Yola Ramírez - Historia de una Leyenda

Page 1



No se trata de un triunfo definitivo, sino de una lucha sin fin. Nikos Kazantzakis

5

camino a la cĂşspide


L

as largas horas del vuelo de regreso a México tuvieron un balsámico efecto en la mente de Yola, pues la frustración que le había provocado el dejar atrás una vida soñada fue cediéndole el paso a la nostalgia por el terruño y las ganas de reencontrarse con los suyos. Fiel a su naturaleza optimista y reacia a toda forma de auto compasión, se enfrascó en una larga charla con La Pajarita en la que hicieron un emocionado recuento de todas las aventuras vividas, tantas que tuvieron que interrumpirlo cuando los altavoces de la nave anunciaron la llegada al aeropuerto del Distrito Federal. Nunca imaginaron que se encontrarían con una multitud de parientes, amigos y aficionados que estallaron en vítores cuando las vieron salir de migración, bajo los flashes de una legión de cámaras. Arrobadas, las chicas descubrieron de golpe que el tenis, aquello que de tanto practicar ya se había vuelto una rutina en sus vidas, las había catapultado a una impensada fama, y con esfuerzo salieron de su sorpresa para contestar las preguntas que les hicieron en tropel los periodistas que también se habían dado cita ahí. La sorpresa no terminó ahí. Al salir del aeropuerto ya las esperaba un automóvil descapotable, con su amigo Alfonso Ochoa –también tenista- convertido en improvisado chofer, quien les pidió subir de inmediato porque las iba a llevar al Deportivo Chapultepec, que había echado la casa por la ventana para organizar un desfile de autos encabezado por las nuevas y rutilantes estrellas que habría de terminar en las instalaciones del club,


donde tendría lugar una fiesta que arrancaría con una tanda de discursos y reconocimientos a las primeras tenistas nacionales que habían logrado la hazaña de colocarse en la finalísima de un Grand Slam, amén de sus varias coronas en singles, dobles y dobles mixtos en los torneos jugados en Europa y Medio Oriente. La celebración conmovió muchísimo a Yola, porque el club que la había arropado durante sus años de desarrollo tenístico y que de alguna manera era su segundo hogar por las muchas horas del día que pasaba dentro de él, ahora la recibía de manteles largos para homenajearla por todo lo alto. La mariposa volvía a la crisálida de la que surgió, y por un momento le pareció que todas las piezas del rompecabezas de su vida por fin encajaban para revelarle un presente maravilloso y un porvenir aún mejor. Se dejó llevar por el festejo, bailó y conversó como nunca, se reencontró con los viejos amigos, testigos y cómplices de su florecer tenístico y a todos les entregó su mejor sonrisa y las más sinceras gracias, porque reconoció con humildad que todos ellos habían sido parte esencial de lo que acababa de vivir y disfrutar del otro lado del océano. Al día siguiente, agotada por el largo vuelo, la fiesta que se prolongó hasta bien entrada la noche y el mareo de la celebridad recién descubierta,

De izquierda a derecha: Edda Buding, María Bueno, Renee Schuurman, Yola y Darlene Hard, durante el Masters Invitational Tournament en St. Petersbourg, Florida.


El trofeo de campeonas de dobles del Campeonato Internacional de Suiza, que se jugaba durante la temporada de arcilla.

Yola fue despertada por su madre, quien le llevó a su cama un altero de periódicos que reseñaban en sus primeras planas las incontables hazañas que había logrado durante los muchos meses que anduvo persiguiendo a la victoria por medio mundo, y la chica pudo confirmar en las letras e imágenes impresas que había regresado convertida en una heroína del deporte nacional. Durante las siguientes semanas las invitaciones a todo tipo de eventos no dejaron de fluir y acabaron por enlazarse con las celebraciones navideñas y de fin de año, en lo que a ojos de Yola parecía una fiesta sin fin que ya la comenzaba a abrumar un poco. Pero los primeros días de 1958, fríos y cargados de una sensación de resaca permanente, comenzaron a hacerle sentir que la larga digestión de sus logros había terminado y ahora volvía el hambre de triunfo más voraz que nunca. Ya era momento de planear la nueva gira, pero doña Imelda la devolvió a la realidad: nadie como ella valoraba sus hazañas, pero su espíritu pragmático la obligaba a ver que del tenis no se comía y por lo tanto debía volver al mundo laboral lo más pronto posible. Yola le recordó que ya tenía el boleto de regreso para Europa gracias a los buenos oficios en los naipes de su colega Mervyn Rose, y que el espartano manejo de los escuálidos viáticos que había recibido durante los nueve meses de su aventura le había permitido ahorrar una cantidad suficiente para solventar los gastos de la nueva gira, pero esos argumentos no hicieron ceder a su madre, convencida de que una señorita de su edad y con un título de secretaria bilingüe sobre el que ya comenzaba a acumularse el polvo, debía trabajar para granjearse un porvenir. Después de una intensa negociación ambas terminaron conviniendo en que Yola buscaría un empleo flexible que le permitiera trabajar unas cuantas horas para no descuidar sus entrenamientos, y después de algunos


