Revista Volúmenes 39

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OPINIÓN

INCOMODIDADES EXCLUSIVAS

MARTÍN FAVELIS

VOLÚMENES

Por razones completamente ajenas a mi poder adquisitivo, en los últimos días tuve la oportunidad de hospedarme y comer en un par de lugares de lujo. Lo diré mejor: en un par de lugares donde todo tenía unos precios que estaban diez veces por encima de los sitios a donde acudo normalmente. Debería estar feliz, o al menos debería haber sido feliz por haber accedido a ese privilegio tan exclusivamente vinculado a la abundancia de dinero y tan lejano a mi realidad diaria. Pues no. Lamento reventar las ilusiones que nos provocan las innumerables muestras de placer basado en la riqueza que se derrochan desde los anuncios ante nuestros ojos. No voy a caer en el tópico de que no hace falta dinero para sentirse feliz, pero sí pienso afirmar que muchas veces no basta con pagar –y pagar mucho- para obtener a cambio un poco de felicidad. Ejemplo real 1: complejo hotelero de muchas estrellas ubicado en la Costa del Sol, frente al mar. Para ver el mar hay que sacar la cabeza por la ventana, tener el cuello de una jirafa y poder girarlo como el de un búho. La habitación doble supera los 200 euros diarios. Imposible dormir de noche por los ruidos provenientes de maquinarias del propio hotel. Imposible dormir de día por las ordinarias musiquitas para europeos del norte y la voz del animador de turno –muy bien amplificada-, todo organizado por el propio hotel. Al menos, por la noche, los mosquitos que me atacaron mantuvieron a buen ritmo mi circulación sanguínea. En la cena –que no incluye bebida y la pagas como si fuera

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petróleo- servían una sopa que, de haber tenido gusto a algo, se habría parecido mucho a la que daban en el servicio militar argentino en los años ochenta. Incluso, visto el aspecto, es probable que se tratase de la misma sopa pero que hubiese perdido sabor debido al paso de los años. El pescado, dijeron que estaba bien; pero como yo no como pescado y las alternativas eran más bien flojas, me vi obligado a nutrirme con tomate y lechuga. Como el postre estaba frío supuse que me estaban poniendo de nuevo la sopa, pero no, era helado. La sopa no alcanzó en ningún momento temperaturas tan altas. El helado, según las bolas, cambiaba de color pero no de gusto. Seguro que por tratarse de alta cocina, nuevas tecnologías o modernos esnobismos, pretenderían que uno mismo aportara psicológicamente el sabor deseado. Mi cabeza no da para tanto y estén seguros de que tampoco mi bolsillo. No quisiera aburrirlos con los ejemplos reales 2 y 3, sitos en restaurantes muy nombrados de la ciudad de Granada. Les resumo las historias con pequeños detalles muy ilustrativos. No importa cuántas decenas de euros cueste el pedazo de ternera que te echen en el plato, la guarnición, que debería estar caliente, siempre vendrá fría. No importa cuán elegante sea el camarero para moverse, siempre te maltratará. No importa que el dinero no asegure la felicidad, sigo prefiriendo la infelicidad con dinero. Y hoy sé una cosa más: si llego a tener la riqueza a mi alcance, haré alguna obra de bien y seguiré durmiendo y comiendo en casa.


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