Crónicas índigo

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Crónicas Índigo

Isis Estrada Quintero Antología de Poesía y Narrativa

Uruz Publishing


Un nuevo día Abro los ojos, extiendo mi mano para saber que estás a mi lado, en mi vida y en mi cama, en el pasado que mira desde las fotos sonrientes, en el recuerdo que observa desde cada objeto de esta recámara en la que existes, permaneces en cada olor a noche húmeda y vibrante, en la grieta desde la cual un futuro nos espera, sin ninguna prisa,´ porque tendremos todo el tiempo del mundo para no alcanzarlo.

Me gusta tu presente y el mío, que son el mismo, son el instante del encuentro sin espacio o tiempo porque tú vives mi existencia, mejor dicho la sufres, y yo permanezco aposentada en tu materia transito tus rincones mentales me instalo en cada centímetro de carne, inquilina de tu alma, soy en ti, te habito.

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Aquí ya estás, despiertas sin sobresaltos, emerges desde las aguas del sueño, y yo te amparo ahora como náufrago en el puerto; te recojo en esta orilla que suelen llamar “el mundo de la materia” y yo lo nombro el reino del dolor del egoísmo o el llanto. Te recibo al nuevo día con la única esperanza de un beso suave y el regalo inesperado del amor, esa humilde emoción que sentimos los poetas, los trovadores, los místicos, los perros, los malvados que aún recuerdan sus quimeras, los presidiarios que añoran a sus hijos, y el anciano que evoca incurable los ojos del amante ausente.

Esta mañana te amo como el sol, con un amor brillante, inoportuno. Esta mañana me amas como el viento, me recorres, cálido, revolviendo emociones y sentidos. El futuro, que siga esperándonos que al fin y al cabo en el presente te amo, vibro… Vivo.

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Historias y sueños Sí, es verdad… ¿para qué negarlo? Soy un comodino. Un retecomodino me siento aquí aplastadote en un rinconcito del sillón, como acostumbro cada tarde, cuando todos mis amigos se han marchado a que les sirvan la cena, y la sala de estar vuelve a quedar silenciosa, vibrando, punzando todavía por el bullicio de tantas voces, tantas imágenes y fantasmas. Me acurruco aún más, abollado en algunas partes y mugroso, hasta babeado en otras, pero feliz. Estrujado y feliz. Llegué aquí acompañando al viejo Sam Kepeny en su primer día en el sanatorio para enfermos mentales. Era una imagen grotesca ver llegar al gran escultor de fama internacional, corbata de moño anudada, camisa perfectamente planchada, saco color crema de lino y un sombrero fino de ala corta, haciendo juego. El problema radicaba en que, al bajar de su camioneta lo hizo sin nada puesto de la cintura a los pies, y llegó a la recepción con grandes ínfulas de viajero europeo, para escándalo de enfermeras, doctores y visitantes. Bajo un brazo iba yo, su antiguo almohadón de plumas, y bajo el otro, una elegante maleta de piel. Pues la verdad, yo tuve la culpa, toditita, de que al viejo Kepeny lo metieran al manicomio. El escultor llevaba varios años sin crear nada nuevo, ni una escultura, busto o estatuilla que justificara la jugosa subvención que recibía del gobierno mexicano. Los artistas, los verdaderos artistas que carecían de apellido extranjero o familia de alcurnia, lo destrozaban con críticas mordaces cada vez que había reuniones del gremio. Pero nada, nada podía emerger de esa cabecita blanca y brillantemente semipelona: se había esfumado la inspiración, aunque la cuenta bancaria continuara engrosando. Hasta que aparecí yo en su vida, como regalo de cumpleaños de Hannya, una pálida joven de sociedad y admiradora de Sam, la cual gustaba presumir con sus amigos fresas de pertenecer a círculos intelectuales (aunque en realidad ella creara unas esculturas de espanto y la pobrecita niña lo único intelectual que recibía era un “pienso que ya deberías irte a tu casa” después de fornicar con Sam en fechas esporádicas).

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Pues cada noche era lo mismo. Lastimero se convertía el escuchar al viejo Sam pensar en voz alta, que si “ya no tengo inspiración”, “estoy bien acabado y fregado”, hasta aquella en que tomó una botella de ajenjo completita y casi me vomita encima. En esa ocasión, ya harto de escuchar tanta quejadera, e interrumpiendo sus destemplados gritos de “¡Al abismo me voy, hacia el abismo!”, finalmente salí de mi acostumbrado mutismo de almohada de plumas y lo interrumpí gritando “¡pues ya tírate, imbécil, pero ya cállate!”. Sam quedó inmóvil, mirándome en silencio con ojos desorbitados. Se acercó lentamente hasta su cama, de la que recogió la botella de ajenjo vacía murmurando “creo que he bebido demasiado”. -No es la botella, imbécil, mira hacia la cama. -¡Un fantasma! -¡Te habla tu almohada, tonto, la misma almohada que hace rato casi vomitas! Y ¡uf! no, para qué contarles, a partir de ahí, me hice su gran amigo, su confidente, relación que le sirvió de motivación para volver a crear nuevas esculturas de cuerpos distorsionados que tan bien lo habían llevado a la fama. Y yo le platicaba las historias de todos aquellos hombres y mujeres que habían recostado sus sueños y pensamientos sobre mi suave cuerpo desde principios del siglo XIX (fecha en que me crearon los artesanos de la ciudad de Brujas, Bélgica). Y el buen Sam, plasmaba todo aquello en creaciones originales, cuerpos y caras de diversos materiales de gran expresividad y dramatismo. Sin embargo, mis historias terminaron, y con ellas, la inspiración de Sam. Ya para ese entonces, comenzaban a correr rumores de que el loco artista hablaba solo, que tenía visiones, que sus estatuas cobraban vida durante la noche, hasta que una mucama decidió poner fin a las habladurías, divulgando a una revista del corazón y por jugosa cantidad, que en realidad el pobre anacoreta creía platicar con los objetos de su habitación. Ahora el viejo Sam, con su recién creada fama de loco de remate, venía a sumar su añeja maldición de tener la mente bloqueada para la invención de nuevas esculturas.

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Pero aquí la narración no termina. ¡Uuuy! ¡Qué hubiera dado por que todo concluyera hasta ese punto! Regresaron las noches de lamentos a grito destemplado, aunado al hecho de que ahora Sam no manoteaba al infinito ni golpeaba las paredes, ¡no, señor! sino que agarraba mi cuerpecito y yo salía volando por los aires; además que me interrogaba, me imprecaba y yo me sentía como una esponja sin agua, vacío sin más relatos qué contarle. Llegó un punto en que me dije ¡basta! y entonces utilicé ese pequeño recurso que tenemos las almohadas para los casos extremos: fabricarle sueños. Como el tipo sufría de insomnio por sus crisis nerviosas, tuve que elaborárselos despierto, o a plena luz del día. A estas alturas el pobre Sam ya no se preguntaba que qué era eso, que si se estaba volviendo demente, simplemente aceptó las imágenes como se fueron presentando. Un día amaneció, y descubrió sobre la cama una hermosa pantera negra, con el cuerpo brilloso como una obsidiana. A la mañana siguiente, era yo una alfombra mágica, y dimos juntos un paseo por el Taj Mahal de la India. Un dragón de tres cabezas, el dios Anubis de Egipto, la medusa de cabellera serpenteante… ¡en qué no me convertí para darle ideas! Una mañana, el artista de fama internacional, finalmente empacó su ropa, vistió su mejor traje de lino (de la cintura para arriba) y se presentó a la clínica de salud mental “Nueva Esperanza” diciendo muy propio: “Soy Sam Kepeny y vengo a registrarme… ¿aceptan American Express?”. Mi buen amigo duró poco tiempo en el manicomio, mientras que yo ya me eché cinco años aquí dentro. Una tarde, a los tres meses de haber ingresado, Sam murió de un paro al corazón, producto de tantos excesos con el alcohol y quién sabe qué otras sustancias. Vinieron sus familiares, empacaron sus cosas, pero se olvidaron de mí. Aunque no me quejo. De inmediato los pacientes se hicieron cargo de su humilde servidor, me adoptaron como a uno más, y ahora vago de habitación en habitación, de mano en mano, de cabeza en cabeza, yo contándoles mis historias (incluyendo ahora la del viejo Sam), y ellos a mí las suyas. De tarde en tarde suelo convertir sus sueños realidad, o les fabrico nuevos. Como aquellaaquella tarde en que Camilla, una hermosa viejecita, vivió un tórrido romance con un apuesto italiano de largos bigotes (el cual terminaron de golpe los enfermeros al descubrirla en el jardín realizando movimientos obscenos contra una almohada). O esa

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noche cuando el marciano llegó a bailar cha cha chá a la habitación de Don Jacinto. O cuando me convertí en un bello querubín de rizados cabellos, y la señorita Marianela, aquella que nunca casó por que se le escaparon los años, me arrulló entre sus brazos hasta quedar dormido por tiernas canciones de cuna. ¡Vaaaya! No la he pasado mal aquí. Me he convertido en perro, en luna, en instrumento musical, en la hija que nunca visita, en pelota de fútbol, en el amigo difunto… ¡en fin! No ha habido tiempo para aburrirse. Sin embargo, en tardes como ésta, en que la placidez de la tarde ilumina el cielo con tonalidades cálidas, reconfortantes, me entran ansias de escapar de aquí… de volar. -¿De volar, amigo? -me dice don Chava, con el que he compartido momentos convirtiéndome en duende color frambuesa. Escucho su voz, y me doy cuenta que pacientes comienzan a regresar, después de haber cenado, para mirar un poco la televisión antes de dormirse. -Sí amigo, si yo pudiera convertirme en un sueño, me convertiría en una avecilla color blanco, como paloma, y saldría volando de aquí- le contesto mientras percibo cómo mi cuerpo se va transformando en algo pequeño, volátil que aleteando sube hasta el techo. Cuando llegan los enfermeros, encuentran tremenda algarabía en la sala de estar. Al parecer, un diminuto pajarillo blanco intenta salir de la habitación, pero no logra encontrar la ventana. Los locos gritan de alegría, se trepan a los sillones agitando sus manos, mientras otros abren la ventana para que el pajarillo pueda salir. Siento una bocanada de aire fresco y me percato de inmediato que por ahí puedo escapar. Sin embargo, al cruzar a toda velocidad el marco de la ventana, un tornillo rasga mi tela y una tremenda rajadura desbanda mi relleno de plumas. Los locos aplauden y vitorean con alegría, al verme volar convertido en parvada de plumas blancas que el viento alza y dispersa en todas direcciones. Ya no podré jamás contar historias o convertirme en sueños… …pero ¡por Dios! Al fin soy libre.

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Las lágrimas de mi madre Madre, tus lágrimas son lluvia para esta mañana yerma, paño húmedo de un dolor sediento, interminable, gimes gimes tu soledad despiadadamente seca como este mediodía, dura y caliente roca, bajo tus pies, bajo tu vida, árida y yerma, como una letanía.

Lloras mi ausencia, madre, como la de un muerto. Y sufres la partida de mi abuela, como a una desterrada. Quizá tu llanto tenga algo de verdad, pues la distancia la soporto, madre, la soporto como pesada losa, como si me enterraras en un pasado inmóvil, como si yo formara parte de una vida anterior, como si al mencionarme, te vistieras siempre de luto. Y a mi abuela, la sentimos apartada, perdida, extraviada en un silencio lejano, inapelable, sellada su presencia por ese exilio eterno, involuntario e irrevocable de la muerte.

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Mudas… y distantes, así estamos mi abuela y yo, en tu mente. Pero, estoy segura, siento que ambas compartimos el deseo inútil de tomar tu mano a pesar de la lejanía, a pesar del tiempo, y el sollozar silente.

Compartimos el pequeño deseo, de que esta brisa de mayo abanicando tu cara sea el beso espectral que tu madre y tu hija te brindan secando tus lágrimas, disipando fronteras que no nos pertenecen.

Ni la muerte, ni la distancia son nuestras. Nos apropiamos en cambio, del amor, de esa extraña fuerza que nos vuelve presentes como fantasmas de tu cotidianeidad, que hace brillar nuestros ojos en las fotografías inertes, que te lleva a escuchar mi voz en mis hojas de poemas, que nos convierte en sombras que rondan tu sonrisa, que nos transforma en espectros de los recuerdos bellos.

