Relatos de la cuarentena 6

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Relatos de la cuarentena

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Antonio Olvera Mario Alberto Arizpe Lavador Mirza Tello Luis Frías Leal Teresa Santín Andrés Irack Francisco Alanís Irigoyen Ruth Elizondo Brenda Guardado Mara Sepúlveda Luis Antonio Rojas Acosta Irlanda Saharí Romero Maximiliano García Sandra Reyes Rivera Javier de Jesús Eguía Zapata José Antonio de Alba Yolimea Gloria Zapata Nanda Martínez Montserrat García González Aline Rodríguez César Lino Gloria Cárdenas Haniel Zamarrón Gómez Alejandra Rios Luz Angela Cardona Ariadna Ramírez Garagorri

Calzado T. Frida S. Cruz Castillo FЯE Leslye Hernández Ortiz Salomé Fuentes Flores Yolanda Leal Brenda Rodríguez Brenda Llanas Santiago Alejandra Pineda Mata Paulina Aenlle Díaz Paola Pavón Fernanda Alanis Enrique Ruiz María Dolores Bárcenas Jorge Cantú Katya González Barraza Itzel Mendoza Jimena Maldonado Salinas Daniel Caleb Chema Sánchez Claudine Flamand Cristina Castro Soto



Claustro Mario Alberto Arizpe Lavador

cada día que pasa me repito que tengo suerte. veo a López-Gatell en las noticias diciendo que la vamos a librar si nos quedamos en casa escucho a mis padres hablando de que todo lo que les encargan de home office es una tontería pensar en que esto va a terminar pronto porque el confinamiento terminará en el mejor de los casos en un mes apenas y yo siento que ya han sido como cinco porque mi estado mental sigue en declive el número de personas transitando por las calles gracias a las medidas que se implementaron medidas para detener la infección pero de nada sirve si mi papá anda de Uber para poder mantenernos juntos es lo mejor en este momento de dificultad para fortalecer la unión entre los integrantes de la familia es lo más importante según dicen todos pero esas personas no saben lo que es estar atrapado en una jaula de concreto con gente a la que quieres matar el tiempo con series de Netflix pero se te va la luz y se te apaga la computadora que tengo es demasiado vieja para soportar Teams así que no puedo hacer videollamadas con mi jefe sigue poniéndonos trabajo considerando nuestra salud y asignándonos cargas laborales razonables a cada uno de los consejos que me dan mis amigos y seres queridos me pasan sin ningún efecto porque mi salud mental está degradándose de manera estrepitosa lo cual a nadie parece importarle que mis horarios de sueño sean totalmente inconsistentes y que cada día hablemos menos videos de YouTube y más acción me digo a mí mismo cada que me siento a hacer mi tarea de la universidad no tiene ningún interés en hacer verdaderas clases didácticas porque no tienen que esforzarse si ya les pagamos el semestre ya se va a acabar y yo no he hecho mis tareas están esperándome en mis libretas están perdidas no sé dónde las guardé cuando bajé mi mochila de mis hombros por última vez te repito que tengo mucha suerte a todos los que están sufriendo por esta cuarentena me ha hecho pedir perdón a tantas personas incluso a dios mismo le rezo cada día que pasa me repito que tengo suerte.

Collage de Antonio Olvera


Decovidencias Mirza Tello

El encierro es el sonido del mar atrapado en un caracol a contracorriente de nada. Los ácaros de la cama están hartos y me obligan a dormir debajo del colchón. Perros desorientados por la pesadumbre de mi presencia, quedan perplejos porque nunca había ocupado tanto un mismo lugar sin quererlo. Cuarenta días no son reales cuando el tiempo se escurre sobre lágrimas perdidas en la regadera. En las grietas que dejaron los cientos de portazos en esta casa, habita la herida de la palabra en una familia de ecos extraños. Despierto, como llovizna invisible y silenciosa, finjo templanza mientras un diluvio recorre mis entrañas. Retahíla de noticias, terror psicológico que acompaña la nueva cotidianeidad del Zoom, emisor de voces distorsionadas e imágenes borrosas, titileo de luces indecisas de un Internet que vacila entre el interior y el exterior. El cuerpo sentado e inerte, interrumpe el bucle de videollamadas al agitar rítmicamente una de sus piernas ocultas de la pantalla. Las horas se miden en conectarse y desconectarse. Intento fallido de imitar el tacto. Aislarse es confrontar al cuerpo. Cada rasgo expuesto ante el otro ahora pasa por la mirada propia. Las estrías son raíces blancas que tejen y destejen las huellas en la piel. Vellos sin miedo a crecer porque la soledad es la exploración de un territorio maduro. Negros y delgados. Pequeños y frágiles pero polémicos con una capacidad imperceptible de revelarse frente al macho como un pseudo descubrimiento amenazante. Cuando el otro ya no existe comienza la libertad. El pelambre se enreda y desenreda para figurarse a su antojo al sentir el roce de las vestiduras caídas. Cuerpo retorcido sobre sábanas añejas, finge bostezar de cansancio como si aún tuviera sentido apagarse en la oscuridad. Al revés del cuerpo, la pijama agujereada y desteñida y los nudos de los hilos deshilachados son las costuras de un laberinto de varias noches que viven un mismo día sobre cuatro paredes blancas. Dibujo de Luis Frías Leal



Soy 48m2

Teresa Santín Andrés

Que desértico y amontonado se ve todo a la vez, una sala que también es comedor, una cocina que se extiende hasta una zotehuela, ¡Ah! Pero qué inteligentes, esta fue mutilada por una puerta para que se pudieran nombrar, sino, serían como la salacomedor, comedorsala, salcomedor, comesala, el orden no altera lo ajustado. Dos recámaras que tienen intercomunicador integrado, ¿cómo puede ser? Pues los ladrillos huecos hacen la magia. Literalmente las guerras conyugales son frías y muy silenciosas. Los que se aventuran a declararla a todas voces lo aprovechan al máximo, todos los demás bajan el volumen a sus aparatos (que todavía no están liquidados) para averiguar quiénes serán los próximos ex vecinos, para tomar un lado y hasta discutir si está bien o mal el actuar del departamento en conflicto. Al ya no escuchar insultos y objetos arrojados comienza otra contienda, ahora musical. Se tiene la idea de que se posee el mejor gusto y que todos disfrutan lo último en cumbias, el nuevo sencillo de banda, el recuerdo de JuanGa, los clásicos noventeros y hasta ochenteros. Se ponen a prueba las bocinas y hometheaters, el retumbar abarca todos los rinconcitos del multifuncional departamento, no importa si se tiene que gritar para poder comunicar que la basura se debe de tirar. ¡Lo vale! Nunca se valoró tanto la extensión que nos proporcionaba la calle, si en algún momento no percibimos los metros cuadrados en los que se subsiste, un minúsculo, milimétrico organismo nos lo hizo sentir. En la fila mañanera para poder ingresar al único baño, la mente escribe un recado de agradecimiento:

“Querido, virus, te mereces la corona”


Ya soy silla. Y aquí me tienes. Nunca creí que sucedería, pero realmente ocurrió. Estaba acostumbrado a despertar, salir y hacer mi caminata diaria camino al metro para llegar a la universidad, luego de un buen rato la caminata de regreso. No lo recordaba como una actividad altamente entretenida, pero ahora lo extraño. Con esta pandemia uno se queda sentado todo el día, todo el día y toda la noche. Al principio no creí que fuera tan grave porque me gusta estar en casa, pero los problemas comenzaron cuando mis piernas desaparecieron. Cuando te dicen que terminarás pegándote a la silla no creí que hablaran en serio. No es posible, decía yo, son mentiras decía yo, pero entre más tiempo transcurría y en la silla me quedaba, en la silla me volvía y ahora, ya ni sé dónde termina la silla y dónde comienzo yo. Después de extrañar las caminatas, le siguió el poder siquiera pararme, que siendo honestos, siendo silla estar parado es lo único que haces, pero uno extraña sus piernas, uno quiere moverse, pero las sillas no se mueven, a las sillas las mueven. ¿En qué momento terminé de esta manera? Ciertamente pudo ser evitado, pero es algo que ocurrió, yo lo dejé ocurrir y ya ni siquiera me muevo. Lentamente me vuelvo más silla, pero la silla no se vuelve más yo. Pronto estaré confinado a una existencia vacía, tal vez me lo merezco por creer que mi vida estaba vacía, sin pensar en el millón y medio de cosas que aún podía hacer, pero dejé de ser, y ahora soy silla. Y las sillas no hablan. Irack Francisco Alanís Irigoyen

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FotografĂ­a de Brenda Guardado


Lucía bajo el sol Mara Sepúlveda

Llevamos dos meses en casa, se ha convertido en una locura; de pronto la vida se detuvo y nos forzó a mirarnos. ¿Quiénes somos? ¿Para qué hemos venido? Cuando pensé que tenía la respuesta me invadió el sueño, como si no pudiera hacer otra cosa que dormir. Después de ocho semanas de tratar de dialogar conmigo o de encontrarme, me ensimismo en un caparazón que no sabía que tenía, mi propia piel. No ha cambiado nada desde que inició el año nuevo. ¿Cuál enero? Todo ha seguido igual. Ahora estamos encerrados en pequeñas o grandes recámaras, tras rejas o ventanas, extrañando a los vecinos o ser de nuevo alguien; pasa la vida y todo es lo mismo, las copas de vino duran poco y nos traen tristeza; se termina la comida de los supermercados, las calles están completas y vacías, sin sonidos de vida, de vez en cuando el llanto de un niño que seguramente tiene fiebre y por eso no come o la leche no alcanza; a mí me tocó hacerme solidaria con los sonidos y reconocerlos. Todos los días me he puesto al sol a tostarme un poco la piel que ya parece sin fuerza y apagada. En mi pequeño balcón me recuesto para sentir mi propio funeral al aire libre, escucho las quejas que parecen salir de la misma voz, una detrás de la otra, hasta que comienzo a agudizar los sentidos y un grito de esperanza me hace estar en alerta, es una señora enguantada cuidando de no estornudar; así estamos todos, en la espera de una señal que nos devuelva lo que teníamos, vida, solo eso. Callada y sin hablar con nadie, observo el gigantesco astro que todos los días se encarga de iluminar lo que va a acontecer por la eternidad. Mientras tanto sigo asomándome del balcón hasta no ver caer de la noche.


3 a.m.

Luis Antonio Rojas Acosta

En la televisión anunciaron que la cuarentena se extenderá hasta quien sabe cuándo, mi familia sintonizó esas conferencias chistosas que transmiten todos los días por la mañana con esperanzas de oír que esto terminaría pronto, pero no fue así, aún falta mucho. Mi hermano parece cómodo con el resguardo, es una persona que siempre parecía estar ocupada, pero de repente su agenda se detuvo, suele dormir diez horas, ver tres películas diarias y jugar videojuegos a placer, pero es mi madre de quien quiero hablarles. Mi casa en estos últimos días parece un estadio, siempre hay ruido, el de mi mamá cocinando su enésimo pastel o el de mi hermano roncando como si fuera motocicleta; siempre se escucha algo, sin embargo, hace un par de días me desperté bastante tarde (tanto que si hubiera sido domingo no hubiera alcanzado a comprar barbacoa del puesto de la señora de la colonia) y no escuché nada ni a nadie. Me levanté para ver que ocurría, fui a la sala y vi a mi hermano con los audífonos puestos viendo repeticiones de partidos de futbol (él extraña el futbol e inclusive he llegado a pensar que yo también), después fui al cuarto de mi mamá, pero no había nadie ahí y tampoco en ningún otro lado. Estaba a punto de plantearme teorías acerca del paradero de mi mamá, pero en ese momento ella entró con bolsas en la mano, tenía las mejillas rojas y la apariencia de haber caminado un largo rato. Le pregunté a donde había ido y me dijo una lista tan larga que hasta me da coraje recordar, la regañé diciéndole que no debía salir más que para lo esencial, que esas tardes de tomar café con su amiga Concha podían esperar y que ese pan que le gustaba tanto de la panadería que estaba hasta el final del mundo no se iba a ir a ninguna parte. Ella se defendió diciendo que la “pandemia” era un invento del gobierno para controlar a la sociedad y encerrar a la gente, bueno, al menos no


pensaba que el COVID era causado por la instalación de antenas 5G como muchos paranoicos de Internet. Al final aceptó no salir más, pues en la casa no hacía falta nada. Al día siguiente estaba yo haciendo cosas extremadamente productivas como estar tirado en el sofá cuando oí que la puerta la principal abrirse (sí, es sumamente chillona) y por una corazonada me levanté y corrí hacia la entrada, ahí vi a mi mamá con una bolsa bajo el brazo y un paraguas, le pregunté a donde iba y me dijo que a comprar limones, lo que me pareció un sinsentido especialmente porque como cualquier familia regiomontana tenemos un árbol de limones, o en su defecto, los limones del árbol del vecino caen en nuestro techo. Ella me dijo que se acordaba que tenía unos en el refrigerador y yo me limité a verla de manera sospechosa mientras cerraba la puerta. Días después me percaté de que las ventanas de la casa que irónicamente casi toda la vida habían estado cerradas comenzaron a estar abiertas frecuentemente (habíamos estado a 40 grados y nunca las habíamos abierto, ¿por qué no?). Usualmente no soy una persona observadora en casa, pero sometido a la ansiedad que me provoca el encierro estaba especialmente inspirado en resolver el enigma de las ventanas, pues pregunté a todos en casa y nadie era el responsable. La primera sospechosa fue mi madre, sigilosa y discreta, me di la responsabilidad de compartir todo el día con ella, sin embargo, me llevé una gran sorpresa al darme cuenta de que las ventanas se abrieron por arte de magia de igual manera. Tal vez después de todo mi hermano era el culpable, así que decidí vigilarlo secretamente. Mismo resultado, las ventanas ahora pasaban más tiempo abiertas que cerradas a pesar de que solía cerrarlas cada que podía. Empecé a pensar que alguien se metía a la casa. Coloqué un hilo con latas atado a las ventanas así cuando el ladrón entrara las latas sonarían y su identidad sería descubierta, sin embargo, pasó toda la noche, las latas no sonaron y en cambio las ventanas amanecieron abiertas. Después mi mamá me dijo que quitara mi “mugrero” y ahora que lo pienso si era poco práctico. Resultaba que nadie entraba ni salía y mi desesperación crecía.


