LA RUTA DEL HIELO Y LA SAL (José Luis Zárate)

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La primera noche. El trabajo realizado ya, un hombre al timón, posiblemente Acketz, rodeado de lámparas encendidas que iluminan esa inmensa oscuridad sobre la que navegamos. La cena dentro de nosotros, aún cálida, con gusto de reciente, el agua sin sabor alguno y el pan fresco. Nosotros flotando en nuestras camas, sobre la fatiga en la cual podemos hundirnos, aferrados a las mantas para no ahogarnos en sueños. No hay más sonido que las olas allá afuera, y el chasquido del velamen, el lento gemir de la madera que lucha por mantenerse unida. Más cerca aún, una respiración, la única en este camarote. Yo. El frío entra ininterrumpidamente desde la puerta abierta. El lento movimiento de la goleta hace que la puerta se abra y cierre casi sin ningún sonido. Un ojo que parpadea. ¿Qué ve? Un hombre sin poder dormir, un pasillo oscuro. En otro lugar, un ojo diferente mira a la tripulación, sumergidos en el calor de su fatiga, el aroma de sus cuerpos, una niebla cálida en la cual nadie hurga. Pongo mi mano sobre mi boca, abro lentamente los labios, humedeciéndola. Siento la barba que nace, la piel áspera, mi saliva. Aprieto lentamente mis pómulos. Si mi mano fuera libre, si no hubiera una voluntad dirigiéndola... Soy dos pieles: la que recorre y la que espera. Pero ambas son ninguna, porqué sé quien las maneja. A veces, casi en el sueño, imagino que alzó mis manos y puedo hundirlas en la noche. Si cierro las palmas casi puedo sentirla deslizarse entre mis dedos como un aceite lento. No hay forma de apresarla, de arrancar un trozo. No quiero. Sólo sentirla. Hundo los rasgos en ella: un aliento sin vida al otro lado del rostro, una boca enorme que me absorbe. Abro los labios, deseando ahogarme en las sensaciones. La oscuridad es un todo, no partes, ni miembros. Un cuerpo en si, ininterrumpido. Aparto las sábanas de golpe, impaciente arranco las ropas de mi cuerpo, con ellas se va el calor que he anidado. Arqueo la espalda sobre mi camastro, puedo sentir la tela basta bajo mi espalda, pero no importa, sólo mi pecho al sumergirse en la noche, el lento líquido deslizándose, un aliento helado recorriendo los músculos, presente en las tetillas. Hundo mi sexo en esa carne oscura que no se aparta, ni se abre, o palpita en mi entrada, ni me humedece. Me hundo en la nada, mientras mi propio sexo, al crecer, es quién aparta la piel que lo cubre, como si tuviera voluntad propia, como si una mano invisible retirara suavemente la piel oscura. 102


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