''la sabiduria de los psicopatas

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dentista» por nada. Pero Griffiths, desde luego, tiene varios ases en la manga. Podría haberle dado una lección él mismo a Cracknell. Los borrachos, como todo el mundo sabe, tienen «accidentes». Se dan golpes con las cosas. Se hacen moretones aquí y allá. Sin embargo, no lo hizo. Por el contrario, siguió un camino totalmente distinto. Evitó la trampa de la que Leslie había hablado tan elocuentemente, la tentación no solo de conseguir lo que quieres, sino de que te vean coger lo que quieres: enseñarle a Cracknell quién era el jefe tras unas puertas cerradas, a un nivel personal, superfluo… y se centró en cambio en hallar una solución que pudiera resolver el dilema de una vez por todas. No solo para sí mismo, sino para sus colegas de todo el equipo. Se concentró en el asunto que tenía entre manos. Desenrolló la alfombra roja. Y erradicó el problema yendo al origen. Los psiquiatras pudieron descansar los fines de semana. Por supuesto, la observación de que el encanto, la concentración y la falta de compasión (tres de los rasgos más reconocibles instantáneamente de los psicópatas) constituyen, si uno puede llevarlos bien, un guión para resolver los problemas con éxito, quizá no sea una gran sorpresa. Pero que ese triunvirato también pueda predisponer (si los dioses realmente le sonríen a uno) a un enorme y desmesurado éxito vital a largo plazo es harina de otro costal. Tomemos por ejemplo a Steve Jobs[169]. Jobs, como comentaba el periodista John Arlidge poco después de su muerte, consiguió su estatus de líder de culto «no solo por su decisión, empuje y concentración (cosa que desprendía, según un antiguo colega “con una intensidad abrasadora”), por ser perfeccionista, inflexible y completamente déspota. Todos los líderes del mundo de los negocios que tienen éxito son así, por mucho que sus bien pagados especialistas en relaciones públicas intenten decirnos que son gente tranquila, igual que todos nosotros…». No. Él era más que eso. Además, añade Arlidge, tenía carisma. Tenía visión. Como reveló el especialista en tecnología Walt Mossberg, incluso en las reuniones privadas, tapaba con una tela un producto, alguna creación nueva recién inventada, situada encima de una brillante mesa de juntas, y la descubría con una floritura. Apple no es la compañía tecnológica más innovadora del mundo. Ni siquiera se acerca a ello, de hecho. Más bien sobresale, por el contrario, a la hora de reformular ideas de otras personas. No fueron los primeros en presentar un ordenador personal (fue IBM). Ni fueron los primeros en presentar un smartphone (fue Nokia). En realidad, cuando han seguido la senda de la innovación, a menudo la han cagado. ¿Alguien se acuerda del Newton o del Power Mac G4 Cube? Pero lo que puso sobre la mesa Jobs fue el estilo. La sofisticación. Y un encanto atemporal y tecnológico. Desplegó la alfombra roja ante los consumidores. Desde los salones domésticos, los despachos, estudios de diseño, platós de rodaje… lo que quiera, hasta las puertas de las tiendas Apple del mundo entero.

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