Sones de banda, la tragedia de Cañete

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Sargento segundo Bridoir Vivanco Paz

M

is papás me pusieron el nombre de mi abuelito” dice casi al inicio de la conversación. Mientras habla las largas piernas se le enredan al sentarse, aunque los jeans le quedan holgados. Las encoge, las estira, las dos juntas o por separado. Largas manos, larga nariz. Se ve esbelto todo vestido de azul. Sin uniforme es fácil imaginarlo como un guerrero de otro tiempo. De la mirada calma, de pozo oscuro, emana ese romanticismo que llevaba a los hombres medievales a combatir por amor. Lo mismo hace la voz, baja, hacia adentro, reconcentrada para no mostrar los sentimientos volcánicos de su interior. Mirándolo bien, Bridoir le calza perfecto, no podría existir más armonía entre nombre y sujeto. No lo sabe, pero en Francia un castillo del siglo XII se llama igual que él. En esa época todo caballero debía llevar, como parte de su atuendo, una espada y un cuerno para alertar, convocar a la tropa, llamar para que bajasen el puente levadizo o ubicar la caza. Bridoir en Concepción habita en un tranquilo condominio de Collao. Es más pequeño y también más acogedor que el castillo francés. En vez de espada porta arma de fuego y reemplaza el cuerno por su versión evolucionada, la trompeta, aunque sus funciones en el Ejército sean más o menos parecidas.

La tragedia de Cañete

Pasa sus noches rodeado de mujeres, con Carmen Orrego (su esposa) y sus dos hijas, Dafne (10) y Alexia (7). Sus días, en cambio, están reservados para el mundo masculino del cuartel y la intimidad tibia de la sala de ensayos, en la que 30 varones comparten desde hace tres años con una compañera percusionista, la única música militar de la banda instrumental del Regimiento Reforzado N° 7 “Chacabuco”. Comienza la jornada a las 6:15 horas y a las 7:10 sale de casa con sus mujeres, deja a las pequeñas en el colegio y sigue al regimiento junto a Carmen, quien trabaja allí como administrativa. Los dos ostentan el grado de sargento segundo. ¿Quién manda a quién? Difícil saberlo. Además, a él parece no importarle si tiene la trompeta cerca. Los lamentos metálicos, brillantes y femeninos de ésta lo absorben por completo. Con ella olvida todo, vuelca lo que lleva dentro, expresa alegrías y sinsabores. “Es como una terapia porque se pasan los malos ratos, los problemas, mejora el ánimo” explica animado. Después de formarse los músicos acuden a la sala de ensayos y a las 9:00 horas la banda ya está tocando, hasta las 11:00. Un descanso de 15 minutos y a seguir, hasta la colación, a las 12:30 en punto. Disponen de una hora para almorzar en el casino. Durante la tarde repiten la rutina, aunque periódicamente les dan descanso por unos días, para no afectar su capacidad auditiva.

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Un as bajo la manga Pero no siempre fue así. Hubo unos años, cuando aún no conocía las notas volátiles de los vientos, en que veía el futuro a ras de tierra. En el liceo de Colbún, comuna de la que proviene, estudió Técnico Agrícola, hizo la práctica y se tituló. “Ese año me tocaba el servicio militar, pero lo postergué. Ese mismo año postulé a la Escuela de Suboficiales y quedé. Mi título nunca más lo ejercí, trabajar el campo es súper sacrificado”. Pese a esto, considera que es bueno “tener algo bajo la manga”, una alternativa. Sin embargo, el liceo le abrió espacios para atisbar lo que hoy es. El establecimiento tenía una banda de guerra y a los 14 años un profesor


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