Fragmentos de tokio blues

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FRAGMENTOS DE TOKIO BLUES Nosotros (con “nosotros” me refiero a la gente normal y a la que no lo somos tanto), todos nosotros somos seres imperfectos que vivimos en un mundo imperfecto. Y no debemos vivir de una manera tan rígida, midiendo la longitud con una regla y los ángulos con transportador como si la vida fuera un depósito bancario. ¿No te parece? (…) No te reprimas por nadie y, cuando la felicidad llame a tu puerta, aprovecha la ocasión y sé feliz. Puedo decirte por experiencia que esas oportunidades aparecen dos o tres veces en la vida y, si las dejas escapar, te arrepentirás para siempre. Así que pensé lo siguiente: "Conoceré a alguien que me quiera con toda su alma los trescientos sesenta y cinco días del año". Estaba en quinto o sexto curso de primaria cuando lo decidí. -¡Qué fuerte! -exclamé admirado-. ¿Y lo has conseguido? -No es tan fácil como creía -reconoció Midori. Reflexionó un momento contemplando el humo-. Quizá sea por haber esperado tanto tiempo, pero ahora busco la perfección. Por eso es tan difícil. -¿Un amor perfecto? -¡No, hombre! No pido tanto. Lo que quiero es simple egoísmo. Un egoísmo perfecto. Por ejemplo: te digo que quiero un pastel de fresa, y entonces tú lo dejas todo y vas a comprármelo. Vuelves jadeando y me lo ofreces. "Toma, Midori. Tu pastel de fresa", me dices. Y te suelto: "¡Ya se me han quitado las ganas de comérmelo!". Y lo arrojo por la ventana. Eso es lo que yo quiero. -No creo que eso sea el amor -le dije con semblante atónito. -Sí tiene que ver. Pero tú no lo sabes -replicó Midori-. Para las chicas, a veces esto tiene una gran importancia. -¿Arrojar pasteles de fresa por la ventana? -Sí. Y yo quiero que mi novio me diga lo siguiente: "Ha sido culpa mía. Tendría que haber supuesto que se te quitarían las ganas de comer pastel de fresa. Soy un estúpido, un insensible. Iré a comprarte otra cosa para que me perdones. ¿Qué te apetece? ¿Mousse de chocolate? ¿Tarta de queso?". -¿Y qué sucedería a continuación? -Pues que yo a una persona que hiciera esto por mí la querría mucho. -A mí me parece un desatino. -Yo creo que el amor es eso. Pero nadie me comprende. -Midori sacudió la cabeza sobre mi hombro-. Para un cierto tipo de personas el amor surge con un pequeño detalle. Y, si no, no surge. -Eres la primera chica que conozco que piensa así. [...]

Tokio Blues (Norwegian Wood), de Haruki Murakami (fragmento)

Gustave Flaubert Madame Bovary (fragmento)


" Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidez deslumbrante; pero volvió la cabeza: Carlos estaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta las cejas, y sus gruesos labios temblequeaban, lo cual añadía a su cara algo de estúpido; su espalda incluso, su espalda tranquila resultaba irritante a la vista, y Emma veía aparecer sobre la levita toda la simpleza del personaje. Mientras que ella lo contemplaba, gozando así en su irritación de una especie de voluptuosidad depravada, León se adelantó un paso. El frío que le palidecía parecía depositar sobre su cara una languidez más suave; el cuello de la camisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; un pedazo de oreja asomaba entre un mechón de cabellos y sus grandes ojos azules, levantados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más bellos que esos lagos de las montañas en los que se refleja el cielo. (...) Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas. "

Como le sucediera al regreso de La Vaubyessard, cuando las cuadrillas giraban en remolino dentro de su cabeza, sentía una melancolía gris, una desesperación soñolienta. León reaparecía más alto, más guapo, más suave, más vago; aunque se hubiera ido, estaba allí, no la había dejado, y las paredes de la casa parecía que guardaran su sombra. No podía separar su mirada de aquellas alfombras por las que había andado, de aquellos muebles vacíos en los que se había sentado. El río corría siempre y empujaba lentamente sus pequeñas olas a lo largo del ribazo resbaladizo. Ellos se habían paseado por allí muchas veces, oyendo aquel mismo murmullo de ondas, sobre los guijarros cubiertos de musgo. ¡Qué buenos cielos soleados habían disfrutado! ¡Qué buenas tardes, a solas, en la sombra, en el fondo del huerto! León leía en voz alta, con la cabeza descubierta, sentado en un taburete de palos rústicos; el viento fresco de los prados hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas de la glorieta… ¡Ah, se había ido él, el único encanto de su vida, la única posible esperanza de felicidad! ¿Cómo no se había agarrado ella a aquella dicha, cuando se le ofrecía? ¿Por qué no haberle retenido con ambas manos, de rodillas, cuando quería irse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Sintió deseos de correr a reunirse con él, a echarse en sus brazos, a decirle: “¡Soy yo, y soy tuya!”. Pero se sentía cohibida por anticipado con las dificultades de la empresa, y sus deseos, aumentados por un remordimiento, se volvían por ello más activos.

Pero no importaba: ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez, a que ya estaba llamando.. Y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto


de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Clarín, Leopoldo Alas: La Regenta. Espasa-Calpe, 289-290.

