Julio Verne - París en el siglo XX

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París en el siglo XX

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Continuó. No muy lejos se veía la tumba inconclusa de Alejandro Dumas, de quien buscó toda la vida la tumba de otros. Ya se encontraba en el sector de los ricos, que aún se daban el lujo de opulentas apoteosis; allí se mezclaban descuidadamente los nombres de mujeres honestas con los de famosas cortesanas que supieron economizar para un mausoleo; había algunos monumentos que podían confundirse con casas de mala reputación. Más allá se encontraban las tumbas de actrices sobre las cuales los poetas del momento acudieron a verter vanidosamente sus versos desolados. Michel se arrastró por fin hacia el otro extremo del cementerio, donde un magnífico Donnery dormía el sueño eterno en un sepulcro teatral, cerca de la sencilla cruz negra de Barriére, allí donde los poetas se citaban como en una esquina de Westminster, allí donde Balzac emergía de su lienzo de piedra a la espera de su estatua, donde ya no estaban ni siquiera los nombres de Delavigne, Souvestre, Bérat, Plouvier, Banville, Gautier, SaintVictor y de cien otros más. Más abajo, mutilado sobre su estela funeraria, Alfred de Musset veía morir a su lado el árbol que nombrara en sus versos más dulces y más llenos de suspiros. En ese instante, el desgraciado recuperó la conciencia; se le cayó el ramo de violetas; lo recogió y lo depositó, llorando, sobre la tumba del poeta abandonado. Y continuó subiendo más arriba, más alto, recordando y sufriendo; divisó París a través de un claro entre los cipreses. El monte Valérien se alzaba al fondo, a la derecha, Montmartre seguía esperando el Partenón que los atenienses habrían situado en esa acrópolis; a la izquierda, el Panteón, Notre-Dame, la Sainte-Chapelle, los Inválidos, y, más lejos, el faro del puerto de Grenelle que elevaba su aguda punta a ciento ochenta metros sobre la tierra. Y abajo quedaba París y su acumulación de cien mil casas; entre ellas surgían las chimeneas de diez mil fábricas. Más abajo, el otro cementerio; desde allí, algunos grupos de tumbas parecían pequeñas ciudades con sus calles, sus plazas, sus casas y sus iglesias y catedrales; fragmentos de una tumba más vanidosa. Arriba, en fin, estaban los grandes balones armados de pararrayos, que acechaban el trueno, evitaban que cayera el rayo sobre casas mal protegidas y protegían a París de su desastrosa cólera. A Michel le habría gustado cortar las cuerdas que retenían esos globos cautivos y que la ciudad se hundiera en un diluvio de fuego... "¡Oh, París!", exclamó con un gesto de ira desesperada. "¡Oh, Lucy!", murmuró, y cayó desvanecido sobre la nieve.

Fin

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