Eterna Fase Beta. Vol...1

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ETERNA FASE

β Vol…1 VIVIENDO SIN PARAGU AS


¿Y MAÑANA, QUÉ? Despertó. La luz del sol bañaba su lecho, extendido a ras de suelo. El colchón apenas tenía el grosor de una rebanada de pan de molde. Era la máxima altura

que

le

proporcionaban

un

puñado

de

cartones

colocados

concienzudamente para cubrir su metro ochenta y tantos. Una inquietud llenaba su mente cada noche al tumbarse bajo la bóveda estelada: ¿Y mañana, qué?. Hoy había dormido a pierna suelta. Quizá ya acostumbrado a lidiar con la inquietud de buscarse la vida. O, lo que es aún más probable, exhausto tras otro día más con el único empeño de buscarse la vida. Aprender a vivir así, día a día, con calma, parecía verdaderamente complicado. ¿Su nombre? Sam. Cargaba con una pequeña mochila, donde portaba algunas mudas, y con su posesión más preciada: una trompeta del color del argento. Abandonaba sus cartones en un contenedor azul. Preguntaba por una fuente cercana, para refrescar su rostro y beber un poco de agua, si es que no la tenía localizada ya. Eran alrededor de las 7:30 h., no lo sabía a ciencia cierta, aunque si sabía que a comienzos de mayo el sol se alzaba alrededor de las 7:00 h. y apenas había amanecido hacía media hora. Sus pies, casi desnudos, habían recorrido largas distancias en los últimos cinco años, eso sí, jamás había salido de la ciudad. Viajar seguía siendo algo que tenía en mente. Conocía Madrid casi al dedillo. Caminaba hacia el metro más cercano con parsimonia y silbando con alegría. Una alegría sutil, difícil de comprender. Él no había elegido la vida que llevaba, aunque no podía aceptar un cambio, se lo había prometido a sí mismo. Viviría así hasta que diera de sí. Era una de esas promesas que van más allá de la lógica. Él era una de esas personas fuera de lo común. Tenía sueños, como todos y cada uno de los mortales. Se habían


disipado, poco a poco, con el lento divagar del tiempo, con la falta de posibilidades. Se había propuesto, tan solo, disfrutar de lo que pudiese. Había rendido armas frente a la vida, que le había golpeado con extrema dureza. Había aprendido de cada uno de los errores que habían cometido, tanto él como las personas que le rodeaban en el pasado. Y no pensaba volver a cometer ni uno de ellos. Su pasado le acompañaba allá donde fuera, en parte en forma de trompeta. Su hermano, tres años mayor que él, la encontró por casualidad cuando eran niños y se la regaló convencido de que sabría hacerla sonar. Aprendió a tocarla junto a un amable trompetista en los Jardines del Retiro, a quién sorprendía continuamente. A los pocos meses el alumno había superado al maestro. Aún iba a visitarlo a menudo, ahora él era el que le ofrecía algunos consejos y quien aportaba alguna nueva melodía al repertorio escueto, aunque hermoso, del que otrora fue su humilde enseñante. El ambiente bajo el asfalto de la urbe para un músico ambulante es duro. Aún si, a parte de para conseguir algunas monedas, él tocaba por placer. Un puñado de piezas le aportaban lo suficiente como para conseguir un buen desayuno. Hasta entonces no volvía a la superficie. Aprovechaba las primeras horas de la mañana, tal y como había aprendido, para, parado en una de las estaciones con mayor tránsito de viajeros, y en donde las esperas son frecuentemente largas, ofrecer uno de los espectáculos más valiosos que podían presenciarse de improviso. Si el valor de su talento, de su música, lo midiesen las monedas que caían en la funda de su amado instrumento; o si para él, conseguir esas monedas fuese la única motivación a la hora de soplar y mover sus dedos en contacto con el metal, probablemente no volvería a tocar en su vida. Simplemente disfrutaba. La recompensa siempre alcanzaba lo que necesitaba y por ello no fallaba a su cita cada mañana. Sonaba por doquier, aunque volvía a escenarios ya pisados de vez en cuando para que no


