Ganadores Cuento Extraeditado 2014
Y erba M a l a
Cartonera
©Extraeditada Cuento 2014 © Editorial Yerba Mala Cartonera. 2013 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
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Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba Impreso en Bolivia Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi
Índice Fiebre Inicial •5 Otra calurosa tarde antes de las seis frente a la estación de trenes, a punto de llover. •11 EL FORNICARIO •19 SUNSTAR NO ES UNA ESTRELLA •25 La Serenata •33 LARGO •39 Correspondencias •45 Res Pública •53
Fiebre Inicial Segundo año del extraeditado, aunque en esta ocasión el género en cuestión es el cuento corto, para tales fines contamos con un jurado de lujo y cuando decimos “de lujo” es que porque sabemos la valía de los mismos: Liliana Colanzi (Bolivia) es autora del libro de cuentos Vacaciones permanentes (El Cuervo, 2010) y editora de dos antologías. Estudia literatura comparada en la Universidad de Cornell, EEUU. Escucha con frecuencia a Nick Drake. Daniel Rojas Pachas (Perú) escritor, Editor y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Actualmente dirige la Editorial Cinosargo. Magdalena González Almada (Argentina) es docente e investigadora lleva adelante, desde 2011, el Grupo de Estudio Sobre la Narrativa Boliviana, dentro de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, es miembro del comité editorial Portaculturas. El ganador del concurso fue Roberto Cuéllar Higa con la obra “Otra calurosa tarde antes de las seis frente a la estación de trenes, a punto de llover” Las menciones de honor fueron para Edgar Soliz Guzmán con la obra “El fornicario”; Moisés Alejandro Rocha Cruz con la obra “Sunstar no es una estrella”; Nelson Kinn Monje con la obra “La Serenata”; Abel Mijail Miranda Zapata con la obra 5
“Largo”; Natalia Guzmán con la obra “Correspondencias” Además, el jurado ha considerado incluir un texto más entre las menciones de honor, a manera de bonus track Miguel Alejandro Santos Díaz con la obra “Res pública” Ahora no queda más que empezar a sumergirse en las hojas de este libro y dsifrutar. Sol eso
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Obra Ganadora
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Roberto cuellar Higa Nacido en Santa Cruz de la Sierra, de padre cruceño y madre japonesa; tiene un hermano mayor que le aventaja en seis años, una compañera de vida a quien narra cada nueva invención; además, un perro excallejero y un gato negro de barda que el propio can domesticó. En su momento, leyó con afiebrada curiosidad obras diversas. Le entusiasma la literatura fantástica en la línea de lo siniestro. Aficionado al género cuento, algunos de sus relatos han sido publicados en antologías tanto en formato físico como de difusión por la red.
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Otra calurosa tarde antes de las seis frente a la estación de trenes, a punto de llover.
Darío Carsún se enteró la madrugada del lunes, último de su vida, de que dos magníficos cuernos adornaban su cabeza, por cuyo tamaño se batían con los del más cabrón de los hombres. Ya en la tarde, bajo un sol de magma, a las cuatro y media salió a hacerse respetar. Le ahogaba la cadena que pendía de su cuello. Sentía divulgarse a través de su piel un hormigueo de odio y quebranto. Se quitó la cadena y, quizás por los nervios, pasó por alto que no la guardó en el bolsillo del pantalón, sino que cayó en la vereda maltrecha. Se despojó también de la camisa, que amarró alrededor de la cintura. Durante la caminata sospechó que lo espiaban con atrevida expectación. “Esta gentuza ya lo sabía -pensó-. ¡Que me sigan! ¡Verán cómo un hombre hace virtud!”. A la misma hora, Magdalena entraba a la ducha, suelta de trapos, pasmosamente desnuda. Pronto se vistió y ultimó la maleta, hinchándola con porquerías. Le quedaba demasiado pesada. Optó por desechar la colonia de litro, una horda de lápices labiales, incluso el relicario de marfil mentiroso con textura de sandía, todos obsequios de Darío Carsún. Encendió el radioreceptor para perder el tiempo, un poquito más. “A las seis en la estación de trenes”, repetía una ansiosa voz en su 11
cabeza, cuyo tono fluctuaba entre el propio y el de su amante. El trecho a la fuga se encogía en cada palpitación, cuando la pobre desconocía su muerte impostergable. Igualmente a las cuatro y media, salvo por la barba, una lamentable resaca y el desguañango de su lealtad, Eustaquio Fustigo salió dispuesto y perfumado al contundente sopor de las calles, confiado de su buena suerte. Quería estar fuera de la ciudad cuanto antes. “A las seis en la estación de trenes”, y con ese pensamiento se alegró sin dar cabida a la vergüenza. Guardaba en su bolsillo el boleto de ambos, junto a un rosario. No tenía idea de que moriría, pues algo había salido muy mal. Darío Carsún y Eustaquio Fustigo escoltaron su amistad durante años, con tal ahínco y nobleza que al destino se le ocurrió contrariarlos, sin chance al diálogo ni a dejar el asunto impago, porque a muerte adoraban a la misma mujer. Tendrían que encontrarse una vez más, cara a cara, pues uno iba a confrontar al otro que huía, y la senda del que persigue y la del que escapa siempre acaban enmarañándose como serpientes infaustas. En torno a esto, el sabueso traicionado se enteró gratuitamente del secreto aquella misma madrugada, se diría que por fortuna, acaso por suprema desgracia, de la triste boca de un borracho que no sabía lo que decía, ni a quién se lo decía. -Entonces, hasta mañana -susurró Darío Carsún, y se alejó, rascando la cabeza del desdichado inconsciente, casi en son de agradecimiento funeral. Caminando a cobrarse la felonía, esa tarde pensaba en Magdalena. La supuso frente al espejo, maquillándose moretones de amor, frutos de besos ajenos. Sintió náuseas; se enfureció y pensó que en sangre acudiría su venganza. Magdalena tomó un taxi a las cinco cuarenta y tres. El 12
