4 el angel de la muerte paul c doherty

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las noches a tocar tranquilamente la flauta e inventarse nuevas melodías. El mal humor del escribano obedecía también a otra razón: Maeve, la prometida galesa de Corbett, una joven encantadora en opinión de Ranulfo, a pesar del temor que le inspiraban sus severos modales y sus claros ojos azules. En realidad, era la única mujer capaz de atemorizar a Ranulfo, el cual sospechaba que hasta el propio Corbett le tenía un poco de miedo. Maeve apreciaba mucho a su amo, pero, de momento, no había querido fijar la fecha de la boda, alegando que la situación de Gales aún no se había resuelto como consecuencia del aplastamiento de la rebelión en la que su perverso y obeso tío tanta parte había tenido. Sí, la galesa les estaba haciendo la vida imposible. Ranulfo contempló enfurecido la espalda de su amo y, una vez más, volvió a secarse ruidosamente la nariz en la manga de su jubón. Bassett le miró sonriendo y Corbett se detuvo en seco, se volvió y le dirigió a su criado una mirada de reproche. —¡Esta vez te quedas fuera! —le dijo. Ranulfo sonrió y asintió con la cabeza mientras su amo, seguido por Bassett, apartaba el cortinaje del antealtar para reunirse con el rey. Eduardo estaba sentado de una manera muy poco regia a los pies del sepulcro de san Erconwaldo. Surrey, apoyado contra la pared, se entretenía hurgándose los dientes mientras contemplaba la luz que penetraba a través del rosetón como si la viera por primera vez. Corbett sabía que su regio amo estaba de muy mal humor. El alargado y arrugado rostro del rey mostraba una expresión adusta y sus ojos entornados parecían meditar acerca de alguna cuestión de carácter personal. El rey levantó la vista al oír entrar a Corbett. —¿Y bien, escribano? Corbett extendió las manos y se encogió de hombros. —Es lo que yo me temía, Majestad. Un asesinato. —¿Cómo lo sabéis? —preguntó Surrey, irguiendo de repente la espalda—. ¿Acaso sois médico, mi señor escribano? Corbett lanzó un suspiro. Siempre temía la inquina de los grandes señores nacidos en medio de la riqueza, pues estos solían aborrecer con toda su alma a cualquier persona que se hubiera enriquecido con el propio esfuerzo. Corbett era un leal servidor del rey; había estudiado en los colegios de Oxford y se había pasado largas horas en los fríos gabinetes de escritura y las bibliotecas; pero su elevación se había debido exclusivamente al favor real y eso era algo que a los nobles como Surrey siempre les molestaba. Corbett jamás había conocido a un noble que lo hubiera aceptado por lo que era, un inteligente escribano y un fiel servidor del rey. Pese a ello, Corbett había aprendido a sobrevivir en medio de las amargas intrigas cortesanas. Inclinó la cabeza en dirección a Surrey. —Mi señor tiene razón —dijo, esbozando una sonrisa congraciadora muy a pesar suyo—. No soy médico, pero tengo ciertos conocimientos sobre los venenos. —En tal caso, sois un hombre singular —lo interrumpió Surrey. Corbett experimentó un arrebato de furia, pero se mordió el labio. ¿Acaso Surrey www.lectulandia.com - Página 22


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