se desvaneciera por completo el aroma de sus melodías, que se extendían y contagiaban transformadas en silbidos por toda la red de metro de la ciudad. Desayunaba sentado sobre la hierba en algún rincón verde de los pocos que aún ofrecen oxígeno. Generalmente en alguno de los tres grandes pulmones de la ciudad. Muchas de las caras que paseaban a diario por cada uno de ellos le resultaban familiares. A veces se preguntaba qué tipo de vida llevaría cada cual. A veces estaba tentado a preguntar. El porqué de sus sonrisas, o de sus caras serias, o de las inexpresivas. Aunque no se atrevía. Sea como fuere no solía profundizar mucho en estos pensamientos. Cuando tales ideas, u otras tantas, comenzaban a llenar de ruido su mente volvía a echar mano de su trompeta e improvisaba en busca de quietud. Alternaba su creatividad con alguno de sus temas favoritos, seguramente no conociese títulos, probablemente ni siquiera sus letras, ¿Qué importaba?. Allí, disfrutando de nuevo de sí mismo, de la naturaleza a la que podía aproximarse, de su querida trompeta, de su música... conseguía otras tantas monedas. Con ellas comía, para después, tras un breve descanso tumbado sobre la hierba, moverse hacia el centro de la ciudad, su siguiente destino del día. Llegaba al corazón de la ciudad a media tarde. En esta época del año es hermoso pasear por aquí. Son muchos los atractivos de una ciudad así, y la gran mayoría de ellos pueden encontrarse en la zona centro. Son muchas las personas que pasan por allí, también lo son las que tratan de buscarse la vida. Tocar al aire libre es una de las honradas. Ofrecer arte a cambio de tan solo una limosna. Una limosna que de presenciar dicho arte dentro de los muros de un teatro o auditorio se multiplicaría. Era jueves. Los jueves se encontraba con dos amigos en la plaza de Isabel II, junto al Teatro Real. o


Despertaba alrededor de las 9:00 h. Su hijo pequeño saltaba sobre la cama para abrazar a su padre con cariño. El pequeño llamaba al mayor, que también corría a los brazos de su padre. Juntos se quedaban tumbados en la cama durante un buen rato. Él ocupaba una casa junto a su mujer y a sus dos hijos, de seis y cuatro años. Desayunaban juntos, padre e hijos, su madre se había marchado a trabajar. Apenas entraban en casa doscientos euros fijos al mes. Juan, el padre, se preparaba, con el agua que almacenaban en cubos, adecentándose para salir a buscarse la vida. Salía de la mano de sus hijos, que ya ni siquiera podían ir al colegio, en busca de trabajo, con un puñado de currículum pírricos en una mochila, mezclados con algo de ropa, y un par de bongos. Cubría buena parte de la ciudad soportando las quejas de los niños, que no comprendían nada. Una vez había dejado todas las fotocopias del día se sentaban en un parque a compartir un sándwich entre los tres. Mientras los pequeños terminaban de comer, él tocaba los bongos como si hubiera nacido sólo para ello. Los pequeños bailaban, e incluso el mayor se atrevía a aporrear los parches tratando de imitar a su padre. En ese momento poco importaba su situación. Sus hijos reían, él sonreía por ello. Tan solo les faltaba ella. Era cuando su recuerdo golpeaba su mente tan fuerte como sus manos caían sobre los bongos, cuando marchaban en su búsqueda. Los cuatro, de la mano, volvían a casa esperando poder volver a entrar en ella. Comían juntos, con humildad. Y tras la comida leían con sus hijos un poco hasta que caían rendidos. Formaban una bonita familia, pero la suerte no había estado de su parte. A pesar de ello se empeñaban en luchar. No podían rendirse. Harían todo lo


posible para mejorar, no solo su calidad de vida, si no, sobre todo, la de sus hijos, que no se merecían heredar la mala fortuna paterna. Alrededor de las 18:00 h. Juan salía de casa, solo, esta vez con tan sólo sus bongos a cuestas, como cada tarde. Salía en busca de unas monedas para ayudar a su mujer a tirar para adelante. Es lo único que sabía y podía hacer a la espera de una oportunidad allá donde surgiera. Era un gran día, jueves, marchaba dirección centro, donde casi cada semana se encontraba con un par de amigos en la plaza de Isabel II, junto al Teatro Real. o Madrugaba, como cada día de lunes a viernes. Alargaba cada segundo entre las sábanas como con miedo a salir al exterior. El despertador sonaba al menos un par de veces. Hacía tiempo que ya no despertaba con la misma energía con la que solía hacerlo. Desayunaba a prisa lo primero que veía en la poblada cocina. Vivía con sus padres. Se afeitaba escrupulosamente y se duchaba con agua muy caliente. No había nadie en casa. Sus padres viajaban con frecuencia. A menudo él se ausentaba de la universidad, ya que ahí no tenía que rendir cuentas a nadie. Estudiaba ingeniería industrial en horario de tarde. Por las mañanas jamás podía eludir su cita con el conservatorio nacional de música. Tocaba el piano desde niño. Tenía talento, aunque el trabajo realizado durante tantos años había impulsado aún más lo innato. Cogía el metro a unos doscientos metros de casa y en unos veinticinco minutos llegaba a su destino. Uno de los pianos más hermosos jamás creados le esperaba en una sala con una acústica perfecta. Un prestigioso profesor cuidaba de sus progresos con un mimo al detalle. Más que supervisar, controlaba cada uno de sus movimientos. Moha practicaba durante cuatro


