SALEM'S LOT (Stephen King)

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Stephen King

El Misterio De Salem's Lot

Mark tiró con más fuerza, inútilmente. Con un gruñido sordo, empezó a golpear la mano de Straker con la pata de cama. Una vez, dos, tres, cuatro. Los dedos se quebraron como un estremecedor crujido de lápices. La presa se añojo y el muchacho se soltó con un tirón que le hizo pasar, tambaleante, por la puerta hasta llegar al pasillo. La cabeza de Straker había vuelto a caer sobre el suelo, pero su mano destrozada siguió abriéndose y cerrándose en el aire con una vitalidad siniestra, como la del perro que se estremece al soñar que está cazando gatos. La pata de la cama se le escurrió entre los dedos agarrotados, y entonces retrocedió, tembloroso. El pánico se adueñó de él y huyó a saltos por las escaleras, bajando dos o tres peldaños cada vez, pese a sus piernas entumecidas, mientras su mano volaba sobre el pasamanos astillado. La puerta principal se perdía en las tinieblas, en una oscuridad abominable. Llegó a la cocina. Su mirada, tímida y enloquecida, pasó fugazmente por la puerta abierta del sótano. El sol descendía en una ardiente columna de rojos, amarillos y púrpuras. En el salón de una funeraria, a veinticinco kilómetros de distancia, Ben Mears no apartaba los ojos del reloj, mientras las manecillas vacilaban entre las 7.01 y las 7.02. Mark no sabía nada de eso, pero sabía que la hora de los vampiros era inminente. Permanecer allí significaba superponer un enfrentamiento a otro; descender a ese sótano para intentar salvar a Susan significaba verse arrastrado al reino de los muertos vivientes. Sin embargo, fue hacia la puerta del sótano y hasta bajó los tres primeros escalones antes de que el miedo lo envolviera como una ligadura casi física, sin permitirle dar un paso más. El chico estaba llorando y todo el cuerpo le temblaba como presa del paludismo. ―¡Susan! ―gritó―. ¡Escapa! ―¿Mark? ―Su voz sonaba débil y aturdida―. No veo nada. Está oscuro... Entonces se oyó un ruido similar al disparo de un arma de fuego, seguido por una risa profunda y desalmada. Susan emitió un alarido que fue diluyéndose en un gemido, y después en el silencio. Aunque sus pies eran plumas que querían llevárselo volando, Mark esperaba todavía. Desde abajo le llegó una voz sorprendentemente parecida a la de su padre. ―Ven abajo, hijo mío. Qué muchacho tan admirable eres. El poder de esa voz era tal que Mark sintió que el miedo se desvanecía, que las plumas de sus pies se convertían en plomo. Ya había empezado a bajar a tientas otro escalón cuando consiguió rehacerse, aunque para eso necesitó de toda la exhausta disciplina que aún conservaba. ―Baja ―volvió a decir la voz, ahora desde más cerca. Tras el matiz paternal y amistoso se insinuaba una orden, acerada y tersa.


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