El Lápiz del Carpintero. Manuel Rivas.

...Me resulta raro eso que dice, dijo el guardia rascándose la barba rala con el punto de mira del fusil. ¿ Por qué? Pensé que para usted, como pintor, eran más importantes las imágenes que las palabras. Lo importante es ver, eso es lo importante. De hecho, añadió el pintor, se dice que Homero, el primer escritor, era ciego. Eso querrá decir, comentó el guardia con algo de sorna, que tenía muy buena vista. Si. Exacto. Eso quiere decir. Ambos callaron atraídos por la tramoya del crepúsculo. El sol discurría tras el monte de San Pedro hacia un muelle de exilio. Al otro lado de la ensenada, las primeras acuarelas del faro hacían más intensa la balada del mar. Poco antes de morir, dijo el pintor, y lo dijo como si el hecho de haber muerto fuese algo ajeno a ambos, pinté esta misma estampa, lo que estamos viendo. Fue para la escenografía del Canto Mariñán de la Coral Ruada, en el Teatro Rosalía de Castro. Me gustaría haberlo visto, dijo el guardia con sentida cortesía. No era nada del otro mundo. Lo que sugería el mar era el faro, la Torre de Hércules. El mar era la penumbra. Yo no quería pintarlo. Quería que se oyese, como una letanía. Pintarlo es imposible. Un pintor cabal, cuanto más realista quiera ser, sabe que el mar no se puede llevar a un lienzo. Hubo un pintor, un inglés, se llamaba Turner, que lo hizo muy bien. La imagen más impresionante que existe del mar es su naufragio de un barco de negreros.Allí se escucha el mar. Es el grito de los esclavos, esclavos que quizá no conociesen del mar más que el vaivén en las bodegas. A mí me gustaría pintar el mar desde dentro, pero no como un ahogado sino con escafrandra. Bajar con lienzo, pinceles y todo, como dicen que hizo un pintor japonés.


Tengo un amigo que quizá lo haga, añadió con una sonrisa nostálgica. Si antes no se ahoga en vino. Se llama Lugrís. La del crepúsculo era, por alguna razón, la hora preferida por el pintor para visitar la cabeza del guardia Herbal. Se le posaba en la oreja con firme suavidad, a horcajadas, como el lápiz del carpintero. Cuando sentía el lápiz, cuando hablaban de esas cosas, de los colores de la n ieve, de la guadaña del pincel en el silencio verde de los prados, del pintor submarino, de la linterna de un ferroviario abriéndose paso en la niebla de la noche o de la fosforescencia de las luciérnagas, el guardia Herbal notaba que le desaparecían los ahogos como por ensalmo, el burbujear de los pulmones como un fuelle empapado, los delirios de sudor frío que seguían a la pesadilla de un tiro en la sién. El guardia Herbal se sentía bien siendo lo que en ese instante era, un hombre olvidado en la garita. Conseguía por fin acompasar su corazón al cincel del cantero. Latía con la rutina de un servicio mínimo. Su pensamiento era el proyector luminoso de un cinematógrafo. Como cuando de niño pastor, su mirada sostenía un reyezuelo picando el perfil del tiempo en la vertical de la corteza, o aguantaba una brizna de hierba el borde del reloj fatal del remolino en la fuente.. Fíjate, las lavanderas están pintando el monte, dijo ahora el difunto. Sobre los matorrales que rodeaban el faro, entre los peñascos, dos lavanderas tendían la ropa a clarear. Su lote era como el vientre de trapo de un mago. De él quitaban interminables piezas de colores que repintaban el monte. Las manos rosadas y gordezuelas seguían el dictados de los ojos del vigía, guiados a su vez por el pintor. Las lavanderas tienen las manos rosas porque de tanto fregar y fregar en la piedra del agua se les van quitando los años de la piel. Sus manos son las manos de cuando eran niñas y comenzaron a ser lavanderas. Sus brazos, añadió el pintor, son los mangos del pincel.Del color de la madera del aliso, porque también se formaron junto al río. Cuando escurren la ropa mojada, los brazos de las lavanderas se tensan como las raíces de la orilla. El monte es como un lienzo. Fíjate. Pintan sobre tojos y zarzas. Las espinas son las mejores pinzas de las lavanderas. Ahí va. La larga pincelada de una sábana blanca. Dos trazos de calcetines rojos. El temblor liviano de una lencería. Extendida al clareo, cada pieza de ropa cuenta una historia.

El lápiz del carpintero:


Los recuerdos no se eligen, se tienen....porque los recuerdos son engramas como cicatrices en la cabeza... tu eres mi cicatriz favorita

El lapiz del carpintero (O lapis do carpinteiro):

EntĂłn deu en chover e abrigaronse no palco da musica, pero a eles non lles importaba a chuvia, seguiron a pasear pola Alameda, chovia a mares, meu sargento, debian de estar enchoupados, pensei que estaban tolos, pero eles coma se nada, coma se non chovese, teĂąo visto homes e mulleres facendo de todo, pero eles bebian un do outro.

Rayuela "AndĂĄbamos sin buscarnos pero sabiendo que andĂĄbamos para encontrarnos"


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