horas al día, cinco días a la semana. Por desgracia había dejado de ser un placer. Se había convertido en rutina. Quizá por ello salía a toda velocidad del conservatorio para volver a casa. Lo primero que hacía nada más entrar era cerrar el salón, que presidía un precioso piano de cola. No quería ni verlo. Era una de las ventajas de estar solo. Comía con calma. Le gustaba cocinar. Después o bien dormía, o bien leía, o bien veía alguno de los miles de películas que poblaban la colección de su padre, crítico de cine. Era otra de las ventajas de estar solo. Era inteligente. Podía con la carrera con facilidad. Por ello aprovechaba cada respiro paterno para ausentarse. Cierto día, un par de meses atrás, paseando con un par de amigos por el centro, vio a un par de músicos tocando bajo el Teatro Real. Una semana después se presentó en aquel lugar con un pequeño teclado. Se unió a ellos y por momentos recordaba el porqué tiempo atrás la música le había cautivado tanto. Mientras caían los créditos de una de sus películas favoritas recordaba que era jueves, tenía que marchar dirección centro, donde, con menor frecuencia de la deseada, se encontraba con un par de amigos en la plaza de Isabel II, junto al Teatro Real. o Sam, Juan y Moha se recibían con un abrazo fundido. Sus rostros expresaban la alegría de la inocencia de un niño. Sin dilación sacaban sus instrumentos y comenzaban el espectáculo. Juan acariciaba sus bongos a un ritmo incesante, incansable, contagioso. Su sonido atraía a cualquier oído cercano, su movimiento apresaba toda vista que pasase por encima impidiendo que se


apartara con facilidad. Moha se unía a él con celeridad. Sus dedos se movían con una facilidad pasmosa. Para él era más que curioso comprobar como nada de lo que salía de sus manos se parecía a lo que había poblado su vida. Sam sorprendía con su movilidad. Sonaban, muy a menudo, a ritmo de jazz. Los alrededores se llenaban de curiosos que asentían con sus cabezas. Algunos tímidamente, otros sin ocultar su alegría. Era fácil encontrar caras conocidas en la plaza. Algunas se acercaron desde el primer día, como otras nuevas que lo hacían en ese momento. Otras se mostraban aún reacias, aunque volvían a estar allí, sin articular palabra, escuchando y mirando desde la lejanía con atención. Algunos móviles se alzaban, quizá por ello ya circulaban por internet vídeos de este trío tan particular. Tocaban sin pausa, incluso durante un par de horas. Al finalizar, generalmente conseguían un buen botín, siempre lo repartían a partes iguales. El joven pianista siempre se resistía, no lo necesitaba, decía. Era un buen chico. Pero tanto nuestro trompetista como el percusionista rechazaban sus pretensiones. Eran un trío y lo merecían por igual. En muchas ocasiones, los tres, compartían cena en los alrededores. El resto de ellas, en las que Moha se marchaba, la compartían los otros dos. Siempre se despedían con un abrazo y se deseaban suerte. —Hasta el próximo jueves—, decía uno. —Que Dios te oiga—, decía el otro. Era entonces cuando, mientras Sam volvía a echar un ojo a su trompeta, fuente de su alegría, tan sutil e incomprensible, comenzaba a pensar dónde conseguir un colchón y dónde extender su lecho una nueva noche. Volvía a no pensar demasiado, al fin y al cabo la experiencia le guiaba con facilidad en busca de un aislante, la noche es siempre fría al aire libre. Solía, eso sí, buscar con cuidado y detenimiento el lugar donde descansar bajo la oscuridad. Dentro de los errores que conocía, propios y ajenos, dormir en cualquier lugar podía traer una serie de problemas, o bien con la policía, o bien con


