EL ANSIA (Whitley Strieber)

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John se alejó de ella de un salto. Rígida y ligera, la mujer cayó al suelo como un juguete de papel-maché. John estaba hinchado y sonrojado, sus ojos en llamas. Se dio unos golpecitos en las sienes, aliviado. Con una sonrisa victoriosa, recogió los restos y los lanzó a lo alto, sobre un árbol, donde fueron ondeados por el viento. Chasqueó los dientes. No estaba en absoluto satisfecho. Sin el Sueño, su cuerpo le exigía más alimento. Cuanto más tiempo permanecía despierto, más necesitaba. –Nunca necesitaré más de lo que puedo conseguir –dijo, intentando comprobar si la suavidad de la juventud había regresado a su voz. ¡Qué sorpresa tan deliciosa! Hacía días que su voz no había sonado así. –Oh, mi señora –cantó, escuchando los dulces y suaves tonos–. Oh, mi señora, ¿dónde está? Oh, quédese y escuche, ¡su verdadero amor se acerca! Soltando una carcajada sonora, profunda y llena, corrió a paso firme por el sendero, en busca de una nueva víctima, más fuerte y enriquecedora. A sus espaldas se intensificaban los gritos; diversas personas corrían junto al Obelisco. (A Miriam siempre le había hecho gracia que ocupara un lugar de honor en este parque, pues decía que los egipcios lo consideraban el peor obelisco de Heliopolis). Unos jóvenes avanzaban hacia él. En el camino que había a su derecha, un policía se apeó de su moto y, mirando con el ceño fruncido hacia el lugar del que procedían los gritos, subió con rapidez la pequeña pendiente que conducía a la escena del crimen, John avanzó hacia él, descendiendo por la misma pendiente. Gracias a la fuerza que había conseguido, podría alimentarse del robusto policía. En cuando estuvieron a la misma altura, le pegó un puñetazo a un lado de la cabeza. El hombre se tambaleó, el cigarrillo que llevaba en la boca salió volando por los aires y su casco aterrizó en un lecho de begonias. Aunque intentó defenderse, en apenas veinte segundos John estaba dejando sus restos en la moto. Siempre tomaba precauciones, pero en esta ocasión decidió que intentaran averiguar lo sucedido. Ya podía ver los titulares: LA ESFERA RADIOACTIVA DE UN RELOJ MOMIFICA A UN POLICÍA. Ahora se sentía realmente bien. Podría estar volando sobre la carretera, sobre el césped, sobre los árboles... volando en libertad. El resto del mundo solo creía estar vivo. ¡Nunca sabría la verdad! El latido de su corazón era perfecto. Si miraba un edificio, podía oír los sonidos que había tras sus ventanas: personas hablando, televisores encendidos, aspiradores en marcha. Y era capaz de percibir las nubes como una gran canción demasiado delicada para los oídos humanos. Se oían sirenas al norte y al sur. Las luces de un coche patrulla aparecieron en el camino. John pasó el resto de la mañana en el Museo Metropolitan, demorándose durante horas en la exposición de trajes, contemplando los vestidos encorsetados y las levitas y recordando su propia época, ahora tan lejana. Miriam se sintió aliviada cuando la entrevista concluyó. Había empezado a sentir la necesidad de Dormir. Regresó a casa en la limusina de alquiler. Por la noche tenía que regresar al centro para someterse a una prueba llamada polisomnograma. Seguro que Sarah Roberts estaba allí. Tenía que estar. Por supuesto que sufría terrores nocturnos. Si aquellas personas conocieran las verdaderas profundidades del miedo, serían incapaces de seguir viviendo. La raza humana ocupaba la mitad suave del espectro emocional. Miriam vivía en los extremos. –Necesito que esté de vuelta a las seis –le dijo al chofer, mientras salía del vehículo y subía los escalones principales. El Sueño venía a por ella, justo a la hora prevista. Oyó un débil tintineo en el interior de la casa: el teléfono. Buscó a tientas las llaves y corrió hacia él. Un mal momento para atender una llamada. Solo permanecería despierta durante un tiempo limitado. –¿Miriam? –Sí. ¿Quién es? –Bob. Durante unos instantes se quedó en blanco. Entonces supo quién era. Hacía meses que no veía a los Cavender. 62


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