De callejón y otros amores (Libro cartonero)

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“Los cientícos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias” Eduardo Galeano

Este libro cartonero está dedicado especialmente a las mujeres maravillosas que conozco y amo. También a quienes prolongan mi existencia leyendo mis historias


No existe ser humano que no sea digno de una historia, más aún, no existe objeto alguno que no las inspire. Todo cobra vida si te lo propones, si abres el corazón y la mente y emprendes el inagotable camino de la creación que no busca fama solo felicidad. Para que las historias que recojo de mi fantasía y de la realidad que me circunda no mueran de soledad decidí publicarlas de la manera más apasionante, sencilla, accesible y creativa que encontré. En esta travesía que cualquiera puede emprender, no estoy sola, tengo gente linda que me alienta, seres imprescindibles que creen en mí y yo en ellos: Mi hermanita, Gloria Quiroz con sus propios sueños de cartón, mi amiga- hermana Maribel Posso, con sus colores y locuras, mi amigohermano César Alvarado, dispuesto siempre a caminar a mi lado, mi hija Alondra, que corona siempre los últimos detalles de lo que escribo; mi entrañable Beto Guerra que soporta mis apuros y con quien disfruto hasta los silencios más perpetuos, y mi compañero Milton Escobar, trovador, inspirador de historias como la suya propia de música y amor. Todos ellos cartoneros. Los dejo con estas tres historias de amor que tienen como escenario un callejón de Lima de antaño, ciudad de mis amores. Magari Quiroz La maga cartonera


La historia de un amor y el caño de un callejón


Para leerlo escuchando como música de fondo, el bolero Toda una vida, acompañados de un vino y listos para salir a recorrer las calles de Lima en busca de nuevas historias.


El amor es antojadizo y juguetón, tierno y también ero, cuando se atrinchera en el corazón no hay conjuro que lo desaliente; se marcha cuando quiere, y cuando menos lo esperamos, pero cuando decide quedarse es para siempre hasta que la muerte lo arme más.


…Si yo encontrara un alma como la mía cuántas cosas secretas le contaría Un alma que al mirarme sin decir nada me lo dijese todo con su mirada. Un alma que al besarme con suave aliento que al besarme sintiera lo que yo siento. A veces me pregunto qué pasaría Si yo encontrara un alma como la mía. Alma gemela Bola de Nieve


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omo todos los días, desde hacía un año y a la luz del alba, doña Celia salió a lavar ropa en el caño común del callejón donde vivía. —Mujer, es muy temprano, ven a la cama—le dijo don Fidel, desde su catre desvencijado. — No hay cola, está vacío— le contestó Celia y el chasquido de la puerta de madera vieja pareció blindarla. Una vez frente al caño, sin importar enjuagarlo de los restos de comida de la noche anterior, tiró la ropa dentro, dejó en libertad el chorro de agua y lo dejó correr, presurosa, a su mayor preocupación: acomodarse los senos, bajar el escote y contornear las caderas hasta colocarse en la posición que sus aún frescas ganas le indicaban, mientras su calzón, seco de toda una noche sin pasión, empezaba lentamente a humedecerse.


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e abre la puerta del 22 y sale Boby moviendo la cola. A los pocos segundos hace su aparición Toño con su uniforme de colegial, camisa tatuada de recuerdos de promoción y su bolsa de tela para el pan. Toño, el Toñito, el Toño, clava los ojos en los de Doña Celia mientras su sexo se acalambra suavemente: —Hola madrina —Hola Toñito —No debería mojarse tan temprano — Ella sonroja y baja la mirada: —Hay que hacerlo pues Toñito para no perder la costumbre. Toño, el hijo de los compadres, el ahijado que hacía un año era un enclenque, estaba frente a ella. Moreno, de huesos largos, ojos color café y una piel con olor a caña brava; picante y dulzona cuando más próximo se encontraba.


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e pronto, un mandato matinal los sacó de su embeleso: —Toño, no olvides dos soles de mantequilla.

En ese momento el delantal de cintura de Doña Celia cayó, él se apuró a levantarlo y ubicándose detrás se lo vuelve a colocar. Ella no atinó a nada, en ese momento pensó que cualquier cosa podría suceder y no habría compadrazgo en el mundo que lo evitara. — ¿Se siente mal madrina? —No Toñito, estoy bien, mejor que nunca. Cómo no iba a estar bien si el ahijado había crecido avivando sus apetencias de mujer, gracias a él le volvieron las ganas de cepillarse los dientes, de remendarse la ropa, de vender marcianos para arreglarse el cabello. Toño le había devuelto la vida.caña brava; picante y dulzona cuando más próximo se encontraba.