algún, o algunos indeseables a los que sin explicación alguna disgustaba encontrar a una persona durmiendo en la calle. Procuraba evitar incomodar lo más mínimo. Quizá por ello rara vez repetía acomodo. No quería problemas, volver un día tras otro al mismo lugar podría traerlos. Tan solo quería dormir para amanecer un nuevo día, para volver a pasear por una ciudad viva, cambiante..., para volver a leer en los rostros de la gente, volver a encontrarse con sus amigos, amigas, conocidos y no tan conocidos, para, de nuevo, pararse en algún lugar a ganarse el pan con el sudor de su trompeta. Extendía sus cartones con cuidado. Metro ochenta y tantos de largo, a ser posible un metro de ancho. Su mochila le servía de almohada. Su trompeta descansaba bajo sus gemelos. Ataba los cordones de sus raídas zapatillas al asa de su funda, quizá así despertaría si alguien... Acto seguido... dormía con una pregunta en la cabeza: ¿Y mañana, qué? o Juan volvía a casa con rapidez. Mientras caminaba contaba las monedas que sostenían a su familia. Hoy había conseguido trece euros, su parte. Frenaba su marcha para entrar en algún "chino" y comprar algunas golosinas para sus pequeños. No había sido uno de sus mejores jueves, aunque era más de lo que conseguiría aguardando un trabajo entre las paredes de una casa que ni siquiera le pertenecía. Al fin y al cabo, a final de mes, conseguía acumular, tras tarde tras tarde de empeño, alrededor de unos doscientos cincuenta euros nada desdeñables. Sea como fuere era triste pensar que su pasión, la música, se había convertido, a pesar de disfrutarla, en una búsqueda de recompensa obligada. Un sinsabor llenaba su alma. Sentía necesidad de volver a casa con una sonrisa, pero le costaba horrores. Gastaba las últimas caras serias delante de la puerta del que ahora tocaba ser su hogar. Sabía que en cuanto chocasen


sus nudillos contra la puerta de la manera acordada, sus dos hijos correrían como locos a abrir para volver a abrazar a su padre de nuevo. Su mujer presenciaba la escena desde el fondo del pasillo. Su expresión solo contenía una emoción: amor. Una emoción tan viva y tan desgarradora que llenaba el espacio que les rodeaba por completo. Juan la miraba mientras sostenía a sus hijos entre los brazos. Su mirada contestaba con un fulgor semejante al que le hablaba al otro lado del pasillo. Mientras sus hijos devoraban las pocas golosinas que su padre les había traído, ellos, sus padres, se sentaban muy cerca de los pequeños, muy cerca de sí mismos, y se acariciaban la mano con ternura. Ella le besaba en el cuello y se acurrucaba en su costado. Una vez los niños caían rendidos, ellos volvían a ensombrecer sus rostros ligeramente, era la hora de descansar, si es que era posible. Se recostaban en un pequeño catre. Ella de costado, él también, pegados el uno al otro, aportándose calor humano. Sus manos se entrelazaban y volvían a acariciarse. Las caricias hablaban el mismo idioma. Se decían mutuamente: ¿Y mañana, qué? o Moha regresaba a casa tras un largo paseo. Le gustaba disfrutar del aire fresco primaveral. Era su época favorita del año. Pantalón corto y manga larga. Observaba a su alrededor como la ciudad emanaba vida incluso cerca de la medianoche. Vivía cerca del centro. Le reconfortaba el hecho de volver a casa y no encontrar a nadie, de nuevo. Sentía la necesidad de huir, de buscar su sitio y dejar de sentirse obligado a. Aunque era complicado hoy en día conseguir esa libertad que él tan solo obtenía al sentarse con su teclado en las rodillas en cualquier lugar. Además su padre gustaba de tenerle bajo cintura. Para el progenitor, su hijo era un fondo de inversiones, su talento al piano le


reconfortaba y le ilusionaba en demasía. No pasaba por su cabeza que Moha desaprovechase su talento y su inteligencia. Quizá por ello las reprimendas habían comenzado a crecer últimamente. Desde el conservatorio habían llegado noticias de apatía por parte del joven, y el padre comenzaba a sospechar si, sabiendo que no podía escabullirse de allí, lo hacía de la universidad, sobre la que tenía menos control. Moha llegó a casa con tranquilidad, pero al girar la llave le sorprendió darse cuenta de que la puerta se abrió con tan solo un "clic" cuando él siempre cerraba con dos, o incluso tres, giros de llave. Sin lugar a dudas había alguien en casa, y no podían ser otros que... sus padres. Su madre le saludaba con una expresión de lástima a la par que reproche. Su padre en cambio le esperaba sentado en el salón, en su sillón, que se encontraba situado, con toda la intención, frente al piano de su hijo. Sentado donde solía sentarse para escuchar tocar a Moha le miraba con una expresión de disgusto y decepción. Acto seguido le interrogaba. Las preguntas surgían una tras otra y las respuestas eran harto complicadas. Todas cuestionaban la responsabilidad de Moha. Su seriedad y disposición ante su vida. Ante su talento. Ante sus obligaciones como estudiante, como hijo. Moha solía soportar estos rapapolvos estoicamente, pero hoy sus pensamientos, minutos antes, valoraban la necesidad de huir, de buscar esa libertad que anhelaba, y de seguir tocando el piano, y estudiando, siempre y cuando esa fuese su ilusión, como lo era antaño, y no su obligación. Tras escuchar cada uno de los reproches y no emitir respuesta, le dijo a su padre que se marchaba, que esta sería la última noche en la que dormiría en casa. Estaba cansado. Prefería ir en busca de la incertidumbre desde la única certeza de que buscaba su felicidad. La encontraría o no, pero no aguantaba ni