Ayer aparecieron unas macetas en el pasillo y juro que nunca habían estado ahí, ni siquiera teníamos macetas en la casa, le reclamé abiertamente a mi mamá y a mi hermano, pero me dijeron que las macetas llevaban ahí meses, empecé a meditar en mi mala memoria o quizá me estaba volviendo loco. Hoy me he despertado temprano para que ni el reloj le pudiera ganar a mis inquietudes. La puerta y las ventanas estaban totalmente abiertas, mi madre y mi hermano dormían tranquilamente en sus cuartos, todas las luces estaban prendidas, verifiqué que no faltara nada en la casa, todo estaba en perfecto acomodo. A veces suceden cosas muy extrañas a las 3 a.m.


Fotografía de Irlanda Saharí Romero


Bitácora de la pandemia: día 40 Maximiliano García

Llevo cerca de dos meses guardando la distancia social, o en términos no políticamente correctos, confinado, aprovechando, claro, el privilegio clasemediero que tengo. Por ahí dicen: “el virus es democrático, a nadie discrimina”; y tienen razón, pero, mientras yo escribo esto en la mayor comodidad de mi sala, con el aire acondicionado a 18° centígrados y sin necesidad de traspasar el umbral más que para ir a HEB una vez a la semana, otros se aglutinan en una masa informe dentro de los esqueletos metálicos del transporte público, y no por placer. El virus podrá no discriminar entre individuos, pero definitivamente si discrimina entre espacios. A diario leo artículos y columnas de opinión referentes no solo a la dimensión sanitaria de la pandemia, sino también a las dimensiones sociales, políticas y económicas. Desde opinólogos (ahora expertos epidemiólogos) locales y nacionales, hasta los filósofos más en boga en todo el mundo tienen algo que decir, y no se han contenido. Slavoj Zizek, un filósofo bastante mediático y heterodoxo, personaje pop, sin duda, incluso ya publicó un libro sobre el Covid-19. Algún análisis quimérico-sintético hegelacaniano del virus, y de Trump y Putin y Boris Johnson y Bolsonaro entre dos tapas rústicas. También salió otro libro, en formato electrónico y edición independiente: Sopa de Wuhan. El llamativo título reúne una serie de ensayos y artículos publicados en diversos medios digitales, escritos, claro, por las plumas de los intelectuales más chic: el mismo Zizek, Byung-Chul Han, Butler, etc. La onceava tesis contra Feuerbach se ha revertido (de nuevo): para qué cambiar el mundo cuando tenemos el privilegio de interpretarlo desde nuestros sillones. Y así pasan mis días de confinamiento.


FotografĂ­a de Sandra Reyes Rivera


FotografĂ­a de Sandra Reyes Rivera


No todos la pasamos igual

Sandra Reyes Rivera

A veces es difícil comprender lo que pasa en nuestro entorno; observo a mi abuela sentada en una silla de madera en el patio donde caen algunos rayos del sol, sin preocupación y con buena compañía ella pasa sus días. No comprende lo que está pasando, solo ve las noticias matutinas y cree que es una mentira, pero mantiene la calma y toma sus precauciones. Lo hace porque nuestras rutinas cambiaron, nos encontramos en un pequeño espacio que se ha transformado en muchos lugares, de lunes a viernes es una escuela, una oficina; fines de semana para algunos son más tareas de escuela o incluso trabajo desde casa, sin dejar de lado las labores domésticas; es decir, las tareas de adulto. El tiempo ya no es el problema, ahora sobra un poco, los más felices son nuestros fieles amigos peludos, quienes hacen travesuras, pero vuelven a nuestro hogar un espacio más ameno. La cuarentena solo cuenta para mi hermana y para mí, mis padres siguen laborando. El héroe de la casa sale de viaje, ese es su trabajo; ahora no solo lleva una maleta en mano, sino todo un kit de protección, rumbo a su nuevo destino. Nuestra compañera de aventuras tiene un local donde vende verduras que se ha vuelto un espacio solitario, pero ella no pierde la esperanza, al igual que algunos de sus clientes con los que conversa y es que no le queda más que guardar la calma; siento que también lo hace por nosotras que estamos con ella, no quiere que la veamos preocupada, sin embargo, nos preocupamos juntas, cada una en su rincón y a su manera, pero no, no quiero poner triste este escrito, por eso hablaré de los mejores momentos, como las comidas en las que tal vez nos hemos convertido en Chefs o las risas por la tarde


cuando somos comediantes, en fin son esos los que nunca olvidaré, no es de la mejor manera el encierro, pero sin duda nos regala recuerdos. Hace algunos meses alguien me preguntó de mi lugar favorito y yo respondí que era la sala de mi casa. En este momento estoy en ella escribiendo, porque me llena de recuerdos cada esquina por sus fotografías, libros, películas, pequeñas esculturas, que forman parte de una gran historia; este espacio es infinito para imaginar, tenía miedo de que esto cambiara, creí que estar encerrada me dejaría sin historias, pero ahora creo que puedo contar más, porque mis días en casa se han ido volando, entre clases en línea, videollamadas, pláticas, actividades, tiempo con mi familia, entre otras cosas, me han permitido crecer, aprender y valorar aún más cada uno de los momentos que tengo. Sé que es diferente para ti, quien está leyendo esto o quien lo está escuchando, no puedo imaginar la sensación que viven miles de personas en este momento, nadie está preparado para estar encerrado en cuatro paredes, ni para trabajar cuando nadie está, nunca nos enseñan a combatir una pandemia, es obvio, no es algo común, pero es bueno preguntarnos ¿Qué estamos aprendiendo ahora? Cada una de estas palabras hablan sobre mi aislamiento, sobre mi desaparición del exterior; pienso como mis mañanas han cambiado, ya no saludo en el transporte público a quienes conocía solo de mirada, ya no bajo en la misma parada, no me apresuro para llegar a la escuela, el tráfico ya no es problema, ya no. Esta es mi cuarentena, es mi realidad. ¿Cuál es la tuya?


FotografĂ­a de Sandra Reyes Rivera


Fotografía de Irlanda Saharí Romero


Enciendo el tercer cigarro y destapo una caguama. Nada que hacer, ningún sitio a donde ir. En la televisión el doctor López Gatell rompe el séptimo sello y desata el apocalipsis; un bufón con traje de vaquero hace sonar su trompeta anunciando un desabasto de cerveza y la multitud sale disparada. En la ciudad casi desierta solo quedan resonancias: sobre la calle de Aramberri la rockola del Beto´s solo es un eco diluido entre los sonidos del silencio.

Javier de Jesús Eguía Zapata


FotografĂ­a de


e Brenda Guardado


El último día

José Antonio de Alba Yolimea

El último día –el cual no sabía que sería el último–, que a la postre no puedo determinar que es el último, sino aquel día antes que declararan por los medios que se implementaría una cuarentena, debida a una contingencia por un virus de cuyo nombre no quiero acordarme, llegué a casa, entré, y jamás pensé en que la rutina se vería interrumpida para la mayoría de la gente en la ciudad, en el país, en el continente, en el planeta. Incluso me cuestionaba si hubiese personas en el espacio en algún lugar del cual desconozco en la órbita de la tierra, esas personas quizá se plantearían en algún modo cambiar sus medidas de higiene aunque sea por mera solidaridad. He estado guardado en mi casa, siguiendo en medida de mis posibilidades, las recomendaciones para prevenir un contagio. No imaginaba que pasarían tantas semanas, no sé, creo que ya el mes, no sé si vaya para más, tal vez sí, tal vez… Ya se han de imaginar, poco trabajo, trabajo en casa, tiempo de sobra, o quizá la sobra de los abundantes relojes: la alarma de mi dormitorio, el reloj de péndulo del comedor, la hora con la temperatura en el noticiero, la hora del celular y la hora de mi computadora. Tantos relojes y aún los minutos o se van volando o se escurren como la miel del fondo del frasco. He tenido momentos donde me he dedicado a acomodar ropa, pues ya guardé las enseñas del invierno en el closet, he tenido oportunidad igual de reordenar mis libros y desempolvar algunas notas. Por fin mi escritorio ha recuperado el rostro que se ocultaba debajo de toneladas de papeles y montañas de ceniza en los ceniceros improvisados, ya sea por una taza de café olvidada o una cajetilla vacía, tal vez por la envoltura de alguna golosina o fritura o galletas, pero no, nunca el cenicero que de verdad tiene esa función.


Hace dos días tuve la osadía de limpiar los libros de la escuela, acomodar las botellas que tengo detrás del televisor, y me di a la tarea también –ya estando sobre la marcha– de acomodar algunos papeles en el cajón de las cosas importantes –porque sí– porque tengo, en efecto, cosas importantes que guardar en su respectivo cajón. Ahí fue donde la memoria se levantó del polvo y me encontré con las viejas cartas, fotografías, las pequeñas cosas que sostenían mi vieja felicidad. Yo recordé todo de golpe. Me senté y me ocupó la lengua un sabor de café negro con tabaco, pero mis labios quisieron mejor recordar sus labios. Aquel libro de cierto existencialista francés me rebotó la vista a un poemario que a su vez me redirigió a un par de filmes, entre otras cosas. Mi mano ya no puede recordar su mano, porque ya olvidé su tacto. Tampoco recuerdo su perfume, y apenas puedo rememorar la sensación de su carne sobre mi carne. Y es curioso, cómo lo más concreto desaparece, pero lo más abstracto resplandece como su sonrisa y el fulgor en sus ojos. De las cartas emergían palabras que había olvidado que escribí, palabras que ya no escribo nunca más. Hoy todo es trabajo, y quizá una inagotable rutina que me agota cotidianamente. Pero ahora mientras hay tiempo para estar en casa, el pasado no es tan amable, y pienso en lo presente. Mi imaginación es una jauría de perros que corren con rabia, mis pensamientos son una parvada de aves canoras que son despedidas por el espanto de un rifle. Mi mente va centrifugando mis sentimientos, y diría que no me es extraño que los libros de arriba caigan como una avalancha de poesía hispanoamericana que, aplastara con extrañeza a poetas simbolistas franceses. Traté de recordar el paradero de mis Flores del mal, y las encontré apenas pude ubicarlas con mi memoria. Sin embargo, estas flores me recordaron las flores pasadas, y quise imaginarme que están en manos bienhechoras, lo que me conduele hasta cierto punto. Es curioso cómo lo que habita debajo del polvo ya cotidianamente, sale a mi encuentro, me dice cómo fueron las cosas, pero mis re-


cuerdos se distorsionan y recuerdo las cosas con mejor color, con otras consistencias y disímbolo horizonte. Tal vez es un consuelo el imaginarme lo pasado con otra cara, mejor de lo que fue, porque ni siquiera el polvo me convence. Pienso en Proust y en ese pedazo de pan, pero yo poco a poco me fui alejando de ese pan, de esas palomitas, de esos viernes de cine y sábados de sushi. Y aunque ahora veo —puesto que se me ha parado enfrente— esta marejada nostálgica de piezas, de un rompecabezas histórico que sigue ensamblándose en mi vida, y me pregunto ahora, cómo estaré mañana, y si pensaré en el polvo que cubre hoy lo presente. Qué he perdido o estoy perdiendo si disfruto tanto esta soledad ahora. Es cierto que el trabajo me adiestró a abandonar los recuerdos, que vivo enfocándome en el presente, pero me volví un autómata, tenía casi la misma serenidad que los relojes que me rodean. Afuera, hoy no puedo volver a los museos, a los cafés, no puedo ver a mis amigos, no puedo siquiera imaginarme nuevos amores. Sé que me ha sido vedado el mundo hasta cierto punto, que si bien no puedo ver a mis amigos en persona, aun puedo comunicarme con ellos por otros medios. Tal vez ya es tiempo de que se marchen estos recuerdos, la realidad que vivo y que comparto con otros, con ellos, ustedes, y contigo, la vivimos cada uno a su manera. En alguno de esos libros me crucé con estas palabras: In solis sis tibi turba locis Y entre todas estas enseñas del pasado inherentes a mi presente, sólo diré que puedo sentirme como una multitud en mí mismo, entre los libros, los papeles, las noticas, los relojes, aprendo a estar bien a solas y conmigo. Es un hecho que no estoy en el exilio, volveremos al mundo en su momento. Me lavo las manos nuevamente, escribo un par de palabras para un amigo, y la vieja libreta de notas me revela una cita final para estas reflexiones: “Créeme, no existen grandes padecimientos, ni grandes arrepenti-


mientos, ni grandes recuerdos. Todo se olvida, incluso los grandes amores. Eso es lo triste y al mismo tiempo lo exaltante de la vida. Solo existe cierta forma de ver las cosas y aparece de vez en cuando. Por eso es bueno haber tenido pese a todo un gran amor o una pasión desdichada en la vida. Por lo menos sirven de coartada para esas desesperaciones sin motivo que nos agobian.” La muerte feliz, Albert Camus Me preparé un café, encendí un cigarrillo, por fin usaré el cenicero, ya que acomodé de nuevo los libros en sus respectivos niveles, me asomo por la ventana, el sol tiene el rostro ruborizado, las noticias dicen que no es muy tarde y que me quede en casa. Creo que a diferencia de ayer, me daré un poco de tiempo y comenzaré a escribir: El último día…



