo. Genera cierta tristeza no encontrar en estas ventas de postres, como tampoco en los restaurantes, por lo menos algunas preparaciones elaboradas con los ingredientes locales; estos han sido completamente omitidos, a pesar de sus deliciosos y raros sabores, mostrando, quizás, la arraigada tendencia de algunos sectores de la sociedad mestiza leticiana a rechazar todo signo de empatía por lo indígena que, de algún modo, los haga semejantes a los nativos, como sale a colación en frases espontáneas como: “ya está comiendo como los indios”, o “ya se cree indio”, refiriéndose despectivamente a otros mestizos que consumen productos indígenas; cosa que aquellos no pueden permitirse sin desbaratar esos esquemas mentales que sustentan una imagen propia a partir de una historia en la que la negación de la existencia del indígena parece haber sido condición para la existencia propia, como sucedió en el caso de quienes llegaron a la región como caucheros y como comerciantes de las riquezas del bosque. Causa un poco de asombro la reciente llegada de dos negocios cuyo cliente principal son los turistas y cierta élite leticiana mestiza: un local de la emprendedora industria paisa de helados “Mimo’s”, ubicado en la Avenida Vásquez Cobo, al frente del Parque Orellana, y una tienda de “Café Quindío”, donde se venden productos especializados como galletas de café, café tostado


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y molido “tipo exportación”, postres de café y diferentes preparaciones frías y calientes, hechas con la bebida narcótica que más ha gustado alrededor de todo el planeta. Entre los mismos indígenas se nota desde hace mucho tiempo un asiduo consumo de la bebida árabe, siendo el café otro de los productos imprescindibles que compran en los mercados, para preparar con agua de panela o con azúcar, y tomarlo entre comidas, una o varias veces al día, lo que extraña un poco si tenemos en cuenta que entre los productos indígenas tradicionales de la Amazonía hay varios que son tan estimulantes como el café, o aún más, con altos niveles de cafeína como los que presenta el yoco (Paullinia yoco) y el guaraná (Paullinia cupana), que actualmente no figuran entre las prácticas de consumo de los indígenas de Leticia, y que tampoco han sido de mucho interés para la sociedad mestiza colombiana. Los estudios académicos sobre el primero, usado principalmente por grupos indígenas del Putumayo, apenas parecen estar comenzando, mientras que el uso del guaraná, que hace algún tiempo era uno de los ingredientes principales de una gaseosa de una pequeña industria nacional que fue absorbida por un grupo empresarial más grande, desapareció casi por completo en Colombia, hasta el punto en que sólo se encuentra en comprimidos importados y más recientemente en un champú para el cabello. Su producción y venta por parte de los nativos, conservando las prácticas culturales sostenibles, también podría ser una buena manera de generar ingresos en las comunidades, a la vez que se genera una perpetuación en el tiempo de sus usos tradicionales, evitando que simplemente desaparezcan o pasen exclusivamente a ser propiedad de las industrias extranjeras, como ha sucedido con muchos de los productos que hacían parte de ese gran acervo cultural de la Amazonía indígena, y más ahora con el tema de la propiedad intelectual y las patentes.

IV. Comiendo en la calle: Una forma fácil, gustosa y económica de conocer parte del patrimonio culinario de Leticia De las comidas y productos del mercado indígena: Como había mencionado en la primera parte, el “mercado indígena” es un espacio creado espontáneamente, y desde hace varias décadas, para la venta de algunos productos tradicionales de los indígenas, quienes los llevan cada sábado a Leticia para obtener un ingreso económico de sus ventas, y así poder comprar esos otros artículos que les son necesarios. Han existido varios intentos por parte de las administraciones municipales por darle un espacio más formal a estas ventas, pero han fracasado, entre otras cosas, porque los otros espacios propuestos no suelen cumplir con las condiciones que permitan un acceso a los clientes como el que se tiene en la calle, razón por la que actualmente el mercado se establece en el espacio público de la denominada “esquina de la aduana”, en la carrera 11 con calle 8, al lado del parque Orellana, donde tradicionalmente se establecieron las ventas y donde se mantienen las dinámicas sociales que este espacio ofrece.


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Al mercado indígena acuden hombres y mujeres de diferentes comunidades y grupos étnicos de la carretera Leticia-Tarapacá, así como de las comunidades ribereñas, tanto colombianas como de Brasil y algunas de Perú. Según Rosas (2002:63), “el mercado es un espacio esencialmente femenino y de predominancia uitoto”, en el que, además, “la mayoría del público son indígenas de otros kilómetros o del río” 99, así como muchos otros que viven en Leticia y ya no cultivan sus chagras, pero necesitan de provisiones constantes de yuca, plátanos y leña, que sus antiguos vecinos les venden; también hay alguna clientela, no necesariamente minoritaria, compuesta por estudiantes, funcionarios públicos y turistas, a los que les agradan los productos nativos. Allí es posible encontrar frutas y legumbres amazónicas que no se encuentran en el comercio mestizo, pues provienen de las chagras de los uitotos, ticunas, yaguas, cocamas, boras, mirañas y yucunas de los alrededores de Leticia y de sitios mucho más lejanos. Entre las legumbres que se consiguen sobresale el “dale dale” (Calathea allouia), un tubérculo que se come cocido o fresco en ensaladas, y cuyas hojas también se pueden usar como las del bijao, para envolver comidas pequeñas. Entre las frutas más comunes están el copuazú, el marañón, la guama, el carambolo, el arazá y el caimo, mientras que las más raras pueden ser el umarí (Poraqueiba sericea), de pulpa aceitosa que se vende empacada en frascos o en bolsas plásticas, y el “juansoco” o “zurba” (Couma macrocarpa), cuya leche o látex se promociona como bebida curativa para varios males. Por supuesto, al mercado llegan muchas frutas de palma, como el coco (Cocus nucifera), el chontaduro (Bactris gassipaes) y el canangucho (Mauritia flexuosa), entre las más comunes, o esas más pequeñas, conocidas como “pepas”, asaí (Euterpe oleracea) y milpeso (Oenocarpus bataua), principalmente, las que se venden procesadas como “leche”, entre bolsas transparentes, o también sin procesar, colgando de sus racimos o sueltas entre recipientes plásticos. Pero si de rarezas se trata, es exclusivamente en el mercado indígena donde se consigue el mojojoy (Rhina palmarum), los ya emblemáticos y deliciosos “gusanos”, que en realidad son pequeñas crías de escarabajos, las cuales, en su estado larval, habitan entre los troncos de la palma de milpeso, chontaduro y canangucho, y se recogen en su estado silvestre para comer inmediatamente o guardarlos un tiempo entre el aserrín de las palmas, del que se alimentan hasta su venta o su consumo. Los indígenas los comen crudos, solos o untados sobre el casabe, pero también sofritos, sazonando la fariña, a manera de farofa. En el mercado son los hombres quines se encargan de su venta, pues son un alimento masculino, lo que les genera, en promedio, más ganancias que las de las ventas de las mujeres (Rosas, op.cit); allí los venden vivos, entre su propio aserrín de palma, o moqueados (ahumados), entre paqueticos pequeños hechos con hojas de bijao; éstos últimos son deliciosos para comer ahí mismo, y si se aderezan con tucupí (ají negro) y se acompañan con casabe, son un almuerzo completo y nutritivo, que resulta muy agradable entre el barullo de las ventas. 99

Gabriel Crespo, director del programa “Mujeres y Mercado Indígena con-sentido”, de la Umata (Unidad de Asistencia Técnica Agropecuaria) citado por Rosas, 2002:72.


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También se consigue carne moqueada, aunque hay que tener mucha suerte y tacto para encontrarla, ya que la cacería ha venido desapareciendo y su explotación comercial está prohibida. Esto genera en el comprador ciertas actitudes ambiguas, pues, por un lado, uno quisiera apoyar a los indígenas, aunque sea comprando lo que ellos venden, y qué mejor manera de hacerlo si se tiene la posibilidad de probar los diferentes tipos de carne que conforman su tradición culinaria, por simple curiosidad o por el placer propio del sibarita, que se deleita ampliando su repertorio de sabores conocidos, pero, por otro lado, al hacerlo podría estar incitando y validando aún más la caza para la venta de muchas especies que pueden estar en peligro de extinción, más allá de que sea o no una acción ilegal. Por lo general lo que más fácil se consigue es el borugo (Agoutí paca), entero, pelado y sin visceras, para llevar a casa y cocinar, y si se está muy de buenas tal vez haya algún trozo moqueado de danta (Tapirus terrestris), oso hormiguero (Myrmecophaga tridactyla) y tamandúa (Tamandúa tetradactyla), o de alguno de los cerdos de monte, cerrillo (Tayassu tajacu) o pecarí (Tayassu pecarí), cuyos trozos de carne también se pueden consumir ahí mismo, con un poco de tucupí y casabe; es mucho más fácil encontrar pescado moqueado, envuelto entre hojas de bijao, o también en patarasca, aunque el moqueado es más común porque dura mucho más tiempo en el trayecto desde las comunidades a Leticia. En estos casos el mercado se convierte en una suerte de restaurante ambulante donde no hay más sillas que los andenes y el separador de la calle octava, sobre los cuales se despliega esa especie de “happening”- en el sentido de una obra de arte que involucra al público y se desarrolla con él, a partir de su reacción - donde cada quién se aventura a probar el trozo de aquello que compró, entre las caras expectantes de quienes nunca han probado este tipo de comida y las de aquellos, indígenas o no, que ya la conocen y están acostumbrados a su gusto exótico. Pero allí no sólo se vende comida, al mercado llegan cuencos, tinajas y ollas de barro, cestos, mochilas de chambira y otros artículos similares, que básicamente son realizados, previo encargo, de manera especial para cada cliente, aunque hay otros que no son encargos, como sucede con las coloridas y bonitas cestas, esteras y demás figurillas tejidas que con cierta frecuencia traen los indígenas de Umariaçú, poblado del Brasil. Además de la posibilidad de vender sus productos, el mercado proporciona a los indígenas el espacio propicio para hacer intercambios no monetarios de algunos productos entre ellos mismos, es decir, entre “paisanos”, que es como se refieren al hablar de otros indígenas. Sobre estas ventas es fácil inferir que se trata de una manera relativamente sencilla para los indígenas de ganar el dinero que les permita cubrir otras necesidades, pero también cabe preguntarse hasta qué punto ellos mismos están dejando de consumir o no algunos de sus alimentos básicos, provenientes de la chagra, el río o el monte, para venderlos y comprar artículos que en realidad no necesitan, o que por lo menos no son tan valiosos como para que su


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adquisición vaya en detrimento de su propia alimentación y la de sus niños, en especial cuando la cultura mestiza que está más inserta en el mercado se ufana de tener siempre la última palabra en términos de lo que es o no es nutritivo, o de lo que es o no es útil, promoviendo la necesidad de comprar cada vez más productos y olvidarse de todo lo demás. La carne de monte, que cada vez es más escasa, posiblemente es uno de esos alimentos que se dejan de consumir para vender. Por otro lado, algunas personas del puerto y del mercado indígena me contaron que de vez en cuando llega carne de mono a Leticia, pero que se trata de ocasiones muy esporádicas y que tienden a desaparecer, pues cada vez son más difíciles de encontrar, y que los que llegan son traídos de zonas muy apartadas; cabe anotar que durante mi estadía nunca encontré carne de mono o de venado, ni en el mercado ni en las comunidades.

La comida callejera del parque Orellana: En la actualidad, Leticia presenta al visitante y al habitante local una amplia gama de opciones culinarias representadas en todo tipo de restaurantes, locales de comida rápida, puestos callejeros, restaurantes ubicados en las dos plazas de mercado, en el puerto, etc. Si uno pregunta a qué buen restaurante típico puede ir en Leticia, probablemente lo envien a donde Carola, o a El Sabor, ubicados en la calle 8 con carrera 10. En estos dos restaurantes, de larga trayectoria y ya famosos en toda Leticia, el recién llegado podrá probar por primera vez los pescados típicos de la región sin encontrar un contraste demasiado fuerte con la manera como está acostumbrado a comer, pues cada plato se sirve con su entrada de sopa, generalmente de legumbres, plátano, carne de res o pescado, después de la cual encontrará el pescado en porciones, casi siempre apanado y frito, acompañado de arroz blanco, papas fritas o yuca, y una ensalada con vegetales “del interior”, o tomate en rodajas. También encontrará carne asada o en bistec, o pollo sudado, apanado o asado, con los mismos acompañamientos del pescado. Estos sitios son bastante frecuentados por todo tipo de turistas, comerciantes, militares brasileros y colombianos del interior, y otros mestizos que residen y trabajan en Leticia, por quienes casi siempre están llenos. En realidad no son la gran cosa, mucho menos si se compara su comida con la que uno puede encontrar en la plaza o en los puestos de comida de la calle, y ni siquiera sirven fariña o tapioca, como para decir que en realidad se trata de comida típica, pero estos restaurantes, así como los restaurantes de los hoteles, son de paso obligado para el turista hambriento que apenas está conociendo, o para el que ya conoce pero sus prejuicios le impiden comer en otros sitios menos formales. Un caso particular parece ser el del restaurante Tierras Amazónicas, en la calle 8 con carrera 7, mucho más grande que los mencionados arriba y con una ambientación un tanto rústica, con objetos decorativos artesanales, mesones y sillas de madera, y un ambiente fresco, bajo un techo de hojas de palma, que simula un poco el ambiente acogedor de las casas indígenas; allí venden platos regionales de los tres países, como los ceviches, la cecina y el arroz chaufa de Perú, las “caldeiradas” y “moquecas” de pescado brasileñas, y otros platos más internacionales, una oferta gastronómica local, muy placentera para la mayoría de los turistas,


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pero quizás no muy asequible para el público leticiano en general. Hay igualmente otros restaurantes y locales de comida rápida que llaman la atención y donde se puede conseguir buena comida a buen precio, pero, eso sí, lo más regional que sirven en ellos es la calabreça, salchicha brasilera de muy buen gusto, que compite por su popularidad con hamburguesas, perros calientes, pizza y comidas similares. Pero si lo que se quiere es conocer realmente la comida que se prepara con los ingredientes más populares de la región y según los gustos y costumbres locales, lo mejor que se puede hacer es comer en los sitios a donde come la gente local, los indígenas y mestizos que trabajan de cargadores en el puerto, o los que venden en los locales de comercio y en los puestos de las plazas, y que, ya sea por gusto o por una cuestión de falta de recursos, no tienen acceso a los platos que se venden en los restaurantes mal llamados “de comida típica” o “regional”. Ya nos referimos un poco a los restaurantes de la Plaza San Francisco y a los alimentos preparados que se consiguen en el mercado indígena; pasemos ahora a los puestos callejeros como los del parque Orellana, que, junto con esos dos espacios, conforman una ventana hacia aquello que podemos llamar la comida propiamente amazónica, esa mezcla de sabores y Fotografía 33. Palometa pequeña culturas que, sin duda, no está muy bien representada dentro de la oferta comercial oficial de los restaurantes formales que se encuentran en Leticia, por lo menos no en los que conocí, pero que está ahí, viva y presente en las cocinas de los barrios periféricos y en los fogones de las casas indígenas y mestizas de la zona rural aledaña.

La patarasca de doña María: Recuerdo con especial cariño a doña María, una señora ticuna que montaba un precario pero bastante práctico fogón ambulante a carbón, en la esquina superior derecha del parque Orellana, en la carrera 11, entre el paradero de los microbuses colectivos y el negocio de la esquina. A ella la conocí hacia mediados de octubre del año 2003, poco antes de la oleada de turistas y del control policial del espacio público que se intensifica durante esa temporada, prohibiendo, en teoría, las ventas de comida callejeras, según los policías, “por mandato de la alcaldía” que alega contra estas ventas unas supuestamente escasas condiciones de salubridad. Doña María, de unos sesenta y tantos años, era una señora bajita y un poco gordita, de larga cabellera negra llena de canas plateadas, que vendía, entre hojas de plátano y bijao, algunos de los pescados


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más deliciosos que probé durante toda mi estadía en la región. Su puesto ambulante de comida no contaba siquiera con una silla, por lo que casi siempre yo le compraba la comida para llevar, o me sentaba a comer en el andén, junto con otros comensales, que casi siempre eran hombres Leticianos, de rasgos indígenas, y que aparentemente disfrutaban tanto como yo los deliciosos pescados. El hijo mayor de doña María era quien los pescaba en el río o en una quebrada cercana a su casa de la carretera, dependiendo de la época; ella los arreglaba, les añadía alguno que otro condimento y los envolvía en rústicos paqueticos de hojas de bijao, cuando se trataba de su popular patarasca. Entonces llegaba a la esquina del parque, casi siempre sola, con sus patarascas crudas dentro de una bolsa grande; encendía el fuego de su fogoncito de lata, saludaba a la señora de la tienda vecina, y luego iba poniendo, por grupitos, los enigmáticos envueltos de bijao, de los que sólo ella sabía con certeza qué iba a salir; entonces éstos se iban quemando por fuera, hoja por hoja, hasta quedar convertidos en unas bolsas más cafés que verdes, casi herméticas, con sólo un par de hojas recubriendo los pescados, de manera que éstos se iban cocinando, lentamente, en su propio jugo. En esta preparación los ingredientes parecen no variar demasiado, siendo una versión básica la de los pescados enteros y con sal, aplicable a las especies más pequeñas como la sardina (Triportheus spp), el blanquillo o blanquiña (Curimatella y Curimata spp) y las palometas pequeñas (Mylossoma y Myleus spp), de los que cada paquete de patarasca incluye varias unidades; cabe anotar, además, que estos pescados pequeños tienen muy poca grasa en su cuero, por lo que doña María los promociona como “pescado de dieta”, especial para personas enfermas que necesitan una dieta livíana, lo que explicaría también la ausencia de condimentos. Hay también otras preparaciones más elaboradas en las que el tamaño y el sabor de los pescados exige el troceado y la extracción prevía de las tripas y las escamas, además de la adición de ajíes, trozos de pimiento rojo, ajo, chicoria y otras especias, que le vienen bien a pescados como el bocachico (Prochilodus spp), el tucunaré (Cichla monoculus), el sábalo (Brycon spp) y el dorado (Brachyplatystoma flavicans). La patarasca de doña María venía acompañada con plátano cocido en su cáscara y calentado en las brasas, yuca cocida, un poco de fariña y, como siempre, ají preparado de varias maneras. Algunas ocasiones servía trozos de casabe blanco, pero me dijo que era comprado, pues ella preparaba muy poco porque prefería la fariña. Pero además de la deliciosa patarasca, doña María ofrecía pescados asados, enteros o en porciones, como el mismo bocachico, el tucunaré, palometas grandes y medianas -que quedan muy bien asadas, porque así el cuero pierde mucha grasa- y filetes de gamitana (Colossoma macropomum), de la cual esta señora extraía las tripas para preparar con ellas otra patarasca, de muy buen sabor, pero algo pesada para mi gusto; con las gamitanas más grandes la gente mestiza prepara “gamitana rellena”, plato típico de la región, o también se preparan sus costillas asadas, muy sabrosas e igualmente conocidas fuera de Leticia como uno de los platos amazónicos más emblemáticos. Pero el más delicioso de todos


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los pescados de doña María era la mapará (Hypophthalmus edentatus), un pescado de cuero delgado y de cabeza chata, similar al bagre pero mucho más pequeño y menos grasoso, que medía como unos 30cm de largo, y que esa vez doña María preparó asado, sin condimentos, sobre las brasas; su carne era especialmente jugosa y tierna, un pescado que nunca más volvi a encontrar, ni en los puestos de comida ni en las ventas de pescado fresco, por más que busqué100. Una de las grandes ventajas de comprar sus pescados en patarasca, además de los favorables precios, - $2000 por una paquete de unas dos o tres libras, que alcanzaba para varias personasera la posibilidad de llevarlos a casa en una bolsa de plástico, dentro de la canasta de la bicicleta o en mototaxi, y que conservaran todo el calor, por venir envueltos en las herméticas hojas de bijao. El plátano y la yuca venían al lado, entre las mismas hojas o entre papel aluminio, la fariña en otra bolsita y el ají en un pequeño envase plástico, todo dispuesto de manera impecable y bonita. Además doña María era una señora bastante cordial, con la que uno se podía quedar conversando un buen rato mientras se cocinaba el pescado, o mientras ella vendía, uno a uno, los paquetes de patarasca que tanto gustaban a sus contados pero fieles compradores. Allí sentadas, en el andén de la calle, y a pesar de que su manejo del español era más bien precario, por no hablar de mi total ineptitud con el ticuna, ella me relató algunas de sus recetas ticuna y brasileñas, aprendidas de su madre fallecida, quien en sus años mozos trabajó de cocinera en un restaurante de la población de San Paulo de Olivença, en Brasil. Su comida y su compañía alegraron varias tardes durante mi viaje.

Los asados de la pareja leticiana: Otro sitio en el que me gustaba comer de vez en cuando, en especial cuando doña María no llegaba a la esquina, ya pasadas las seis de la tarde -hora a la que sabía que ya no llegaría, pues, aunque vivía en Leticia, acostumbraba ir mucho a su chagra, cerca de la carretera- era el puesto de la esquina opuesta del parque, manejado por una pareja de Leticianos, que tenían el orgullo de haber mandado a tres de sus hijos, los mayores, a estudiar su bachillerato en Pamplona, Norte de Santander, con las ganancias de su puesto de comidas. El negocio era mucho más grande que el de doña María y, al parecer, tenía ya varios años de establecido en aquel lugar, lo que les había permitido crecer desde un simple e improvisado fogoncito portátil, como el de doña María, hasta un asadero más grande, con techo, y un par de mesas con varias sillas, en las que podían atender hasta unas seis personas a la vez, aunque gran parte de los compradores se llevaban la comida para los bares vecinos. El menú también era más variado - o mejor, más mestizado- y constaba de pescados asados, pinchos de pollo y de cerdo, y esos embutidos brasileños conocidos como calabreças, todos estos acompañados con farofa, yuca cocida y arroz 100

Esta ausencia de los pescados de doña María en el mercado de Leticia tal vez se debe a que sus provisiones provenían de la pesca artesanal de su hijo en el Yahuarcaca y otras quebradas cercanas a su comunidad, sujeta al gusto y las técnicas propias de pesca de subsistencia de los ticuna, muy diferentes a los pescados que le gustan a la mayoría de los Leticianos mestizos.


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blanco y, como siempre, mucho picante, de ese que se prepara con cebolla morada picada, agua con limón y un ají redondo amarillo machacado, el tipo de ají que más se consume en Leticia. Este puesto de comida estaba mucho más adaptado a los gustos culinarios de la población mestiza que el de la señora ticuna, lo cual, sumado a su privilegiada ubicación, en el pleno centro comercial de Leticia, frente a Tío Tom, la taberna a la que más gente llega a tomar cerveza y otros licores, desde temprano en la tarde, aseguraba su éxito y su permanente clientela. Precisamente en ese punto hay varios puestos más de comida, también ambulantes, que abren al caer la tarde, como hasta las 8:30 de la noche, normalmente, o hasta más tarde si es fin de semana y hay buena clientela.

Pinchos de pollo leticianos y “tamales de borracho”: Cabe anotar que los pinchos de pollo de la región tienen una particularidad que los distingue del tipo de pinchos, chuzos o brochetas que se consumen en el resto del país y que es, precisamente, lo que repele el gusto de muchos recién llegados, o lo que más gusta a otros: en vez de ser preparados con las partes más carnudas y magras del pollo, como lo es la pechuga, que usualmente se porciona en pedazos homogéneos que se trinchan alineados, éstos pinchos se preparan con casi todas las presas del pollo, porcionadas y adobadas prevíamente en un caldo espeso de cebolla, ajo, pimentón y especias, y ensartadas, con todo y huesos, en el pincho, para luego asarse a la brasa. De esta manera, un pincho de pollo en Leticia puede llevar fácilmente un ala, la rabadilla, el pescuezo y el espinazo del animal, con huesos y cuero, presas éstas que al asarse pierden la grasa y quedan crujientes por fuera y tiernas por dentro, lo que hace de estos pinchos, a mi parecer, una excelente opción cuando se está un poco cansado del pescado, cosa que también sucede, por variados y ricos que los pescados amazónicos puedan ser. Estos pinchos van acompañados de fariña o farofa, una porción de yuca cocida y ají. Si me preguntan, recomiendo particularmente los de doña Carmen, una señora ticuna, que todas las tardes abre su puesto en un kiosco ubicado al lado de la cancha deportiva del Km.6. En una conversación con ella divagamos sobre el origen de este tipo de preparación que, según me comentó, ella cree que es mucho más brasilera que local o de alguna otra región colombiana, pues en Brasil hay un mayor gusto regional por la comida al carbón, más que guisada, frita o cocida 101; además se trata de un recurso fácil de criar en los patios de las casas, o que se consigue congelado en Leticia a precios relativamente favorables, en especial si se trata de esas presas específicas, usualmente poco apreciadas entre la población mestiza que prefiere partes más dignas del pollo. Así, esta preparación aprovecha casi todo el animal y no necesita de cubiertos a la hora de comerlo, lo que resulta particularmente bueno de una comida para la venta.

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Por mi parte, yo pensaría que la comida preparada al carbón y cocida en caldos es propiamente indígena, mientras que la cocina frita proviene de una tradición mezclada con orígenes en la cultura africana, la cual sí estaría más relacionada con Brasil, por poseer una gran población negra y cabocla.


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Otra comida callejera, muy fácil de encontrar en varias esquinas del centro de Leticia y en las calles que de allí conducen al puerto, son los tamales, conocidos por la gente como “tamales de borracho” porque son la comida preferida por aquellos cuando salen de los bares y tabernas, para “bajar la borrachera”, y se encuentran fácilmente a altas horas de la noche, en olletas calentadas a gas. Quienes los venden, sin embargo, los llaman “tamales regionales”, resaltando ante el forastero que se trata de tamales muy especiales, preparados con gallinas de la región y con ingredientes completamente locales, aunque en realidad su preparación no dista mucho de la de los tamales tolimenses, que llevan arroz, o la de cualquier otro tamal del territorio colombiano, preparado con gallina y grasa de cerdo. No obstante, el gusto puede ser un poco diferente, en especial cuando se acompañan con un poco de “ají de lulo”, preparado con una mezcla de ají picante, lulo o cocona, un poco de cebolla morada picada, pimentón y sal, una deliciosa salsa, excelente para aderezar cualquier comida, y la cual sí es verdaderamente una preparación amazónica, sin lugar a dudas. Estos tamales, se comen en la calle, calientes, recién salidos de la olla vaporosa. Lógicamente este tipo de ventas ambulantes representa una fuerte competencia para los grandes negocios de los comerciantes que cuentan con una mayor infraestructura y que se dan el lujo de hacer grandes ganancias en la temporada turística; el argumento de la falta de condiciones que garanticen la salubridad, mencionado por un policía auxiliar bachiller, cuando le pregunté el motivo de su acoso a unas señoras vendedoras de tamales, se desbarata en casos como el del negocio de doña María y otras ventas ambulantes, bastante perseguidos y asediados por la policía cuando comienza la temporada alta de turistas. Como lo he descrito, se trata casi siempre de comida que viene empacada herméticamente entre las hojas de plátano y que luego es puesta a cocinar en las brasas, en el caso de la patarasca, o que vienen en una olla grande, recién cocinados, como en el caso de los tamales, los cuales, por estar sometidos a altas temperaturas justo antes de la venta, no tienen cómo contaminarse de ninguna sustancia perjudicial para la salud, ni del temido y común virus de la hepatitis tipo B. Creo que hay un mayor peligro de contagios virales en las ventas de comida de los locales, donde se preparan jugos con agua no tratada para el consumo humano, y donde los vasos, platos y cubiertos pueden no estar debidamente lavados. Por lo tanto, se trata de una persecución injustificada, cuyo principal móvil es la perpetuación de ese sistema en el que todas las ganancias del comercio son para la gran industria del turismo y no para la gente local, como debería ser y como se supone que pasa según el discurso oficial de promoción turística. Desde hace un par de años el nombre de Leticia aparece en la lista de los planes más promocionados por la campaña institucional “Vive Colombia viaja por ella” del gobierno actual. Después de un olvido histórico de la región amazónica, relegada a manos de los comerciantes lícitos e ilícitos que se dedican a extraer todo aquello que la selva pueda dar, ese reciente interés por promocionar el desarrollo de una industria turística en Leticia, que siempre


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ha estado relativamente por fuera del conflicto armado, contrasta con las constantes oleadas de violencia sistemática que vienen sufriendo otras regiones de la Amazonía -por no hablar de las del resto de Colombia-, tan distantes y aisladas que no alcanzan a llamar la atención de los medios si no es de manera esporádica, con lo que la comunidad internacional no alcanza a comprender la gravedad de la situación de desorden público y violación de derechos que resultan de la intensificación del conflicto armado y la llamada “guerra al narcotráfico”, bajo la cual se justifican todas las atrocidades y atropellos a la población cometidos por los diferentes bandos. Cabe esperar que en Leticia la oleada de turistas no redunde a largo plazo en un deterioro ambiental mayor al actual, y que por lo menos una parte de los beneficios económicos pueda dirigirse a inversiones sociales para bienestar de la población local, más que al tradicional enriquecimiento de los industriales hoteleros y comerciantes de bienes y servicios para turistas. Pero eso resulta casi utópico, conociendo las tendencias progresistas occidentales que se esconden tras los conceptos de ecoturismo y etnoturismo más recientes, orientadas precisamente por ese único interés económico según el cual “el bienestar” sólo es posible mediante la integración de todos al modelo económico dominante y la acumulación de bienes para dejar de ser “pobres”102.

Qué se come y qué no se come, sobre el tabú alimenticio en unas culturas mezcladas Como el campo de los alimentos es uno particularmente diverso, que parece nunca agotarse y que, además se abre en múltiples direcciones, abarcando lo simbólico, lo ecológico, lo económico, lo biológico, etc., una manera de abordarlo en la práctica etnográfica es indagar a la gente sobre aquello que no se come y los motivos que tienen para no comer determinadas cosas, aunque estén disponibles y sean abundantes en el medio. En La Libertad, comunidad ribereña sobre el río Amazonas, a unas 5 horas de Leticia, y de población, en su mayoría, yagua, tuve una conversación con el “Promotor de salud” 103, un hombre de unos 27 años, sobre los motivos por los que no se come la carne del delfín. Se trata de un tabú alimenticio explicado por cierto parentesco simbólico entre el bufeo 104y los seres humanos, y sustentado en una serie de mitos e 102

Los organismos institucionales internacionales han definido que alguien en situación de “extrema pobreza” es quien devenga un salario menor al equivalente de un dólar diario, con lo cual simplemente se está pauperizando a cualquier individuo que no es té inserto en la economía de mercado que implica el flujo de un capital monetario, como puede suceder en aquellos grupos que aún mantienen, en diversos grados, economías diferentes a la dominante. Además de ser un absurdo, es una discriminación negativa que abiertamente señala una carencia en aquellos estilos de vida que se salen de la norma occidental industrial mercantilista. 103 La figura de “promotor de salud” es resultado de un esfuerzo institucional gubernamental para mejorar las condiciones de vida en las poblaciones indígenas, cuyo apoyo consiste en capacitar a un individuo en los cuidados básicos para atención y prevención de enfermedades al interior de la comunidad, según los parámetros de la medicina occidental. Sin embargo, ésta figura no alca nza a cubrir las demandas en salud de los individuos, pues, en la práctica, su función se limita a suministrar medicamentos paliativos, y a intentar regular su uso, del que se abusa frecuentemente en las comunidades, a falta de remedios más eficaces. La ausenci a de la antigua figura del chamán o médico curandero, cuyas acciones se encontraban insertas dentro de todo un sistema coherente de creencias y saberes, mucho más eficaces que las pastillas descontextualizadas del promotor de salud, es notoria en muchas comunidades y explica el abuso de los fármacos de la medicina occidental en estos pueblos, pero, a su vez, es consecuencia de la creciente dependencia del indígena de los productos que le ofrece el mercado de la sociedad mayoritaria. 104 El delfín rosado del Amazonas ( Inia geoffrensis) es llamado localmente bufeo o bujeo; hay una variación libre entre los fonemas (f) y (j) en este caso.