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iempo atrás era una mujer envejecida para su edad, arrastraba chancletas y había olvidado la mirada ardiente de un hombre. Celia nunca pudo tener hijos, así que se conformó con criar a dos del primer matrimonio de su marido, contemporáneos con Toño. Don Fidel hacía ya mucho tiempo que solo recordaba que tenía mujer cuando su cuerpo le pedía sexo, entonces ella cerraba los ojos, enmudecía y rogaba que la humillación pasara pronto, y claro, pasaba prontísimo. Cuando Toño después de saludarla, corrió en busca del pan, ella calculó 10 minutos, tiempo casi preciso que tardaba para volver otra vez a su lado: — — —

¿Le ayudo madrina? No, Toñito, ya hiciste bastante, ve a tomar tu desayuno para que vayas a tus clases. Todavía tengo tiempo, le ayudo a colgar los trapos, por favor madrina. Ella accedió, aunque fuera ropa mal lavada y casi sin enjuagar.


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iciembre ya se había asomado al calendario. Toño estaba terminando secundaria y en enero empezaría a trabajar en el muelle de Chorrillos con el tío Juvenal. Más adelante, cuando hubiese algo de dinero, estudiaría por las noches, para ser mecánico. Y sucedió…. No fue una mañana. Ni Doña Celia se había preparado para nada, ni Toño lo había pensado. Fue un 14 de diciembre, Toño volvía de su esta de promoción, con algunos vasos de guinda colegiala en la cabeza. El callejón estaba oscuro y Doña Celia que había estado durmiendo, salió a orinar con los cabellos revueltos, el aliento a cebolla y a atún, la última cena de la noche; los senos estaban descuidadamente colocados en el lugar que se ubican pasados los 40 si no hay sostén que los sujete. Estaba acomodándose el calzón, cuando la puerta del baño se abrió. Era Toño.


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esde la casa de Don Pachochín, el vecino de quien lo único que se sabía es que vivía solo y que escuchaba boleros, valses y radio La Crónica, el cubano Bola de Nieve con su voz hechicera entonaba, Alma mía, haciendo de banda sonora para aquel inolvidable encuentro: “Si yo tuviera un alma como la mía cuántas cosas secretas le contaría…” Doña Celia lo miró, cual jovencita asustada, su Toño se volvió más hermoso que nunca, ya sin borrachera y con los ojos de fuego como el ponche que le preparaba su madre, con leche, canela y un toque de aguardiente para la gripe.


—Celia— Así la llamó Toño por primera vez. —Toñito— dijo ella pensando en el cepillo de dientes, en sus senos caídos, en su ropa, en su cabello, menos en su marido, en sus hijos, ni en los compadres, ni vecinos y, ni por asomo, en el futuro. Él, la tomó entre sus brazos, le cogió el rostro y sin dejar de contemplarla, la besó. En ese beso todos los sabores y temblores del mundo se unieron. Beso tierno, pausado, tembloroso. Sin mayores preámbulos sucumbieron, sin ruegos, ni rechazos, sin temores ni vergüenza, cerca al caño de todas las mañanas y arropados por el manto de la noche.


Lo que haya de venir bienvenido sea que se haga el diluvio y se aticen los fuegos, yo los espero.


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ada uno fue directamente a su cama, a peinar los sueños, a acariciarse las ansias. Toño, acompañado de su hermano y Celia del hombre que ya no amaba más. Amaneció y por primera vez en el viejo callejón se escuchó el canto de los pajaritos, el olor a pan caliente inundó las casas¸ los vecinos lucían otras sonrisas; sus trajes ya no eran tan feos y hasta parecía que del musgo verde de la humedad del caño empezaban a brotar ores. Así transcurrieron muchos días…hasta que una madrugada fría, a tiempo para que la vecindad no estalle de asombro, los amantes concretaron un plan gestado frente a un chorro de agua, cómplice y todo.