Dudas en cuarentena Nanda Martínez

Es jueves en la tarde, son las 3:55 p.m. y estoy sentada en la mesa de la cocina. Tengo un vaso de agua en la mano e intento saciar esta sed que parece que el agua no me la quita. No estoy satisfecha y el mar de dudas desborda mi cabeza, a lo mejor el agua del vaso proviene de ella, puede que cada palabra derramada de mis pensamientos llene este vaso, que no pasa de los 250 mililitros o de los 250 intentos de ahogar esta duda. Ojalá la duda no supiera respirar bajo el agua, pero respira en cada decisión no tomada. Tal vez solo se trate de tragar esta agua para matarla, pero el miedo me alberga y me cuestiona en susurros la posibilidad de ahogarme. Pero la verdad es que ya estoy ahogada de las dudas que me planteas con cada pregunta, de intentar hallar entre los 250 mililitros una respuesta o encontrar tan siquiera, la correcta. Ya me ahogué en un mar del subconsciente que solo navega entre recuerdos y miradas. Y no encuentro donde está la respuesta. Puede que haya sido enterrada en la arena o que yo misma la haya lanzado en el mar, ¿se puede reencontrar con lo perdido? Porque buscando mis dudas en este mar que se puede respirar bajo el agua, terminé perdiendo al amor de mi vida. El tiempo pasa, el vaso se desborda, y entre la decisión de tragar el agua, el miedo gana y la sed sigue sin quitarse.

Collage de Gloria Zapata


FotografĂ­a de Brenda Guardado


MÁS ALLÁ DEL MIEDO

Montserrat García González

Comienzo a escribir estas líneas mientras el café resbala por el nudo en mi garganta. Son las primeras horas de la mañana y mi cabeza trata de recordar cómo escribir una crónica, el reloj parece ir más lento o quizás soy yo quien ya no aguanta el tiempo, mi espalda duele, mis ojos tienen sueño y mis pies se sienten más pesados con cada paso y es que me duele llegar a mi trabajo y ver que somos menos, esconder en la mochila mi uniforme blanco y apresurar mis pasos con el corazón apretado: sintiéndome un niño que ha hecho algo malo. Llego al trabajo y saludo al policía de la entrada se me hace extraño no ver a la señora María aquella que se sienta en la orilla de la banqueta a vender sus gelatinas. Lleva días que no viene y a nadie parece molestarle su ausencia y lo que sucede es que el hospital se ve cada día más solo en medio de la calle, todos los días llegamos a trabajar con la esperanza de que no sea el último, aprieto la mano de mi compañero antes de la jornada y siento que nos damos energía que nos nutrimos mutuamente de ganas porque al dar las ocho cada uno se reparte las actividades, nos ponemos aquel traje y nos armamos con jeringas y guantes para deambular en los pasillos entre camas y lamentos constantes. Me siento en una realidad ajena donde los ecos de los monitores quedan reprimidos por el llanto de voces que se quedan sin aliento, mientras el número de enfermos sigue creciendo escucho opiniones de todo tipo: ¡Caray los médicos están haciendo su agosto mientras nosotros nos quedamos sin trabajo! Si supieran que a duras penas tenemos para el pasaje, que a veces traemos la panza vacía todo el día, que


nosotros como ellos si no trabajamos no comemos, sin embargo, no paran de decir: ¡Esto es mentira, el covid no existe! Como me gustaría que fueran falsos los que se murieron ayer, que fuera una ilusión los que llegaron hoy y que no fuera cierto que doña María está en una de esas bolsas esperando a ser cremada, que no fuera real que esa señora , que ese niño, que el señor de allá sean hoy una cifra más. Esta semana apareció en las noticias la nota que familiares de un paciente irrumpieron en el hospital general “Las américas” en Ecatepec, entraron a la fuerza y acusaron al personal médico de matar a los pacientes, aseguraban que a su familiar le habían inyectado una sustancia para provocarle la muerte ¡Los están matando! gritaron. No niego que sentí decepción y coraje pero después pensé en el miedo esa sensación que no es ajena a ningún humano y que se manifiesta de diferentes maneras: a unos les da por reír, a otros por llorar y algunos como ellos simplemente lo niegan y es que a muchos de los que llamamos “inconscientes” en realidad tienen miedo y aunque hayan declarado la fase 3 a varios no les cae el veinte, afortunadamente también existe la cara amable en estos tiempos de incertidumbre cada semana surgen guerreros que entre aplausos son despedidos de los nosocomios porque han vencido al enemigo manteniendo la esperanza de que todos podemos lograrlo, otros no se quedan quietos para ofrecer ayuda al necesitado y es que tenemos un espíritu tan grande y tan fuerte que aunque la mayoría está en casa siguen luchando con lo que tienen por los que más quieren. Termina mi turno en el hospital y me quito la ropa de batalla recorro las calles hasta llegar a la estación del metro para irme a casa, pero a diferencia de otros días esta se encuentra cerrada y los taxis comienzan a recogernos, los asientos cubiertos de plástico como si fueran nuevos y el chofer con una careta de acetato en su rostro me ofrece gel para mis manos antes de subirme. En el trascurso del camino me pregunta ¿Viene de trabajar mi buen? y yo le respondo sí, ya es hora, ni loco le digo a que me dedico capaz que me deja tirado a mitad del camino pues Ni modos unos en sus casitas y nosotros a trabajarle, me mira por el retrovisor y


yo abrazo mi mochila, Tenga fe esto se acabará pronto dice acomodando un rosario blanco en el espejo. El taxi acelera y voy mirando las calles que lucen un tanto vacías, ecos distantes de gente que sale tentando al destino se ven dibujados en algunas esquinas. Cuando llego a casa la conferencia diaria con el doctor Hugo Gatell todavía no ha comenzado. Mi madre tiene a mi abuela a su lado y yo corro a lavarme para poder sentarme con ellas. Después comemos lo que quedó del desayuno, pues la situación no está para privarnos de ese lujo, los números crecen y miro la gráfica ahí están reflejadas personas que como doña María no corrieron con suerte. Estar atentos frente a la tele o el radio esperando el comunicado diario se ha vuelto parte de la nueva rutina de muchos mexicanos y es que en la era digital entre los memes la información circula en redes perdiéndose entre reacciones de gente que en la fase 3 sigue sin creerlo, pero yo a pesar del temor constante tengo la esperanza que termine pronto y que solo queden cicatrices que nos recuerden lo vulnerable que somos y que jamás olvidemos aquellos que se fueron peleando y por fin podamos levantarnos nuevamente más allá del miedo: más fuertes, más conscientes y más humanos.


Insomnio Aline Rodríguez

Me quedo hechicera de un oscuro hoyo descomunal, una galaxia de instantes. Ando como estela poco iluminada por veredas que no conozco, me ahogo de impaciencia. La ruina que despierta mis sentidos acaeció en un ensueño mientras espero una respuesta. Tengo la impresión de que no registro bien la información por el tiempo que llevo presa. En cuarentena. A mi edad la idea de pasar al siguiente nivel se volvió comprensible, siempre queriendo ganar; terrestre. El movimiento es tan drástico que ni siquiera pude sentir soplar al viento. En casa aguardar, entretener y recibir aplazamiento. Me resguardo en un montículo de arena caliente, cerca del sol y la luna; con estrellas por hijos. Vivimos en concentración mientras los barcos tratan de navegar para poder llegar a la orilla de la playa, en salvación. La vida marginada no es precisa, exige quitar mucho polvo y telarañas. Nunca llegué a considerar lo fuerte que se sentiría ser arrastrada por un demonio inmenso, aquel que no deja dormir. La tortura llega cada instante de luna, donde el sol se oculta en el oriente. Un miedo abrazador me persigue cada vez que intento conciliar el descanso. Posar mi cuerpo desnudo entre las sábanas de mi cama me hace querer volver a mi imaginación de niña, desespero. Paso tiempo oculta en razonamientos sin sentidos sobre la creación del mundo, el destino de los inocentes, la falta de comida en las comunidades pobres, la poca tolerancia a los enfermos, los femi-


nicidios, el aborto de las deidades, el abandono de lo religioso, la llegada de una nueva pandemia, en concreto las filosofías humanas y entonces menos puedo tranquilizarme. Intento de nuevo y me muevo inquieta por horas, coloreando pasados grises, creando historias, memorizando poesías, entreteniéndome hasta la locura. Qué cuadrado tan oscuro. ¿Cuántos escritos voy a perder? Rodeada de gente la preocupación en el día se vuelve soportable, minimizo mis monstruos, cosecho frutos de parloteos aunque el apetito de mi estómago rugue cada hora. Jugueteo con los inocentes, exijo al presente tener paciencia pero no es una petición difícil de cumplir. Creo que saldré pesando lo de un luchador de zumo y aun así no paro de ingerir grasa. Creo que mi cerebro se mueve más que mi cuerpo. Y cada noche repito: insonmio; ganas todas las noches la batalla.


FotografĂ­a de B


Brenda Guardado


Encerrado César Lino

Cuarentena, la oportunidad para acercarte a tu familia, leer ese libro olvidado de hace años, hacer ejercicio en casa, intentar cocinar una nueva receta. Para mí, el quedar atrapado y postrado en cama debido a una pequeña cirugía de unos 5 centímetros, impidiendo definitivamente la oportunidad de salir de casa, o hacer cualquier otra cosa. Quién diría que un pequeño órgano de unos 10 centímetros provocaría tanta incomodidad, seguida por el dolor, para ser retirada sin ninguna alteración en el cuerpo humano. El cansancio inexplicable seguido de la incapacidad para mantener una conversación por la falta de aire me aleja de una comunicación afectiva con mi hermana y madre preocupada, el incesante dolor de cabeza (probablemente provocado por el medicamento) no me deja siquiera leer, las puntadas en mi abdomen selladas por la gaza me niegan la oportunidad de mantenerme en forma, la poca estabilidad para mantenerme de pie me imposibilita caminar y no se diga bajar escaleras. Veo a la hormiga intrusa entrando por la rejilla del aire acondicionado, escapando de la lluvia, burlándose de mí por su libertad, su entrar y salir de mi casa y moverse tanto como ella lo deseé. La inmovilidad voluntaria me desespera, no pudiendo cambiar de posición para evitar el dolor por las noches. A mi lado, el sonido de la manecilla de reloj marcando los segundos, esos segundos fugaces en Monterrey, donde las horas se vuelven minutos. Aquel reloj que me indicaba la rapidez con la que tenía que salir disparado de la casa hacia la parada del camión, que me indicaba cuando podía parar unos instantes para apreciar el atardecer dorado en la Estación Universitaria. La noche eterna me hunde en ansiedad, mientras veo la luz fugaz del relámpago por la ventana, cierro mis ojos y trato de imaginarme a tu lado, abrazándote una vez más.