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chofer olió sus nervios y, no tanto por tranquilizarla cuanto por hurgarle la boca, probó charla sobre el clima y asuntos menores. -Va a llover -vaticinó, girando el volante. Pese a no recibir réplica, insistió: “Se viene un surazo”. La miró inolvidables segundos por el retrovisor, y su imaginación le llevó a pensar que la mujer había hecho algo muy malo, y que se iba para nunca volver. Un semáforo en rojo y la más bribona casualidad encararon a Magdalena con Darío Carsún, quien por puro instinto empezó a zigzaguear fieramente por media avenida. “¡Magda!”, gritó, sin darle ocasión de ocultarse en el taxi. Con la luz verde, una ola metálica avanzó, mientras él con todas sus broncas corría detrás. El coche parqueó enfrente de la estación de trenes. El reloj de la torre marcaba las cinco y cincuenta y siete. El cielo descargó relámpagos súbitamente. Eustaquio Fustigo dibujó una sonrisa de alivio el instante que vislumbró a Magdalena bajar del taxi, aunque le bastó ese segundo para notar que lo hacía despavoridamente y a tumbos con su maleta. Ella resbaló, y en el espacio abierto vio a Darío Carsún, volando con furia de toro y un rostro de perdida fe, enseñando sus puños de fina herrería. Magdalena se incorporó, tenía las piernas cuajadas de espanto, y apretó los ojos cuando sintió el calor de su verdugo a insignificantes pasos. Su amante hizo lo mismo. Darío Carsún se lanzó hacia ella, pero había cerrado también los ojos. No supo cuándo ni cómo una furgoneta, que nadie supo explicar de dónde salió, lo impactó de lleno. Ambos amantes probaron la bofetada de mierda intestinal que se internó adrede en sus pudores caídos. El mundo giró de cabeza. La fuga ya no tenía el menor sentido. 13
Duró una eternidad el trueno que jorobó la ciudad a esa hora, y como si el cielo hiciera una mueca de asco, empezó a llover. Desde la torre un campaneo anzunció las seis en punto. Magdalena, en dirección contraria a la muchedumbre que ya hacía tumulto, volvió a casa bajo el alfanje del aguacero, agusanada del corazón, errática, como si un esbirro invisible torciera su brazo y le jalara la oreja. En su alcoba, una agobiante premura la conminó a emparejar las cosas. Se agasajó el estómago con un termo de infusión de gajitos de mandarina y raticida, suplicando piedad divina sin escupir las espumas que estallaban en los arrabales de su boca. Eustaquio Fustigo no la había seguido; nunca cancelaba un viaje. “Llama a la mala suerte”, era su pesimista lema. Tomó su tren abriéndose paso entre los curiosos, mientras algunas hambrientas palomas picoteaban trocitos de grasa sanguinolenta. El monigote de Darío Carsún, artísticamente regado en la superficie del pavimento, fue lo que se llevó en la mente para siempre. Vomitó por fin en el vagón, rendido ante la madura resaca en su estómago y espíritu. “¿Cómo lo supo...?”, se interrogó. Su humanidad dio un vuelco rotundo: “¡Pero qué hice!”. Pues recordó un espectro, un bulto humano a quien había entre nebulosa borrachera la madrugada de ese día confesado todo, ¡todo!, sin saber lo que decía, ni a quién se lo decía. Así un lunes cualquiera, vio la hora de emparejar las cosas con su amigo, decidido sin embargo a seguirle traicionando con Magdalena en los confines del más allá. Irreconocible, mustio, alcohólico y con la barba crecida hasta el indecoro, Eustaquio Fustigo hizo noticia en la tierra y el infierno: Invitó a que el tren de las seis lo partiese en dos, otra calurosa tarde antes de llover, como testimonio de que la fatalidad mete la mano en los tristes y apurados amores de tres. 14
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Menciones de honor
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edgar soliz guzman (Oruro, 1982). Escribe poesía, cuento y crónica de temática homosexual, miembro de “Movimiento Maricas Bolivia”, ha publicado Diccionario Marica, 2014. Rojo, pobre y maricón.
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EL FORNICARIO
Un río hemorrágico bañaba su cuerpo. La sangre, caliente y viva, provocaba su respiración acelerada, los cortes en las falanges de los pies iniciaban su delirio y la sensación lacerada en cada espacio intercostal lo sumía en su locura. La primera caricia, que lamió su ombligo hasta llegar a la ingle, serpenteaba, húmeda y parsimoniosa, en su piel rancia y los cortes en las comisuras labiales afloraban su sangre virgen: la misma que le provocaba mayor excitación cuando paseaba su lengua alrededor de los labios y se detenía, con especial vehemencia, en las comisuras de donde sorbía, extasiado, el líquido ardiente. Todavía consciente sentía el chorro cálido de las heridas en los espacios interdigitales de las manos que lo envolvía en una convulsión orgásmica, mientras un dedo salivado se perdía en proximidades de su ano y lo conducía a su pequeña y única muerte. Tres horas después Amadeo yacía convulso y delirante, bañado en sangre, la débil voz, que apenas se dejaba escuchar, se confesaba a sí mismo ser legítimo dueño del sueño de “El Fornicario”... La Sapa dobló una esquina de la hoja y cerró el libro. Ordenó llamar a sus hijas consentidas y empezó a humedecer sus labios con delicados movimientos linguales que le otorgaban el aspecto de un batracio, gordo y amancebado. Acostada sobre su propio cuerpo empezó a tocarse con dificultad, por la casi inmovilidad en la que se encontraba, y levantó sus enormes tetas para chupar desesperada la punta de sus pezones colorados que nunca se le endurecían. Había olvidado que en su condición los estímulos no sirven de nada, 19