Y sucedió…

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elia, antes de atravesar por última vez la puerta de su casa se quedó mirando por un momento a los hijos de don Fidel, a quienes nunca quiso como suyos. Una carta sobre la mesa explicaría su ausencia y la dura verdad: Perdóname, me voy, te abandono, me voy con el Toñito, nuestro ahijado, para vivir lo que dure el amor y si se puede lo que me resta de vida. Adiós Fidel, si alguna vez me amaste, gracias. Me voy como llegué a tu vida, no me llevo nada. Y así fue. Toñito guardó en su mochila su camisa de colegio garabateada por sus compañeros de promoción, cuatro polos, dos pantalones, su cepillo de dientes, algunas fotos y el libro La Romana, de Alberto Moravia, heredado de un tío lejano y loco. Sin miedo ni remordimiento dejó sobre su cama tendida un sobre con una carta para su madre en la que decía: —Me voy madrecita para ser feliz, para amar libremente a la mujer que elegí: la comadre Celia. No creo que me entiendas pero sí que me perdones. Acarició a Boby que lo miró larga y lánguidamente con la seguridad de que no volvería a ver jamás a su amo. Luego salió para encontrarse con su amada que ya esperaba junto al caño, como siempre, hermosa cual or


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esde que las cartas dejaron en libertad a esta historia, no pasó mucho tiempo para que toda la vecindad se enterara de lo sucedido: “Ese Toño que mal paga a su madre y a su padrino”, “par de sinvergüenzas los dos”, “una mañosa la Celia”, “mal terminará ese par” y un largo etcétera, pero también hubo silencios cómplices. Siempre los hay. El caño, testigo de este amor, tuvo que escuchar estoicamente durante mucho tiempo los afanes de la gente por saber cómo y cuándo sucedieron las cosas. Nadie supo a dónde fueron, tampoco nadie se dio la molestia de buscarlos, y cuando el tiempo inexorable fue dando pase al recuerdo, la historia de este amor se convirtió en leyenda.


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uarenta años después, doña Celia yace tendida en una cama humilde, limpia y bonita de una casita en una quinta sin caño para todos, esperando que su único amor tardío le ponga el mejor traje para partir. Él llora silencioso, mientras la acicala y viste le renueva su amor eterno y la contempla con la misma devoción del primer beso. Recuerda el viaje a Canta, el olor a limas jugosas, a las ores y a la ruda del jarrón que nunca faltó a la mesa; el vino de los domingos, el miedo y el triunfo de haberlo vencido, pero, sobre todo, el caño que los unió, el caño de callejón, el caño desde donde brotó el amor junto con sus chorros de agua apresurados y matutinos. Lo que pasó después pocos lo saben…

FIN


Un amarre de amor que solo la muerte pudo desatar


A todas las Chavelas del mundo


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o niña, te lo digo por experiencia, eso de los amarres no es bueno, no es de Dios es del diablo. Yo lo sé porque me ha pasado, sino mira a este viejo que más parece mi rabo, hacemucho que quiero sacármelo de encima y no puedo. —Pero doña Angélica yo quiero al chinito y voy a tener un hijo de él. —Habla más fuerte niña, ya sabes que soy sorda. Y la niña acercándose más, casi gritando: —Que voy a tener un hijo del chinito —¡Lisura! Jesús María y José. ¿Qué dices criatura? mucha novela estás viendo. —No, doña Angélica, en mi casa no tenemos televisor.


—Pero, por qué dices esas cosas Chavelita. La niña levantó los hombros y se quedó mirando a la anciana como queriendo convencerla o convencerse a sí misma de algo que no terminaba por comprender. Entre ambas mujeres sesenta años de diferencia parecían no existir. Una, cargaba a cuestas un amor hechizado, la otra, sentía en el vientre las palpitaciones del primer amor. —Bueno Chavelita, a tu edad yo también me enamoraba… pero eso de que estás esperando un hijo del chinito… —Es que desde hace un tiempo siento como mariposas en el estómago cuando lo veo y me acuerdo de él. Cuando mi mamá tuvo en su barriga a mi hermanita se agarraba siempre porque le molestaba, yo creo que era porque las mariposas volaban adentro, a mí la panza ya me va a empezar a crecer y tengo miedo. Doña Angélica, pequeña y maciza, de cabellos ondulados y canos sujetados por un moño; oliendo siempre a agua orida, ores muertas y naftalina, echó a reír mirando a la niña por encima de los lentes, con ternura piadosa. —A los diez años no te embarazas Chavelita, pero el mal de amor ese sí que se te adelantó.


