La alquimia explicada

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CAPÍTULO XII - LA GRAN COCCIÓN

Más que las otras partes principales, en la Gran Obra, la fase terminal, exactamente la tercera obra, exige, para sí misma, la ayuda constante del espíritu cósmico. Sólo el artista que, en el maravillamiento, sin cesar acrecentado, ha llegado hasta el umbral de la operación más difícil del noble arte del fuego, puede haberse hecho la justa idea de todo lo que le es posible al vehículo del alma y de lo que es sin duda la Medicina universal. Es el espíritu del cosmos, el spiritus mundi de los alquimistas antiguos, quien asume la carga de toda conservación de los pensamientos y de los hechos de cada uno sobre la tierra. En este mundo sublunar, ¿habrá tiempo de llegar a visitar todas las insospechadas reservas de este inconmensurable almacén? A este respecto, la declaración de san Lucas toma un sentido positivo que no deja de inclinar las sanas inteligencias a la más elemental circunspección. Cristo pone al filósofo en guardia contra la execrable levadura que es la hipocresía —quod est hypocrisis: Mas no haya nada de oculto, que no deba ser revelado, ni de invisible que no se sepa. Nihil autem opertum est, quod non revelatur; neque absconditum, quo quod non sciatur. «La fuerza fuerte de toda fuerza », que designó Hermes en su Tabla, recoge y retiene los movimientos y los ruidos de la tierra, los gestos y las voces de todos los seres en la Naturaleza; ella es la misma que dotó al Egipto sacerdotal de los Faraones, de medios de acción considerables y ordinariamente inexplicados. Éste es aquí el lugar de que el estudiante recuerde la observación que hizo Fulcanelli, con respecto al pequeño felino doméstico, tan calumniado habitualmente: «Si por tanto, hermanos, prestáis atención a lo que hemos dicho de la galette des Rois[58], y si sabéis porqué los Egipcios habían divinizado al gato, no tendréis lugar ya para dudar del sujeto que tenéis que escoger; su nombre vulgar os será netamente conocido.»[59] Un poco más tarde, en su segunda obra, el Maestro tuvo el cuidado de completar su singular información que el lector deberá volver a colocar y a ver en el contexto: «Son los mostachos del gato, los que le han hecho darle su nombre, no se duda apenas que ellos disimulan un elevado punto de ciencia, y que esta razón secreta valió al gracioso felino el honor de ser elevado al rango de las divinidades egipcias.»[60] Es cierto que, en el antiguo Egipto, todo individuo, hombre o mujer, que mataba un gato, era inevitablemente condenado y sufría inmediatamente la pena de muerte. El Señor conde de Buffon manifestaba, respecto al felis catus, una ignorancia, un defecto de observación, del todo excepcionales. Su opinión, su partido tomado más bien, no pueden explicarse sino por el odio que alimentaba hacia este pequeño animal asustadizo que no presenta peligro alguno y que arrastra, sin embargo, en los campos su existencia de paria, constantemente amenazada. Esto era ya bien así, en tiempos del Sr. Intendente de los Jardines del Rey, quien no cargó menos con ello al infamado cuadrúpedo: «Por otra parte la mayoría son medio salvajes, no conocen a sus dueños, no frecuentan más que los desvanes & los techados, & algunas veces la cocina & la despensa, cuando el hambre les presiona.» A menos que el académico hubiese propiciado la experiencia, hasta encerrar ferozmente a una desdichada bestia, ¿podría encontrarse una alegación que fuese tan falsa, tan mentirosa como la suya a propósito de la gata? «… estas madres, tan solícitas & tan tiernas, devienen a veces crueles, desnaturalizadas & devoran asimismo a sus pequeños que les eran tan queridos.» Después que hubo todavía avanzado que los gatos «carecen de la finura del olfato», escribió, tres páginas después, que gustan de los perfumes y en cuanto a la Nevadilla medicinal, que «la sienten de lejos». Por la fuerza de las cosas, Buffon se aproximó al ángulo bajo el cual nos preocupa aquí el problema; entró pues, sin presentirlo, en el dominio de las vibraciones y de las ondas. La explicación que intentó suministrar, nos enternece por su majadería, ante el fenómeno observado: «Cuando se les transporta a distancias bastantes considerables, como a una legua o dos, vuelven ellos mismos a su desván.» Sí, si M. de Buffon hubiese adivinado que el gato puede tener alguna facultad extraordinaria de dirigirse fuera del único órgano de la vista, hubiese seguido obnubilado por su íntima propensión exactamente a ras de tierra: «Ellos vuelven por sí mismos a su desván, & es aparentemente porque conocen todos los escondrijos de los ratones, todas las salidas, todos los pasajes, & que el esfuerzo del viaje es menor que el que tendrían que tomarse para adquirir las mismas facultades en un nuevo país.» De todos modos una cosa le detuvo, sin que lo hubiese verdaderamente impresionado, y contra la cual no supo descubrir nada, que entrase en el marco de su calumnia. Que los gatos pudiesen ofrecer una buena cualidad no iba en modo alguno con los asuntos del Sr. De Buffon quien, no obstante sus dispendiosas experiencias sobre los espejos ardientes, no era físico, en el sentido profundo del término, ni más aún filósofo operativo: «Como son aseados, & su pelaje está siempre seco & lustroso, su pelo se electriza fácilmente, & se ve salir de él chispas en la oscuridad cuando se le frota con la mano.» He ahí algo que está bien del lado de la idea del fuego secreto, en el animal que es infinitamente más difícil aproximarse que al perro de Corasceno y a la perra de Armenia. 62


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