Mantengo mi mano en mi abdomen como si de mí fueran a escapar mis intestinos, para solo ver unas pequeñas gotas de sangre huyendo, felices de respirar porque fueron retiradas las puntadas. Retiradas a la semana, hacen que vuelva a ver la ciudad desde la ventana del carro y me sorprendo al ver que sigue latiendo, demasiado, diría yo, ¿qué pasa?, ¿no saben lo que está pasando?, ¿por qué no están encerrados?, ¿vivo en un encierro intencional? Poco a poco recupero movilidad, empiezo a enderezarme, dejo de arrastrar los pies, bajo un escalón a mi tiempo, veo a mi abuela materna que comparte el mismo pesar para subir a verme. Escucho el pitido de la camioneta fuera de mi casa, para encontrar a mis abuelos paternos con una pequeña pancarta y un par de globos para recordarme que aún con todo esto, desean verme a los ojos y desearme un feliz cumpleaños mientras contienen las lágrimas por no poder abrazarme, sé que me aman, también los amo. Es bueno regresar al lugar donde nací y estar aquí en estos momentos, mi Matamoros querido, sé que podrás salir de esta y hacerle honor a las distinciones que te dieron de ser Invicta, Leal y Heroica. Ahora puedo moverme con libertad, puedo subir y bajar, puedo reír, puedo abrazar, puedo estirarme y ayudar en la casa, sin embargo, sigo encerrado. ¿Qué será de aquellos que nunca pueden salir de su propio encierro? Bienaventurado aquel que en el encierro encontró su libertad.


FotografĂ­as de Gloria CĂĄrdenas



Carta para mamá desde la cuarentena y en (cierro) … Haniel Zamarrón Gómez

Mamá, Desde que te fuiste hace tres meses primero llegó el pánico, el encierro y el dolor de una quemadura de comal. Y te lloraba el pasillo y tu cocina y el perro. Te lloraban las macetas de barro con pálidas florecitas. Te lloraron cada uno de tus cinco hijos en silencio y a gritos. Dicen que Madre solo hay una pero vivir un encierro sin ella es fatal. Papá trata de remendar, de abrazar, de cocinar y de entender.. Pero papá a veces no logra remendar ni cocinar y menos entender. A veces papá solo puede abrazar. Entonces nos reunimos en tu closet y bailamos con tus vestidos y cantamos a Julieta Venegas a todo volumen en la cocina como tú. No vemos a nadie de afuera y nadie nos mira. Nadie nos llora desde su cama ni sobre nuestra cuna destartalada. Mamá Rosita Linda Rosa. Rosa linda. Marcela. Tu nombre nos llama en las mañanas y en las tardes. Tus brazos nos siguen y nos buscan, tientan las paredes tratando de encontrarnos. Como


buenos hospitalarios que nos enseñaste a ser les damos besos a tus brazos y una cama donde dormir. Los abrazamos y dormimos a un lado de ellos revisando en las noches por si tienen frío. Pero mamá, no sé si sabes que estar encerrado tanto tiempo y con una pandemia afuera te da tiempo también de pensar. Pensar hasta que sangras. Y yo pienso en ti todos los días. Te pienso en la aguja que me entierro cuando intento coser. Te pienso en las tortillas de harina que hizo papá. Te pienso cuando nostálgico porque nunca me enseñaste a hacer arroz con leche. Pero también te bailo, también te amo, también te abrazo. Te abrazo en tu pijama que uso todas las noches. Te bailo con tus flores del jardín cuando las riego. Y te amo cuando abrazo los hermanos que me dejaste. Te amo cuando en medio de una pandemia escucho tu voz antigua. Te amo en cada silencio sin ti. Te amo en cada canción de este encierro.


FotografĂ­a de Brenda Guardado



El frasco vacío Alejandra Rios En mi intento de ser una persona consciente de sus hábitos de compra y evitar desperdicios, terminé llenando de envases de vidrio vacíos mi departamento. Debido al trabajo y la escuela, no tenía el tiempo suficiente para empezar a ser responsable con mis desperdicios, por lo que solo los iba acumulando. No quería deshacerme de los frascos de vidrio sin realmente poder evitar que fueran desechables, por lo que cada envase que adquiría lo guardaba. El espacio oculto de mi alacena terminó lleno de botellas de vino y envases de aceite de oliva. Cualquier lugar que tuviera en mi casa donde pudiera ocultar mi basura lo hacía. Tenía que ocultar esos envases vacíos debido a mi obsesión con que mi espacio estuviera acomodado y limpio. Cuando recibía visitas, mi casa estaba reluciente, solo esperaba que nadie abriera la alacena del lado izquierdo y se encontrara un monto de frascos vacíos. Ya había encontrado alguna manera de reutilizar unos cuantos frascos y lugares donde recibían los envases de vidrio para “reciclarlos”. Menciono entre comillas la palabra reciclar, porque en mi investigación sobre los desperdicios me había topado con que varias empresas que dicen reciclar terminando generando más CO2 en derretir el vidrio, pero esa es otra historia. Simplemente no encontraba el espacio en mi rutina para por fin librarme de esos molestos frascos vacíos. Toda mi semana estaba dividida en el tráfico, trabajo, escuela y los fines de semana poder limpiar, lavar, comprar despensa y ver a uno o dos amigos. Mi rutina no daba oportunidad para poder dedicarle unas horas a mi espacio creativo y ver qué haría con esos frascos. Tampoco sentía que tenía el tiempo suficiente para ir al mercado a rellenar mis frascos. Si tenía una hora libre, prefería gastarla viendo una película o jugando un videojuego.


Durante dos años estuve ocultando los frascos y las botellas de vidrio. Me sobrepasaban para poderlos reutilizarlos todos. Algunas botellas las terminaba tirando sutilmente, y menciono sutilmente porque, dado que vivo sola, nadie se iba a dar cuenta de eso. Pero mi orgullo que se destapa a favor de cambiar los hábitos sí se daba cuenta de que estaba fallando miserablemente. Quería hacerme responsable de mis desechos, pero al mismo tiempo, mi rutina no me daba la energía para hacerlo. ¿Así debía ser mi vida? ¿Sin un mínimo espacio para el arrepentimiento de quererlo hacer todo bien? Eso me decía, todo lo tengo que hacer bien. No para nadie más, solo por el simple hecho de que yo puedo hacerlo. Maldito super-positivismo basura. Solo servía para que tuvieras oportunidad de sentirte culpable y que esa misma culpa pueda obligarte a hacer mejor las cosas. Todo eso cambió cuando el destino finalmente me dio una cachetada de contemplación llamada Covid-19. Debido a la pandemia mundial, tuve que quedarme en casa a trabajar. Fui de ese grupo de personas afortunado que podía darse el lujo de trabajar desde casa. Al principio, fue un poco confuso por las horas y el espacio disponible que ahora disponía. Eso hizo que algunas veces me llenara de angustia y otras veces me pusiera a bailar coreografías en frente de mi laptop. Después de dos semanas de ir y venir en mis emociones y ansiedades, pude aprender a contemplar. No había entendido lo valioso que era el tiempo para uno mismo si no fuera porque me hubieran obligado a quedarme encerrada en mi casa. Tenía años de no comer diariamente comida hecha al momento, y el tiempo que gastaba en el tráfico lo convertí en mi hora para hacer yoga. Seguía respetando mis horarios de entrada y salida del trabajo, porque el perfeccionismo es muy difícil de deshacerse de él. Pero, me daba el permiso de levantarme y ponerme a barrer entre las horas del trabajo. Permiso, porque la ética del deber ser siempre me atormentaba y tenía que discutir conmigo misma para hacerme ver que si no tenía trabajo en ese momento estaba bien que hiciera otra cosa.


Romanticé la cuarentena tanto que cuando veía noticias sobre que pronto se terminaría, me sentía triste y abrazaba este tiempo que nunca iba a volver a mí. Claro que soy empática y deseaba que todas las personas enfermas por este virus y que todas aquellas que se habían quedado sin trabajo, pronto estuvieran bien. Pero, no podía dejar de pensar en que el destino me obligó a vivir este tiempo con precisamente ese fin, vivir. Ahora yo era la que no estaba lista para regresar a esa rutina de hace dos meses, no quería que todo volviera a la normalidad. Me sentía plena y segura en mi espacio, en mi casa, con mi taza de café. Había vuelto a encontrar una parte de mí. Ese tiempo lo convertí en muchas partes de mí. Volví a colorear, era como una niña estando en la mesa con mis colores y dibujando flores. Pude reacomodar toda mi casa de manera en que me hacía sentir en paz. Hasta que llegué a ellos. Los frascos vacíos. Un domingo, estando en mi sala, lo decidí. Era hora de hacerme responsable de mis desechos. Pude acomodar toda la basura que había generado en bolsas, dividiendo en plástico, vidrio y cartón. Las botellas de vino las separé ya que supuse que alguien podría reutilizarlas de alguna manera. Los frascos vacíos bonitos los lavé muy bien y los empecé a utilizar como porta colores, porta brochas y rellenándolos de nueces. No quiero ser irrespetuosa por toda la gente que sufrió mucho a causa de esta pandemia (de nuevo esa culpa que te hace sentir mal porque tú la estás pasando bien). Pero, nunca hubiera tenido oportunidad de sentirme tan plena si no me hubieran obligado a estar encerrada. Aún no sé cómo será mi vida después de este tiempo. Lo único que me queda por hacer es disfrutar lo que me queda y poder contemplar todo lo que pueda. Una vez una maestra me dijo: en la contemplación, el pensamiento no está dominado por el capitalismo. Y no solo por el capitalismo, creo que, en la contemplación hacia adentro, el


pensamiento no está dominado por ningún tipo de deseo más que la acción inmediata que vas a realizar. Te quedas mirando la manera en la que la luz entra por tu ventana para después pensar en que quieres agarrar tu vaso de agua. El arte de la contemplación es percibir y estar consciente de todo lo que te rodea y fue la enseñanza más importante que me quedó en este tiempo. Precisamente la misma contemplación me hizo apreciar el tiempo. La vida acelerada se había normalizado tanto que, al momento de detener el tiempo de la sociedad, no sabíamos cómo actuar. Pero al detener el tiempo, la vida se convierte en vida. El frasco vacío era mi forma de vivir. Ellos eran como mis deseos de querer ser, estaban ocultos en mi casa, pero una vez que existió el momento, fueron utilizados.


FotografĂ­a de Luz Angela Cardona


Tiempo de pupas Ariadna Ramírez Garagorri

Hasta hace no mucho disfrutaba contemplar a un niño que iba creciendo. En esta involuntaria pausa he tenido la oportunidad de ver cada día cómo se va abriendo paso el joven que Santiago ya es. Sus catorce años comienzan a desgranarse. Cada día se asoma y me asombra un cambio. Hace varias semanas, dejé de abrazarlo y comencé a ser la abrazada. Con más frecuencia lo veo defender su territorio, conquistar su cueva, aislarse para descubrirse distinto. Su cama tiene un poderoso influjo sobre él, y su cuerpo, revestido de permanente modorra, parece indicar su eficacia. Mientras avanzan las semanas, se abre paso, a tropezones y desafines, una nueva voz y un incipiente bigote, justo arriba de las comisuras de la boca. Cincuenta días de verlo cada mañana, cada tarde, cada noche. De reconocerlo detrás de este joven que se me va revelando de a poco; de adivinarle el estado de ánimo con la mirada y torear sus protestas por quehaceres que antes hacía sin cuestionar y ahora reclaman una exposición de motivos. Cincuenta días de temer irrumpir y resultar invasora. De cuestionarme si es mucho o si es muy poco lo que lo acompaño. Nuevos y necesarios espacios se abren entre nosotros. Suelto el azadón para que él lo tome con sus propias manos, lo levante, se impulse, clave hondo y remueva su propia tierra. Indago cómo se siente extrañar a sus pares, esos frente a quienes se afirma, esos que lo retan, que le sirven de espejo, y me dice que


no, que platica diario con ellos. Y es que, aunque las necesidades son las mismas, ciertas formas de resolverlas pertenecen a este tiempo, las Netflix parties, las salas de espera para entrar a clase, la comunicación y los juegos de la realidad virtual. Negocio, negociamos, menos o más tiempo de pantalla, más o menos de mirarnos, de jugar y conversar. Es mi niña la que mejor sabe sacarlo de su cueva y de su entorno digital. Seguimos tejiendo esa red amplia en que quepa esa nueva persona, y este nuevo mundo, que, en paralelo, se van asomando. Me cuestiono su dócil capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias y mi resistencia a renunciar a quienes éramos. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? ¿Fue mejor andar de prisa, tratando de empatar con la inconciencia colectiva, con un mundo de consumo, de egoísmo, de prisa, de exclusión y competencia? No puedo despojarme de esta culpa social que debemos estar sintiendo las generaciones que nacimos el siglo pasado, por lo que mucho que hicimos y por lo mucho que dejamos de hacer. Y me digo que todavía podemos reinventarnos a los ojos de nuestros hijos y nietos. De algún modo, todo, todos, estamos viviendo la metamorfosis de algunos insectos. Va, esta inmovilidad y letargo deja atrás a larvas que veníamos siendo; ahora somos pupas, para finalmente, hacernos cargo. La cuarentena me obliga a mirarlo, mirarme, pausada y calladamente, desprovista de esos ojos que no reparan en lo que miran. Así constato en él que lo sembrado, incipiente, ya está germinando. Así me asumo pupa y deseo que, como especie, la adultez nos llegue a la vuelta de los días.