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a Quinta donde vivían ambas mujeres, tenía sus encantos. Se ingresaba por un largo pasadizo techado hasta llegar a un pequeño patio que se abría a la derecha y a la izquierda a cielo abierto. En el centro, como un monumento al recuerdo, yacían los cimientos de lo que fue un baño de callejón cuando los servicios de agua y desagüe alguna vez fueron de uso común. Con el tiempo, cada vecino tuvo en casa su baño propio marcando la diferencia entre quinta y callejón. De esta forma, en cierto modo, se elevó el status de las familias que allí habitaban. Las puertas de madera de las casas eran altas, de dos aleros. En total cuarenta viviendas de las cuales solo 30 estaban habitadas, las demás eran “las casas viejas” donde gatos callejeros, ratas y fantasmas encontraban de noche sus guaridas perfectas; fachadas predilectas de los enamorados y amigos.


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acetas con geranios y girasoles sembrados en latas de aceite o baldes adornaban la mayoría de las casas; algunos perros tenían dueños, otros deambulaban por los rincones donde los vecinos buenamente les ponían cartón, frazadas, comida y agua. Cada mañana las mujeres salían a barrer sus veredas cual oración de cada día, como queriendo borrar las huellas que dejó la noche. Pero Doña Angélica, a quien le llamaban “la sordita”, era la única que no lo hacía, para eso estaba Don Ismaelito, su tercer marido. Cuando se conocieron él bordeaba los treinta años bien puestos, era el guapo y zalamero del barrio, siempre vistiendo de azul y blanco para las estas, perfumado con Aqua Velva y peinado con Glostora.


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lla pasaba los cuarenta y era una mujer hermosa, de grandes encantos, que había aprendido de la abuela y esta de la bisabuela las artes del vaticinio; el hechizo para unir parejas y desunirlas, y curar del susto a todos los niños del barrio que por las noches no podían dormir, no querían comer y se la pasaban llorando todo el día. Allí estaba ella con sus ores, agua bendita, y sus oraciones, dispuesta a pasar por encima de ellos formando una cruz las veces que fueran necesarias; a rezar en susurros oraciones indescifrables, rociando agua bendita y pétalos de ores que luego, envueltos en papel periódico, eran llevados lejos por los familiares a un lugar donde nadie los viera lanzarlos de espaldas y caminar sin voltear, hasta alejarse completamente. La casa que habitaba doña Angélica, la última de la quinta, había sido propiedad de su abuela, ella, como única nieta e hija mujer la heredó y allí vivió con sus dos maridos anteriores con quienes nunca tuvo hijos, hasta que la muerte los alcanzó. Luego, conoció a don Ismaelito, quien visitaba con frecuencia a una tía que vivía por los alrededores.


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a atracción fue mutua y fulminante. Se enamoraron. Al principio con locura y secretamente, lo que duró como duran esas cosas de las hormonas cuando el hombre bordea los treinta y la mujer los cuarenta. Hasta que Mercedes apareció en sus vidas y se hizo visible a los ojos de Ismael. De largos cabellos negros y lacios, ojos achinados y piel trigueña, era la chica más tranquila del barrio, no iba a estas, siempre se la veía salir temprano y llegar en la noche con su morral, no tenía amigos ni hablaba con nadie. Solo se sabía que había llegado de la sierra a la casa de unos tíos para estudiar en la universidad San Marcos. Hasta que un día conoció a Ismael que le echó el ojo en un dos por tres, amor a primera vista decía él, entonces, empezó a seguirla de sol a sol. Hasta que un día, ambos conquistados, sucumbieron a un amor diferente al que el buen mozo había experimentado con doña Angélica.


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n un acto de honestidad, Ismael decidió terminar la relación con Angélica de la que todos sospechaban pero nadie podía armar nada. Ella, que ya lo veía distante hacía varios meses, leyó en los naipes y en el cigarro la traición, pero calló y cuando llegó el momento de la separación no objetó nada, aceptó estoicamente y hasta le deseó que fuera feliz. A solas con su dolor, pudo sacar su rabia, celos y tristeza, y juró frente a sus santos y santas, que cueste lo que cueste él volvería suplicándole su amor. Las cartas hicieron lo suyo, así como las ores, los cigarros, los ajos, las cebollas partidas a la mitad, la foto que se tomaron en la plaza San Martín, los santos y todo cuánto tenía a la mano. La mujer enamorada y despechada esperaba la luna llena para realizar sus conjuros y cuando creía que todos los vecinos dormían se colocaba en el centro del patio a pedir porque vuelva su amado, pero como en los barrios no hay secretos, todos los sabían.


