Reportajes /
Concepción, Miércoles 27 de mayo de 2015
El Penquista Ilustrado | 19
todos querían y que el viejo Gatica no les quiso vender”, cuenta. El barbero explica que lo mejor de su oficio es que le da libertad, pero nunca ha abusado de esta garantía para cumplir su trabajo: “Llueve o truene estoy aquí, soy laborioso y disciplinado”, asegura. Solange Gutiérrez - Valentina Meriño
D
e punta en blanco – pantalón, corbata y delantal -, como hace 52 años cuando se inició en esta barbería de Penco, Sergio Sanzana Vergara espera a sus clientes. “Aprendí de mi hermano y de un viejo barbero, después me fui a hacer un curso a la “Academia Estudios Vergara”, en Concepción, y empecé a trabajar en la peluquería de mi hermano Hernán”, cuenta Sergio, de 72 años. Mientras las navajas reposan en la peluquería Sanzana, en calle Freire 544 de Penco, él se enfrasca en una amena charla con El Penquista Ilustrado. Y cuenta que, desde que un cliente cruza la puerta hasta que se va, todo tiene su tiempo y su técnica: “Primero se les pone toallas calientes para ablandar la barba – que están listas y dispuestas en una máquina eléctrica –; luego se prepara la navaja, se limpia bien la cara para no pasar a llevar nada, se enjabona y luego empieza a sonar la navaja, explica Sanzana. Después de un tiempo se separó de su hermano, y se instaló a una cuadra, siempre en Penco; allí gozó de sus años mozos. Asegura que los clientes lo esperaban en la calle, incluso. El loca se llenaba, porque a su alrededor existían varias empresas y los trabajadores querían verse impecables. “Para algunos hombres afeitarse era una delicia, no lo hacían en sus casas y venían para acá. La barbería es sinónimo de elegancia, de hombres que les gusta estar impecables, con un pelo bien cortado y muy bien afeitados”, define su oficio Sergio Sanzana. No obstante, las tradiciones, las identidades, las vidas de las personas han cambiado frente a la tecnología que nos ha invadido a partir de la industrialización. Algunas, sin embargo, se han transformado o han servido de base para nuevas profesiones; otras han sido sustituidas por máquinas, y las demás simplemente quedaron en la memoria de quienes, alguna vez realizaron estos trabajos o se convirtieron en simples historias que han ido conociendo las distintas generaciones. Es lo que se vive en la peluquería Sanzana donde todo es recuerdo, desde las navajas hasta los sillones en los que este singular entrevistado atiende a sus clientes. Sergio cuenta que las navajas las compraba en la tradicional tienda “Maletín Inglés”, que se ubicaba a un costado del edificio del Arzobispado de Concepción, las que asegura, eran de mejor calidad. Pero, sin duda, una de sus reliquias y lo que “distingue a un peluquero de otro” explica Sergio, es su sillón. Recuerda que se lo compró a un afamado peluquero de Concepción, Manuel Gatica, que trabajaba en Aníbal Pinto esquina Maipú, a quien llamó para consultarle si sabía de alguien que vendiera un sillón. “El viejo me dijo que no, pero que fuera hablar con él”, narra. Manuel Gatica le vendió el sillón que siempre quiso en 24 pesos de la época, y eso le ha dado renombre en el mundo de los peluqueros. “Dos grandes presidentes de la asociación de peluqueros, uno nacional y otro regional, me han alabado el sillón; reconocieron que era un sillón que
Dos oficios en uno “Me metía al agua hasta la cintura y agarraba a las ranas con la mano, hay que tener cuidado porque son resbalosa”, cuenta Jaime Torres Toledo (60). Este “cazador de ranas”, explica que es un oficio no muy visto y que lo aprendió con sus hermanos en Carampangue. Torres nació en una familia en la que cazar fauna silvestre era algo común; iba con sus hermanos a los lugares en donde sabían de antemano que las ranas desovaban porque ése era el momento preciso para poder cazarlas. Por más de 20 años, durante los meses de agosto a octubre se dedicó a atraparlas. “Cazaba fácilmente tres docenas en 3 ó 4 horas; era el más capo de todos”, señala quien fuera el único de los Torres que pasó tanto tiempo cazando. Luego vendía su mercadería al afamado restaurant “Don Pepe” de Laraquete. Hay varias formas de preparar las ranas - dice - y en “Don Pepe” practicaban algunas. Una de ellas eran las ranas al pil pil, con la que su familia se daba un festín: “Es igual que comer perdices”, cuenta lleno de entusiasmo. Jaime le llama arte a todo lo que sabe hacer, y aunque cazar ranas le sigue gustando, el oficio más preciado de todos cuanto ha hecho son los ladrillos de forma artesanal, que también lo aprendió de su familia en Carampangue, cuando era un niño de 10 años y sus manos eran pequeñas. “Mi padre me huasqueaba si no aprendía a hacer ladrillos; me hizo un molde especial para poder hacerlo y al mes ya lo hacía bien”, asegura el intrépido hombre que hoy vive en Coronel. Conocer la tierra y saber la proporción de los “ingredientes” – un 20% de greda, un 60% de tierra pura y un 20% de arena – es uno de los secretos de un buen ladrillo y Jaime se entusiasma con detalles del oficio que más ama: “Hay una capa de tierra, el despinte con arena y luego la greda. Uno, saca la greda y los pone en cuadraditos al calor, todo se muele con dos yuntas de bueyes y queda como mantequilla”, relata. “Cuando jubile, me gustaría hacer ladrillos, pero no hay espacio; no podemos. Antes ocupábamos una cancha completa para poder trabajar”, expresa Jaime con los ojos llenos de emoción, y preocupado porque el conocimiento de la técnica para hacer un buen ladrillo se ha ido perdiendo. Oficio tan duro como tradicional Arrear las vacas, llevarlas al galpón – algunas se van solas -, amarralas de la cabeza, manearlas, lavar las ubres y luego secarlas, para poder recién extraer la leche es la tarea que todos los días hace José Toledo Ulloa (71): “Nos levantamos a las cinco y media de la mañana y nos demoramos tres horas en sacar la leche; así a las 8:30 horas todo está listo para vender”. Casi toda su vida ha sido lechero. Proviene de una familia de agricultores que, desde pequeño, le enseñó el trabajo de la tierra y sus derivados, pero comenzó con este oficio luego de casarse con Rosa Constanzo San Martín, en 1968. Se dedicaron a la crianza de sus hijos y paralelamente a la de los animales. El matrimonio vive en Escuadrón desde 1969; llevan 47 años de casados, la misma cantidad de años en este oficio. “Lo mejor de ser productor de leche es que no se trabaja apatronado”, describe José. Durante los primeros años, sólo contaban con una vaca lechera, pero después aumentaron a 18. De ese piño salió Alicia. “Es nuestra vaca regalona, es muy inteligente; si se abre un paso ella sabe al tiro cómo salir. Es huérfana, y le dimos la leche en mamadera”, dice Rosa. En los años 90, cuenta José, trabajaban con tres lecheros, pero cuando llegó la electricidad al campo con la ayuda del Instituto Desarrollo Agropecuario (Indap), en 2006, compraron una máquina extractora de leche, la que facilitó aún más el trabajo ya que la máquina se demora alrededor de un minuto en extraer la leche del animal. “Uno se demora más en preparar a los animales que en sacar la leche”, explica. José relata que durante el verano “la producción de leche aumenta, llegamos a obtener 160 litros al día”, pero en invierno, con temporada baja sólo logran producir 50 litros al día.