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historias que hablan de la doble naturaleza de este ser acuático que durante las noches se convierte en humano y puede seducir a las mujeres de la región. De ahí que en muchas comunidades, especialmente entre los ticunas, se esconda a las niñas adolescentes y se les prohíba bañarse en el río después de determinadas horas, pues se cree que el bufeo podría enamorarlas y robárselas, llevándolas a sus ciudades bajo el agua y allí tener con ellas su descendencia. Otras personas a las que indagué respecto a este tabú, dijeron simplemente que la carne del delfín “no es buena”, lo cual resulta interesante pues habla de otro nivel de apreciación de lo comestible, más alejado del pensamiento mítico que se le suele atribuir a las culturas indígenas y aborígenes del mundo, y nos hace caer en cuenta de los diferentes niveles en los que está codificada la acción y el pensamiento dentro de lo que llamamos cultura. La praxis o la práctica, tiene un sustento simbólico y uno empírico, cuyos límites no son fácilmente reconocibles, un terreno antropológico que tampoco parece agotarse. Normalmente se ha pretendido Fotografía 34. Celina y el bebé; niños yagua de La explicar esos tabúes y restricciones en términos de una Libertad, Enero de 2003. suerte de economía ecológica, donde aquellos se implementan con el fin de preservar ciertas especies naturales y evitar su desaparición; en la práctica, sin embargo, no parece existir una relación tan lineal entre lo uno y lo otro, pues hay muchos alimentos vedados que no parecieran tener una ecología que sea particularmente complicada o frágil, como para requerir de este tipo de controles, mientras que hay muchos otros en verdadero peligro, que sin embargo, se siguen consumiendo sin restricciones. Por otra parte, el hecho de que la explicación de este muchacho yagua sobre el tabú alimenticio hacia el delfín haya incluido explícitamente fragmentos de la mitología de los ticuna, es una muestra clara de la compleja situación de las culturas de estos pueblos amazónicos, una situación de mezcla en la que se integran concepciones del mundo, saberes, tecnologías y modos de hacer, provenientes de muy variados orígenes culturales y geográficos, al interior de cada grupo. En efecto, es posible decir que existen grupos étnicos diferenciables entre sí por muchos aspectos, pero se trata de poblaciones que no se encuentran en un estado prístino o aisladas del mundo, como podría suponer el común de la gente, sino que, por el contrario, han experimentado históricamente una cantidad de procesos de cambio bastante fuertes, entre los que el desplazamiento y el cambio de su hábitat original es tan sólo uno de los componentes, con todo lo que esto implica. Como me contaba este muchacho yagua, sólo algunos pocos


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chamanes conservan la antigua y ocasional costumbre de ingerir el corazón del delfín para propósitos mágicos, y, de ser estrictamente necesario, podrían dárselo a comer a personas gravemente enfermas, cuya única salvación sería este remedio, pues en él está contenida una gran cantidad de fuerza vital, junto con otras características de los delfines que son aprovechables mediante la ingestión de su carne. Sin embargo, esto ya no es muy común, pues no quedan muchos chamanes por ahí como en épocas anteriores, y los que quedan han sido culturalmente relegados a un segundo plano, desplazados por la medicina occidental y la pérdida de las antiguas estructuras simbólicas dentro de las cuales su figura cumplía un papel central imprescindible. Según este joven y otras personas de Leticia con las que hablé del tema, en toda la región se cree también que los ojos del delfín sirven para fines oscuros y mágicos como el enamoramiento de una persona contra su voluntad, pues parece ser que son el ingrediente principal del “chundú”, una preparación para brujería que supuestamente enamora a quien la tome y lo hace susceptible de manipulación, pues doblega su voluntad ante los mandatos del brujo o del oficiante, poniéndolo a merced de la persona que le hizo el encantamiento105; esto vendría acompañado de ciertas propiedades afrodisíacas que facilitan la supuesta “entrega” y rendición por parte de la victima a su victimario. También existe la creencia regional de que los dientes del bufeo atraen a los peces para la pesca, pues actúan como el delfín, considerado un excelente pescador; por esto, muchos pescadores acostumbran llevar en su cuello collares con uno o varios dientes de estos mamíferos acuáticos, costumbre que parece haberse extendido de los pescadores indígenas a los mestizos, entre quienes también se observa. Sin embargo, una mujer del Km. 6, considerada muy buena pescadora entre su círculo de amigos, lo cual constaté en el Yahuarcaca, donde la vi pescar con anzuelo y pulpa de chontaduro, varias libras de pescado, parecía muy orgullosa al decirme que ella ya no tiene esas creencias, que “antes sí”, cuando vivía en Puerto Nariño y salía a pescar a los lagos cercanos junto a su esposo, pero que ahora lo único que hace es encomendarse al señor para que le de buena pesca. En muchas comunidades se está expandiendo el cristianismo evangélico de tendencia protestante, que desplaza muchas creencias y prácticas anteriores, tanto indígenas como católicas, y promulga la no adoración de ídolos o imágenes, así como la prohibición de todo tipo de talismán, como éste de los dientes del delfín. Esta mezcla o sincretismo religioso hace que las personas lleguen a contradecirse con frecuencia, como le pasó a esta misma mujer, que estaba yendo a un culto cristiano periódicamente, para curarse de unos dolores de cabeza que no se le calmaban con las pastillas de acetaminofén que le habían formulado en el hospital. Pero como no se curaba, inicialmente afirmaba que posiblemente esto sucedía porque su fe no era lo suficientemente fuerte y porque no había podido convencer a su esposo de unirse al culto; unas semanas más tarde, al preguntarle por su salud, me contó que por 105

Luis Cayón (2001:244) se refiere a una sustancia similar conocida como “chundul”, “un tipo de plantas que tienen el poder de producir fascinación o enamoramiento en hombres y animales”, usado, en este caso, por los makuna del complejo lingüístico Tucano, del Vaupés. No hace mención a los ojos del bufeo, que mi informante yagua afirma como componente principal del chundú.


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fin se había recuperado, gracias a la intervención de un curandero de la comunidad que le había hecho unos baños con unas hierbas especiales, y que tal vez lo del culto no había funcionado porque su enfermedad tenía que ver con la envidia de una antigua mujer de su esposo. Podría ser que la incursión de estos movimientos dentro del mundo indígena genere cierta confusión espiritual, tal como sucede en nuestras sociedades occidentales contemporáneas en las que muchos no saben a ciencia cierta qué creer, pero, por lo menos en este caso, y en lo poco que pude conversar con esta mujer sobre el tema, cada individuo tiene la posibilidad de acudir a diferentes remedios para diferentes males, dependiendo de qué le sirve a cada uno en particular. Según ella, después de probar diferentes remedios como la medicina occidental, la curación por medio de la imposición de manos del pastor cristiano, junto con la alabanza correspondiente a l culto, y finalmente, la curación con riegos de uno de los médicos-brujos de la comunidad, lo único que la sanó fueron los baños, aunque no por esto va a dejar de creer en la eficacia del pastor para curar otros males, pues afirma haber visto cómo él curaba un bebé de una fuerte fiebre, pero tampoco pone en duda la de la medicina occidental, que “también sirve para otras cosas”. También llama la atención el hecho de que la cuestión de la fe esté tan ligada a la salud, lo que en nuestra visión del mundo corresponde normalmente a dos campos diferentes y separados; aunque se trata de una sociedad bastante mezclada, comunidad multiétnica San José, Km.6, donde viven ticunas, uitotos, boras y mestizos, el curso que siempre tomó este tipo de conversaciones, tanto con ella como con otras mujeres amigas suyas, indicaba la imposibilidad de separar esos dos ámbitos, por lo que se esperaba que el pastor de la iglesia actuara no sólo como consejero e intermediario entre el mundo cotidiano y un orden superior, sino también como sanador de enfermedades. Pero volviendo a la prohibición tácita y generalizada de la caza del delfín, la cual se da tanto con el delfín rosado (Inia geoffrensis) como con el delfín de río o “tucuxí” (Sotalia fluvíalis), también existe la idea de que este animal está emparentado de algún modo con los humanos, que tiene una inteligencia similar a la nuestra y que puede existir no sólo una comunicación entre las dos especies, sino también una “asociación mutualista”, como lo afirma Morán (1993:211), al describir las técnicas de pesca en las desembocaduras de los ríos, en las cuales interviene el delfín: “Cuando varios botos persiguen a un grupo de peces, los pescadores acostumbran dirigirse río arriba, donde verifican la presencia - o no- del cardumen y comienzan a cercarlo con la redes arrojadizas. Los botos permanecen cerca y capturan los peces que escapan del cerco, aprovechando la orientación de las redes.”

Este tipo de ideas, como yo misma constaté, aparecen comúnmente entre los relatos de los pescadores en Leticia y concuerdan con esa visión del delfín como un ser de excepcionales cualidades, capaz incluso de salvar a los náufragos que se caen al río, como también se oye


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decir frecuentemente, todo lo cual justificaría la negativa generalizada a cazarlo. No obstante, también supe de boca de un comerciante pesquero, dueño de una embarcación grande de las que llaman “recreios” (de unos 20m. de largo) y que viaja por todo el Amazonas, que en las costas del Perú se vende la carne del delfín marino para consumo humano y que además su caza está respaldada por un gran mercado negro hacia varios países de Asia, donde tiene un gran valor para la medicina tradicional, junto con la de los lobos de mar. A una mujer peruana que trabaja en el puerto le oí decir que el manatí (Trichechus inungis), también conocido como vaca marina o pejebuey, es pariente del delfín, y que por eso no se debe comer su carne, ya que no es buena para la salud, como tampoco lo es la de su “primo” el delfín. Sin embargo, quienes recuerdan haber comido manatí en la época en la que no estaba vedada su caza, es decir, hace un par de décadas, cuando llegaban al puerto varios de estos animales con relativa frecuencia, dicen que su carne tiene diferentes sabores, según la parte del cuerpo de la que se trate: “cerdo, pescado, tortuga y res”, por lo que constituye un manjar bastante exótico y apreciado localmente. Otro caso similar de tabú alimenticio, bastante extendido en la región, tanto entre indígenas como entre los mestizos amazónicos, es el de la boa o la anaconda, cuyo origen mítico está en los anales remotos del origen de la misma humanidad, donde aparece como fundadora y protagonista de los procesos de la humanización y la cultura, dentro de muchos pueblos de la Amazonía. Por ejemplo, entre los makuna, que hacen parte del complejo lingüístico tukano oriental, del Vaupés -y esto es algo que resalta igualmente la importancia de la yuca dentro de la cosmología amazónica- el ancestral “dueño de los animales, las frutas silvestres y todo lo que estaba en el mundo era el yuruparí primordial”, la Anaconda de Yuca (Cayón, 2001:240), quien cantaba y atraía a la gente en cada época del ciclo anual, invitándola “a ver su cuerpo, a ver yuruparí”. También se encargaba de imponer restricciones alimenticias, y quienes desobedecían morían, por lo que los hombres, en venganza, le dieron muerte y ella se convirtió en dos palmas inmensas de las que los hombres fabricaron sus instrumentos sagrados. Desde entonces cantan y bailan con esos instrumentos, invitando a la demás gente de su territorio para revivir el espíritu del gran yuruparí, “quien concentra las fuerzas creativas y fértiles que permiten la continuidad de la vida del cosmos” (op.cit:262) “La boa es sagrada, por eso no se come”, fue la respuesta más generalizada a mi cuestionamiento sobre este tabú en Leticia. Helena, una mujer italiana que lleva más de 8 años viviendo en Leticia junto a su marido colombiano de origen andino, contaba cómo ellos dos habían tenido una fuerte pelea porque él y dos amigos habían matado una anaconda de cuatro metros que estaba rondando por su casa, en El Calderón, en un área selvática bastante retirada de Leticia. Ella decía que le era imposible pensar siquiera en matar un animal semejante y mucho menos llegar a comer de su carne, y sus argumentos tenían que ver con una especie de ética vital, según la cual la serpiente es digna de todo el respeto y casi veneración por parte de los humanos, y alegaba también que no era justificable la acción de aquellos hombres, ni


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siquiera por el hecho de que sus vecinos culpaban a la anaconda por haberse comido a varios animales de la vecindad, marranos y gallinas, desde hacía varios años, sin que hubieran podido cazarla hasta entonces; por supuesto, sus argumentos hacían parte de una ideología indígena, adoptada por ella. Sin embargo, todo su discurso ecológico y filosófico se desmoronaba, ante la indiscutible realidad de que ella misma se dedica desde hace varios años a arreglar y comerciar pieles de animales exóticos, un arte que le representa la entrada de no despreciables sumas de dinero a su bolsillo, y que, visto desde ese ángulo, ya no choca con sus bellas y románticas ideas sobre el amor a la selva y la lucha en contra de la sociedad de consumo. Pero bueno, todos somos un poco incongruentes. En todo caso Helena parece haber aprendido muchas cosas valiosas de la selva y de las culturas indígenas desde que llegó a estas tierras y se enfermó de malaria, salvándose a manos de una mujer nativa quien la curó a punta de hierbas y plantas naturales; desde entonces ella se enamoró del monte y se quedó a vivir en él y, siendo otra de las personas enamoradas del tema de la alimentación y las artes culinarias, aprendió muchas preparaciones indígenas que compartía conmigo de vez en cuando, durante el tiempo que se quedó en la cabaña en la que yo vivía, oportunidades maravillosas para cocinar a la manera amazónica tradicional, aunque también improvisando, con los ingredientes nativos que se consiguen en los mercados locales. Cuando la conocí tenía el proyecto inconcluso de montar un restaurante de comida amazónica en Leticia; creo que le iría bien. Por su parte, la población leticiana mestiza conserva varios tabúes respecto a algunos de los elementos que conforman la comida indígena, y en muchos casos esa distancia parece servirles para marcar la frontera entre las dos culturas, como si en lo que se come estuviera contenida alguna esencia trascendental sobre lo que se es; como si con el simple acto de probar aquello que come el otro, se fuera a perder una esencia propia que constituye la identidad; se trata de la trasgresión de un límite que muchos no están dispuestos a afrontar, como le sucede a mucha gente que rechaza la comida de otras gentes y no admite siquiera la posibilidad de que esa comida tenga buen sabor o sea nutritiva. Esto sucede con el mojojoy y las hormigas, básicamente, pero también con los monos, con algunos mamíferos pequeños como el borugo, el chigüiro y el coatí, con los reptiles como la rana, las babillas y el caimán, pescados como la chucha o corroncho, y muchos otros animales silvestres que se rechazan y se exponen como una especie de “pruebas irrefutables” para argumentar la condición más salvaje de quienes los consumen, es decir, los indígenas y los mestizos que viven del bosque, y a quienes además se les considera como “pobres”, porque en el razonamiento común del Leticiano prejuiciado, si hay quienes coman ese tipo de cosas, es porque no tienen dinero para comprar lo que vende el mercado, lo que sería algo así como la “verdadera comida”, producto de la agricultura, la ganadería y la industria, la expresión máxima del fruto del trabajo de la “sociedad civilizada”. La fariña y el casabe, aunque son consumidos por muchos, también enfrentan un fuerte rechazo por otros, quienes dicen que es “comida de indio”, que sólo los consumen los mestizos “pobres”


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y que “no saben a nada”, como me dijo una señora leticiana que estaba mercando en la plaza. En cuanto al casabe, no hay siquiera la oportunidad de rechazarlo abiertamente, pues es un producto que sólo se consigue en el mercado indígena, casi desconocido por muchos mestizos, pero la fariña, que se vende en bolsas en muchas tiendas de abarrotes y que ha sido introducida a la alimentación de muchos pobladores mestizos, está excluida por completo de los restaurantes formales, lo que no sucede, en cambio, en Brasil, donde algunos de los platos más apreciados por los turistas en los restaurantes de las ciudades amazónicas tienen como base la fariña. En Leticia ése papel lo cumpliría el “zarapaté”, tortuga charapa, con aliños y fariña, cocida en su propio caparazón, pero actualmente es muy escaso porque la charapa se sobreexplotó. La gamitana rellena, que también lleva fariña, podría estar reemplazando el zarapaté como uno de los platos más emblemáticos de Leticia ante la sociedad mestiza del interior y los turistas. A algunas personas mestizas en Leticia les oí comentar que la carne de piraña puede producir carate, una enfermedad micótica de la piel, lo que concuerda con la información recogida por Mora (1985:199), según la cual la manteca de las pirañas sirve para cambiarle el color de las plumas a las loras y por eso, la gente se cree que podría producir un efecto similar en los humanos. Por su parte, los pescados de cuero son rechazados por personas mestizas que profesan el adventismo, lo que podría tener relación con creencias de origen judío según las cuales los peces de cuero se alimentan de los desechos del fondo de los ríos y, al carecer de las escamas, por medio de las cuales los otros peces expulsan las toxinas acumuladas, son nocivos para la salud, así como los animales que tienen pezuña, completamente prohibidos dentro de la culinaria Kosher. Vale la pena mencionar aquí la existencia de una gran comunidad de personas que se hacen llamar “los israelíes”, que con toda certeza no son de Israel, y que llegaron a la Amazonía desde hace varias décadas, para instalarse en el monte y esperar la llegada de un Mesías que supuestamente aparecerá en estas tierras; de ellos sólo supe que se conocen en la región por su gran capacidad invasora, pues queman y talan grandes extensiones de bosque para construir sus pueblos, abandonándolos al poco tiempo, y que se visten con túnicas y mantos bastante llamativos que, por lo demás, deben producirles muchísimo calor en el clima amazónico. Una tarde, esperando el colectivo en el Parque Orellana, conocí un turista judío que llegó preguntando por la famosa comuna de los Israelíes, pensando, quizás, en alguna diáspora de sus compatriotas en otra tierra prometida.

V. La vida en las comunidades: Un acercamiento a la vida indígena actual en la Leticia rural y a su cotidianidad en torno a la comida La vida indígena en Leticia transcurre entre el espacio urbano, bastante mezclado y heterogéneo, como lo he venido describiendo, y las poblaciones rurales ubicadas tanto en el río como en la llamada “carretera”, que es la vía Leticia-Tarapacá, y que se extiende en dirección


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sur-norte y luego noroeste, hasta perderse en la selva después del Km. 25, con lo cual no conduce realmente a ninguna parte, pero es el eje sobre el cual se establecieron los poblados indígenas, o “comunidades”, -ticuna y uitoto, en su gran mayoría- y por el cual sus habitantes tienen acceso a la ciudad, a los servicios de salud que ella ofrece y al mercado, que suple sus nuevas necesidades y les permite hacerse al dinero necesario para ello, ya sea por medio del trabajo asalariado como también por medio de la venta de muchos de los productos de la chagra y del monte, a los que básicamente sólo ellos -y algunos mestizos campesinos- tienen acceso. Esta carretera está unida a otra, la vía a Los Lagos del Yahuarcaca, en donde hay asentadas otras comunidades, de mayoría ticuna. En la mencionada vía a Tarapacá se encuentra el territorio indígena reconocido legal e institucionalmente como el “Resguardo Ticuna-Uitoto, Km 6 y 11”, con una extensión de 8.000 Has., que a su vez cuenta con cuatro parcialidades: La Comunidad Multiétnica San José, Km 6; Ciudad Jitoma, Km 7; Moniya Amena, Km 9.5; y Nimaira Naimieki Ibiri, Km 11. Más allá, por una vía paralela a la carretera “pavimentada” principal, a orillas del río Tacana, están la Comunidad Multiétnica Tacana y Casiya Naira, hacia el Km 14, seguidas por la comunidad Yukuna y el Km 18, de la etnia Bora. Por su parte, en los Lagos del Yahuarcaca están las comunidades de San Pedro y San Antonio de Los Lagos, San Sebastián de Los Lagos y San Juan de los Parentes, acreditadas también bajo el título de Resguardos, y Castañal de Los Lagos, que hace parte del perímetro urbano de Leticia, todas ellas, como decíamos, de mayoría Ticuna (Rosas, 2002:62). Estos territorios indígenas que aparecen bajo la figura jurídica de Resguardos, son, según la legislación nacional, propiedad colectiva, “con carácter imprescriptible e inembargable”, lo que no impide que de manera encubierta o “por de bajo de cuerda”, los indígenas vendan algunos terrenos a los mestizos a cambio de sumas irrisorias, la mayoría de las veces, lo que favorece aún más la expansión de áreas taladas y explotadas ilegalmente, sin que haya un registro oficial de ello, pues se supone que están protegidas como Fotografía 35. Casa en el Km 6. Resguardos. No por estar más aisladas y, de algún modo, más autocontenidas, estas comunidades rurales indígenas van a presentar características socioculturales más homogéneas que los espacios al interior de la ciudad; en ellas se da no sólo una mezcla de las diferentes etnias indígenas que comparten un mismo territorio, sino que también una mezcla rara que resulta de la convivencia


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con algunas familias mestizas que habitan en las mismas comunidades o cerca de ellas. Matrimonios interétnicos, alianzas comerciales y sociales, mezcla de sangres y un sincretismo generalizado, caracterizan algunos de estos poblados. En tales circunstancias es posible encontrar algunos individuos multilingües, que no sólo dominan su lengua nativa, el Ticuna, en el caso de la mayoría de habitantes de la comunidad del Km 6, por citar un ejemplo, sino también el Uitoto, con cuyos hablantes quienes conviven en este mismo poblado, quizás el Bora, el Miraña, el Cocama o el Yucuna, que también tienen una pequeña representación en la población local, además del Portugués, su segunda lengua o la lengua de los mayores, llegados hace varias décadas del territorio brasilero; por supuesto, dominan el español, enseñado desde hace ya muchos años en las escuelas, junto con el catequismo, las matemáticas y la ciencia occidental. La presencia de colegios franceses en la zona rural de Leticia también ha hecho que algunos de los niños de las comunidades tengan contacto con esa lengua y con el inglés, impartido normalmente en algunas escuelas, lo que se suma al ya complejo multilingüismo de la región. No obstante, como es de esperarse, debido a las condiciones no igualitarias del contacto con la sociedad “blanca” dominante, las lenguas indígenas tienden a desaparecer progresivamente de las prácticas cotidianas de la comunicación, hasta el punto en que sólo los ancianos las dominan totalmente y las practican entre ellos, mientras que los más jóvenes sólo acceden a sus lenguas durante los bailes tradicionales, al repetir las canciones de los mayores. Esto, en la actualidad, y debido, en parte, a las nuevas condiciones expuestas en la Constitución del 91 para la relación entre los indígenas y el Estado Nacional, ha producido una serie de dinámicas al interior de las comunidades, dentro de las cuales está una incipiente preocupación por el “rescate de la tradición”, que incluye iniciativas locales como la creación de talleres con los mayores, destinados a la recopilación de información como la de las historias personales, los mitos y leyendas, los saberes etnobiológicos sobre fauna y flora, los cantos, y en fin, todo aquello que puede ser recopilado, registrado en medios impresos y luego redistribuido a los individuos por medio de la escuela y de otras actividades culturales. La asesoría, acompañamiento y ayuda técnica para este tipo de talleres se convierte en una buena oportunidad de acceso a las comunidades para los investigadores que empiezan a hacer trabajo de campo.

Entre ellos, casi siempre con ellas: La mayor parte del tiempo que pasé con los indígenas fue en la comunidad del Km.6, en la casa, la chagra y el entorno social de Susana Fernández, una mujer ticuna que, si bien, podría considerarse mestiza, pues su padre biológico fue un brasileño que convivió algún tiempo con su madre, domina perfectamente la lengua ticuna y el portugués, además del castellano, claro está, y ha sido siempre una reconocida líder de la causa indígena y de su comunidad, ocupando en diferentes oportunidades altos cargos como el de Curaca, siendo ella la única mujer de la


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comunidad que lo ha hecho. Para este tipo de personas mezcladas con los mestizos se ha creado un nuevo clan dentro de la estructura social de los ticuna, el clan o vaca, al que pertenecen Susana, sus hermanos y sus hijos, así como muchos otros ticuna en la actualidad. A ella, a su familia y a sus amigas de la comunidad, les debo gran parte de lo que aprendí durante mi estadía en Leticia, en esas tardes calurosas, cuando, con el pretexto de los ricos puriches que su madre prepara, calmábamos el calor sentadas a la sombra de los árboles del patio, viendo a doña María, su madre, pelar las piñas y Fotografía 36. Doña Mariana, “la china” y uno de los bebés. desgranar la pulpa Comunidad San José, Km 6 de la vía Leticia-Tarapacá. Octubre de 2003. de copuazú; o cuando nos trasnochábamos pintando “una ciudad fea y una selva bonita” sobre cartones inmensos para la escenografía de una obra de teatro del colegio donde estudiaban sus hijos. También en compañía de ella, y de su hermana menor, “la china”, junto a los hijos de las dos y con algunas de sus amigas, conocí no sólo los paisajes rurales, domésticos y silvestres, en los que transcurre gran parte de la vida de ella y las demás mujeres, sino que aprendí los nombres y usos de muchas de las plantas, acercándome un poco a sus conocimientos sobre la manera adecuada de sembrarlas y cosechar sus frutos, algunas prácticas y creencias relacionadas con ellos y con su preparación, algunos truquitos para tener éxito en la pesca, y otra infinidad de cosas que se entretejían con el cariño, los afectos y los lazos que se iban formando en la convivencia cotidiana de sus espacios, cuando yo los invadía, y de los míos, cuando ellas también venían a la ciudad y al lugar que yo habitaba.

