La casa verde

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Mario Vargas Llosa

La casa verde

—Si ya no podías salir de viaje, si las piernas no te respondían ya para andar por el monte — dijo Aquilino—. ¡Morir entre conocidos! ¿Crees que los huambisas iban a seguir contigo? En cualquier momento se largaban. —Yo podía dar órdenes desde la hamaca —dijo Fushía—. Jum y Pantacha los hubieran llevado donde yo mandara. —No te hagas el tonto —dijo Aquilino—. A Jum lo odian y no lo mataron hasta ahora por ti. Y el Pantacha está zafado con sus cocimientos, apenas podía hablar cuando lo dejamos. Eso se había acabado, hombre, desengáñate. —¿Vendiste bien? —dijo Fushía—. ¿Cuánta plata me traes? —Quinientos soles —dijo Aquilino—. No me tuerzas la cara, lo que llevé no valía más y he tenido que pelear para que me dieran eso. Pero qué ha pasado, es la primera vez que no tienes mercadería. —La región está quemada —dijo Fushía—. Los perros esos andan prevenidos y se esconden. Iré más lejos, aunque sea a las ciudades me meteré, pero encontraré jebe. —¿Lalita te robó toda tu plata? —dijo Aquilino—. ¿Te dejaron algo? —¿Qué plata? —Fushía sujetaba las mantas junto a la boca, se había encogido más—. ¿De qué plata hablas? —De la que te he ido trayendo, Fushía —dijo el viejo—. De las ganancias de tus robos. Ya sé que la tenías guardada. ¿Cuánto te queda? ¿Cinco mil soles? ¿Diez mil? —Ni tú, ni tu madre ni nadie me va a quitar lo que es mío —dijo Fushía. —No me des más pena de la que te tengo —dijo Aquilino—. Y no me mires así, tus ojos no me asustan. Más bien contéstame lo que te pregunto. —¿Me tendría tanto miedo o con el apuro se olvidaron de robarme la plata? —dijo Fushía—. Lalita sabía dónde la guardaba. —También puede ser que fuera por pena —dijo Aquilino—. Diría está fregado, se va a quedar solo, al menos le dejaremos la plata para que se consuele un poco. —Mejor debieron robársela esos perros —dijo Fushía—. Sin plata, el tipo no habría aceptado. Y tú que eres de buen corazón no me hubieras botado en el monte. Me habrías regresado a la isla, viejo. —Vaya, por fin estás más tranquilo dijo Aquilino—. ¿Sabes qué voy a hacer? Machucar unos plátanos y hervirlos. Ya desde mañana comerás como los cristianos, será tu despedida de la comida pagana. El viejo se rió, se tumbó en la hamaca vacía y comenzó a mecerse, impulsándose con un pie. —Si fuera tu enemigo, no estaría aquí —dijo—. Todavía tengo esos quinientos soles, me hubiera quedado con ellos. Yo estaba seguro que esta vez no tendrías carga. La lluvia barría la terraza, chasqueaba sordamente en el techo, y el aire caliente que venía de afuera levantaba el mosquitero, lo tenía aleteando como una cigüeña blanca. —No necesitas taparte tanto —dijo Aquilino—. Ya sé que se te cae el pellejo de las piernas, Fushía. —Te contó lo de los zancudos la puta esa? —murmuró Fushía—. Me rasqué y se me infectaron, pero ya está pasando. Ésos se creen que porque estoy así no iré a buscarlos. Ya veremos quién ríe último, Aquilino. —No me cambies de tema —dijo Aquilino—. ¿De veras te estás sanando? —Dame un poquito más, viejo —dijo Fushía—. ¿Queda todavía? —Tómate el mío, ya no quiero más —dijo Aquilino—. A mí también me gusta. En eso soy como un huambisa, todas las mañanas cuando me despierto me machuco unos plátanos y los hiervo. —Voy a extrañarla más que a Campo Grande, más que a Iquitos —dijo Fushía—. Me parece que la isla es la única patria que he tenido. Hasta a los huambisas voy a extrañarlos, Aquilino. —Vas a extrañar a todos, pero no a tu hijo —dijo Aquilino—. Es el único del que no hablas. ¿No te importa nada que se lo llevara Lalita? —A lo mejor no era mi hijo —dijo Fushía—. A lo mejor la perra esa...

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