un día más bajo esa presión. Con las mismas, y ante la expresión de sorpresa e incredulidad de su padre, llamo a su madre, la besó en la mejilla y se marchó a su habitación. Comenzó a llenar una bolsa de deporte con su ropa y algunos otros efectos personales. Sobre ella colocó su teclado. Se tumbó poco después en su cama, un par de ideas rondaban su cabeza. Una: Quiero ser feliz, quiero sentirme libre. Dos: Bien, ¿Y mañana, qué?.

FIN


CUBILETE RANURADO Cubilete ranurado es un juego. Cuenta con unas reglas, a priori, muy complicadas, pero realmente sencillas; y su conocimiento puede venir inherente al jugador o poderlas aprender con mucho tiempo y dedicación, con la contrariedad de que curiosamente: mientras menos esfuerzo se le disponga, antes y más fácilmente se aprenden. Juego de apuestas en el que el jugador recibe una cantidad de monedas de zinc al azar con las que poder apostar en cada tirada. Los utensilios son: un cubilete ranurado y una canica. El cubilete es un recipiente cuadrado de cinco lados: cuatro caras laterales lisas y una base ranurada mediante pequeños cuadrados con capacidad para albergar la canica.

Modo de juego: El jugador, situado a un metro distante del cubilete, tendrá que lanzar la canica, permitiendo la realización de un bote contra el suelo antes de entrar en el cubilete, con la intención de depositarla en una ranura de la base del cubilete. Normalmente la canica entra dentro del cubilete y el que no lo haga, en la mayoría de los casos, es por razones ajenas al propio jugador; aunque la partida finaliza cuando dicha canica caiga fuera del cubilete. Antes de cada tirada deberá ser seleccionada una casilla —están numeradas— en la que el jugador apuesta o no apuesta la cantidad de monedas que quiera. La casilla es elegida algunas veces por el jugador y otras veces le es impuesta por el propio desarrollo del juego. —Se considera un acto de coraje aceptar la


imposición de casillas, por tanto se premia doblemente el acierto de la jugada—. Una vez seleccionada la casilla se realiza la apuesta, teniendo en cuenta que no solo las monedas que se apuestan están en juego, si no también las que queden sin apostar. Esto es así debido a la resolución de la tirada, explicada a continuación: Tras la tirada de la canica y una vez establecida en una ranura —sea la apostada o no— se destapará la ranura apostada y se observará la variable que contiene. Podrá ser: premio o castigo. En caso de haberse acertado con la canica en la casilla de apuesta y haber salido premio: recaería sobre el jugador la compensación con las mismas monedas apostadas, y en caso de aparecer castigo: con la tributación por parte del jugador de las mismas monedas no apostadas. En caso contrario de no acertar con la canica en la casilla de apuesta se observará si ésta es premio o castigo y se resolverá al azar sin estar establecido el procedimiento para dichos casos pero teniendo en cuenta la variable —premio o castigo— de la casilla y si era imposición de apuesta o libremente elegida por el jugador, estableciéndose baremos de castigos o premios según las circunstancias y la experiencia del jugador. De tal forma, el jugador debe equilibrar el Instinto y la Razón a la hora de realizar la apuesta. Autobiografía En determinadas ocasiones la apuesta es múltiple: esto quiere decir que el jugador tiene la posibilidad de seleccionar varios números, e incluso todos los del cubilete. Esta última —llamada “luchar por un sueño”— es la que mayor razón necesita, ya que conviene equilibrar la pasión —difícilmente controlable— mediante instinto, permitiéndose en estos caso el uso del comodín de “la mano fría” que ayudará al jugador a decidir si apuesta todo o no a todos los números ya que la tendencia sería apostar todas las monedas


(al disponer de todos los números posibles) y no es extraño que la bola haga un extraño y se pierda toda la partida, en una apuesta salvaje, con ninguna explicación aparente.

Explicada la manera de jugar al cubilete, se solicita a todo ser humano que tenga en cuenta su funcionamiento, pues la elección de no-jugar no está disponible; y se recuerda que la única norma del juego es que el jugador no conoce, ni tiene posibilidad de conocer, las otras normas del juego.