De casas, cocinas y habitaciones: Tanto en los poblados indígenas del río como en los de la carretera, aunque no estén precisamente ubicados sobre terrenos inundables, predominan las pequeñas casas monofamiliares de madera sobre pilotes, con techos a dos aguas, ya sea de zinc o de hojas de palma, dentro de lo que se denomina “modelo neo-amazónico” (Goulard,1994:349). Cada una de ellas consiste, por lo general, en un solo espacio de estructura rectangular y sin divisiones, o con paredes divisorias que forman dos o tres ambientes cerrados. Es posible encontrar algunas


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casas grandes de hasta cuatro espacios diferentes y con estructuras mucho más complejas, como la de una familia yagua de La Libertad, que tenía varias habitaciones: una con hamacas para dormir y descansar, otra habitación para guardar la ropa, juguetes de los hijos y demás pertenencias adquiridas del mercado de Leticia y/o Puerto Nariño, una especie de zaguán, bajo techo y sin paredes, dispuesto para dar alojamiento nocturno a los huéspedes, y un cuarto grande de cocina, ubicado al fondo de la casa, en una zona más elevada que el resto de la construcción, que además tenía un acceso grande al tanque de aguas lluvias que funcionaba como baño y lavadero multiusos, al descubierto. La existencia de tan variados tipos de construcción depende, principalmente, del número de personas que conforman la unidad doméstica y de las nuevas condiciones de acceso al dinero, que permiten que algunas familias amplíen sus espacios habitacionales y copien diseños de la arquitectura mestiza. También es muy probable que los nuevos estilos de vida, que poco a poco van generado cambios dentro de la estructura de la sociedad y la familia, influyan en un aumento del número de individuos que componen el núcleo familiar, ya que, entre otras cosas, los jóvenes no se casan tan tempranamente como lo acostumbraban hace algún tiempo y, al permanecer solteros, siguen viviendo en la casa paterna durante un periodo mayor. Otra posible explicación, y ahora estoy hablando específicamente de las familias en el Km 6 a las que fui más cercana, es el aumento de las madres solteras, solas, viudas o separadas, que, por muy diferentes circunstancias, deben criar a sus hijos sin la compañía del padre, optando las más de las veces por quedarse bajo el techo de la casa paterna. En este aspecto, aquello que ha sido llamado “aculturación” ha destituido Fotografía 37. Casa del Km 6. progresivamente los patrones y normas tradicionales de parentesco y alianza, que, en el caso de los ticuna, prescribía una residencia uxorilocal, según la cual el hombre se va a vivir a la casa de los suegros de la mujer, hasta que nace el segundo hijo de la pareja y construye una nueva casa. Goulard explica este fenómeno porque “la actual situación de contacto limita la expansión territorial de los ticuna y reduce las zonas de intercambio matrimonial, lo cual fuerza frecuentemente a consanguíneos de una misma generación a vivir en la misma unidad residencial” (1994:419). Ese espacio de la casa, más comúnmente dividido en dos, sirve entonces para dos tipos de actividades básicas: dormir, tejer y comer, teniendo en cuenta que muchas de las otras actividades que conforman la vida de los


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indígenas se realizan al aire libre, incluyendo las labores culinarias, lo cual, en mayor o menor grado, según el caso, contrasta con el estilo de vida urbano, en el que todas las actividades cotidianas se realizan en la casa o en recintos cerrados, siendo más bien poco comunes las actividades que requieren estar por fuera de ellos. Y aunque la introducción de esas nuevas construcciones crea una homogeneidad en el tipo de vivienda que acaba con muchas de las particularidades étnicas de cada grupo, es posible, aún hoy, encontrar ciertas diferencias en la distribución y uso que se le da a ese espacio de la casa. Tanto en las casas de La Libertad, donde viven familias yagua, como en las casas de uitoto del Km 6, y de otras comunidades, es posible observar un predominio de las cocinas ubicadas al interior mismo de las casas, o mejor, bajo el mismo techo, en un espacio especialmente adaptado para mantener el fuego y para permitir el adecuado escape del humo, así como una disposición particular de las ollas, recipientes y utensilios de cocina. El cuarto destinado a la cocina y el comedor de la casa de La Libertad que venía describiendo párrafos atrás es, en particular, una de las cocinas más elaboradas y bonitas que conocí, tal vez porque el gran ventanal que daba al exterior permitía ver el paisaje enlagunado de la parte de atrás de la comunidad, ubicada en lo alto de un terreno elevado, mientras se preparaban los alimentos. La cocina era una habitación aparte de la casa, unida a las demás habitaciones por medio de un puentecito elevado. En su interior había un fogón bastante amplio, con espacio para varias ollas grandes, puestas simultáneamente, y levantado del suelo a una altura de unos 80 centímetros. Las ollas de aluminio, colgadas de la pared de madera, brillaban como si nunca fueran utilizadas, aunque doña Oliva, la señora de la casa, preparaba en ellas sus caldos de pescado con ají y achiote, mientras, al lado, ponía a asar unos plátanos en su cáscara. Recuerdo que para cocinar allí había que tener mucho cuidado con las mangas de la camisa y quitarse las pulseras colgantes de chaquiras o semillas, pues se calentaban horriblemente mientras uno revolvía la comida de las ollas o daba vuelta a los alimentos asados. Contra la pared del fondo, sobre una alacena de madera, había otros implementos de cocina, una olla grande de barro negro y una gran variedad de cucharas de palo, cuyo rústico acabado contrastaba con el brillo metálico de las otras ollas y con el plástico gastado de los tarros, baldes, vasos, platos y demás implementos de cocina, provenientes de las cacharrerías paisas de Leticia. A la derecha, a unos tres metros del fogón, estaba el gran mesón rectangular del comedor y los tablones para sentarse, que hacían recordar un poco el estilo de los restaurantes y fondas antioqueñas. Esta especial disposición del sitio para cocinar y comer hablaba de una dedicación particular a esas dos actividades, aunque entre los yagua actuales no parece haber una tradición culinaria muy especializada o elaborada, limitándose, la mayoría de las veces, a caldos de pescado y tubérculos, sin mayores variaciones 106. Podría tratarse más bien de un tipo de construcción 106

Esto, según información proporcionada por una compañera de la Universidad de Antioquia que hizo su trabajo de campo entre los yagua de ésta comunidad; según Chaumeil, los yagua eran especialistas en la caza, siendo la carne “buen alimento por excelencia, que se halla en la posición más alta de la jerarquía gustativa de los yagua, quienes no sabrían apreciar comida alguna sin ella” (1994: 224). El cambio a un hábitat ribereño y la progresiva desaparición de animales de caza podría explicar esa


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adaptado de la cultura ribereña mestiza, teniendo en cuenta que esta familia en particular es una de las que más ha incorporado dentro de sus posesiones artículos de la cultura mestiza como un televisor, un equipo de sonido y una moto, producto de la sagacidad del padre para los negocios, quien vende canoas y alquila un cuarto de su casa para hospedar a los visitantes. En cambio, en las casas ticuna, por lo menos en las del Km 6, el fogón generalmente está afuera, levantado más o menos a un metro del suelo y cubierto bajo un pequeño techo de dos aguas, hecho de madera y hojas de palma o láminas de zinc; ese fogón, particularmente alto está en el patio trasero de las casas, ubicado muy cerca de sus paredes posteriores, de donde cuelgan varios de los utensilios de cocina, protegidos de la lluvia, junto con el machete para ir a la chagra y los dos pares de botas de caucho para uso común de los miembros de la casa. Resulta lógico que a una mayor amplitud de los espacios sea posible mantener un fogón -con brasas prendidas constantemente- al interior de la casa, lo que explicaría lo contrario en las casas ticuna del Km 6, con espacios interiores bastante reducidos, pero también la presencia en éstas ultimas de los techos de zinc podría ser responsable de esa otra adaptación, pues éstos no permiten la salida del humo ni la ventilación adecuada, acumulando también el calor. Goulard observó en varias comunidades ticuna de Perú y Brasil un predominio de fogones al nivel del suelo, ubicados fuera de las casas, o sobre un “piso de pona” (Iriartea deltoidea, palma de cuyo tronco se fabrican esterillas), cuando estaban al interior de éstas (1994:351), lo que confirma que los fogones elevados son una adaptación reciente. Sobre esto cabe recordar que desde la década de los sesentas se ha estado promocionando, por parte de instituciones sociales, el abandono del uso de la leña como combustible en las cocinas, más aún si se éstas estaban ubicadas adentro de las casas, argumentando su relación con la incidencia de tuberculosis pulmonar y otras enfermedades respiratorias crónicas entre la población rural e indígena de varios países “en vías de desarrollo” 107. Sin embargo, en la Amazonía existen muchas prácticas culturales relacionadas con la alimentación que no pueden realizarse si no es con el uso de la leña, como lo es el moqueado o ahumado de las presas de caza y pesca, para su conservación y posterior consumo o venta, o preparaciones tan autóctonas como la patarasca y los derivados de la yuca en el tostadero. En todo caso no se trata de un “simple gusto” -el cual nunca es tan “simple” como se podría pensar- sino de una manera específica y propia de hacer las cosas, sin la cual el mundo simplemente no funciona como debería; hay que tener en cuenta que muchas de estas culturas autóctonas rigen sus vidas a partir de cosmologías en las que cada aspecto del mundo tiene una explicación coherente y en correspondencia con los demás, lo que incluye elementos como el fuego, presentes en los relatos míticos que explican y renuevan esas cosmologías particulares. Por eso mismo no podría simpleza actual de la dieta yagua, de la que hablaba mi compañera, aunque no cuento con más datos para avalar y contrastar esta información. 107 Este tema lo trata George Foster (1967), en relación a la India, México y otros países latinoamericanos, donde también se aplicaron esta y muchas otras estrategias desarrollistas al interior de pueblos tradicionales.


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culpárseles por la tala del bosque, pues el uso de leña para consumo doméstico no tiene mayores repercusiones sobre el medio, o por lo menos no dentro los parámetros del manejo sostenible que los indígenas han implementado a lo largo de sus vidas en la Amazonía, permitiendo la reforestación y crecimiento de barbechos. En muchas zonas geográficas tropicales en donde se aplicó la restricción del uso de leña o la ubicación de los fogones fuera de las casas, los techos de éstas, hechos generalmente con hojas de palma, comenzaron a llenarse de hongos, bacterias e insectos108 que los destruyeron rápidamente, lo que implicó un gasto desmedido de hojas de palma y trabajo para reemplazarlas, impulsando, en buena parte, el uso generalizado de las latas de zinc, o las tejas preformadas de fibra de vidrio o “Eternit”, materiales poco asequibles al presupuesto indígena y campesino, y demasiado perjudiciales para la habitabilidad de las casas, pues calientan demasiado el ambiente en su interior. Este es sólo un sencillo ejemplo de las cosas que pasan cuando la racionalidad de la sociedad mayoritaria civilizada, bajo el ideal del progreso y la necesidad de redimir a esos otros, “pobrecitos e ignorantes”, a quienes no ha llegado aún el bienestar del dinero y la tecnología, llega a imponer lo que le parece, su estilo único y superior de vida, trátese o no de una intención altruista o un acto de buena voluntad, por parte de quienes promueven e implementan ese tipo de políticas de intervención y desarrollo.

En la casa y el espacio doméstico: La casa de Susana es una de las cuatro o cinco casas dispuestas en hilera frente a la cancha de fútbol y baloncesto de la comunidad. Y digo cuatro o cinco porque, aunque estén separadas por un pequeño espacio de unos 50 centímetros, la casa de Susana y la de su madre, forman una sola unidad doméstica, donde también vive Dalia, más conocida como “la china”, hermana menor de Susana, con sus dos pequeños nenes; Faber, el joven marido de “la china”; Pedro, su hermano mediano, que va y viene todo el tiempo; Juan, el hermano mayor, casado con una mujer bogotana que hasta el año 2003 vivió con él en la casa de la esquina; y finalmente, los tres hijitos de Susana: Milena, de 2 años, más conocida como “la madona”, Rosa, de 10 y Victor, el mayor, de unos 12 años, un niño bastante blanco y rubio como para que pueda seguir considerándose indígena, pero que va y viene por ahí, cazando y pescando, como el niño selvático que siempre fue. Cuando empecé a visitar a Susana en su espacio doméstico, su cuñada bogotana ya se había ido para Bogotá con el bebé y con su marido, por lo que la casa de la esquina había sido habilitada como el dormitorio de los niños de las dos hermanas: allí tenían tres camas, todas con toldillos grandes, y dos de ellas tenían hamacas colgadas encima, de manera que la bebé Milena, un poco mayor que su primo Jackson, podía balancearse en la hamaca para dormir, o pasarse a la cama con su mamá, según el gusto, el calor o la intensidad de los miedos nocturnos. Normalmente Susana y “la china” se turnaban para dormir con los 108

Hace poco supe de otra campaña institucional para erradicar el uso de hojas de palma en los techos de casas rurales en los Santanderes, argumentando que éstos son el nicho perfecto para los “pitos”, esos bichos cuya picadura inocula la enfermedad de chagas (Tripanosomiasis americana). Sin embargo, creo que se podrían implementar otros controles de tipo biológico sin que necesariamente se deban erradicar los techos de palma.


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niños o con la madre, en la casa de al lado. En esas camas también dormíamos mi compañera de viaje y yo, cada vez que inevitablemente nos cogía la noche en la comunidad, lo cual era bastante frecuente, a pesar de las pataletas de la tímida Milena, que al principio parecía alarmarse ante nuestra presencia, tal vez porque creía que íbamos a seguir acaparando toda la atención de su mamá. Con el tiempo, esa misma muchachita llorona, de ojos manchados porque, según su abuela, Susana se había pintado de huito cuando la estaba gestando, se arrastraba gateando hasta la puerta de la casa cuando nos oía llegar por el freno de las bicicletas, y se carcajeaba con las piruetas que mi compañera le hacía dar sobre la cama. La casa de al lado, la de doña Mariana, la abuela, era de un solo ambiente donde estaba ubicada una cama, tres hamacas permanentemente y otras dos que se descolgaban de las vigas del techo cuando había mucha gente o cuando llegaban las visitas, pues para doña Mariana su vieja hamaca de chambira, tejida hacía tiempos por ella misma, era sólo de ella y, de vez en cuando, de su nieta menor, cuando ya no se la pasaba pegada del pecho de la madre. En este cuarto también permanecían algunos juguetes de los niños, entre los cuales en una época estuvieron los cinco perritos de “la chiqui”, la perra de la casa, esos pobres cachorros que la temible “madona” fue matando de la emoción, tirándolos con fuerza fuera de la casa o asfixiándolos entre sus bracitos y su pecho, cuando los adultos se descuidaban. Finalmente no dejó sino uno, el que le regalaron a su prima Marcela antes de que siguiera el destino de los demás cachorros, y que se llevó contenta, el mismo día que su abuela preparó guisado Fotografía 38. Susana rallando huito de costillas de un tamandúa cazado por los hombres de la casa, y le puso una de las grandes uñas, ensartada en una chambira, alrededor del cuello. El inesperado regalo de la mascota le confirmaría a ella la buena suerte que su abuela le auguró al ponerle la garra en el pecho, según dijo con cara de sorpresa, salvando el animalito de las manos de su primita. En la parte de atrás de la casa de doña Mariana, en una esquina que daba hacia el fogón, había una estrecha puerta que comunicaba con un pequeño almacén, con fósforos, algunos frascos y envases de totumos con sal, harina de trigo, azúcar, panela y algunas hierbas aromáticas secas, entre otros cacharros varios, que no debían quedar desprotegidos, pero que tampoco era propicio mantener en la habitación, junto a las camas. El patio, donde estaba el fogón, era


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verdaderamente un área comunitaria, en donde estaba ubicado un tanque grande para recoger agua, al lado del cual se lavaba la ropa, los platos y las ollas, y también el cuerpo, dos o tres veces al día, a la vista de todos los de la casa y las casas vecinas. Las otras tres casas de la hilera eran de la familia de doña Carmen, una de las tías de Susana, quien además de tejer y vender mochilas y hamacas en fibras de chambira, cocina unos deliciosos pinchos de pollo, pescado frito o ahumado, calabreças y pasteles, los que vende con yuca cocida, plátano asado, fariña o farofa, casi todas las noches, en el quiosco que está al lado de la cancha. Susana llama “tías” a muchas de las mujeres de la comunidad, las de la generación de su madre, lo que hacía indispensable preguntarle cada vez que presentaba a alguna, si se trataba o no de la hermana de doña Mariana. Ese espacio comunal del patio trasero, donde están ubicados los fogones y el tanque de agua, y que no tiene ninguna división notoria entre las diferentes casas, sirve además para cultivar algunos de los alimentos que componen la dieta cotidiana. En el patio de Susana hay un arbusto joven de marañones, un árbol grande de guamas, otro de guayabas, un limonero, una platanera, varias yerbas medicinales sembradas en latas y recipientes plásticos, dos variedades de ají: “choconaré” y “buré”, un matorral de limoncillo, cilantro cimarrón (chicoria) y otras plantas más. Por ahí andan el gato, la perra, una pato manchado y una gallina con sus polluelos, que se esconden bajo la casa cuando la pequeña pero temible “madona” sale a perseguirlos con su “caminadito borracho”, ese cuyo reciente aprendizaje le costó un raspón en la cara y otros dos en las rodillas. La mujer encargada de las labores culinarias en la casa es Dalia, “la china”, quien además de tener unas manos prodigiosas para ese oficio, se las ingenia para estar siempre impecable y muy bonita, atrayendo la mirada de varios muchachos que hacen poner celoso a su joven marido, ya sea en los bailes de la maloca o en los partidos de fútbol que tienen lugar frente a la casa. Pero “la china”, ya madre de dos bebés, a pesar de su figura de quinceañera, siempre parece estar de buen humor, aunque esté acalorada, revolviendo el caldo de sábalo dentro de la olla grande, cuando mira y sonríe, y dice que no, que ella no es tan vanidosa; o cuando prepara boruga sudada en salsa de maní, acompañada con tacacho de yuca, cocinando a veces como le dice su madre, pero casi siempre como a ella le parece, inventando platos con lo que haya, con ese toque de “no sé qué” que tiene ella, que hace que unas simples tortillas fritas de plátano con harina de trigo, sepan absolutamente deliciosas. Susana es menos dada a los quehaceres de la casa y la cocina, quizás porque siempre tiene algún asunto que atender, ya sea en el colegio de los niños, donde trabaja como profesora, o hablando con el curaca de asuntos importantes, o dando algún sabio consejo a alguna mujer desconsolada por cuestiones del corazón. Pero eso no impide que se entretenga un poco improvisando los desayunos de los sábados y los domingos, especialmente cuando “la visita” se quedó a dormir y


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a ella le da por preparar grandes cacerolas de huevos revueltos con trozos de carne de pollo, o huevos revueltos con chontaduro y queso, o hasta huevos revueltos con pescado moqueado, acompañados, eso sí, con el pan de trigo blanco y fresco que las invitadas forasteras llevaban incondicionalmente de Leticia y que a todos en la casa les fascinaba, mientras que ellas, las visitantes, se comían a manotadas la fariña de doña Mariana, siempre crujiente y algunas veces caliente, recién traída del tostadero a eso de las 5 o 6 de la tarde, cuando, por azar, coincidía la visita con el aleatorio e inesperado día de sacar la yuca blanda del charco y rallarla para tostar fariña. Cabe mencionar que doña Mariana casi siempre tenía una reserva extra de almidón y masa de yuca entre baldes plásticos, allá en el tostadero o en la casa, lo que facilitaba el proceso de preparación, permitiéndole añadir más almidón o más masa al casabe y la fariña, según la calidad que quisiera darle, aunque también le proporcionaba la posibilidad de descansar de vez en cuando. Estos desayunos de Susana, que si bien pueden parecer bastante extraños y, quizás, poco atractivos para quien aún no los ha probado, son un reflejo a pequeña escala del tipo de mezclas que se dan en muchos otros niveles de la cultura, pues así como se mezclan los alimentos, también se mezclan las formas de pensar y de ver el mundo, las creencias sobre lo espiritual y lo material, la percepción de los asuntos políticos y sociales, locales y nacionales, especialmente en una comunidad que, como la del Km 6, está compuesta por gente de muy diversas procedencias y pertenencias étnicas. Por eso, en un espacio de integración como lo es un baile tradicional indígena, al que ya me referí antes, no sólo se aceptan esos “otros”, elementos exógenos a lo indígena como lo son los mestizos de la academia o los vecinos mismos de la comunidad, sino que también es posible cuestionar y reflexionar sobre la validez de los cambios que poco a poco se van introduciendo, como constaté durante del “baile de las frutas” que se celebró en una maloca de la comunidad, cuando una anciana miraña me contaba su tristeza porque ya los bailes no eran como antes; ella estaba algo indignada porque no le parecía muy apropiado que el curaca hubiera hecho poner lámparas reflectoras en la fiesta, en vez de las tradicionales teas hechas con materiales naturales y decía que ese simple hecho le quitaba prestigio y credibilidad al curaca; luego se puso a contarme lo bonitos que eran los bailes de su comunidad de origen, y lo bien que bailaban, toda la noche, sin descansar y sin que nadie tomara licor, ni se emborrachara como los muchachos que esa noche salían a tomar cachaza detrás de la maloca. Entonces comprendí un poco cómo ese tipo de eventos no sólo sirve para intercambiar productos y afianzar los lazos entre los diferentes grupos y al interior mismo de cada sociedad en particular, desplegando en los bailes y cantos propios una demostración de lo que los une y también de lo que los diferencia, sino que sirven también para reproducir un estilo de vida que se considera correcto y adecuado, un ethos, que se fundamenta en la tradición y en el acatamiento de las normas legadas en los mitos, en los cantos y en la palabra, por parte de los ancestros.


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Pero si volvemos al tema de los eclécticos desayunos de Susana y del disfrute que producen, no sólo al sentido del gusto, sino al espíritu y a la mente, al ser ellos la excusa para compartir los espacios en donde se preparan y se consumen, rodeados por todas esas historias de todos los días, en medio de las risas por las situaciones absurdas que resultan de la convivencia de modos diferentes de ver el mundo y de pensar y actuar en él, puede uno decir también que no vale la pena lamentarse por la pérdida de la tradición, como lo hace la anciana miraña, pues “el daño ya está hecho”, sino que habría que aprovechar, más bien, las condiciones que los mismos procesos globales van configurando para la elaboración de nuevos “proyectos de vida”, como dice el lenguaje más reciente de la institucionalidad, mediante los cuales se puedan presentar estilos alternos al modelo netamente capitalista e industrializado, sin ser completamente reaccionarios. Esto, por lo menos entre la gente de las comunidades indígenas de Leticia, parece darse de manera poco traumática, por así decirlo, y por lo menos les permite mantener aquello de la tradición que sigue siendo útil y que aún tiene significado e importancia para la vida de la gente, aquello que está profundamente ligado en el gusto personal y en las creencias y en la ideología de cada uno y de los colectivos, aunque esto último, precisamente, toca uno de los aspectos que presentan una especie de punto de quiebre al enfrentar “lo nuevo” y lo exógeno, si pensamos en la tradicional distinción entre el ethos comunitario que se le adjudica a las sociedades indígenas y el individualismo que caracteriza las sociedades occidentales. Como decía, una preocupación actual que impulsa varias iniciativas locales es precisamente la de la recuperación de la tradición cultural.

En la chagra: Uno de los momentos que más se disfruta cuando se trabaja y se comparte la vida diaria con los indígenas es cuando por fin le proponen a uno ir a la chagra, ese espacio de monte domesticado, tan cargado de aquellos cuidados y cariños de sus dueños, que puede considerarse una extensión Fotografía 39. Yuca dulce en la chagra de Susana. Leticia, noviembre de 2003 del espacio doméstico y personal; un espacio íntimo en el que las personas indígenas, en especial las mujeres, pasan gran parte de sus vidas, dedicadas a generar y propiciar abundancia, para permitir así la reproducción adecuada y sana de la propia estirpe. En la chagra, ese ámbito especial en el que tienen lugar


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relaciones bastante estrechas entre los seres humanos y los no humanos, no sólo se cultivan las plantas que son alimento y que se cuidan y nutren como si fueran los propios hijos, sino que muchas veces es precisamente allí donde suceden los encuentros amorosos, en los que tiene lugar o no la procreación de los hijos, lo cual sale a colación en las pícaras conversaciones de las mujeres jóvenes, cuando afirman que “para hacer los niños no hay mejor lugar que la chagra”, espacio fértil por excelencia, y además discreto, teniendo en cuenta el número de personas que comúnmente comparten el espacio al interior de las casas y que generalmente impiden la intimidad necesaria para el encuentro conyugal 109. En el espacio de la chagra, donde la relación con las plantas está envuelta en un entramado simbólico con un gran contenido afectivo, pueden tener lugar también algunos procedimientos mágicos para propiciar la fertilidad y para neutralizar las potenciales fuerzas dañinas del monte. A esos procedimientos debe dedicarse doña Mariana en muchos momentos de los que pasa sola en la chagra, como alguna vez lo insinuó su hija al explicar el gusto de la señora por ir siempre sola a su chagra, aunque esta información no me fue del todo abierta. Algo más común, y que se menciona sin mayores reservas, es la idea de que al abrir una chagra, cuando el hombre de la casa tala los árboles y el matorral, debe proteger la futura plantación regando chicha o masato de yuca en el tronco del último árbol cortado, lo que según Susana, corresponde a marcar propiedad sobre el terreno, especialmente frente a los seres del monte, con un signo exclusivamente humano como lo es el masato, que ha pasado por un proceso de preparación prevía que lo diferencia de lo silvestre y que simboliza ante esos seres la intención humana de cultivar ese espacio. Goulard habla de la misma práctica pero dice, además, que los chamanes ticuna realizaban otro tipo de encantamientos en las chagras para favorecer “el buen desarrollo de los cultivos, protegiéndolos de los depredadores” (1994:352). La chagra de Susana está ubicada a unos 20 minutos de camino desde su casa, o a menos tiempo, si se toma el atajo que pasa por los terrenos llanos de una compañía gringa no identificada, relacionada con antenas satelitales; los “vecinos misteriosos” de la comunidad. Se pasa luego por otras casas ticuna, cerca de un charco en el que alguna vez cogimos dos frutos grandes de copuazú. Después hay una trocha estrecha entre monte secundario y terciario, que va un poco inclinada hacia arriba, mientras la vegetación baja se vuelve menos densa, y aparecen, en cambio, algunos árboles altos que tapan la luz, aunque no tanto como cuando uno se interna realmente en el bosque primario. Cuando se termina de subir la pendiente van apareciendo algunos claros más amplios, de nuevo con matorrales y pastos, y varios retoños de piña, regados por ahí, al lado del camino, algunos de los cuales ya son matas grandes con frutas maduras 109

De esto también hablaba Cardona (1997: 59) al referirse al caso de los yukuna, quienes “ante la imposibilidad circunstancial de asumir la intimidad en el espacio maloquero, las parejas yukunas optan por ejercer sus momentos de privacidad en lugares que quedan a una distancia considerable de la casa […] Los paseos de intimidad se suelen armonizar con visitas a la chagra, con la recolección de frutos y con pequeños recorridos por el río que permiten un refrescante baño y hasta una improvisada pesca conjunta.”


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incluso, escondidas entre otras matas y el pastizal. Entonces el paisaje empieza a mostrar los signos de un ordenamiento y una disposición especial de las plantas, lo que indica que estamos entre varias chagras; pasamos por un par de casas, mucho más rústicas y pequeñas que las del poblado, rodeadas de algunos cultivos de yuca brava y dulce, plátanos dispersos entre la vegetación, así como otros ordenados en hileras, un par de palmas de chontaduro y milpeso, y algunos arbustos medianos y grandes que en ese momento no pude identificar. Luego llegamos a un conjunto de árboles altos parecidos al yarumo, pero con un diseño más barroco en el borde de sus hojas; son las uvas caimaronas (de ahí su nombre científico, Pouroma cecropiaefolia), al frente de las cuales Susana se detiene y coge una vara larga de bambú con una horquilla amarrada a la punta, la que le sirve para bajar ágilmente tres racimos grandes de la jugosa fruta, los que dejamos escondidos entre el matorral para cogerlos de regreso a casa. Seguimos caminando unos minutos, entre cultivos ordenados y monte, y llegamos finalmente a su chagra, o más bien, a una de las chagras que también son de su familia, y que, a falta de los esposos, han sido abiertas por las manos de los hermanos, en diferentes épocas, y cultivadas por ellas a través de los años. Tradicionalmente existe una asignación de las tareas de la chagra de acuerdo al género, en la que a los hombres les corresponde el trabajo más pesado de tumbar los árboles grandes, después de que las mujeres han desbrozado; de igual manera se supone que debe haber una asignación de los diferentes cultivos y de sus Fotografía 40. Camino a las chagras del km 6. cuidados, según el género al que éstos están asociados. Goulard señala que ésta asignación diferencial tiene que ver con una distinción entre plantas aéreas, a cargo de los hombres, y plantas subterráneas, a cargo de las mujeres (1994: 353). Pero en el caso actual de los indígenas del Km 6, o por lo menos en la familia con la que pude pasar más tiempo, mujeres solas, con hijos y hermanos solteros, ellas mismas parecen haber asumido muchas de las labores correspondientes a ellos, mientras que, por su parte, los dos varones de la casa trabajan en un negocio reciente y mucho más rentable económicamente como lo es el cultivo de flores exóticas, “aves del paraíso” y otras heliconias, lo que no impide que ayuden a su madre y sus hermanas a abrir el monte para las nuevas chagras, que salgan a cazar de vez en cuando, y que cosechen y carguen racimos de plátano, cocos y otras cosas relativamente pesadas, que a doña Mariana ya le es difícil cargar sola, aunque uno la vea toda menudita pero


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con una fuerza tenaz, con su panero lleno de yucas inmensas entre los caminos del matorral que conducen al tostadero. A un lado de la chagra, en la antesala del bosque, Susana me muestra el gigante castaño, cargado de cocos aún sin madurar, y el caimo, mucho más bajito, que sí tiene algunos frutos maduros, de los que recogemos algunos para llevar repartidos entre el panero de ella y las mochilas grandes de los demás. Busco señales de un ordenamiento específico del espacio, entre tantos árboles y plantas que para mí, en ese momento, tienen la misma apariencia de las plantas del monte. En el centro de ese espacio casi indiferenciado está la yuca, brava y dulce, y a un lado de ella, también hay otros arbusticos de bajo y mediano porte que Susana señala como maní y ñame, respectivamente. Al fondo hay varias hileras de maíz seco y unas matas de fríjol y de ahuyama, enredadas en estacas, en torno al espacio del maíz; también hay un papayo mediano con frutos verdes que sirven para ensalada. Hay un árbol de guayaba en la zona despejada que está entre la yuca y el maíz, y entre el matorral que rodea la chagra alcanzo a distinguir varias plantas de algodón, un árbol de guamas grandes, una hilera de yarumos y varios plátanos. También hay achiote y ají en un rinconcito al lado del maíz. Por todos lados retoñan las matas de piña, las que Susana recoge del camino y pasa para los lados, abriéndoles prevíamente un espacio entre la hierba, sin poner en ello demasiado cuidado; a veces simplemente las tira, como limpiando el sendero. Susana se enorgullece diciendo que ellos -es decir, su familia y por extensión, los miembros ticuna de su comunidad- todavía dejan descansar la tierra por no menos de 6 u 8 años, lo que no es tarea fácil, si se tiene en cuenta todo el trabajo que requiere la apertura del monte, la tala de las plantas inservibles y la posterior quema, y más aún, lo lejos que hay que caminar, cada vez más, para encontrar terrenos nuevos y adecuados para cultivar, lo que implica que éstos deban ser lo suficientemente buenos como para justificar las largas caminatas, hasta de más de hora y media, para llegar a ellos. Dentro de los criterios de escogencia del terreno que alcancé a indagar durante mi corta estadía, estaban principalmente el color y la textura del sustrato, “no muy arcilloso, ni muy arenoso”, lo que a su vez era determinado por una escogencia prevía de terrenos con buen drenaje, cercanos a la casa y en los que creciera preferiblemente cierto tipo específico de plantas. Antes de emprender el camino a casa, Susana señala hacia arriba, adonde está el árbol de huito, no tan alto como el castaño, pero sí lo suficiente como para necesitar de nuevo la vara larga que dejamos atrás junto a las caimaronas. Hay una palma espinosa con un racimo de chontaduros maduros, pero ya no hay quien los cargue, pues además de los caimos, las uvas y un racimo mediano de plátanos, hay que llevar yuca dulce y piñas a la casa, por encargo de la mamá. Ella también había ido esa mañana por yuca, pero yuca de la amarga, la que dejó pudriendo en el charco para preparar fariña unos días después. Doña María siempre mantiene alguna cantidad de yuca en el charco, renovándola casi a diario, cada vez que tuesta fariña, un proceso cíclico y permanente. Habiendo desyerbado un poco el terreno, Susana pela una piña madura con el


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machete y la reparte entre todos, como tantas otras veces en las que las caimaronas y la piña van directo a la boca, recién arrancadas de las plantas; cabe mencionar que las piñas de la región tienen “forma de botella”, bastante alargadas, y su sabor y textura resultan incomparables con los de las piñas que comúnmente se consiguen en las ciudades del resto del país, pues son muy blandas, dulces y jugosas. Entonces volvemos a casa por el camino largo que pasa por la quebrada, donde ella y los niños se bañan, con todo y ropa, en una pequeña represa atravesada por un tronco que normalmente hace de puente, pero que esta vez quedó sumergido bajo las aguas. Ese es el mismo charco donde dejan podrir la yuca, amarradita del tronco, para que no se hunda; de allí también suelen sacar peces pequeños, de los que sirven para hacer el tucupí, esa salsa picante y espesa, Fotografía 41. Susana se baña de regreso a casa. hecha con el jugo venenoso de la yuca brava, puesto a cocinar durante mucho rato con ají, hasta que reduce y se pone oscura, añadiendo, entonces los pescaditos pequeños o, algunas veces, hormigas que se sacan de sus nidos en el monte 110.