Ni abuela ni yo, madre, estamos muertas o ausentes. Pues el amor es más fuerte que la distancia o la muerte.

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León metálico Sin aviso, como un rumor lejano y sin sentido, casi gutural, se acerca hasta pasar por encima de las cabezas. Inesperado, surge el sonido en el cielo, que escucha el niño y le hace mirar hacia arriba. Un ruido como león metálico, que ruge mordiendo los aires en su disfraz de avión. El león escupe un millar de fragmentos amarillos, que brotan cual juegos pirotécnicos, y al caer, brillan reflejando el sol. Luces que giran, y en zigzag se deslizan hasta caer al suelo. No tiene sentido, no puede tener sentido. Un hombre jordano recoge el papel del piso y lee: “Esta zona será bombardeada en breve, tomen su precauciones.” La boca ahora le tiembla y los ojos se le crispan, como vidrios. Recibe el mensaje de su asesino. Se siembra el terror, la peor de las crueldades, mientras el hombre imagina que la calle volará en pedazos, ya casi ve los restos despedazados de casas, cosas, caras, brazos. La víctima muere por dentro antes de ser tocado por la bomba. El hombre jordano corre, tropieza, y se refugia en su casa. Ya nada tiene sentido. Un papel amarillo flota, como alfombra volante, y aterriza a los pies del niño. Suenan las sirenas de bombardeo. El infante percibe las letras impresas pero las ignora, todavía no sabe leer. En cambio, voltea la hoja, y allí mismo, en la banqueta, dibuja con sus tres lápices de colores la pesadilla que lo despertó anoche. Un león volador, que escupe estrellas, escupe bolas de fuego que caen sobre hombres que rezan en sus sótanos. Y a un lado, merodeando entre los escombros, dibuja una hiena, una hiena con un gran sombrero decorado por barras y estrellas, que sacia su sed en un río de sangre. Eso dibuja el niño, tendido boca abajo, sobre la acera misma y de prisa, intercambiando los lápices, le añade unos grandes ojos rojos a la hiena. Mientras, los gritos de la gente precipitándose, atropellándose, alguien pasa y pisa el dibujo del niño. Pero el niño apenas se da cuenta de eso, pues sus manos dibujan rápidamente, como si de ello le dependiera la vida.

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Se escucha una detonación cercana. El niño vuela por los aires, acompañado de piedras, polvo, fragmentos de carne. El doloroso impacto contra el suelo le hace pensar que no se ha muerto. Lo primero que observa, es la cabeza sin cuerpo del hombre jordano, mirando a la nada con ojos de vidrio. Lo segundo, sus propios brazos sin manos, y la vida escurriéndosele en un charco de sangre, que se desliza como un pequeño río, cuesta abajo en esa calle de Beirut. Este relato podría no tener sentido. Pero la guerra… esa sí… no tiene ninguno.

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La tarde es viento La tarde es viento, agua clara del aire mojando ideas olas como rizos, marea que llega hasta el puerto seguro de una tristeza. Mi cuerpo cimbra como un árbol acariciado por fieras intemperies, aliento de los dioses recorriendo como estatua de arcilla, me erosiona el tiempo. Sola yo contra una ráfaga de sentimientos, ¿puedo ser recipiente para este viento? encerrar los suspiros, acaparar los soplos, ser abanico de sutiles, fútiles misterios. Cae un pedazo de aire sobre mis palmas, como pájaro herido que llega a su nido, aire exhalado en quizás ciertas palabras dulces: nuca, salto, boca, pestaña, niño. La tarde es una lucha de campanas que rebotan entre sí, escapando gritos; es un viento como fuego abrasando mi cara, es un duende jugando escondidillas con mi vestido.

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La tarde es tormenta de aire sobre este valle, serpentina invisible de una fiesta arcana, es el viento, exhalación del campo al terminar su faena, es la tarde, sombra deslizándose desde las montañas. La tarde es viento… es suspiro de Dios, y aroma de su pensamiento…

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Otra oportunidad I. Miré la figura devastada de Gabriel: encorvado en la silla, con la cabeza agachada, y los dedos de las manos cruzados, moviéndose como gusanos. Volteé a ver el reloj, faltaba poco tiempo. Todos guardaban silencio en la sala, solamente una enfermera entró apresurada a dejar unos folios y luego se marchó. Yo trataba de esconder mi nerviosismo tras una máscara de entereza, pero en realidad el miedo me hizo adoptar la dureza de una estatua de piedra. Mis hijas no estaban presentes, claro está, estos ambientes no son benéficos para una mente infantil. Gabriel levantó la mirada y observé sus ojos rojos. En ellos se reflejaban todos estos meses de quebranto. Días de neurosis y noches de insomnio y en medio él, Gabriel, mi esposo, rescatándome de mis abismos, soportando con la fuerza de su amor toda esta situación. ¿Cómo llegué hasta aquí? Ansiedad, desesperación, miedos. La realidad es que habíamos alcanzado este punto, en el que no hay marcha atrás, en el que tienes que llegar hasta el umbral entre la vida y la muerte. La puerta se abrió y una persona llamó mi nombre. Yo me levanté como impulsada por un resorte. Volteé a buscar con la mirada a Gabriel, y el quiso decirme algo, pero sólo levantó la mano en señal de adiós. Yo avancé un poco torpemente, y después… desaparecí por esa puerta. II. Verano en Centreville, y aunque son casi las doce de la noche, el sudor nace desde mis sienes, se resbala por mi cuello y finalmente se escurre por mi pecho. Mi blusa de algodón blanco se pega al cuerpo, formando una cubierta húmeda que a su vez encierra el calor. Recargo otra vez la plancha en la estufa, para después rociar la última prenda de ropa con un poco de agua. Mientras espero a que la plancha se caliente nuevamente, entra Mrs. Hauffman a la cocina, trastabillando y casi dejando caer un montón de ropa, que al parecer ha buscado afanosamente hasta en el último rincón de su casa, para hacerme planchar antes de irme.

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-Y aquí está la última tanda de ropa, Iris Mae, recuerda que no puedes irte hasta que termines… -Pero Mrs. Hauffman, son casi las doce y usted sabe que mañana es día de escuela, y los caminos a esta hora… -¡Negra sucia e irresponsable! ¡Prometiste que hoy ibas a planchar la ropa de toda la familia! ¡Toda la semana pasada te he dado permiso para salir más temprano! -Sí, Mrs. Hauffman, debido a los exámenes de fin de curso… además sólo le pedí salir una hora antes, y nunca dejé de cumplir con todos mis quehaceres. -Así son todos ustedes, negros malolientes, flojos e irresponsables. El que hayas obtenido las mejores calificaciones en Centreville te hace ahora una engreída y malagradecida conmigo. Siempre te he dado trabajo cuando más falta te hace… -Y yo lo agradezco con toda humildad, Mrs. Hauffman, sólo que se me ha hecho muy tarde y usted sabe lo peligroso que se vuelve a esta hora el camino a mi casa. -¡A callar! ¡Terminas con esta ropa, y entonces puedes irte a donde quieras, negra insolente! Entonces de eso se trata. Hace unos días se publicó una nota en los periódicos, en una esquinita de la sexta página, pero suficiente para dar pie a muchos rumores en este pequeño pueblo de Mississippi. La mejor calificación de los graduados de High School en Centreville, el promedio más alto de su generación, se lo ha llevado una negra, una negra pobre que trabaja en las tardes como sirvienta, y esa negra soy yo. La noticia ha provocado reacciones de envidia sobre todo en mis patronas, Mrs. Randall y Mrs. Hauffman, dos blancas venidas a menos y que apenas pueden lograr que sus hijos aprueben los cursos año tras año. La plancha ya está caliente y comienzo a planchar un vestido floreado, de una tela sumamente arrugable.

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Concluir con honores el High School es una promesa que hice a mi abuela Rose antes de que muriera. Ella siempre soñó con verme graduar de maestra, pero una enfermedad respiratoria la deterioró hasta matarla, hace cinco años. Ahora, después de mucho esfuerzo, estudiando hasta altas horas de la noche después de trabajar en dos casas por las tardes, al fin he conseguido una beca para continuar estudios superiores en Jackson University, ubicada a pocos kilómetros de Nueva Orleáns. Pienso trabajar todo el verano y conseguir otros dos trabajos más, uno en las mañanas y otro los fines de semana, y así poder ahorrar lo más que pueda para comprarme libros, un bello portafolios, y sobre todo, un poco de ropa, pues ahora sólo tengo dos vestidos desgastados y otro un poco más nuevo que llevo a la iglesia los domingos. Inicio con el rimero de ropa que recién trajo Mrs. Hauffman. Me preocupa lo oscuro que se pone el camino hacia mi casa. Sobre todo, que desde hace unos días el puente se ha visto frecuentado por algunos jóvenes blancos que se reúnen ahí para tomar alcohol. Antes de tomar el camino, pasaré al Almacén Righall donde trabaja mi prima Eva Jean. En ocasiones trabaja horas extras y no sale hasta la una de la mañana. Ya casi termino con el vestido. Ahora sólo me faltan tres pantalones y cinco camisas… III. Camino sola en la oscuridad, pues mi prima Eva Jean ha salido del almacén desde las ocho de la noche. El claro de luna me ofrece un poco de iluminación, aunque avanzo nerviosa, mi corazón palpita fuertemente y el resuello de mi respiración opaca el sonido de mis pisadas. De pronto un faro me ilumina a lo lejos, avanza en dirección al pueblo. Se va acercando y mi corazón quiere salírseme del pecho. Comienzo a distinguir que es un último modelo, un Ford 1954 rojo, debe ser el Dr. O'Connor regresando de alguna diligencia. Efectivamente, el doctor pasa a mi lado, y un poco extrañado dice adiós con la mano. Yo respondo con una tímida seña, y ahora observo el auto rojo desaparecer tras una curva.

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IV. Llegamos al patio trasero de la prisión, y lo primero que observo es el patíbulo. Está en el centro, plantado como un árbol de la muerte, a la espera del sacrificio que colgará de sus ramas como una fruta extraña. Esa fruta extraña seré yo. A un lado, el izquierdo, se encuentran las bancas de la familia de la víctima. El odio de sus ojos casi no me deja avanzar. Paso a paso me desgarran, me violan, me devoran pedazo a pedazo. Al centro, las bancas de la audiencia, esa horda de advenedizos que gusta de atestiguar el estertor de las ejecuciones. A la derecha se encuentran las bancas del acusado, semivacías: mi familia no se ha arriesgado a venir, temen represalias. Solamente la figura del reverendo, el Sr. Brown, quien me recibe de pie, con la Biblia resguardada bajo el brazo. Su presencia me reconforta y disminuye el temblor de mis piernas. Seguimos avanzando. Llego hasta el patíbulo, y me detengo en seco antes de subir el primer escalón. Estoy paralizada de miedo. Mi cuerpo adquiere la dureza de una estatua de piedra. Me ordeno a mí misma: “¡Avanza! ¡Sube el escalón!” Pero mis piernas no responden. -¡Sube, negra del demonio! me empuja el guardia y caigo de bruces rompiéndome dos dientes. Cuando me levanto, la audiencia aplaude al mirar mi boca ensangrentada- ¡Avanza, fucking monkey! ¡Avanza! Siento lo húmedo bajando por mi cuello y manchando mi blusa blanca como una bella rosa roja que va creciendo sobre mi pecho. Subo los escalones, pero ya no escucho los insultos de los blancos en la audiencia, ni de la familia de la víctima. Sólo escucho en lo más recóndito de mi mente la voz de mi abuela Rose que dice: “Es sólo un instante, Iris Mae… no estás sola. Yo te espero.” Levanto la cabeza y subo rápidamente los escalones hasta llegar a lo alto del patíbulo. Los dos guardias blancos, presurosos, me alcanzan y se sitúan a cada lado. No tengo miedo.

