Manolito Gafotas

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Solís en la gafa derecha, porque hay momentos en la vida en los que uno no está ni para limpiarse un perdigón. Aquella tarde no quise merendar, y casi no cené. Mi madre decía: —A éste le pasa algo. Así que tuve que disimular porque no quería que mi madre se enterara de que su hijo era mucho peor de lo que ella imaginaba. Por la noche soñé que el señor Solís y yo estábamos muertos en dos cajas, uno al lado de otro. No me molestaba estar en aquel ataúd; lo que sí que me molestaba era que nadie se había preocupado de limpiarme el famoso perdigón del señor Solís, y no podía ver quién había asistido a mi entierro. Me desperté sudando, como se despiertan los protagonistas de las películas, y desperté a mi abuelo para contarle lo que me había pasado. Mi abuelo me dijo que yo no tenía que hacer siempre lo que me decían mis amigos, y que ser valiente no era hacer lo que quisieran los más chulitos y que si Yihad y la Susana fuera tan valientes como dicen, se hubieran quedado a defender a un amigo. O sea, que mi abuelo le daba la razón al señor Solís. Era la primera vez en mi vida que mi abuelo se ponía de parte del otro bando, así que me puse a llorar, porque la verdad es que me sentía bastante solo en el planeta Tierra. Entonces mi abuelo me dijo que como estaba seguro de que no iba a hacer más una tontería tan grande, a partir de ahora jamás nos acordaríamos de eso y que, al fin y al cabo, todo el mundo se equivoca, sobre todo el que tiene boca, y que a dormir. Así que como te dije al principio, el Orejones y yo íbamos por el camino a los pocos días de aquella terrible historia jugando a las palabras encadenadas. Él decía:


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