así que debía dejarlo todo a la imaginación e imaginó, si servía de algo, su escultural cuerpo, sus caderas pronunciadas y su vagina. Imaginó que por fin se le abría la entrepierna y que podía observar, a través de un espejo de mano, esa herida amplia: lubricada y ancha, palpitante y profunda, abierta y sangrante, lampiña y excitada. Una concha, como prefería llamarla, dispuesta a ofrecer sus labios a quien los deseara. Y mientras sonreía observó al hombre que nunca la quiso, a quien le había dado sus mejores años, por quien se había hecho las tetas, ese que siempre se llevaba sus ganancias y la abandonaba por una “mujer de vedad”, como siempre le aclaraba. Sin embargo sus mejores recuerdos tenían su rostro y mientras lloraba se repitió a sí misma que “ningún malparido maraquero volvería a aprovecharse de ella”. Todo era inevitable, no logró ningún orgasmo, su excitación era turbada por los recuerdos dolorosos de ese hombre que la violaba a vista y paciencia de la clientela que se mofaba de semejante espectáculo, nada podía hacer, el hombre la violentaba amenazándola con la botella rota incrustada entre sus tetas que comenzaban a sangrar. Abrió los ojos y volvió a observarlo, él estaba ahí, frente a ella, desnudo, colgado, sangrando y mirándola lujuriosamente como aquellas noches de agresión desmedida. La Sapa ya no era la misma, la violencia, el desprecio, el abandono, el amor, habían sembrado un profundo odio en su corazón de modo que no le importó sus remordimientos cuando lo observó casi desfalleciente. “Voy a sentar un precedente en mi vida”, pensó y lo miró de reojo mientras sus hijas preferidas se acercaron tímidamente. Ambas envolvieron su enorme cuerpo, la de la derecha tomó tiernamente una de sus tetas talla 44, que le costaron más de dos mil dólares y que ahora le pesaban por el dolor de sentir la purulencia en ambas, y la de la izquierda trató de encontrar el nervio viril perdido en medio de esa masa grasienta que la rodeaba lentamente, 20
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levantó la masa de su abdomen inferior para empezar a frotar ese nervio expuesto a su mayor placer. De repente esa enorme masa informe se debatió entre la convulsión y el delirio, entre la realidad y el sueño, se olvidó del hombre colgado frente a ella, se dejó llevar por el ritmo de sus vírgenes consentidas que acariciaban tiernamente su dolor. La Sapa besó, presurosa y turbada, los labios de cada una hasta provocar en más de una ocasión lubricaciones excesivamente ruidosas. Sus dos hijas fueron presa de La Sapa, sudorosa y fétida, que se las tragó con cada bocanada y las llenó de lujuriosa pasión con esa hábil lengua mojada. Una a una montaron su cuerpo, cuidando de agarrar su pene para que no se les perdiera entre el cúmulo de grasa que amenazaba colapsar en cualquier momento. Su nervio enguantado las destrozó de placer y mientras se sumían en quejidos desesperantes ese nervio lacrimoso, el único recuerdo de su errada hombría, fue el objeto de culto para esas doncellas que siempre quedaban insaciables. La arremetida, frenética y brusca cópula se subordinó a posiciones nunca antes imaginadas, hasta que en determinado momento las tres amantes se confundieron en una misma masa hecha caos en premura del orgásmico principio de devastación. La Sapa terminó con una apoteósica eyaculación que bañó el rostro de una y las tetas de la otra, la señora disfrutó de diez minutos de placer concentrados a su más tiránica explosión, sintió su cuerpo por el peso de una pluma que caía lentamente y rezó a sus siete ángeles protectores para encomendar al hombre que la observó por última vez. Amadeo, como prefirió llamarlo desde que empezó a leer la novela, comenzó a sentir los efectos de la cuantiosa pérdida de sangre, débil, confuso y frío exhaló un suspiro largo mientras enloqueció de una sed infinita que consumió su vida. Y a medida que los ojos se le cerraron se observó, enclenque y abandonado, en la enorme pupila viva de La Sapa. 21
El hombre despertó espantado, un hilo de sangre roja y caliente manaba de su nariz y se perdía en la comisura de sus labios, cuando se tocó y observó alrededor, pudo comprobar que la sangre había manchado el lado de la cama donde dormía, infranqueable, su enorme y gruesa mujer. Intentó limpiar su sangre hasta que descubrió el libro sobre el velador, una esquina de una página estaba doblada, abrió cuidadosamente y leyó: Tres horas después Amadeo yacía convulso y delirante, bañado en sangre, la débil voz, que apenas se dejaba escuchar, se confesaba a sí mismo ser legítimo dueño del sueño de “El Fornicario”. En el sueño un hombre moría colgado, desnudo y desangrado en manos de la Madame que regentaba el prostíbulo más famoso de la ciudad…
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Moisés alejandro rocha Vive en Buenos Aires, hijo de chuquisaqueños buscadores de fortuna que un día llegaron a la Argentina. Queriendo hablar de Bolivia siempre termina hablando del desamor. El lenguaje que más siente propio es el de las imágenes y el silencio; la palabra escrita, y sobre todo la oralidad, le resultan ridículamente difíciles y espantosos, que el cine y una cámara de fotos nunca le falten.