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oincidencia o no, la relación de Mercedes e Ismael duró tan solo un año y fue un suplicio que pareció un siglo para Angélica que nunca bajó la guardia. Durante ese tiempo se produjo el desencanto, Ismael fue dejando de necesitar a Mercedes y extrañando cada vez más a Angélica, pero Mercedes lo amaba como solo se cree amar al primer amor, sentenciándolo como él último, mientras que él, aturdido, se alejaba más y más de ella. Cuando todo acabó entre ellos, Ismael corrió dónde Angélica que lo esperaba para consolarlo y de Mercedes ya no se supo más, desapareció. Algunos decían que volvió a su pueblo, otros que se mudó de casa, lo cierto es que salió de escena.


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n domingo se los vio entrar del brazo a las 7 de la mañana a la parroquia del barrio a escuchar misa, los vecinos sorprendidos, murmuraban y se miraban unos a otros. Hasta que un buen día anunciaron su matrimonio, el primero de él y el tercero de ella. El segundo encanto entre la pareja no duró mucho tiempo. Él salía por las mañanas a trabajar en el negocio del tío y ella se quedaba en casa a atender a sus clientes que se incrementaban tanto como su fama de buena curandera, venían en autos con choferes desde los lugares más exclusivos de la ciudad, era evidente que no eran de la vecindad. Mujeres y hombres, siempre de incognito, y por las noches los niños del barrio que los padres llevaban para que les quite el mal del ojo. Así fue como Chavelita, con su carita redonda y asustada y ese olor dulzón de los niños por las noches, conoció a doña Angélica, a sus santos patronos y ángeles, atando y desatando amores, envuelta con ese olor característico de la casa que no olvidaría jamás.


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or esos tiempos, don Ismael ya no era un hombre guapo ni cuidadoso con su vestimenta, llegaba todas las noches oliendo a licor y no era raro verlo algo magullado, todos sabían que no era culpa del gato grande y plomo que vivía con ellos que, cual perro guardián, no se movía de la puerta siempre entreabierta de la casa, por donde entraba Chavelita a visitar a su amiga para escucharse ambas sus cuitas de amor. Allí, descubrió los amarres de amor en una suerte de altar con santos, herrajes, estampas, pequeños objetos e innidad de fotos en blanco y negro tamaño carné.


—Entonces doña Angélica ¿me harás el favor de amarrarme al chinito para que nunca me deje? Cuando sea grande y trabaje te pagaré. Así Insistió Chavelita día tras día, como hacen los niños cuando se obsesionan con algo.


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asta que una mañana, la quinta amaneció alborotada: había policías, los vecinos hablaban entre ellos, todos alrededor de la casa de doña Angélica y don Ismael. Chavelita corrió a ver qué pasaba, se abrió paso y encontró a la abuelita sentada en su sillón tomando agua de azahares y, frente a ella, bajo el altillo, estaba el hombre que alguna vez amó, tendido con su bividí blanco, sangrando por la nariz. Un olor a aguardiente y agua orida inundaba la casa. Don Ismael había pasado literalmente a mejor vida. La niña muy asustada miró a Doña Angélica y con los ojos le preguntó qué es lo que había sucedido y ésta acercándose a su oído le dijo: —Solo había una forma de romper el amarre Chavelita, hay amores que no son de Dios. Cuando don Ismael llegó a casa había encontrado doña Angélica en el altillo, sentada junto a un viejo baúl, con una foto de Mercedes entre las manos y comprendió rápidamente de lo que había sido víctima. Ofuscado y embriagado, con los diablos azules encima le reclamó a su esposa, y empezaron los golpes. Si se cayó o ella lo empujó solo ella lo sabía.