¿Extraño juego? Sí, pero así es la vida.



SIN PORQUÉ I Contarlo como una historia sería falsear la realidad. También podría contarlo con las palabras de Marta, pero la memoria no me permite recordarla de forma tan directa. Me cuesta. En prosa me cuesta su figura. Imponente, sin futuro, aunque todavía con amor. Se ofrece en las cosas que no pueden desprenderse del tiempo. Atrae la venganza. Estoy cansado de rodearme de ella. Se mantiene distante, seguramente, abstraída con sus cosas, diferente a la que fue, sin perder. Ella nunca pierde. El egoísmo de existir se presenta en ella en su plena esencia. Tomar la vida en su máxima expresión y llevarla hasta las últimas consecuencias, aunque no se reconozca, era su misión. Al principio se buscaba en el catolicismo. Creía que la salvación estaba en el hueco obsoleto de la creencia, en lo desconocido, en la espiritualidad. Hasta que decidió ser precisa. Comprendió que no hay más salvación que la vida, que no hay ética ni belleza, sino un estar que se ahoga en lo superfluo. No acepta límites. No acepta el horizonte. Se rodea de sus perspectivas y el otro se presenta como el otro, ajeno. No le gusta hablar, se ha pasado la vida buscando alguien que diga. Su clásica diferencia entre hablar y decir, en qué momento empecé a hablar y dejé de decir. Es posible, aunque sea extraño reconocerlo, que la tenga endiosada. Los hábitos y el tiempo son las excusas de los hombres pobres de espíritu para definir el amor como un ídolo. En el tiempo que llevo sin ser por ella he descubierto que ninguna vida se impone sobre mí. Parece una enseñanza caduca, pero creedme, no. Es fundamental conocer a Marta y al amor como ajenos y mantenerlos así,


grises, antes de que su carne se exponga a mis ojos y su olor al aire que respiro. Por mucho que mire el calendario no deja de ser martes. Hace dos días que no como, no por la circunstancia de que vaya a verla, sino porque me encuentro mal. Desde hace tiempo pienso que en mí la vida da sus últimos coletazos. No me arrepiento de vivir, pero una vez, la vida es suficiente. Es la hora de ir al café. Faltan dos horas para verla. La noche empieza a consumir la jornada de trabajo. La oscuridad se aferra a la ciudad. Las personas mantienen sus miradas esquivas entre la multitud. II Camino. Empiezo a encontrarme peor, pero debo ir primero a casa de Carlos para decirle que voy a ver a Marta. Él conoce bien nuestra historia. Hace tres meses que no le veo, tampoco hemos hablado en todo este tiempo. Tras dos avenidas y tres callejones llego a su casa. Tiene la luz del salón encendida. Toco la puerta. No pregunta quién es, sabe que soy yo, cada vez que vengo lo sabe. Entramos al salón sin pronunciar palabra alguna. Nos sentamos, uno en frente del otro, en su mesa de jugar al ajedrez. Me mira a los ojos, parece que va a hablar, pero no lo hace, simplemente ve. Sabe lo que voy a decir, para él mis ojos no tienen secretos. A medida que transcurren los segundos siento una presión más fuerte. Por fin habla: — ¿Te apetece tomar algo? — Sí, un té, por favor.


Va a la cocina, prepara dos. Regresa con las tazas al salón. No sé dónde guarda las palabras. Le doy el primer sorbo. Y me dispongo a decirle la verdad: — Mañana voy a ver a Marta. Cuando termino de pronunciar su nombre ni me mira. Mira el tablero de ajedrez. Tras unos segundos fija sus ojos de nuevo en los míos. Veo el miedo en los suyos. Supongo que ve la muerte en los míos. Aprieta su mano izquierda, con la otra sujeta su taza de té. Parece que se dispone a hablar, pero aún no, debe tomarse más tiempo. Sabe que estas palabras serán las últimas que crucemos. El dolor se refleja en su manera de apretar su mano izquierda. Ha abandonado mis ojos, de nuevo, ahora mira su taza desde todas las perspectivas como si fuera a hallar en ellas mi salvación, pero es consciente de que no hay retroceso ni avance. Solo un punto, un punto muerto. Tiempos atrás hablábamos de cine o de mujeres, pero ya no. Ahora somos hombres con agenda. La vitalidad quedó en otro tiempo. La vida que vivimos ahora, siempre criticada por nosotros en el pasado, nos ha llevado a mantener nuestra relación por utilidad. Ambos sabemos que hablar es la única manera de traer el pasado a los ojos. Nadie nos escucha ya, de ahí que nos seamos útiles. Nos escuchamos. A nosotros nos gusta recordarnos libres. Atados solo a caminar, ni si quiera eso, atados a pasear, tranquilos. El pasado es identidad. La nuestra la perdimos. Ahora somos nuestras responsabilidades y obligaciones. Detengo mis pensamientos durante un instante. Miro alrededor. Ha cambiado la decoración del salón con respecto a la última vez que estuve aquí. Ha quitado todas las fotos, solo quedan los cuadros de Daniel. Él y yo siempre lo recordamos en nuestros encuentros. En el segundo año en la universidad lo conocimos por casualidad en el bar al que íbamos siempre. Resultó ser pintor. Los días de lluvia, Carlos y yo, íbamos a escribir


