despues de ti

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—Sí que le importa. Es tu padre. ¿A que sí te importa, abuelo? El abuelo desvió la vista del uno al otro y meneó ligeramente la cabeza. Las conversaciones decay eron hasta interrumpirse a nuestro alrededor. Nuestros vecinos se miraban entre ellos, nerviosos. Bernard y Josie Clark nunca reñían. —Solo lo dice por no herir tus sentimientos —gruñó mi padre. —Si no he herido sus sentimientos, Bernard, ¿por qué demonios voy a herir los tuy os? Es una tarta de chocolate. Ni que se me hubiera pasado por alto su fiesta de cumpleaños. —¡Lo único que quiero es que des prioridad a tu familia! ¿Acaso es pedir demasiado, Josie? ¿Una tarta casera? —¡Estoy aquí! ¡Hay tarta, con velas! ¡Aquí están los sándwiches de las narices! ¡No estoy tomando el sol en las Bahamas! —Mi madre dejó caer bruscamente la pila de platos sobre la mesa de caballete y se cruzó de brazos. Cuando mi padre hizo amago de contestar, se lo impidió alzando una mano. —A ver, Bernard, tú que eres un hombre tan abnegado con la familia, dime, ¿me puedes indicar exactamente en qué has colaborado en este tinglado, eh? —Oh-oh… —Treena se acercó un pelín más a mí. —¿Le compraste a papá un pijama nuevo? ¿Eh? ¿Se lo envolviste? No. No tendrías ni puñetera idea de la talla que usa. Ni siquiera sabes tu maldita talla de pantalón porque TE LOS COMPRO YO. ¿Te has levantado a las siete de la mañana para recoger el pan para los sándwiches porque algún necio al llegar anoche del pub no tuvo otra ocurrencia que tomar una ración doble de tostadas y dejar el resto de la hogaza fuera para que se echara a perder? No. Has estado con el culo sentado ley endo las páginas de deportes. Llevas semanas dándome la tabarra sin parar porque me he atrevido a exigir el veinte por ciento de mi vida para mí misma, para tratar de dilucidar si hay algo más que pueda hacer antes de pasar a mejor vida y, mientras y o sigo haciéndote la colada, cuidando del abuelo y fregando los platos, tú continúas dale que te pego por una maldita tarta comprada. Pues bien, Bernard, puedes coger esa tarta de las narices que por lo visto es una señal tan tremenda de dejadez y falta de respeto y metértela por el… —soltó un gruñido—, por el…, esto… ¡Ahí tienes la cocina, ahí tienes la condenada fuente para la masa, prepara una tú mismo y a hacer puñetas! Al decir eso, mamá volteó el plato con la tarta, que aterrizó boca abajo delante de papá; se limpió las manos con el delantal y salió airada del jardín en dirección a la casa. Se detuvo al llegar al patio, se quitó el delantal y lo tiró al suelo. —¡Ah! ¡Treena! Será mejor que le digas a tu padre dónde están los libros de cocina. Solo lleva viviendo aquí veintiocho años. Es imposible que lo sepa.

A partir de ahí, la fiesta del abuelo no se alargó mucho. Los vecinos se fueron


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