días de búsqueda la Providencia volvió a tocar la puerta de los Ramírez. Una amiga de la familia les informó que Miguel Zacarías, el famoso productor, director y guionista de cine, estaba buscando un reemplazo para su secretaria, que estaba a punto de renunciar ante la proximidad de su boda, y de inmediato doña Imelda hizo que Yola elaborara una solicitud. Una semana después partió hacia la entrevista de trabajo en Producciones Zacarías, muy nerviosa porque estaba consciente de que sus conocimientos secretariales ya se habían enmohecido después de tantos meses de periplo. Pero su buena estrella parecía no tener intenciones de apagarse: Zacarías la reconoció al instante – cómo no hacerlo si su nombre e imagen habían sido una presencia constante en la prensa durante los últimos meses- y comenzó a entrevistarla con un comedimiento e interés especial. Más desenvuelta ante el cálido recibimiento, Yola comenzó a hacer gala de la simpatía y don de conversación que eran partes de su sello de fábrica, y todo era miel sobre hojuelas hasta que llegó la prueba de sus habilidades. A las primeras de cambio al cineasta le quedó muy claro que para el dictado la chica era más lenta que una cancha de arcilla después de un chubasco, y sin ocultar su decepción le sugirió que mejor siguiera dedicándose al tenis y le dejara al puesto a alguien que realmente estuviera calificada para él. El escollo no hizo más que envalentonar a la aspirante, acostumbrada como pocos a superar obstáculos. “No, por favor, deme el trabajo porque si no me va a regañar mi mamá… ¡Ya verá que voy a trabajar muy bien!”, le pidió con un tono entre suplicante y decidido que logró desarmar al productor. No sólo aceptó contratarla, sino que prácticamente ajustó los horarios y requerimientos del puesto a las necesidades de Yola. Entraría todos los días a las nueve, tendría en sus manos las más que sencillas tareas de preparar el café turco al que Zacarías era adicto y de poner en orden su escritorio, y después de unas cuantas horas de hacer prácticamente nada, salvo lavar las tazas una vez vacías de su aromático contenido, podría salir a comer. En la tarde repetiría la misma rutina y terminaría la jornada a una hora muy conveniente.

Yola y Rosie posando para la prensa los exclusivos vestidos diseñados por Ted Tinling.


Con el equipo representativo de México en los Juegos Panamericanos.

Ella quedó fascinada con ese trato que le permitiría dedicarse a entrenar en sus horas libres, sin el agotamiento implícito de un trabajo normal, y agradecida le regaló al productor la medalla que había recibido del mismísimo presidente del Líbano, la tierra de los antepasados de Zacarías, que había llevado a la entrevista después de transmutarla en talismán. Conmovido, el productor rechazó amablemente tan generoso obsequio, pero ante la insistencia de la chica acabó aceptándolo y posteriormente mandó a enmarcar la medalla sobre un fondo de terciopelo para colocarla en un lugar muy especial de su oficina. Lo que siguió fue un periodo feliz en el que Yola llegaba todos los días a las nueve en punto, preparaba el café y ordenaba el amontonamiento de guiones y contratos que cada noche parecían multiplicarse en el escritorio del productor, y después corría al muy cercano Deportivo Chapultepec a entrenarse una hora. Regresaba a la oficina a recibir a don Miguel, que se apersonaba ya cercano el mediodía, y después de un par de horas de más contemplación que trabajo volvía al club a jugar otro rato, luego se comía apresuradamente un emparedado y volvía para el turno vespertino. La ausencia de tareas complejas y responsabilidades reales sin lugar a dudas habrían acabado por matarla de aburrimiento, de no ser porque en Producciones Zacarías siempre había un desfile impresionante de estrellas cinematográficas: por aquí entraba María Antonieta Pons, por allá salía Antonio Badú, y cuando parecía que el día estaba tranquilo y Yola comenzaba a bostezar, un creciente barullo anunciaba la llegada del mismísimo Pedro