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V. Casi llegando al puente, escucho las voces. Me detengo, no sé si virar a la derecha y bajar hasta el río. Pero no, podrían ya haberme visto y perseguirme en la oscuridad. Una oleada de temor me congela hasta los huesos. Pero ya es demasiado tarde. El joven Roy Patterson me mira fijamente, al igual que media docena de sus amigos. Sonríe y sus ojos brillan. Hay más sorpresa en sus ojos que en los míos. ¿Quién es Roy Patterson? Es el hijo menor de una ex-patrona mía, en cuya casa no duré más de tres meses. No sé qué pasó, pero desde que entré a trabajar en casa de Mrs. Patterson, el joven Roy desarrolló una especie de obsesión conmigo. Primero, no me dejaba trabajar haciendo mil preguntas sobre mí, mi familia, mis actividades. Luego, se las arregló para que su madre me pagara dos horas extras auxiliándole en sus materias de ciencias y lenguaje inglés. No me desagradaba su presencia o su conversación, hasta cierto punto puedo decir que era un joven dulce. Sin embargo, una tarde aprovechando que no había nadie en su casa, se abalanzó sobre mí, y yo salí corriendo para no volver jamás. Desde entonces, no me deja en paz. Si me encuentra en el pueblo, se las ingenia para cruzar a la otra banqueta y obligarme a caminar por la calle, como deben hacer los negros al compartir acera con los blancos. Si coincide conmigo en una tienda, no deja de comentar “estos sucios negros, ahora quieren comprar en los mismos lugares que los blancos.” En fin, si lo veo de lejos, trato de esconderme por un rato y esperar a que pase, o simplemente me desvío tomando otras rutas para no encontrarme de frente con él. Pero ahora es inevitable. Roy Patterson y sus amigos se encuentran tomando cervezas, sobre el puente, y yo no puedo tomar otro camino para llegar a casa. VI. Los guardias colocan la soga alrededor de mi cuello y la aprietan tanto, que ya hace daño. Desde ahora, casi no puedo respirar. Me atan las manos a la espalda, y los tobillos. No me amordazan. En otros estados de América, por compasión, colocan un pañuelo en la boca de los ahorcados, pero en Mississippi no lo

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hacen, especialmente si son negros. Yo creo que disfrutan observando nuestras lenguas moradas salir de las bocas y agitarse de un lado a otro, como serpientes agonizantes. “Aguanta, es sólo un instante, Iris Mae. Sólo un instante.” VII. Trato de reunir todo el valor disponible, y avanzo en silencio a lo largo del puente. Los jóvenes me observan en actitud retadora, pero no pueden evitar quedar mudos e inmóviles mientras paso junto a ellos. Casi alcanzo el extremo del puente, cuando uno de ellos comienza a reír nerviosamente. Entonces escucho carcajadas a mi espalda, y el ruido de muchos pies que se acercan corriendo. Lo siguiente que recuerdo es un pesado cuerpo sobre mí y unas manos quitándome la ropa. Algo en mí piensa “esto no puede estar sucediendo”. Otra parte de mí grita y forcejea. Otra parte de mí siente un dolor intenso en el vientre. Pero otra, se sumerge en una especie de sopor que trae la imagen de mi abuela Rose y una extraña conversación que tuvimos semanas antes de que muriera. “Ya no estaré aquí para protegerte, Iris Mae. Es lo que más me preocupa de dejar este purgatorio en el que estamos viviendo. Sin embargo, voy a dejarte la mejor de las herencias. Estas palabras te van a acompañar en los momentos de mayor dificultad.” Entonces, ella se acercó y comenzó a musitar una serie de palabras a mi oído. Vuelvo a murmurar esas palabras, y me doy cuenta que el dolor cesa. Continúo susurrándolas, y Roy Patterson se levanta, con los ojos desorbitados. Me levanto, desnuda y sangrante, pero ya no importa. En voz alta continúo con las palabras. Y Roy ya no me mira, parece observar con terror algo que se interpone entre los dos, pero que sólo él puede ver. Ahora grito. Con todas las fuerzas que me quedan, grito las palabras, las escupo, y Roy se tapa los ojos, los oídos, pero parece que la imagen terrorífica se ha abierto paso en su mente, se sacude, comienza a sacar espuma por la boca. Sus amigos están paralizados de terror.

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Me desgarro la garganta, las palabras ahora cobran vida propia y vibran en mis cuerdas vocales, salen disparadas como flechas desde mi boca. Roy trastabilla un poco más allá del puente, y cae de bruces. Sus amigos se acercan para ayudarlo, pero ya es tarde. Al otro día, los médicos del pueblo coinciden en que Roy ha muerto de un infarto al miocardio. Sin embargo, el forense parece ignorar tales comentarios. De cualquier manera, fui enjuiciada por asesinato, y encontrada culpable. Mi sentencia: morir en la horca. VIII. Escucho en sordina al juez y su interminable perorata de términos legales. Estoy casi de puntas, tal parece que la horca no ha sido diseñada para mujeres tan pequeñas como yo. Miro al cielo, ese cielo azul intenso de nubes blancas, almidonadas, de esta región del sur americano. Quiero que ésta sea mi última imagen: una golondrina gris cruzando el cielo. “Hold on, jus' a li'l while longer, fight on, jus' a li'l while longer, pray on, jus' a lil'l while longer, and everything will be alright… everything will be alright.” El reverendo Brown se ha puesto súbitamente de pie. Ante la sorpresa de todos, entona con voz muy clara un canto gospell. Trato de no escuchar nada más, quiero que ésos sean mis últimos sonidos: “Aguanta, solo un poco más, lucha, sólo un poco más, ora, sólo un poco más, y todo estará bien… todo estará bien.”

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El piso de madera se abre y escucho el crujir de mi cuello. Pero al cerrarse con fuerza mi garganta, observo al mismo tiempo un punto de luz pequeño, como luciérnaga extraviada en esta escena de muerte, y que poco a poco se abre hasta convertirse en un túnel luminoso. No siento dolor, sólo una especie de liberación física. Ahora existo, floto, deslizándome a través del canal de luz. A lo lejos me espera una figura. No necesito reconocerla, pues me extiende sus brazos, esos mismos que me arrullaron desde pequeña. Casi llego a ella. IX. -Contaré del diez al uno y poco a poco voy recobrando conciencia. Al despertar, recordaré todo lo experimentado en esta regresión, pero dejando atrás el dolor físico. Diez, me siento más y más consciente. Nueve, recupero el sentido del oído, capturando los sonidos del exterior. Ocho. Siete, el sentido del tacto, siento el peso de mi cuerpo, la textura de la ropa, las sensaciones de mi piel. Seis, Cinco, mis pensamientos se hacen más y más conscientes. Cuatro, el olfato, percibo los olores del consultorio. Tres. Dos, el gusto de mi boca, de mi saliva. Uno, abro mis ojos. Miré la cara arrugada de mi terapeuta, Dr. Meinn. Me reconfortó observar sus ojos azul claro, y la expresión bonachona de su sonrisa de duende. ¿Cómo te sientes ahora, Aurora? -preguntó el Dr. Meinn. -Un poco aturdida… pero con una sensación muy agradable. Volver a ver a la que fue mi abuela… la abuela Rose… me deja un sentimiento muy grato. -Y el dolor de cuello… ¿desapareció por completo? -¡Sí! casi grité al darme cuenta que el agudo sufrimiento que me aquejaba desde hacía años, se había desvanecido por completo -. Desapareció. También me siento totalmente relajada.

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-Bien, Aurora. Esperemos que también queden atrás los ataques de ansiedad, y la sensación de ahogo… -Ahora entiendo el origen de mis padecimientos físicos. -¿Y qué puedes aprender de todo eso? Me quedé unos instantes en silencio. Recordé mis pensamientos, mis sensaciones al vivir mi existencia pasada, como la chiquilla negra del Mississippi, Iris Mae. Sentí compasión por esa niña que ponía todo su empeño en salir adelante. Pero la rabia, la impotencia y el miedo habían desaparecido. Quizás, el hecho de saber que nada es eterno, y que siempre existe otra oportunidad para continuar, me hizo perdonar a la situación y a los individuos que contribuyeron a su ejecución. Sobre todo a Roy Patterson… al ver sus ojos nuevamente, en la regresión, comprendí que hay amores mal encauzados, encuentros mal orientados… que si lo hubiera conocido en otras condiciones… quizás hubiéramos desarrollado un buena relación y hasta formado una familia. X. Se abrió la puerta y Gabriel corrió hacia mí con movimientos ansiosos. Tomó mi mano. -¿Todo bien? ¿Pudieron conocer el origen de tus dolencias? -Sí, mi amor, la sesión fue muy productiva. Dice el doctor que sólo tengo que regresar una o dos veces, pero ya no siento la opresión en el cuello, y estoy tan relajada como hace mucho tiempo no lo estaba… -¡Qué bien, mi amor! No sabes cómo me tranquilizan tus palabras… Y observé sus ojos llorosos. Ahora son castaños, pero con la misma mirada que hace cincuenta años me seguía por todos los rincones de la casa. Los ojos de un joven que no supo lidiar con obstáculos de clase y raciales. Roy Patterson. La vida nos dio otra oportunidad para realizar nuestro amor. Otra oportunidad para unir dos almas en condiciones propicias.

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-Vámonos, que ya se nos hace tarde para recoger a las niñas con tu hermana. -Sí amor, vamos. Salimos del consultorio, tomados de la mano. Ahora todo es como debe ser. Ahora todo está bien. “Hold on, jus' a li'l while longer, fight on, jus' a li'l while longer, pray on, jus' a lil'l while longer, and everything will be alright… everything will be alright.”

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Agua oscura A New Orleáns, E.U.A., después del Huracán Katrina (2005)

Dark water, agua oscura que no puede esconder a qué huele la tristeza, un olvido de siglos, y el color de la muerte. Mortaja de aguas residuales, dark water, arrullando en silencio a los que ya no sufren, agua con vaivén de madre oscura, meces en paz a los que no piden ayuda, a los que ya no cantan, a los que ya no lloran, les das descanso, dark water, con toda la austeridad de un servicio fúnebre. Bush no quiere ahora que se rescaten los cuerpos, que la prensa no fotografíe la imagen de la tragedia, no quiere recuerdo, no quiere memoria de veinte mil vidas que se perdieron. ¿Le pesan mucho, al gringo insensible, veinte mil sueños ahogados, cuarenta mil pulmones respirando agua, veinte mil bocas silenciadas,

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veinte mil votos que, al fin y al cabo, nunca iban a ser suyos? Agua residual que ocultas la pesadilla, Bush espera que, como agua de drenaje, arrastres contigo la suciedad de su conciencia. Dark water, agua oscura como vientre de madre en duelo, oscura la piel, oscuro el silencio, oscura y lenta la descomposici贸n de los cuerpos.

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María María nunca pensó abandonar así, de una forma tan precipitada e irracional, a su madre en el lecho de muerte. Intentó bajar a toda prisa las atestadas escaleras del hospital. Iba tropezando, casi empujando a todo tipo de gente: enfermeras, mujeres con bebés, ancianos aferrados al brazo de alguien. Pero ella se fue abriendo paso, primero tímidamente y luego a empellones. Hasta que por fin logró llegar hasta al lobby, y cruzar a toda prisa hasta alcanzar la amplia puerta de vidrio que da a la calle. Ahí se detuvo. Quiso respirar, pero algo en su garganta se estaba cerrando. Apretó los ojos. No podía creerlo. Su madre acababa de morir, y ella había escapado como quien escapa de una guerra. No momento solemne, no cerrarle los párpados. No nada. Había huido como una cobarde. Corrido, simplemente corrido, y la había dejado ahí sola con su silencio, con su cuerpo frío, sola con su muerte. Ahora, María sintió que su garganta se abría, y el aire nuevamente entraba a sus pulmones. Afuera llovía a cántaros. Pero María no podía llorar. Miró a la gente que alcanzaba, empapada, la puerta del Seguro Social. Reían al llegar, mojados y agitados, felices al cerrar su paraguas. Y se sentía tan seca. Como si la muerte, al pasar junto a ella, le hubiera chupado la sangre, la saliva, las lágrimas. María caminó hacia la lluvia. Sintió cómo se iba empapando de afuera hacia adentro. Se le iba mojando el cabello, la ropa, la cara, las manos. Pero el agua se fue abriendo brecha en su cuerpo, como un río. Sintió la fuerza del agua, golpeándola, doblegándola, obligándola a caer de rodillas. Penetró por sus poros, se filtró a los recuerdos, la envolvió como líquido amniótico, flotó, nadó de nuevo. Se concentró en su pecho, en su frente, en sus ojos, y estalló en cascadas de lágrimas, fluyeron las palabras, las imágenes, los momentos.

