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"Mía" por Victoria Ochoa
Mía
Para Mía Elizabeth Andrade
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Soy Mía. Quiero que sepan que, después de todo, estoy viva.
Por mucho tiempo pensé que la vida no era la suma de lo que hemos sido sino delo que anhelamos ser y lo que yo más quería era ser libre. Por eso, agarré mi maleta roja y compré el primer boleto de bus que me llevara a Guatemala en la ruta al norte.
Me acuerdo que mi primer viaje lo hice a los seis años, cuando Wendy me separó de mi Nela para llevarnos a vivir con su nuevo marido a Talanga. En ese momento no quise que mi mamá me separa de mi abuela, pero ahora entiendo. Ahora que estoy enamorada, reconozco que no fue su culpa. Tampoco fue culpa suya haberse enamorado de otro joven en ese pueblo, cambiar su vida de madre de cuatro por una de fiesta. Después de todo, ella solo tenía 25 años. Fiesta tras fiesta, gente extraña entrando y saliendo de la casa, todo pasaba frente a mis ojos, pero hubo algo que se quedó conmigo para siempre. Tuve que esconderle a Wendy lo que su cuñado me hizo durante dos años. No lo pude borrar de mi mente ni de mi cuerpo. Incluso años después, cuando estaba en horas de trabajo, me venía el recuerdo y los escalofríos en la espalda y sentía que me quería morir.
La muerte siempre me ha acompañado, como cuando crucé de Guatemala a México. Lo único que recuerdo es lo que más quiero olvidar. Viajábamos en grupos, todas con el mismo norte. Apenas habíamos cruzado la frontera: a todas nos violaron entre cinco hombres y vi cómo mataron a dos hondureñas frente a mis ojos. Todavía no sé qué les impidió dispararme a mí también. Como pude, llegué a Tapachula, sin dinero, pero con vida. Me las arreglé para conseguir un celular y con mi GPS como brújula logré llegar a Juárez.
Tengo experiencia viajando a jalón. Lo hice cuando me escapé de Talanga a Tegucigalpa a los dieciocho. La primera noche la pasé afuera del Hospital Escuela. Al día siguiente, caminé por toda la ciudad. Me sentía como en Nueva York. Un día no pude más y me senté a llorar en una esquina del Parque Central. Varios hombres me miraban insistentes hasta que Nicolle se acercó y me dijo riendo, “Estás sentado en un lugar de prostitución de chicos gay y al chile tienes cara de jotito”. Nos hicimos amigas y me llevó a vivir a su casa. Nicolle era amada y aceptada por su familia, aunque ella nunca les contó de su verdadero trabajo. Yo también quería independizarme, entonces aprendí todo lo que me pudo enseñar y logré juntar lo suficiente para alquilar mi propio cuarto. A veces me acordaba de Wendy, cuando me miraba en el espejo y pensaba que ser mujer no solo es satisfacer a los hombres. Yo quería más.
Logré llegar a la frontera del país de las oportunidades. Mi plan era entregarme a la ICE, cumplir con mi tiempo y pedir asilo político. Algo que tuvo que ser así de sencillo como me lo pintaron, se volvió una agonía. Ya estando en la cárcel, fui mandada al hoyo más de veinte veces, por relajera, decían, por contestona, y varias veces hasta por intento de suicidio. Lo único bueno que me pasó fue que ahí conocí a Mauricio. Él me dio la fuerza para sobrevivir dos navidades encerrada en ese lugar. Aunque tuve la oportunidad, no me volví a Honduras. Estaba tan cerca de cumplir mi sueño, el mismo sueño que Wendy no pudo realizar por quedarse con sus hijos. Eso me motivaba.
En la cárcel me apodaron la Rosario Tijeras, “por cabrona y chingona”, decían las demás chavas trans. Nos tenían en una unidad especial. Todas, una a una, fueron saliendo. La mayoría ganaba su caso de asilo, menos yo. No era justo estar privada de mi libertad sin haber cometido un crimen, pero era mi realidad. Todo este viaje lo emprendí para poder ser libre y en vez, estaba encerrada. Al fin, unas abogadas me ayudaron a salir de la cárcel de Santa Ana. No lo podía creer.
Llegué a esta etapa de mi camino. Tengo un hogar, amigas, sigo esperando el amor, pero hay algo que encontré y que nunca voy a dejar ir: a mí misma. Soy mía y denadie más; por fin me pertenezco.
Victoria Ochoa