poemas a su casa. Su pintura dejaba atrás todo pensamiento o idea que se tuviera sobre el mundo. Anegaba la realidad con la suficiente dignidad como para no tenerla en cuenta. Sus pinturas eran cercanas a la nada, lo más parecido a un retrato sin retratar. Eran un principio o un final, nunca lo sabíamos. Nosotros discutíamos sobre si sus pinturas desbordaban el espíritu o si lo representaban de una forma ciega y perfecta. Daniel simplemente esperaba fumando a que termináramos para salir a pasear y hablar de mujeres o de música. Era un tipo al que pintar le manchaba el alma. Le atormentaba. Sus silencios le hacían daño. Y para él la pintura es silencio. Cuando acabó la universidad no supimos más de él. Pero su pintura decora nuestro pasado y nos ayuda a mantenerlo en pie. Vuelvo a mis pensamientos. Carlos y yo vivimos al ritmo que en realidad marcaba la vida. La muerte, a nuestra manera, supongo que es la recompensa. No creo que estemos enfermos de salud, sino enfermos de existir, de vernos absorbidos por algo que no es vivir, sino sobre-vivir o mejor dicho infra-vivir. Esta última palabra es terminología de cuando sabíamos lo que era la vida y retratábamos el futuro y el paso de los años como si a nosotros no nos fueran a arrollar como un tranvía a un perro distraído. Infra-vivir es lo que hacemos ahora. Parece que tímidamente quiere hablar y por fin vienen las palabras de sus adentros como un torrente inalterable que nos separará para siempre, aunque nuestro pasado en común se mantenga vivo, sin saber dónde. — Sabes que si vas a verla no podrás soportarlo. Existir no valdrá para nada. Te temblará la voz, no serás capaz de decirle la verdad y aceptar la realidad, simplemente intentarás salvarla otra vez. ¡Déjala que se pudra en el infierno¡ ¡Déjala morir en ti¡ Pero sé que no… Te miro a los ojos y eres el cobarde de siempre. Aunque estuviera ciego lo sabría, solo con escuchar su nombre en tu boca se desordena el mundo a tu


alrededor y dejas de hablar con ese tono desafiante que le presentas al mundo cada vez que hablas. Volverás a mentirte sobre ella, pensando que es la misma, cuando ya ni si quiera es. Vas a volver a perder, porque ella nunca pierde. ¿Recuerdas aquella vez donde te dejé bien claro que si alguna vez más escucha su nombre putrefacto en tu boca dirigiéndose a mi oído no volveríamos a vernos más? Tú lo has decidido así, sé que soy el único que te escucha y por eso vuelves en busca de perdón, cuando eres tú mismo el que debes perdonarte. Sin más: perdónate. Hemos hablado tanto de ella que me provoca arcadas el recuerdo tuyo en la habitación tirado, pensando en que solo su presencia podía salvarte. Tenías el mundo para ti, un poeta, el mundo solo para ti. Ahora todo es desierto, frío, invierno, desesperación, desastre. Llanto en silencio de lágrimas. ¡Déjalo ya!

¡Por qué no

mueres en paz como hago yo! ¿Vas a decirle que no hay un mañana sin ella? ¿Qué responderá? Ya sabes lo que dirá, girará la cabeza y se marchará como tantas veces. Diciendo que volverá y así toda una vida. No voy a pedirte que no la veas. No voy a pedirte que no la pienses. No voy a pedirte sino que salgas de mi casa sin mediar, entre nuestras miradas de despedida, una sola de tus palabras sobre ella. Es la culpable de que estés muerto. ¡Mírame a mí, Fran, estoy muerto igual que tú! Ya sabes por qué, pero lo he asumido. Muero tranquilo. Sé que no puedo reconciliarme con la vida, sé que está lejos, debajo del asfalto de la humanidad. No pude evitarlo, se me cayó la taza de té. Ha sido incapaz de lanzarme todas sus palabras a los ojos, pero he comprendido su mensaje. Solo necesitaba escuchar su voz y aquí está. Quiere que me vaya sin decir nada. Nada. Dejarlo todo tal y como lo encontré antes de venir, es decir, sin que