Infante, arropado por una legión de mujeres que se disputaban una mirada del gran ídolo. A todos ellos los recibía don Miguel con Yola presente sirviendo el café, y al paso de los días la chica acabó por entender por qué la había favorecido con un empleo tan fácil y bien remunerado, haciéndose de la vista gorda ante sus notorias incapacidades para el puesto: el cineasta vivía rodeado de rutilantes celebridades de la Época de Oro, y tener como secretaria a toda una diva del tenis internacional le pareció ideal para acabar de convertir a su oficina en un Olimpo terrenal donde sólo tenían cabida seres de habilidades y talentos casi mitológicos. Poco después llegó el momento de partir a un nuevo Circuito del Caribe y Yola, sintiéndose la peor de las sinvergüenzas por atreverse a pedirle a Zacarías una dispensa laboral de meses, después de haber recibido el regalo de un trabajo prácticamente ornamental, se encontró con la sorpresa de que el productor le dijo que sí de mil amores, instándola a irse a coleccionar nuevos logros y prometiéndole que su empleo la estaría esperando cuando volviera. Hacia allá partieron Yola y La Pajarita, dispuestas a refrendar su papel de figuras internacionales, pero se encontraron con la novedad de que el muy generoso Circuito del Caribe había acabado por atraer a una pléyade de estrellas del deporte blanco. La brasileña María Esther Bueno y la norteamericana Darlene Hard, que ganarían a lo largo de sus carreras un total de 16 títulos de Grand Slam cada una, entre singles, dobles y mixtos, llegaron para adueñarse de la gira en lo individual, mientras que en los dobles Bueno formó una invencible pareja con la afroamericana Althea Gibson, otra leyenda del tenis famosa no sólo por los diez títulos grandes que coleccionaría en su vida, sino por haber sido la primera mujer de color en competir a nivel internacional en una época marcada por la segregación racial. A pesar de que las mexicanas jugaron muy bien, pues a su enorme talento ya se le había sumado el invaluable ingrediente de la experiencia, y de que en cada torneo lograron llegar a las últimas rondas, no lograron hacerse

Una de las medallas de oro que Yola obtuvo en Juegos Panamericanos. En tres participaciones (México 1955, Chicago 1959 y Sao Paulo 1963) se colgó un total de ocho metales: cuatro de oro, tres de plata y una de bronce.


Siempre que jugaba en Europa lograba congregar una gran afición en todos sus partidos (Queens).

de ningún trofeo, abrumadas por el poderío de tan soberbias rivales. Pero resolvieron no bajar los brazos y menos cuando partieron hacia Europa, pues el recuerdo de las hazañas del año anterior aún estaba en sus mentes y la brisa del Mediterráneo pareció insuflarles nuevas energías para coleccionar títulos. Y como la fama de gran doblista de Yola ya se había esparcido por doquier, comenzó a recibir incontables invitaciones para jugar en la categoría de mixtos: el norteamericano Gardnar Mulloy, los indios Ramanathan Krishnan y Naresh Kumar, el belga Jacques Brichant, el húngaro Anton Jancso y el británico Billy Knight fueron sus más frecuentes compañeros en la especialidad, y junto con ellos llegó a muchas finales y levantó varios trofeos. Después de una gira sobre tierra batida plena de éxitos en singles, dobles y mixtos, Yola llegó a Roland Garros con la férrea determinación de demostrar que la final de dobles del año anterior no había sido producto de la casualidad. En singles también llevaba el objetivo de llegar a las instancias definitivas, máxime después de ser sembrada en la posición número doce, pero si algo padeció en sus primeros años jugando torneos grandes fue de la incapacidad de llegar a las rondas finales de la segunda semana. Títulos de campeona no le faltaban, pero los Grand Slam son El Dorado de los grandes tenistas y su conquista requiere de algo más que talento y experiencia. El fantasma de la derrota ronda las canchas, produce descalabros que de tan sorpresivos se vuelven históricos, y a Yola le tocó caer en sus garras otra vez: perdió en tercera ronda por segundo año consecutivo ante la sembrada número cinco, la norteamericana Dorothy Knode, pero ya libre del compromiso del singles se enfocó con ánimos de revancha en los dobles. Una a una fueron dejando a sus rivales en el camino, desconcertándolas con la rapidez de Yola, la efectividad en la red de La Pajarita y la implacable agresividad de ambas. No eran una simple pareja: eran un equipo que había desarrollado un lenguaje invisible para comunicarse la estrategia a seguir en cada punto, para cubrir los flancos débiles, para defender o atacar al unísono, y eso hacía cada vez más complicada la experiencia de enfrentarlas. Llegaron a la final, ya sin sorpresa de por medio, y antes de entrar a la cancha


