Sólo mío

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dolor y de alegría al verme libre por fin, me abrigó durante las horas que pasé allí solo, azotado por el inclemente viento de enero, que se reía quedamente de mi soledad. Oh, hubo otras después de ella. Y otros. Pero ella fue la primera. 04-01-2001 Madrid. Gran Vía, 12. En un banco. Le cuesta arrancar, pero logra mantenerte en vilo hasta el final. Me ha provocado un par de ataques de risa. Dicen que cada uno es como es. Una frase absurda, pero no podría ser más cierta. Cada uno, cada una, es quien es, se comporta como su carácter le dicta, hace lo que cree, lo que siente, lo que piensa, lo que necesita. Y cada uno, cada una, lo hace de una forma distinta. No puedes enfadarte con alguien por ser como es. Pero reconozco que al principio me costó comprender que nadie sería igual que ella, porque ella era ella, y los demás, las demás, eran ellos mismos. Ni mejores, ni peores: sólo distintos. Juan, por ejemplo. Comía hamburguesas, perritos calientes y kebabs mientras leía. No sé cómo lograba sostener con una sola mano el puñado chorreante de comida empapada en salsa sin mancharse, sin que el bocadillo se deshiciera en una miríada de trozos pringosos y, sobre todo, sin dejar que una sola gota de ketchup cayese sobre las páginas. No me gustó Juan, al principio. Era tan distinto de ella... Pero al final fui incapaz de resistirme a su mirada embelesada, a la sonrisa manchada de mayonesa con que celebraba los pasajes que más le gustaban de lo que leía, la expresión absorta de su rostro mientras sus ojos recorrían las líneas, negro sobre blanco, sus pupilas dilatándose cuando la historia le atrapaba de verdad. Al final, Juan me gustó. Era quien era, y todo lo hacía a su manera. Juan era Juan, como ella había sido ella. Juan también me dejó. Una tarde, cuando iba a visitar a unos amigos de la Universidad que vivían en uno de esos pueblos de los alrededores de la ciudad que habían acabado formando parte de la misma ciudad, pequeñas ciudades satélites tan modernas como la capital. Él, también, me dirigió una última mirada. La suya no contenía tristeza alguna: la suya era una mirada inteligente, llena de una ternura que, 2


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