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El chubasco arreció, todos veían sorprendidos, detrás del amparo seco de las puertas de vidrio, el cuerpo escurrido de María en la banqueta. Pero había algo en su figura de cera derretida, algo en la tenue línea de su leve sonrisa, que la hacía ver como un ángel, un ángel de alas líquidas. Y todos guardaron silencio… la miraron… respiraron muy quedo para no perder esa imagen borrosa a través del cristal empañado.

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Izquierda ¿Qué es la izquierda? Es la esquina donde cruza el pueblo, la mano que el estudiante alza para externar opiniones, el brazo del ama de casa cargando la canasta del mercado. Es hacia donde el azadón se inclina en el campo, hacia donde cae la lágrima que resbala por la mejilla -izquierdadel mojado. El que busca, busca con el ojo izquierdo, el empleo que no existe, que a nadie le importa, que no se inventa. La mujer que vive sola con sus hijos, con su izquierda los corrige, los acaricia, los alimenta. Porque he visto seres que levantan a su hermano con la mano izquierda, y le dicen “tú me importas, no estás solo” o “tu vida vale más que un puñado de monedas”.

Esa es la izquierda, con ella me agarro el corazón, la cabeza, las entrañas, y mi mano, pasa de ser un burdo apéndice de 5 dedos en flecha señaladora del fraude y la desgracia.

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Sí, yo danzo con la izquierda, amo con la izquierda, reto con la izquierda, sentencio con la izquierda, aprieto con la izquierda. Con ella llevo el alimento a mi boca, un alimento honesto, libre de mentiras o de mierdas. Con mi mano izquierda dibujo, imagino, me pregunto el futuro de mi patria. Con el oído izquierdo me gusta escuchar que el pueblo diga, “vamos acá o allá” que tropiece o se equivoque, que acierte o tenga éxito, porque no tengo miedo al ser humano para que diga, opine, decida el piso y el paso que llevará a sus hijos hacia el futuro.

Pues con la izquierda escribo libre de Dios y de infiernos-, lo que pienso y siento.

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Y las hadas también Lloran lágrimas de cristal “…y las hadas también lloran lágrimas de cristal”, concluye Sara Liz, después de comprobar que las lágrimas de cristal, cuando caen en la boca, no saben a sal, sino a azúcar. “Tienen que ser de cristal, con sabor a azúcar, pues las hadas no podrían soportar el sabor a sal, se morirían en un instante.” Su madre cruza a toda prisa el pasillo, y Sara Liz calla de inmediato. Para Sara Liz, su madre vive en una dimensión distinta, en la que se trata de hacer el mayor número de actividades, en el menor tiempo posible. Todo aprisa: cocinar aprisa, sonreír aprisa, llevar a los niños a la escuela aprisa, besar aprisa, hablar aprisa. Todo transcurre tan rápidamente que son incapaces de detenerse un poco, y ver lo que Sara Liz ve. Por ejemplo, el duende que la observa a través de la habitación, que gesticula, que hace mil piruetas para hacerla reír. “Ahora no, Stickyptí. ¿qué no ves que estoy comiendo lágrimas de cristal?” Esta tarde, a Sara Liz se le negó el postre. Llegando de la escuela, sacó de un cajón la falda de ballet que usó en el último recital y anduvo bailando por toda la casa hasta que desgarró el delicado tul rosa, y todas sus lentejuelas quedaron regadas por el jardín. Hasta daba gusto ver cómo las hojas, las flores, y las macetas lanzaban destellos bajo la luz del sol; parecía que las hadas se posaban en ellas. Cuando su madre la descubrió con el vestido sucio y desgarrado, Sara Liz intentaba volar. Llevaba ya un buen rato aleteando, brincando y, justo cuando había encontrado un movimiento de pies que parecía ayudar a elevarse un poco, llegó su madre, la jaló de un brazo (aprisa) y la metió en la casa. La madre de Sara Liz le quitó el vestuario de ballet (aprisa) pero también en silencio. La limpió bruscamente, le enfundó un vestido limpio y la peinó (aprisa y en silencio). Sara Liz comprendió todo. “Soy niña, no tonta”. Había aprendido a reconocer los silencios de su madre. Cuando su madre cesaba su cantaleta de palabras, quejas, sonidos, preguntas que se responden por sí mismas, gritos y algún esporádico canto, sólo había una razón, sólo

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una. Aprisa, la llevó a la cocina, y la sentó frente a un enorme plato de verduras apiladas: arroz, carne, huevo y otro tanto de porquerías encima. En silencio, su madre salió no sin antes lanzarle la mirada de “no-te-atrevas-a-pararte-de-tu-silla-hasta-que-no-terminesla-última-zanahoria”. Sara Liz estuvo una hora frente al plato. Su madre, súbitamente y sin decir palabra, entró a la cocina. La miró con esa cara de “ya-se-nos-hizo-tarde-para-tu-clase-de-ballet” y salió enfurecida. Durante la siguiente hora, Sara Liz comenzó a cantar en voz alta, lentamente, como en grabadora descompuesta. La primera canción, tardó diez minutos en cantarla. Sin embargo, puso su mejor esfuerzo porque la segunda durara casi media hora. Un pequeño fantasma que pasaba por allí, se acomodó en la silla de enfrente, acompañó en algunos unos fragmentos con su voz aguda, durante el coro realizó algunos actos de aparición/desaparición y al final de la canción aplaudió tan fuertemente que de un brinco regresó al otro mundo. La madre de Sara Liz se asomó a la puerta de la cocina con cara de “qué-rayos-pasa-aquí”, y Sara Liz volteó a ver el reloj, ya casi eran las seis y media de la tarde. Su madre, se acercó al teléfono de la cocina a comprobar que no estaba descolgado. Tomó el tenedor que estaba tirado en el suelo (que había usado por el pequeño fantasma para conducir la melodía), y lo lavó mientras pensaba en otra cosa. Finalmente derrotada, pronunció las tan esperadas palabras “Está bien, tú ganas, te me vas a tu cuarto inmediatamente (¿aprisa, quiso decir?) pero con dos condiciones: una, no vas a salir de tu recámara en toda la tarde y otra, no tendrás postre lo que resta de la semana.” Por eso, Sara Liz está allí, encerrada y degustando lágrimas de azúcar, lágrimas de hada, lágrimas de cristal. El duende, se levanta de su rincón, abre la puerta de la habitación y señala con sus dedos verdes el teléfono del pasillo. “¿Ya va a ser hora, Stickyptí? ¿No es muy temprano?, ni siquiera son las siete y media.” Pero el duende comienza a mover sus manos como un mago, y con cada movimiento, Sara Liz piensa “uno (redoble de tambor), dos (aumenta el redoble) y ¡tres!”

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“¡Rrrrrriiiiiiiiiiing!” grita el duende, aunque nadie parece escucharlo más que Sara Liz. “Rrrrrrriiiiiiing! vuelve a gritar y Sara Liz se aproxima al teléfono, extrañada de que su madre no corra aprisa y en silencio a contestarlo. “¡Que dije rrrrriiiiiiiiiiiing! exclama el duende, y se tapa la boca cuando Sara Liz descuelga el teléfono y descubre que su madre ya está ocupando la otra línea. “… que andarte buscando y en tu oficina son muy groseros conmigo” por un lado; “ve al grano y dime qué necesitan” por el otro; “voy a cambiar a la niña a otra escuela, en la que está tiene problemas” por un lado; “sólo me hablas para pedirme dinero” por el otro; “¿cuándo quieres que te hable, si ni siquiera vienes a ver a la niña? por un lado, hasta que Sara Liz advierte que el duende se está asfixiando y ya no es verde, sino morado. Sara Liz cuelga rápidamente, le quita la mano de la boca al duende, y, con un alarido silencioso, el duende sale corriendo de la casa, atraviesa el jardín, el porche, y se larga, abandonándola allí, junto al teléfono. Sara Liz, con una mano, se tapa los ojos (“ya no quiero ver nada”), con la otra, se tapa la boca (“ya no quiero decir nada”) y a toda prisa, camina hacia la cocina, tropezando con sillones y lámparas. En esa rápida oscuridad del silencio, entra, y percibe un tenue sollozo. Baja sus manos, y observa cómo sube y baja la espalda de su madre. Se acerca, y su madre, rápidamente, intenta secar sus lágrimas. “No, no lo hagas”, le dice Sara Liz. “No te las quites, las vas a aplastar”. “¿A quienes, mi amor?”. “A las hadas, ellas saben qué hacer con tus lágrimas” dice Sara Liz. Y por primera vez en muchos años, la madre de Sara Liz cierra los ojos, y vuelve a sentir, en su cara, el revolotear de pequeñas alas, diminutas manos que recogen las gotas, las convierten en pequeños cristales de azúcar, y las depositan en su boca. “¿Las sientes, mami? ¿Ya nunca te vas a esconder de mí, para llorar?”. “No, Sara Liz” dice la madre pausadamente, moviendo los labios y saboreando su dulzura. “Ya no me voy a esconder de ti.”

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Lo dice la mamá de Sara Liz, pero parece que dicen lo mismo el duende que regresa trepando por la ventana, el pequeño fantasma mirando desde el espejo, el hada tornasolada que se posa sobre la enredadera y hasta una arrugada brujita que llega volando a tumbos y que, hasta entonces, nadie tenía el gusto de conocer. Sara Liz, voltea a verme, y también voltea a verte a ti, lector. “Nadie se esconde, nada se esconde. Aunque mis padres están divorciados, me esfuerzo por ser feliz. ¿O qué, creían que no me daba cuenta de eso? Soy niña, no tonta.”

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Mueren hadas Mueren hadas, ilusiones cansadas de volar en círculo, llego exhausta, me quito las alas, las dejo sobre el sillón, sobre poemas amontonados, hojas sin orden, con este sollozo mueren otras dos, frágiles aladas, vulnerables como la esperanza. Con cada lágrima mueren hadas, caen sin vida, se hacen polvo sus alas, cesan de existir, se vuelven nada. Al morir extinguen el brillo tornasol de una idea recién barnizada, caen las alas y cae la tristeza sobre mi cara. Sin hadas, mundo sin nada, sin el sutil vuelo de la ilusión, sin el momento en que todo pasa, en que algo se vuelve real, ahora se agota, se cansa, se exprime de mis ojos, como lágrima.

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Caigo herida de desesperanza, cayendo me rompo las alas, conmigo mueren las que sueñan, las frágiles buscadoras de lo eterno, se esfuman con esta lágrima, con esta lágrima, mueren hadas.

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Un atardecer Es simple, es simplemente un camino, me digo. Repito incesantemente que el hecho de estar aquí debe tener una razón, el porqué de algo, una decisión dictada por el destino. Trato de ser consecuente con mis creencias. Mientras, camino. Es terreno ignoto, no reconozco los guijarros, ni los arbustos. Una mujer citadina, criada entre ladrillos y semáforos, ¿qué puede estar haciendo o deshaciendo en este lugar de vacas y arroyo, de árboles y montes? Ya no camino, corro. Voy avanzando, deslizándome en pequeños acantilados, buscando, buscándome, tratando de llegar a la rivera del río que dicen- conecta todos los pueblos de esta región. Subo a toda prisa las pequeñas laderas, no quiero ya escucharme, solamente sentir en cada pisada cómo agoto la distancia entre el yo y el llegar. El sol se agota, se extiende la noche, apoderándose de cada metro de este paraje, el cual ya no alcanzo a vislumbrar. Todo oscurece -¡mejor!-, prefiero escuchar solamente el resuello cansado de mis pulmones, resuello que a veces me recuerda el gemir de un animal herido. Aprieto el paso, y avanzo como bestia ciega esquivando árboles, sintiendo el rozar del espino, aplastando piedras, olfateando el camino. En la negrura nocturna, me difumino. Ya no corro, vuelo. No soy un cuerpo avanzando a tientas, soy una sombra, la sombra de mi ser, el rastro de una sombra. Ya no respiro, sino que ingresa en mí el aire, me alimento, me formo del aire, me convierto en viento. El fuelle de mis pulmones, cesa, y de mí sale el silencio, el silencio que domina la campiña, el silencio del secreto que se esconde en los peñascos, el silencio de la oscuridad, siniestro y perfecto.