se prometieron que esta vez no dejarían pasar la oportunidad. Pero la empresa no pintaba nada fácil: iban a enfrentarse a las australianas Mary Hawton y Thelma Long, que les habían endilgado un par de dolorosas derrotas el año anterior en la final de Roma y en las semifinales de Wimbledon, y el cotejo tendría lugar en el mítico estadio Philippe-Chatrier, la histórica cancha central del Roland Garros que en aquel entonces rara vez albergaba partidos de mujeres, pero que en esa ocasión las recibió seguramente por el revuelo que habían causado las mexicanitas el año anterior. A la fecha Yola no recuerda los detalles del encuentro, pero sigue sintiendo vivamente el estruendo en el estadio y la emoción de un partido disputadísimo que sólo presenció dos quiebres de saque en su favor. Ganaron 6-4, 7-5 y al término del último punto se abrazaron emocionadas, sabedoras de que se habían convertido en las primeras mexicanas de la historia en poseer un título de Grand Slam, hazaña que no ha vuelto a repetirse. Desgraciadamente el hecho no quedó plasmado en un sustrato físico capaz de resistir el paso del tiempo: en aquel entonces los trofeos no eran de uso generalizado, y en el caso de Roland Garros se premiaba a las campeonas con un perfume Carven y un delgadísimo suéter de cashmere para cada una, que atesoraron orgullosas pero que acabaron desapareciendo para siempre tras una efímera existencia. Para completar el romance con el tradicional torneo de la ciudad luz, Yola alcanzó las semifinales en los dobles mixtos haciendo pareja con el hún-

Enseñándole a bailar a Rod Laver.


garo Antal Jancsó, y si bien en ese 1958 las chicas no habían llegado a París en calidad de desconocidas, la suma de estos resultados provocó que salieran de ahí convertidas en auténticas celebridades del deporte blanco, a tal punto que se les acercó el no menos famoso Teddy Tinling, todo un personaje que en su impresionante currículum de vida se desempeñó como jugador de tenis, diseñador de modas, escritor de un par de libros, teniente coronel del ejército inglés e incluso espía durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de que su carrera como tenista fue muy breve y no muy relevante, aquejado en todo momento por un asma pertinaz, Tinling se las ingenió para convertirse el modisto de las grandes estrellas femeninas durante más de tres décadas. Le llamaban el Christian Dior del tenis y, consciente de su gran talento y creciente prestigio, limitaba su labor a vestir a sólo ocho damas por año, lo que lo convertía en todo un objeto de deseo. Todas las tenistas querían llamar su atención, cosa que lograban sólo si sumaban un impresionante palmarés y un probado carisma personal. Yola y Rosie, cumpliendo a cabalidad estos lineamientos, acabaron siendo invitadas a formar parte de la privilegiada octeta ataviada por Tinling. Él les diseñó unos vaporosos vestidos orlados con un discreto bies en verde y rojo, del que pendían entre los holanes unas pequeñas y muy coquetas guitarritas. Las generosas piernas de ambas hicieron el resto y durante el