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SUNSTAR NO ES UNA ESTRELLA
Cuarenta grados de temperatura vocifera la radio y comienza otra cumbia, esta vez habla del desamor por una cholita. Como siempre, Buenos Aires suena afuera como un enjambre furioso, se confunde con el ru-run infinito de las rectas y las overlock, de las Juki y de las Sunstar, las máquinas que están por todo nuestro alrededor. Detrás de esta puerta de latas oxidadas, comienza mi pedazo de libertad, aunque la tengo que compartir con algunas moscas y la humedad que trepa por las paredes rasposas; es un baño, pero sé que todos los costureros de aquí lo ocupamos también como patio. Haciendo pie en la taza, miro a través de la ventana, pequeña y cuadrada como ella sola, la luz de afuera me encandila, pero un rato después ya puedo ver un cielo limpio y las copas de algunos árboles que hoy están totalmente quietos. Si fuese por mí, me quedaría horas viendo por este hueco, lo descubrí hace unos años cuando se me dio por fumar, pero hoy, los puchos están demasiado caros y tengo que ahorrar, además mi jefe y, sobre todo su hija, siempre descubrían y reclamaban del olor a humo. De repente, sin poder reaccionar, siento que mi pie resbala, luego me atraviesa un horrible vértigo como un latigazo, el golpe en la cabeza se sintió frío, casi no se sintió. Estoy tendido en el suelo, no puedo hacer otra cosa más que ver las manchas de moho del techo, de a poco, se van pareciendo a estrellas y éstas, a su vez, van formando galaxias; es mediodía, pero siento que se va haciendo de noche. 25
De un coro de gritos que abarrotaban la terminal de La Paz, con mucho esfuerzo reconocí la voz de la doña que por noventa bolivianos me había vendido los pasajes a Villazón, me envió a toda prisa al andén ocho, a diferencia de mí, el bus estaba listo para partir inmediatamente. Cuando quería que el tiempo se haga largo, se hizo corto, se aceleró con desesperación. No sabía si cargar las maletas o abrazar a mi madre, abrazar a mi madre o cargar las maletas. No recuerdo qué hice primero y qué hice después, el bus estaba ya en marcha, la figura de mi viejita se iba haciendo cada vez más pequeña. Me dejé caer pesadamente contra el respaldo de mi asiento, me atrapó la incertidumbre y sólo el tedio me ayudó a dormir. A la mañana siguiente, me despertaron con golpes en mi hombro, todos se tropezaban en el pasillo del bus, agarramos nuestras pocas cosas con el apuro de una banda de fugitivos; luego una hilera de gente estábamos frente a la oficina de migraciones, preguntas, sellos, más sellos, patadas a las maletas, caras preocupadas, gritos, sellos de otro color. Dólares, siempre dólares, quinientos o nada, quinientos o usted no es turista, no pasa. Bienvenido a la república Argentina decía en letras grandes, todos a otro bus, avanzamos unos pocos kilómetros y otra vez hombres de verde, levantaron la mano, no nos saludaban; bajamos todos en fila india, nuestras cosas revueltas, algunos resignados con la mirada perdida al costado del camino; la fila se hizo más corta. Repetí mi nombre, lo repetí más fuerte, después más lento, me salvé por poco. Por la ventanilla sólo veía la llanura, la pampa mejor dicho, la pampa interminable, siempre lo mismo, una y otra vez. ¿Habrá sido un presagio de lo que es mi vida ahora? Pero juro que nos movíamos, no sé por qué el paisaje no cambiaba, ¿nos movíamos? Me desperté en medio de la madrugada, malos sueños, oportunamente nocturnos; era mi abuelo, cabellos y bigote blanco, se movía parpadeante como un reflejo a la par 26
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del bus, me llamaba con su sombrero café, varias veces había escuchado decir a mi madre que cuando soñaba con él, era porque le iba a ir mal en algo. Al otro día, ya estábamos entrando a Buenos Aires, luego de perder varias horas atascados en el tráfico, nos informaron que arribamos a nuestro destino final, la terminal de Retiro. Después que encontré el número de don Félix escrito en un papel cuidadosamente doblado en mi billetera, le marqué desde un teléfono público para que me venga a recoger; había escuchado su oferta de trabajo en una radio allá en La Paz, buscaba jóvenes con ganas de progresar para una fábrica textil en la Argentina. Mientras cruzábamos nuestras primeras palabras en persona y cargábamos mi equipaje a su camioneta, me pareció notar que estaba algo borracho. Llegamos a su fábrica, que al final era más como una casa, era grande, pero parecía vieja y abandonada, las paredes estaban todas descascaradas. Ya desde el largo pasillo de la entrada escuché música y la bulla de mucha gente, una vez dentro me presentaron con todos; la hija de don Félix, Lilian, me ofreció mi segundo vaso de cerveza y su primera pregunta fue si yo era el nuevo esclavo, en aquel momento no entendí si era una broma o hablaba en serio, respondí con una sonrisa nerviosa. Las cajas azules de cerveza se apilaban formando un muro, de más al fondo se podía sentir el olor de carne asada, el estómago me hizo ruido; esa noche bebí con ellos y comí cuanto quise. Al día siguiente, un lunes, me explicaron todo lo que les pareció que debía saber, trabajaría desde las siete de la mañana hasta las once de la noche, los domingos serían mi único día libre. Para dormir me tocó la parte de arriba de una cama marinera de tres pisos, la habitación la compartiría con siete trabajadores más. Estaba prohibido salir a calle sin permiso, como no tenía documento argentino, me advirtieron que podría terminar encarcelado. Tuve también que entregar mi carnet 27
como garantía de algo que no supieron decir bien. Aquel lunes, sirvió como molde perfecto para los días que vendrían, uno tras otro pasaban sin ninguna diferencia, así como pasaban las prendas de ropa por las máquinas de coser, fue muy fácil perder la noción del tiempo, perder la noción de todo. Mi voluntad, entonces, se fue cayendo al suelo como caían los retazos de tela, que cuando formaban un montón importante, se los embolsaba y se los tiraba a la calle. Lo único que pudo germinar de aquello, fueron las interminables punzadas en la espalda, el ardor en los ojos, el cansancio pesado aplastante y profundo, la mala comida, el mal sueño, las mentiras a la madre; la mala vida, la vida que no era y nadie quería, pero que todos callábamos con un esmero extraordinario. La noche se mece sobre mí, va y vuelve como un gato negro frotándose contra el silencio y el olvido, son mis ojos abriéndose y cerrándose, escucho una serie de golpes, retumban como tambores sordos en todo mi cráneo, luego oigo un estallido, una voz nebulosa, hasta que finalmente veo una cara que reconozco, don Félix. Me levanta del piso, tengo mucho frío, me saca del baño y me lleva a la cocina tratando de que no me vean los demás. Llama por teléfono a su hija, que ahora es enfermera recién graduada, y acuerdan en que la buscará con el auto ya mismo, me dice que no me mueva y sale apurado. Sentado en esta silla, me doy cuenta que podría estar perfectamente muerto, que el golpe en la cabeza no duele tanto como duele la espalda y el corazón, definitivamente tengo que salir de este lugar; nada que valga la pena cabe en este taller, ningún sueño, ninguna esperanza, ninguna promesa, nada. Busco una barreta que había visto en el patio de atrás, voy a la puerta de salida y comienzo a forzar la cerradura, salen algunos compañeros a verme; cuando por fin consigo abrir la puerta, llega la camioneta con Félix y Lilian, antes que siquiera puedan bajar, estrello la barreta en todo el auto, vuelan los cristales rotos, estalla un chispazo tras otro del hierro contra 28
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el hierro, las abolladuras se van acumulando, ellos permanecen inm贸viles en sus asientos.
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Nelson Kinn Monje Nacido en Oruro, vísceras cochabambinas, sangre camba/colla/roja/hualaycha y corazón bolivianisimo. 52 febreros le agarran viviendo en Santa Cruz, donde comienza a escribir y se le va haciendo manía. Autodidacta marketero, publicista, comunicador, relacionador, bohemio, vendedor y enseñador. Impenitente lector, escuchador, mirador, oledor, tocador y sobre todo amador de la vida, de su parejo, su gente consanguínea y la familia que el camino le regaló. Recién publica aquí y promete incorporarlo a sus hábitos.
