SALEM'S LOT (Stephen King)

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Stephen King

El Misterio De Salem's Lot

Su familia era de clase media alta y aún seguía ascendiendo; el matrimonio de sus padres era sólido. Los dos se amaban con firmeza, aunque en forma un tanto insípida. En la vida de Mark jamás había habido ningún trauma importante. Las pocas peleas que había tenido en la escuela no le habían dejado cicatrices. Se llevaba bien con sus compañeros, y en general tenía las mismas aficiones que ellos. Si algo hacía de él un ser aparte, era su reserva, un calmo autodominio que nadie le había inculcado; aparentemente, Mark había nacido así. Cuando su perrito Chopper fue atropellado por un coche, Mark insistió en ir con su madre al veterinario. Cuando éste le dijo: «Tendremos que dormir a tu perro, hijo mío. ¿Comprendes por qué?» Mark contestó: «No le van a hacer dormir. Lo van a matar con gas, ¿no es eso?» El veterinario asintió. Mark le dijo que estaba bien, que lo hiciera, pero primero besó a Chopper. Le había dolido, pero no había llorado, ni las lagrimas habían aflorado. Su madre sí había llorado, pero tres días después, Chopper era para ella parte de un nebuloso pasado, cosa que nunca sería para Mark. Ése era el valor de no llorar. Llorar era como desparramarlo todo por el suelo. A Mark le había conmovido la desaparición de Ralphie Glick, y también la muerte de Danny, pero no se había sentido asustado. Había oído decir a un hombre en la tienda que tal vez Ralphie hubiera sido atacado por un maníaco sexual. Mark sabía lo que era eso. Eran tipos que le hacían a uno algo terrible, y después lo estrangulaban (en las historietas, el tipo a quien estrangulaban siempre decía Aarrjj) y lo enterraban en un pozo de escombros o debajo de las tablas de algún cobertizo abandonado. Si alguna vez un maníaco sexual le ofrecía caramelos, Mark le daría una patada en los huevos y escaparía por piernas. ―¿Mark? ―se oyó la voz de su madre, por la escalera. ―Soy yo ―respondió, y volvió a sonreír. ―Cuando te laves, no te olvides de las orejas. ―Descuida. Bajó a la sala para darles el beso de buenas noches, con sus movimientos leves y graciosos, no sin echar un último vistazo a la mesa donde se desplegaban sus monstruos: Drácula, con la boca abierta, mostrando los colmillos, amenazaba a una muchacha tendida en el suelo, mientras el Médico Loco torturaba a una mujer en el potro y Mr. Hyde se acercaba furtivamente a un anciano que regresaba a su casa. ¿Que si entendía la muerte? Desde luego. Era cuando los monstruos se adueñaban de uno.

6 Roy McDougall arrimó el coche a su remolque a las ocho y media y detuvo el motor


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