resto de la gira lucieron esplendorosas portando los atuendos del célebre diseñador y cautivaron las miradas de los graderíos, además de que Yola ya había recibido el privilegio de ver su nombre estampado en las raquetas Wilson y en los tenis que usaba, algo no tan común en esa época. Llegó entonces la siempre difícil gira de pasto en tierras británicas, ingrata en lo particular para Yola por la dificultad que tenía para adaptarse a la resbaladiza superficie. No logró grandes resultados y una vez que llegó a Wimbledon se despidió en la tercera ronda, después de darle una dura batalla a la sembrada número uno, la norteamericana Althea Gibson, pero en dobles continuaron embaladas y lograron repetir las semifinales del año anterior. Luego de ese mes en Inglaterra el camino natural para todo tenista de altos vuelos era asistir a la gira norteamericana que culminaba en el Grand Slam de Forrest Hills, ya en los albores del otoño, pero Yola había probado el año anterior las delicias de una pequeña gira de cinco semanas por Alemania, cuya arcilla le venía tan bien a su estilo de juego que se coronó en varios torneos disputados en Berlín, Munich, Hamburgo, Dusseldorf y Baden Baden. Al término de su aventura en tierras germanas Yola volvió a México, consciente de que su madre no volvería a tener la paciencia de esperarla otros nueve meses mientras defendía su buen nombre de las habladurías de los chismosos de siempre. El regreso fue más terso, pero también menos festivo: ya no hubo una faraónica celebración precedida por un desfile, y aunque los nombres de las chicas seguían sonando fuerte eso seguía sin reflejarse en apoyos de ningún tipo, porque las autoridades deportivas mexicanas desde aquel entonces no se mostraban muy proclives a apoyar a sus atletas, por muy brillantes que fueran. Pero poco importaba, porque después de algunos años jugando con constancia Yola ya dominaba el know-how de la vida itinerante y modesta del deportista amateur, ahorrando hasta el último centavo de los contados patrocinios, viáticos y algunos dinerillos que por debajo de la mesa les hacían llegar algunos aficionados de buena fortuna. Eventualmente dejó su trabajo en Producciones Zacarías y


doña Imelda ya no insistió en el tema de hacerla buscar otro empleo. Había terminado por comprender que el tenis era la carrera de su hija, sin remuneración de por medio pero con muchos satisfactores. El dinero no faltaba por los buenos oficios de Yola para administrar sus contados ingresos, y ya llegaría el final natural de esa aventura cuando la muchacha se casara. Así fue que en 1959, ya libre de todo compromiso laboral, Yola retomó su rutina competitiva. Después de un buen paso por el Circuito del Caribe volvió a brillar en Europa, con el aliciente de ir en compañía de sus padres por vez primera, pues don Juan y doña Imelda habían estado ahorrando un largo tiempo para regalarse el placer de ver triunfar a su pequeña en vivo y a todo color. En el esquivo Roland Garros cayó nuevamente en la fatídica tercera ronda del torneo individual, pero resuelta a desquitarse en los dobles recorrió con La Pajarita el ya bien conocido camino por el draw hasta llegar por tercera ocasión consecutiva a la gran final. Ahí se encontraron con la desinhibida pareja sudafricana de Sandra Reynolds y Renne Schuurman, a las que les pasaron por encima en el primer set, pero entonces algo falló en el fino mecanismo que guiaba el implacable juego de la dupla mexicana, perdieron el control por completo y acabaron cediendo 6-2, 0-6 y 1-6. Sin embargo, Yola no iba a dejar pasar la oportunidad de seguir haciendo historia en el tradicional evento francés. En los dobles mixtos se hizo acompañar por el británico Billy Knight, un zurdo de potente juego con el


que se entendía muy bien, y fueron avanzando en la gráfica hasta llegar a la gran final, donde se encontraron con un obstáculo imponente: Renee Schuurman, que la acababa de derrotar en la final de dobles, haciendo dupla con una de las grandes figuras de todos los tiempos: el australiano Rod Laver, único tenista en ganar dos veces el mítico Grand Slam –los cuatro torneos grandes en el mismo año-, entre otros innumerables logros. La final de mixtos tuvo para Yola un significado muy especial, pues no sólo se enfrentó al reto de vencer a dos grandes figuras, sino que una de ellas era un amigo muy querido. Conoció a Laver, a quien apodaban Rocket, desde los primeros años que compitió en el Caribe, y no sólo se cayeron muy bien y entablaron largas conversaciones durante las interminables fiestas con las que los agasajaban en ese lujoso circuito, sino que encontraron un vínculo que los uniría para siempre. En alguna ocasión Yola le predijo: “Rocket, tú vas a ganar Wimbledon muy pronto”, lo que sorprendió al australiano, pues sólo su entrenador se había aventurado a aseverarle lo mismo. Halagado, quiso agradecer lo que interpretó como un buen deseo, pero Yola continuó: “Eres un gran tenista, pero un pésimo bailarín. Y una vez que te corones en La Catedral… ¿cómo diablos vas a bailar el vals en la cena de campeones?”. Y sí, Laver era un cohete en las canchas, pero al momento de bailar el ritmo que fuese lo hacía con la gracia de una mantis religiosa. Entonces Yola ofreció darle clases todas las tardes durante su estancia en el Caribe, y entre paso y paso fueron sellando el pacto de una amistad eterna, además de que llegado el momento él pudo salir con decoro del trance de bailar ante la prensa internacional y la rancia nobleza británica. En la lucha por el campeonato de dobles mixtos Laver y Yola se olvidaron de su amistad y de sus pactos dancísticos y, ganadores de pura cepa como eran, batallaron de principio a fin para llevarse la gloria. Al final el marcador se inclinó del lado de la mexicana y Billy Knight, que se abrazaron eufóricos para celebrar el apretado 6-4, 6-4 que le dio a la mexicana su segundo título de Grand Slam. Satisfecha por los muchos logros alcanzados en suelo francés, ape-


