4 el angel de la muerte paul c doherty

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—Hugo, cuánto me alegro de veros —dijo, rodeando con sus brazos los hombros del escribano y estrechándolo con fuerza contra su pecho. —Padre Tomás —dijo Corbett—, permitidme que os presente a mi criado y compañero Ranulfo de Newgate. El padre Tomás inclinó la cabeza mientras su caballuno rostro adoptaba una solemne y cortés expresión, como si Corbett acabara de presentarle al mismísimo rey de Inglaterra. El padre Tomás y Corbett se habían conocido en su época de estudiantes en Oxford. El escribano había admirado siempre a aquel hombre de alta y espigada figura cuyo feo rostro estaba perennemente iluminado por la risueña mirada de sus ojos y la cordial sonrisa de sus labios. Había estudiado en el extranjero en los hospitales de París y Salerno y nadie hubiera podido superar sus conocimientos sobre las hierbas y las medicinas. El padre Tomás los hizo pasar a la inmensa sala, perfectamente limpia y barrida. Unas gruesas colgaduras de lana adornaban las paredes. Las ventanas estaban cerradas con tablas y, para suavizar el severo aspecto del lugar, se habían colgado unos multicolores cortinajes. A uno y otro lado de la sala había una hilera de camas, todas ellas con un escabel al lado y un pequeño baúl de cuero a los pies. Hermanos legos y sacerdotes recorrían las camas administrando los remedios que podían. Corbett pensaba que los médicos no aliviaban las enfermedades, pero por lo menos allí los frailes de San Bartolomé hacían que la muerte resultara más amable y estuviera rodeada de dignidad. El padre Tomás los acompañó a una pequeña estancia encalada del fondo, parcamente amueblada con dos mesas, un banco, unos cuantos escabeles y una escalfeta para caldear el ambiente. En las paredes había varios estantes con tarros de hierbas machacadas cuyas fragancias resultaban extremadamente placenteras en aquella cruda y fría mañana invernal. El padre Tomás los invitó a sentarse y les ofreció vino caliente con especias en jarras de madera. A Ranulfo el vino no le gustó demasiado, pero se alegró de poder tomar una reconfortante bebida caliente con especias. En cuanto estuvieron cómodamente sentados, el padre Tomás se situó al otro lado de la mesa, se sentó y se inclinó hacia adelante, frunciendo el ceño con expresión preocupada. —¿Y bien, Hugo? ¿Por qué deseáis verme? ¿Os ocurre algo? —Quiero hablar de venenos, padre Tomás —contestó Corbett, esbozando una sonrisa al ver la escandalizada expresión de los ojos del sacerdote—. Vamos, padre, no he venido aquí para haceros una confesión. Y tampoco suelo hablar normalmente de venenos, pero habladme de los distintos tipos que existen. El padre Tomás hizo una mueca y enumeró en tono vacilante varios venenos extraídos de las plantas como, por ejemplo, la belladona y la digital. Poco a poco, se fue animando y empezó a facilitar descripciones detalladas de los distintos venenos: cómo se preparaban, cómo se administraban, qué efectos secundarios tenían y cuáles eran los posibles antídotos. Mientras el cura hablaba, Ranulfo, que no entendía casi ningún término, se dio cuenta de una cosa: de que su reservado amo creía que el cura www.lectulandia.com - Página 44


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