FotografĂ­a de Luz Angela Cardona


Relato de una cuarentena Calzado T. Jueves 12 de marzo: las noticias sobre el COVID-19 empiezan a hacer más presencia, tanto que hasta en las universidades y escuelas privadas de Nuevo León empiezan a suspender clases a partir del viernes hasta nuevo aviso. La UANL sin embargo aún no entra en pánico, las clases siguen en pie pero con algunas recomendaciones (un poco incongruentes). Viernes 13 de marzo, primera recomendación: evitar lugares concurridos y recordar a Susana Distancia (aunque para esos días aún no nacía está súper-heroína), en mi defensa lo traté de aplicar pero fue imposible, el camión se llenó apenas saliendo de la estación, en el metro ni que decir, ahí ni como mantener distancia. Ya en clase platicamos del tema, aún un poco escépticos pero siguiendo las recomendaciones. Terminan las clases y yo me despido de mi amigo (sin saber que no lo vería en un buen rato). Sábado 14 de marzo, la UANL da el anuncio de la suspensión de clases presenciales a partir del martes hasta nuevo aviso (esto va pa´ largo), sin embargo continuaremos en clases virtuales (no me hace mucha emoción). Lunes 16 de marzo y martes 17 de marzo perdí la noción de que hice esos días aunque algo es seguro; fui la cenicienta de mi casa. Miércoles 18 de marzo, mi primer clase en Skype, iniciamos todo bien pero después empezaron las fallas, el Internet de la maestra no funcionaba muy bien, y en un momento se desconectó del video chat y ya no pudo volver a conectarse. Mientras esperábamos a que se volviera a unir pusieron música de fondo y hubo algunos roomtours, unión grupal en general. La maestra ya no se pudo conectar vía Skype, buscamos otras apps para poder continuar con nuestra clase, lo logramos. Jueves 19 de marzo lo mismo, esperamos a nuestra clase virtual, y lastimosamente no se pudo concretar de nuevo. Había problemas para unirse a la llamada. Otra cosa que hice fue entrar en crisis (¿Por


qué nadie me quiere?). Viernes 20 de marzo, al parecer tengo mala memoria a corto plazo, no logro recordar muy bien que hice ese día (ni uno otro) o tal vez sea memoria selectiva. De algo estoy segura, tenía tarea que subir así que eso fue algo de lo que hice. Ese día también fue emociónate (dentro de lo que cabe). Mi amiga se va a casar, todas nos pusimos sentimentales y románticas. Por poco se me pasaba: La UANL anuncia adelanto de receso académico. La crisis entra otra vez (¿Cuándo encontraré el amor?) Sábado 21 de marzo, traté de ser productiva, jugué a que era chef, me fue muy bien. El estrés de estar tanto tiempo en casa hizo presencia en una terrible migraña. Domingo 22 de marzo, recuerdo que me propuse hacer ejercicio (de esta cuarentena no iba salir gorda claro estaba, al menos esperaba mantenerme en mi peso de siempre). Otra vez experimenté en la cocina, esta vez como repostera (los brownies estuvieron exquisitos). Lunes 23 de marzo, martes 24 de marzo y miércoles 25 de marzo, la misma rutina de cenicienta, algo de ejercicio y adelanto de tareas. Jueves 26 de marzo, estoy a punto de morir de aburrimiento y estrés por encierro, además mi banda favorita anuncia que uno de sus integrantes salió positivo a COVID-19 y probablemente los demás también están contagiados. Viernes 27 de marzo, decido retomar mis proyectos que había dejado abandonados por falta de tiempo y motivación. Sábado 28 de marzo, ya han pasado dos semanas del inicio de la cuarentena y a mis papás aún no los dejan hacer su cuarentana (a pesar de que hay casos confirmados cerca del municipio donde vivimos). Además los productos de canasta básica comienzan a elevarse de precio. Domingo 29 de marzo, mis sueños son bastante extraños y empiezo a buscarles alguna explicación. Ese día también estuvo lleno de creatividad. Lunes 30 de marzo, empiezo a tratar de encontrarme a mí misma, ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿qué estoy haciendo? y ¿qué haré en un futuro? A la par voy descubriendo nuevas actividades por hacer.


Martes 31 de marzo, no pasó absolutamente nada (memoria de pez). Miércoles 1 de abril, no hay nada otra vez más que ser chef de la familia de nuevo. Jueves 2 de abril, mi banda favorita saca nueva canción y con esto una convocatoria para formar parte del video oficial. Viernes 3 de abril, me siento orgullosa de mí debido a que he logrado lo que siempre posponía. Aquí descubro que empiezo a ser comprometida conmigo misma. Sábado 4 de abril, me he arreglado para estar en casa, y me he sentido bien conmigo misma, además me he hecho el fleco y no se me ve tan mal. Domingo 5 de abril, me pongo a pensar en todo lo que he logrado en tan poco tiempo, y en cuanto me faltaba tener tiempo conmigo misma, lo he sentido como un despertar y me propongo nuevas metas y compromisos. Lunes 6 de abril, la cuarentena va para largo, mi hermano regresa a clases el 30 de abril (o quizás tarde un poquito más) hablando de él, estar ambos juntos mucho tiempo nos ha llevado ciertos conflictos pero no hay nada que no se pueda solucionar (spoiler: en cualquier momento esto estalla). También dediqué tiempo a crear algo para participar en el video de mi banda favorita (terminé estresada, frustrada y sin ganas de nada), no salió muy bien que digamos así que decidí dejarlo. He descubierto cosas que me relajan y me ayudan a volver a enfocarme en mí y no desanimarme tan fácilmente.


Amor en tiempos de coronavirus Frida S. Cruz Castillo

El mundo se ha paralizado y la incertidumbre se pasea coqueta por las calles de la ciudad. La gente permanece confinada en sus casas contando los días para salir y regresar a la normalidad. Las noticias están repletas de información sobre la pandemia, ¿qué, aumentó el número de casos?, ¿qué, la economía va a caer?, ¿qué, si hay cura?, ¿qué, seguiremos en cuarentena un mes más? Incluso, un presidente ha propuesto exponer a las personas a rayos cósmicos de origen desconocido e inyectarse desinfectante para eliminar el virus. Raúl apaga la tele, convencido de que no saldremos de esta. Toma su celular y abre sus redes sociales. Mala idea, está infestado de lo mismo. Cierra los ojos, toma un respiro y camina hacia la ventana. La luz solar adorna la superficie de las casas y el aire caliente impacta su cara. Corre la cortina y se prepara algo de comer. Cerca de ahí, Diana ha tomado su primera ducha del día, — ­ no más noticias— se dice a sí misma, se viste con su ropa de baile y espera con ansia la caída del sol para preparar su ritual artístico. Al atardecer, la ciudad ha refrescado. Raúl jala su sillón favorito junto a la ventana, toma su clarinete y comienza a tocar aquella vieja canción que tanto le gusta. Después de hacer sonar el último acorde, escucha a lo lejos unos aplausos. Raúl busca entre las casas frente a su departamento alguna señal de su admiradora o admirador. No ve a nadie. Sonríe e inicia una nueva melodía mientras la luna y las estrellas se convierten en su audiencia infinita. Ahora, son las cinco de la tarde, Diana sube a la azotea, como todos los días a esa misma hora: escucha una música lejana. Su cuerpo vibra y comienza a bailar al son de ese distante túnel de viento que le alegra el alma. Le fascina el sentir de su cuerpo fluir al compás de cada coreografía que se inventa. Los rayos del sol la envuelven a cada paso, el cielo la abraza, un clarinete suena mientras que el aire juega con su cabello. El baile y la música han hecho de su encierro algo menos aburrido y sofocante. Ahora, el universo canta.


Fotografía de FЯE


Villancico

Leslye Hernández Ortiz

Son las nueve treinta y la hora de la cena es a las diez. Para Olivia: una mezcla de croquetas y agua; para mí: pescado, ensalada de Costco, un puño de fusillis y una Carta. Reservo la cerveza para viernes, con el fin de mantener cierta cronología. El resto de la semana es un terreno valdío, donde se apilan decenas de edificios no identificables. Los sábados desayuno hotcakes, por ejemplo, y los domingos ceno palomitas o una rebanada de pay, mientras veo a Gatell en su atuendo informal, durante la conferencia. Me estoy inventando festividades, como quien no tiene certeza de su fecha de nacimiento y elige un día al azar en el calendario. O quien después de hacer home office, se toma una caguama (cuando había) en el porche; o enciende un cigarro en la ventana tras un mes de abstinencia. Y me pregunto cuántos eventos ficticios tenía antes del encierro. Si mantendré los actuales, una vez que se apacigüe y podamos salir con relativa frecuencia. Barro el patio todas las mañanas, eso sí. Porque los intestinos de Olivia no conocen días libres, imaginarios y oficiales. Barro, entonces, concentrada. En esto me parezco a mi papá, porque elijo el medio día o las diez de la mañana. Cuando el sol arrecia y el excremento se ha secado lo suficiente para levantarlo con facilidad, de un hachazo con el recogedor. Barro, acotando las hebras de agua con los márgenes de polvo, intentando borrar la caligrafía de los insectos y las plantas; remolcando la nube gris, que apaga el color de las losetas, y revive una vez que paso la escoba y el jabón urde una espuma necia. La luz me cala en el dorso del cuello, el sudor resbala por mi frente y rueda hasta uno de mis párpados; intento, con todas mis fuerzas, no tocarme la cara. Olivia me ve, como si a ella


también se le hubiera encajado algo en el ojo y posa su pata sobre su cara. Me remeda. Ese reflejo alivia el ardor momentáneamente. Termino de enjuagar las burbujas sobre el desnivel de la coladera y guardo la cubeta en el patio trasero. Me lavo las manos y las seco en el revés de la ropa. Entonces, le rasco la panza y jugamos un rato a la pelota, hasta que dan las dos y es la hora de la comida. Comemos juntas, pues. Ella en el pasillo y yo a la cabeza de un comedor, donde soy una comensal invisible para la pantalla donde miro un tutorial o una receta. Sé que son las tres porque, a media cucharada de lentejas, suena la campana de los helados. Es el señor que vendía paletas en FaPsi; empuja el carrito verde esmeralda sobre los topes que hacen efervescencia. ¿Ahora cuál será su ruta de venta? Mañana sí le compro, pienso, mientras veo cómo una mujer argentina, arma una torre de papas que va directo al horno a gratinarse. “Esto está, recontra delicioso, tenés qué probarlo. Si hacés la receta, tagueame por favor en la foto y subí cuál fue tu platillo favorito.” Recontra. Me gusta ese prefijo. Lavo los platos mientras escucho un podcast. Están en la lista una booktuber, una facilitadora de sapo y una comediante con aires de gurú psicodélica. Aprieto la esponja entre mis dedos y dejo caer las tripas de jabón sobre los fantasmas de salsa en el plato. Los cuchillos se lavan primero por el filo, luego por la espalda y al último su mango; los vasos, primero por sus fauces y enseguida su lomo proboscídeo; los platos, pueden dejarse hasta el fondo, porque con una pasada basta, y van a la fila, uno tras otro, mirando sus costillas ovaladas. Dan casi las cinco, alcanzo a hacer una que otra cosa antes de que empiece la conferencia; destender y doblar la ropa limpia, acomodar la pila de tuppers que tiemblan desde el precipicio de la alacena. Responder algunos mensajes de whats, revisar mi correo, hacer como que leo, pero leer con mayor detenimiento los enlaces que alguien postea. Sinceramente, no me detengo a revisar las noticias con titulares amarillistas; a veces tampoco, si el nombre del medio parece sacado de una piñata. Después de eso, doy casi por terminado el día.


Llegan las diez y es la hora de la cena. Oli nuevamente recibe el mix de croquetas y agua; yo ingenio otro para mí, con lo que hay en el refrigerador. Hago sobremesa hasta que me duele la espalda y subo a mi cuarto. Leo, acostada, y malamente, los tuits que no alcancé a leer en el comedor. Veo stories de gente haciendo cardio, pays, TikToks o que solo se queman la vista con la pantalla (como yo); contemplo mi wishlist en amazon; reanudo un capítulo de la serie en curso. Son las doce y mi cabeza no frena, giro sobre el colchón con la pijama torcida y recuerdo los días que añoro, pero también los que no. Las personas a las que echo de menos y también a las que no. Pongo en el teléfono “The christmas song”, porque me recuerda a la época en que mi abuela materna regresaba de Houston, para pasar Navidad de este lado de la frontera. No hay una guía para la frustración que sirva a todas las causas. Me digo y no lloro, porque estoy sobria y exhausa. Porque la chilladera fue la tercera semana; la más difícil para mí. Porque ahí comencé a verle la cara a la penitencia. Y a partir de entonces, hicimos como que hicimos las paces. Me dan náuseas de tanto rumiar, de no encontrar un recipiente donde quepan mis dudas. ¿Cómo guarda una luto a lo que todavía no extravía? Me levanto y anoto en una libreta mi voluntad anticipada, como si yo tuviera el número sorteado. Vuelvo a la cama y dejo que los apuntes aplaquen esa tierra con la humedad de su trazo. Con la certeza de que puedo soltar mis pocas pertenencias, y las demás pueden ir a bordo de una USB, sin mayor problema. Y ahora, sin noción del tiempo que ha pasado, sueño. Sueño que barro, las esquinas de mi patio, el último escalón de la puerta; con el agua y la cal que usaba mi otra abuela, para peinar los surcos de la calle; el vapor de cloro entre las grietas, zurcidas por el líquido atrapado en ellas.