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Y de pronto, esta sombra que vuela, alcanza el acantilado, y se lanza al vacío, sin preámbulos, sin vacilación ni misterio. Caigo en el húmedo abrazo del río, como un viejo amigo que me espera desde hace tiempo. Nos envolvemos, nos rodeamos, nos alcanzamos, nos reconocemos. Me desliza cuesta abajo, en su estruendoso llevar de agua y arena, espirales de espuma, piedra y cieno. Me deposita en la otra rivera, pero no importa, ya me ha contado todos tus secretos. Es el río que moja ciudades, campos, montañas, abrevaderos. No es de nadie, pero sirve a todos. Somos iguales. Decide su cauce. Somos simples y a la vez tan fuertes. Llega al que tiene sed, se entrega, se agota, se llueve. Lleva vida, purifica, deja que otros naveguen. Ya amanece.

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Isis No hay más misterio. No diosas legendarias, no cantera ni barro, no sonrisa hermética, no papiro y silencio. Soy lo que soy, esta carne y este nervio, penitencia de vivir crucificando los sueños, amortajando palabras, hundiendo clavos en cada uno de mis treinta y seis misterios. Por querer volar, me volví transparente, para ser transportada, como la lluvia. No puedo esconder ya nada, se escapa todo sin querer, como gemido bajo la almohada. Por no quedar inmóvil, como los muertos, me dediqué a la danza; en cada giro busco la espiral que conduce hasta el supremo bien, escalera al nirvana.

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Por no llorar a gritos, puse poesía a mis palabras, para no herir los oídos ajenos, con mis fantasmas, las garras. Por descubrir mi feminidad, quedé desnuda, desde edad temprana, (lo que es peor: desnuda del alma) de lo vulnerable de mi ser expuesto descubrí la fortaleza que exuda mi ánima. Por eso te digo, las diosas no tiemblan, las diosas no sueñan, ya no hay misterio, tumba cerrada, estatua de piedra que la arena decanta. Sólo soy lo que ves, hembra, sudor y lamento. Una esencia de mujer que llega desde el fondo de los tiempos…

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Mi vecina Siempre me he considerado una persona de amplio criterio. He vivido en ciudades cosmopolitas, por lo cual he tenido contacto con todas las preferencias y todos los “ismos”. Sin embargo, nunca viví situaciones tan sorprendentes, como cuando mi vecina, Felicia, decidió convertirse en bruja por correspondencia. Entonces sí, me di cuenta que mis ojos no lo habían visto todo aún, en este mundo. Una mañana, Felicia tocó por la ventana de mi cocina y entró muy emocionada cargando el “kit” de bruja que le había llegado por correo. Pronto, comenzó a platicarme todas las bondades de ser bruja (viajar gratis, hacerse invisible, etc.) mientras iba sacando de la caja un gran cazo para las pócimas, diversos frascos, varitas mágicas, una bola de cristal, y los manuales que debía estudiar para recibir su diploma. “En seis meses seré bruja” me dijo, “y todo en cómodas mensualidades”. Todo iba bien, hasta que me percaté que, cada mañana, su perro Bobby lucía de manera diferente: un día amanecía con patas de gallo y trompa de elefante, el otro con orejas de conejo y cola de pez. “Es que todavía estoy confundida con el arte de la metamorfosis”, me dijo. Afortunadamente para Bobby, mi vecina se aplicó en la materia y logró convertirlo adecuadamente ya sea en sapo, en koala o en cualquier animal reconocible. Ni hablar de cuando Felicia comenzó a practicar la desaparición. “¡Cada semana visitaremos un lugar diferente: Tibet, El Cairo, Shangai!” exclamó emocionada al abrir el manual número siete “Desaparición en tres pasos”. Yo le recomendé -mortificada ante su escasa habilidad mágica- que de una vez leyera el manual número ocho “Aparición también en tres pasos”, para no correr el riesgo de no verla nunca más. “Mmmhh, tienes razón, no vaya a ser, que en una de ésas, me equivoque.” Pero aún así, Felicia confundía siempre sus lecciones. ¡Y me pegaba cada susto! De pronto, cuando quería visitarme, aparecía en el techo y había que llamar a los bomberos; o me sorprendía en la ducha cuando estaba a punto de bañarme; también escuchaba sus gritos para que abriera el refrigerador, o el cajón del pan, o la alacena. “Más te vale que

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aprendas bien en dónde apareces, Felicia” yo le advertía, entre riendo y horrorizada. “Porque si un día apareces dentro de mi estómago, no tendré más remedio que digerirte.” Al poco tiempo, cambié de lugar de residencia, y perdí todo contacto con Felicia. Siempre me preguntaba qué había sido de ella, si alcanzaría su sueño de ser bruja. Hasta que, una tarde, escuché unos toquidos en la ventana de mi habitación, en el segundo piso de mi casa. Me asomé, y era Felicia, volando sobre Bobby, convertido ahora en un hermoso y enorme dragón. “¿Lo ves, amiga? Vengo a invitarte a una pequeña excursión a China. Lo del dragón es para honrar sus tradiciones y Bobby resopló orgulloso una pequeña fumarola, que chamuscó los geranios de mi balcón-.” “Empaca rápido, y viaja ligera, que Bobby no tiene portaequipajes”. Y salimos volando, montadas de un dragón enorme con collar de perro, decididas a conocer tierras lejanas…

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Sobre las azoteas Estoy atrapada entre cosas inútiles, a pedazos, y escondida bajo el pendiente del día, el cuaderno abierto, la servilleta arrugada y la cacerola limpia. Me preocupa ahora el precio de la lechuga, del perfume, del zapato de tacón. Me preocupa el aguacate y la loción. No reconozco mi voz en la contestadora, mi cara en el espejo empañado, mis pasos sobre este suelo empolvado. Ya no aguanto el cinturón y la cebolla, me pierdo en el cesto de la ropa sucia, el trabajo, el césped, la polilla. Sumergida entre cosas, trapos, restos de comida, sin tiempo, sin dinero, sin sonrisa. Rehén de un mundo fabricado por gente simple, me dejo llevar por la inercia del cepillo y la papeleta. Cosas, cosas, cosas, Dimensión pre-fabricada de objetos para tragártelos, para restregártelos, para quitar las manchas, el olor a rancio, para agarrarlos, tomarlos,

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para asirte como náufrago de una vida inútil, pero a mitad de precio. Eso sí, cómo se agita mi ropa recién planchada cuando la brisa de la tarde la bailotea, la seduce, la hace girar en su gancho. Vestido arrancado, volando en brazos del viento, sobre las azoteas de esta burda ciudad, báilate un tango por mí, escapa, asegúrate de aterrizar en un charco, y ya no vuelvas, no vuelvas. Rómpete o púdrete para no tener que lavarte o plancharte una vez más, una y otra vez Más.

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La diva La limousine se alejó y quedé unos instantes inmóvil, sin querer ingresar. Me esperabas adentro, en la inauguración, desde hacía más de una hora, y yo aquí afuera, paralizada, con mi vestido verde tornasol, y un brillante tocado, coronando mi peinado. Mis horrorosos dedos con callos, parecían quererse escapar, brincar desde las delicadas sandalias color dorado. “Terribles pies que tengo” me dije, “soy todo un pavo real”. La gente se aglutinaba a los lados de la entrada del Museo de Arte, y sus ojos se agrandaban, brillaban, parpadeaban tratando de localizar entre los que ingresaban, a la artista de moda, al distante intelectual, a la estrella de televisión. “El único lugar de la ciudad, en este momento, en que pueden verse tales especímenes codo a codo, merodeándose, olfateándose, escudriñándose palmo a palmo”, pensé. Ya en el lobby, me di a la tarea de buscarte… ¿dónde podrías estar? Todos parecían agrupados con los de su misma especie: en un rincón, los integrantes de un grupo de rock, negros y alargados como cuervos; en el otro, un trío de señoras, parloteando incesantemente en sus ropajes multicolores, y en aquél otro, damas de sociedad pavoneando sus hinchados trajes de gala. Pasando una horda de pingüinos, que se caravaneaban los unos a los otros, te encontré. Estabas ahí, como siempre, rodeado de la gente más importante e influyente del lugar, posado en la cima, extendiendo las poderosas alas de tu conversación, e hipnotizándoles, como inocentes presas, con el aguileño brillo de tu mirada. De pronto, observando desde lejos cómo posabas tus garras sobre la atención de todos, me sentí únicamente un pollo verde, de grandes plumas. Y mis pies, seguían desbordándose de las cintillas de mis sandalias. “¿Qué haré con ellos? ¡Con qué gusto arrebataría las primeras zapatillas que pasen mi lado!”

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Una pequeña mujer, de gallinácea pechuga, parecía cacarear algo a tu oído, pero tú ya no la escuchabas. Te habías dado cuenta de mi llegada, y sonreíste. Todos voltearon a verme, intrigados. En los ojos de ellos se reflejaba una insultante lascivia, y en los de ellas, desdeñosa envidia. ¡Hermosa bienvenida! Mmmmh… una extraña energía recorrió mi cuerpo. Erguí mi torso, alargué el cuello, y con caminar preciso me acerqué al grupo. La capa de mi vestido se alzó a mi paso, dejando a todos apreciar su elegante diseño. Ahora sí, avecillas de corral, tengan algo sustancioso que envidiar…

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Ahora ya nacimos Ahora ya nacimos. Fuimos lanzados sin preguntarnos siquiera al ruedo de la vida, sin capote ni espada, ya lanzamos el grito de llegada, ya bebimos del polvo y de la lágrima. Ahora ya estamos no es preciso dudar, ni preparar huida; desde el primer segundo, y hasta el último aliento, aquí permanecemos; es nuestra cárcel o vergel, palacio o ruina. ¿Tejeré mis horas de quejidos, o permaneceré serena a la intemperie? ¿Cubriré mi desnudez de lamentos, o crearé bellos poemas para ataviar los días? No hay marcha atrás, camino de una vía es nuestra vida, crecer o perecer, aprender o morir, sobrevivir las propias deficiencias. Con el faro del claro pensamiento y la brújula del bueno sentimiento

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me embarcaré hacia el mar de la vivencia, bajo brillante sol o tempestades, con viento a favor o entre el fiero rugir de huracanes, no temblará mi mano para izar las velas; pues como marino ante las lides, recio, imperturbable, no existe forma ni pretexto, de desertar la nave. Ahora ya estamos, no hay marcha atrás. Hasta el postrero aliento, o latido, hasta el último momento, tomándose esta vida por los cuernos, sin dudar siquiera, me viviré la vida hasta la muerte. Pues ahora… ya nacimos.