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asaron algunas semanas durante las cuales algunos vecinos bondadosos acompañaron a la viejita en su soledad, ella ya no era la misma, parecía de 100 años, ya no recibía a nadie, solo se sentaba en su sillón de siempre y su gato pasó de la puerta semi abierta a sus pies. Sobre la mesa del comedor se veían siempre cabezas de pollo fritas, casi quemadas y una jarra de agua. Nueve meses después de la muerte de don Ismael llegó un hombre joven y apuesto a la casa de doña Angélica, era un sobrino nieto que vivía en el extranjero y al enterarse de lo sucedido fue a recogerla para llevarla a un lugar de reposo con la anuencia de ella. Un camión se llevó las cosas más importantes que todavía podían servir, otras se quedaron dentro, bajo llave, y varias cajas fueron remolcadas hasta la puerta de la quinta a la espera del camión de basura.


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las ocho de la noche partía doña Angélica, de la única que se despidió fue de Chavelita. Se detuvo en su puerta desde donde la niña contemplaba todo con tristeza.

—Adios Chavelita, no olvides a esta vieja y tampoco que los amores verdaderos no necesitan de amarres. Le hizo una cruz en la frente, la besó y se marchó. La niña contuvo el llanto hasta que la abuelita desapareció. Lloró desesperadamente y al darse cuenta que no la volvería a ver más quiso decirle cuánto la quería, cómo la extrañaría, todo lo que había signicado en su vida… salió corriendo a la puerta de la quinta pero solo pudo ver cómo se alejaba el carro llevando a la amiga de su niñez.


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e percató de las cajas de doña Angélica y no necesitó abrirlas para ver lo que contenían, cientos de historias de amores y desamores estaban perdiendo su nido. Chavelita lo sabía perfectamente. Al levantar la cabeza vio en la acera de al frente a una mujer que parecía indigente, de cabello largo, cano y despeinado que observaba enajenada lo que sucedía. En el barrio decían que fue Mercedes quien nunca regresó a su pueblo y que se había vuelto loca de pena. La niña dio media vuelta y volvió a su casa, se metió en la cama, pensó en doña Angélica, en don Ismael y en el chinito, pero esta vez ya no sintió mariposas en el estómago y pudo comprobar que su barriguita nunca creció, que no estaba embarazada ni asustada y, sobre todo, que su vida ya nunca sería la misma.


El sillón de doña Otilia


Nada es tan real como lo que no existió

A Otilia, por haberse atrevido a amar tanto


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tilia, de piel morena y belleza renacentista, descansa cual maja de Goya sobre un sofá. Su desnudez palpitante es cubierta por un camisón de colores que deja entrever sus macizas pantorrillas. Sobre una radiola marca Imperial luce un orero de murano rojo y en él encendidas ores de plástico reluciente parecen adueñarse del aroma que emana a su alrededor. Al costado, un portarretrato con una foto color sepia destaca a dos novios posando del brazo: Él mira a la cámara sonriente y ella lo contempla, casi con devoción. Las notas musicales de un bolero inundan la sala y todo lo que en ella habita parece contornearse: los cuadros, el perchero con espejo, San Antonio, el santo del amor y de los imposibles y, claro, las caderas voluptuosas de Otilia que entorna los ojos a cada compás. Allí esta ella, como todos los días al caer la tarde, con la puerta de madera semi abierta, pintada de verde hoja, con un letrero colgando: SE VENDEN FLANES Y CHUPETES. SE PONEN INYECCIONES. HORARIO: DE 8 DE LA MAÑANA A 4 DE LA TARDE. NO INSISTA. Una lámpara en una esquina parece renacer al acercarse la noche.


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odo está pulcramente limpio y reluciente. Los días de Otilia están divididos en dos partes. La primera a las tareas del hogar: limpiar la casa, ir al mercado, cocinar, lustrar el piso de madera con petróleo, preparar chupetes en verano y anes si es invierno y atender a los clientes del barrio que la buscan para que les aplique inyecciones. Cuando las campanadas del reloj, herencia del abuelo, anuncian las cuatro de la tarde, empieza la segunda rutina del aseo: jabonar su cuerpo con calma y secarlo con la misma parsimonia, acariciándose como si sus manos no fueran las suyas; cual ritual, peinar su cabello largo y ensortijado, cada vez más cano; pintar sus cejas de color neg ro, los parpados azules y de rojo carmesí los labios. Finalmente, presentarse en la sala, encender la lámpara, abrir la radiola y poner el long play de boleros que inicia su letanía con su preferido: “El día que me quieras” el mismo de siempre. Ese es el momento más importante de su vida hace 15 años, los mismos de haber perdido a su madre.


