Los niños del éxodo

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Los niños del éxodo

A través de mi Leica solo veo caras asustadas, miradas perdidas y manos que palpan el suelo en busca de comida. Hace una semana que he llegado a Ruanda y sigo sin entender la cacería que han comenzado los hutu contra los tutsi. ¿Cómo es posible que los humanos podamos llegar a ser tan feroces entre nosotros mismos? El campo de refugiados que hoy estoy fotografiando es parecido a los otros que he visitado. Montones de cadáveres esparcidos y familiares que dejan a sus seres queridos en estas montañas sin apenas echar la vista atrás, gritos que atraviesan mis oídos y el olor a muerte que impregna todo. Sin embargo, camino unos metros y observo algo que me llama la atención. Levanto mi cámara, encuadro y disparo el comienzo de esta historia. La escena la protagoniza una mujer con su bebé en brazos, protegiéndole mientras le acaricia con suma tranquilidad. Por fin siento que todavía hay esperanza. Normalmente tomo las fotografías y prosigo mi camino sin mediar palabra con nadie. Cuando comencé a realizar reportajes de denuncia social, sí que intentaba ayudar a todas las personas que me cruzaba, pero llegó un momento en el que no pude avanzar y decidí continuar mostrando la realidad sin intervenir, ciñéndome a la percepción del objetivo. Todo lo que he visto estos días me ha dejado tocado. Necesito hablar con esta mujer. —Hola. ¿Cómo te llamas? Yo soy Sebastiao —le digo muy despacio. —Me llamo Euginie y este es mi pequeño Benuste Kabuga —contestó sin apenas mirarme a los ojos. —¿Desde cuándo estáis aquí, Euginie? —Vinimos hace cinco días, cuando mataron a mi marido en uno de los ataques en el poblado. Ahora necesitamos ir a otro sitio, se acercan los hutus. —¿Dónde os vais a refugiar? —Iremos al Sur de Kigale, a la iglesia de Ntarama. Allí estaremos mejor que aquí. Euginie fue con la gente del refugio nómada y tras dos días de camino sin apenas descanso, llegaron a la iglesia donde pudieron ser atendidos. Pasaron varios meses y la falta de agua y de higiene causaron muchas muertes, incluida la de la joven madre. Los pocos cascos azules que pasaban por la iglesia solían recoger a los niños que habían perdido a sus padres y los trasladaban al Centro Memorial de Gisimba. Este orfanato acogía no solo a niños, sino también a todas las personas que acudían pidiendo ayuda.


—Llevo trabajando seis años en África y nunca he visto nada como esto —dijo Teresa a uno de sus compañeros cuando llegaron al Centro Memorial. En este centro trabajamos voluntarios de todo el mundo y nuestra misión es atender a los enfermos e intentar curarles, aunque disponemos de pocos medios. Un pequeño llamado Benuste me tiene muy preocupada, sufre un problema cardíaco que antes o después debe ser operado, y en estas condiciones es imposible. <<Ya han pasado tres años y a pesar de que la situación ha mejorado, los recursos son cada vez más escasos —pienso—. Yo no puedo más, estoy agotada física y espiritualmente, creo que mi tiempo en África ha terminado. Es hora de volver a casa>>. Cuando llamó para que tramitaran el pasaje de vuelta a España comunicó a su responsable que un niño viajaría con ella para que fuera operado del corazón. Aterrizaron en Madrid y pasados quince días, fue intervenido con éxito. Las ganas de vivir del pequeño hicieron que la recuperación fuera más rápida de lo que auguraron los médicos y en tres meses le dieron el alta en el hospital. Durante todo este tiempo, Teresa y Benuste crearon un fuerte vínculo que ahora la mujer se negaba a romper. Decidió adoptarle y así comenzaron una nueva vida. Fueron pasando los años y el niño dejó de tener pesadillas. El horror sufrido en su país natal fue cayendo en el olvido y pudo vivir feliz. Sin embargo Teresa quiso que creciera conociendo cuáles eran sus orígenes y sabiendo lo que pasó en Ruanda cuando marchó de allí. Llegó el día del décimo cumpleaños de Benuste. Mientras los niños jugaban en el jardín, Teresa entró a casa para coger el teléfono. La voz que le habló se presentó como Sebastiao Delgado y le preguntó si era la madre de un niño llamado Benuste Kabuga. Al contestar afirmativamente, el hombre continuó su discurso. Le explicó que él era fotógrafo y que estuvo cubriendo el genocidio de Ruanda y que allí conoció a Benuste y a su madre. Teresa escuchó cómo les conoció en un refugio y que más tarde se reencontró con ellos en una iglesia a la que fueron a protegerse. Le contó que el día que se despidió de la mujer, ella se encontraba muy débil y al regresar a Francia se enteró de que la madre había fallecido y que habían trasladado al niño al centro Memoria de Gisimba. —En ese orfanato fue donde lo encontré yo —consiguió pronunciar Teresa. Sebastiao continuó hablando y le dijo que en dos semanas presentaría en Madrid su nuevo proyecto y que los protagonistas de una de las fotografías eran Benuste y su madre el día que se conocieron y que le haría mucha ilusión poder ver de nuevo al niño. —Allí estaremos el día de la inauguración —se despidió Teresa. Septiembre de 2.000. Círculo de Bellas Artes, Madrid.