En el tostadero: En el camino largo de regreso a la comunidad, entre la chagra y la casa, pero más cerca de la última, está el tostadero, una casita sin paredes cuyo techo cubre un fogón grande y algunos utensilios como ollas, baldes, una especie de batea o pilón grande, hecha del tronco de un árbol, con su correspondiente “mortero”, un rallador, espátulas y cucharas de madera, recipientes de totumo, entre otros. Allí, varias tardes, al regresar de la chagra o del río Yahuarcaca, nos encontrábamos a doña Mariana, la mamá de Susana, tostando fariña, tapioca y casabe. Y podría decirse que sólo allí, en el tostadero, acurrucada frente al budare de barro negro, puesto al calor sobre un fuego lento pero constante y escasamente levantado del suelo, esta mujer, por lo general callada y seria, parecía sentirse verdaderamente cómoda con la compañía de personas forasteras, removiendo con sus dedos el almidón de un balde plástico en el que el agua ya se había evaporado, y arrojándolo al tiesto, con pequeñas manotadas aligeradas, que luego revolvía con movimientos rápidos para preparar tapioca, mientras hablaba de una y otra cosa, de las

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El tucupí se consume tanto entre los ticuna como entre los uitoto. También se conoce entre los mestizos locales como ají negro y catara (Rosas, 2002: 114) y, en otras regiones, como casaramán (Bríñez, 2002:100). Todo parece indicar que se trata de una preparación originalmente uitoto, adoptada más tarde por otras etnias, aunque el nombre de tucupí indica un origen del tupíguaraní brasileño. Entre los yucuna se conoce también un tucupí blanco, como afirma Cardona (1997), que se consume con camarones de río. Aunque en Leticia se le suele llamar tucupí a ambas preparaciones, parece más adecuado llamar tucupí al caldo


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ocurrencias de los niños cuando llegaron de la escuela y hasta de las historias que su abuela le contaba cuando era niña. Entonces, las partículas de almidón, al calentarse, se agrupaban, formando un montón de granos crujientes, pequeños y blancos, conocidos como tapioca, de un uso similar al de la fariña, como acompañante de guisos y caldos. Sí, a doña Mariana le gustaba más cocinar en el suelo, en cuclillas, medio sentada sobre sus talones, o sobre una butaquita baja de las que había en el tostadero, y no parada frente al fogón alto de afuera de su casa; tal vez por eso ella ya no cocinaba muy frecuentemente, sino que relegó esa tarea a su hija menor, quien la asumió desde que estuvo lo suficientemente alta para maniobrar bien en el fogón alto de la casa. El cuerpecito grácil y pequeño de doña Mariana parecía estar hecho perfectamente para ese tipo de posiciones del tostadero, las mismas que se le veían de vez en cuando en el suelo de la casa, jugando a morderles la barriga a los niños más pequeños. Esas posiciones me sorprendían, tal vez porque a mí me parecía muy difícil mantener un punto de equilibrio cuando intentaba imitarlas, como me sorprendía también el uso de algunas partes del cuerpo que los occidentales no utilizamos frecuentemente, como los dedos de los pies, entre los cuales las mujeres sostienen las fibras de chambira para torcerlas más fácilmente y ayudarse en la elaboración de los tejidos. En el tostadero también vi a doña Mariana preparando tortas de casabe, delgadas y blancas, de unos 40 cm. de diámetro, hechas con la yuca rallada y exprimida en el tipití, prevíamente madurada en el río por unos 5 o más días; como por arte de magia, esa mezcla de harina suelta y húmeda con un poco del almidón del balde de reserva, era puesta sobre el budare caliente y aplanada con la mano y con una espátula de madera, de modo que se fuera compactando poco a poco con el fuego, para quedar como un inmenso “pancake”, mientras ella le pulía los bordes, hasta que estaba lo suficientemente compacto para darle la vuelta. Era un proceso casi mágico en el que todas las partículas sueltas de la yuca, se adherían unas con otras sobre la inmensa superficie del tiesto negro, hasta tostarse. Entonces venían las risas de todos los presentes por el alboroto que hacía yo o mi compañera de la universidad, cada vez que no podíamos voltear la torta sin que se rompiera, lo que fue mejorando con la práctica y la paciencia de la señora y de sus hijas. Cada torta de casabe se ponía luego a enfriar, sobre alguna superficie limpia, antes de doblarla, con el fin de poderla guardar en los canastos, encima de las frutas traídas de la chagra, o entre las mochilas de chambira, separadas con hojas de plátano; entones se llevaba a la casa, donde se conservaba por unos días entre un canasto de tejido apretado y con tapa, protegido de los animales. Doña Mariana decía que el casabe nunca se guarda entre plástico, mucho menos si está caliente, pues así se humedece y pierde su crujiente tostado. Una de las mayores distracciones de los niños y los visitantes en el tostadero consistía en sacar un poco del almidón húmedo del balde y hacer bolitas con él, para ponerlas sobre las brasas hasta que se quemaran

de mandioca cocinado con ají, pero aún líquido, y casaramán a ese mismo caldo puesto a cocinar durante más horas, hasta que espesa y adquiere una consistencia muy parecida a la mermelada.


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por fuera; muchas explotaban causando susto y las risas de todos, entonces se les quitaba el recubrimiento negro y se comía la masa chicluda y suave, sin esperar a que se enfriara. Pero la preparación más frecuente de doña Mariana en el tostadero era la fariña amarilla, preparada con la yuca brava que también era dejada en el charco durante varios días, según el tamaño; luego la pelaba, la desmenuzaba -a veces era tan blanda que no hacía falta rallarla- y la exprimía en el tipití o sebucán, sin sacarle el almidón, tirándola después sobre el tiesto caliente, sin dejar de revolver hasta que estuviera tostada, después de varias horas. También se puede preparar fariña blanca con la yuca sin “madurar”, pero a la gente ticuna no le gusta mucho. En otras preparaciones se separa por completo el afrecho del almidón, exprimiendo y enjuagando varias veces la masa con un poco de agua, después de lo cual, el almidón de decanta y se solidifica dentro de un recipiente plástico; el líquido sobrante que se extrae de allí es venenoso, pero sometido a cocción es comestible como tucupí (ají negro), como casaramán (ají negro muy espeso), o como la “manicuera” de los uitoto, una especie de “suero” translúcido, mucho más ligero que la cahuana y el masato. El masato de yuca de los ticuna se prepara poniendo a cocinar el almidón y el jugo hasta que se pone muy espeso, añadiéndole o no el jugo o la masa de diferentes frutas; es el equivalente de la cahuana de los uitoto, muy diferentes del payabarú, que se deja fermentar. En el caso del casabe y la fariña, gran parte del cianuro de la mandioca se elimina básicamente con el calor de la cocción al tostar, más que durante el exprimido y escurrido de la masa, el cual no es suficiente. En la casa de Susana preparaban también un caldo de pescado espeso con la masa de la mandioca rallada, sin madurar.

En el monte: Varias veces tuve la fortuna de dar largas caminatas por el monte - no podrían llamarse precisamente paseos- en compañía de Susana y su gente, y lo que más me sorprendía era la fortaleza física de todos, incluyendo los niños más grandecitos de la familia, que corrían por el sendero y se adelantaban al grupo para gritar desde lo lejos por dónde iba el camino. Cuando se va por el monte, por lo menos con los ticuna, se va de afán, sin detenerse demasiado, caminando a un ritmo constante, siempre en fila india, tratando de pisar donde pisó el que va delante de uno y evitando ayudarse tocando desprevenidamente ramas o troncos, con el fin de evitar la picadura de hormigas y avispas que pueden ser peligrosas. Pareciera que para los indígenas la selva es sólo un lugar de paso, lleno de peligros potenciales que hay que evadir caminando rápido y tratando de no perturbar en absoluto el orden que impera en ella. Contrario a lo que uno podría pensar, en plena selva no es posible ver ni escuchar casi ningún animal, a excepción de los insectos; su presencia sólo es posible de constatar mediante las huellas dejadas por ellos, como pisadas en el barro o ramas y frutos mordidos y regados por ahí, así como por ciertos olores. Lo demás es un montón de árboles altos cuyo follaje tapa los rayos del sol y permite que sólo se filtre una luz tenue que cae difuminándose sobre troncos, palmas, arbustos, lianas y


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hojarasca, en un paisaje húmedo y monótono, marcado sólo por el escasamente visible sendero antropogénico que lo atraviesa y la existencia de algunos claros, así como troncos caídos, charcos, barrizales y riachuelos, que se convierten, para el que no conoce, en los únicos puntos de referencia. Esa ausencia de animales es considerada normal entre los indígenas, o por lo menos entre las mujeres ticuna, quienes encuentran sospechosa la aparición de alguno de ellos ante la presencia humana, o más aún, una prueba innegable de sus “malas intenciones” hacia las personas, como sucedió una tarde cuando dieron muerte a una serpiente que se cruzó en nuestro camino al regresar del Yahuarcaca. Según Susana, los animales del monte deben esconderse cuando los humanos caminan por sus senderos, o de lo contrario sólo buscan hacerles daño y por eso “es mejor matarlos”, ante cualquier sospecha. Sin embargo, aunque sólo sea un lugar de paso, el monte y los diferentes ambientes que lo componen son una fuente importante de aprovisionamiento de alimentos y otros elementos útiles para la vida indígena. De allí provienen productos silvestres de un alto valor cultural y nutricional como las castañas (Bertholletia excelsa) y los frutos de muchas palmas, así como el mojojoy (Rhina palmarum), que se cultiva en el tronco de varios tipos de palma, tumbándolas y perforándolas para que los coleópteros depositen allí sus huevos, de manera que a las cuatro o cinco semanas ya habrá varias larvas de buen tamaño, listas para recoger y consumir, ya sea crudas, ahumadas o sofritas en farofa. Algunas personas mestizas pueden experimentar una fuerte reacción alérgica al mojojoy, por lo que su consumo puede llegar a producirles un shock anafiláctico con posibles graves consecuencias, así como hay muchos otros alérgicos a las hormigas santandereanas o a ciertos tipos de mariscos, pero creo que, en términos generales, podría decirse que el consumo de esos animalitos es responsable de causar más alegrías que alergias entre quienes los consumen. Esta práctica amazónica aborigen de la entomofagia, que también incluye varios tipos de hormigas (Atta spp. y otras) que se comen como una especie de condimento, ya sea en el tucupí o como parte de la mezcla con la que se rellenan y aderezan los pescados, antes de cocinarlos, provee una buena cantidad y calidad de proteínas y otros nutrientes a la dieta, pero se enfrenta con el fuerte rechazo de la sociedad mestiza, la que, a su vez, tiene una gran influencia sobre aquellos individuos indígenas que están en una mayor situación de contacto, ya sea por su vecindad con los blancos o por sus vinculos laborales, escolares y comerciales; ésto hace que, por ejemplo, una señora uitoto que vive en Leticia se Fotografía 42. Mojojoyes vivos en aserrín de palma.


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apene de su gusto por el mojojoy, como pude notar en una conversación sobre el tema, cuando ella inicialmente me lo negó, pero sus dos hijos, de 10 y 12 años, quienes definitivamente ya no consumen ese tipo de alimentos, la “delataron” en tono burlón, provocando en ella un visible estado de vergüenza, que sólo vino a remediarse un poco cuando le conté que a mí también me gusta mucho el mojojoy. Son situaciones que suponen una dificultad para aquel investigador interesado por la comida y los hábitos de consumo cotidianos y locales, puesto que muchas veces la sola presencia de éste a la hora de comer hace que se omitan precisamente esos alimentos cotidianos y se postergue su consumo, reemplazándolos por aquellos que se supone le gustan al forastero o invitado, bien sea por complacerlo, atendiéndolo con lo que éste come, o por ocultar esas costumbres indígenas que podrían percibirse ahora como “salvajes” y “atrasadas”, según lo que históricamente les ha llegado de la percepción etnocéntrica que esos otros, es decir, nosotros, nos hemos hecho sobre ellos. Por supuesto, esto no es la regla, existen indígenas que han tenido suficiente contacto con la sociedad mestiza como para conocerla más a fondo y darse cuenta del valor que tiene la cultura indígena y todos sus usos y costumbres, pero tampoco se trata de un caso aislado y excepcional, pues en muchas otras situaciones cotidianas es posible sentir en los indígenas un cierto rechazo a su mundo, mientras que el estilo de vida occidental parece generar en ellos una atracción singular que llama la atención, tal como lo hacen los anuncios de neón que iluminan la noche en las ciudades y que invitan al gasto y al consumo.

Noticias sobre la cada vez más escasa carne de monte: De regreso en el monte, en los salados o colpas, una especie de manantiales que, por lo general, tienen apariencia de barrizales y adonde los animales acuden para hidratarse y reponer sales minerales, los ya escasos cazadores aún capturan dantas (Tapirus terrestris) y cerdos de monte (Tayassu tajacu y T. pecarí), ahora con escopetas, los cuales muchas veces son despresados y ahumados in situ para evitar su descomposición en el traslado a casa. Según Goulard la danta es el animal de caza más apreciado entre los ticuna, pues “forma parte de ciertos rituales y constituye una figura esencial de la mitología”, siendo éste la cabeza de una escala jerárquica, seguida en orden decreciente por los cerdos de monte, los venados, los monos y las aves (1994:357). El oso hormiguero grande (Myrmecophaga tridactyla), o su primo más pequeño, el tamandúa (Tamandúa tetradactyla), son otras presas que aún se consiguen y se consumen con cierta regularidad, como lo comprobé en una comunidad tan mixta como lo es San José, Km 6, así como las guaras (Dasyprocta fuliginosa), los coatíes (Nasua nasua) y los borugos (Agoutí paca), los que se cazan con trampas y que parecen tener aún muy buen aprecio como fuente de proteína animal, siendo estos últimos animales los que más se cazan actualmente entre los ticuna y uitoto de la carretera.


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Todo lo contrario sucede con los monos y micos111, que en otras épocas hacían parte de la dieta cotidiana de varios grupos, pero ahora “no se consiguen”. La razón es que éstas especies han sido sobreexplotadas por la caza mestiza, para sostener como alimento a pequeños y grandes grupos de caucheros, garimpeiros y madereros, o para el comercio ilegal nacional e internacional, donde se utilizan como mascotas, lo que requiere básicamente matar a las madres para quitarles las crías, con graves consecuencias sobre la reproducción de la especie; o lo que es mucho peor, porque desde la segunda mitad del siglo XX, los monos y otros animales pequeños de la selva fueron usados como carnada por los comerciantes de pieles para cazar tigres y tigrillos, todo lo cual tuvo una gran repercusión sobre éstas poblaciones, así como las de venados, cerrillos, perros de agua, nutrias, tortugas, caimanes, tigres, etc., y aún hoy sigue sucediendo, pese a las presiones de los organismos internacionales conservacionistas, que desde finales de los 70’s han logrado reducir un poco la brutal magnitud que alguna vez alcanzó el tráfico de pieles. De cualquier modo, aunque la presión de la caza sobre estos animales hubiera cedido, permitiendo -hipotéticamente- que su población logre recuperarse demográficamente, también es muy probable que la influencia de la cultura mestiza en los hábitos alimenticios indígenas haya generado un rechazo a este tipo de comida, los primates, que por ser tan similares a los humanos, generan la repulsión de los no indígenas. Mora (1985:30) comentaba que los monos que se comercializaban en el puerto de Leticia en la época de los 70’s, llegaban principalmente de Perú y eran consumidos sólo por “colonos y la gente pobre de Leticia”. Y en la actualidad, auque no sepan explicar muy bien las razones de la ausencia de monos en la dieta, varios indígenas yagua con los que hablé en la libertad y en Leticia, así como algunos ticuna del Km 6, reconocen que la carne de mono es “muy sabrosa”, aunque ya no la coman tanto. Una niña ticuna que vive en el Km 6, me contó que sus hermanos habían cazado un armadillo (Dasypus novemcinctus o Priodontes giganteus) hacía unos días, introduciendo humo por la madriguera que estaba a unos 10 minutos, cerca de su chagra, pero que “tenía muy poquita carne”; al mercado indígena de Leticia también llega ocasionalmente la carne de armadillo, como lo registró Rosas (2002:113) en una sola oportunidad para el mes de mayo. En cuanto a los perezosos (Choloepus spp. y Bradypus spp.) y los chigüiros, capibaras o ronsocos (Hydrochaeris hydrochaeris), hay un rechazo marcado entre estos mismos ticuna, a quienes su carne les parece desagradable, aunque entre otros grupos se considera buena para comer. Por el lado de las aves, son muy apreciados los patos silvestres, de los que también se recogen sus huevos para vender en Leticia, asegurando que son afrodisíacos y fortificantes, mientras que algunos patitos se capturan pequeños para criarlos en los patios de las casas, particularmente cuando se dispone de fuentes cercanas de agua; en el Km.6 una señora me comentó que su esposo cazaba de vez en cuando paujiles (Crax mitu) y otras aves silvestres, que también han ido desapareciendo progresivamente. 111

Monos aulladores (Alouatta spp.), monos araña (Ateles spp.), titíes (Callithrix spp.), micos voladores (Pithesia spp. y Chiropotes

spp.), entre otros.


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De cualquier manera, los alimentos que provienen del monte, y en particular, los animales de caza y las plantas de las que se obtienen las sustancias psicotrópicas y de uso ritual, guardan una connotación especial de aquello que no es apto para el consumo humano, sin pasar primero por un cierto proceso de “curación”, purificación o decantación energética o espiritual, que en algunos casos se relaciona con prescripciones especiales dentro de un código de categorías térmicas, según las cuales hay que “enfriar” las sustancias antes de consumirlas. Esos procesos incluyen rezos y soplos que deben ser, idealmente, oficiados por los chamanes o por los mismos cazadores, en el caso de las presas de caza, antes de llevarlas a sus mujeres para que ellas se encarguen de la preparación culinaria112. Cabe anotar que dentro de casi toda la cosmología indígena de la Amazonía, la mujer es considerada “caliente” y se asocia a una naturaleza salvaje, desordenada y caótica, cercana Fotografía 43. Vegetación a contraluz y propensa a ese caos primigenio y lleno de potencialidad amorfa, cuyas fuerzas aún no han sido encaminadas hacia ninguna dirección o forma concreta; las restricciones que le son impuestas a lo largo de sus diferentes etapas vitales, y en especial, las que tienen relación con su ciclo menstrual, el embarazo y el alumbramiento -como la reclusión de las niñas ticuna en lugares alejados, cuando les llega la menarquia, período de preparación para “la pelazón”, su ritual de paso a mujeres (Ver Goulard, 1994 y Camacho, 1993)- así como todo el tabú que gira en torno a la sangre menstrual como elemento contaminante, tanto en la Amazonía como en muchos otros pueblos del mundo, se dan debido a que la mujer socialmente “es sacralizada por ser portadora cotidiana de un poder que es incontrolable por fuera de los límites de la norma y de la cultura” (Cardona, 1997:64); mientras que el hombre, “frío” e infértil, por su incapacidad fisiológica de procrear, es quien se encarga de dar forma a esas fuerzas informes, definiendo los 112

Aunque la brevedad de mi estadía en campo no me permitió profundizar en este tema para el caso de los ticuna, los yagua y los uitoto, quienes me fueron más cercanos, es posible traer a colación una diferenciación entre “alimento” y “comida” que Cardona encontró en su estudio sobre los tabúes alimenticios del ciclo vital entre los yukunas: “sus prohibiciones alimentarias otorgan un sentido simbólico de diferenciación que permite contrastar entre lo que se considera alimento y comida; pues, mientras el alimento es entendido como lo que se puede consumir sin restricción alguna, dado que comprende un aspecto universal que inmiscuye a todos los integrantes de un grupo, la comida se torna en algo significativo y familiar que encuentra un referente de cualificación en lo sagrado y que reporta un sentido de especificidad ritual al hacer parte del menú que es susceptible de ser curado” (Cardona,1997:63). Entre esos elementos susceptibles de curación, menciona al mojojoy, al camarón, a los peces de cuero, a algunas aves, a los animales de caza como puerco, guara, danta y cerrillo, a la sal de monte, a la manicuera, al tucupí blanco, al ají y a un par de frutas: caimo y pechirí (pp.66). No obstante, esa diferenciación podría ser confusa puesto que para nuestra cultura precisamente la comida es todo aquello susceptible de ingerirse pero no necesariamente es nutritivo o alimenta, y esto último, para las cosmologías indígenas, tiene un sentido tanto material o biológico como trascendental y espiritual, com o se nota, por ejemplo, en conversaciones sobre el tabaco y la coca, como veremos luego.


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límites y trazando los bordes, mediante el uso de la palabra, la norma y la restricción que supone la cultura como ordenadora del caos113. También por esto, entre los ticuna, las mujeres mestruantes, así como las que recientemente han dado a luz, no pueden preparar masato y, en términos generales, les está prohibido manipular la yuca, como cualquier instrumento de cocina, con el fin de impedir la contaminación energética a los miembros de su familia y al grupo entero. Así mismo, esos procedimientos mágicos que se aplican a los alimentos del monte pretenden aplacar los efectos nocivos que pueda tener la sustracción del bosque de alguno de sus seres, animales o vegetales, los cuales pertenecen a los espíritus de la selva y se toman como un préstamo, que debe ser pagado. Entre los ticuna, según Goulard (1994:421) algunas especies vegetales y animales “poseen un natü (“padre” o “madre”), más o menos fuerte, con quien es necesario mantener buenas relaciones” y “en el curso de los rituales conviene alimentarlos con masato de yuca”. Esto, en términos generales, parece ser común a muchas sociedades amazónicas, como lo afirma Århem para los macuna, a quienes se refiere en términos de una “sociedad cósmica [en la que] los hombres y los animales están ligados por un pacto de reciprocidad. Los animales son tratados como afines naturales. La relación entre el cazador humano y su presa animal es, por tanto, concebida y simbólicamente expresada en términos de intercambio […] Los hombres abastecen a los dueños de los animales con alimento espiritual -coca, tabaco e incienso de cera de abejas-, mientras que los espíritus-dueños destinan animales de caza y pesca para los hombres […] Mediante el chamanismo -la curación- de comida, los hombres makuna convierten las sustancias potencialmente nocivas de la naturaleza en comida […] una contraparte masculina al proceso femenino de cocinar” (2001:275-278).

Susana me relató una serie de prácticas similares, como rezos, soplos y ofrendas, que se realizaban en el monte y en la chagra hace algunos años, pero de las que, según ella, ya no queda mayor cosa en su comunidad, en parte porque ya no se caza tanto como antes y también por la pérdida de muchas creencias acerca de lo sobrenatural, más ahora, con la fuerte introducción de la iglesia adventista y otros movimientos mesiánicos y evangélicos, cuyo mensaje y adoctrinamiento parecen calar más entre la gente indígena que los de la misma iglesia católica tradicional. No obstante, los alimentos del monte son apreciados como una parte imprescindible de la alimentación y son considerados como una comida sana y “buena para la 113

De ahí, tal vez, que los chamanes típicamente sean hombres, puesto que la mujer estaría en una situación desventajosa -o quizás aventajada- frente a las fuerzas de lo sobrenatural por no contar con esa capacidad para ponerles límites o frenos, o por carecer de la frialdad necesaria para enfrentarlas; otras tesis afirman que la mayoría de las sociedades no permitieron el ejercicio femenino del chamanismo u otros cargos místicos o religiosos, para poder mantener el poder y el control ante esa naturaleza l oca y descarriada, probablemente incontrolable, de lo femenino, lo que produjo su aislamiento de ámbitos sagrados como el mambeadero, en el contexto indígena, ya que ella tiene la “capacidad de portar y sustentar el único elemento que, de manera radical, podría dañar y contaminar lo que reviste de cierta sacralidad: la menstruación” (Cardona, op.cit.). Por otro lado, tanto algunas mujeres ticuna de Leticia como una pareja de ingas del Perú, que viven en el Km.6 y hacen rituales de yagé, relaciona n estos tabúes con la noción de que la mujer está “abierta” a lo sobrenatural desde que comienza a menstruar, lo que explicaría la prohibición generalizada de que la mujer menstruante tome yagé, pues en ese momento el trance se podría salir de cualquier control por parte del oficiante. Esto concuerda con la misma explicación que dan de esa restricción los taitas kamsá del Putumayo, cuando hacen sus tomas en las ciudades capitales de Colombia.


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salud”, generadora de bienestar, a diferencia de los animales criados en las casas, los que a muchos indígenas les sirven sólo para vender a los mestizos o como una reserva, para comer carne en aquellas ocasiones especiales cuando la del monte, definitivamente, no se consigue. Entre ciertos sectores de la población mestiza de Leticia también se aprecia bastante la carne de monte, a la que, además de reconocerle cierto grado de “pureza”, por estar exenta de hormonas y alimentos concentrados de los que se suministran a los animales de granja, lo que parece derivarse de las más recientes modas por la alimentación “natural”, orgánica y libre de químicos, se le atribuyen también propiedades fortificantes y estimulantes de la potencia sexual, como lo afirman quienes la consumen en los puestos de la plaza, casi siempre hombres que realizan trabajos pesados en el puerto, en las plazas, o en las fincas de los colonos; cabe anotar que la primera respuesta es más común en las mujeres, mientras que los hombres se inclinan por ésta última al hablar de los beneficios de la carne de monte. Por su parte, a los huevos de cucha, que se recogen de unos grandes huecos que quedan en los barrancos cuando los ríos bajan -actividad arriesgada, pues quien la hace se expone a la mordedura de serpientes o a los corrientazos de los “temblones” o anguilas eléctricas (Electrophorus electricus) que suelen habitar en esos nichos, según cuentan- se les atribuye la estimulación del deseo sexual femenino, así como un aumento de la fertilidad, pues tan solo al comerlos las mujeres pueden “quedar embarazadas”, como afirman algunos en tono jocoso. Éstos huevos, que frescos no son más que una sustancia espumosa, gelatinosa y amorfa, se preparan revueltos en tortillas, las que al cocinarse adquieren una consistencia dura y extrañamente agujereada, similar a la del queso campesino; en ocasiones, estas tortillas se consiguen en el mercado indígena, envueltas en hojas de plátano y son una costumbre gastronómica de los ticuna.

De pesca en el Yahuarcaca:

Fotografía 44. Pescado fresco del Yahuarcaca.

Algunas de las ocasiones en las que había que caminar un largo trecho por el monte era cuando un grupo de mujeres de San José iba de pesca a los lagos del Yahuarcaca, a los que se llega después de más o menos dos horas de caminata rápida, desde la comunidad. En el camino mismo se recogían las provisiones para la pesca: cañas de una especie similar al bambú, gusanos y chontaduro como carnada, aunque éste funciona mejor


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cocinado, y la resistente fibra de la parte central de las hojas de una palma, que se usa para amarrar los pescados en sartas y hasta para pescar con ella, enlazada a la vara y sujetando un anzuelo, a falta de hilo de nylon. Los anzuelos eran el único encargo que Susana nos hacía llevar desde Leticia, junto con el requisito de quedarnos en su casa desde la noche anterior al día de pesca, con el fin de poder salir poco antes del amanecer. El grupo, casi siempre lo conformaba Susana y sus dos hijos mayores, Gloria, la famosa pescadora de Puerto Nariño, Adela, una mujer mestiza, vecina y amiga de ellas, Marta, otra mujer ticuna, mi compañera de la universidad y yo. Estas excursiones casuales de pesca femenina parecen no ser una costumbre tradicional, o por lo menos no aparecen registradas como tales en la literatura etnográfica de los ticuna, aunque esto sea más bien un hecho que caracteriza a la antropología de la Amazonía en general, centrada en el ámbito exclusivamente masculino. Según Susana y sus amigas, las mujeres ticuna siempre han tenido cierto grado de independencia que les permite ausentarse de sus casas y de la chagra para ocasiones como esa, ya que los hijos menores están perfectamente bien cuidados por alguna de las mujeres que prefiera quedarse en casa, pues además, allí todos los niños de la misma generación “se comportan como hermanitos” y permiten que las mujeres, sus “tías”, se turnen la responsabilidad de cuidarlos, sin poner mayor problema. En todo caso, según ellas, los hombres no siempre alcanzan a llevar a casa todo lo necesario, así que de vez en cuando, ellas sacan un tiempo para pescar, para recolectar huevos de pato y de caimán, aunque los últimos son muy escasos, y hasta para atrapar patos silvestres en compañía de los hijos mayores, quienes cazan con caucheras y cerbatanas improvisadas. Un par de veces la faena consistió en pescar durante unas dos o tres horas, prender un fuego ligero con ramas secas, ahumar superficialmente los pescados, comer sólo un poquito de los más pequeños con fariña, casi siempre los que habían sido mordidos por las pirañas, mientras se los guardaba ensartados a la orilla del río, o abrir Fotografía 45. Pescado pequeño pero “bueno para comer”. una lata de atún para hacer farofa; entonces nos devolvíamos a casa, poco después del mediodía, para evitar tener que caminar en el monte demasiado tarde. Sin embargo, una mañana, cuando el río estaba más seco que de costumbre y la pesca de las mujeres fue buena y rápida, con abundantes pescados, algo más grandes que los que usualmente conseguíamos, ellas decidieron hacer un almuerzo especial: “tucunaré en la arena”, uno de los platos más buenos y sencillos que probé durante todo el viaje, quizás por la sensación de que es un plato muy rústico, cuya preparación no requiere nada más que los elementos disponibles allí mismo, en el monte. En una curvatura del río había un banco llano de arenas blancas, en las que crecían algunas matas bajitas y espinosas; Susana y Carmen


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mandaron a los muchachos a traer ramas y hojas secas, mientras ellas escogían dos tucunarés de los más grandes; los limpiaron bien, quitándoles las entrañas, pero dejando las escamas, les untaron sal y ají del amarillo, por fuera y por dentro, y finalmente los envolvieron en hojas de plátano, a la manera típica de la patarasca. Sin embargo, cuando los niños trajeron la leña, ellas limpiaron un pedazo de la pequeña playa y allí encendieron una fogata, con unas piedras medianas de la orilla del río, pero no introdujeron el pescado, sino que dejaron que la leña se consumiera sola, mientras nos bañábamos otra vez y los niños jugaban a ahumar algunos de los pescaditos más pequeños. Al cabo de un rato, Susana retiró con un palo los restos de leña y cenizas, y con la misma agilidad de siempre puso los dos pescados, envueltos en hojas, en una especie de cuneta que abrió en la arena caliente, tapándolos, luego, con el montón que había sacado, y con las piedras, que también se habían calentado, de manera que los pescados quedaron enterrados por unos 40 minutos entre el improvisado horno de arena; al sacarlos, estaban tiernos y jugosos, perfectos para comer con la fariña que siempre cargaban entre una bolsa plástica en alguna de las mochilas. Además de disfrutar con el delicioso sabor de este sencillo pescado, los presentes agradecimos el no tener que abrir esta vez las dos latas del dudoso atún brasilero que en las jornadas de pesca anteriores habíamos comido con fariña, reservándonos para después las ganas del pescado recién sacado del río. A los ticuna, por lo general, les gusta más el pescado de escama, como la gamitana, el bocachico y el tucunaré, que los pescados de cuero, en especial cuando son pescados grandes, como los bagres, a los que encuentran “reimosos”, es decir, irritantes y grasosos, o que poseen un olor fuerte y particular. Algo que caracteriza sus preparaciones con los pescados de escama es que no se las quiten antes de cocinarlos, sino después, cuando la carne ya está cocida y éstas salen con mucha más facilidad, particularmente si se trata de pescado asado a las brasas, en el que las escamas protegen la carne del contacto directo con el fuego, evitando que se queme o que se pegue a la parrillas, piedras o carbón, según el caso, aunque para este fin también sirven las hojas de plátano o bijao.