nas celebró para enfocar su mira a lo que venía inmediatamente después, la corta gira sobre césped. Hastiada de no encontrarle el modo a la caprichosa superficie, durante la gira por el Caribe había aceptado la invitación de una amiga, Betty Rosenquest-Pratt, que poseía una hermosa casa en Kingston, Jamaica, en la que contaba con una impecable pista de grama. La mujer practicó con ella durante un par de semanas y le fue revelando los secretos del pasto, cómo deslizarse, cómo predecir el siempre errático bote de la bola, y ese breve entrenamiento fue suficiente para darle a Yola una renovada confianza en sus habilidades. Una casualidad más de esas que le gustan al Destino: así como Rod Laver aprendió a bailar valses en tierras caribeñas, Yola aprendió ahí mismo a danzar en césped, y tan segura se sintió que cambió su tradicional hoja de ruta en la previa de Wimbledon. En los años anteriores había optado por jugar un par de eventos menores antes de enfilarse hacia La Catedral, pero en el 59 eligió presentarse en el tradicional Torneo de la Reina en Londres, en el que grandes figuras se han y se siguen consagrando hasta la fecha. Y lo ganó, ante la incrédula mirada de sus padres, que atestiguaron cómo su hija rompió otra de las muchas barreras que la vida le puso enfrente. La celebración duró muy poco, porque los draws de Wimbledon acababan de salir y Yola descubrió con algo de decepción que en la cuarta ronda le tocaría enfrentarse a la sembrada número uno, la británica Christine Truman, una rival enorme y poderosa que la acababa de derrotar en la tercera ronda de Roland Garros, para luego coronarse campeona. Como si los obstáculos no fueran pocos, la Truman también tendría respaldo de su público. Los padres de Yola, que ya tenían una reserva para el barco de regreso, de plano le preguntaron si deberían quedarse, y la chica les contestó


que no, porque seguramente iba a perder. Los señores Ramírez emprendieron el regreso a México al mismo tiempo que Yola llegaba a Wimbledon. Al paso de los días la fatídica cita llegó, y enfundada en el coqueto vestidito de Teddy Tinling se presentó en la legendaria Cancha 1 a vender cara una derrota que nunca llegó, porque la rebelde que siempre habitó dentro de ella resolvió de último minuto que no estaba dispuesta a perder con la tal Truman por muy buena y muy campeona que fuese, y acabó avasallándola con un lapidario 6-3, 6-2 bajo los aplausos enfebrecidos de un público que cedió ante el arrojo de la chaparrita mexicana. La victoria le regaló algo más: después de participar en siete Grand Slams por primera vez se clasificaba a cuartos de final, lo que marcó un nuevo hito en su carrera. Y aunque ya no pudo llegar más lejos, se llevó la satisfacción de llegar a semifinales de dobles por tercer año consecutivo en compañía de La Pajarita. Después de Wimbledon volvió a Alemania a jugar sus torneos favoritos, y un mes más tarde fue una de las integrantes de la delegación mexicana en los III Juegos Panamericanos en Chicago. Cuatro años antes, en la Ciudad de México, se había colgado la medalla de plata en singles y la de oro en dobles mixtos, y resuelta a mejorar ese palmarés dio lo mejor de sí bajo el sofocante calor de agosto en Illinois y repitió la plata en individuales, cayendo frente a Althea Gibson en la final, ganó la de oro en dobles junto a La Pajarita y una áurea más en mixtos haciendo mancuerna nuevamente con Gustavo Palafox. En suma, ganó dos de las seis medallas doradas que consiguió toda la delegación mexicana en esos juegos. Terminó así otro año de ensueño, encaramada en las alturas del tenis internacional, aunque sabía que le quedaba pendiente la asignatura de acabar con la sequía de finales en individuales de Grand Slam, y con eso en mente se dedicó a esperar la llegada de la siguiente temporada.



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.