—Recuerdo la primera vez que lo vi llegar al barrio, mi madre acababa de morir y antes de partir me regaló un San Antonio de yeso para que lo tuviera en la sala y otro de estampita para llevarlo prendido en mi sostén: —No te quedes sola hijita, no seas tan exigente, el zambo de la esquina se ha quedado viudo y tú le gustas, también al carnicero y al chino de la bodega. “Eso de ser solterona no es bueno”, qué será de ti mamita. Yo no quise hacer caso, ninguno me gustaba pero eso sí, puse a San Antonio de cabeza y no me desprendí de la estampita hasta ahora. No sabía que el dolor de perder a mi madre iba a ser tan grande, pero cuando ya empezaba a caer en el túnel oscuro y sombrío de la tristeza, apareció don Carlos en el barrio, quedé prendada de él para siempre y de sus hermosos ojos tristes, sentí que la columna se me desarmaba, que mi madre desde el cielo me lo estaba mandando, él era el hombre esperado, me enteré que era soltero, que no tenía familia, que había vivido muchos años en el extranjero y que nalmente había decidido volver a Lima. No cabía duda, las oraciones de mi madre desde el cielo habían surtido efecto. Pero como nada es perfecto en la vida sucedió que un domingo muy temprano antes de ir a misa, mi puerta estaba abierta de par en par, yo estaba releyendo unas cartas que mi padre había escrito a mi madre cuando recién se conocieron y que ella siempre guardó muy celosamente. Estaba sentada en el mismo sillón desde donde lo sigo viendo pasar. Lloraba pensando en la historia de amor que crecí escuchando a mi madre del padre que no conocí. Recuerdo que él se asomó a la puerta y me dijo: —Buenos días señorita ¿tendrá una escalera que me preste? Era el peor momento, estaba despeinada, sin bañarme, llorosa y mi reacción fue de enojo porque no quería que me vea así, le di lo que me pedía rápidamente y me alisté para ir a la misa, la verdad lo


hice para él, para que cuando salga me pueda ver radiante. Pensé en ser amable y hasta supuse que podíamos coincidir en ir juntos a la parroquia, pero al salir encontré la escalera en la puerta con un letrerito que decía: Gracias señorita, disculpe usted la molestia, no quise ser inoportuno. Jamás volvimos a hablar. Te equivocaste mamita, San Antonio no me escuchó, o tal vez se cansó de estar todos los días de cabeza. Desde que don Carlos llegó al barrio, Otilia quedó prendada de él. Al conocer el horario inalterable de sus días cambió su ritmo de vida. Primero barría la vereda de su casa y él cruzaba a la otra acera, luego esperaba escondida tras la puerta para oler el aroma a cigarro que dejaba a su paso. Con los años fue cambiando de estrategia, la puerta se fue entreabriendo cada vez más, compró una bata que solo usaba para la ocasión especial de todos los días a las siete de la noche, optó por tenderse en el sillón hasta que decidió con sabia serenidad y nada de esperanza que esa sería su forma de amar a al hombre que siempre sería ajeno a ella.


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l paso de don Carlos se hizo un poco más lento pero siempre erguido. Flaco y alto, parecía que nada lo inmutaba, todo parecía calculado, tres metros antes de su aparición las llaves dentro de sus bolsillos parecían saludar pero justo en el momento mismo de pasar frente a la puerta de ella, inclinaba la cabeza y para nada volteaba, jamás lo hizo durante todo ese tiempo. —Yo sé que ella está allí, hermosa como siempre, como hace quince años cuando me mudé a este barrio, puedo sentir su olor, su bolero me alcanza hasta entrar a casa y tenderme en el catre y pensar en ella, solo en ella, la imagino tendida en su sillón, pensando en él, en su amor eterno, mientras yo sueño con sus inalcanzables besos. La imagino abriendo su baulito donde guarda celosamente cartas y recuerdos como aquella vez que encontrando un buen pretexto la sorprendí llorando. Todas las tardes escucha el mismo bolero que detesto porque me hace pensar que ama a otro que la traicionó o tal vez es el recuerdo de un difunto amor, mientras yo la quiero en silencio. No hablo con nadie, no tengo a quien preguntar, no tengo amigos. Soy un hombre solitario y tímido pero no hay día que no despierte pensando en ella, esperando volver a casa como si ella me esperara, vivo para trabajar y trabajo para sobrevivir. Si tan solo me mirara, si dejara de escuchar ese bolero triste y se jara en mí… me la imagino entornando los ojos, leyendo cartas, deseando a otro. No quisiera morirme sin que ella sepa lo que siento, no quiero vivir así, le escribiré una carta y se la dejaré bajo su puerta antes de ir a trabajar, esta noche la haré y que venga lo que venga. El reloj marca las siete de la noche, es el momento de la aparición del hombre de su vida, el primer y último amor: Esta vez, la