Algunas restricciones alimenticias relacionadas con el ciclo vital humano y las enfermedades: Sin embargo, a pesar del gusto, existen algunas restricciones alimenticias especiales, relacionadas con la enfermedad o con períodos específicos del ciclo vital humano, que excluyen de la dieta pescados de diferentes tipos. En el caso de las mujeres menstruantes y embarazadas está prohibida la cucha y la piraña; cuando se está enfermo, lo mejor es comer sólo pescados pequeños y “sin olor”, como el blanquillo, el tambaquí pequeño (gamitana o cachama negra, Colossoma macropomum), la pescada y la traíra, así como algunos tipos de sardinas (Triportheus angulatus), y también el bocachico, curimatã en Brasil, (Prochiludus spp.), ninguno de los cuales es tan irritante como lo es la gamitana grande, que se vuelve muy grasosa,


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o como la piraña, la cucha, el pirarucú y los bagres, todos éstos estrictamente prohibidos a las personas enfermas de la piel, del estómago o de las articulaciones, o de cualquier infección en general. Según Morán (1993:210), el calificativo de “reimoso”-común entre varios ticuna del km.6- se utiliza entre la población indígena y cabocla del Brasil para referirse a ciertos animales cuya carne “daña la sangre”, lo cual incluye todos los peces lisos (bagres, siluriformes), el pirarucú y la pirara, la pirapitinga (Colossoma bidens), y el matrinchão, conocido en español como sábalo (Brycon spp.), así como la danta y el cerdo de monte. Este mismo autor habla de una creencia amazónica relativa a los pescadores y cazadores que tengan contacto con una mujer menstruante; se trata de la panema, o mala suerte a la hora de cazar o pescar, que “puede sobrevenir si una mujer menstruando toca alguno de los aparejos de pesca o si el pescador no comparte los peces capturados en la forma culturalmente apropiada” (op.cit., 211). En Leticia los indígenas ticuna acostumbran tener un collar con dientes de bufeo para propiciar la suerte en la pesca y en la caza, costumbre que se ha generalizado entre los mestizos, mientras que Mora (1985:35) hablaba de la creencia de que si al pescador le salía un pez llamado “la novía”, era porque no iba a pescar nada más y debía abandonar la empresa. Algo similar relata LondoñoSulkin para los muinane del Caquetá, entre quienes se tiene la creencia de que “soñar con yuca es presagio de buena pesca [mientras que] soñar con cumare, un aviso de que al día siguiente se verá o matará un pecarí” (2001:40) Para los uitoto, quienes también pescan en el Yahuarcaca, si se trata de los del Km.6 y zonas cercanas, o en las aguas del río Tacana y de otras quebradas, en el caso de los del Km. 11 y los de más allá, también tienen prohibido a las mujeres embarazadas consumir cualquier pescado grasoso, sea de cuero o de escamas (dorada, cachama, pirarucú, piraña, gamitana, etc.) “porque cae mal y hace abortar”, (Builes, 2000:48). Esta restricción se extiende a la alimentación de los bebés, más o menos hasta el primer año de vida, e incluye también las carnes de monte grasosas como la danta y el cerdo, como también el huevo y algunas frutas, pues todos éstos alimentos son considerados irritantes, “dan soltura y vómito” o “le dan rasquiña al niño” (Ibidem). Cuando las personas uitoto están enfermas, y de manera especial, los niños, no deben comer plátano pildorito, ni asaí, ni sandía, y si se trata de diarrea, deben evitar la leche de vaca, los pescados y carnes grasosos, el fríjol, el ají y las frutas ácidas. El tratamiento de las dolencias Fotografía 46. Más pescado del Yahuarcaca digestivas, por su parte, consiste


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en suministrar abundante líquido, como la cahuana, e infusiones de menta, cogollos de guayaba y agua de arroz tostado (Op.cit., 51), costumbres que parecen tener un origen mestizo, no sólo porque sus ingredientes no son nativos, sino porque también se las escuché mencionar a varias mujeres no indígenas en la Leticia urbana.

VI. Indígenas sin tierra: Breve reflexión sobre el hambre en uno de los ecosistemas más biodiversos del planeta. Dos casos semejantes, diferentes respuestas. Así como hablábamos antes de la paradójica situación de falta de infraestructura para el acceso al servicio de agua potable en la Amazonía, un medio donde el agua abunda pero no está a disposición de todos, ni existe, tampoco, la conciencia pública de cuidarla y manejarla adecuadamente, también hay que hablar de la situación de hambre de muchos habitantes de ese medio biodiverso, donde existen y están disponibles muy variadas fuentes de alimento como el pescado, la proteína animal más abundante, y los cientos de especies vegetales que los pueblos indígenas domesticaron y adaptaron a sus dietas a lo largo de miles de años de ocupación, así como muchos otros que se han introducido al medio, y cuyo adecuado aprovechamiento debería, idealmente, suplir todas las necesidades alimentarias y nutricionales de la población indígena y no indígena. Sin embargo la situación actual no es tal, y tanto en la observación empírica como en los datos sobre el estado nutricional, elaborados por investigadores independientes (Velásquez, 2000), o por parte de entidades como el ICBF (Ramírez, 2003), resultan evidentes las consecuencias que factores como el hambre y la inadecuada alimentación van generando en la salud de las personas, especialmente en la de los niños y los ancianos, que son la población más vulnerable a las enfermedades y demás síntomas de las carencias nutricionales. Fotografía 47. Niñas de La Libertad. Y lo que esos datos muestran, así como lo que se puede ver al visitar las comunidades y los poblados, tanto rurales como de la periferia de los cascos urbanos, es que existe una relación directa y proporcional entre los índices de desnutrición y los mayores niveles de contacto con la sociedad mestiza, una sociedad de valores mercantilistas que, entre otras cosas, además de promover un único estilo de vida, tolera la existencia de niveles muy altos de desigualdad social y la perpetuación de la exclusión, la marginalidad, y el hambre de muchos miembros de la


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misma sociedad. Esas condiciones no igualitarias del contacto intercultural y la introducción de las familias e individuos indígenas a la economía de mercado mayoritaria, produce el abandono de muchas prácticas económicas de subsistencia y de sus patrones alimentarios y culinarios propios, con la correspondiente pérdida de los conocimientos y tecnologías asociadas a ellos, generando la adopción y adaptación de nuevas prácticas, costumbres y productos exógenos, que no siempre cubren las necesidades nutricionales, ni son necesariamente asequibles para los indígenas, un proceso que se ha dado por llamar “aculturación alimentaria”. Esto también explica, en parte, el hecho de que en aquellas comunidades que son “más tradicionales” -más autocontenidas, autosuficientes y autorreferenciales-, no se observen tantos problemas sanitarios ni nutricionales como en aquellas otras que están en una situación de contacto más directo con la economía de mercado y con el flujo de las actividades económicas sobre las que ésta se basa y, más aún, en el extremo del espectro, aquellas que ya están en una situación de marginalidad y dependencia total de esa otra sociedad, y no poseen los recursos económicos que les permitan disfrutar los bienes y servicios que ella ofrece. Es duro, por ejemplo, ver a una familia indígena aislada de toda comunidad y de lo que alguna vez fue su hogar, desplazada a un terruño sin cultivos a un lado de la carretera y sin más recursos que algunos pescaditos pequeños de un charco estancado de agua negra. El padre, un hombre ticuna que se había casado con una leticiana del campo y que se entregó al alcohol y la pena por el desamor de su mujer, quien se fue con otro hombre, es el responsable de cuidar y mantener a cinco niñitos flacos, entre los 2 y los 8 años, piojosos, llenos de picaduras de mosquitos infectadas, y con sus barriguitas infantiles hinchadas de parásitos; uno de los más pequeños incluso mostraba signos de bronquitis. A esos niños, a quienes visitaba de vez en cuando porque “se suponía” que el padre estaba construyendo una casa para una amiga mía, los veía casi siempre hambrientos y aburridos, carentes de cualquier estímulo intelectual o físico, esperando, sin más, a que cualquier persona que pasara por ahí les regalara algo de comer, en su choza desecha, infestada de gatos, y entre las heces y la orina de éstos animales. Lo más paradójico, y ahí viene la crítica a la racionalidad que se impone en este caso y en muchos como éste, es que en una esquina de esa mísera casucha desbaratada se podía ver una botella grande de champú Jhonson’s y una cuidada muñeca imitación de “barbie”, que el padre había comprado para las niñas con el dinero de varios jornales, aunque nunca había plátanos ni yuca que comer. No se trata de emitir juicios infundados ni de culpar a nadie por las precarias condiciones en las que vive mucha gente como esta, pero sí es fácil deducir que se encuentran en esta situación porque algo muy grave está sucediendo en el mundo de los indígenas, algo que desbarata y desajusta el sistema de creencias y valores, y que permite ahora, entre muchas otras cosas, la indiferencia ante la situación del otro, cuando antes y en otras circunstancias se haría cualquier cosa por aligerar su carga, como cuenta la gente de las comunidades:


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“Uno no puede dejar que un vecino se muera de hambre, es que todos somos como hermanos y uno no deja que eso le pase a un hermano; preferiblemente se hace una colecta entre todos y cada uno aporta lo que puede dar, pero nunca se deja que alguien pase por una situación tan grave como para tener que irse a pedir limosna” 114

Tal vez la situación crítica de esta familia en particular tiene que ver con la ausencia de la madre de los niños, esa figura materna que ordena la casa y el mundo al interior de la familia, que es el soporte moral y se encarga de nutrir los cuerpos y los espíritus de quienes están a su cargo. Como decía, ella se fue a vivir con otro hombre, lo que ocasionó que él tuviera muchos problemas por el alcohol en su comunidad de origen y que se fuera de allí con sus hijos, a pesar de la negativa del resto de su familia; él parecía renuente a hablar del tema y se comportaba casi siempre como si el mundo no se le hubiera venido encima, aunque cada ciertos días descargaba todo ese peso en el ron y la cachaza. Pero lo preocupante de esto es que, lejos de ser un caso aislado, se está volviendo una situación que empieza a ser común en la Leticia rural y en las zonas marginales del casco urbano. Otro triste ejemplo de ello es la preocupante condición de desamparo de varias familias indígenas sin tierra, aquellas que estaban asentadas en territorios que figuran como Resguardos, como se supone que debe ser, pero que poco a poco tuvieron que ir cediendo sus tierras ante la expansión de fincas ganaderas de colonos del interior, como sucede, por ejemplo, en las poblaciones de San Antonio y Sebastián de los Lagos y San Juan de los Parentes (Vieco y Pabón, 2000), o en otras comunidades en las que, por cualquier infinidad de motivos, las familias han sido despojadas de sus propiedades, y ahora viven a los lados de la carretera Leticia-Tarapacá, aisladas, fuera de los resguardos y las comunidades. En muchos casos, sus condiciones de vida son precarias, pues carecen incluso de cultivos para la alimentación básica y tampoco poseen una entrada económica permanente que les permita acceder a los productos del mercado; sin embargo, la necesidad ha hecho que se despierte en ellos cierto tipo de recursividad que amplía los límites de sus costumbres gastronómicas, pues, al no tener más alternativa, se valen de preparaciones culinarias algo exóticas que no son comunes en las comunidades más estables territorialmente.

Hambre y recursividad Los miembros de otra familia que en el mes de noviembre habitaba cerca al Km.18, conformada por una mujer miraña y su esposo peruano, de origen cocama, sus dos hijos de 6 y 4 años, y un primo de él, de unos 20 años, relataban cómo por circunstancias similares a las expresadas antes, ahora se habían vuelto expertos en la cacería de ranas o sapos “toro”, con trampas hechas de tarros de leche en polvo, y que les gustaba comerlas asadas al carbón, lo que, según decían, 114

Testimonio de Carmen, ticuna de la comunidad del Km. 6, en conversación personal sobr e el caso de esta familia de la carretera. Según ella, razones de peso como la enemistad o los pleitos por infidelidades o robos, serían las causas del desti erro por parte de su comunidad de origen, lo cual se hace evidente con la ausencia de la madre de los niños.


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les da muy buen sabor. Los carbohidratos que esta familia consume, provienen de los plátanos y la yuca de unos vecinos generosos que les dieron una provisión suficiente para algo más de una semana y, básicamente, su ingesta de proteína animal se limita a las sabrosas ranas asadas y cualquier otra cosa que logren cazar por ahí, en el monte, como culebras, roedores, loritos y otras aves, relativamente fáciles de atrapar sin más instrumentos que un machete y una rústica cauchera. Este tipo de familias y su estilo de vida, hacen pensar en las costumbres como una estructura maleable y cambiante, sujeta a lo que los seres humanos hacemos a diario y a aquello que nos vemos obligados a hacer ante situaciones adversas o más bien, situaciones liminares, como lo es el destierro y la ausencia de aquello con lo que estamos acostumbrados a saciar el hambre -de alimentos, de símbolos, de sentido-. Es posible que en estos casos lo que se esté dando sea una recuperación de viejas costumbres gastronómicas,“viejas recetas” ancestrales, ya olvidadas, que quizás alguna vez hicieron parte de los raros potajes tradicionales de los grupos indígenas, pero que fueron abandonados a causa de sentimientos de vergüenza o inferioridad, ante una prejuiciada sociedad blanca y mestiza, sentimientos justificables en los indígenas ante la naturaleza absurda de ese desigual y desafortunado encuentro entre culturas. Viejas maneras de hacer de comer, que tal vez ahora están siendo recuperadas por la necesidad de comer algo. Los cambios de hábitos alimenticios implican cambios de valores éticos y morales, pues al interrogar a individuos de otras familias indígenas de la zona, muchos afirman que no comerían rana, ni periquitos, ni comadrejas, “a menos que no hubiera nada más que comer”. Por supuesto, no se puede descartar que en esas respuestas haya tal vez algunas omisiones. Hay que tener en cuenta también que en casi todos los grupos indígenas se tiene la costumbre etnocentrista de achacar hábitos alimenticios que consideran “salvajes”, o en general, cualquier conducta considerada inmoral o impropia, a los otros grupos, vecinos o lejanos, pero en todo caso, “otros”, actitud que marca los parámetros de la identidad, por medio del contraste, y bien podría ser una especie de estrategia educativa al interior del grupo, situando al otro como el contraejemplo y señalando en él lo que no se debe hacer. Así, no sorprende, por ejemplo, que los ticuna hablen peyorativamente de otros grupos que comen chigüiro, ronsoco o capibara (Hydrochaeris hydrochaeris), considerado un animal desagradable para ellos.

VII. Sobre la yuca, base de la alimentación indígena de la Amazonía La yuca brava o mandioca (Manihot esculenta) es uno de los recursos alimenticios básicos y esenciales para la gente nativa de la Amazonía, como lo evidencia su consumo generalizado en diferentes tipos de preparaciones culinarias; además se ha convertido en uno de los símbolos más fuertes para marcar la identidad étnica de cada grupo, y de los indígenas, en general, frente a las sociedades mestizas con las que ahora comparten su territorio. Aunque ya he venido hablando de ella, vale la pena hacer un capítulo aparte para hablar del espacio central que ocupa dentro de la vida indígena de la Amazonía. Algunos arqueólogos afirman que muy probablemente el proceso de domesticación de la yuca brava y su papel central en la


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alimentación humana, fue mucho más temprano que el de alimentos como la yuca dulce (Manihot dulcis) y el maíz (Zea mays), constituyendo la base alimenticia de muchos pueblos, por ser la principal fuente de carbohidratos; una de sus principales ventajas productivas frente a otras posibles fuentes energéticas era su adaptación a suelos relativamente pobres en nutrientes y su inmunidad al ataque de muchos depredadores, por la toxicidad que contiene, mientras que esos otros dos cultígenos necesitaban suelos más fértiles. Parece que llegó a ser tan importante que su uso se expandió mucho más allá de las tierras bajas amazónicas, atravesando los Andes, lo que se sustenta en datos arqueológicos y algunos etnográficos, como por ejemplo, su consumo exclusivamente ritual entre algunos pueblos kogui de la actualidad, aunque más tarde fuera reemplazada por aquellos otros alimentos, como lo afirma Bray (1990:15-17). Esa permanencia en espacios rituales, aunque bien podría haberse sustraído definitivamente, sustituyéndola por alimentos más sencillos de elaborar, da cuenta de la importancia de este alimento en el ámbito simbólico, más allá de toda noción de practicidad técnica, como la que nuestro sentido común occidental impone. Básicamente, su transformación en alimento consiste en eliminar las sustancias tóxicas que contiene (cianuros), para lo cual la yuca es rallada y exprimida en un tipití o sebucán, instrumento cilíndrico tejido con fibras naturales, generalmente de palma. El líquido resultante contiene una buena parte del veneno, pero puede utilizarse en diferentes preparaciones culinarias, sometiéndolo a cocción. La masa, ya exprimida, es una materia fibrosa y blanca, que se somete a otro proceso de cernido, con el fin de separar el almidón (las partículas más finas) del afrecho (partículas gruesas y fibrosas). En mezclas de diferentes proporciones, que varían con el gusto y la preparación requerida, estas dos materias sirven para elaborar el casabe y la fariña, siendo típicamente el almidón lo que constituye el casabe, mientras que el afrecho constituye la fariña. El casabe es una especie de torta o pan, redondo y delgado, mientras que la fariña, como su nombre lo indica, es una sustancia granulada y seca, crujiente al morder, que se utiliza para darle espesor a las sopas y caldos, o para acompañar cualquier guiso o asado. Toda la fibra que contienen, tanto el casabe como de la fariña, ayudan significativamente a los procesos digestivos, siendo, además, fuentes significativas de carbohidratos, como ya mencioné. La yuca es el complemento necesario de comidas como la carne y los pescados, convertida en casabe o en fariña, los dos componentes básicos del campo culinario de la región. Esto es tan importante que si una mujer sirve casabe sólo es como si le estuviera recriminando a su esposo el que no haya carne o pescado para comer, mientras que si falta el casabe o la fariña, el marido puede quejarse -con toda la razón- por la falta de dedicación de la esposa, lo cual, más allá de la circunstancia específica del caso, se entiende como un estado de desorden en las cosas potencialmente dañino y como la posibilidad de que en un futuro no haya más abundancia ni prosperidad para el núcleo familiar, o para el resto del grupo, por extensión. En las celebraciones y festividades rituales, además de esa comida, aparecen las bebidas derivadas de


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la yuca -cahuana, entre los uitoto y masato o payabarú, entre los ticuna-, que están presentes en abundancia durante toda la celebración y tienen una carga simbólica implícita que recuerda ese papel central de la yuca como símbolo de la abundancia y la fertilidad. Uno podría decir que la comida de los bailes no difiere en absoluto de la comida cotidiana, si se refiere a sociedades muy “puras” o tradicionales en las que el cambio cultural no ha sido muy fuerte; pero en otras, como en las de Leticia, la comida cotidiana incluye muchos más elementos de la cultura mestiza y de las culturas indígenas vecinas, mientras que el espacio de las fiestas se dedica a reproducir al máximo lo tradicional, por lo que en ellas se ve una muestra del tipo de comidas que están más ligadas a los referentes culturales propios y autóctonos. En todo caso, no sólo el campo de la comida, sino también gran parte de la tradición indígena, se renueva durante el contexto ritual y festivo de cada grupo en particular, aunque esto tiene lugar en un paisaje actual de culturas y sangres mezcladas, al cual confluyeron, por fuerza del azar, grupos indígenas de muy diferente procedencia geográfica y cultural, tan disímiles como los uitoto y los ticuna, pertenecientes a dos complejos culturales distintos, la “gente de ambil” y “la gente de huito y achiote”, respectivamente115, pero que, no obstante, han sabido arreglárselas fuera de sus contextos originales para convivir en espacios multiétnicos, como los de la comunidad de San José Km.6 de la vía a Tarapacá. Durante los bailes de los uitoto, en varias comunidades a lo largo de la carretera, se bebe cahuana, una bebida espesa y viscosa, hecha a base de almidón de yuca, que se sirve a disposición de los invitados en grandes tinajas de barro o en contenedores de plástico, de los cuales cada quien va tomando, con ayuda de una totumita, igualmente comunitaria. Como ya decíamos al hablar de los bailes, la preparación de una cahuana buena, abundante y sabrosa es responsabilidad exclusiva de la mujer del maloquero, una responsabilidad que se hace extensiva no sólo a la preparación de la bebida como tal, sino también a todo el proceso del cultivo de la yuca, su siembra, sus cuidados, su recolección y su preparación, los cuales, en el ámbito simbólico, son equiparables a la constitución misma de la mujer uitoto durante el transcurso de su vida, y requieren no sólo de buena voluntad, sino de cualidades especiales como el que la mujer no sea perezosa y que haya aprendido de las mujeres de su linaje todo lo que se necesita para cuidar y hacer crecer bien a la familia y a la yuca misma, símbolo prototípico de la abundancia, a cuya existencia inicial y primigenia se debe la posibilidad de existencia de los demás frutos de los que se alimenta la gente (Bríñez, 2002). Otro tanto sucede entre los ticuna, que toman cotidianamente un masato de yuca, similar a la cahuana de los uitoto, aunque su consumo no adquiere el carácter de alimento diario e indispensable que tiene la cahuana para aquellos; los ticuna consumen también muchas otras bebidas fermentadas de frutas como plátano, banano y piña, que aportan una buena cantidad de 115

Según clasificación de la gente del Trapecio, propuesta por Vieco, Franki y Echeverri (2000). Referirse también a la nota de pie de página número 59, para ampliar este dato.


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nutrientes a su dieta. Las festividades principales de los ticuna, como por ejemplo, la pelazón, se amenizan es con el payabarú, un licor fuerte que para su preparación requiere pelar y rallar la yuca brava, cocinarla y dejarla fermentar en una batea durante varios días, añadiendo agua con cierta frecuencia y revolviendo con hojas de la misma mata, después de lo cual adquiere altos niveles de alcohol. La cahuana, entre los uitoto, y el masato entre los ticuna, que se consumen cotidianamente, ya sea solos o con la adición del zumo o la masa de varios frutos, son comparados con el semen en cuanto a su calidad fecundadora, pero se conceptualizan como alimentos femeninos, por pertenecer a la categoría de la yuca y la mujer, y tanto ellos como la manicuera (hecha del jugo de la yuca, cocinado), en diferentes circunstancias se comparan también con la leche de la madre y con el líquido amniótico, lo que implica que las labores de su procesamiento tengan también su respectiva analogía con los procesos fisiológicos humanos, como también en los procesos simbólicos que constituyen la humanidad y la diferencian del mundo de lo natural, aunque estas conceptualizaciones varían significativamente de un grupo a otro. Ya mencioné que los alimentos del monte son objeto de curación chamánica, pero también al preparar los derivados de la yuca, existen procedimientos especiales para hacerlos aptos para el consumo humano. De ahí que cuando se deja la yuca brava pudriendo o “madurando” en el agua de riachuelos o charcos, durante varios días, se hable de ello en términos de un reposo que adquiere una connotación más simbólica o espiritual que material, aunque, en efecto, la yuca se ablande y adquiera su olor fermentado característico, volviéndose más fácil de manipular y de digerir, esto es, volviéndose “buena para comer”. En su libro Casabe, Símbolo cohesionador de la cultura uitoto, Bríñez menciona una serie de conjuros mediante los cuales las mujeres uitoto cultivan y procesan las diferentes variedades de yuca brava de las que cada grupo dispone como pertenencia étnica a un clan determinado. Según explica, “cada mujer, al definir su relación conyugal, lleva consigo una o varias clases de yuca, las cuales a su vez también serán objeto de herencia por vía materna. En consecuencia, la yuca es considerada como hermana menor de la mujer uitoto; por ello, desde que se inicia el cultivo, está acompañado de conjuros, cantos y oraciones” (Bríñez, 2002:85-87).

Así, cuando la mujer uitoto va a sembrar los esquejes de yuca, toma hojas de otras matas ya grandes y las frota sobre ellos, realizando luego “el ritual de la humareda”, mediante el cual calienta la tierra para que la yuca crezca bonita y dé abundante cosecha (Ibidem). Pero esta relación de parentesco entre los seres humanos y las plantas de la chagra no se da sólo en términos de la hermandad entre la yuca y la mujer, como lo evidencian varias frases con las que la gente cotidianamente habla de la chagra, tanto entre los uitoto como entre los ticuna. Un hombre uitoto, citado por Bríñez, cuenta cómo su mujer, “madruga todos los días a saludar a sus hijas; prende candela; a veces lleva un canasto grande como queriendo decir que ella necesita


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del servicio de sus hijos. También les da calor, colocando hogueras. Donde hay humo, la yuca crece muy hermosa y es abundante la cosecha” (Op.cit. 84). Por su parte, Susana, una mujer ticuna de “la carretera”, afirma que “la plantas son como hijos y por eso es normal que uno quiera ir a verlos todos los días, a cuidarlos y consentirlos, así no sea época de cosecha”, explicando el porqué a su madre, una anciana de unos 75 años, le encanta pasar su tiempo en la chagra, casi siempre sola, tal vez dedicada a esos rezos y conjuros que los ticuna más jóvenes desconocen y que por eso conciben como una cosa rara y misteriosa. Pero sin importar si se trata de una hermana o una hija, la yuca amarga (Manihot esculenta) es vista en la cosmología indígena del Amazonas como un elemento primigenio, símbolo de la abundancia y el bienestar de la gente, hasta el punto en que “si hay buena yuca, no falta nada”, como dice doña Mariana, la madre de Susana. Los ticuna comparten con los uitoto y otros grupos ese mito del árbol de la yuca y la abundancia que, en términos generales, habla de un árbol primigenio de yuca del cual emergieron los demás alimentos humanos, aunque Goulard (1999:352,420) sugiere que para los ticuna no fue la yuca amarga sino el maíz (Zea mays) el alimento mítico por excelencia, “cultivo de valor divino” en el que alguna vez estuviera basada la alimentación de los ancestros remotos de los ticuna; por ello, según dice, antes de construir una nueva maloca sembraban maíz y no empezaban la construcción hasta cosecharlo. El nombre que recibe la fariña en la lengua ticuna, así como el tipití, el instrumento que se utiliza para exprimirla, serían una adaptación más bien tardía del tupí, lo cual, sumado a la prominencia del maíz en algunos mitos que narran su uso ritual como elemento facilitador del acceso a otros mundos, sustentaría esa tesis. Para Goulard, la yuca no es sino un elemento complementario en la alimentación de los ticuna, basada, según él, principalmente en el plátano, alimento masculino; dice también que los ticuna normalmente usan la yuca sólo para elaborar masato, mientras que “en el interfluvio se desconoce el uso de la harina o fariña elaborada en base a la yuca amarga”, lo que explica como resultado de la influencia del mercado en las poblaciones ribereñas, donde la fariña, habría desplazado al plátano, convirtiéndose en una de las principales fuentes de ingresos monetarios (op.cit. 353-354). Esto coincide con algunos textos de la tradición oral ticuna recopilados por Camacho (1995), con respecto a la fiesta de la pelazón, en los que no se hace ninguna referencia abierta al uso de la yuca para preparar fariña, sino de manera exclusiva, para el masato. Sin embargo, en los poblados ticuna de la carretera es notoria la preparación de fariña de manera muy asidua, tanto para la venta como para el consumo diario como acompañante de todas las comidas, así como diferentes tipos de casabe, cuya calidad y sabor varían según la proporción de almidón y masa, y la adición de frutas como el umarí, antes de tostar, aunque realmente es difícil determinar qué tan recientemente fueran éstos introducidos, pues las señoras son expertas en su preparación. Los uitoto, quienes tienen, entonces, una mayor tradición con el manejo de la yuca brava, reconocen muchas variedades de ella, las cuales identifican por sus características en cuanto a la


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coloración y la forma de sus tallos. Igualmente preparan distintos tipos de casabe, cuyas diferencias, al igual que en el caso de los ticuna, tienen que ver con la proporción de masa y almidón con la que los preparen, pero también con esos diversos tipos de yuca brava que reconocen y que corresponden con la pertenencia a determinados clanes, por lo que son legadas entre las mujeres, de generación en generación. En el mercado indígena tuve la ocasión de probar un casabe cuyo nombre era “yominiko”, preparado con mucho almidón, lo que le daba una consistencia gomosa o gelatinosa, pero además tenía cierta coloración y sabor diferente, como resultado de la adición de alguna fruta a la masa. Sin embargo, no he encontrado ninguna referencia al nombre de éste casabe, pero es muy similar al que describe Bríñez con el nombre de “abaraniko”, al que se le añade jugo de umarí fresco (op.cit. 150). Ella describe también tipologías uitoto del casabe correspondientes a diferentes celebraciones como, por ejemplo, los ritos fúnebres, caso en el cual la viuda prepara un casabe de unos 5cm de grueso; hay otro para estrenar el matafrío y medir su resistencia, que puede producir “canosidad prematura”; uno que “indica la abundancia de alimentos en la maloca”; uno más que se prepara con yuca de mala calidad, cuando no hay más que comer; y la lista sigue, lo que resalta, una vez más, la importancia de este alimento para la vida de los uitoto.

