Sharpe 11

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Bernard Cornwell

Sharpe y el tigre de Bengala

El cuarto hombre que había en la tienda no quiso sentarse y en lugar de eso iba y venía dando grandes zancadas entre las mesas y las endebles sillas por allí repartidas. Era aquel hombre el que mantenía viva la poca conversación que logró sobrevivir en la densa, húmeda y mal ventilada atmósfera de la tienda. Animaba a sus compañeros, los alentaba, trataba de hacerlos reír, aunque de vez en cuando sus esfuerzos fallaban y entonces se dirigía a grandes pasos hacia una de las puertas de la tienda y se detenía para mirar hacia el exterior. «Ya no puede faltar mucho», decía todas las veces, y entonces retomaba su impaciente caminar de un lado a otro. Era el general de división David Baird y el superior en rango y en edad de los dos segundos al mando del general Harris. A diferencia de sus colegas, se había sacado la casaca y el chaleco de su uniforme y mostraba una sucia camisa bastante zurcida y con los tirantes de sus bombachos colgándole a la altura de las rodillas. Su oscuro cabello estaba húmedo y alborotado y su ancho rostro tan bronceado que, a los nerviosos ojos de Lawford, Baird parecía más un peón que un general. El parecido se acentuaba aún más porque no había nada delicado ni refinado en el aspecto de David Baird. Era un escocés enorme, alto como un gigante, ancho de espaldas y con los músculos de un carbonero. Había sido Baird quien había convencido a sus dos colegas para entrar en acción, o mejor dicho, quien había persuadido al general Harris para que actuara muy en contra del mejor criterio del otro oficial, y francamente, a Baird le importaba un comino si al maldito coronel Arthur Wellesley le parecía bien o no. Baird le tenía antipatía a Wellesley y le sentaba tremendamente mal el hecho de que al joven lo hubieran nombrado su compañero segundo al mando. Baird, que era un hombre que nunca dejaba que las rencillas permanecieran sin expresarlas, se había quejado a Harris del nombramiento de Arthur Wellesley. —Si su hermano no fuera gobernador general, Harris, usted nunca lo habría ascendido. —Eso no es cierto, Baird —había contestado Harris con suavidad—. Wellesley tiene capacidades. —Capacidades, ¡una mierda! ¡Lo que tiene es familia! —soltó Baird. —Todos tenemos familia. —Pero no unas acicaladas familias inglesas presumidas con demasiado dinero de mierda. —Nació en Irlanda. —Pobre maldita Irlanda, entonces, pero él no es irlandés, Harris, y usted lo sabe. ¡Si ni siquiera bebe, por el amor de Dios! Un poco de vino tal vez, pero nada de lo que yo llamaría una copa como es debido. ¿Alguna vez ha conocido a un irlandés tan sobrio? —A algunos, unos cuantos, a decir verdad a bastantes —Harris, un hombre justo, había respondido sinceramente—, pero ¿es la embriaguez una cualidad tan deseable en un comandante militar?

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