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E z e q u i e l

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ARGUMENTOS DE LA EDAD

DEL ZEN AL TSÉ-TSÉ A JULIO SERRANO

EL BARTENDER O LAS LEYES DE ESTE MUNDO

A Jorge y a Ixchel, por las altas horas compartidas

“Cada hombre es un signo”. Thomas Carlyle

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M a s i s

Los licores, resueltos en aleación química o pócima de dominio, hacen de lo preciso la ley de quien observa y sirve. La barra –muro horizontal interminable– es el croquis del sigilo y la maniobra, pues el que ha entrado a la fonda o la taberna –la disco, digamos, o el bar, a secas– es apenas un signo, un código, una sigla para el descifrador de gentes.

Allá, donde todos ven un impúber cándido, breve, estallando en movimientos, bordeando la acera, umbilicado –aún– a la diligencia de su padre, con el talle lactante y su desvoluntad de crío; por mí lo visto, allá, es alusión –apenas– de sujeto, aspecto, margen contrahecho: niño, bestia menor, anulado en su estólido mundo de quincalla.

Más que en el malabar o en la súbita pirueta incólume, la lucidez está en el ojo sensor del Bartender. No la distracción convertida en ceremonia de artificio, no, sino el tacto alcanzando condición visual irremediable. El ojo que olfatea, toca, y es más ojo que sí mismo. Ojo anterior al ojo, ojo anterior a la imagen: insuperable lector de rostros y de rastros.

D ’ L e ó n

Verdugo de la vida, el lenguaje: su opacidad de mosca, eso que separa los objetos sin rehuir de la materia. (El trajín de tanta cosa hueca. Ése que, flaco de sí y muerto, decide esto por aquello y nombra y ya se eleva en inmodesto cacareo hacia su empeño idiota de conceptos). Nunca, Julio, lo creímos nuestro. No. Ni a su suerte. Ni cuando, en la picota, a nuestra hora, se nos dijo: —¡Lenguaje nuestro, poetas…! —mientras ellos, los enfáticos, los jergosos de su puta ciencia, repartían los dones del disfraz y la carantamaula, para que, pronto,

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