Suboficial Jaime Aranguz Rojas
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omentos de obscuridad es lo que - a casi 10 años de la tragedia del puente Quelén Quelén, en Cañete- ha vivido el suboficial Jaime Aranguz Rojas. Admite que más de una vez ha pensado en por qué él no sucumbió al golpe, a las heridas, a las frías aguas de ese lluvioso 12 de noviembre de 2006, cuando gran parte de sus camaradas, integrantes de la banda instrumental del Regimiento Reforzado N°7 “Chacabuco”, perdieron la vida en el lecho del río y algunos como él sobrevivieron a pesar de las fracturas y hematomas, pero con graves secuelas. Por entonces, felices y contentos, viajaban a Cañete. La ciudad estaba de aniversario y ellos, como en tantas otras ocasiones en distintas comunas, colegios, hogares de niños y de ancianos que los requirieran, harían vibrar con sus marchas, himnos y el show al que daban vida con los hits del recuerdo o de moda. A cambio, se nutrirían de nuevos y más aplausos. Aranguz se consuela pensando en que, quizás, el fallecido sargento segundo Wilfredo Rocha, sí lo tiene cumpliendo la misión que –en uno de los tantos sueños con él- le instruyó realizar. Y cuenta que en la escena el grupo se hallaba en una cabaña, en Antuco y, de pronto, todos -excepto él- subían a un jeep y se iban. “¡Tú no vas porque tienes que terminar de hacer la pega que te dejé!”, le decía Rocha. Posiblemente, piensa, que esa
La tragedia de Cañete
pega era formar a la nueva gente que se integró a la banda después del accidente carretero e imprimirle la mística del grupo al que llegó en 1993. Hoy, la banda instrumental del Regimiento Reforzado n°7 “Chacabuco” la dirige el suboficial Pedro Espinoza, quien salvó con vida. El día de la tragedia visitaba a su padre enfermo en Puerto Montt. “Éramos una familia al punto que si alguno de nosotros tenía un problema, se paraba al frente y lo exponía. Todos le dábamos consejos, conversábamos y lo ayudábamos”, refiere este músico de 44 años, casado y padre de Nicolás (21) y Benjamín (14), que ahoga más de un sollozo al recordar que –de alta, pero en silla de ruedas- regresó al regimiento; fue hasta la sala de ensayos y se enfrentó a la realidad. Imposible no evocar “lo que hacíamos, lo que conversábamos. Veía cada una de sus caras en los asientos vacíos. Fue una pena tremenda…”, dice, antes de sumirse en un largo y profundo silencio. El saxofón, que aprendió a dominar en el Liceo Carolina Llona de Cuevas en Maipú, su ciudad natal, era lo suyo aunque aprendió a tocar trompeta, clarinete y barítono. Hasta el día del accidente, sin embargo, tocaba el corno francés al igual que el fallecido sargento primero Carlos Aguilera Ceballos, con quien tenía un proyecto de instalarse con un restaurante cuando jubilaran. “Él se manejaba con los asaditos”, dice. Hoy, no pierde las esperanzas de concretar esa idea, pero de la mano de su hijo menor, Benjamín.
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Y cuenta que padre e hijos son capaces de llevar bien la casa; de limpiar y cocinar porque con su esposa Gloria Vivallos Barahona los han criado bien independientes. “Mis hermanos y yo fuimos muy sobreprotegidos; mi madre nos hacía todo, pero uno sufre cuando tiene que dejar la casa. Yo aprendí a cocinar en el Ejército”, dice, aunque ingresó a la institución pensando siempre en ser músico, su aspiración desde niño.
La carta Veinticinco eran los músicos del Chacabuco al mando del suboficial Guillermo Reyes Pineda, pero el día de la tragedia, sólo 21 fueron a Cañete a cargo del suboficial Jorge Miranda Pedreros. Al igual que Aranguz, todos eran egresados de la Escuela de Suboficiales con el grado de Técnico Nivel Superior Músico Instrumentalista con distintas menciones, excepto el soldado conscripto Roy Reyes Sáez (18)- tambor mayor de la banda de guerra del Regimiento- a quien