sea alterado por mi voz. Sé perfectamente que no quiere que manche su salón con mis palabras. Lo entiendo. Quiere morir tranquilo. Me levanto sin mirarle. Me dirijo a la salida. Así marché, para toda una muerte. III Me dirijo al café a ver a Marta. Es la hora, lo sé porque no dejo de mirar el reló. Tengo un poco de hambre, pero no es el momento de comer. Le mandé una carta hace un mes citándola aquí, a esta hora. No me contestó, pero gracias a mis contactos sé que llegó en perfectas condiciones. Así que si la leyó vendrá. Me siento, pido una cerveza. Espero diez minutos. Ella irrumpe y se sienta a mi lado. Silenciosa. Llama a la camarera para pedirle un whisky. Ésta se lo trae, toma el primer sorbo y por fin se atreve a saludarme. “Hola”, pronuncia de forma tímida. Se ve en sus ojos destreza y fuerza, más de la que tenía antaño. No la veo distinta. Quizá algo más gorda y desmejorada, pero nada que pueda decirle. Da un segundo sorbo a su whisky y empieza a hablar: — Otra vez ante tus ojos de mí. No esperaba tu carta, pero sabías que iba a venir. La verdad es que lo pensé bastante, pero también sabes que no sé negarte nada salvo la vida. No me importa lo que hayas hecho durante este tiempo, tampoco lo que hagas a partir de ahora. Solo me interesan las palabras que voy a decirte ahora: voy a cambiar de ciudad y no te daré mi nueva dirección. Vengo a perdonarte. Vengo a dejarte morir tranquilo de una vez. No quiero súplicas, ni palabras, ni gritos, ni reproches. No queda ser de ti en mí. Quiero vivir libre como Carlos, Daniel y tú en el pasado. Quiero ser, pero tu existencia está contaminada y no me sirve. Tengo que alejarme de ti. Debo trascenderte para empezar en otro lugar. Cambia esa cara de


resignación, sabes que no amaré a nadie como te he amado a ti. Lo sabes. Ni amigos, ni familia, ni nuevos amores. ¿Hay algo en ti que no sea yo? En fin, aquí está el final. Los finales no deberían de tener palabras, pero es la única forma de que lo entiendas. No hay terapia para ti. Tengo que seguir sola y ni siquiera tu recuerdo puede ser equipaje en esta travesía hacia mi nueva vida. En nuestra historia las despedidas siempre evocan el reencuentro en otro futuro, pero esta vez no, esta vez no habrá milagros… Marta se perdía entre sus palabras mientras yo la miraba sin pestañear. Debía hablar, debía decir: —Marta mírame, soy yo, el que te ha hecho ser por completo. Lejos del ruido. Lejos. He intentado morir, ahora con tu perdón ya es posible, pero he pasado por ciudades y mujeres vacías, oscuras, buscándote en sus rincones, buscándote en otras personas. Siempre intentado encontrarte más allá del recuerdo. Ahora sé que no puedo salvarte. Ya no soporto las fotos, las heridas transformadas en instantes del pasado que te traen a mí y no dejan que te consumas en la llama del tiempo. Pero el principio de realidad dice que has estado en otra parte, en otra cama quizá, con otro hombre y otro amor. Desde que te conozco has odiado la soledad y sé que solo te has sentido una a mi lado. Por mucho que digas o hagas cuando yo muera estarás sola, pero una vez recibido tu perdón solo puedo morir. La gente del bar empieza a mirarme raro. Escucho murmullo generalizado y la camarera habla con un hombre en la barra. Escucho con una casi precisión sus palabras: “Ese hombre me ha pedido un whisky y una cerveza. Ha puesto el whisky en frente suyo como si hubiera alguien y tras


quedarse un rato en silencio ha empezado a hablar solo”. Su interlocutor en la conversación comienza a beber su copa con una carcajada y me mira. Empieza a correrse el rumor por el café. Un hombre antes de salir me dice: “Loco, de qué psiquiátrico te has escapado”. Intento concentrarme en Marta, pero cuando quiero mirarla para que vuelva a formar parte de mi representación no está. Se ha evaporado. Me ha obligado a comprenderlo de esta forma: en este mundo nadie entiende que el amor es una representación que te lleva a la muerte.



Y MAÑANA, QUÉ? ___________________ DREAMER CUBILETE RANURADO __________ DANIEL VILLA SIN PORQUÉ _____ FRANCISCO JOSÉ CHAMORRO


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