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Condenada a muerte “Entonces, así es como se ve un condenado a muerte” pensó Adriana al observar esa cara levemente demacrada, los ojos medio opacos y un cuerpo laxo, como globo desinflado. Intentó descubrir en la mirada, un algo más, alguna sombra dramática que presagiara el final cercano. O un rictus en la boca, una pequeña contracción de músculos que le acercara más a la expresión de un cadáver; algún temblor en las manos que presagiara un final inminente. Pero Adriana no encontró nada. Nada. “Seré la muerta más sana del cementerio”, se dijo mientras se quitaba la bata azul frente al espejo. Y Adriana salió de la clínica con su expediente bajo el brazo, como quien es despedido de la empresa de la vida. “Lucharemos” había dicho el médico, “haremos todo lo necesario para vencer a ese cáncer” y enseguida habló, casi sin respirar, de toda una serie de tratamientos, operaciones, sesiones, y esperanzas. “El cáncer debe estar riéndose, allá abajo, en mi culo” pensó Adriana al arrancar el coche. “Todos preparándonos para la batalla y él, con sus tácticas de guerrilla, propagándose a su antojo por mi cuerpo.” Adriana manejaba hacia su casa, cuando de pronto, se dio cuenta que la cercanía de la muerte no se percibe en cómo se observa uno; sino en cómo uno observa. “Entonces, así es como un condenado a muerte, ve”. Apeó el coche, y bajó en esa calle en medio de la ciudad. Se paró en medio de la acera, y simplemente observó: toda esa gente, yendo y viniendo de tantos lugares, algunos solos y otros en grupos, unos hablando y otros callados. Los perros callejeros, los puestos ambulantes, esa niña con su helado de vainilla, el señor pagando por su periódico, la anciana cargando su carrito del mandado, los jóvenes enamorados, todos, todos, yendo y viniendo sin cesar, sin detenerse a verla, a observarla a ella, que tan cerca estaba ya de la muerte, “¿no puedes llevar un recado al más allá?” no le dicen, “¿no te duele morir?” tampoco, y nadie se da cuenta porque no se le nota, no la perciben, todos pasan, todos siguen su camino. “Eso es lo más doloroso… que todos sigan su camino.”

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En casa, el asunto cayó como bomba, y de una manera breve y resumida se explicó el plan de guerra planteado por el médico. Su esposo y sus hijos, respondieron que sí, que harían un frente unido, se plantearon las fechas para las operaciones y tratamientos, y luego no se habló más del asunto. Eso también le sorprendió a Adriana. “Este es el silencio de los condenados a muerte”, pensó. “Este es el aislamiento, la soledad. No es necesario estar encerrado bajo siete candados en un calabozo.” Los días antes de la operación, fueron insoportables. Todos a su alrededor, intentaron crear un ambiente de “no pasa nada, todo es muy normal, no se hable una palabra de esto.” Sus amigos hablaban para saludar, pero evitaban el tema totalmente. Su hija mayor, pasaba por la casa, casi sin mirarla. Su hijo menor se encerraba toda la tarde en su cuarto, y su esposo, trabajó innecesarias horas extras. Todos en silencio, atentos al dolor propio, sufriendo en aislamiento, cuando ella lo que quería era un fuerte abrazo, un te necesito no te mueras, algún síntoma de lágrima o debilidad. Pero no. El cáncer se convirtió en un tema evitado en casa, como si al mencionarlo se estuviera invocando el nombre de un enemigo. Entonces vinieron la operación y los tratamientos. Le quitaron pedazos de recto e intestino y le pusieron tubos, agujas, gasas de drenaje y le engraparon la barriga. “Mi cuerpo es una zona de desastre” pero el sufrimiento estético no le importaba porque ahora sí había dolor, por dentro y por fuera, y en zonas en las que nunca sospechó que un dolor tan intenso se pudiera dar. Gente cercana, familiares y amigos, acudían a verla, y ella, entre el sopor ficticio de anestésicos y morfinas, sonreía apenas. Lo mejor de todo, era no tener que “hacerse la fuerte” como días antes, porque ya lo era, porque su cuerpo desesperado por sobrevivir le respondía con ataques de euforia, que a veces desahogaba soñando que era niña, y que corría sin freno por un campo de amapolas. Fue durante la etapa de radiaciones que lo escuchó por primera vez. Al regresar a casa de la octava sesión (la cual tuvo que ser pospuesta, pues las llagas de sus quemaduras no parecían dispuestas a cerrarse), lo percibió. Comenzó como un

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ruidito extraño, en la habitación contigua. Con trabajo se levantó del sofá y se acercó al marco de la puerta. Y por primera vez observó a su esposo sollozar, de espaldas y mirando a la ventana, en lo que él pensaba era un lamento silencioso. “Entonces… así es como se le llora a un condenado a muerte”, pensó ella, y se acercó a él, y con todo el dolor de sus llagas lo abrazó, lo apretó, y juntos lloraron el primer y último llanto, juntos sorbieron las lágrimas y se limpiaron los mocos, se miraron y se sonrieron con esa certeza simple del que se sabe amado. Ahora, Adriana se encuentra en un lugar totalmente distinto. Una calma la inunda mientras observa a esa mujer petrificada, sin brazos, sin cabeza. Esa estatua de piedra extendiendo sus alas, señalando con el pecho hacia delante. Mutilada y a la vez destilando poder, energía, victoria sobre los elementos de la vida o de la muerte. -¿Me he tardado, cariño? El baño estaba repleto con un grupo turístico de esos que van juntos hasta al W.C. dice su marido, regresando a la escalinata del Museo de Louvre. Pero guarda silencio al observar a su esposa Adriana, parada en silencio junto a la Victoria de Samotracia, y al verla con su cabello encanecido y suelto, le parece hermosa, le parece grandiosa o más que la estatua, que es de piedra fuerte, mientras que su esposa es blanda, débil, vulnerable. Al tomar su mano siente la energía de la vida, de esa vida que por endeble y frágil se convierte en un milagro, en un regalo, en un segundo de amor que no se quiere dejar pasar. Adriana siente el beso en la mano, suave, tibio, y decide que ese segundo durará por siempre. “Por un momento así” piensa, “mi amado… me condenas a la vida”.

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Divina paciencia ¡Qué paciencia demuestras, Madre Diosa, con todas tus creaturas! ¡Cómo observas nuestros pasos titubeantes, mientras esperas, serena y reposada, que nos levantemos y comencemos a andar! De todo nos provees en este mundo: tierra, aire, frutas, agua fresca de los ríos y la nutritiva sal del mar. Es tu árbol nuestro cobijo y calienta nuestro cuerpo tu bendito sol. Has dispuesto un paraíso para nuestros burdos intentos. ¡Qué infinito amor el tuyo! ¡Qué hermosa fe depositas en nosotros! ¡Qué seguro ha de ser el camino hacia la Luz, que no te esfuerzas de más, no apresuras, no desesperas! Sólo observas, Madre Diosa, orgullosa de las pequeñas proezas, de los primeros balbuceos, de nuestro vacilante caminar en esta evolución hacia el Amor.

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Augusto cantalapiedra Mi maestro permaneció unos minutos sin decir palabra. Con la mirada fija en ningún punto en específico, inmóvil en su tosca levita de músico loco, parecía querer encontrar la respuesta de algo. Mis manos sudaban, las enganché detrás de mí, pero en su humedad ellas insistían en desengarfiarse. Ante mí, se encontraba Don Augusto Cantalapiedra, maestro de canto, famoso por haber pisado en su juventud -ya bastante lejana- los mejores escenarios de América, y algunos de Europa Central. Con su mano derecha alisaba, nervioso, un escaso cabello ya pintado de oscuro, y el ligero temblor de su rodilla izquierda, lo hacía parecer un atleta a punto de correr. Continuaba en silencio, y yo, por mi parte, comencé a secar mis manos en la chaqueta prestada por mi tío. ¡Tanto temí este momento, tanto me esforcé practicando noche y día, para presentar mi examen final del conservatorio de música! Don Augusto Cantalapiedra sentenció en mi primera clase de canto: “Lárgate de aquí. Búscate otra profesión. Por mi honor, que nunca llegarás a ser cantante de ópera” y lo dijo describiendo un enorme arco iris de aire con las manos, como si la ópera fuese algo que está hasta allá arriba en el cielo, imposible de alcanzar por mí. Después de cuatro años de estudios, para colmo de males, Don Augusto fungía como único sinodal de mi examen de graduación. Pues bien, acababa yo de apostarle todo a un aria de Don Giovanni, de Mozart; pero Don Augusto parecía no querer externar su evaluación. Bajó la mirada, y después otros momentos más de mutismo, levantó los ojos para preguntar “¿Quién te ha enseñado canto?”. “Bueno balbuceé- estuve en los cursos de los maestros Rodríguez y Velásquez, pero… más que nada aprendí de su libro, maestro Cantalapiedra, “Lecciones de Canto”, practiqué todos los ejercicios y aproveché cada uno de sus consejos.” Dicho esto, Don Augusto Cantalapiedra cerró de golpe su libro de partituras, como quien llega a un veredicto. Con paso firme se dirigió hacia la puerta, dispuesto a abandonar la sala de examen. Todos los presentes, se observaban pasmados unos otros. Al llegar al marco de la puerta, Don Augusto, en gran gesto teatral giró sobre sus talones y abrió su boca sin emitir sonido. Yo cerré los ojos y apreté los dientes, esperando lo peor.

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“Es la mejor interpretación de ópera que he escuchado en mi vida. Está usted aprobado con honores. Por otra parte, Señor Decano, mañana a primera hora tendrá mi renuncia sobre su escritorio. Buenas noches a todos los presentes” concluyó con una ostentosa caravana. Don Augusto Cantalapiedra sonrió plenamente y se alejó por el pasillo, yo diría, casi contento, ligero, como quien se deshace del gran peso de llevarse a sí mismo.

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Hacemos el amor Hacemos el amor lo construimos día a día, sin reposo ni tregua desde el dulce remanso de la memoria, a pesar de nosotros, a pesar de la angustia te amo, nos amamos. Me haces el amor, y me fabricas a partir de mis propios pedazos. Me moldeas y das nueva forma a las palabras nunca dichas, a unos cuantos sueños rotos, los recoges, los seduces, los consuelas, les provocas esas caricias de amor con las que reconfiguras tu esencia. Hagamos el amor, concibámoslo, si no es por nosotros, no existirá. Que nazca a partir de tu mirada tranquila, de mi boca húmeda que te necesita, de tus manos suaves como el rezo de un niño, de mis brazos que te buscan porque también te necesitan.

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Hacer el amor es rebelarse a la creación misma y decir: Dios, te quedaste corto, yo puedo mejorarla, nos hiciste dos, dos almas y cuerpos, debimos ser uno, no andar solos y es cuando nos fundimos en el abrazo, en el suspiro rítmico, en el estar muy adentro para volvernos el mismo. Así como debimos estar desde el principio. Hazme el amor, restáuralo en mí hazme creer en él, invéntalo para que exista. Nadie antes que nosotros supo amar, ni nadie después: es la premisa de los locos, de los amantes eternos, de los novios adolescentes, de los abuelos que todavía se toman de las manos. Eso quiero ser, todo eso, y también la mujer que sueñas la que se camina el mundo entero contigo, la que le canta y cría a tus perros, la que te da de comer, la que te cuida, la que te hiere a veces, porque ¡Dios, cómo me amas! la que te ama a pesar de sí misma, la que no sabe cómo vivir si no es bajo la cálida luz que es tu presencia junto a la mía.

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Hacemos el amor, por fin quedo callada, sólo dejando hablar a nuestro aliento. Guardemos silencio, seamos cómplices de lo que muchos temen: el amor, nuestro amor, como tantas noches desde hace años, desde hace siglos, al cobijo de nuestros cuerpos palpitantes, se está reinventando, se está construyendo.

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Baraja cero Antes del amanecer, entre la oscuridad y la aurora, el Loco despierta. Se sienta al borde de la cama, y recuerda… ha tenido un sueño, el sueño de que existe todo… y nada. El sueño de un territorio inexplorado. El sueño de las posibilidades. Mira su cara al espejo: un rictus diferente le ilumina la cara. Sonríe: algo espera. Llora: algo deja. Suspira: algo busca. Afuera, su perro ladra distinto y él reconoce que ha ladrado así otras veces. Rasca frenéticamente a su puerta y con gruñidos le llama: no hay tiempo más de espera. Se viste aprisa, y apenas coloca en un atillo unas cuantas pertenencias, pero no importa. Ya irá encontrando lo que necesite, en el camino. “¡Aprisa, aprisa” parece decir el perro. “No dudes… ¡aprisa!” El loco sale y encuentra dos caminos: el de la derecha y el de la izquierda. El de la derecha conduce a la ciudad, al mundo gris de la línea y el orden, de las reglas preestablecidas. El de la izquierda conduce hacia la campiña, al mundo del bosque y el río, de los colores, fragancias y sensaciones. El perro le jala del pantalón y lo conduce por en medio. Ahí van juntos, saltando entre abrojos y pedruscos. “Aprisa, aprisa” le ladra. “No pienses… ¡aprisa!” Perro y loco van trastabillando entre las filosas piedras. Las sandalias se rompen, las aristas rocosas hieren las plantas del Loco. Va dejando huellas rojas sobre la tierra. De sus huellas crecerá en unos días, la más fina hierba. Entre las burdas rocas, el Loco percibe una hermosa flor blanca creciendo solitaria. Es señal de que debe continuar avanzando. Se detiene, la corta con cuidado, la acerca para olerla. Le parece raro que no tenga fragancia. ¿Será un presagio bueno o malo?

