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Mi hermano

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Elena y yo

Elena y yo

Hablando de cosas que «no dan», está mi hermano. ¡Si por lo menos fuera un poquito más maduro! ¡Pero me saca de quicio siempre que puede!

Nacho es parecido a mí físicamente. Solo que tiene como un aire a mi padre (más de nariz ancha y labios gruesitos), y evidentemente todavía no se sabe qué tan alto va a ser porque recién cumplió ocho años. Hay un detalle, y es que mi madre es más alta que mi padre, así que ¡quién sabe lo que hacen los genes!

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Pero además de ser mi hermano, es un niño imbancable. Bueno, creo que no estoy siendo cien por ciento justa, es probable que sea porque estoy malhumorada en este momento… No es que esté permanentemente siendo insufrible, sino que conmigo es medio insoportable. Por ejemplo, le encanta revolver mi habitación, leer mis cosas, contar lo que hago y tomar el control de la tele para ver sus dibujitos, sin importarle si yo estoy enganchada con una peli. ¡Me enfermaaaa!

Aunque por momentos me da mucha ternura, en especial cuando es la hora de dormir y él, que se hace el niño superado, ¡aparece con su piyama del Rey León! También me encanta verlo cuando recién se despierta, porque le quedan el cabello alborotado y los cachetes bien rojos. ¡Ahí me dan ganas de comerlo a besos! Es un amor.

Pero solo cuando está quieto y callado, ¿eh? Ah, tiene las cejas idénticas a las mías, espesas y juntas en el medio, pero a él le quedan preciosas. Seguro que cuando crezca las chicas se van a volver locas con mi hermano…

Conmigo se hace el vivo, pero, aunque lo hablo, nadie me escucha. Es que a los adultos les debe parecer una tontería o hasta puede que les resulte algo gracioso, pero juro que para mí es un drama no tener privacidad. De verdad necesito mi espacio. Y Nacho ¡me invade!

¡Ojo! Que no lo digo yo sola. Una vez vi un programa en el que habló un psicólogo y dijo esto mismo: que los adolescentes necesitamos nuestros tiempos y nuestro espacio.

Pero en mi caso, si me siento a escribir en mi diario, aparece mi hermano a averiguar qué pongo, para saber quién me gusta. Y, digo yo, ¿qué le importa? Primero, que no me gusta nadie, segundo, que si me gustara sería mi asunto, y tercero, que busque qué hacer en vez de andar de metiche en mi dormitorio.

Otra cosa que me revienta es que me ocupe el baño o que me golpee la puerta como un demente cuando quiere entrar. Está bien, es cierto que a veces demoro un poco.

Es que tengo el cabello bastante rebelde y necesito aplastarlo un poquitín, ¡pero es una necesidad casi biológica! Aparte ahora uso el cabello largo, y me lleva más tiempo arreglarlo, por eso la planchita fue como mi salvadora. A veces me da un poco de miedito porque veo que sale humo… ¿será que me estoy quemando el cabello? ¡No sé! Una amiga me dijo que la planchita lo quemaba, sí. Pero no puedo andar pensando en negativo porque ¿qué solución tengo? Además, no es que la use todos los días, trato de usarla solo para casos especiales, como un cumple o algo así…, o por ejemplo si hoy decido ir a la plaza a encontrarme con «no sé quién».

Y no es por justificarme, ¿eh? Pero, ¡las mujeres demoramos másenarreglarnos!Esunhechocomprobadocientíficamente (creo, ¡no sé si estoy divagando un poco, je!). Mi teoría es que comotenemoselcabellolargo,yhayquepeinarlo,arreglarloy demás, nos lleva mucho más tiempo que a un varón, que nomásentraalbañoparalomínimoindispensable,¿seentiende?

Pero no hay caso. Como mi hermano es pequeño, mi madre lo defiende a muerte. «Es el chiquitito de la casa», dice con ternura. ¡Y a mí me dan ganas de acogotarlo! Porque me mira con esos ojitos como diciendo: «¿Viste?». ¿Qué vi? ¡Que eres un alcahuete de mamá! Y ahí estallo, y le digo:

—Nenito, ¿por qué no sales de aquí y te buscas tu tetina? ¡Vuelve al kindergarten, que es donde deberías estar, prendido a la falda de tu maestra y llorando porque tu mamita está lejos!

Mi madre se pone de su lado y más fastidio me da. Encima me tengo que bancar su discurso sobre la rebeldía en la adolescencia y todo eso que me sé de memoria:

—Camila, te tienes que dar cuenta de que no estás siendo justa. Estás hablando de tu hermano, que es un niño pequeño, que está absorbiendo cada cosa que sucede, y muchas de ellas las aprende de ti. Y tú sigues contestándole de mal modo, o usando palabras que sabes que no están bien y que

32 Cecilia Curbelo

él terminará por repetir. Sé que estás entrando en la adolescencia y que esa etapa es muy de la rebeldía, la mayoría pasamos por lo mismo, por eso te tengo paciencia, pero no puedo permitir que involucres a Nacho en tus estados de ánimo o tus desplantes. Eso no. Esta es una familia, y en una familia todos los integrantes se respetan entre sí.

—Peroyo…—intentodeciralgo,aunquenosébienqué.Pero mi madre sigue…

—Y ojo, no te estoy diciendo que madures de golpe ni nada de eso, sabes bien que no soy así. Respeto tus tiempos y trato de ser buena consejera cuando te sucede algo, pero sí te exijo un mínimo de colaboración tanto en la casa como en el vínculo con tu hermano menor.

—Okey, okey, ya entendí —le digo con una mueca de aburrimiento total que la enoja todavía más—. Pero no entiendo qué es lo que hago que te molesta tanto… —agrego, como si de verdad no supiera, ¡aunque obvio que sé!

—¿Cómo que no sabes? ¿Me estás tomando el pelo? ¡Cosas comogolpearlapuertadetuhabitacióncuandoteenojas,querer ponerle un cerrojo o subirle el volumen a tu iPod cuando Nacho te habla! Si te crees tan madura, entonces demuéstralo con actitudes.

Y listo, fin de la conversación. Ella queda furiosa y yo ¡igual!

Más bien que después me arrepiento de lo que le dije a Nacho, pero a esas alturas el lío ya se armó, le dejé de hablar a mi madre, a él, y por lo general en esos momentos hago lo que me piden que no haga: me encierro por horas en mi dormitorio después de darle un golpe bestial a la puerta.

El tema es que cuando salgo… ¡qué aburrimiento! Nadie me habla en casa y todavía sé que tendré que escuchar otra vez el discurso de mamá sobre la paciencia que debo tenerle a mi hermanito.

¡No es fácil ser adolescente! ¡Hay que soportar mil cosas!

¡Estoy deseando ser adulta y que no me mande nadie!

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