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La Serenata
Nuestro banco en la plaza está vacío, hoy no vinieron esos changos vestidos de negro con el ojo tapado con su jopo. Me siento en el medio, así no se arriman otras gentes. Llega el Osky, se sienta junto a mí y tras los habituales comentarios sobre el clima, el fútbol y el desastroso estado del país, me pregunta cómo me he enterado de la triste noticia y evoca con voz cargada de tierna nostalgia: -¿Te acuerdas, hermanito, esa vez que, por culpa del gauchito, casi nos hacen dormir en cana? Así inicia el Osky, por millonésima segunda vez, su relato de aquella noche, hace más de medio siglo, cuando el Chueco nos iba a llevar a dar serenata a su nueva novia, a quien, como las otras, no conocíamos, pero seguro que era, la más hermosa peladita que has visto, pero con un padre jodido como mordedura de víbora. El Chueco lo tenía todo previsto: Arturito podría ir, a condición que se ponga con el rancho y las cervecitas para envalentonarse antes. Silverio, el Gaucho, iba a tocar la primera guitarra y el mismísimo Chueco cantaría con su voz de camión en bajada, que él juraba que se parecía a la de Jorge Negrete. El Osky, los tojos y yo, los sempiternos acólitos, estaríamos ahí, fieles y curiosos. Casi todos, habíamos sido amigos de barrio, desde la época que salíamos sin calzón y con chupón a jugar con el barro de la calle. El Chueco era algo mayor y llegó cuando ya estábamos en primaria, venía de Sucre, supuestamente su 33
padre escapaba por política. El mismo año que llegó se hizo nuestro líder y fue expulsado de la escuela por el padre del Osky, después supimos que era su segundo año aplazado, de ahí en adelante le perdimos el rastro a su carrera escolar. Solo Arturito no iba a la escuela pública, él usaba saquito y corbata “michi” para ir al colegio de los curas, en el “Chevro” de su Papá, que nos quería mucho, al contrario de la madre “huele puchi”, que detestaba que su hijo se juntara con la tropilla y más aún que fuera nuestro impenitente mecenas, pero gracias a Carreño, todavía eran épocas donde el padre mandaba. Silverio apareció una tarde en la canchita donde entrenaba nuestro glorioso “Paraíso Fútbol Club” y se ofreció para reforzar el equipo. Osky creyó que era mi amigo, yo, por su cuidada pinta, creí que era amigo del Arturo, quien, por la edad, creyó que era amigo del Chueco y el Chueco desconfiaba del advenedizo. Después de una semana, ya parecía haber nacido en el barrio, era amable, alegre, buen futbolista, guitarrero y tenía siempre tanto que contar y enseñarnos, salvo cuando intempestivamente se perdía por un par de semanas, supuestamente ayudando a su hermano en el trabajo que tenía en la frontera. La famosa noche, en la pensión de doña Eulalia, dimos cuenta de un reverendo locro de charque y una docena de cervezas que inspiraron los ensayos para el show callejero. Ya casi a la hora de salir se plegaron dos amigos del Chueco, de esos dirigentes con los que se lo veía últimamente y que para nosotros encarnaban a la política, que nos estaba robando a nuestro amigo. La tropa inició la marcha hacia el barrio de Lazareto, pero al pasar por la plazuela, Silverio me entregó su guitarra, para acercarse a tres individuos que aparentemente lo esperaban, el resto, ralentizamos la marcha y escuchamos que subían la voz. De pronto, sonó un pito y de las dos esquinas de la plazuela aparecieron carabineros que nos cercaron y nos 34
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subieron, guitarras y todo, a un destartalado camioncito que se dirigió al comando. -El Chueco siempre fue un peine, en una hora nos sacó de ahí, menos al Gauchito que no volvimos a ver. Hasta ahorita me intriga saber por qué nos agarraron y cómo logramos que nos soltaran. Se lo va a extrañar al Chueco, ¿no ve, hermanito? -sentencia el Osky concluyendo su relato. Nos ponemos de pie, nos tomamos del brazo y enrumbamos, cepillando el piso, hacia el salón “Misericordia”, donde lo están velando al Chueco, antepenúltimo ausente del banco de la plaza que los changos de negro amenazan tomar.