primera durante quince años, don Carlos tarda, no diez minutos, ni treinta ni una hora ni dos. Don Carlos no llega. Otilia sigue en el sillón, es una noche de agosto, la garúa de Lima parece hincar como agujitas en el rostro, menudita, salpicadita, las luces se van apagando una tras otra, el barrio duerme. Ella no. Desde su sillón escuchó el silencio de la madrugada, los gatos techeros hacen de las suyas, no concilia el sueño, su perfume se ha desvanecido, su aliento a las cuatro de la mañana es rancio. No tiene con quien hablar, a quien preguntar, está sola en el mundo, tendida en el sofá, toda ella marchita. El único ser humano importante en su vida no llega. Escucha cantar al gallo de todos los días, sin que haya cerrado los ojos, nunca tan claro tan potente como recordándole su soledad. Los boleros han dejado de sonar. Empieza un nuevo día. Don Carlos, el hombre que llegó al barrio tres meses después de la muerte de su madre, el vecino aco, alto y solitario que no hablaba con nadie, que pocos veían salir al amanecer pero sí retornar al caer la noche para desaparecer como si lo tragara la tierra, esa noche no llegó.


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l día siguiente transcurrió con la misma rutina, nada se alteró y se repitió una y otra. Pasó una semana y don Carlos no volvió. La puerta de la casa parecía congelada en el tiempo, no tenía un candado, no había bulla ni rastros de su inquilino. Otilia, en duermevelas sueña que unos labios fríos le besan la frente, y se deja de llevar, no quiere saber si es su madre, el padre que no conoció y que le sonríe desde un retrato, o don Carlos, deseaba que fuera él, por eso mejor era no despertar, perder la conciencia de la realidad, solo se dejaba llevar, sin resistencia. Transcurridos siete días, unos niños que jugaban cerca a la casa de Don Carlos empezaron a sentir un olor desagradable y fuerte, avisaron a sus padres y ellos llamaron a la policía, forzaron la puerta y allí estaba don Carlos, tendido sobre su cama, vestido como siempre de negro, con las manos cruzadas en el pecho, y entre ellas un sobre sin nombre. —Pobre hombre– dijo la encargada de la quinta tapándose la nariz visiblemente asqueada. Que yo sepa no tiene familia, habrá que llamar a la policía para que se encargue, pero este sobre lo guardaré por si algún pariente algún día pregunta por él, habrá, siempre hay.


T

odo fue rápido frente a los ojos de los vecinos pero para Otilia una eternidad. Durante las semanas siguientes su casa se había llenado de polvo y telas de araña, los boleros dejaron de sonar, desapareció el cartel de la puerta y esta se quedó permanentemente junta. Los niños jugaban empujandola para luego irse corriendo, al comienzo se escuchaba que ella golpeaba algo como indicándoles que se alejen y eso les gustaba mucho porque les daba miedo y hasta le pusieron de nombre: Otilia, la loca, pero poco a poco el sonido desapareció, al parecer dejó de molestarle, los vecinos bondadosos le alcanzaban una sopita, unos pancitos que ella recibía con gesto de agradecimiento. —Doña Otilia debe estar muy enferma— decían. Pasaron dos meses así, hasta que un día un chiquillo atrevido empujó más fuerte la puerta que de costumbre y esta se abrió de par en par, allí estaba ella en su sillón, parecía retozar sin la voluptuosidad de antaño pero con una extraña santidad de novia enamorada, entre sus manos el baúl de cartas de su padre, la foto de los novios y un papel amarillento de un cuaderno doble raya donde decía: Don Carlos…


Epílogo Así termina la historia de amor de doña Otilia y don Carlos, en la que si hubo un beso solo fue en un sueño.


Editorial La Maga Cartonera Magari Quiroz Beto Guerra 2019


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