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“¡Aprisa, aprisa!” el perro ladra. “No analices… ¡aprisa!” Llegan corriendo hasta el acantilado cuando la mañana casi comienza a clarear. Perro y loco frenan abruptamente justo al borde del precipicio. El loco alza su cara sonriente: el Sol le regala sus primeros débiles rayos, iluminando su rostro. No puede haber mayor felicidad, ni mayor emoción que atestiguar el inicio de un nuevo día, de un tiempo inexplorado… existe todo y nada. Un mundo de posibilidades. El perro ladra: “¡Aprisa, aprisa! ¡No temas… aprisa! El loco se avienta al precipicio. Al fin amanece. Despierta en su cama.

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La tarde que yo muera La tarde que yo muera, que sea de nubes naranjas, sonidos quietos, de viento silbando entre las grietas. Quiero que un niño cante una canción dulce, serena, que un perro ladre sin ningún motivo, y que discretas salgan las estrellas. Quiero una tarde como todas, como aquellas que cobijaron mis días, que me despida entonces, cotidiana, diáfana, sencilla. Que los pájaros regresen a sus nidos, que el anciano bostece la modorra en la penumbra tranquila. Que los amantes se tomen de las manos bajo el resguardo de las primeras sombras; y me reciba la luna con sonrisa de plata, acompañando el tránsito hacia nuevos rumbos, radiante amiga, confidente, viajera como yo: errante maga blanca.

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Que se meriende el pan sobre la mesa, que se prenda la vela y el incienso, que se duerma a los niños al caer la noche, que termine el día sin grandes aspavientos. Tal como dicta la naturaleza, regresaré a mi cauce; me iré con el día, silenciosa, continuaré mi viaje. Hasta que el noble sol, y sus delgados rayos, iluminen, en muchos años por venir el nacimiento de una piel breve, y mis pequeños ojos abran su curiosidad hacia el naciente alba, en un nuevo cuerpo.

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Ilusión Ilusión, recoge mis manos frías, apriétalas contra tu pecho lleno de promesas y deposita en ellas un futuro sin estrenarse. Ilusión, toma mi cuerpo hastiado, virgen de realizaciones duraderas, inocente del éxito, lacerado por la frustración de la injusticia. He aprendido muy bien a no mirarte, a dejarte pasar de lado, a ignorarte, ilusión, porque cuando te escapas, me dejas sangre en los brazos. He preferido no tenerte, que extrañarte, pues casi siempre llegas a mí acompañada del desencanto. He aprendido a vivir parchándome los sueños, silenciando mi angustia, aquietando el espíritu, he aprendido a vivir sin esperarte. Y sin embargo, he aquí que abro las ventanas dejo que el viento despeine mis quimeras, pongo en las repisas mis últimas flores, y te doy nueva posada, neciamente.

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Cuando sientas… Cuando sientas… que esa página en blanco es sólo un espejo que te devuelve nada, ni una imagen o palabra, ni un reflejo de todas esas voces que en sueños escuchas, o todas esas caras anónimas que ves pasar por la calle, cargando todas sus historias. Recuerda… que sólo tú tienes un pequeño o gran poder, según lo veas, que es el poder de la palabra, (“En el principio era el verbo… ¿recuerdas?”), y que todos esos seres que imaginas o percibes sólo cobrarán vida si tú, en tu humilde sillón, comienzas a llenar de tinta o letras esa página. Cuando sientas… que hay una voz detrás de ti que dice: “no lo digas, no lo hagas, no vale la pena, no me importa, escribes mal, tienes mala ortografía, tus frases son incompletas, hueles mal, tienes piojos, eres un mediocre, para qué intentarlo, tienes flojera, los platos están sucios, mejor ve la TV, o, al fin y al cabo ni siquiera soy escritor”. Recuerda… que esa voz no es sino la tuya, reconócela, asúmela, combátela, convéncela de quedarse callada, de no hablar tan fuerte, de dormirse un poco para que tú puedas, finalmente, escribir lo que piensas. Cuando sientas… que estás solo, solo, en esa especie de isla desierta del que nadie escucha, recuerda, ni comprende, que siempre llegas cansado del trabajo, de la oficina, de lidiar con la esposa, con tu madre, o con tus hijos, cuando no tengas a nadie a quien decir que viste a un perro morir atropellado y que lloraste, que te dolió hasta el alma la mirada del niño de la calle, que rechazaron tu escrito, que defendiste al débil, que miraste la belleza de una rosa, que algo en ese viento de la tarde te recordó a Dios o a tu infancia, que hoy quisiste ser mejor y no pudiste, que todavía recuerdas lo que es tener un sueño, que tuviste que fingir o sonreír para ganarte el pan, que hoy estuviste dos horas, ante el cuaderno, la computadora, el ordenador, el salón de danza, el lienzo, el instrumento, que hoy estuviste dos horas silencioso y quieto ante la vida, y no creaste nada, no dijiste nada, no gritaste nada, no moviste el agua de esta espesa sopa que es la existencia.

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Recuerda… que somos muchos como tú, que no eres el único, que somos quizá cientos o miles metidos en este pinche lío que es el arte, que es removerle las entrañas a este mundo, que un buen día abrimos los ojos y dijimos: “esto no me gusta, vamos a cambiarlo, a crearlo, vamos a abrir el prisma de posibilidades hasta que sean infinitas.” Entonces comprenderás que no hay mediocres, ni genios, ni héroes de cartón, ni aves de mal agüero, ni críticos de arte, ni horas de trabajo extra, ni enfermedad, ni neurosis, ni traumas, ni hambre, ni falta de talento, ni amigo pernicioso, ni enemigos declarados, ni rechazo, ni dios o diablo que te haga desistir de aporrear esas teclas, de tomar la pluma hasta agotar la tinta, o de asomarte a la ventana y gritarle a la gente que aquí estás, que sí existes, que lo que piensas y sientes es la historia de un ser, uno de tantos, que amó y vivió sobre esta tierra.

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¿De qué rayos estoy hablando? Un desgarrador grito despertó mi sueño. Alcancé a abrazarme a la almohada, brinqué de un salto fuera de la cama y... efectivamente, no había nada. Sólo un tremendo grito saliendo de las profundidades de la imagen confusa, del no-tiempo, de ese reino donde el subconsciente no sabe dónde poner tanta basura acumulada por la experiencia. La mañana siguiente, desperté de la misma manera. Pero entonces, el grito se articuló en palabras. Un discurso de la incoherencia se apoderó de mi garganta, y me sorprendí parloteando en voz alta, mientras mi conciencia luchaba por regresar al estado de vigilia. Una vez despierta, dejé terminar la última frase, mientras me preguntaba... ¿de qué rayos estoy hablando? Nunca lo supe, pero debió ser un discurso que me involucraba, me apelaba, pues me mantuvo pensativa todo el día. La tercera mañana, el grito pasó de mi garganta al pecho, a unas ganas apretadas de llorar, de que el corazón saliera estallando en mil pedazos de músculo y grumos rojos; ya despierta se filtró hacia mis brazos, y terminó en mis dedos, que se apropiaron de una pluma cercana y comenzaron a garabatear estridencias. De pronto una media palabra, el bosquejo de un rostro, escribiendo con la pluma al revés y de lado, sobre la hoja y la mesita de noche, bajo la lámpara, en el tapete y la pantufla; graffiteando la pierna y la pijama, con un golpetear de pluma, percusión y danza de la palabra. Poco a poco, disminuyó el ritmo y el escupir de tinta. Mis manos durmieron nuevamente. No así yo, quien tratando de discernir el misterio de esos gritos matinales, y con toda la intención de volver a tener un despertar tranquilo, resolví un plan para la mañana siguiente. Al otro día, el amanecer me sorprendió con las manos fuertemente amarradas, y la boca sellada con cinta plastificada. De pronto, un leve movimiento, un sonido exterior, y allá vengo, de vuelta a la realidad, al estar despierta. Abrí los ojos, y me quedé quieta. Afortunadamente, nada. Ni grito, ni discursos, ni dedos locos.

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Respiré profundamente y, cuando estaba a punto de desatar manos y boca, la miré allí, de pie, observándome furiosamente a un lado de la cama. Con la cara encendida de rabia. Con los labios apretados, los brazos cruzados, no era necesario que dijera nada. Sus ojos enormes reflejaban la palabra “olvido”. Poco a poco su imagen se fue desvaneciendo, no sin antes murmurar: “olvido es enterrarme en vida”. Me senté al borde de la cama, y mientras iba liberando labios y manos, lloré. Simplemente dejé correr el agua fuera de mis ojos, que al caer en mi boca me alimentaron de su amarga sustancia. Ya no tendría mañanas tranquilas. Ya no podría escapar del grito y la palabra. Ella había regresado. Desde el olvido, desde un olvido inútil, hecho a base de horas banales, de pretextos estúpidos, de temblorosos miedos. Desde un olvido que se escurrió sobre los días, sobre las ganas, sobre la falta de motivaciones. Ella regresó, configurándose con un pedazo de rostro, con los ecos de una risa, con los residuos de una emoción, con todos los desechos de vida que arrumbaba la memoria. Ella. Yo. La “yo” que fui a los veinte años, con la cabeza llena de sueños, con discursos tan “importantes”, con esperanzas “ineludibles”, con su querer desmembrar al mundo para reconstruirlo átomo por átomo, con su entereza para confrontar al que abusa, con su prisa por correr tierras lejanas, con todas sus batallas por librar, con la ilusión agarrada en un puño. Me levanté en silencio, caminé como quien ya no desea despertar a los muertos. Me miré en el espejo, reconocí esa cara. Me sonreí perdonando segundo a segundo todos estos años. Abrí los puños, e intercambiamos, lado a lado del espejo, las ilusiones, los medios poemas y las pequeñas alegrías que cada una guardaba celosamente, para los tiempos de penurias. Ella quedó pensativa, yo acaricié dulcemente su cara, y abandoné dos besos tristes en sus mejillas, uno por todo lo que ella ignoraba de la vida; otro por todo lo que yo, desgraciadamente, ya sabía.

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¡Mi niña caracola! Antes que dejarse morir para siempre, y desde ese rincón donde ya hemos guardado al bebé que todo le sorprende, al niño explorador y al rebelde adolescente, ella vino y preguntó, con su voz de mar en calma, si todavía íbamos a salir a cambiar al mundo. Me quedé callada, y cerré los ojos. No quise decirle que el mundo ya había cambiado veinte veces desde la última vez que dialogamos. No quise volver a ver el peligroso brillo de sus ojos… Di media vuelta, con una agilidad hacía una década no disfrutada, respiramos hondo, y dijimos: ¿Por dónde empezamos?

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El porqué de escribir Algunos escriben porque consideran la literatura una meta a seguir: publicar un libro, ser autor de prestigio, conseguir la fama, multiplicar el dinero. Otros, escriben como un pasatiempo: en los momentos libres, por catarsis, por terapia, para decir que algún día escribirán la gran novela de la literatura (día que no llegará en el 99% de los casos), por ocio, o por no tener algo más que hacer. Yo no voy a juzgar esas formas respetables de perder el tiempo. Sin embargo, prefiero mencionar a aquellos seres que escribimos para sentir que estamos vivos, que no somos seres inertes a merced de los acontecimientos, que la letra y la palabra transformamos para modificar el entorno en el cual respiramos, sobrevivimos, existimos. Cuando se escribe un texto, nada puede permanecer exactamente igual que antes de escribirse. Algo debe de moverse, trasladarse, tambalearse. El acto magnífico de la expresión humana, esa voz, ese grito, esa imagen en la pantalla o esa mancha de tinta sobre un papel, necesariamente, deben ser manos que revuelvan las aguas espesas de la realidad. Si piensas que puedes vivir sin escribir, mejor dedícate a otra cosa, diría yo como mejor consejo a todo aquel que inicia en el arduo mundo de las letras. Y añadiría: si buscas en la escritura un regodeo del ego, una muleta para recargar en ella todas las cojeras de tu personalidad, una escalera eléctrica al estrellato... entonces mejor ahórrate las noches en vela, los dedos enrojecidos por tanto teclear en la computadora, el bolsillo vacío y los afanes por conseguir ser publicado. La literatura es un amo celoso, y exige de sus esclavos verdad, verdad y nada más que verdad. Sutil o cruda, pero verdad. Culta o agreste, pero verdad. Bella o incómoda, pero verdad.