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Abel Mijail Miranda Zapata
Nació en 1989. Desde muy joven se dedicó a las actividades artísticas en su natal Oruro. Hizo giras nacionales e internacionales con el elenco teatral “Arlequín, Arte y Teatro”. Luego formó parte de la Comunidad Audiovisual “Septimojo”, promoviendo la actividad cinematográfica en su ciudad. Fundó la Editorial Rostro Asado Cartonera, con la que publicó su primer libro de poemas (Entre Balas Perdidas, 2009). Fue, además, miembro y fundador del Colectivo de Agresión Cultural “Perro Petardos”. Cuentos y poemas suyos han formado parte de antologías en las editoriales Rostro Asado Cartonera, Yerba Mala Cartonera y Torre de Papel. Otros de sus textos se han publicado en el suplemento paceño “Fondo Negro” y las revistas “Punto Aparte”, “La Escencia”, “El Peter”, “Resquicios” y “Cinemas Cine”. Desde 2010 reside en Cochabamba y es colaborador del suplemento cultural “La Ramona” del Diario Opinión. 37
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LARGO A la memoria de El Largo y su hermanito
El Largo era bien grande. El Largo era bien jodido. El Largo emputado daba miedo. Le sacaba la mierda a cualquiera. Pero no era mal tipo. Más bien, era buen chango. Todos lo respetábamos y nuestras mamás le tenían una compasión inmensa. El Largo siempre saludaba a todos moviendo sus ojitos perdidos y asustados. Siempre estaba borracho y sonreía tapándose la boca. El Largo tenía manchas verdes en los labios que daban vergüenza. El Alejandro, mi compañero de curso, también tiene esas manchas. Debe ser cosa de gente grande y burra. Porque el Ale, aunque parece de 14 años, sigue siendo como una wawa de 5. El Largo también es cojudo, no es malo, pero es bien cojudo. Eso lo saben todos y por eso mismo lo justifican y defienden cuando se pone bruto como él solo. Es que al Largo no hay que joderle con preguntas raras. A veces no entiende y directo te piña. Luego se pone triste y desaparece días. El Largo, como he dicho, es grande y por eso sufre. No se le conoce más familia que el Chavita, mi carnal. A él, es como si tampoco se le conociera familia. Pobres changos. Los dos son bien tristes, pero no por miserables. Son tristes, por tristes, así de sencillo. A veces las viejitas les llevan sopita y entonces sonríen. El Largo vive y mantiene al Chavita de lo que los Destrucos roban para él. Por eso, en el barrio, la mayoría de las veces, todos callan y olvidan. 39
La anterior semana al Rayco, que vive en mi casa, le tiraron dos garrafas y seiscientas lucas. Todos saben que al final los que cobran son el Lobo y el Largo. Sobre todo el Largo, porque el papá del Lobo trabaja en la alcaldía y el muy pendejo solo se hizo el mero por mala leche. Así es el Lobo, malvado. Por eso nadie lo quiere. Excepto el Largo, que cuando está bien borracho siempre grita que el Lobo es su sangre. Algún misterio tienen, un pacto secreto que nadie conoce. El Lobo después del medio día agarra a los Destruquitos y los pone en filita. Y ahí nomás cagaron. Comienza a cobrar. Cuando está emputado, su ñatita siempre le hace el desplante, los agarra a patadas, les tira cabezazos contra la pared, les estruja las bolas. Al Chava no lo toca, obvio. El Largo después del despute y de cobrar se disculpa de todos, les dice cualquier huevada y les hace reír. Como una mamá después de una paliza. El Lobo es una mierda de soberbio y no está guachando que la tojpa está creciendo y que el Chava le tiene un odio de otro mundo. Difícil saber por qué. El Largo no le da importancia y sigue nomás en su mambo. Esa fidelidad no es de nada, digo, tendrán su historia. Son sangre, pues. Hermanados por y desde siempre, el Largo y el Lobo. Aunque todos dicen que ese cabrón se aprovecha del Larguito. La verdad nomás, también. Yo me he dado cuenta hablando con el Chavita. Parecerá muerto, pero sus ojos están incendiados, puro fuego. En su corazón algo debe estar como hueco, también. Sus graffitis tienen un no sé qué que te jode. Sus graffitis son una cagada. El Micky, mi hermano, dice que el Chava es un artista. Mamadas, lo que pasa con el Chava es que está gritando auxilio como puede, sabe que cualquier rato todo se va para la mierda. El día que todo se fue a la mierda, sus viejos del Lobo estaban como locos. El Largo no sabía nada. El Chavita asustado se fue a esconder a la tienda del K’ewa. No tenía 40
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dónde más refugiarse. Quería a su hermano al lado, más que nunca antes, y él no aparecía. Era de noche y nadie sabe cómo el Chava se había lanzado al Lobo y menos de dónde le habían crecido los huevos para arreglarle la cara. El Largo no aparecía. Todos lo buscábamos y el cojudo no aparecía. Negro, todo se veía negro. Cuando mi mamá se enteró, lloró nomás. Sabía la vieja sabia, pues. El papá del Lobo no iba a parar hasta hacerle pagar al Chavita. El Lobo, además de cabrón, marulo. ¿Cómo pudo cagarlo así al chango de su carnal? Uno nunca se explica cómo hay gente que llega al mundo para vivir como la mierda. Justo cuando el viejo del Lobo y unos pacos lo timbraban a golpes al chango del Largo, él aparece por la esquina. Cuando el Chava lo vio el mundo se puso en mute y stop. Esos ojos aguados yéndose del mundo son lo más desolador que he visto en mi puta vida. Lloré como si algo se me rompiera dentro. El Largo corrió a zancadas largas y con un salto mortal lanzó un planchazo tumbándose a los tres huevones. El papá del Lobo no podía pararse y se borró a las rastras. Uno de los tombos, el más gordo, se pegó contra la jardinera y chillaba como chancho sin levantarse. Al otro, al que quería hacerse el putas, el Largo se lo despachó en un carajo y a puro puñete. El Lobo, invisible. Tiempo después supimos que para eso ya estaba camino de Tarija. Fin de la historia. El Largo en La Grande no duró nada. Lo esperaban hartos para arreglar cuentas. A la segunda semana lo achuraron y los pacos lo dejaron morir nomás. Nunca nadie vio su cuerpo y menos se animaron a reclamarlo. Pero todos lo sufrieron. Algo se acababa. Con el Largo se iba toda una vida. Toda mi vida hasta él. Hace un mes me crucé con el Lobo. Está gordo, casi es otra persona. Como todos nosotros. Ya nadie recuerda a Los Destructores, ni al Lobo y menos al Largo o al Chavita. El tajo que le hizo mi carnal ni se nota. Haciéndome el gil me quedé 41
viendo qué hacía. El Lobo pasó por la jardinera del K’ewa, yendo hacia su casa. Ahí doña Cliceña, la chichera del barrio, hizo armar, en memoria del Largo, un altarcito que todavía se mantiene. El Lobo ni voltea, ni agacha la mirada. Mal nacido. En los malos tiempos el altar siempre estaba lleno de flores y velitas. Los últimos Destrucos ponían misas para el Largo y pedían en su nombre por todos los cuates de la Chirola. Pedían que a ellos no los encanen, también. Yo le pedía por el Chavita nomás, que al final era mi sangre y su sangre.
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Natalia Guzmán Nació en 1980 en la ciudad de Cochabamba, Bolivia. Lic. en Filosofía y Letras. Ganadora también del concurso Binacional ARBOL (Argentina- Bolivia) 2014.