—Benu, hoy vamos a la presentación de una exposición de fotografía. Podrás aprender muchas cosas sobre Ruanda y de lo que te he contado que pasó allí. Y además, conoceremos a una persona muy especial. En la puerta de la sala había un gran cartel con la imagen de un niño y con el nombre de la exposición: Éxodo. Benuste no entendió el significado de la palabra pero tampoco quiso preguntar. En las paredes de la sala colgaban enormes retratos de niños en blanco y negro. Los protagonistas de esta fotografías salían pensativos, otros orgullosos y la gran mayoría, tristes, con miradas que atraviesan el papel. Un hombre calvo se les acercó y comenzó a hablar con su madre. —Cariño, este señor se llama Sebastiao Salgado y es el que ha hecho todas estas fotografías. —Pero, ¿por qué los niños salen tan tristes? —le preguntó Benuste. —Cuando les hice las fotos, estos niños vivían rodeados de pobreza, hambre y muerte. Muchos de ellos habían perdido a sus padres y hermanos y estaban solos. Y todo por culpa de los mayores que comienzan guerras absurdas, como ya te ha contado tu madre —respondió Salgado. —Sí, mamá siempre me ha hablado del sitio donde nací y de lo que allí pasó. Me contó que nosotros tuvimos mucha suerte porque me pudo traer a España a curarme. — Ven conmigo. Quiero enseñarte una cosa. Tomó al niño de la mano y lo llevó hasta la última fotografía. Una imagen que mostraba a varias personas en uno de los tantos refugios improvisados que se instalaron en Ruanda durante el genocidio. La escena recoge la crudeza del momento, pero el enfoque del objetivo se encuentra situado en un oasis de esperanza, una madre protegiendo a su hijo en brazos. —Benuste, cuando hice esta foto llevaba una semana en Ruanda. Cada día que pasaba entendía menos la locura que estaba sucediendo. ¿Cómo las personas podíamos ser tan crueles? Sin embargo, entre tanto odio, vi a esta mujer con su hijo y sentir cómo le protegía me hizo pensar que aún había esperanza. Después de sacar la fotografía hablé con ella y le pregunté cómo se llamaban. Benuste Kabuga, tú eres este niño, eres uno de los niños del éxodo. Benuste, sin saber qué decir siguió escuchando las palabras de Salgado. —Después de conoceros en el campo de refugiados, os fui a buscar a otro sitio y allí pasamos varios días juntos. Tu madre estaba muy débil pero sacaba energías para cuidarte. Solo quería que a pesar de todo, tú siguieras sonriendo y jugando con el resto de los niños. El día que me despedí de vosotros, tu madre apenas podía moverse y solo


tenía fuerzas para murmurar tu nombre. Al de unos meses me enteré de que ella había muerto y que a ti te habían trasladado a un orfanato. Desde entonces, no había vuelto a saber nada más de ti. Sin embargo, cuando comencé a elegir las fotografías del proyecto de “Éxodo” sentí la necesidad de encontrarte. No fue fácil localizarte, pero todos los esfuerzos han valido la pena. No puedes imaginar lo que significa para mí poder volver a verte y estar a tu lado ahora mismo. Supongo que querrás preguntarme muchas cosas, adelante. Han pasado quince años desde que el niño y Salgado se conocieran y durante todo este tiempo han mantenido la relación. Benuste nunca ha vuelto a su país de origen y ahora quiere conocer la tierra donde nació. No se le ocurre otra persona mejor que Salgado para vivir la experiencia. —Sebastiao, quiero ir a Ruanda. ¿Me acompañarías? —Por supuesto, mi querido niño del éxodo.


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