VIII. Las Palmas, otro elemento importante para la vida en la Amazonía Como alcancé a mencionar en el capítulo sobre ecología humana, las muy diversas palmas que crecen en el bosque tropical de la Amazonía fueron, y son aún, uno de los elementos más importantes para el desenvolvimiento de la vida humana en esta región y de las estrategias adaptativas que permitieron los desarrollos culturales de los diversos grupos nativos amazónicos. Para la alimentación se han utilizado muchos de sus frutos, los cuales proveen de nutritivas pulpas, para consumir solas o extraer sus aceites y leches, ricos en hidratos de carbono y otros elementos esenciales, mientras que de algunos de sus endocarpios -esto es, la parte dura o pepa, como tal- también se sacan aceites de excelente calidad; algunos de sus cogollos tiernos se utilizan para preparar ensaladas, así como los palmitos, del corazón de los troncos, que son una fuente deliciosa de fibra y Fotografía 48. carbohidratos. También son útiles para la construcción de Palma joven de canangucho viviendas, pues se fabrican techos con sus hojas trenzadas, así como también se pueden hacer paredes y pisos con materiales de sus troncos, mientras que los cocos de algunos frutos sirven para fabricar recipientes y artículos decorativos. Igualmente


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permitieron la elaboración de tejidos con las fibras de sus hojas, que se utilizan con usos múltiples, como en el caso de la chambira o cumare, por citar un ejemplo. Muchas de ellas también sirven para la elaboración, por lo demás, compleja, de sales vegetales, como lo exponen Echeverri et.al. (2001), todo lo cual habla no sólo de la versatilidad de éstos elementos y de sus materiales y sustancias, sino de la capacidad del ingenio humano al adaptarse y apropiarse de un medio como el bosque tropical húmedo amazónico. La importancia crucial de las palmas es verificable no sólo mediante la etnografía, que da cuenta de sus amplios usos actuales, sino también mediante la observación de los vestigios arqueológicos de las poblaciones ancestrales, en cuyos yacimientos abundan las pepas carbonizadas de diferentes especies, sometidas a ciertos procesos que dejaron en sus superficies la huella del trabajo humano; así mismo, las palmas demuestran su importancia al ocupar un lugar central en algunos de los mitos y relatos de origen de varios pueblos, como también en las letras de las canciones de los bailes, mediante las cuales, hasta el presente, se renueva y se actualiza la tradición y el orden de las cosas y los seres en el mundo. El chontaduro (Bactris gassipaes) y el canangucho (Mauritia flexuosa) parecen ser sus principales exponentes actuales, seguidos quizás por el asaí (Euterpe oleracea) y el milpeso (Oenocarpus bataua o Jessenia bataua), todos los cuales se utilizan hoy en día para la alimentación, tanto entre los grupos indígenas como entre la población mestiza que habita en la zona rural y urbana de Leticia. Cavelier et.al. (1995) han estudiado algunos sitios arqueológicos de la región amazónica colombiana, más exactamente en el Sitio Peña Roja, en el Medio Caquetá, encontrando un significativo predominio de pepas de palma entre las demás semillas utilizadas por las poblaciones prehispánicas de esa región, lo que da cuenta de su ancestral importancia y valida la idea de que las ocupaciones tempranas de la Amazonía pudieron alcanzar desarrollos bastante significativos, sin depender necesariamente de la agricultura, basándose en sistemas de caza, pesca y recolección que aportaban todos los requerimientos nutricionales para dietas balanceadas. Según estos investigadores, la distribución actual de algunas de estas palmas, muchas de la cuales están agrupadas en los márgenes de los ríos, parece haber sido resultado de una propagación intencional, que además cumplía con un doble propósito, la disponibilidad tanto de frutos comestibles, ricos en grasas y carbohidratos, como de animales de caza y pesca, que acudirían a ellas en busca de sus frutos, formando así unos nichos de aprovechamiento integral de tipo “intermitente, según los períodos anuales de mayor producción vegetal” (op.cit.:43). Por su parte, Herrera (1995), hizo un estudio un poco más específico sobre los valores nutricionales de algunas de esas mismas palmas, resaltando la necesidad actual de encontrar fuentes alternas y sostenibles de alimentación, de cara a las increíbles tasas de deforestación para la agricultura y el consecuente agotamiento de los suelos, que se imponen por la urgencia de alimentar a una población mundial cada vez mayor. Ella apoya la idea de que las palmas poseen un potencial inimaginable, no sólo para la alimentación, sino también para la producción de combustibles que podrían subsanar un poco la dependencia mundial del petróleo,


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como parece que se está haciendo desde hace un tiempo en el centro experimental “Las Gaviotas”, en el Vichada, donde producen “biodisel” a partir de la palma africana. De acuerdo con esas dos experiencias, complementadas con datos del libro preparado por iniciativa del Pro Tempore/Tratado de Cooperación Amazónica, Frutales y Hortalizas Promisorios de la Amazonía (Villachica, 1996), y con alguna de la información etnográfica obtenida en Leticia, presento a continuación una síntesis de los datos disponibles sobre algunas de las palmas más importantes de la Amazonía 116. Asaí o açaí (Euterpe oleracea): Esta palma se encuentra distribuida en toda la Amazonía, tanto en las zonas de tierra firme como en las inundables, asociándose muchas veces con la palma del canangucho. Su hábitat natural es el bosque tropical lluvioso. En condiciones de muy poca luz llega a medir unos 35 m. de altura, aunque suele ser mucho más pequeña. Sus frutos redondos, de más o menos 1.5 cm de diámetro, están dispuestos en racimos de varios cientos de ellos y pueden ser de dos variedades: la variedad “roja”, que madura con una coloración violeta oscura, casi negra, y la “blanca”, de color verde oliva en sus frutos maduros. Éstos se usan para preparar “leche”, tanto entre indígenas como mestizos. En la casa de un leticiano conocido como “el indio”, en el Km 18, presencié cuando bajaron un racimo maduro de una palma, sacudiéndolo luego entre un canasto grande, para dejar los frutos remojando en agua tibia durante toda una mañana; en la tarde, habiendo botado el agua, fueron sometidos a maceración, golpeándolos fuerte y repetidamente con un mazo; finalmente se añadió agua limpia y se pasó la mezcla por un tamiz, desechando las cáscaras y las pepas, y sirviendo inmediatamente con un poco de hielo. Si los frutos se dejan sin procesar por más de un día pueden fermentarse, lo que no impide su consumo, pero cambia el sabor. El corazón del tallo, conocido como palmito, es comestible y le gusta también al mojojoy, por lo que estas palmas se tumban y se perforan con el fin de cultivarlos. En Leticia el asaí llega al mercado indígena entre marzo y mayo, procesado en “leche” o sin procesar (Rosas, 2002:53). Otra variedad, la Euterpe precatoria, conocida como “huasai” o “chonta”, es descrita dentro de las halladas por Herrera et.al., como una palma de frutos ricos en aceite, con mesocarpio oleaginoso y sabroso, pero en otros estudios sólo se menciona su uso para extraer palmitos.

Babasú (Orbygnia phalerata): Conocida también como shapaja, cusi y catirina, o en Brasil como babaçú, coco de macaco y aguassú. Esta palma llega a medir de 20 a 30 m. de altura. Cada racimo tiene de 200 a 600 frutos, parecidos a los cocos, de hasta 10cm de diámetro como máximo. Tienen una capa externa dura y seca, que contiene un mesocarpio harinoso del que se saca almidón, y que a su vez envuelve un endocarpio leñoso en cuyo centro hay de tres a seis semillas blancuzcas, ovaladas y aceitosas, que son la parte propiamente comestible y alcanzan una longitud de entre 3 y 6cm. Los indígenas ticuna de la carretera afirman que, al igual que la castaña, esta palma no es productiva sino en el bosque nativo, lo que debe tener relación con requerimientos especiales de ciertos tipos de insectos para su polinización. También al igual que la castaña, sus frutos se recogen del suelo cuando han caído del racimo, luego de lo cual se procede a partirlos con golpes fuertes, para extraer las almendras antes de que se pongan rancias. El resto del fruto se usa como carbón. En Brasil se elaboran jabones con el aceite de las almendras, mientras que en varios grupos nativos se consume el palmito de las plantas jóvenes y las hojas tiernas que aún no salen del tallo.

Bacaba (Oenocarpus bacaba): Es una palma solitaria que alcanza los 25m de altura y se encuentra principalmente en las tierras firmes, bien drenadas. De la pulpa de sus frutos se extrae un aceite claro y sin olor, de calidad similar a la del aceite de oliva. Algunos indígenas de la carretera la venden ocasionalmente en el mercado indígena de Leticia, pero no parece ser muy común. Rosas (2002:113) menciona la venta de bacaba en el mercado indígena sólo una vez, para el mes de 116

El listado aparece en orden alfabético del nombre más común en Colombia para cada palma o para su fruto; sin embargo, para una mayor claridad se presentan también algunos de los nombres con los que también se conocen y sus nombres científicos.


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mayo. Yo misma probé leche de bacaba en el mercado, en el mes de diciembre, y la consumí con fariña y banano. Según Villachica (1996), sirve para hacer un vino de palma especial.

Canangucho, moriche, aguaje, burití, mirití (Mauritia flexuosa): Tiene un rol importante en la mitología de varios grupos. Actualmente es consumida y apreciada también por la población mestiza amazónica. En Leticia se consigue durante casi todo el año, aunque su época fuerte de fructificación y maduración va de marzo a junio. La palma es una de las más fáciles de identificar por su gran tamaño -35m de alto y un tallo relativamente grueso, hasta de 50cm. de diámetro- y por la particularidad de sus frutos, cafés rojizos, de forma oblonga, de hasta 7cm x 4cm; también se la reconoce porque suele formar agrupaciones en pantanales y zonas anegables, que reciben el nombre de cananguchales, donde se puede presentar asociada con las palmas del género Euterpe y Oenocarpus. De su fruto, el mesocarpio es la única parte comestible, de 4 a 6 mm de espesor, de color naranja-rojizo y sabor dulce. Según Cavelier et.al. (op.cit.37-38), las semillas de canangucho no aparecen lo suficientemente representadas en el registro arqueológico, con respecto a su importancia en la alimentación actual y en la mitología, pero las encontradas presentan signos de que también eran molidas para extraer la fécula. Actualmente sirve para preparar chicha, cocinando, macerando y dejando fermentar; También se puede comer la pulpa sola, después de “madurada” (proceso que se puede hacer sumergiendo en agua caliente por no más de una hora, o dejando en agua al sol por varias horas, sin necesidad de hervir), o añadirla a la harina del casabe; también se prepara una bebida regional conocida como “aguajina”, con la pulpa disuelta en agua y un poco de azúcar. De la inflorescencia joven se saca una savía dulce para consumir sola o preparar alcohol. En Brasil se hacen dulces que sirven como suplemento vitamínico para prevenir la deficiencia de vitamina A entre los niños. También tiene una buena proporción de calcio117, 158mg por cada 100g de pulpa fresca (Villachica,1996). El tronco de la palma sirve para cultivar mojojoy (Rhina palmarum y Rhynchophorus palmarum). Animales de caza como la danta, el cerdo de monte, el cerrillo y el borugo acuden a los cananguchales a consumir frutos caídos. A una mujer ticuna de Leticia le oí decir que los hombres no deberían consumir demasiado canangucho porque se pueden volver amanerados, mientras que las mujeres deben consumirla ya que esta fruta sirve para aumentar la fertilidad femenina118

Chontaduro, pijuayo o pupunha (Bactris gassipaes): La palma alcanza los 20m de alto y tiene el tronco anillado, lleno de espinas gruesas. Se caracteriza por tener casi siempre más “hijos” o brotes que salen de una misma semilla, junto a la palma principal. “El follaje está compuesto de una corona de 15 a 25 anillos, con las hojas insertadas a diferentes ángulos; las hojas tiernas sin expandir en el centro de la corona, forman el palmito, de importante valor económico” (Villachica:1996). Su fruto es conocido en todo el territorio nacional, pues la palma se distribuye no sólo en toda la Amazonía, sino en el resto del bosque tropical húmedo suramericano. Se le atribuyen propiedades afrodisíacas, al igual que al canangucho y también tiene una buena representación dentro de la mitología de algunos grupos. Indígenas como los ticuna de “la carretera”, conocen su gran valor nutricional y procuran utilizarlo con cierta frecuencia en la alimentación, ya sea sólo, con sal o con miel, o mezclado en preparaciones cotidianas como los guisos de carne o los huevos revueltos, así como para preparar chicha con su pulpa fermentada. Es una de tantas palmas usadas por los uitoto para reparar sales vegetales (Echeverri et.al., 2001)

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Dentro de los estudios nutricionales en la población indígena de Leticia se hace mucho énfasis en el calcio como uno de los elementos críticos, de los que habría un déficit, por la mala aceptación de la leche de vaca (ver, por ejemplo a Velásquez, 2002:66). Sin embargo, el consumo de frutos de palma como éste y otras hortalizas amazónicas que contienen mucho calcio y hierro, no se reseñan comúnmente dentro del registro de consumo básico (“comidas fijas” establecidas según los parámetros culturales de los investigadores), pero son observables en la cotidianidad, cada vez que se sale al monte o a la chagra, lo cual es muy frecuente e implica la ingesta de abundantes y variados alimentos, bastante nutritivos y que bien pueden reemplazar a la leche. Esto explicaría la “baja incidencia de desnutrición” encontrada en esas comunidades más tradicionales, en vez de ser el resultado de los programas institucionales de apoyo nutricional, como también se afirma por parte de los expertos en nutrició n (op.cit: 65). Por este motivo, nótese que en adelante menciono el calcio de los alimentos que poseen buenas proporciones de este elemento. 118 Sin embargo, aunque muchos dicen que el canangucho es afrodisíaco, no encontré en Leticia ni en la literatura quién refutara o confirmara esta afirmación.


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Palma real (Maximiliana maripa o también Attalea maripa): También se conoce como inajá, inayuga, anajá y marija. Mide entre 10 y 18m. y abunda en los suelos bien drenados del bosque secundario. De su fruto, que tiene forma ovoide, de unos 7cm, se usa tanto el mesocarpio como la almendra. El primero es pastoso, de color amarillo-anaranjado, y de buen sabor, y el endocarpio es grueso, duro, y contiene entre una y tres almendras. La pulpa se puede cocinar en agua para obtener una bebida aceitosa. “El fruto es consumido en estado natural, acompañado de harina de yuca. La pulpa se obtiene eliminando la cáscara, raspando el fruto y se utiliza en la preparación de alimentos mezclados con harina o almidón, para nutrir a personas con debilidad generalizada” (Villachica, 1996). Diferentes partes de la palma sirven para elaborar sales vegetales.

Milpeso o seje (Oenocarpus bataua): También conocida como ungurahui, milpesos, aricaguá, batauá, pataua, chapil, sacumana, jagua, majo, aricagua y colaboca (en español); y patauá (en portugués). Sirve para la preparación de bebidas nutritivas y la extracción de un aceite muy puro, cuya calidad es comparable con el aceite de oliva. Su valor proteico es similar al de la proteína animal y mucho mejor que el de la mayoría de los granos y leguminosas. La leche que se extrae de su fruto es “equiparable a la leche materna y superior a la leche de vaca” (Cavelier et.al., 1995:35). Estos mismos autores afirman que este fruto es útil como combustible aceitoso, como se desprende del hallazgo arqueológico de grandes cantidades de semillas carbonizadas (Ibidem). Al igual que con el asaí, la pulpa se extrae calentando en agua, dejando en reposo y macerando, después de lo cual se cierne para consumir sola, mezclarla en otras preparaciones o en “leche”, añadiendo agua. Las hojas y el tronco sirven para la construcción, la fabricación de herramientas y la extracción de ciertas medicinas. En Leticia es consumida no sólo por indígenas sino también por mestizos, quienes la compran a aquellos en el mercado indígena, donde se consigue tanto cruda, en baldes plásticos que contienen muchas unidades, o procesada en forma de “leche”, la cual se vende empacada en bolsas plásticas de más o menos un litro, por un precio módico que va de los 1000 a 2000 pesos (esto es bastante económico y, en mi opinión, desventajoso para los indígenas, teniendo en cuenta la calidad nutricional del milpeso y el trabajo invertido en su procesamiento). Se consigue más o menos todo el año pero abunda en la temporada seca, de noviembre a febrero.

Túcuma o cumare (Astrocaryum vulgare) También conocida como hericungo, chontilla y güere (en español), y tucuma, tucumai y tucum bravo (en portugués), según datos de Villachica (1996). La palma, espinosa y de unos 10 m de alta, se encuentra distribuida en toda la Amazonía pero es más frecuente en suelos bien drenados. El fruto es redondo, semi ovalado, de 3 a 5cm de largo por 2.5 a 4.5cm de diámetro, de cáscara amarilla, naranja y rojiza; el mesocarpio es una pulpa amarillenta y dulce, que alcanza hasta 1cm de espesor, y su pepa (endocarpio) es muy dura. “El mesocarpio del fruto es comestible y el endocarpio tiene un aceite fino de excelente calidad, superior al del coco o al de la palma africana” (op.cit). Del cogollo se puede producir palmito. La pulpa también sirve para preparar refresco y vino. Del endocarpio se saca aceite y con la cáscara se fabrican artesanías como cuencos para la sal, etc. La fibra de las hojas sirve para fabricar sogas, redes de pescar, cordeles, bolsas, tejidos, mientras que los tallos son utilizados para la construcción de cercos, corrales o casas rústicas. La espata sirve para preparar vino de palma. La variedad Astrocaryum chambira o A. aculeatum, tiene todos los usos no alimenticios mencionados para la A. vulgare, pero sus frutos, que son verdes y más grandes que los de aquella, no son tan buenos para consumir, pues son demasiado fibrosos; se trata, propiamente, de la palma conocida como chambira o cumare, con cuya fibra se tejen hamacas, bolsos, collares y todo tipo de artesanías, características de grupos como los ticuna, yagua y uitoto, de Leticia, Puerto Nariño y sus alrededores. A. vulgare tiene varios tallos y no suele tener espinas, mientras que A. chambira es de un solo tallo, generalmente con espinas (Villachica et.al.. 1996). La otra variedad Astrocaryum jauari, es muy similar a las dos anteriores, pero su fruto sirve como carnada de peces y atrae animales de caza como tintines (Myoprocta acuchi), cerrillos (Tayassu tajacu), guaras (Dasyprocta fuliginosa), monos capuchinos (Cebus capucinus), entre otros (Cavelier et.al., 1995:39).


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Otros frutos nativos importantes, no provenientes de palmas: Arazá (Eugenia stipitata): Árbol pequeño de unos 3m. de alto, que crece en las chagras y en los patios traseros de las casas. El fruto es redondo de hasta 10cm de diámetro, con una cáscara lisa y delgada, de color amarillo, cuando está madura; por dentro su pulpa es blanca y jugosa, muy aromática, fácil de mezclar con agua para preparar jugo sin necesidad de licuar. En Leticia se consigue regularmente durante todo el año, aunque hay más abundancia entre enero y febrero. Contiene tiamina (vitamina B1), vitamina A y C, magnesio, potasio, fósforo y calcio, pero su principal contenido son los carbohidratos y la vitamina C.

Bacurí (Platonia insignis): El árbol del que proviene alcanza una altura de 25m y su tronco llega hasta un metro de diámetro. Está adaptado muy bien a la zona de transición entre la selva y la sabana, siendo escaso en los bosques primarios. El fruto es ovoide, similar al mango, con un diámetro que alcanza los 15cm y llega a pesar hasta un kilo. El grosor de la cáscara varía entre 1 y 2cm, siendo ésta de un color variable entre el amarillo verdoso y el marrón, muy rígida y quebradiza, y de la cual sale un látex pegajoso al partirla. La pulpa es cremosa y blanca, con pequeñas fibras “mucilaginosas”, y dentro de la cual descansan entre 1 y 5 semillas. Esta cáscara dura permite que la fruta no se dañe fácilmente, por lo que su cosecha se hace recogiendo las que caen al suelo. Se comercializa principalmente en el estado brasileño de Pará, donde es muy popular. Los frutos más dulces se consumen directamente, mientras que las variedades ácidas sirven para la elaboración de helados, jaleas, néctares, yogures y postres. De las semillas se extrae un aceite también comestible.

Caimo (Pouteria macrophylla): También se conoce como lucma, fruta huevo o cutite (en portugués). El árbol es de unos 20m de alto y produce un latex pegajoso cuando se corta. En enero de 2003 una señora del barrio Victoria Regia los ofrecía en su tienda porque se le habían acabado las gaseosas; allí supe que tiene una consistencia muy jugosa y suele dejar una goma pegajosa sobre los labios y la piel con la que tiene contacto. Tiene mucha vitamina c.

Cocona (Solanum sessiflorum): Es un arbusto similar al del lulo, que alcanza hasta dos metros de altura. Sus hojas son grandes y ovaladas, hasta de 50cm. de largo por 25 de ancho, con bordes sinuosos. Los frutos se parecen también al lulo, de ahí su nombre común, “lulo amazónico” pero pueden ser un poco más ovalados, con un color variable entre amarillo y rojizo. Su pulpa es ligeramente ácida, amarilla y acuosa. No habita exclusivamente las tierras bajas, sino que puede cultivarse en tierras de hasta 1500 m.s.n.m. Con ella se pueden preparar jugos, néctares, dulces y mermeladas, pero también se suele usar en ensalada y en el famoso “ají de lulo amazónico”. En mercados de Bogotá se comercializa un yogurt de cocona, elaborado en el Guaviare. No noté su presencia en el mercado durante mi estadía en Leticia, aunque sí en un par de casas indígenas del Km.6.

Copuazú o cupuaçú (Theobroma grandiflorum): El árbol puede llegar a medir 18m de alto, aunque suele ser mucho más bajo, y su forma general es similar al totumo. Crece cerca de los charcos y sus frutos llegan a ser lo suficientemente pesados como para hacer inclinar las ramas, lo que puede hacer que se los encuentre flotando en la superficie. Estos frutos tienen una forma oblonga y de superficie uniforme y lisa, muy dura, de varios milímetros de espesor, con un recubrimiento grisáceo que se cae al tacto y deja ver una superficie verdosa. Ese epicarpio debe cortarse con un cuchillo aserrado, ya que es muy duro. Por dentro hay una pulpa blanquecina, cremosa fibrosa, similar en sabor y textura a la de la guanábana, y que recubre hasta treinta semillas. Esa pulpa se consigue sin pepas en los mercados de Leticia. Las pepas también son comestibles si se someten a un proceso largo de secado y posterior tueste, lo que produce una fermentación similar a la que se someten los granos de cacao (Theobroma cacao); de hecho, estas dos plantas son familiares, como lo indican sus nombres en latín.

Carambolo (Averrhoa carambola):


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Es una fruta cítrica, amarilla limón, madurando hacia naranja claro, con forma similar a la de la papayuela, pero con unos surcos longitudinales que le dan forma de estrella a su corte diametral, de donde sale su nombre en inglés “star fruit”. Su sabor es ácido, muy apropiado para ensaladas, que es la manera como se consume en las casas indígenas del Km.6, cuando no la comen sola o en jugo. Se cultiva en los patios de las casas o camino a la chagra. No aparece en la bibliografía citada, pero es nativa del bosque tropical húmedo, muy probablemente amazónico, por la familiaridad con la que la gente en Leticia habla de ella, aunque su consumo está muy difundido en Colombia.

Cayarana, canyarana, cajarana o ubo (Spondias spp): También conocida como ubo, ciruela amarilla, jobo, jobo del Amazonas y cancharana. En Brasil: tapereba, cajá y cayarana. Es un árbol que alcanza los 20m de alto y tronco de hasta 2m de diámetro, y se encuentra ampliamente distribuido, generalmente en suelos arcillosos y arenosos, soportando inundaciones de corta duración. Las hojas son muy aromáticas, y los frutos, comestibles, alcanzan a medir 3cm x 2cm, con cáscara amarilla y pulpa crema, ácida y dulce, jugosa, recubriendo una pepa dura y relativamente grande. Entre los ticuna de la carretera se acostumbra recolectar sus frutos en las excursiones cotidianas al monte, especialmente hacia mayo y la segunda mitad del año. En la Leticia urbana lo que más se comercializa del ubo es la corteza del árbol, la cual tiene comprobadas propiedades curativas de infecciones de la piel como las ocasionadas por estafilococos “así como una actividad relajante sobre el músculo liso, estimulante uterino, antiviral y una actividad antifecundadora. La corteza tiene actividad cicatrizante, mientras que las hojas se emplean como astringentes” (Villachica et.al.. 1996). Al mercado indígena de Leticia la fruta puede llegar un poco entre marzo y mayo, según una habitante de la ciudad.

Guama o guaba (Inga edulis e Inga fastuosa): Fruto alargado de un árbol que llega a medir 15m. La guama es una vaina cilíndrica dura y hasta de casi un metro de longitud, dentro de la cual hay una pulpa blanca, dulce y húmeda, sin ser viscosa, que recubre unas semillas violetas y verdes, que suelen estar ya germinando al abrir la guama. Los indígenas de la carretera suelen cogerlas para vender en Leticia como un artículo barato, para salir de apuros económicos. Casi siempre son niños los que se montan al árbol para tumbarlas, lo que puede producir accidentes como el de un niño del Km.6 que se cayó de un árbol de guamas en noviembre de 2003, fracturándose los dos brazos. La madera se usa para la construcción y el árbol se siembra para dar sombra y humedad a los cultivos de café y cacao. Uno de sus mayores contenidos nutricionales es el calcio, en proporción de 24mg por cada 100g de pulpa fresca (Villachica et.al.. 1996), por lo que el frecuente consumo de esta fruta debería tenerse en cuenta a la hora de estimar el consumo de calcio de la población indígena de Leticia.

Guaraná (Paullinia cupana): Es difícil de encontrar en el mercado de Leticia, lo que sorprende si se tiene en cuenta que es uno de los frutos amazónicos más representativos comercialmente en Brasil, donde se consume y exporta como un estimulante superior al café, con excelentes propiedades nutricionales y terapéuticas. Sólo se vende en un par de tiendas medicinales especializadas, en forma de polvillo o en jarabe concentrado. Contiene mucha más cafeína y teobromina en promedio que el té, la cola, el mate, el café y el cacao. De la fruta se utiliza la semilla en polvo, para preparar gaseosas energéticas que se consiguen en Brasil y en algunas tiendas de Leticia, así como un jarabe espeso muy energético y concentrado, que venden también en esas tiendas especializadas ya mencionadas; algunos indígenas la cultivan en las chagras y usan las hojas de la planta para fines medicinales tradicionales.

Huito (Genipa americana): También se conoce como jagua. Los ticuna cogen sus frutos cuando están verdes y los rallan, sacando un zumo que al oxidarse tiñe de negro la piel y el cabello, lo que sirve para proteger de los zancudos y otros bichos, así como para procurarse una protección espiritual contra los males esotéricos. Sólo con rallar la fruta se puede obtener el potente tinte, pero también hay quienes la mezclan con cenizas para darle una mayor consistencia. Estos frutos son similares al zapote, con un exterior café grisáceo que recubre una pulpa fibrosa, la cual es verde cuando no está madura, o amarilla ocre, cuando los frutos están maduros. En este caso, el huito es comestible y se prepara en dulce, con panela, miel o azúcar. También se prepara licor de huito, sea con su propia fermentación o macerándolo en aguardiente, lo que se conoce como huitochado o licor de jenipapo (Villachica,1996). “La gran dispersión por


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América tropical puede deberse al hecho que es una de las primeras especies utilizadas por los nativos para teñir su cuerpo, tejidos y objetos diversos” (Ibidem). También contienen una buena cantidad de calcio, 69mg por cada 100gramos de pulpa fresca, otro de los alimentos que aportan este nutriente y no se tienen mucho en cuenta a la hora de analizar el consumo de calcio entre los indígenas amazónicos.

Marañón (Anacardium occidentale): Es un arbusto que alcanza entre 3 y 8 metros de alto. Lo que se conoce como la fruta del marañón, que tiene una apariencia externa similar a la de los pimentones, entre amarillo y rojo, muchas veces manchado, no es más que un “pseudofruto”, en cuyo extremo superior se haya “el verdadero fruto”, una nuez dura, en forma de riñón, que se comercializa tostada como la “nuez de marañón”. Ese pseudofruto, que alcanza los 10cm. de largo, tiene una pulpa fresca comestible, muy jugosa, dulce y astringente, cuyo sabor pareciera más animal que vegetal, asemejándose al sabor y textura de algunos hongos crudos. La nuez, de 2 a 3 cm. de largo, contiene masas de aceites o gomas cuyo principal componente es el cardol, una sustancia cáustica y venenosa que se evapora calentando las nueces. Éstas tienen gran difusión en el mercado internacional de frutos secos, exportadas por Brasil y por países de Asia y África, a donde se difundió su cultivo (Villachica et.al., 1996), aunque en Colombia casi nadie parece saber que la famosa nuez llamada marañón, proviene de la fruta con el mismo nombre.

Palillo (Campomanesia lineatifolia): Se conoce también como guayaba de leche o guayaba de mono, y guaviroba en portugués. Proviene de un árbol de unos 8m de alto, que crece en terrenos no inundables. Los frutos son unas bayas redondeadas, “ligeramente arriñonadas”, similares a la guayaba, de un diámetro de hasta 7cm. La cáscara de la fruta madura es de color amarillo claro y la pulpa es de color crema, jugosa, carnosa y azucarada. Se encuentra distribuida en todos los suelos no inundables de la Amazonía, pero se ha reportado su presencia hasta en Panamá (Villachica et.al.. 1996). Se consume al natural y también en mermeladas, postres y jugos, con características similares a los preparados con guayaba. Entre sus mayores componentes nutricionales están el calcio (38mg x 100g de pulpa), la vitamina c (33mg x 100g de pulpa) y el fósforo (29mg x 100g) por lo que su consumo frecuente podría sumarse al de otros frutos nativos para suplir las necesidades actuales de calcio en la población indígena, poco adaptada a la leche de vaca. Parece que no es muy común en Leticia.

Sapucaia o sapucaya (Lecythis pisonis): Es una baya dura que contiene varias almendras comestibles, muy similar a la castaña (Bertholletia excelsa). Proviene de un árbol frondoso, de hasta 30m de alto, distribuido ampliamente en suelos hidromórficos por toda América tropical. También se conoce como castaña de monte o nuez del paraíso, y aunque es poco conocida en el mercado latinoamericano, se han realizado adaptaciones exitosas de su cultivo en países como Malasia. El fruto es más grande que el de la castaña y tiene una apertura que se desprende cuando madura, aún prendido del árbol, y va soltando, una a una, las semillas, que pueden llegar a ser cuarenta, y que miden hasta 8cm de largo. Esas semillas o nueces caen al suelo y son comidas por diferentes animales, lo que impide que su consumo humano sea poco frecuente; sin embargo, los frutos enteros pueden tumbarse sin madurar y dejarse en condiciones favorables para que maduren solos. Esto se facilita con los ejemplares que crecen en espacios abiertos, pues, al ser mucho más bajos que los del monte, permiten arrancar los frutos de las ramas inferiores. Entonces se sacan las nueces, que se consumen sin ningún otro procesamiento, y tienen un sabor dulce, considerado aún mejor que el de las castañas, pero a diferencia de éstas, deben ser consumidas frescas, cuando son más tiernas y sabrosas. La madera se utiliza para la construcción. No encontré muchas personas que la conocieran en Leticia, pero indígenas ticuna del Km.6 afirman conocerla y cosecharla ocasionalmente en el monte, entre febrero y marzo.

Surba, sorva, couma (Couma spp): Hay dos variedades, la sorva grande (Couma macrocarpa), conocida como juansoco, fransoco, capirona, lechecaspi y leche-huayo, cuyo árbol alcanza los 30 y 40m y tiene una corteza gris y lisa, que excreta un látex pegajoso; el fruto es redondo, hasta de 9cm de diámetro, de cáscara muy delgada, amarilla verdosa, y pulpa blanca, jugosa y de buen sabor, con semillas planas. La sorva pequeña o sorvinha (Couma utilis) varía entre 2 y 12m de alto y sus frutos tienen entre 2 y 4cm de diámetro. Ambas se encuentran ampliamente distribuidas en tierras no anegadizas de toda la Amazonía, presentando variables épocas de fructificación y maduración según el ecotopo en que se


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encuentren. Los frutos de las dos variedades deben recolectarse cuando están aún sin madurar, pues se dañan fácilmente, pero en ese estado hay que tratar de no rayar su superficie pues desprenden mucho látex. Cuando alcanzan el estado óptimo de maduración, el látex desaparece y la pulpa se pone blanda y dulce. El látex, extraído de la corteza del tronco, es dulce y blanco y se puede tomar disuelto en agua, lo que se conoce propiamente como “leche-caspi” en Perú y “juansoco” en Colombia. En Leticia, aunque no es tan común como otras frutas, llega al mercado indígena entre marzo y mayo (Rosas,2002:113), pero también la traen ocasionalmente de Perú y Brasil en otras épocas del año119. En las tiendas especializadas de medicinas tradicionales de Leticia también se consigue el látex, que sirve para curar las amibiasis y las irritaciones de piel, mientras que la corteza en polvo se usa como antiséptico. Esa misma resina aparece en la narración oral ticuna como una sustancia para pintar algunos implementos para la fiesta ritual de la pelazón, particularmente el caparazón de la tortuga motelo o morrocoy (Geochelone denticulata), que funcionaba como tambor (Camacho,1995:36).

Umarí o guacure (Poraqueiba sericea): Árbol de 15 a 20m de alto y copa amplia, muy adaptable a todo tipo de suelos. Los frutos son drupas ovoides de hasta 8cm de largo x 5cm de diámetro, con una cáscara cuyo color varía entre amarillo, verde, rojo y negro, dependiendo de la especie y sus variedades. La pulpa es delgada, de color entre naranja y crema, y de muy buen sabor. Esta pulpa se consume fresca y tiene una consistencia y sabor similares a la mantequilla, para untar en el casabe o en el pan. Entre los uitoto se consume también un tipo de casabe llamado “abaraniko”, a cuyo almidón crudo se le añade el zumo de umarí fresco, antes de ponerlo a tostar (Bríñez, 2002:150), así como también sirve para darle sabor a la cahuana. También se extrae aceite de la pulpa y de la semilla. De ésta última se extrae almidón para uso dermatológico. La madera es útil para la construcción y para obtener carbón. Las hojas se usan en la medicina indígena y mestiza popular, aunque hay quienes también afirman que si se abusa del fruto, “daña la sangre”. Juega un papel importante dentro de la mitología indígena amazónica, pues, por ejemplo, la primera mujer ticuna fue sacada del umarí.