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Correspondencias
Apagó la batidora. El molde estaba en mantecado, la masa entraba al horno. Debía sacar la ropa de la lavadora, doblarla, volver al departamento y bajar a recoger la correspondencia. Maya seguiría durmiendo, no hace mucho había iniciado la siesta. Dejó la puerta del apartamento sin asegurar, algunas veces olvidaba las llaves dentro. La lavandería se hallada a dos puertas, cualquier movimiento podía ser detectado. La ropa estaba tibia. Doblarla era un acto infinito. Hace meses que todo parecía un acto infinito. Levantarse. Alistar a Maya. Trabajar. Recoger a Maya. Ir al supermercado. Volver. Ordenar. Cocinar. Dormir. Descansar de la Muerte. Volverse a levantar. Al regresar por el pasillo escuchó una melodía saliendo por una puerta entre abierta, sostuvo la perilla por unos segundos, hasta que el silencio nuevamente la urgió. Se inclinó para dejar el canasto, se dirigió al cuarto, vio a Maya durmiendo. Respiró. En la cocina observó la comida en el horno, se le ocurrió que hacía meses que no escuchaba música, estaba bien, no escuchar música estaba bien, sin recuerdos, sin ilusiones, sin sueños, sin melancolía. Faltaban diez minutos más, y la cena estaría lista. Debía bajar para recoger las cartas. Tenía que hacerlo rápido. Maya despertaría en cualquier momento. Ahora lo más importante era Maya. Su seguridad. Maya. Salió rápidamente. 45
Se acercó al ascensor. Apretó el botón. Estaba descompuesto. Serían siete pisos, tendría que hacerlo a paso rápido, inició con entusiasmo. Sus pasos adquirieron un ritmo propio, recordó a Maya en la tina, cantando, pidiéndole que cante con ella, pintando en la pequeña sala que tenían, llorando por algún capricho, aprendiendo a ponerse la chaqueta nueva. Maya despertándola con un beso. Descansó un momento. Faltaban cinco pisos más. Eran las cuatro de la tarde y ya era de noche. Nuevamente agarró el ritmo. Algo así como un trozo de alegría la había invadido. Las gradas olían a café, hace meses que no hablaba con nadie, nadie indispensable. Recordó a gente, gente para la que seguramente tampoco era indispensable, personas con las que lo único que compartía era soledad y esa estúpida ilusión de creer que estaban siendo, de alguna manera extraña, parte de una gran historia. Amasar emociones. Aprender la fortaleza del vacío. Se sentía fuerte, rota pero fuerte, faltaban dos pisos. Eran muchos meses que no leía, ni siquiera revistas. El invierno le impedía caminar, distraerse. El sonido de la puerta estalló tres escalones más abajo, el freno fue inmediato. Salió él primero, gritando, un empujón provocó que se callara, ella gritó más fuerte. Él levantó la mano y ella estaba a punto de atacarlo, cuando se percataron de su presencia. Nunca unas miradas habían compartido tanto silencio. Mujeres. De alguna manera él se sintió aliviado aunque sea temporalmente. Bajaron y la discusión se fue perdiendo junto con ellos. Le costó bajar el siguiente escalón, el cuerpo se le había adormecido. Respiró. El descenso se hizo más lento. Se preguntó qué habría sucedido si jamás hubiese recibido aquella carta. Tal vez su realidad sería diferente, quizá seguiría jugando el juego de todos. Las víctimas. Los que se refugian 46
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ante la posibilidad de volverse nadie. Escondiéndose. Huyendo. Tal vez ella de alguna manera también lo hacía. La pausa entre escalón y escalón se acentuaba. Nació la nostalgia de fotos que jamás le sacó a Maya. Sonriendo. Maya despertando en medio de los dos. Maya comiendo. Maya cantando. Maya dándole un beso. Maya acariciando su seno. Abrió la puerta del primer piso, la gente apresurada, volviendo del trabajo, mujeres saliendo con los niños, amantes encontrándose en el mezzanine, abuelos de largos bastones esperando. Se dirigió a los casilleros y abrió el suyo. No encontró nada. El timbre del elevador sonó. Cerró la pequeña puerta. No tendría que subir las gradas. Jamás olvidaré el rostro de Anna al ingresar al elevador, estábamos llenos y no nos quedó más que friccionarnos el uno con el otro. Olía a tierra húmeda. Olía a otro lugar. Le pregunté por el número de piso y ella respondió siete. Sería el inicio del encuentro de muchos otros más. Recordaría la frialdad de ese momento. Anna con la mirada perdida en los siguientes 7 pisos por subir. No sabrían lo que vendría. La calidez de las sábanas enredadas. Las madrugadas acompañadas que tendrían. Anna convulsionando sola en el apartamento. Los días de carencias. Las visitas peligrosas. Sonó la campanilla del piso séptimo. Salió lentamente. Pensaba en el casillero vacío. Dio la vuelta el pasillo. Escuchó el llanto de Maya, se apresuró, el timbre de la cocina sonó suavemente, la comida estaba lista. Torció la manilla e intentó empujar la puerta varias veces, una y otra, y otra vez, cada vez con un golpe más fuerte. Suena una sirena en la calle. 47
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Miguel Alejandro Santos Díaz (Ciudad de México, 1978). Estudió Letras Clásicas en la UNAM. Ha ganado algunos concursos literarios, entre los que destacan Criticón 1, concurso de crítica teatral realizado por Teatro UNAM y la Revista Paso de Gato; y el Torneo de Poesía Adversario en el Cuadrilátero 2012, realizado por la editorial independiente Verso Destierro. Ha publicado en varios medios impresos y electrónicos, en el Suplemento Semanal del periódico La Jornada; en algunas antologías nacionales e internacionales; en 2013 publicó la plaquette Poco más, múltiples formas, en la colección Pase de abordar de la editorial (H)onda Nómada Ediciones; y el libro Alud en el sombrero de tu palma, en la colección Poesía sin permiso, de la editorial independiente Verso Destierro. Actualmente forma parte de la Agrupación de Poesía y Arte sonoro Nos falta el Loco (junto con el músico Yeudiel Infante), trabaja como asesor en el Programa de Promoción a la Lectura del CCU Tlatelolco, e imparte talleres de Creación Literaria en la UVA, Unidad de Vinculación Artística, del mismo centro; y en el INJUVE. 51
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Res Pública Perdí mi ojo de venado, soy un ser de obscuridad; perdí mi vida en un rosario, entre milagros de latón; por las noches me visitan, me hacen señas con la piel; me congelan las orejas, creo que me quieren llevar. Saúl Hernández