Fotografías del Parque Fundidora de Salomé Fuentes Flores



son las 23:39 horas me acabo de levantar por un vaso con agua, me desperté

aliviada, física y emocionalmente aliviada, de ya no tener dolor de cabeza ni náuseas. Cuando iba a la cocina por el vaso pensé, esta es otra oportunidad para ahora sí tomar todas las precauciones siempre. Ayer fui por un material a una empresa por Apodaca, llevaba mi cubrebocas, guantes, lentes y hasta el sombrero (hacía mucho sol), ya en la camioneta me acordé de que se me olvidó el spray con alcohol y pensé, no va a pasar nada, que es una vez. Y hoy como a las 17:30 horas empezó la paranoia. Empecé con náuseas, fui al espejo a verme la lengua, no la tenía tan roja. Me tomé la temperatura 36.5, hace tres semanas me la tomaron entrando a Agua y Drenaje y era 35. Busqué en Internet, si 36.5 era tener temperatura y decía que no, que tener fiebre era 38. Busqué los síntomas de Covid-19, era que tuvieras dos de los siguientes síntomas: tos seca, dificultad para respirar, fiebre, dolor de cabeza, cansancio, ojos rojos... No decía náuseas, pero ya me estaba empezando a doler la cabeza y ayer traía los ojos rojos y me canso cuando hago una tarea doméstica, tengo tres síntomas de la lista, tengo coronavirus. Fue porque ayer no tomé todas las precauciones, no me llevé el alcohol y ahora tengo coronavirus. Dejé de ver Tiger King, para ver si se me quitaba el dolor de cabeza. Fui al patio, había truenos, me puse a regar para ver si se me quitaba el dolor de cabeza, no se me quitó. Seguía pensando tengo coronavirus. Busqué en un libro, náuseas, te dice porque te da y que el té de jengibre ayuda para quitarlas. Me hice un té de jengibre y me fui a dormir como a las 9:00 con náuseas y dolor de cabeza, pensando que tenía coronavirus. Me desperté a las 11:30 sin náuseas y dolor de cabeza y fui por un vaso con agua. Cuando iba de regreso a la cama pensé, siento que el universo me dio otra oportunidad como cuando antes me dio otra oportunidad cuando tuve relaciones sexuales sin precaución y no quedé embarazada ni me dio VIH. Ahora el COVID-19 es la nueva amenaza para controlarme en las relaciones humanas de una manera extrema. Yolanda Leal


De la serie: EL JARDIN / THE GARDEN cover Anna Atkins versiรณn Mala hierba - adaptaciรณn Damien Hirst (rainbow) Oxalis triangularis, Yolanda Leal


De la serie: EL JARDIN / THE GARDEN Damien Hirst. Oxalis corniculata, Yoland


cover Anna Atkins versiรณn Mala hierba - adaptaciรณn da Leal.


Efectos secundarios Brenda Rodríguez

He perdido ya la cuenta de los días que han pasado desde que inició esta cuarentena. El tiempo me parece una eternidad, pues siento que cada minuto transcurre con gran lentitud. Veo pasar no solo los días, sino también mi libertad que se va con ellos. Veo a través de mi ventana como las aves pueden volar, mientras yo me siento entre cadenas tan pesadas que llevo de un lado a otro. Me siento prisionera no solo de mi hogar, sino también de mi propia mente. Una mente que lucha contra sus episodios ansiosos y depresivos, y al mismo tiempo contra las responsabilidades que corresponden. Una mente y un cuerpo que luchan contra los estragos de esta cuarentena: frustración, irritabilidad, enojo, cansancio, insomnio, y un desgaste mental que adormece por igual al cuerpo. La rutina se vuelve aburrida y monótona. La ansiedad se vuelve mi compañera, la frustración y la desesperación me aprisionan, y el llanto se vuelve algo recurrente. Los efectos secundarios de esta cuarentena me enferman, me debilitan, me hacen sentir como si fuera otra persona. Permanecer aislada me hace sentir como si las habitaciones de mi casa se hicieran cada vez más pequeñas, causándome problemas para respirar bien. Podría decir que esta cuarentena se está convirtiendo en un trastorno más, que los días son como esas píldoras que receta un médico y que los efectos secundarios me entorpecen y me hacen sentir desconectada, y por último siento como si mi hogar se hubiera convertido en una especie de internamiento. Tengo ganas de curarme, pero no del virus que nos causó esta pandemia, sino del aislamiento y de todos las consecuencias que me ha ocasionado.

Fotografía de Brenda Rodríguez




Carta desde el otro lado de la habitación

Debería empezar por el inicio, antes del día uno, porque los inicios se generan antes de lo que podemos ver. Los días habían perdido sus nombres y la forma de contarlos mucho antes de quedar aislada en paredes de ladrillo. Y lo cierto es que yo había dejado de ser yo; yo también perdí mi nombre. El espejo ya no hablaba y el amarillo flor marchita pegado a mi piel no se lavaba con nada. Después, el día uno comenzó con la falta de aire habitual en los pulmones, encajar los dientes en el labio inferior hasta sangrar y la nueva pregunta que se prolongó por semanas de ¿Por cuánto tiempo más mi mamá va a respirar? Con los días empecé a olvidar la última vez que te vi y por las noches solo tuve pesadillas, una vez vi a papá ahogarse en una de ellas y otra noche fue mi hermano quien cayó de las escaleras. Pero no estuviste para decir que nada de eso fue real. Aunque llames no quiero oír tu voz tan cerca si en la habitación no te encuentro y tampoco quiero ver la curva de tu nariz ni tu piel trigueña convertida en pixeles si con eso no tengo el incendio. Un día me acabé las cosas por hacer, me soñé todo y ya no quedaban más labios que morder, entonces de la nada.. Me Ahogó El Silencio

Fotografía de Brenda Llanas Santiago


Y empecé a despertar viendo Nepal en las sábanas, Nepal en lo que una vez fue tu lugar en la cama. Comencé a ayunar, quería conocerme sin los restos que llevaba dentro de algo que no soy yo. Quería sentir el estómago vacío y el crujir del concreto despegándose de mis huesos. Y solo estuve. Ya no pensaba en nada, ya no pensaba en ti. Solo estuve. Me reconocí en las hojas verdes, en las caídas y en las podridas, empecé a saberme pez y mi hogar en los aires. Y solo estuve. Infinitamente. Brenda Llanas Santiago


¡Tilín, tilín! Basura oiga. ¡Tilín, tilín! Basura. ¡Tilín! Es martes y son las 8:30 am. Tengo los ojos cerrados y ya obligué a un pie tocar el suelo, y luego al otro. Me hago un intento de cebolla decente en el pelo y me quito las lagañas, acelarada me apresuro para lograr en cuatro minutos sacar las bolsas de basura restantes, bajar las escaleras y sacar mi sanitizado tambo a la banqueta, para no volverme a preocupar por esa labor hogareña en una semana más. Todo un maratón sin medallas. Desde que estoy en confinamiento, ahora sé que el camión de la basura pasa los martes. Regreso a mi piso, y en tan soleada mañana, prosigue hacer mi meditación. ¿Cuántas veces vi entrevistas de yoga en los canales de salud recomendando eso? Muchas. Pero siempre me dije: “yo no tengo tiempo”. Ahora, lo tengo. Cinco minutos diarios es mi iniciación, y yo feliz de que mi respiración fortalezca mi sistema inmunológico, ahora, en el 2020, con esta pandemia que nos ha secuestrado, es muy pero muy necesario, oxigenar las células. Acto seguido, enciendo mi radio y de sonidos de la naturaleza, brinco al urbano reggaetón, siempre tengo la misma estación en el FM para iniciar bailoteando mi día. Me dirijo a mi más reciente manualidad: un huacal de tomates, ahora pintado de blanco, lo pinté en lo que parecía una infinita tarde de viernes, un viernes con mucho tiempo libre como ninguno lo había tenido antes, y con energía, menos. De la caja tomatera tomo el libro que corona otros tantos, el cual es prestado (para no variar), me interesa acabar de leerlo y poderlo pronto regresar (y si eso me permitirá pasear, qué felicidad), las diez páginas siguientes, me teletransportan a otro tiempo y a otro lugar, paliativo para mi realidad actual. Sigue la comida más importante del día: el desayuno. ¡Por fin me están sirviendo todas esas opciones descargadas durante mis almuerzos Godínez! Cuando pensaba: “Oh, puedo hacer esto, se ve fácil”, “ah, y esto también, los ingredientes no se ven caros”. Y así, después de haber permanecido treinta segundos “hojeando mi móvil almacenador de recetas light”, me decido a consentirme una vez más. El café matutino ahora alegra mis días como antes no pasaba, y en mi presente forzado, sí puedo reposar posterior a los alimentos como Dios manda.


Organizando mis carpetas con papeles (pendiente que tenía atrasado desde diciembre y eso que tuve vacaciones), encontré un cuadernillo para colorear mandalas, fue un regalo de mis treinta años, casi tres años después y no había coloreado ni la primera página, puse de pie sobre mi escritorio el inmutado obsequio, y me emocioné como si fuera el mejor proyecto de cuarentena. Colores, necesitaba colores, ítem que apunté para mi siguiente veintiúnica salida, que era ir al súper. Pintar mandalas sería mi anodina medicina para no volver a la ranitidina. Como adicta a las letras, después de haber leído un libro, frases célebres, artículos de Internet, fragmentos de redes sociales, ahora sigo con las revistas. En la monotonía de mis covidcianos hábitos, encuentro aquella donde había puesto un coqueto y rosa separador de páginas, y continúo en el artículo que me quedé. Finiquito. No sin antes, haber conocido al autor, al ilustrador, al doctor, al economista; en fin, a todo aquel que su nombre aparezca en la Web, y su trabajo y obra también. Esto es lo que pasa cuando tienes tanto tiempo libre, quieres cansar tu mente, hacer rendir tu memoria, tener algo para contar…porque ya no hay e-mails que enviar, ni llamadas que hacer ni que recibir, ni información que corroborar ni nada para capturar. Es martes, me lo recuerda ahora el celular, porque uno ya no sabe ni en qué día está, y ahora espero que sean las 8:30 otra vez, decidí una cena especial: taquitos dorados de papa, ¡los famosos tacos de papa escondida! Aprovecho ya que puedo, simplemente porque en estos alterados días ahora sí estoy despierta. El vendedor ambulante acostumbraba pasar por mi calle a las diez pasado meridiano, y si comía esos crujientes tacos con salsa de tomate, era solo en sueños, porque acostada ya, oía a lo lejos el distintivo claxon del mexicano carrito, y solo me consolaba con un “no, duerme, otro día será, mañana tienes que trabajar”. Después de degustada mi gloriosa y económica cena, el buen reposar, es casi adictivo ya, otra vez la mano en el celular, empiezo a deslizar, deslizar, deslizar y una imagen me hace parar: me habla de promesas. Viajar a donde quiera, comprarme lo que quiera, hacer lo que sea que me proponga, promesas hacia uno mismo acabando la cuarentena. Lloro. Lloro porque lo que no me


he cumplido, pensando que había bien vivido. Con casi 33, tengo muchos meses sin ir al cine, ni qué decir del nuevo sitio de alitas en esta cuasi anglo ciudad, no recuerdo una tarde del año pasado en que haya disfrutado un helado, un simple helado, bailo en las cuatro paredes de un gimnasio, pero no sé lo que es bailar en una fiesta real, y no me he atrevido a tomar el micrófono en un karaoke público, para variar. Sequé mis ojillos y me recité mis promesas, habiendo descubierto que no era un virus el que me encerraba, que no era el trabajo lo que me cansaba, que no era por dinero que no me alcanzara o que faltase quién me acompañara. Solo necesitaba parar, parar y en mí pensar, reaccionar, que la vida no comprada está, que tener casi 33 no está tan mal y que la vida se hizo para gozar. A gozar.