Uva caimarona (Pouroma cecropiaefolia): Se conoce también como caimarón, uvilla y caima (en español) y mapatí, cucura, puruma y umbauba de cheiro (en portugués). Su árbol, de hasta 20m de alto y de tronco delgado, poco frondoso, se parece bastante al del yarumo y está adaptado a suelos pobres en nutrientes. Las hojas sirven para hacer las cenizas que se mezclan con la coca para preparar mambe, al igual que las del yarumo. Los racimos son muy similares a los de la uva común, pero la cáscara de la fruta es mucho más dura y gruesa, y bajo el mesocarpio, jugoso y comestible, hay una pepa grande que algunos indígenas y mestizos usan en reemplazo del café, con los mismos procedimientos dados a los granos de éste. La fruta se come sola, para calmar la sed, pues es muy jugosa, y también se puede preparar vinos con ella. Su principal componente nutricional es el potasio (en proporción de 127mg/100g de pulpa fresca), seguido por el calcio (34mg/100g de pulpa fresca).

Uchi o uxi (Duckesia verrucosa): En Brasil también se conoce como uxipucú. El árbol mide de 25 a 30m, con un tronco grueso, de hasta un metro de diámetro. La apariencia del fruto es similar a la del mango, de unos 7cm de largo, pero la pepa interna es mucho más grande que la de aquel, lo que deja una pulpa delgada, hasta de medio centímetro de grosor. Los frutos se recolectan cuando caen de árbol, pero no son comestibles sino dos o tres días después, cuando la pulpa está más blanda. Tiene un agradable aroma que perdura aún después de que la fruta se seca, sin que haya fermentación en ella, lo que la hace aún comestible aunque su pulpa se endurezca con el tiempo. Esta pulpa es harinosa y aceitosa, de muy buen sabor, y se consume al natural o mezclada con la harina de la yuca en la preparación de casabe o tortas de yuca. En la culinaria mestiza amazónica de Brasil se preparan helados y jaleas con él. Parece ser uno de los frutos amazónicos más alimenticios, pues en cada 100 gramos de su pulpa hay 284 calorías, 79 mg de calcio, 58 mg de fósforo, y 33mg de vitamina C, entre los nutrientes más prominentes.

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Comunicación personal de una vendedora peruana de la plaza de San Francisco.


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De la comida mestiza entre Leticia y Tabatinga: Sobre la escasa aceptación de los productos amazónicos entre los colombianos no indígenas Cuando hablábamos de Tabatinga nos faltó mencionar que a ella se suele ir mucho para comer, pues hay algunos sitios que son famosos entre los leticianos por sus helados, jugos y postres, de los que se destacan los que están preparados con frutas y productos de la región, lo cual resulta ser su mayor atractivo para muchos turistas. Entre éstos están los helados de copuazú (Teobroma grandiflorum), arazá (Eugenia stipitata), canangucho (Mauritia flexuosa), cocona (Solanum sessiflorum) umarí (Poraqueiba serícea) y hasta de tapioca120, un helado bastante particular, en el que las pepitas de almidón se funden entre la crema helada, produciendo un efecto bastante exótico. Me parece que este tipo de preparaciones, así como los sitios mismos donde se venden, grades locales vistosos, con muchas mesas disponibles, son adaptaciones muy adecuadas para las actuales dinámicas y realidades sociales de la población amazónica, donde las prácticas culinarias, tan importantes para cada cultura por ser parte de su identidad, se funden, mezclando los productos y las técnicas culinarias locales con las costumbres y prácticas culinarias de la gente mestiza que llega a la región, produciendo así mezclas muy interesantes; ésto no parece suceder tanto en la propia Leticia, donde los productos locales no han sido lo suficientemente tomados en cuenta dentro de lo que puede ser una culinaria mestiza local, desaprovechando por completo la variedad de sabores y nutrientes que contienen, así como todo el potencial que subyace en ellos para el comercio hacia otras regiones y para atraer al turismo, si de eso se trata, como en el caso de la heladería de Tabatinga. En los locales comerciales de Leticia, en cambio, el fruto amazónico que más se comercializa es el copuazú (Theobroma grandiflora), preparado en jugos en agua o en leche y tal vez sólo porque que su sabor es bastante parecido al de la guanábana, que a su vez es muy apreciada por la gente de las ciudades colombianas del interior; el copuazú es familiar del cacao y crece cerca a los charcos, donde sus arbustos siempre tienen algún fruto disponible, casi en cualquier época del año. Su venta generalizada en los mercados de Leticia, en forma de pulpa sin pepas, dentro de bolsas plásticas, da cuenta de cierta discriminación por parte de muchas personas mestizas hacia los alimentos de origen indígena, pues prefieren comprar este producto a comerciantes mestizos, aunque su precio sea mucho más alto, aduciendo que el indígena no cuenta con las condiciones de salubridad necesarias al procesar la fruta. Esto sucede también con la pulpa procesada de los frutos de palma, en especial el canangucho y el chontaduro, que también se consiguen sin cáscara ni pepa en los mercados locales, prevíamente cocinados. De la palma del chontaduro (Bactris gasipaes) los indígenas hicieron una utilización completa para múltiples usos. El tallo de la palma madura se usa para la construcción de pisos y paredes, 120

La tapioca es otra de las preparaciones de la yuca brava ( Manihot esculenta), que consiste en una pepitas tostadas del almidón puro.


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las hojas para tejer canastos y techos, los frutos para comer su pulpa y extraer el aceite de sus semillas, e incluso antiguamente comían la flor como ensalada, costumbre que parece haber desaparecido. En la comunidad del Km.6 hay una mujer ticuna que pesca con pedazos de chontaduro ensartados en el anzuelo, y algunos de los cazadores que aún quedan ponen pedazos de chontaduro en las trampas fijas ubicadas en el monte cerca de los salados, o en los rastrojos cercanos a las chagras. Actualmente la cultura mestiza adoptó particularmente bien el consumo asiduo del chontaduro cocido y del palmito que se obtiene del corazón de los tallos, y en algunas panaderías de Brasil se usa la pulpa de los frutos para preparar tortas y panes. En países como Brasil, Costa Rica, Perú, Bolivía y Ecuador se comercializa industrialmente el palmito con plantaciones de hasta 4000 ha. (Villachica, 1996). Otro fruto regional que se consigue fácilmente en los mercados de Leticia es el arazá (Eugenia stipitata), una fruta cítrica de piel amarilla y pulpa blanda, llamada la “guayaba amazónica”, muy aromática cuando está madura y fácilmente soluble en agua para la preparación de jugos sin necesidad de licuadora; la pulpa representa el 70% de la fruta entera y se cosecha durante todo el año, por lo que es bastante productiva; sin embargo, en Leticia abunda más entre noviembre y enero, aunque su comercio no parece ser tan fuerte, quizás porque es de difícil manipulación, pues los frutos maduros son blandos y se dañan al golpearse y al exponerse a altas temperaturas ambientales. En Brasil se preparan, además de jugos, helados y tortas con ella e incluso parece que sirve para la elaboración de vinos. En las chagras de los ticuna del Km. 6 vi varios de estos árboles. También es bastante común encontrar el canangucho, conocido en otras regiones como mirití, moriche o aguaje, de cáscara rígida de color café-rojizo dispuesta a la manera de pequeñas escamas que recubren una pulpa harinosa amarilla, similar a la del chontaduro), pero con sólo unos cuántos milímetros de espesor, antes del endocarpio (pepa); éste al igual que el chontaduro, es un fruto de palma, la Mauritia flexuosa, que crece en pantanales y en zonas permanentemente anegadas, y es bastante importante dentro de la alimentación indígena, cumpliendo un papel muy significativo en el ámbito simbólico, pues se encuentra en muchos de los mitos fundacionales y se utiliza para darle sabor a la cahuana, bebida ceremonial y de fiesta. Por su parte, las castañas o nueces del Brasil (Bertholletia excelsa) son uno de los productos indígenas que más aceptación y divulgación han tenido en le mercado regional, nacional e internacional, lo cual, seguramente, sucede por tratarse de un fruto seco, con alto contenido en grasas vegetales y nutrientes esenciales, y porque no presenta mayores requerimientos a la hora de manipularlo, transportarlo y conservarlo, excepto un sometimiento a calor para quitarle el exceso de humedad, después de haberlas sacado del “coco” o la cáscara exterior; ésta cáscara llega a medir hasta unos 20 cm. de diámetro y contiene unas doce unidades de nueces. El castaño es un árbol que puede vivir hasta 500 años y es uno de los más altos del bosque tropical, llegando a sobrepasar los 60 metros de alto; algunos indígenas dicen que sólo los árboles en estado silvestre o los que crecen en las chagras, pero muy cerca al bosque primario, producen castañas comestibles y gustosas121. No obstante, la producción industrial en Brasil, Bolivía y Perú se ha 121

Información personal de Célimo Fernández, ticuna del Km.6, quien decía que la cercanía al monte facilita la polinización de las


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venido realizando mediante la reproducción por semillas que, después de germinadas, producen esquejes de cuya posterior siembra resultan árboles más productivos que los árboles obtenidos directamente de la semilla (Villachica et.al.. 1996). En Colombia, como sucede con muchos otros productos de la región, la explotación no ha sido tan promovida como en los vecinos países amazónicos, siendo más bien reciente y escasa su comercialización en el mercado del interior. Tanto en lo que se refiere a la utilización de frutos como de hortalizas, pescados y otros productos locales, disponibles pero generalmente desaprovechados, es posible ver una cierta diferenciación entre lo que es un mercado establecido o formalizado, propio de los locales comerciales que disponen de una mayor infraestructura física y económica, dirigido a gente mestiza local, llegada del interior, con poco o ningún interés por probar lo que se produce en esta tierra, y, por otro lado, un mercado informal, callejero y de plazas, mucho más popular y variado, cuyos compradores son personas de la región, más cercanas a las costumbres indígenas, o turistas que vienen del interior o del extranjero, pero sienten curiosidad por estos otros sabores y además experimentan cierta afinidad por lo indígena, como se verá más adelante, cuando hablemos de los restaurantes de Leticia, diferentes en muchos aspectos a las ventas ambulantes de comida y a los puestos de la plaza. Podría decirse que se trata de un mercado de élites, prejuiciado y exclusivo, que probablemente se reproduce bajo la necesidad de esa sociedad mestiza de mantener su identidad cultural en una tierra que no es la suya, pero donde quiere reproducir el estilo de vida andino, frente a otro tipo de mercado más secular, popular, heterogéneo y mezclado, altamente influenciado por las costumbres tradicionales indígenas.

Nuevas y viejas reflexiones, a la luz de las diferencias La experiencia de la alteridad puede resultar útil también para cuestionar lo que somos o lo que creemos ser, eso que nos enorgullece, pero que, después del encuentro, puede llegar a ser motivo de cierta vergüenza, ante las diferentes realidades de los otros. La incoherencia y la irracionalidad de un mundo que se las da de muy racional, se hacen evidentes cuando se confrontan otros mundos, esos a los que precisamente hemos llamado irracionales. Acciones tan comunes como pueden ser la pesca y la caza deportivas, ahora parecen una tergiversación malévola de lo que alguna vez fuera una práctica de sustento; ya no se caza para comer, sino para diversión de los grandes señores, Bush o Carlos, que ven esta práctica como algo normal y digno de ser presentado al público como signo de su potestad; el animal de presa se convierte en un trofeo, que probablemente pase a adornar las paredes de las lujosas salas o en el caso de un pez, se le deja libre, se le desperdicia, lo que muy probablemente sólo retrasará su muerte por la infección de la herida causada con el anzuelo; pero en fin, para qué llevarlo si en casa la nevera está llena, si para eso tenemos criaderos especializados en producir carne magra, aunque sea a castañas por abejas y otros insectos que no hay en lugares más urbanizados, por lo que allí “el castaño no da”.


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costa del hacinamiento y encierro inhumano de esos seres que nos sirven como alimento. Ni siquiera se dignifica la muerte de ese organismo al hacerlo útil para alimentar otros seres: sólo se lo mata y se lo lleva a la extinción. No importa. Cazar es divertido y ejercita el cuerpo y la mente, pero cazar por diversión o por deporte es simplemente una señal de una extraña degradación o tergiversación de los roles humanos en el mundo. En otros contextos es la vida la que está en juego; no se trata de un simple juego, entendido como entretenimiento vacío y fugaz, sino de prácticas que llevaban impresas en sí mismas las directrices del mundo, de las cosmologías. Cazar y pescar son actividades maravillosas en las cuales se ejercitan mente y cuerpo, se socializa y se comparte con nuestros iguales y además, se hacen intercambios con ese mundo natural, que siempre da. En estas actividades se recrea el mundo y el papel de los hombres y mujeres en el mundo. Consumir la presa de caza es dignificarla, hacer que su muerte sea útil, pues su sustancia pasará a ser parte de la nuestra, y finalmente, ésta también se convertirá en la sustancia que nutrirá a otros seres cuando también nos llegue la muerte. Y es que nuestra sociedad se dedicó a fraccionar y dividir el mundo en pequeños y apartados submundos, con muy poca o nula relación entre unos y otros: el deporte, por ejemplo, reemplazó las prácticas cotidianas que ejercitaban el cuerpo, como podría ser el caminar para desplazarse de un lugar a otro o el esfuerzo exigido al pescar, cazar, cultivar la tierra, arar, recolectar, etc. Ahora tenemos automóviles que hacen todo ese trabajo y lo que necesitamos lo compramos en el mercado, bastante cómodo ¿no?. Resultaba casi inverosímil oír las historias locales sobre cómo los deportistas de una competencia internacional (Eco Challenge Amazonas, 2002) se sentían humillados al ver que los ganadores de las travesías eran, nada más ni nada menos que concursantes locales, indígenas de la región, que, a su modo de ver, no tenían por qué haber ganado si nunca habían contado ni con los recursos tecnológicos ni con el entrenamiento especializado con los que ellos contaban, por ser deportistas de “alto rendimiento”. Lo que ingenuamente no tuvieron en cuenta a la hora de pronosticar el rendimiento de estos otros competidores fueron factores tan obvios como su conocimiento profundo del medio, la adaptación a las “inclemencias” del clima amazónico, la compenetración con sus arcaicas herramientas y equipos de trabajo, y por supuesto, las largas horas de entrenamiento y ejercicio físico y mental que implica la vida diaria de los jóvenes indígenas, en actividades normales y cotidianas como la caza y la pesca, en las que son maestros, y cuya intención rebasa la simple necesidad física de entrenamiento. Resulta, entonces que las facilidades y comodidades de nuestras vidas citadinas se nos convierten en obstáculos para una buena vida: nos enferma el sedentarismo, pero el mercado nos ofrece abrelatas eléctricos para que no tengamos que hacer ni siquiera el esfuerzo de abrir las latas de nuestra comida ya preparada, así que también nos vende la idea de los gimnasios y centros de entrenamiento físico, para que podamos recobrar la salud, pero, eso sí, pagando la inscripción, que nos da derecho a usar los sofisticados aparatos de gimnasia, y sometiéndonos a


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dietas con suplementos nutricionales en las que recuperamos los nutrientes que hemos perdido al abandonar las antiguas maneras de comer. Todo se reduce a un doble gasto, como el pan blanco de harinas refinadas en nuestra dieta, que nos exige, luego, añadir de alguna otra manera todo el salvado de trigo que prevíamente había sido extraído. Doble esfuerzo, desperdicio de energía propio del derroche característico de nuestra forma de vida occidental, que diariamente produce muchas más toneladas de basura que de alimento. Una sociedad que protesta ante las corridas de toros, por considerarlas crueles y salvajes, pero que no tiene ningún problema a la hora de comer la carne de animales cuyas vidas estuvieron relegadas al encierro más cruel porque otra especie las convirtió sólo en eso: en carne para comer y cuero para vestir, despojados de cualquier tipo de sentido ajeno al netamente utilitario; nuestro acercamiento más próximo a lo que puede ser la fauna silvestre está en la televisión, las enciclopedias y los zoológicos, donde nuestra interacción con ellos no es más que la de simple espectadores mudos. Promulgamos filosofías en las que pretendemos no causar dolor ni sufrimiento a ningún ser viviente, pero los confinamos en jaulas de engorde hasta la hora de comerlos. Es una “sacralidad abstracta de la vida”, como lo dice Baptiste-Ballera122, en la que se defiende ante todo un concepto general y vago con el nombre de “vida”, sin importar valores como la dignidad y demás cosas que le dan sentido a ese concepto. En realidad nuestro mundo contemporáneo está lleno de este tipo de contradicciones.

A manera de conclusiones Los pueblos indígenas que habitan las zonas aledañas a Leticia y Puerto Nariño, lo que parece extenderse, en diferentes medidas, al resto de la Amazonía, han venido experimentando, en los últimos siglos, procesos de contacto intercultural con la sociedad mayoritaria, llámese blancos o mestizos, que generan grandes cambios en sus estilos de vida. El campo de la alimentación es tan sólo uno de los aspectos que más se han visto afectados por esos procesos, si bien, es un campo que tiene conexiones múltiples con otros aspectos como la economía, la ecología, la cosmología o la relación con el mundo, la salud, la sociedad, etc., entendiéndose que en la práctica real y cotidiana no es posible hacer tales separaciones. Si dejamos a un lado los demás aspectos, que de por sí presentan un panorama muy complejo, y nos remitimos a la parte netamente nutricional, podemos decir que la información disponible actualmente sobre los nutrientes contenidos en muchas de las frutas, tubérculos y hortalizas de la Amazonía, junto con la observación etnográfica de sus usos en la vida cotidiana, hacen pensar, por lo menos desde esta primera aproximación, que el aprovechamiento integral y sostenible de esas fuentes de alimentación, como de muchas otras especies de fauna y flora nativas, que quizás alguna vez se usaron, pero ya no, provee a esta región de posibilidades dietéticas y alimenticias excepcionales, cuyo aporte nutricional a las poblaciones locales puede ser óptimo, como de hecho parece haber sido antes del contacto con nuestra cultura, algo que además resulta muy difícil de lograr 122

En el texto citado en la página 95 de este trabajo.


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mediante la alimentación mestiza, cuya introducción paulatina desplaza a la alimentación tradicional y a sus conocimientos asociados, en detrimento de la salud y la calidad de vida. Por esto es posible pensar que el estímulo adecuado a las poblaciones indígenas para que recuperen y mantengan sus prácticas propias de agricultura y silvicultura, como también sus propios hábitos alimenticios, podría evitar que la desnutrición se haga más extensa, y de paso, incidir en la preservación, incluso a largo plazo, de muchas especies de fauna y flora que de otro modo tienden a desaparecer. Esto garantizaría una adecuada y balanceada nutrición en estas poblaciones, pues los recursos de fauna 123 y flora aprovechables para la alimentación son demasiado variados y, al ser locales, es decir, fruto del manejo antrópico de las generaciones pasadas, ancestros directos de quienes ahora habitan en estas tierras, no representan el peligro de no ser bien tolerados, como sucede, por ejemplo, con la leche de vaca introducida por las poblaciones foráneas, junto con los daños ecológicos que supone su producción. La introducción de estos grupos a la economía de mercado, que parece inevitable, podría, entonces, no llevarlos a esa situación de dependencia e inferioridad a la que parecen abocados, sino al contrario, teniendo garantizada una alimentación autosuficiente, podrían comerciar sus excedentes, para acceder a otros productos y servicios que no sean tan básicos como lo es la alimentación. Lo que quiero decir es que la selva provee perfectamente los medios necesarios para lograr una alimentación variada, gustosa y nutritiva, como resultado de dos factores: una biodiversidad impresionante, combinada con el manejo absolutamente inteligente e integral que los nativos implementaron a lo largo de su ocupación de más de 12000 años. El simple hecho de que la población indígena con problemas de nutrición sea precisamente la que habita en los cascos urbanos de las ciudades amazónicas, ilustra que el contacto con nuestra cultura occidental genera, por múltiples mecanismos, un cambio en los hábitos alimenticios que va en detrimento de la salud indígena. Los programas institucionales de apoyo a estas poblaciones, desconocen, muchas veces, el valor de los conocimientos del nativo sobre lo que le hace bien y que además se consigue en su medio, promoviendo prácticas de consumo exógenas, no adaptadas a las particularidades fisiológicas, ni al hábitat, ni al estilo de vida, en términos generales, como sucede, por ejemplo, con la leche de vaca que se les da a los escolares en las escuelas. En un nivel muy elemental, pero práctico, de estas situaciones, lo que ha venido sucediendo es que se cambia la fariña y el casabe por el pan blanco de harina de trigo refinada, que no tiene fibra para la buena digestión; las frutas, nutritivas, variadas y a la mano, por dulces, galletas y pasabocas de paquete; la miel y la panela, que tienen propiedades medicinales, por azúcar refinada que sólo aporta calorías; la leche de las pepas de palma por la indigerible leche de vaca; la chicha, la cahuana y el masato por cerveza, ron y cachaza; el pescado fresco por atún enlatado y salchichón, y la lista continúa. Por supuesto, los individuos y grupos son libres de elegir lo que mejor les parezca, pero esa libertad se restringe cuando no se conoce qué es lo que se está 123

Esto es especialmente cierto en cuanto a los pescados y los insectos, excelentes alimentos.


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eligiendo, como sucede cuando a una madre le dicen que no alimente a su niño con “gusanos”; de todos modos, durante estos últimos cinco siglos y hasta hace muy poco, la gente indígena careció por completo de esa libertad de elección, lo que le resta validez a ese argumento y llama la atención sobre las responsabilidades de quienes podríamos hacer algo para ayudar, de algún modo.

Fotografía 49. Atardecer en Leticia.

Los saberes que llevan implícitas las labores de producción y preparación de los alimentos, es decir, las prácticas alimenticias y culinarias, junto con la filosofía que las mueve, no pueden convertirse en simples objetos exóticos para coleccionistas, como quizás podría desprenderse de nuestra necesidad de reseñarlos en textos etnográficos. Si actualmente nos estamos familiarizando con ciertos términos como los de “patrimonio cultural inmaterial”, que se refiere, precisamente, a este tipo de saberes, prácticas y representaciones, que no son transmisibles sino en la práctica cotidiana, no podemos contentarnos simplemente con que se registren en listados muy detallados como los que pretenden hacer las Naciones Unidas, por medio de la UNESCO124, si permitimos que la gente que los produce y los vive, las personas de carne y hueso, que sienten y tienen nombre, permanezcan en la invisibilidad y el abandono, contemplando el ocaso de su mundo y sus estilos de vida; o como la familia de la carretera, pasando hambre y anhelando dinero para ir al mercado, pero desperdiciando los cocos y los chontaduros que les ofrecen las palmas, a tan sólo un par de metros de la casa.

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Ver nada más el énfasis que se hace sobre la “lista del patrimonio cultural inmaterial”en el texto del “Primer anteproyecto d e convención internacional para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial” (UNESCO, 2002), que pretende proteger el patrimonio que figure en dicho listado, pero entonces estaría excluyendo todo aquello que no figure, lo cual daría paso a las mismas contradicciones de siempre.


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Barriga llena no siempre es corazón contento Ella se llama Isabel, cuando la conocí trabajaba en una pequeña cafetería frente a la Biblioteca del Banco de la República. Era de origen Ticuna, pero hacía ya unos 5 años que vivía en el casco urbano de Leticia, con sus dos hijitos, de 3 y 5 años, y con su mamá Rosalina, en una casa alquilada del Barrio Gaitán. Con ella me sentaba a conversar durante la tarde, cuando salía de consultar libros en la helada biblioteca y ella, como era común en esa época, no tenía muchos clientes qué atender. A veces conversábamos sobre mí y mi vida en la ciudad y sobre mi trabajo de campo, que aún no arrancaba del todo, por lo menos no como yo esperaba. Otras veces ella me contaba su vida, sus gustos, los muchos y diferentes trabajos que había tenido y las cosas que ahora quería de la vida, después de separarse del padre de sus niños, quien, según ella, era “un mantenido”, poco amante del trabajo y de las responsabilidades. Como cosa bastante común en mis conversaciones en Leticia, muchas veces también hablábamos de la comida: yo le describía algunos de los platos típicos del “interior”, comida antioqueña o cachaca como la bandeja paisa, el mondongo, el sancocho y el ajiaco, mientras ella me contaba las recetas de su madre y me decía, una y otra vez, “tienes que venir a mi casa a comer un día de éstos”; lamentablemente a ella la conocí un poco tarde, un par de semanas antes de mi regreso a casa, así que no pude ir a visitarla ni pude probar ninguna de las famosas preparaciones de su anciana madre, una “verdadera ticuna”, como decía Isabel, que vino del Brasil cuando aún era muy niña, y de las que, cuando joven, sin perder su orgullo como indígena, se le medía a trabajar por temporadas como empleada doméstica, en las casas o en los restaurantes, no solo en Leticia, sino en Tabatinga y hasta en Benjamín, para poder levantar a sus muchachos. Todavía recuerdo varias de las preparaciones de las que hablábamos, “cultura culinaria de transmisión oral”, bromeamos alguna vez, por lo que ella decía era ponerle un nombre muy complicado a algo tan sencillo como enseñar a cocinar. Ella decía que entre más sencilla sea la preparación, más conserva sus rasgos originales de la verdadera comida indígena, por lo que el tambaquí, por ejemplo, no se rellena con carnes ni aves, como dicen los mestizos leticianos, sino con farofa y a veces con carne de otros pescados y, en especial, con hierbas y legumbres de la región, como pueden ser las hojas de botón de oro (jambú), las de chicoria, y los ajíes picantes de siempre. También me contó cómo preparar dulce de huito y de carambolo, cocinándolos en agua con azúcar, y me hablaba también de los tipos de pescado más apreciados por los indígenas ticuna de la carretera, de donde ella venía. Francamente se notaba algo de nostalgia en sus palabras cuando hablaba de sus juegos de niña y de la vida en su comunidad, pero también era sincera cuando decía que por ahora no quería volver porque ya se había acostumbrado a la ciudad, a cumplir horarios fijos de trabajo y a poder darle a sus niños cualquier antojo que estuviera a su alcance, lo cual no hubiera sido tan fácil si se quedaba en su tierra, sembrando y recogiendo la comida. “Si quisiera volver ya habría vuelto”, decía, como para convencerme de que era una mujer autónoma, dueña de su vida y no una simple victima de las circunstancias. Una tarde, cuando ya me estaba sintiendo un poco rara, me dijo que a lo mejor era que los míos me estaban


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llamando, “sí, niña, tal vez tu familia te está necesitando y quieren que vuelvas pronto a tu tierra, eso se siente, es como si lo jalaran a uno en la mente y de pronto por eso te estás sintiendo así”. Esa misma tarde le dije que me iba a comer algo a donde doña María, a ver si con eso me alegraba un poco. “La comida no te hace feliz, y mucho menos si te estás sintiendo sola”, fueron las últimas palabras que oí de esta mujer, días antes de que el mundo entero se me desbaratara vertiginosamente y tuviera que regresar a casa.


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Recetas de Mujeres y un par de recetas de hombres: Al cocinar, las mujeres no sólo pretenden alimentar y nutrir a los demás, sino también agradarles, alegrarles el rato, crear sensaciones de bienestar en los cuerpos de los otros, y tal vez, también, contenerlos, mantenerlos ahí, al lado suyo, mediante esos encantos culinarios hechos de aromas, colores, texturas y sabores. En la cocina, durante la preparación de los alimentos, tienen lugar procedimientos casi alquímicos que dan paso a la transformación de lo uno en lo otro: transmutación de unas sustancias nocivas en otras alimenticias por medio del calor y la combinación sabia y exacta de los ingredientes; transformación de lo crudo en alimento para el ser humano, no sólo con los procedimientos técnicos, sino, sobre todo, por la intención deliberada de hacerlo, y hacerlo bien; transformación de lo que está en el medio natural, algo salvaje, quizás impuro, en sustancia humanizada, purificada y mejorada que pasará a conformar parte del cuerpo de quien lo ingiera; transmutación, también, de los estados de ánimo, que se suavizan, se apaciguan y se regocijan mientras se lleva a cabo el ritual de la comida compartida. A continuación transcribo algunas de las preparaciones culinarias que conocí en Leticia, algunas fueron por mí presenciadas y quizás hasta participé gustosamente en su elaboración; algunas más sólo pude probarlas cuando ya estaban listas; y otras, quizás, sólo me fueron contadas, pero las registro como una pequeña muestra de esos saberes prácticos que conforman la vida de las mujeres de Leticia y de su gente.

Platos fuertes o platos de sal Caldo de pescado: Origen indígena. Fuentes: varias. Es el plato más común y más sencillo de la región, pues sus ingredientes están al alcance en todas las épocas del año. Una preparación básica consiste en limpiar y partir el pescado en trozos, si es grande, y rellenarlo con ajíes amarillos enteros, cebollas y chicoria, hirviendo en agua con sal. Se sirve con casabe o con fariña. Se puede enriquecer cocinando también con plátanos verdes, yuca dulce y/o papa, todos los cuales se ponen a hervir antes que el pescado, pues requieren más cocción. Otras preparaciones pueden llevar otros tubérculos como el ñame y el camote, como es común en las casas ticuna, o calabazas y hasta zanahorias, con todo lo cual van perdiendo su calidad como “caldos”, para convertirse en sopas, más similares al sancocho colombiano. También hay ocasiones en que se añade un poco de masa de yuca brava para espesar, cocinándola durante un largo rato, o se le añade fariña o tapioca antes de servir. Otros condimentos usados para darle sabor son el achiote, el guisador y las hojas de jambú o botón de oro, aunque éstas últimas son poco conocidas en Leticia. Caldo espeso de pescado con tucupí: Origen indígena. Fuente: “El indio” del Km 18 y su hermano, ambos de origen Bora. Se pone a cocinar abundante jugo de la yuca brava, a fuego lento, con sal, ají picante molido y con las cabezas y espinas de pescado, que se reservan de otras preparaciones, revolviendo sólo con las hojas de la mandioca. Probablemente también tenía jambú, a juzgar por el adormecimiento de la lengua. Cuando ha espesado bastante, se sacan los huesos de pescado y se añaden pescaditos pequeños de quebrada, cocinando otro rato. El resultado es una sopa picante, muy espesa y sabrosa, de color café rojizo, que se consume con casabe. Es la única preparación que conocí preparada por varones.


