23 F El Rey y su secreto

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A pesar de que después de la muerte de Franco hubo una grande y creciente preocupación por el peligro de un golpe militar, ello fue absolutamente exagerado, porque, entre otras cosas, Franco disciplinó y despolitizó en grado importante las instituciones militares. Siempre se mostró decidido a evitar la intervención corporativa del Ejército y privó a las fuerzas armadas de cualquier voz corporativa directa y unificada en las instituciones. Y si muchos altos mandos participaron en el gobierno, sobre todo durante las dos primeras décadas del régimen, lo hicieron como personas individuales y funcionarios —como acabo de señalar—, no como representantes corporativos autónomos de las fuerzas armadas. La dictadura redujo firmemente la parte proporcional que correspondía al presupuesto militar —llegando incluso a colocarlo debajo del de educación por primera vez en la historia de España— y, en general, bajo el régimen de Franco, los militares se acostumbraron a actuar como subordinados institucionales en un sistema estable dirigido fundamentalmente por civiles. En los primeros pasos de la transición, la oposición clandestina y del exilio estaba realmente muy fragmentada y era muy débil, incluidos el Partido Comunista, el más activo de todos, y la multitud de pequeños grupúsculos comunistas que deseaban abrir un proceso revolucionario. Eso es algo que sabía muy bien la diplomacia norteamericana, que desde 1969 se mantenía muy atenta y vigilante al proceso político que seguiría tras la muerte de Franco. Entre otros motivos, por el valor geoestratégico que tenía España, y por los propios intereses norteamericanos en suelo español. Con las bases de utilización conjunta en primer término. Estados Unidos mantenía una visión bastante optimista sobre el futuro de España. Y esa visión la basaba fundamentalmente en la percepción que tenía de la sólida unidad de los militares, quienes siempre podrían ofrecer un papel disuasorio ante cualquier contingencia no deseable. Los informes diplomáticos y de inteligencia que manejaba la administración norteamericana señalaban con toda claridad que el ejército español en su conjunto estaba dispuesto a aceptar cambios políticos tras la muerte del dictador, y que no deseaba asumir protagonismo político alguno, queriendo quedarse al margen de la política. Lo que sin duda establecía una valoración de la posición de las fuerzas armadas plenamente coincidente con el papel que Franco les había otorgado a lo largo de su régimen personal. Así lo ponía de manifiesto el informe confidencial que Kissinger le entregó a Ford con motivo del viaje oficial que ambos hicieron a Madrid a finales de mayo de 1975. En dicho informe, el secretario de Estado aseguraba a su presidente que los militares españoles «parecen estar unidos y dispuestos a aceptar cambios políticos, y que quieren quedar al margen de la política, pero que estarían dispuestos a intervenir si apareciera una amenaza seria al orden público o si la extrema izquierda estuviese a punto de hacerse con el poder».3 Por entonces, la administración norteamericana, y especialmente su secretario de Estado, Henry Kissinger, no se había sacudido aún el síndrome de los claveles comunistas portugueses; el golpe de Estado izquierdista y revolucionario (pretenciosamente en sus momentos iniciales) que parte del ejército portugués dio el 25 de abril de 1974 con-


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