Revista Cultura Urbana núm. 42-43

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GALERÍA DE AUTOR

Arturo Rivera

El espíritu de la materia cromática de Arturo Rivera Ernesto Lumbreras

Cuando Antonio Machado habla de la pintura de Velázquez, afirma que la única estética posible para el pintor español sería la estética trascendental kantiana; incluso, el poeta sevillano va más lejos con tan singular aseveración pues agrega unas líneas más al asunto: «Si Kant hubiera sido pintor, habría pintado algo muy semejante a Las Meninas». Lo que podría considerarse una humorada, sin embargo, posee elementos tan sólidos y propositivos para comprender, desde un ángulo poco visitado, las correspondencias entre el filósofo y el pintor; por eso mismo, Machado agrega: «Convengamos en que, efectivamente, nuestro Velázquez, tan poco enamorado de las formas sensibles, a juzgar por su indiferencia ante la belleza de los modelos, apenas si tiene otra estética que la estética trascendental kantiana. Buscadle otra y seguramente no la encontraréis. Su realismo, nada naturalista, quiero decir nada propenso a revolcarse alegremente en el estercolero de lo real, es el de un hombre que se tragó la metafísica y que, con ella en el vientre, nos dice: [...] la pintura es llevar al lienzo esos cuerpos tales como los construye el espíritu con la materia cromática y lumínica en la jaula encantada del espacio y del tiempo. [...] He aquí el secreto de la serena grandeza de Velázquez. Él pinta por todos y para todos; sus cuadros no sólo son pinturas, sino la pintura». Cuando leí esas líneas, las relacioné en más de un sentido con la obra de Arturo Rivera; bajo esa perspectiva machadiana, cómo no ver que sus dibujos, sus grabados y sus pinturas también pertenecen a una estética trascendental. Esas realidades hechizadas que crea, personalmente me atrae llamarlas rituales, aparecen en sus cuadros como escenas que nos colocan en una situación de ineludible mudanza. Su iconografía nos convoca, nos urge, nos impreca a marchar hacia otra parte, incluso, a ser otros. Para un espíritu pleno, la realidad concreta es agobiante, limitada, predecible. Esa otra parte, evidentemente, es un lugar múltiple. En el arte de Arturo Rivera se llama vida interior, orbe del sueño y la pesadilla, realidad de la imaginación, sitio de lo real esencial, ámbito de lo sagrado, insubordinación contra la lógica. Por lo mismo, es claro que su pintura no representa solamente lo que exhibe en la superficie del lienzo; lo que aparece ahí, por decirlo, a primera vista, es el principio de una experiencia mayor. Su intachable artificio técnico que, por momentos, raya en un extremo virtuosismo, no desemboca en el lujo visual o en la literalidad del objeto-modelo. El ejercicio plástico que despliega en cada pieza, busca trascender esa presencia de lo visible, ir más allá de la anécdota materializada en formas y colores. Hay otras realidades detrás del ojo y de los espejos que retienen con perfecto artificio las maravillas y desastres del mundo. A partir de rostros humanos, animales, flora y objetos de esta realidad, Rivera se adentra hacia esos otros territorios ignotos, apenas presentidos por la enfermedad, la locura o la pesadilla.

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