Sharpe 11

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Bernard Cornwell

Sharpe y el tigre de Bengala

alarmante. Sujetaba la puerta con la mano izquierda y tenía la casaca roja enrollada en la derecha. Cuando la puerta se entreabrió unos centímetros, arrojó la chaqueta con toda la fuerza de la que fue capaz hacia los restos de la cabra que estaban en el otro extremo del corredor. El tigre percibió el movimiento, se giró, alejándose de la celda de Hakeswill y pegó un brinco hacia donde estaba la chaqueta. La casaca roja había recorrido unos buenos seis metros y el tigre cubrió esa distancia de un único y fuerte salto. Le dio a la chaqueta con sus zarpas, le volvió a dar, pero no encontró ni carne ni hueso en el interior de la prenda. Sharpe se había deslizado a través de la puerta, se volvió hacia las escaleras y agarró rápidamente la pistola. Se dio la vuelta de nuevo esperando poder alcanzar la seguridad de la celda antes de que el tigre se diera cuenta de su presencia, pero le resbaló el pie en el último escalón y cayó de espaldas sobre los peldaños de piedra. El tigre lo oyó, se giró y se quedó inmóvil. Clavó sus ojos amarillos en Sharpe, éste le devolvió la mirada y lentamente echó hacia atrás el percutor con el dedo pulgar. El tigre oyó el chasquido y batió la cola una sola vez. Aquellos ojos despiadados miraban a Sharpe y entonces, muy despacio, el tigre se agazapó. Balanceó la cola de un lado a otro una vez más. —¡No dispare ahora! —le dijo McCandless en voz baja—. ¡Acérquese más! —Sí, señor —asintió Sharpe. Mantuvo la mirada fija en los ojos del tigre y lentamente, muy lentamente, se puso en pie y fue acercándose a la bestia. El miedo le provocó una sensación de salvaje furia en su interior. Hakeswill le gritaba palabras de ánimo, pero Sharpe no oía nada ni veía otra cosa que no fuesen los ojos del tigre. Se preguntó si debía tratar de regresar rápidamente al interior de la celda, pero se imaginó que el tigre saltaría mientras él estuviera todavía intentando abrir la puerta. Sería mejor enfrentarse a la bestia y dispararle en el foso abierto, decidió. Sostenía la pistola con el brazo extendido, con el cañón apuntando a una zona de pelaje oscuro justo entre los ojos del animal. Cuatro metros y medio, tres y medio. Sus botas hacían ruido sobre el suelo de piedra. ¿Sería precisa la pistola? Era muy bonita, toda de plata y marfil, pero, ¿dispararía con precisión? ¿Se ajustaría la bala a la medida del cañón? Un espacio entre el cañón y la bala de la anchura de una hoja de papel era suficiente para que una bala se desviara al salir despedida por la boca. Incluso a una distancia de unos cuatro metros una pistola podía fallar contra un objetivo del tamaño de una persona, así que para qué hablar de una pequeña mancha de pelo enmarañado entre los ojos de un tigre devorador de hombres. —¡Mate a ese cabrón, Sharpy! —lo apremió Hakeswill. —¡Tenga cuidado! —le dijo McCandless entre dientes—. Asegure el disparo. ¡Con cuidado! Sharpe avanzó poco a poco. Su mirada seguía fija en los ojos del tigre. Deseaba con todas sus fuerzas que la bestia se quedara quieta para que tuviera una muerte digna. Tres metros. El tigre permanecía inmóvil, mirándole. A Sharpe le escocían los ojos a

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