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Maquina de porquería
—Se querían. Se querían muchísimo —afirmó Chela una tarde mientras yo les servía limonada y retomaba el crochet que estaba aprendiendo a hacer—. Tanto, que al principio nos dio miedo que fuese pura cosa de adolescentes, ¿te acordás, Aurora?
—¿Cómo no me voy a acordar? Pero siempre te dije que esa energía entre ellos era brillante. Había luz. Mucha luz.
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Chela me miró y puso los ojos en blanco.
Me dio risa, pero me contuve. Chela no termina de convencerse de los poderes de Aurora. Por momentos le cree y por momentos dice que todo lo que sucede en este mundo es pura coincidencia. Que no hay milagros ni «cosas raras». Eso hace que, cuando Chela verbaliza estos pensamientos de descreimiento, las hermanas se enzarcen en una discusión eterna en la que abundan los improperios. Jamás llegan a ponerse de acuerdo.
—¿Y cómo se conocieron? —pregunté, aunque sabía la respuesta. Amo que hablen de mis papás.
—En el liceo. Eran dos gurises cuando empezaron el noviazgo.
—Me los veo, agarrados de la mano, con esas caritas de niños que tenían —suspiró Chela.
—La mayoría de los vecinos opinaba que les dábamos demasiada libertad, porque ellos iban y venían a su antojo —recordó Aurora, con orgullo—. Nunca les pusimos restricciones, y en aquella época eso era… inusual.
—Pero ¿qué más daba lo que pensasen los demás? Aunque ninguna de nosotras estuvo enamorada, sabemos que lo que pasaba entre ellos era… ¿cómo llamarlo?
—Mágico —acotó Aurora.
—Eso mismo. Mágico.
Aurora levantó un dedo:
—Yo tengo que decir algo en este punto, ¿eh?
—¿Qué? —pregunté, pero mi tabuela miraba a su hermana.
—¿Qué sabés vos si yo no estuve enamorada, Chela?
Chela dejó escapar un bufido.
—¡Aaaah, bue! ¡Ahora resulta que a los setenta y pico me vengo a enterar de que la vieja esta andaba de amores! — exclamó, arreglando un punto del tejido.
—No andaba de amores, pero a lo mejor estuve enamorada y no fui correspondida —sugirió Aurora.
—¡Bah! ¡Me lo habrías contado!
—No te cuento todo, ¿qué te pensás? ¡Tengo una vida interior que es solo mía! —resopló indignada.
—¿Y se puede saber quién era el actor? Porque seguro que era un actor de telenovela —se rio Chela, a lo que su hermana respondió cruzándose de brazos y acribillándola con la mirada.
—Mirá, Chelita, te vas a quedar con la duda de si anduve enamorada o no. No te lo voy a decir.
—¡Aaaah, Aurora! ¡Si siempre me contás todo! ¡No seas así!
—Pero ahora no, porque ¿sabés qué? ¡Sos absorbente!
Chela hizo a un lado su tejido con brusquedad y le contestó:
—¡Serás mala y harpía, ¿eh?!
—Sí, sí, soy mala y harpía, sí. ¡Por eso te aguanto hace tantos años! Mejor andá a hacer lo que mejor sabés hacer.
—¿Qué cosa?
—Tejer.
Me tenté.
—Pichona, alcanzale el tejido que dejó, ¡que esta se pone peor sin las agujas en mano!
Chela protestó por lo bajo, pero la vi cómo dibujaba una sonrisa, disimuladamente.
Las tabuelas se pelean todo el tiempo, pero sé que una no podría vivir sin la otra. Se aman y se necesitan mutuamente.
Después de un rato en el que abundó el silencio, volví a hablar.
—¿Cómo era papá? ¿Se llevaba bien con mamá?
—Ay, pichona, tu padre era un santo. Veía por los ojos de tu madre, y ella por los de él. Se adoraban —afirmó Aurora.
—Vos tenés el mismo color de cabello, y esa nariz la heredaste de tu papá, seguro —dijo Chela.
Me toqué la punta de la nariz.
—Uf, la genética podría haber obviado pasarme este rasgo…
—¿Por qué? Es una nariz diferente. ¿Acaso todas las narices tienen que ser respingonas, chiquitas, como las de las muñecas? Esa nariz que tenés es un rasgo hermoso, que une a diferentes generaciones, a tu papá, a Leonel, a vos… No odies algo tan especial —pidió Aurora, y me dejó pensando.
Al cabo de unos segundos de otro silencio cómodo, Chela siguió contando acerca de mi padre:
—Tu papá era muy charlatán cuando entraba en confianza, ¡pero tenía que entrar en confianza! Si no lo conocías, pasaba por antipático porque era muy tímido.
—Es cierto —reafirmó Aurora—. Y un gran soñador. Muy familiero.
—Uf, le encantaba estar en familia, ¡cómo no!
—Estaría muy orgulloso de la familia que tienen hoy, pichona. Tu mamá y él siempre hablaban de tener muchos hijos.
—Se casaron jovencitos, cuando él entró a trabajar a la intendencia, a manejar esa máquina de porquería…
—Una máquina de porquería —repitió Aurora, sacudiendo la cabeza.
—En fin, ahí decidieron irse a vivir juntos un tiempo y se casaron al año siguiente. Enseguida llegó Leonel, y a los dos años, vos. ¡Estaban tan felices!
—Muy felices —volvió a repetir Aurora.
—Querían tener dos o tres hijos más. Querían una familia numerosa.
—¿Te acordás de que hasta nos pidieron que nos mudásemos con ellos? ¡Qué locura tenían! ¡Mirá si iban a cargar con estas dos veteranas!
—Tu padre quería comprar una chacra y llevarse a toda la familia. Decía: «Imagínense un domingo, la mesa larga, los gurises corriendo, un asadito en la parrilla…» —suspiró Chela—. Soñaban mucho, sí. Tenían lindos proyectos… Pero el destino es el destino.
—Lo que pasó fue una desgracia. Una injusticia.
—Si esa máquina hubiera tenido el mantenimiento que debía tener, Dante estaría acá ahora.
—El accidente era evitable. No hay día que no piense en cómo su luz se apagó en cuestión de segundos —negó Aurora con la cabeza.
Tabuela, ¿vos tuviste algún tipo de… información? ¿Tuviste una visión de que mi papá iba a tener ese accidente?
Aurora fijó la vista en la falda y volvió a negar, profiriendo chasquidos con la lengua.
Al cabo de un rato me observó con cariño:
—No siempre sé todo. Sé lo que del otro lado me quieren decir.
—¿Y por qué? Es injusto que te cuenten algunas cosas y otras no… De haber sabido lo de papá, es probable que le hubieras podido advertir, ¡y hoy estaría con nosotros! —exclamé, llena de rabia.
Aurora se inclinó y me acarició la mejilla:
—Creo que me dan información de aquello que soy capaz de tolerar… —murmuró, y agregó en un hilo de voz—: A tu padre lo quería como al hijo que nunca tuve.
—Así mismo, sí. Así lo queríamos —agregó Chela, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Aurora le tendió la mano y las hermanas entrelazaron los dedos.