ComplejaciudadtrazaunafugadecoloresporlamadrugadElqueduermeabsorbeeléctricaspasionesqueapenasdejanpercibirlospostesdeluzPensamientosmejorelaboradossucumbenalolvidoQuéseyoSóloeslamalditasoledaddeestavidaurbanaDebíhaberhechocasoamadrepadreabueloancestrosOalamiradadeLaurataninquietaquemedecíaquédateFelipequédateNovalelapenaariesgarestevientrefértiljovenhermosoquelavidatienereservadoparatiPorunlugarquenotedevolveránadasinopurodolor En la penumbra traté de refrescar los ojos y comencé a preguntarme si era verdad lo del ruido, o simplemente fue que desperté tan bruscamente, que se me cimbró la cabeza. Otro golpe. Seco levantón y de nuevo la calma. Ahora sí no había duda, algo o alguien se había dado un costalazo. 53
¿Adentro o afuera? Me quedé unos cuantos minutos pensando si me levantaba o no. Era demasiado temprano y uno nunca sabe. Como están las cosas en estos días, a veces es mejor dejar que el sol haga su trabajo y que se aclare un poco el ambiente. Sin embargo, podía ser que se tratara de una de las vacas y seguro me metería en un problema si no le daba solución a tiempo. Así que dejé la disquisición para otro momento y, tratando de hacer el menor ruido posible, me dirigí hacia el establo; bueno, eso que solemos llamar establo. El humor del cuarto terminó por despertarme; con el encierro nocturno, meter las narices allí es recibir una patada en la frente. Prendí la luz y todo sereno; Corona, Bizca, la Cortada, la Pinta, Coneja y el Burlesque (un toro muy cabrón) estaban en su lugar, quietecitas la bestias y sin MUUUU que valiera. Creo mi llegada, en tan irregular horario, les resultó incómoda, pues me vieron con suspicacia. “¡Órale cabronas! ¿Qué fue ese pinche ruido?” Hasta me sentí como un policía. Nadie contestó. Jalé para el cuarto del desangre, quizá la cosa venía de allí; tal vez algún cuerpo había querido pelarse antes de llegar al sartén. Aparte del frío no hallé nada inconveniente. Cuatro espléndidos T-Bones colgaban del techo en deliciosa ociosidad, relajados aguardaban la hora de partida. El destino ya los aderezaba para ser pasto del animal más burdo, el ser humano. Aún tenía bien presente aquel madrazo y el no encontrar dónde se originó me puso ansioso. No lo pude haber soñado 54
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dos veces. El silencio se había prolongado demasiado y no me gustaba; mucho menos pensar en la última opción, que era la posibilidad de que hubiera sido en la calle. En el último mes ya habían amanecido dos muertos en la cuadra y un tercero era para sentir a la huesuda soplándome en el pescuezo. Salir a ver ya no me correspondía, había cumplido con revisar mi territorio y nada, todo limpio; algún madrugador tendría la primicia. Otra vez el golpe, y de pilón un quejido. Qué la chingada, estaba por regresar, un ratito nomás, a la cama, cuando esto último me detuvo a media escalera. De nuevo el sosiego, con un matiz tan profundo que me hacía sentir como si estuviera debajo del agua. Era demasiado para hacerme güey, empezaba a pensar que esos ruidos estaban dirigidos exclusivamente a mí. Abrí la puerta y allí estaba. 95 kilos, aproximadamente, tirados en el suelo, y sin dar viso de actividad. No había sangre alrededor, ni señales de algún hecho violento. Vestía un trajecito bastante coqueto, y por la pinta seguro se dirigía hacia el trabajo; qué clase de trabajo sería, me pregunté, para tener que salir tan temprano. Me dirigí hacia el cuerpo y le apliqué mis pocos conocimientos de veterinaria. Su estado era poco alentador, la piel estaba aún a temperatura, pero no respiraba. Para ese tiempo ya había visto morir a toda una grey de vacas como para saber distinguir a un ser vivo de uno muerto; aquí todo parecía indicar que esta personita acababa de retirarse. En las venas del cuello se sentía la proximidad del frío y el espacio bajo la nariz comenzaba a secarse. Me detuve otra vez y fijé mi atención en los ojos, quería imaginar que la vida concede 55
segundas oportunidades; pero no, éste espécimen ya formaba parte de las huestes del inframundo; como diría el divino Homero, su alma lo había abandonado. Una línea de profundo silencio: Le corrí las persianas. Pobre, pensé, tal vez fue un ataque al corazón; sin embargo, ya no tendría que preocuparse por llegar a tiempo al trabajo, ni por tener que despertarse tan de mañana. Todavía me sentía un poco extraño, era como si todo hubiera sido provocado por una parte del sueño. No dudé en pensar que la situación era una prolongación de éste, y de alguna forma la imaginación me jugaba la pasada de estar allí, con la mole inerte entre mis manos y la calle vacía. Era como formar parte de una película, todo parecía ser visto a través de un cristal y estar al pendiente de que tomará la decisión correcta. Así que muy seriamente pensé en cuáles serían las expectativas que generaría mi papel ¿cómo diría el guión que debía resolver la escena? Entonces me llegó el impulso, eso que, según yo, los artistas nombran inspiración. Me sentí radiante. Supe que no debía dejar el cuerpo a su fortuna. Algo de mi conducta habitual se fue con eso que trajo la musa, así que no permanecí indiferente y me dije: debes actuar a la altura de las circunstancias. Había que aprovechar ese precioso y jugoso Filete caído del cielo, era perfecto; como dicen: ni mandado a hacer. Carne, todavía fresca y a domicilio. Le revisé los bolsillos: celular, cartera, unos pesos, credenciales – mejor no saber demasiado – tarjetas, San Juditas y nada más. Ya nada de esto le serviría y después lo revisaría con calma. Puse manos a la obra. En la calle ni un alma. 56
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Rápido, rápido, tenía que apurarme. Lo arrastré como pude, yo estoy re sotaco, así que me dio bastante trabajo. Comencé a sudar, era como para un Oscar, reí. Debía apresurarme y meter aquel hermoso Bistec al cuarto de enfriamiento, antes de que se echara a perder. En el rastro seguro me darían una condecoración, el capitán sabe reconocer y motivar a los buenos elementos, el sueldo del día ya lo había desquitado. Siempre hay quien le pide la carne más barata. Cerré la puerta.
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