Alejandra Pineda Mata


Dibujo de Paulina Aenlle Díaz


El encierro escalofriante Paulina Aenlle Díaz

En referencia a la ballena azul, el animal más grande del mundo. “En aguas calmas y poco profundas puede representar un estado de ánimo de serenidad, paz, tranquilidad y seguridad, mientras que, muy por el contrario, aguas turbias pueden simbolizar todo lo opuesto, y ni que hablar de tormentas en las profundidades oceánicas, habiendo pocas cosas tan abominables y aterradoras. La cuestión es que las ballenas son capaces de burlar estos peligros y controlar las tempestades, representando la calma y el control de las emociones. suele decirse que las ballenas representan la creatividad emocional, el bienestar y la profundidad emocional. Todo esto lo logran gracias a su gran capacidad para navegar y comunicarse entre sí.” Esta ballena representa la lucha diaria en esta cuarentena con mis duelos, mi ruptura amorosa, y todo lo externo que sucede y afecta mis sentimientos. Es complejo querer llevar el vuelo, a veces respirar no es tan fácil cuando se siente demasiado. Siempre intento mantener mi cabeza en alto y dar un ejemplo de que se puede salir adelante, pero todos tenemos un montón de cosas con las cuales lidiamos y está bien. Es muy fácil suponer sobre los sentimientos de los demás y este día quiero invitarles a tener un poco de más consciencia en que nadie sabe la lucha interna que lleva cada persona. Seamos más pacientes con todos y escuchemos/veamos más por nuestros sentimientos antes de juzgar a los demás. Escúchate a ti mismo, no te juzgues y busca lo que te hace feliz, ve poquito a poquito y pronto todo irá mejorando con calma. Pero si en algún punto retrocedes no pasa nada, es totalmente válido y normal sentirse mal. Veo totalmente necesario valorar las cosas a las que ya nos acostumbramos, el simple hecho de respirar es algo tan inmenso. Hoy quiero ser una ballena azul, donde a pesar de las tempestades puedo salir adelante.


Heridas sin sal Paola Pavón

“Tengo la sensación de que llego muy temprano a los sitios que me van a doler, porque me obsesiona querer curarme del problema antes de que pase.” Elena Codes

Quisiera sentir otra cosa, cualquier cosa, menos esto. Quisiera no desvelarme hasta las seis de la mañana intentando recordar el sonido de tu voz, quisiera que el color de tus ojos no causara alborotos en la boca de mi estómago, quisiera no sentir recelo de que te me resbales del cuerpo como champú. A medida que pasan los años el mundo me da menos miedo, pero esto vino con truco: el miedo fue reemplazado por tristeza y ahora todo me causa dolor de cabeza. El encierro me ha enseñado que no sé estar sola, que pasé los últimos siete años de mi vida intentando recuperar algo que nunca supe nombrar. Los azulejos de mi pequeño baño me recuerdan a las heridas que me causé a los dieciséis y el espejo que me mira me trae a la memoria aquella vez que te besé en la planta de arriba mientras mis papás no veían. La cotidianidad se siente lejana y con ella la memoria de nosotros también. Sé que no te has ido, solo estamos a seiscientas casas y doscientas calles de distancia, pero no puedo parar de sentir que el aire que entra por mi ventana no es el mismo aire que hoy respiras en tu terraza.


“Para qué, si el mundo ya casi se acaba.” Te dije entre risas mientras nos comíamos unos tacos de 6 x 20 pesos y tú te preocupabas por el exceso de servilletas que usábamos para limpiarnos las manos. No quise que fuera verdad. Todo se desmorona y vivimos de sentimientos que ya no podemos llamar nuestros, el sonido de las ambulancias me arrulla y me despierta, ya no conozco mi cuerpo y mis piernas se sienten ajenas. Ojalá sintiera otra cosa, cualquier cosa, menos esto.


Conocí a la muerte, y fue muy amable Fernanda Alanis

Un puñado de valor, un parpadeo fugaz y una epidemia de miedo. La peor enfermedad no es la que te mata lentamente, o la que temes por ser contagiado. Es la que te consume por el odio. Me levanté, como todos los días, comí, como todos los días, mire las noticias, como cualquier otro día. Ese era el problema; era un día como cualquier otro, era un día normal, era el día en el que la muerte estaría bailando al caer la noche. A veces me aterra la idea de cómo todo está perfectamente sincronizado, que las cosas pasan por algo, que fue por algo que te levantaste tarde, o que decidiste ponerte cierto par de calcetas diferentes, o que pensaste que algo que querías hacer era muy tonto, y que por ende, decidiste no hacerlo. El sol se estaba ocultando, y yo decidí, recalco, porque fue el poder de una decisión, la consecuencia de una acción, el acto sincronizado que puso mi vida en este día, en peligro. Decidí ir a la farmacia que estaba enfrente de mi casa para comprar algo que es lo que menos importa en esta historia. Cuando salí, me paré unos segundos en el estacionamiento para decidir si compraba un elote o me iba directo a mi casa, había un carrito justo enfrente de la farmacia vendiéndolos, por lo que decidí comprar uno para mí, y uno para mi mamá. “Uno sin crema, y el otro con puro queso” “35 y 25 son 60 en total” todo, lo recuerdo todo perfectamente, como una broma de mal gusto, o una jugada del destino. “¿Cuándo pasara esta cuarentena? ¿Cuándo acabara todo esto? ¿Volveré a ver a mis amigos? ¿Qué libro me toca leer este mes? ¿Habré acertado en pedir el elote sin crema y mayonesa para mi mama?, espero que sí” eran cosas que pensaba mientras iba a


cruzar la calle, para regresar a mi casa. El primero me sacó de mis pensamientos. Como si alguien te jalara a la fuerza hacia el exterior. Dos. No entendía lo que estaba pasando. Tres. ¿De dónde viene ese sonido? Cuatro. Quizás tronó algún transformador de energía. En el quinto disparo entendí lo que estaba pasando, pero me quedé petrificada, no podía moverme, ni cubrirme con nada, estaba yo en una esquina, estaba prácticamente enfrente de él, a su merced. Seis. Alguien le estaba disparando a quemarropa a una mujer detrás de mí, a contra esquina. Siete y último. Se guardó la pistola en el pantalón y salió corriendo. Hubo un silencio tan aterrador, un silencio pausado, y sentía que me quemaba la garganta. Miré hacia la farmacia y todos estaban agachados. Miré al carrito de elotes y todos estaban tirados. Y yo, estaba ahí, parada, petrificada, vulnerable, procesando todo lo que había pasado ante mis ojos. Nadie se movía, nadie hacia nada. Acto seguido salió una mujer, la copiloto, llorando, y gritando que por favor, alguien le ayudara. Yo enseguida pensé en llamar a la policía, seguía ahí y nadie la ayudaba, tenía mi celular y podía ayudar. No pude ni siquiera sacar mi celular de mi bolsa. No pude ayudarla, no pude hacer nada. Estaba tan asustada, y seguía sin moverme, con el miedo de que él regresara y le disparara a ella, o a mí, o a alguien más. No pude hacer nada y eso me pesa en lo más profundo de mi alma. Empecé a reaccionar, empecé a correr, crucé la calle sin mirar, mientras escuchaba sus desgarradores gritos. No pensé que llegaría a mi casa, mis pies se hacían pesados, y de la nada lágrimas comenzaron a caer por mi rostro. Es algo contraproducente que mi número de la suerte fuera el 7, nací un día siete, y siete fueron los segundos que me separaron de la vida y la muerte. Siete fueron los disparos que conté, y fue-


ron 7 veces en las que pensé; “la muerte no siempre viste de negro, a veces es alta, con pantaloncillos cortos, tennis blancos y camisa negra, a veces carga una pistola consigo y otras es más amable.” Llegué a mi casa, mi mamá, aterrada por los disparos que había escuchado, me recibe, preocupada, veía en sus ojos el miedo de una pérdida, la incertidumbre de no saber que estaba pasando, el saber que ella estaba aquí, y que yo estaba allá. Todo parecía una pesadilla, constantemente soñaba con escenarios así, en los que me veía obligada a correr, en los que escuchaba disparos, y todo, todo lo que sentía en esos sueños lo estaba sintiendo de nuevo, en la vida real, en una situación real, con una persona real. “Mamá, acaban de matar a alguien. Mamá, le acaban de disparar a alguien. Mamá, acaban de matar a alguien y yo lo vi todo”. La bala de ese presente que ahora es mi pasado, quedará marcada en todo mi futuro, el dolor de una perdida se robó lo que algún vez fueron recuerdos, el silencio del miedo ganó la guerra, el odio fue la pólvora que prendió el rencor y a mí me habían perdonado la vida. Conocí a la muerte, y fue muy amable. No le temí por tenerla enfrente, muy dentro de mí sabía que estaba lista para morir, pero le temí porque fue capaz de recogerme con sus huesudas manos y presionarme contra su regazo. “No es momento aún, pero algún día lo será. Regresaré, y esta vez no seré tan amable. Vendré vestida de otra manera y no te obligaré a irte conmigo, porque tú ya estarás lista”.


Fotomontaje de Enrique Ruiz



FotografĂ­a de Fernanda Alanis



Del ansia a la flor María Dolores Bárcenas

No pensé que esto de la cuarentena fuera a ser tan complicado, recuerdo cuando dieron la noticia en el trabajo: “A ver, chicos, Elsa les pasará un comunicado que tendrán que firmar, no es opcional, la empresa se cerrará por la pandemia, se les dará el 50% de su sueldo, esperando reanudar actividades el 21 de abril.” No me pareció mala idea, en cuanto escuché a la gerente decir eso se dibujó una sonrisa en mi rostro, que traté de disimular porque todos hacían gestos como de ¡ay, no! Y empezaron a quejarse por lo de la mitad del sueldo. Yo pensé, ¡excelente! No vamos a venir a trabajar, me podré parar tarde, saldré con mis amigos y podré desvelarme; lo vi como vacaciones. Al principio salí y aún había gente en las calles, aún estaban los negocios abiertos, me compré un frappé y disfrutaba no tener que ir a trabajar. Me vi con una amiga y charlamos acerca de lo que pasaba, creíamos ambas que era una exageración, que quizá el virus ni existía. Pero lo que sí existe, dijo mi amiga: “son las medidas que se están tomando, y nos pasan a joder, en mi trabajo me pagan por destajo, no hago nada, pues no me pagan, tengo dos hijos, y a Juan también lo han descansado y sin derecho a sueldo, exista o no el Coronavirus, a algunos nos están jodiendo”. Yo solo asentí a las palabras de mi amiga, yo lo tomaba como vacaciones, y para ella era una crisis económica. Pasado unos días salí por un helado. Las patrullas de tránsito perifoneaban el mensaje: “quédate en casa, por favor, no salgas, guarda tu distancia, regresa a tu casa, por favor, no salgas” una y otra vez, empezaba a ser paranoica. Ahora casi ningún negocio abierto, me regresé sin helado. —Ya es hora de que te tomes esto en serio —gritó mi madre

Fotografías página anterior y página siguiente de Luz Angela Cardona


mientras yo entraba hacia la casa—. No me vuelves a salir, ¿ya viste las noticias? Ha muerto alguien en San Miguel por Coronavirus. Y reportan cuatro casos confirmados. Recordé las calles tan solas y ya no me cupo la menor duda, existía el COVID 19. ¿Y ahora qué iba a hacer yo encerrada en casa?... He pasado estos días con un mar de ansiedad, empiezo una película y la quito, empiezo a leer un libro y lo dejo, me recuesto un rato y me paro. Hoy me senté aquí en la ventana, porque siento que me ahogo en este encierro, me hace falta ir a los parques, me hace falta sentir la frescura que hay cerca de los árboles, este encierro me asfixia. Ojalá lloviera hoy, así abriría mi ventana y sacaría mis manos y mi rostro para refrescarme un poco. La última vez que fui a un parque fue hace tanto, y hoy lo extraño. La última vez que llovió, vi la lluvia desde dentro de casa, y hoy quisiera dar piruetas entre ella y me conformaría con sacar mis manos por la ventana. Llevo días aquí junto a la ventana, ayer llovió y saqué mi mano, y un poco mi rostro, sentí la frescura de la lluvia, respiré la brisa. He estado viendo el horizonte, la caída del sol, las hermosas flores de la azotea de mi vecina, los mezquites que se ven en aquellas casas. ¡Me he enamorado!, del horizonte, de la caída del sol, de la lluvia, de los mezquites, de esas flores. Ya no importa cuánto se extienda la cuarentena, seguiré aquí en mi ventana, esperando la lluvia de hoy, esperando el ocaso de hoy, contemplando el horizonte, los mezquites y las flores.



Pintura de Jorge CantĂş


Los tormentos de Dali Katya González Barraza

“Nombre: Dalila Tamayo Vázquez. Edad: 13 años” leyó en voz alta la psicóloga. Para Dalila era costumbre que lo hiciera al inicio de cada sesión. - Sí, ellos siempre vuelven- contestó la niña a media plática. - ¿Por qué crees que pase? . - El monstruo mayor nunca se detiene. Los demás vienen por eso. Los días pasaron y llegó un problema aún mayor: no podía salir de su casa. Quedó atrapada con el ser más temido. Ni siquiera sus trabajadores y ausentes padres podían ayudarla en una situación así. La única persona quien podía escuchar parte de su historia fue cancelada por el encierro. La situación, junto con sus familiares, le prohibía ir al exterior. Dali no quería salir de su cuarto. Era frustrante, pero era mayor el miedo. En un ataque de desesperación, el aire se alejaba de ella. Intentaba alcanzarlo pues, a pesar de su desgracia, quería aferrarse a la vida. Era cada vez más difícil. Los ataques cada vez eran más intensos. Se agitó hasta desear una bolsa de oxígeno. Los pensamientos se calmaron y ella pudo respirar con normalidad. Estaba harta de los monstruos que la atacaban y la hacían sentir mal. A veces la rodean. No la dejan dormir. La hacen llorar y temblar. En ocasiones logra alejarlos, pero sabe que regresarán. La niña abrazaba sus piernas cuando ese perverso entró. Cerrar la puerta no servía de nada. Ahí estaba, el causante de todo. Se paralizó, sus ojos eran un mar de lluvia, salados, casi estériles del dolor. Él le sujetó sus débiles brazos mientras acercaba su boca de aliento árido y fúnebre. Gritos agudos basados en una esperanza casi muerta se ahogaban en su recámara. Lo peor había dado comienzo. Ese nefasto monstruo iba quitando uno a uno los obstáculos para lastimarla.