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El texto escrito es un espejo del alma; y ante ese espejo no hay afeites ni máscaras que puedan esconder la vergüenza de una mentalidad mediocre, como tampoco logra empañar la brillantez de un artista auténtico. ¿Quieres que los demás te conozcan en realidad? Escribe. Es el equivalente a quedar desnudo en medio de la plaza, a quitarse la piel, a partirse la cabeza en dos y dejar que los demás hurguen los distintos apartados de tu memoria. ¿Estás dispuesto a eso? ¿No? Pues no escribas. Pero te perderías por siempre del extraño deleite que es escuchar tus textos en la voz de otros, de sentir que al fin sales de tus fronteras y alcanzas el ámbito del prójimo, de ese ser ajeno a ti, que sin embargo abre tu libro de poemas y suspira tu aire, y recuerda tus vivencias, y llora tus propias lágrimas. Dejarás de ser tú... para convertirte en todos los demás... ¿Aún deseas escribir? ¿Qué no entiendes que dejarás de pertenecerte a ti? También descubrirás que, para escribir un poema, necesitarás hablar en nombre de las cosas (que no tienen voz ni forma de expresarse), y susurrarás como el viento, rugirás como el mar o te moverás con la suavidad de una sombra. Vivirás la frialdad del témpano, lo agudo de la espina, la oscuridad del abismo. Serás todo, temblarás por todo, reirás por todo. Convirtiéndote en lo que existe, llegará un día en que te asomarás al espejo, y por respuesta tendrás... el universo. Veo que ya no puedes esperar más y has tomado la pluma, deslizándola sobre el papel. No te preguntes ya del porqué de escribir... la respuesta se genera cada día, a cada momento, en el movimiento de tu mano, en la maquinaria del lenguaje, en la esencia de tu psiquis... además la respuesta cambia, se modifica, se contradice, cada día. Lo que te mueve hoy no será lo mismo que mañana. Escribe, escribamos las realidades, las posibles, generemos las alternativas. Recuerda: en el inicio era el verbo.

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Frida kahlo: la comercialización de un sufrimiento Si Frida Kahlo viviera para presenciar lo que sus herederos están haciendo con su nombre, con su imagen, con los símbolos de su sufrimiento… muy posiblemente preferiría borrar (o quemar) hasta el último de sus cuadros y fotografías. Quizá especulo, quizá exagero, pero no se me haría improbable que la fuerte fémina, bastión incansable del comunismo de su época, temblara de rabia al saber que en un futuro ya fuera de su alcance, su rostro serviría de tela de fondo para un par de tenis “converse”, o para hacer ricos a muy dudosos productores de tequila. La cara de Frida, una cara que no sabemos si adjetivar como fea o bonita, pero a través de sus cuadros se revela como enigmática esfinge, plasmada hasta el cansancio por ella misma como para extraer de sí todas las respuestas, ahora la vemos reproducida en masa en incontables botellas y llaveros, aretes, postales y lo que se ocurra en este instante. Tal parece que la intención es despojar la imagen de toda magia, quitarle su aura de ícono mujeril, para dotarla de la ridiculez que sólo da la banalidad, el conteo de morrallas y la transportación de una identidad sobre las suelas de lo absurdo. “Pintora, poeta… ¿qué soy yo?” se cuestionaba Frida en la austeridad de su cuarto de enferma, lo gritaba y lo dibujaba en el diario personal que le brindaba un solaz en los días interminables de dolor. Sus herederos o comercializadores, podrían responder a través del tiempo “Ni una cosa ni la otra. Ahora eres refresco y souvenir, zapato tenis y botella, fotografía de gordas, película de actrices telenoveleras.”

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¿A quién le pertenece la vida de alguien, la palabra de alguien, la imagen de alguien? ¿Dejamos de ser dueños de nosotros mismos en cuanto abandonamos este mundo? ¿Será necesario inscribir, como un derecho humano fundamental, el derecho a pertenecerse aún después de la muerte? Artistas de hoy: habrán de dejar claro en sus testamentos que no desean que su imagen se reproduzca en papas fritas o papel higiénico. Para las mujeres mexicanas, la imagen de Frida Kahlo significa más que llevarla colgada de los aretes o dejarla colgada en la pared de la sala. Representa nuestra necesidad de expresión, de interrogación, de búsqueda; representa el encuentro de una identidad de mujer dentro del restringido marco que nuestra idiosincrasia nos impone. En su dolor, se universaliza el dolor de todas; en su rabia por sobrevivir, se ejemplifica la tremenda fuerza que la mujer mexicana demuestra, día a día, para simplemente salir adelante. Agendas de bolsillo, bolsas de mano, relojes, cajas de cerillos, zapatos tenis, botellas de tequila, afiches, postales, llaveros. Frida una vez lo expresó: “Me parezco a tantas cosas”. Lo que nunca pensó es que se iba a parecer a… Demasiadas.

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La flojera Sin duda, de todos los defectos, la flojera es aquél que a su paso va arrastrando en su fodonguez al resto de la gama de imperfecciones. Ociosidad, flojera, desgano, llámese como se llame, esa consabida sensación de ya no tener fuerzas, de dejar “para mañana lo que se puede hacer hoy”, de quedarse como idiota ante la TV o la Internet antes que ponerse a trabajar, en fin, podría llamarse el último flagelo del espíritu, o tal vez, una de las plagas del Apocalipsis. Finalmente, si el mundo se va apurarse?

a acabar… ¿para qué

Ya lo decían de forma tan sabia los chinos: si tu problema tiene arreglo ¿para qué te preocupas? Y si no lo tiene… ¿para qué te preocupas? Esa frase se convierte en bastión de los “buenos para nada” de los que duermen una o dos horas más de lo debido, de los que prefieren el recreo inútil antes que terminar a tiempo sus responsabilidades. Sin embargo, la flojera se presenta en diversas manifestaciones. Para empezar, tenemos al impuntual, el que siempre llegará tarde a todos lados, el que vive pisándole los talones a las citas y horarios, el que vivirá por siempre un cuarto de hora, una media hora atrás de los demás. Ya sea con la cara enrojecida del apuro, o con la expresión incólume que da la desfachatez, para el impuntual no hay tiempo más importante que el propio, el cual generalmente pierde en asuntos inútiles, terminando por perderse lo mejor de la vida porque… ya pasó hace media hora. Después tenemos al descuidado, al que por evitar la fatiga echa a perder hasta los mejores proyectos, las mejores empresas. Primero muerto que cansado, parecen decir mientras se acomodan para dormir la tercera siesta del día. No importa que no pongan atención a lo que hacen, tampoco importa quién tenga que sufrir las consecuencias. Y haciendo todo “al ahí se va”, se les va también la vida, descomponiendo lo que otros componen y viviendo, entre los escombros de lo que destruyen.

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También tenemos al flojo envidioso. Es aquél que desgasta un poco de su energía (no demasiada, para no cansarse), en pensar que el pasto del jardín vecino siempre es más verde. Pensándose víctima de la vida, de las circunstancias, del destino, en lugar de ponerse a trabajar, opta por rumiar su mala suerte, envidiar el fruto del trabajo de los demás, y en contar una por una las bendiciones del que tiene a un lado. Por último, está el flojo profesional. Experto en delegar, en distribuir la carga de trabajo, aspira más que nada en llegar a ser jefe de lo que sea, jefe de algo para entonces sí poner a trabajar a los demás, a los que a su vez aspiran también a llegar a ser jefes y dedicar todo su intelecto a asuntos verdaderamente importantes: ir a desayunar o al golf con los amigos, ir de viaje a Las Vegas, o de compras a Miami. ¿Qué pasaría si juntáramos a todos los flojos del mundo, y los colocáramos en una sola ciudad? En principio, el mundo entero quedaría semi-vacío, dejando al grueso de la especie humana conglomerada en una sola mega-metrópoli, en cuyas calles y avenidas se comenzaría a acumular la basura. Sería una ciudad extraña, hasta cierto punto silenciosa, pues todo mundo estaría esperando a que los demás se encargaran de hacerlo todo, de decirlo todo, de crearlo todo. No habría alimentos, ni música, ni periódicos, ni medicinas. Quizás, ante la escasez, terminarían unos comiéndose a los otros. O quizás no, porque dirían… ¡qué flojera!

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El espacio Trato de relajarme. De aquietar mi espíritu en la penumbra del Teatro. Estoy a punto de comenzar la función, y aunque el telón se encuentra cerrado, puedo casi visualizar al público acomodándose nerviosamente en las butacas: un grupo de jóvenes, inquietos y alegres, en la última fila; una pareja deslizándose por el pasillo, tomados de la mano; un trío de ancianos, avanzando pesadamente en la parte de enfrente. Casi puedo verlos, sentirlos, olfatearlos. Mis manos sudan, camino en círculo para serenarme. Tengo una especial fascinación por estos instantes, justo antes de que el telón se abra. El escenario ya está listo, vacío, expectante, pulsando impaciente por ser visto o descubierto. Los actores, aún en los camerinos, pero ya de pie y con la mirada fija en ningún punto, sintiendo esa caliente metamorfosis que te hace hablar en otras voces, vivir en otros tiempos, sufrir por otras almas. Y ese solemne silencio, ese silencio que sólo se escucha cuando alguien muere o está a punto de nacer. Yo estoy entre cajas, en mi posición de comienzo, cuando de pronto se anuncia la tercera llamada. Las voces del público se transforman en murmullos, para prontamente apagarse en la más total oscuridad. Son sólo unos instantes, pero de esa ausencia de sonido, de luz, de movimiento, llegas a sentir que todo, absolutamente todo puede suceder. El telón se abre. Y, efectivamente, los reflectores se encienden sobre la figura de una mujer que puede ser cualquiera, que soy yo y no es nadie; que sin embargo es ella, el personaje que es como todos, un ser humano que habla y siente, se mueve. Comienza la vida. Comienza la función.

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Contenido Un nuevo día. Historias y sueños. Las lágrimas de mi madre. León metálico. La tarde es viento. Otra oportunidad. Agua oscura. María. Izquierda. Y las hadas también lloran lágrimas de cristal. Mueren hadas. Un atardecer. Isis. Mi vecina. Sobre las azoteas. La diva. Ahora ya nacimos. Condenada a muerte. Divina paciencia. Augusto Cantalapiedra. Hacemos el amor. Baraja cero. La tarde que yo muera. Ilusión. Cuando sientas. ¿De qué rayos estoy hablando? El porqué de escribir. Frida kahlo: la comercialización de un sufrimiento. La flojera. El espacio. Uruz Publishing. México, 2008. Diseño de portada e interiores: Carlos Robles Cruz

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Isis Estrada Quintero. Cuenta con 20 años de experiencia profesional, en los ámbitos de la Danza, el Teatro y la Literatura. Cursó estudios de Licenciatura en Danza en University of Minnesota, y de Licenciatura en Pedagogía y Teoría de la Danza en Concordia College (E.U.A.). Publica poemas y cuentos en diversos periódicos de Acapulco, Gro. (Novedades, El Sol de Acapulco, Revista Acapulco Club y Revista Presencia, de 1986 a la fecha). Su carta homenaje a Jaime Sabines es publicada en 1998 por la Edit. Plaza y Janés. Publica su primer libro "Poemas Residuales" en 2001. Recibe el premio "Many Voices Award" del Centro de Dramaturgos de Minnesota, E.U.A., y una mención al mérito en el Primer Concurso Internacional de Poesía LincolnMartí, de Miami, E.U.A. (2002).

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