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Patarasca: Origen indígena. Fuente: Doña María, ticuna, vendedora de comida del Parque Orellana. Con este nombre se conocen todas las preparaciones envueltas entre hojas de bijao y puestas a cocinar sobre las brasas. La más común es de pescado. Sólo hay que limpiar los pescados, sazonarlos con algo de sal y ají, y envolverlos entre varias hojas, amarrando con alguna fibra. No es necesario sacar las escamas, pues salen más fácil al final, con ayuda de una cuchara. Se puede añadir otros condimentos como pimentones, cebolla, ajo y cilantro, según el gusto. Los ticuna pasan el tallo de la hoja por entre una de las agallas del pescado, si es lo suficientemente grande, sacándola por la boca, y envolviendo con más hojas después, de manera que el envuelto queda con “agarradera”, para manipularlo más fácil mientras se cocina. En Perú se conoce también como chanti. Gamitana (Colossoma macropomum): La gamitana, paco o tambaquí, conocida en le resto de Colombia como cachama negra, que alcanza a pesar hasta 30 kilos, es uno de los pescados más representativos de la gastronomía amazónica. Cuando está pequeña y no sobrepasa los 25 o 30cm de largo, es menos grasosa y se puede consumir en caldos, en patarasca, asada, frita, etc. Los ejemplares más grandes, de hasta un metro, presentan algunas partes particularmente grasosas, pero esa grasa se puede extraer para freír otros pescados o para sazonar la farofa de otras preparaciones. También se aprovechan las tripas, desechando la hiel, picadas, condimentadas con sal, ají y cebolla, y envueltas entre bijao, es decir, en patarasca, dejando cocinar a fuego lento por una media hora. Igualmente, los huevos sirven para preparar el “cavíar amazónico”, poniéndolos en agua con sal por unos minutos, y cocinándolos con un guiso común de cebollas, tomates, ajos y cilantro. Una preparación muy común entre la población mestiza es cortar en pedazos pequeños y freír en aceite bien caliente, acompañando con patacones y fariña. En la plaza se consigue entera o en filetes, que reciben en nombre de “bandas”. Gamitana rellena (1): Origen indígena. Fuente: Isabel, ticuna urbana, de las recetas de su madre Rosalina. Se toma una gamitana lo suficientemente grande para rellenar y se extraen las tripas, limpiándola bien y dejando las escamas; se sazona con un poco de sal y ají. Aparte, se prepara un guiso con la grasa de la gamitana, cebolla, ajos, pimentones y más ají, al cual se añaden camarones de río y/o carne magra de cualquier otro pescado, picada en pedazos uniformes; con pescado moqueado queda particularmente buena. Sin dejar que se cocine, se añade fariña amarilla y con ésta farofa se rellena el interior de la gamitana, añadiendo hojas crudas de cilantro cimarrón y ajíes enteros crudos. Se ata la gamitana con fibra natural para que no se salga el relleno y se pone al fuego sobre una parrilla o sobre palitos en el fuego, hasta que se ase bien por cada lado. Entonces se retiran las escamas con ayuda de una cuchara y se sirve, sola o acompañada con yuca cocida y/o plátano. Para el relleno también se pueden utilizar las tripas, prevíamente guisadas. Gamitana rellena (2): Origen mestizo. Fuente: Carmen, cocinera de restaurante de la Plaza San Francisco. A diferencia de la receta anterior, las escamas se retiran al limpiar la gamitana. Aparte, se hace un guiso abundante en mantequilla con ajo, cebolla, tomate, cilantro cimarrón, cilantro de Castilla, pimentón, color y salsa negra, al que se le añaden después zanahorias y habichuelas cocidas, arroz blanco cocido, aceitunas, iguales cantidades de carne de res y de pollo cocidas o sofritas, y atún. Con esto se rellena la gamitana y se cose la abertura. Se leva al horno a fuego medio-alto por dos horas y se sirve acompañada de patacones, yuca y ají. Mucha gente que no posee horno prepara la gamitana en ocasiones especiales y la lleva a hornear a alguna panadería del centro. Costillas de gamitana: Cuando la gamitana es lo suficientemente grande, una parte muy sabrosa son las costillas, que se cortan en porciones, se les añade sal y se fríen en aceite muy caliente, para que el cuero quede bien tostado, ya


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que es muy grasoso. También se pueden asar, cuidando que el cuero sea el que reciba una exposición más directa al calor, para que expulse la grasa. Se sirven con plátano verde (patacones o tacacho), yuca cocida y ensalada. Zarapaté: Origen indígena, adaptado por la población mestiza como plato especial para celebraciones. Es uno de los platos más clásicos de la Amazonía colombiana, aunque la disminución -casi extinción- de las tortugas charapas (Podocnemis expansa), lo ha sacado de los hábitos culinarios actuales, por lo menos en la región colombiana. A una charapa mediana se le corta el pescuezo y se procede a separar la carne del caparazón. Las visceras se cocinan en agua con limón por media hora. Las extremidades y el caparazón se ponen en agua caliente para desprender la carne, desechando el cuero y uñas. La parte superior del caparazón se forra por fuera con un poco de barro, antes de ponerla sobre un fuego medio. Dentro de él se introduce la grasa de la tortuga para hacer un guiso de tomates, cebollas, hojas de chicoria y un poco de sal, en el cual se sofríe la carne, empezando por las patas, que se demoran más en cocinar. Se añade una colada de plátano verde rallado y disuelto en agua, y se deja cocinar por espacio de una hora, hasta que la carne ablande. Se sirve con fariña. Boruga sudada con castañas: Origen indígena. Fuente: Dalia, ticuna del Km 6 y dos cocineras de la plaza. La boruga (Agouti paca) es una de las presas de caza más comunes en la Leticia actual, cazada básicamente por los indígenas de la carretera, quienes la consumen y también la venden en la ciudad. Se chamusca bien sobre las llamas, para quemarle todo el pelo. Se extraen las tripas, se lava y se despresa. Se muelen algunas castañas y se cuelan con un poco de agua para extraer el aceite. En el agua resultante se pone a hervir la carne de boruga a fuego lento, con un poco de sal y cebolla picada. Después de un par de horas, cuando la carne está blanda y el agua ha reducido bastante, quedando básicamente una salsa aceitosa, la carne está lista para servir, acompañada de yuca o arroz, y fariña. Una variación de esta receta consiste en añadir camote picado en la última parte de la cocción, cuando el agua aún no se ha evaporado, pues éste se volvería puré si se añade desde el comienzo. Como la carne puede resultar un poco dura, si no se dispone de tiempo suficiente para cocinarla, lo mejor es dejarla marinar cruda con vinagre, limón o naranja. Las cocineras de la plaza la sumergen en leche de vaca por un par de horas. Cebiche de corvina: Origen peruano. Fuente: Helena, italiana, radicada en Leticia. Se sacan los filetes de una corvina mediana y se retira la piel, con la ayuda del cuchillo. Se corta la carne en trozos cuadrados y uniformes de 1cm y medio. Se añade abundante limón y sal, con un poco de agua potable, procurando que todo el pescado esté sumergido en la salsa, durante casi una hora y media, al cabo de la cual el pescado se ha puesto blanco, “cocinándose” sin necesidad de calor. Se saca de la solución, se mezcla con un picadillo de cebolla morada, un poco de ajo, ají picante amarillo, pimentón rojo en julianas, cilantro y hojitas de chicoria, aderezando con gotitas de limón y/o salsa de soya (también puede ser el “sillao”, de Perú). Se sirve, preferiblemente después de refrigerar, con fariña, casabe o galletas de sal. Hay quienes añaden trozos de camote cocido a la preparación, mientras que otros lo sirven con maíz amarillo cocido. Inchicaspi o inchipanti (Sopa o guiso de maní): Origen peruano. Fuente: Carmen Rosa, cocinera de la Plaza San Francisco. Se despresa una gallina criolla y se sofríe un poco en aceite; se agrega una taza de maní molido y media taza de maíz molido, con un poco de agua, mezclando con la gallina. Por aparte se fríe la misquina (se conoce también como misto, guisador o cúrcuma), el ajo y la cebolla, haciendo un guiso que se agrega a la olla. Luego se le añade sal, comino y orégano al gusto. Se añaden hojas de chicoria y se sirve en platos hondos, acompañado de arroz o plátanos. Otra versión no requiere maíz, pero añade pedazos de yuca y


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una manotada de arroz a la preparación. También se prepara con otras carnes, como el cerdo o carne de monte. Arroz Chaufa: Origen peruano. Fuente: Cocinera del restaurante del muelle de Santa Rosa. Se cocinan dos tazas de arroz blanco con poca sal. Aparte, en un sartén, se frita una tortilla delgada de huevos batidos. En la misma sartén se sofríe puerro o cebolla larga picada, un poco de ajo, trozos de jamón y de cerdo asado. Se pica en tiritas la tortilla y se mezcla todo, con sillao (salsa de soya) y una pizca de ajinomoto (glutamato monosódico). Se puede reemplazar el cerdo con pollo o servirlo con las dos carnes juntas. En algunas partes también añaden camarones salados. Chicharrón de pirarucú: Origen peruano mestizo. Fuente: varias. Se cortan trozos uniformes de unos 3 o 4cm del filete del pirarucú, con la piel. Se sazona con sal y limón durante un rato y se pasa por harina de trigo, antes de sumergir en un batido de huevos, harina y sal. Se sofríen en aceite muy caliente hasta que estén tostados y se sirven calientes con una ensalada de cebollas, pimentones, cilantro y limón. Bolitas de pirarucú: Origen mestizo. Fuente: Vendedora de la Plaza San Francisco. Se cocina el pirarucú, sin cuero, en agua con sal. Se muele la carne y se le añaden condimentos, harina de trigo y huevos, para formar una especie de albóndigas, que se sofríen en aceite caliente. Farofa de mojojoy: Origen indígena. Fuente: varias. Las larvas se recogen de los troncos de palmas tumbadas y agujereadas varias semanas antes, en el monte. Para matarlos, se toman del cuerpecito con una mano y les da un pequeño mordisco entre la cabeza y el resto del cuerpo, lo que les proporciona una muerte rápida y certera. Se calienta la fariña en un sartén o en un tiesto y se añaden los animalitos, cortados o enteros, que sueltan todo su aceite y le dan muy buen sabor a la farofa. Se puede adicionar ají, cebolla o cualquier otro condimento, para comer caliente. Tacacho: Origen indígena, aunque prevalece su nombre peruano. Fuente: Varias. Se parten varios plátanos verdes y se ponen a cocinar. Cuando están cocidos se aplastan con la ayuda de un tenedor o un mortero, y se añade un guiso de cebollas, de manera que queda un puré poco homogéneo, para acompañar pescados y carnes. Existe una variación muy famosa que es el “tacacho bola bola”, en la que la masa se modela con las manos, formando bolas del tamaño de una naranja. Se pueden rellenar con queso y añadir otros condimentos como salsa de soya. Una versión más peruana añade maní tostado y molido, mientras que otros peruanos me hablaron del tacacho con cecina (carne o tocino de cerdo ahumado). Pato en tucupí: Origen indígena brasileño. Fuente: Cocinera de Benjamín Constant y Doña María, ticuna, vendedora de patarasca, cuya madre fue cocinera de varios restaurantes en Brasil. Se ponen a marinar dos patos medianos, limpios y sin menudencias, en un caldo de vinagre blanco abundante, una taza pequeña de jugo de limón, ajos machacados, pimienta y sal, de un día para otro, en el refrigerador. Después de esto se asan los patos enteros a fuego lento, bañando de vez en cuando con la salsa de la marinada. Cuando estén listos se dejan enfriar y se despresan. En una olla grande se pone a hervir abundante caldo de yuca brava, con tres o cuatro ajíes picantes, unas cabezas de ajo, varias manotadas de hojas de jambú (Spilantes oleracea), albahaca, chicoria y sal. Después de un par de horas de cocción se saca un poco más de la mitad de ese caldo de tucupí y se reserva. Entre el tucupí que quedó en la olla se cocinan las presas de pollo, hasta reducir el caldo. Por aparte se prepara un acompañamiento picante moliendo varios


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ajíes picantes con sal, un diente de ajo y un poquito del tucupí caliente, formando una pasta. En una cazuela de barro se sirven los trozos de pato con las ramas de jambú y se baña con el caldo de tucupí que se había reservado. La pasta de ají picante se sirve por aparte, y el pato se acompaña con fariña y/o arroz blanco. Maniçoba: Origen indígena brasileño. Fuente: Doña María, vendedora de patarasca, de las recetas de su madre. Es una especie de sopa de cerdo ahumado hecha con las hojas de la yuca brava (maniva), en grandes cantidades, molidas y cocinadas a fuego lento durante varios días. El primer día solo se cocinan las hojas con agua, sin dejar secar. Al segundo se empiezan a añadir trozos de tocino ahumado y se cocina todo el día, repitiendo durante dos días más; luego vienen otras partes ahumadas del cerdo como las patas, la careta, la cola, pedazos de carne magra y por último, al cuarto día, se añaden también chorizos, calabreças y embutidos similares; finalmente se condimenta con ajo y pimienta. Es un plato muy exótico, apreciado en la gastronomía amazónica de Brasil. Se sirve con fariña y/o arroz blanco. Tacacá: Origen indígena brasileño. Fuente: Isabel, ticuna urbana. Se cocina el jugo de la yuca brava con un poco de chicoria y albahaca, durante un buen rato (no hay que olvidar que contiene cianuro); se le añade un poco de almidón de la yuca, diluido en agua, con abundantes hojas y ramas tiernas de jambú o botón de oro; por último se incorporan varios camarones de río, cocinando unos minutos más y sirviendo caliente. Se acompaña con fariña. Las hojas de jambú o botón de oro, son poco conocidas en Leticia, aunque son cultivadas en algunas chagras ticuna o traídas por algunos comerciantes de Brasil. Tienen un leve efecto adormecedor y picante en la lengua.

Salsas picantes con ají “majiña” En la Amazonía existe una variedad sorprendentemente amplia de tipos de ají. Los más picantes entre los que se conocen pertenecen al género Capsicum, del que se destacan tres variedades: Capsicum anuum, Capsicum baccatum y Capsicum chinense, que poseen los más altos contenidos de capsaisina, la sustancia propiamente picante. “Majiña” se les dice a unas hormigas amazónicas cuya mordida es especialmente ardiente, de donde el ají toma su nombre popular y comercial. El ají hace parte esencial de la dieta de varias culturas nativas, donde también se ha usado como sustancia medicinal, pues tiene propiedades calmantes y cura la gripa, dolores de cabeza e inapetencia.“Estudios detallados realizados a esta especie concluyen que puede ser utilizada en salud para calmar vómito, como expectorante, para tratar la artritis, el reumatismo o el lumbago; para aliviar neuralgias, neuropatía diabética y dolores postquirúrgicos” 125. Ají amazónico: El ají más común en Leticia y Puerto Nariño, así como en otros poblados de Brasil y Perú, es el que se prepara con cebolla morada finamente picada -o también licuada- y ají amarillo redondo, con un poco de agua, sal y jugo de limón. Tucupí: Se cocina el caldo resultante de exprimir la yuca brava, durante unas tres horas, con ají picante y sal, hasta que adquiere una coloración oscura. Se le pueden añadir hormigas. Se sirve como salsa acompañante y también es la base de muchas preparaciones culinarias, especialmente brasileñas, aunque allí se utiliza sin cocinar tanto, cuando aún está claro y no ha espesado. 125

Ver artículo “De Colombia para el mundo: un ají muy picante”, publicado en la página web: www.colciencias.gov.co. En septiembre de 2004, la Asociación de Productores Agropecuarios del Amazonas APAA, que agrupa a más de 25 familias rurales de Leticia, ganó el 1 Concurso Nacional de Biocomercio Comunitario del Instituto Von Humboldt en la Categoría de Sistemas Agropecuarios Sostenibles, con su producción de salsas picantes de arazá, carambola y cocona, y ají encurtido y deshidratado. Es un proyecto investigativo y productivo que tiene apoyo de Colciencias y del Instituto Sinchi.


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Casaramán: Es el resultado de la misma preparación del tucupí, pero dejando espesar mucho más tiempo a fuego lento, hasta que adquiere una consistencia bastante espesa, similar a la de una mermelada. Ambos pueden guardarse durante varios meses en envases plásticos o de vidrio. En Leticia parece que ambas preparaciones se conocen como tucupí. Ají de lulo: Se trituran o maceran en un mortero varios ajíes redondos amarillos, con un poco de sal. Se pica un poco de cebolla morada y pimentón rojo, mezclándolos luego con el ají y con varios lulos pelados y picados, añadiendo más sal. Dejar reposar un rato hasta que todos los ingredientes se ablanden un poco y adquieran la consistencia de una salsa. Se puede preparar también con la cocona “lulo amazónico”, que debe ser la preparación original. También hay salsas picantes de otras frutas como el arazá, la piña y el carambolo, elaboradas más o menos con el mismo procedimiento.

Bebidas, platos dulces y postres: Payabarú: Origen indígena. Fuente: Varias. Es la bebida consumida durante las fiestas tradicionales de los ticuna. Se pela y se ralla abundante yuca para dejarla en una batea grande durante varios días, tapada con hojas de plátano, tiempo durante el cual se le añade agua de vez en cuando, revolviendo sólo con hojas de yuca. Al final del proceso se vierte el líquido en una tinaja de barro y se deja reposar por unos días más, en un sitio oscuro y fresco. El resultado es una bebida alcohólica muy fuerte. Cahuana: Origen: indígena. Fuente: Varias. Es la bebida tradicional de los bailes de los uitoto y otros grupos. Es un masato espeso y viscoso preparado con el almidón de la yuca brava, puesto a cocinar hasta que adquiere esas características. No suele fermentarse, pero se le puede añadir el zumo de frutas como la piña, o la masa de otras frutas como el chontaduro y el aguaje, para cambiar su sabor. Manicuera: Origen: indígena. Fuente: varias. También es típica de los uitoto y otros grupos semejantes culturalmente. Se prepara cocinado el agua que resulta de colar la yuca brava rallada. Es mucho más ligera y translúcida que la cahuana, y su consumo es más cotidiano. Chuchuguasa: Origen incierto. Fuente: Fraile del Cerro del Águila. Puerto Nariño. En un envase de vidrio o en una tinaja de barro, se sumergen abundantes trozos de la corteza del árbol de chuchuguasa entre ron o cachaza, durante un período indeterminado, de más de 15 días, tapando herméticamente para que no se evapore el alcohol. Cuando el licor ha adquirido el sabor de la corteza se pueden agregar otros sabores como clavos de olor y canela, endulzando con miel. Se toma durante la noche, amenizando reuniones tranquilas. Chucula o mingao: Origen indígena. Fuente: Susana Fernández, ticuna de la carretera. Se cocinan varios plátanos o bananos pelados hasta que se empiezan a desleír. Entonces se retiran del fuego y se baten con un molinillo, hasta que queda un líquido homogéneo. Se consume caliente o fría, a cualquier hora del día. Con el calor amazónico se fermenta rápidamente si no está refrigerada, caso en el cual también se puede consumir sin ningún problema, como los hacen los ticuna; hay que procurar, eso sí, dejarla tapada para evitar atraer las moscas.


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Leche de pepas o frutas de palma: Si se trata del asaí o el milpeso, se dejan “madurar” en agua caliente durante unas horas, al cabo de las cuales se renueva el agua y se maceran las pepas golpeándolas repetidamente con un mazo. Se pasa todo por un tamiz, para retirar las cáscaras y las pepas, y se endulza con azúcar. El procedimiento es el mismo para otras frutas de palma, variando sólo en el tiempo de maduración en el agua. Aguajina: Se disuelve la masa del canangucho en un poco de agua y se endulza con azúcar, panela o miel. Se sirve fría o con hielo. Torta de plátano con coco: Origen mezclado. Fuente: Helena, italiana radicada en Leticia. Se rallan unos 6 plátanos verdes y tres maduros, y se mezclan con un poco de coco rallado, formando una masa homogénea, con un poco de azúcar. Se forra un recipiente hondo con hojas de bijao, evitando dejar agujeros. Se incorpora la masa, poniendo sobre la superficie unos trozos de castañas tostadas, decorando la torta. Por encima se cubre con las mismas hojas de bijao que sobresalen del fondo. Se tapa y se cocina al “baño de maría”, durante dos horas o más, hasta que al introducir un cuchillo, éste salga limpio. Las hojas evitan que la masa se pegue y se queme, y permiten guardar la torta después de sacarla del recipiente. Se come fría. Dulce de huito: Origen indígena. Fuente: Susana Fernández, ticuna del Km.6. Las frutas deben estar bien maduras. Se cortan en trozos alargados y se cocinan en agua con azúcar o miel. Se consume frío. Postre de copuazú: Origen mestizo; fuente: vecina del Km. 6. Se corta el copuazú por la mitad, de manera que queden dos recipientes de igual tamaño. Se saca la pulpa, se le quitan las pepas, se añaden varias cucharadas de leche en polvo y azúcar al gusto. Se sirve frío, entre los dos recipientes. Mungunzá: Papilla de maíz con coco y canela que se prepara en Brasil.


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Anexo 1. PRINCIPALES ESPECIES DE FAUNA Y FLORA PARA LA ALIMENTACIÓN EN LA AMAZONÍA126 Tabla 1. Principales Especies Vegetales de uso alimenticio en la Amazonía Nombre común Hortalizas Yuca brava o mandioca Yuca dulce o “yuca de comer” Maní Ñame Dale dale Papa Camote Maíz Fríjol Ají Achiote Árbol del pan Jambú o botón de oro Cilantro cimarrón o chicoria Mafafa o malanga Ahuyama, calabaza o zapallo Caña de azúcar Yerbaluisa Frutas: Banano píldoro Plátano Zapote Carambolo Copuazú , cupuazú, cupuaçú Maraca Caimito, caimo Arazá, araçá Coco Cacao Uva caimarona Guayaba de leche o guayaba de mono Lulo Papaya Algarrobo Aguacate Marañón Borojó Guama o guava Castaña o nuez del Brasil Anón amazónico o anona Bacurí Granadilla Guanábana Guaraná Huito o jagua 126

Nombre científico Manihot esculenta, Manihot utilissima Manihot dulcis Arachis hypogaea Dioscorea trifida Calathea allouia Ipomea batatas Camote edulis o Ipomea camotes Zea mays Phaseolus vulgaris y P. Lunatus Capsicum annuum, C. chinense y otros Bixa orellana Artocarpus altilis Spilanthes oleracea Eryngium foetidum Xanthosoma sagittifolium, Xantosoma mafaffa Cucurbita maxima Saccharum officinarum Cymbopogon citratos Musa acuminata Musa paradisiaca Matisia cordata Averrhoa carambola Theobroma grandiflorum Theobroma bicolor Pouteria caimito, Pouteria macrophylla Eugenia stipitata Cocos nucifera Theobroma cação Pouroma cecropiaefolia Campomanesia lineatifolia Solanum quitoense, Solanum topiro Papaya carica Hymenaea spp Persea americana Anacardium occidentale Borojoa sorbilis, Duroia maguirei Inga edulis, Inga fastuosa Bertolletia excelsa,Caryocar glaburum Rollinia mucosa Platonia insignis Passiflora nítida, Passiflora vitifolia Annona muricata Paullinia cupana Genipa americana

Algunas de las especies presentan varios nombres científicos aceptados, pues aún no hay consenso, mientras que los nombres comunes o vulgares pueden referirse a varias especies; en ambos casos intenté citar las mayores referencias posibles, para facilitar la identificación. Lo que presento es una síntesis de diferentes fuentes, teniendo en cuenta los nombres comunes con los que cada especie se reconoce en diferentes lugares de la Amazonía, pues así de variable resulta su identificación en la misma Leticia.


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Umarí, guacaré Sorva, surba, couma o juansoco Cayarana, canyarana, cancharana o ubo Sapucaia, nuez del paraíso, castaña de monte Almendro Palillo, guayaba de leche, guayaba de mono Uchi, uxi Limón (Introducida) Naranja (Introducida) Guayaba de castilla (Introdicida) Mango (Introducida) Frutos de palma: Canangucho, moriche, aguaje, burití, mirití Chontaduro, pijuayo, pupunha Asaí, açaí Milpeso, seje, batauá, ungurahui Babasú, babaçú, shapaja, cusi Palma real o inajá Bacaba Túcuma, cumare, coco de chambira

Poraqueiba sericea Couma spp Spondias spp Lecythis pisonis Arrygdalus conmuris Campomanesia lineatifolia Duckesia verrucosa Citrus limonium Citrus aurantium Psidium guajaba Mangifera indica Mauritia flexuosa, Mauritia minor Bactris gassipaes Euterpe oleracea Oenocarpus bataua, Jessenia polycarpa Orbygnia phalerata Maximiliana maripa, Attalea maripa Oenocarpus bacaba Astrocaryum vulgare

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Tabla 2. Principales Especies Comestibles de Fauna Silvestre en la Amazonía: Nombre común Aves: Paujiles Pava Pato maicero Perico ligero Guacamayo rojo Guacamayo azul Tucán Cacatúa Panguana Perdiz Tente Reptiles y anfibios: Tortuga motelo Tortuga charapa Tortuga taricaya Tortuga Mata mata Caimán negro Caimán blanco Iguana Camaleón Rana toro Sapo cururú Anaconda Coral Boa Insectos y otros: Mojojoy Hormigas arrieras Hormigas tangaranas Camarón de agua dulce Mamíferos: Ardilla Danta Manatí Oso hormiguero grande o banderón Oso hormiguero pequeño, tamandúa Cerrillo, cerdo de monte de collar Pecarí, saíno, cerdo de monte pequeño Tinajo o borugo Guara Coatí o cusumbo Tintín Puerco espín, casha cushillu Venado Armadillo pequeño Armadillo grande Perezosos Chigüiro, capibara, ronsoco, yulo Mono aullador Mono araña Mico Tití Mico volador Mono churuco o chorongo

Nombre científico Crax mitu, Crax alector y Mitu tormentosa Penelope jaguassu Anas georgica Chobepus didactylus Ara macao Ara ararauna Ramphastus cuvieri Amazona spp Crypturellus undulatus Tinamus major Psophia crepitans Geochelone denticulata Podocnemis expansa Podocnemis unifilis Chelus fimbriatus Melanosuchus nigris Caiman crocodilos Dracaena guianensis, Iguana iguana Anolis spp. Rana catesbeiana Bufo sp. Eunectes murinus Micrurus langsdorffi Boa constrictor Rhina palmarum, Calandra palmarum y otras Atta spp Mirmica triplarina Macrobrachium amazonicum Sciurus spp. Tapirus terrestres Trichechus inunguis Myrmecophaga tridactyla Tamandúa tetradactyla Tayassu tajacu Tayassu pecarí Agouti paca y/o cunículus paca Dasyprocta fuliginosa Nasua nasua Myoprocta acuchy Coendou bicolor, Coendu prehensilis Mazama rufina o Mazama americana Dasypus novemcinctus Priodontes giganteus Choloepus spp. y Bradypus spp. Hydrochaeris hydrochaeris Alouatta spp. Ateles paniscus y A. belzebuth Callithrix spp. Pithesia spp., Chiropotes spp. Lagothrix lagothridae

Fuentes: Mora, 1985; Morán, 1993; SIAMAZONÍA, 1995; Goulard, 1994; Chaumeil, 1994; Espinoza, 1995; Montes, 2001.


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Tabla 3. Principales Especies de Peces para la Alimentación en la Amazonía Peces de cuero, bagres o catfishes (orden de los siluriformes, varias familias) Nombre científico Pirahiba, lechero, valentón, zúngaro saltón, filhote, plumita Brachyplatystoma filamentosum Nombre común

Piramutaba, pirabutón, manitoa, mulher ingrata, pira-botão, blanco pobre, capáz

Zúngaro, zúngaro siete babas, bagre listado, apuy Dourada, zúngaro dorado, dorado o plateado Baboso, flemoso, saliboro, babão Pintadillo, caparari, pintado, bagre tigre, zúngaro tigre

Surubim, húngaro Paletón, pejeleño, peixe lenha, cabo de hacha Peixetenha, jundía, pirarara, cajaro, guacamayo Maduro, toa, jurupoca, bico de pato Cuiu-cuiu, cuyucuyu Mapará, mapará bico de pena, maparaté Bagre cogotudo, mandi Piracatinga Cachorro, cuchara, cucharo, paletón Cunchi Pejenegro, bagresapo, chontaduro, manguruyú, amarillo

Yaque, barbudo, jundiá Bocón, bocudo, doncella Cucha, corroncho, coroncoro, bodó “Bagres” recubiertos de placas óseas a modo de escamas duras

Brachyplatystoma vaillantii Brachyplatystoma juruense Brachyplatystoma flavicans Brachyplatystoma platynema o Goslinea platynema Pseudoplatystoma tigrinum Pseudoplatystoma fasciatum Sorubimchthys planiceps Phractocephalus hemiliopterus Hemisorubim platyrhynchos Pseudodoras Níger, Carydoras metae Hypophtalmus edentatus, H. Marginatus, H. fimbriatus Pimelodus blochii Callophysus macropterus Sorubim lima Pimelodus pictus y P. Fisheri Paulicea luetkeni Leiarius mamoratus Ageneiosus brevifilis Panaque nigrolineatus, Cochliodon spp. (Fam. Loricariidae)

Peces de escamas (Orden de los Characiformes, varias familias) Pirarucú o piche Arapaima gigas Tambaquí, cachama negra, gamitana Colossoma macropomum Gamitana rosada, paco, cachama blanca, pirapitinga Piaractus brachypomus Tucunaré Chichla monoculus y Chichla ocellaris Sábalo o dorada, matrinxã, jatuarana Brycon spp. Sábalo macho, dourado Salminus affinis Curimatá, bocachico Prochilodus nigricans, P. rubrotaeniatus y otros Jaraquí, yarachí, yaraquí, sapuara, yahuarachí Semaprochilodus spp Palometa, pacu, garopita, garopa Mylossoma duriventre, M. Aureum, Myleus spp. Sardina, sardinha, apapá Triportheus angulatus, T. Elongatu, Pellona spp. Acará-açú, Acarahuazu, carahuazú, caraçú Astronotus oceliatus Branquinha, blanquillo, llorón Curimatella spp., Curimatta spp., Potamorhina spp. Lagartijo, salmón, tabarana Salminus hilarii Dorado, dourado Salminus maxillosus Corvina, curvinata, pescada branca Plagioscion auratus y P. Squamosissimus Piraña, pirambeba Serrasalmus spp. Y Pygocentrus spp Piava, ximboré, dama, lisa Schizodon spp. Pescado amarillo Cinoscion spp. Arahuana, arawana, aruanã Osteoglossum bicirrhosum Pira yaguá, machete, perro, peixe cachorro Rhaphiodon vulpinus Dormilón, dientón, traíra, perro Hoplias malabaricus Arahuana Osteoglossum bicirrhosum Omima Leporinus elongatus Mojarra, bujurqui Aequidens doupunctatus Payara, chambira, pirandirá Hydrolicus spp. Agujón Boulangerella spp. Otros tipos de peces Anguila eléctrica, temblón, temblador Electrophorus electricus (Fam. Gymnotiforme) Potamotrygon hustryx, Elipesuros spinicauda Raya de río Pangarraya, panga raya Achirus achirus (Fam. Achiridae) Fuentes principales: Díaz-Sarmiento & Álvarez-León, 2004; SIAMAZONÍA, 2005; Morán, 1993; Montes, 2001, entre otros.


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