La rabia no la dejaba dormir. Una madrugada, decidió recorrer los pasillos, se encaminó al cuarto de sus padres. Solo ahí podía descansar a gusto. De repente, una mano grande le prohibía hacer ruido. Era él, con ansias de más. Ella pataleó y lo golpeó con fuerza. - ¡La puerta! -pensó Dali. Por suerte, su pie alcanzó a golpearla. Él intentó llevarla lejos, pero los forcejeos no lo permitían. Sus padres salieron del cuarto. Al ver la escena, se vieron confundidos. La adolescente corrió hacia ellos. El eco se encargó de que el lamento descontrolado se escuchara en toda la casa. En su mente, Dali no podía estar más agradecida, ella no fue capaz de soltarlo por cuenta propia. Ahora que habían visto el enfrentamiento, solo quería gritar lo que había pasado. - ¡Por favor, no dejen que me quite la ropa! -fue lo que salió de su boca al final. “Dalila Tamayo Vázquez. 18 años. Cuéntame, ¿cómo te has sentido, Dali?”. -Todavía recuerdo ese día, ese sentimiento. Mi estúpido tío no dejaba de torturarme sin importar la hora. No puedo alegrarme más porque esté preso, pero sigo teniendo pesadillas con el hecho de que se fugue de la cárcel. - Entiendo, nunca es fácil superar un trauma, por esto estoy aquí para ayudarte. - Gracias. También mis padres y amigos me han ayudado mucho. - ¿Cómo vas con tus medicinas? - Bien, me he acostumbrado a ellas. Puedo decir que han colaborado. - Me alegra oírlo. Puedo decir que vas para mejor. - Muchas gracias, doctora. Terminó la sesión. Era verdad que no le contaba todo, pero sí que estaba mejorando. Solo las ganas de golpear a esos tontos abusadores callejeros no le faltaban, pero son detalles que no harían daño a nadie, ¿cierto?


Ya no tengo tiempo Itzel Mendoza Estos días de encierro involuntario para muchos han sido confortables: conviven con sus familias, trabajan desde casa o disfrutan el sol con una alberca inflable. Para mí está siendo una gran prueba. La pandemia llegó a transformar mi rutina y la de muchas otras personas; pero también llegó a enseñarme que ya no tengo tiempo como para perderlo con quien en el aislamiento no pudo ni siquiera llamar, que ya no tengo tiempo para quedarme en el “hubiera”, que el tiempo no espera a nadie y que cuando esto se acabe solo nos quedaran unos meses para volver a iniciar otro año en el que tampoco se sabe qué va a pasar. Que este tiempo de confinamiento sea para curarnos de las desilusiones y volver a empezar a valorar lo que nos rodea: la naturaleza, un hogar, la familia y todo lo que nos compone como seres en nuestra vida; dejar atrás a quienes decidieron irse a pesar de toda la tecnología que existe hoy en día para comunicarse, que cuando el aislamiento acabe la soledad se vaya, el amor propio sobre y disfrutar la vida por si algún día otra catástrofe nos vuelve a sorprender.


Querido lector:

No deja de sonar este tema que nos atemoriza a todos. Los medios se han encargado de recordarlo día con día; no me quejo, es su trabajo mantenernos informados de la situación actual que se está viviendo. Nadie veía venir la pandemia, nadie estaba preparado y nadie supo acatar correctamente las primeras indicaciones cuando nos encontrábamos en la Fase 1. No nos culpo; repito, nadie había recibido una capacitación antes sobre como enfrentarse ante una pandemia mundial. Hay quienes la ven como resultado de una estrategia económica con propósito financiero realizada por el gobierno chino, otros como una excusa para acabar con la sobrepoblación; yo la veo como una excelente oportunidad para dejar al planeta Tierra respirar. ¿Qué no te has dado cuenta? La cuarentena dio como resultado la aparición en las calles de animales nunca antes vistos, nos permitió observar de nuevo por mucho tiempo el maravilloso color azul del cielo que nos rodea, respirar aire libre de contaminantes. Pero, ¿sabes qué más ganamos con esta cuarentena? La unión de la comunidad, el apoyo mutuo de la misma, la convivencia con nuestra familia que en su mayoría parecía estar perdida antes de que esto sucediera. ¿No te has dado cuenta? La comunicación ha mejorado, los días en casa parecen ser menos difíciles cuando estamos en constante convivencia con nuestros padres y hermanos. La cuarentena, aunque de primeras parecía una amenaza para todos o parecía poner un freno a los asuntos cotidianos de la población, es causante de evolución y crecimiento. ¿Por qué no dejas de reprocharla? ¡Disfruta de ella! Es una grandiosa oportunidad para aumentar tu paz mental, leer un poco, alejarte de un mundo a veces inconveniente que se encuentra afuera, disfrutar del amor de tu familia. No dejo a un lado las pérdidas, las tristezas que causó a miles de familias, las personas que no tienen más opción que seguir trabajando antes de quedarse en sus casas; eso no se olvida. En un futuro, el gobierno, la sociedad y los centros de salud estarán preparados para una próxima pandemia. Al menos es lo que uno esperaría, ¿no? Que el mismo error no se cometa dos veces y que las desgracias también sirvan de experiencia. Nadie la esperaba, nadie la veía venir, y sin embargo México está saliendo adelante haciendo de todo lo que esté en sus manos y le sea posible realizar. ¿Te diste cuenta que la educación sigue de pie? Como estudiantes seguimos aprendiendo y mejorando profesionalmente desde nuestras casas a pesar de la cuarentena. No nos detenemos y eso es lo que me hace sentir orgullosa de mi país; su perseverancia y constancia. La pandemia nos ha hecho convertirnos en historia, un ejemplo para muchos en los próximos años.


No perdemos la esperanza, y si bien no sabemos el propรณsito, incluso dudamos de la manera en la que apareciรณ, nos mostramos fuertes, enfrentando la situaciรณn con amor y fuerza. Yo solo espero que terminara pronto para no volver. Jimena Maldonado Salinas


Dibujo de Daniel Caleb


EL ESCAPE

Chema Sánchez En el km 10 debía estar el primer puesto de control, pero no había nadie. Probablemente no lograron burlar el toque de queda. Sigo cuesta arriba por la vereda que tantas veces he recorrido; el peso de la mochila me hace ir más despacio y cansarme más rápido. Paro en el km 16, los Brooks me han sacado ampollas en el pie derecho, debe ser por la falta de uso en cuarentena. Tres horas después el Garmin marca el km 35 y 1,270 D+, el sudor me escurre por la cara pero evito el contacto con mis manos. Ha empezado a oscurecer y aún faltan 7 km para la meta. Consumo mi porción de carbohidratos y electrolitos, y continúo por el sendero marcado con la cinta azul colgada de una rama. Mientras avanzo, repaso en la memoria si he empacado todo, manta térmica, foco, navaja, enlatados, frutas, ropa. Hay luces a la distancia, debe ser la meta, faltan 2 km según Wikiloc. Las piernas no dan más pero el corazón me impulsa, prendo el foco amarrado al perímetro craneal, respiro hondo y embisto el último trecho. El camino se ensancha por la izquierda y desemboca en una explanada repleta de lucecitas inquietas. Me detengo, retiro la mascarilla de mi boca y sonrío al ver la colonia de trail runners que al igual que yo han escapado a la montaña para sobrevivir.


FotografĂ­a de Brenda Guardado


Confianza Claudine Flamand Escribo mi diario sentada en la misma silla que todos los días, pero no logro concentrarme. El olor a cloro que ha penetrado mis manos es fétido. Ese líquido maloliente ha impregnado cada uno de mis poros, ha emblanquecido mis dedos y ha hecho ásperas las palmas de mis manos. Ha sido asqueroso tener que lidiar con la sanidad de esta manera. Limpio, tallo, enjuago una y otra vez las felpas que paso por el piso de la casa, los muebles de aluminio, las viandas… no solo he tenido que forzarme a que el olor hediondo no taladre mis sentidos, he tratado de combinarlo con jabón para que sea menos pestilente, sobra decir que no lo he logrado; ahora también me duele la espalda de estar agachada trapeando y metiendo esas jergas hasta los recónditos lugares en donde no había puesto atención durante años. Saco el aire de mis pulmones tan rápido como una exhalación lo permite, respiro para meter paciencia en mi cuerpo, pasará, el olor a cloro también pasará, así como lo harán los días de encierro. Me estiro, truenan mis huesos y mi columna vertebral descansa, escucho a Lola ladrar en el patio; han pasado los vecinos paseando a Mex, ese perro Puig que es la cuarta parte de tamaño de mi perra… traen cubrebocas y guantes blancos. Veo su mirada perdida, igual que la mía. Estamos cansados de la espera, porque no sabemos qué esperar. Hoy nos han confirmado la desesperanza de unos vecinos por el grupo que armamos en whatsapp. No murió el padre o el abuelo, se fue el hijo, no hubo velorio solo entregaron sus cenizas. El Puig ladra, Mex lo hace diferente a Lola, los veo agacharse para acariciar su cabeza y el blanco de la tela que cubre su boca me desconcierta… el olor hediondo de mis manos llega otra vez de golpe … su casa … ¿olerá también a cloro?


Esperanza, asfixia y amor Cristina Castro Soto

El tiempo parece pasar sin avisar, el calendario muda de hojas y aun así ayer es igual que mañana. Despierto con expectativas altas del día, para solo concluir que será un remolino de aventuras pasadas, la tarde llega y la noche hace su entrada triunfal, de nuevo sobre las sábanas, donde mi cabeza no es más que la luna cargada de emociones y con faceta cambiante, similar, pero de tantas formas diferentes que la luna de ayer. Trato de concentrar mi mente en intentar proyectos nuevos, tal vez aquella receta de aquel platillo tan fantástico, tal vez aquel pastel que no terminará de cocinarse. Pintar, eso es, nunca fui buena en eso, pero siempre hay una primera vez, la realidad es que esa primera vez nunca llegará, bloqueo mental, o bloqueo creativo, como suele ser llamado. Siempre regreso a lo mismo, leer aquel libro que ya fue leído tantas veces que se ha cansado de sí mismo. La curiosidad me ataca y tal vez sea momento de ejercitarme, aunque siempre pongo la misma excusa, terminaré sudada, o demasiado cansada para disfrutar esa sensación de lograr algo que se propone. Cuando el sol está en su máximo esplendor, me agobia la idea de imaginar la playa, la alberca, la calle inundada de rayos de sol que hoy no tocarán mi rostro, a pesar de que nunca he sido la fan número uno del calor, creo que la nostalgia me ha hecho creer que soy amante de ver mi cara enrojecida y ardiendo por el furor del sol. Puedo simplemente pensar en qué color teñir mi cabello de nuevo, no lo sopor-


taría, está muerto desde hace meses, pero tal vez el verlo de verde fosforescente lo haga revivir, ¿no? Entrada la noche, solo puedo pensar en algo, amor; sí, tal vez suene trillado, aun así, es una esperanza al fin del día. Aquello que me hace sonreír en medio de ese episodio de incertidumbre, simplemente eso que hace que ahora mi mano izquierda brille más que la derecha. No podría, ni quiero pensar en imaginar mi vida sin amor, sin el amor por el arte, el amor por todo aquello que me inspira a intentar tratar de organizar un año entero en cuarenta días. Solo puedo concluir que la cuarentena ayuda, relaja, asfixia, libera, pueden sonar opuestos, pero ¿quién no necesita llorar de vez en cuando? Prevalece la esperanza de que algo mejor vendrá, es apenas una sonrisa ligera de todo aquello que espero, que llegará y que nunca se irá.



FotografĂ­a de Brenda Guardado


Diseño y edición: Virginie Kastel Relatos de la cuarentena VI, Primera edición, 2020 © 2020, los autores © 2020, Tresnubes SAPI de CV © 2020, Universidad Autónoma de Nuevo León UANL Rogelio G. Garza Rivera Rector Santos Guzmán López Secretario General Celso José Garza Acuña Secretario de Extensión y Cultura Antonio Ramos Revillas Director de Editorial Universitaria Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta Centro, Monterrey, Nuevo León, México, C.P 64000 http://editorialuniversitaria.uanl.mx/ editorial.uanl@uanl.mx TRESNUBES EDICIONES Reforma 427, San Pedro Garza García, C.P 62400 https://www.kichink.com/stores/tresnubes tresnubesediciones@gmail.com



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