La casa verde

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Mario Vargas Llosa

La casa verde

los paquetes, suplicándole, increpándolo si se resiste a soltar su equipaje. Son una decena apenas, pero parecen cien por el ruido que hacen; sucios, greñudos, esqueléticos, sólo llevan pantalones cubiertos de remiendos y, uno que otro, camisetas en hilachas. Huambachano los aparta a empujones, patrón, lo que él quisiera, fuera, y ellos vuelven a la carga, so carajos, cinco reales, patrón y él fuera, paso. Los deja atrás y llega a la barrera, tambaleándose. Aquilino le sale al encuentro y se abrazan. —Te has dejado bigote —dice Huambachano—, te has echado brillantina. Cómo has cambiado, Aquilino. —Aquí no es como allá, hay que estar bien vestido —sonríe Aquilino—. ¿Qué tal el viaje? Estoy esperándolos desde esta mañana. —Tu madre hizo un buen viaje, estuvo contenta —dice Huambachano—. Pero yo me mareé mucho, me la pasé vomitando. Tantos años sin subir a un barco. —Eso se cura con trago —dice Aquilino—. Qué hace mi madre, por qué se ha quedado ahí. Maciza, los largos cabellos entrecanos sueltos a la espalda, Lalita está rodeada de cargadores. Se ha inclinado hacia uno de ellos, sus labios se mueven, y lo observa muy de cerca, con una curiosidad casi agresiva: esos mierdas, ¿no veían que estaba sin maleta? Qué querían, ¿cargarla a ella? Aquilino se ríe, saca una cajetilla de Inca, ofrece un cigarrillo a Huambachano y se lo enciende. Ahora Lalita ha puesto una de sus manos en el hombro del cargador y le habla con vivacidad; él escucha en actitud reservada, niega con la cabeza y, después de un momento, se retira y se mezcla con los otros, comienza a brincar, a chillar, a corretear tras los viajeros. Lalita viene hacia la alambrada, muy ligera, con los brazos abiertos. Mientras ella y Aquilino se abrazan, Huambachano fuma y su rostro, entre las volutas de humo, aparece ya repuesto y plácido. —Ya eres un hombre, ya te vas a casar, pronto me vas a dar nietos —Lalita estruja a Aquilino, lo obliga a retroceder y a girar—. Y tan elegante que estás, tan buen mozo. —¿Saben adónde se van a alojar? —dice Aquilino—. Donde los padres de Amelia, yo había buscado un hotelito pero ellos no, aquí les arreglamos una cama en la entrada. Son buenas personas, se harán amigos. —¿Cuándo es la boda? —dice Lalita—. Me he traído un vestido nuevo, Aquilino, para estrenarlo ese día. Y el Pesado tiene que comprarse una corbata, la que tenía era muy vieja y no dejé que la trajera. —El domingo —dice Aquilino—. Ya está todo listo, la iglesia pagada y una fiestita en casa de los padres de Amelia. Mañana me despiden mis amigos. Pero no me has contado de mis hermanos. ¿Todos están bien? —Bien, pero soñando con venir a Iquitos —dice Huambachano—. Hasta el menorcito quiere largarse, como tú. Han salido al Malecón y Aquilino lleva la maleta al hombro y la bolsa bajo el brazo. Huambachano fuma y Lalita observa codiciosamente el parque, las casas, los transeúntes, los automóviles, Pesado, ¿no era una linda ciudad? Cómo había crecido, nada de eso existía cuando ella era chica, y Huambachano sí, la cara desganada: a primera vista parecía linda. —¿Nunca estuvo aquí cuando era guardia civil? —dice Aquilino. —No, sólo en sitios de la costa —dice Huambachano—. Y, después, en Santa María de Nieva. —No podemos ir a pie, los padres de Amelia viven lejos —dice Aquilino—. Vamos a tomar un taxi. —Un día quiero ir donde yo nací —dice Lalita—. ¿Existirá todavía mi casa, Aquilino? Voy a llorar cuando vea Belén, a lo mejor la casa existe y está igualita. —¿Y tu trabajo? —dice Huambachano—. ¿Ganas bien? —Por ahora poco —dice Aquilino—. Pero el dueño de la curtiembre nos va a mejorar el próximo año, así nos prometió. Él me adelantó la plata para el pasaje de ustedes. —¿Qué es curtiembre? —dice Lalita—. ¿No trabajabas en una fábrica?

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